La estudiante

Karden

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22 Jun 2023
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La estudiante

Capítulo 1
Buenas tardes.

Creo que me he metido en un problema. Uno muy gordo. Un problema que puede que acabe no sólo con mi trabajo, sino con toda mi vida. Pero creo que lo mejor será que os ponga en antecedentes y empiece por el principio, y eso significa que debo presentarme.

Mi nombre es Jaime, y soy profesor en una universidad de una capital del Levante español, aunque en realidad procedo del centro de la península. Sólo diré que me dedico al ámbito de las Humanidades, aunque no voy a entrar en más detalles para guardar la discreción.

Llevo dando clase ya desde hace ya cinco años. Durante mi primer año de trabajo, un poco después de defender mi tesis doctoral, estalló la pandemia de coronavirus. Básicamente me tocó aprender a todo correr en un contexto en el que tuvimos que abandonar la docencia tradicional y pasar a un modelo primero en línea, y luego semipresencial. Hoy día funcionamos ya con una presencialidad completa, y además he conseguido subir en la escala académica, a pesar de que los procesos de estabilización han sido un poco caóticos. Eso significa, vaya, que tengo un sueldo mejor y más estabilidad.

En lo personal, eso ha significado que mi pareja de siempre, Sandra, y yo, hayamos tomado la decisión de casarnos después de una convivencia de más de seis años y una relación de casi ocho. Sandra tiene 33 años, dos menos que yo, y puedo decir que sigue manteniendo toda su belleza juvenil, sino más. Aunque nunca ha tenido sobrepeso, tras el confinamiento decidió empezar a ir al gimnasio y allí ha conseguido tonificar su cuerpo. A ver, a mí me gustaba igual antes de eso, pero si soy sincero, tengo que reconocer que se ha puesto muy sexy sin perder un ápice de sus curvas. Sus pechos tienen para mí el tamaño perfecto, una 90, y su culo respingón atrae miradas continuas, sobre todo entre los machitos que la ven entrenar a diario en mallas. Y se ha dejado el pelo, de un intenso color castaño, largo, algo que siempre me ha gustado, aunque antes lo solía llevar corto.

Nos conocimos cuando ella tenía 24 años, mientras yo comenzaba el doctorado y ella estaba terminando un máster en gestión empresarial, en un congreso que mezclaba ponentes humanísticos con gente de las Ciencias Sociales. Nuestro primer contacto fue meramente académico, pero a raíz de ahí empezamos a colaborar en algunos estudios y poco a poco fuimos estrechando lazos, aunque ella abandonó la universidad para dedicarse al mundo de la empresa. Vivíamos en la misma ciudad, y a los pocos meses ya nos veíamos casi a diario hasta que nos dimos cuenta de que nos gustábamos, nos liamos durante una noche de fiesta y empezamos una relación. Una historia bastante normal.

Pero Sandra no sólo es mi pareja. Es el mayor anclaje en lo que se refiere a estabilidad emocional que he tenido desde hace muchos años. Mi madre murió de cáncer cuando yo era adolescente, lo suficiente consciente como para sufrirlo e inmaduro como para aceptarlo. Tampoco la edad ayudó a mi padre a hacerlo, y se dejó llevar por la bebida. Lo pasó tan mal como yo, sino más, pero se desentendió por completo de mí. Fueron mis abuelos quienes me pagaron la carrera sacrificando gran parte de su pensión, y cuando ellos murieron, como ya estaba trabajando pude pagarme el máster y el primer curso de doctorado.

Cuando ella me conoció, yo malvivía en una habitación de mierda en un apartamento compartido, trabajando 10 horas diarias en la hostelería con sólo uno o dos días de descanso al mes, y gastando lo que podía ahorrar en viajes y participaciones en congresos para engordar mi currículum. Tras empezar a salir y cuando ella encontró trabajo, fue quien se encargó de pagar las matrículas. En conclusión, que si no hubiera sido por ella no habría terminado la tesis ni habría alcanzado mi sueño de ser investigador, y hoy no tendría un trabajo estable ni un proyecto.

Es por eso por lo que me siento cada vez más agobiado por lo que me pasa en el trabajo, y os explico. Doy clase en un máster bastante relevante en mi ámbito del conocimiento, con buena proyección tanto nacional como internacional. En este máster (como en la mayoría) los estudiantes deben presentar un trabajo, una pequeña investigación, para poder obtener el título, el TFM. Cada año suelo aceptar hasta dos TFM, y recibo las propuestas a lo largo de los primeros meses de curso, hasta que se realiza la selección formal antes de Navidades. Pero este año he tenido una excepción: Lucía.

Lucía es una estudiante de 24 años que se matriculó el año pasado. Aprobó sin problemas todas las asignaturas, pero por alguna razón no hizo el TFM. Según me contó otra profesora, Laura, quería marcharse de intercambio a Italia o algo así, algo que es bastante frecuente, pero finalmente o no se lo concedieron o no pudo ir.

A finales de agosto, hace cuatro semanas o así, recibí un mensaje suyo pidiéndome que le tutorizara el TFM. No me extrañó, ya que en clase siempre había mostrado mucho interés por mi especialidad. Era de las alumnas que más participaban y por poco no se había llevado la mejor nota del grupo. Debo reconocer que no pude evitar que se dibujara una sonrisa tonta en la comisura de mis labios al leer su correo.

Las Humanidades son feudo femenino, tanto en el estudiantado como en la docencia, y debo ser sincero, pues decir lo contrario sería engañarse: no es fácil evitar que se te vayan los ojos a un escote, a un buen culo o a un vientre al aire. Yo procuro que si se me escapa la mirada sea de la manera más discreta posible, pues al final ellas visten como quieren y no deberían sentirse acosadas por ello, y menos por un profesor. Pero la verdad es que tampoco yo me libro de que me tiren la caña. Soy el único profesor hombre de menos de 60 años ya no en el máster o en el grado, sino en todo mi departamento. La menor diferencia de edad y el hecho de que soy, según Sandra, “un amor”, me ha supuesto en más de una ocasión la necesidad de poner distancia con alguna estudiante enamoradiza.

Pero Lucía… ay, Lucía está a otro nivel. Con el pelo largo rubio con mechas rosadas en las puntas, el cuerpo delgado con unos pechos que rondarán la talla 90 y un culo increíble, todo el conjunto aderezado por unos ojos miel bajo unas cejas finas y una piel clara que resaltaba aún más sus labios… uf, es que me cuesta describirla sin que me cuerpo se encienda.

Verla vestida en clase con su minifalda negra, a veces con medias y otras sin ellas, sentada en la primera fila con el insinuante riesgo de que yo pudiera ver todo lo que se escondía allí, era una tentación continua. Arriba tampoco se quedaba atrás, pues solía llevar camisetas holgadas con profundos escotes o jerséis que le dejaban los hombros o el vientre al aire. No quedarme embobado mirándola era una lucha que afronté cada mañana de martes y jueves durante todo el curso pasado.

La cuestión, y perdón por enrollarme tanto, es que Lucía quería que le dirigiera el TFM, así que la cité a una tutoría antes de que comenzara todo el caos del inicio del curso. Creo que fue el miércoles 4 de septiembre, pues mi compañero de despacho, Juan Antonio, vive fuera y sólo viene los martes a la facultad, así que suelo estar allí a mi bola. Nuestro despacho no es más que una pequeña sala cuadrada con una ventana grande que mira al campus, y está situado él sólo al final de un pasillo muy largo, tras un recodo.

Cuando ella golpeó la puerta suavemente serían las 11 y pico de la mañana, y yo llevaba ya un rato preparando presentaciones para el nuevo curso.

—Adelante —dije en voz alta.

Lucía entró. Llevaba una falda corta roja y una camiseta blanca con un estampado de un videojuego. No tenía escote, pero le quedaba grande y tenía el cuello deslizado hacia el hombro derecho para dejarlo al aire.

—Buenos días, Jaime —me saludó con una sonrisa resplandeciente.

—Hola Lucía, siéntate —ella movió la silla y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio—. ¿Qué tal el verano? Pensaba que te ibas a ir de Erasmus.

—Bueno… —su cara se tornó un poco apesadumbrada—. He tenido algunos problemas y no puedo costearme el viaje, y la beca no me daba para todos los gastos.

—Pues ya es mala suerte —respondí—. Pero bueno, al menos ahora puedes centrarte por completo en hacer el trabajo —ella asintió—. ¿Por qué no me cuentas con más detalle el tema que me has propuesto? Cuando lo leí en tu correo me pareció interesante, pero un poco difuso.

Estuvimos hablando durante un buen rato. La verdad es que el tema era realmente interesante, pero mentiría si no dijera que hubiera aceptado tutorizarla, en cualquier caso. A ver, no es que pensara hacer nada, claro, pero… yo qué sé, ¿cómo iba a decirle que no si me miraba de aquella manera?

—Pues entonces quedamos para empezar a trabajar dentro de dos semanas, el día 18 a la misma hora —dije mientras anotaba la tutoría en mi calendario digital, y ella en una agenda rosa llena de dibujitos.

—Genial, muchas gracias, Jaime —se levantó entonces y se dio la vuelta para marcharse, pero entonces se dio cuenta de que el cordón de una de sus zapatillas, unas converse, se había desatado—. ¡Ay! —exclamó, y se agachó para atarlas, pero en el movimiento la falda corta se levantó un par de centímetros y dejó atisbar la redondez de su nalga. Santo cielo—. Perdón— dijo cuando se volvió a enderezar, con una sonrisa un poco avergonzada—. Soy un poco torpe y no quiero tropezarme.

—Claro, tranquila —respondí, tratando de evitar su mirada—. Nos vemos pronto.

—¡Hasta luego!

En cuanto Lucía salió, me levanté del sillón y me acerqué a la puerta. Sus pasos se alejaban haciendo eco por el eterno pasillo. Puse una mano en la puerta y me di cuenta de que estaba respirando un poco agitado. Mi polla latía bajo mi pantalón, oprimida y pidiendo lo que era natural, así que eché el pestillo, corrí la cortina y me senté de nuevo. No era la primera ni la última paja que había caído allí, y Sandra y yo nos habíamos pegado unos cuantos polvos también.

Pero sí fue la primera que me hice pensando en Lucía.
 
La estudiante

Capítulo 1
Buenas tardes.

Creo que me he metido en un problema. Uno muy gordo. Un problema que puede que acabe no sólo con mi trabajo, sino con toda mi vida. Pero creo que lo mejor será que os ponga en antecedentes y empiece por el principio, y eso significa que debo presentarme.

Mi nombre es Jaime, y soy profesor en una universidad de una capital del Levante español, aunque en realidad procedo del centro de la península. Sólo diré que me dedico al ámbito de las Humanidades, aunque no voy a entrar en más detalles para guardar la discreción.

Llevo dando clase ya desde hace ya cinco años. Durante mi primer año de trabajo, un poco después de defender mi tesis doctoral, estalló la pandemia de coronavirus. Básicamente me tocó aprender a todo correr en un contexto en el que tuvimos que abandonar la docencia tradicional y pasar a un modelo primero en línea, y luego semipresencial. Hoy día funcionamos ya con una presencialidad completa, y además he conseguido subir en la escala académica, a pesar de que los procesos de estabilización han sido un poco caóticos. Eso significa, vaya, que tengo un sueldo mejor y más estabilidad.

En lo personal, eso ha significado que mi pareja de siempre, Sandra, y yo, hayamos tomado la decisión de casarnos después de una convivencia de más de seis años y una relación de casi ocho. Sandra tiene 33 años, dos menos que yo, y puedo decir que sigue manteniendo toda su belleza juvenil, sino más. Aunque nunca ha tenido sobrepeso, tras el confinamiento decidió empezar a ir al gimnasio y allí ha conseguido tonificar su cuerpo. A ver, a mí me gustaba igual antes de eso, pero si soy sincero, tengo que reconocer que se ha puesto muy sexy sin perder un ápice de sus curvas. Sus pechos tienen para mí el tamaño perfecto, una 90, y su culo respingón atrae miradas continuas, sobre todo entre los machitos que la ven entrenar a diario en mallas. Y se ha dejado el pelo, de un intenso color castaño, largo, algo que siempre me ha gustado, aunque antes lo solía llevar corto.

Nos conocimos cuando ella tenía 24 años, mientras yo comenzaba el doctorado y ella estaba terminando un máster en gestión empresarial, en un congreso que mezclaba ponentes humanísticos con gente de las Ciencias Sociales. Nuestro primer contacto fue meramente académico, pero a raíz de ahí empezamos a colaborar en algunos estudios y poco a poco fuimos estrechando lazos, aunque ella abandonó la universidad para dedicarse al mundo de la empresa. Vivíamos en la misma ciudad, y a los pocos meses ya nos veíamos casi a diario hasta que nos dimos cuenta de que nos gustábamos, nos liamos durante una noche de fiesta y empezamos una relación. Una historia bastante normal.

Pero Sandra no sólo es mi pareja. Es el mayor anclaje en lo que se refiere a estabilidad emocional que he tenido desde hace muchos años. Mi madre murió de cáncer cuando yo era adolescente, lo suficiente consciente como para sufrirlo e inmaduro como para aceptarlo. Tampoco la edad ayudó a mi padre a hacerlo, y se dejó llevar por la bebida. Lo pasó tan mal como yo, sino más, pero se desentendió por completo de mí. Fueron mis abuelos quienes me pagaron la carrera sacrificando gran parte de su pensión, y cuando ellos murieron, como ya estaba trabajando pude pagarme el máster y el primer curso de doctorado.

Cuando ella me conoció, yo malvivía en una habitación de mierda en un apartamento compartido, trabajando 10 horas diarias en la hostelería con sólo uno o dos días de descanso al mes, y gastando lo que podía ahorrar en viajes y participaciones en congresos para engordar mi currículum. Tras empezar a salir y cuando ella encontró trabajo, fue quien se encargó de pagar las matrículas. En conclusión, que si no hubiera sido por ella no habría terminado la tesis ni habría alcanzado mi sueño de ser investigador, y hoy no tendría un trabajo estable ni un proyecto.

Es por eso por lo que me siento cada vez más agobiado por lo que me pasa en el trabajo, y os explico. Doy clase en un máster bastante relevante en mi ámbito del conocimiento, con buena proyección tanto nacional como internacional. En este máster (como en la mayoría) los estudiantes deben presentar un trabajo, una pequeña investigación, para poder obtener el título, el TFM. Cada año suelo aceptar hasta dos TFM, y recibo las propuestas a lo largo de los primeros meses de curso, hasta que se realiza la selección formal antes de Navidades. Pero este año he tenido una excepción: Lucía.

Lucía es una estudiante de 24 años que se matriculó el año pasado. Aprobó sin problemas todas las asignaturas, pero por alguna razón no hizo el TFM. Según me contó otra profesora, Laura, quería marcharse de intercambio a Italia o algo así, algo que es bastante frecuente, pero finalmente o no se lo concedieron o no pudo ir.

A finales de agosto, hace cuatro semanas o así, recibí un mensaje suyo pidiéndome que le tutorizara el TFM. No me extrañó, ya que en clase siempre había mostrado mucho interés por mi especialidad. Era de las alumnas que más participaban y por poco no se había llevado la mejor nota del grupo. Debo reconocer que no pude evitar que se dibujara una sonrisa tonta en la comisura de mis labios al leer su correo.

Las Humanidades son feudo femenino, tanto en el estudiantado como en la docencia, y debo ser sincero, pues decir lo contrario sería engañarse: no es fácil evitar que se te vayan los ojos a un escote, a un buen culo o a un vientre al aire. Yo procuro que si se me escapa la mirada sea de la manera más discreta posible, pues al final ellas visten como quieren y no deberían sentirse acosadas por ello, y menos por un profesor. Pero la verdad es que tampoco yo me libro de que me tiren la caña. Soy el único profesor hombre de menos de 60 años ya no en el máster o en el grado, sino en todo mi departamento. La menor diferencia de edad y el hecho de que soy, según Sandra, “un amor”, me ha supuesto en más de una ocasión la necesidad de poner distancia con alguna estudiante enamoradiza.

Pero Lucía… ay, Lucía está a otro nivel. Con el pelo largo rubio con mechas rosadas en las puntas, el cuerpo delgado con unos pechos que rondarán la talla 90 y un culo increíble, todo el conjunto aderezado por unos ojos miel bajo unas cejas finas y una piel clara que resaltaba aún más sus labios… uf, es que me cuesta describirla sin que me cuerpo se encienda.

Verla vestida en clase con su minifalda negra, a veces con medias y otras sin ellas, sentada en la primera fila con el insinuante riesgo de que yo pudiera ver todo lo que se escondía allí, era una tentación continua. Arriba tampoco se quedaba atrás, pues solía llevar camisetas holgadas con profundos escotes o jerséis que le dejaban los hombros o el vientre al aire. No quedarme embobado mirándola era una lucha que afronté cada mañana de martes y jueves durante todo el curso pasado.

La cuestión, y perdón por enrollarme tanto, es que Lucía quería que le dirigiera el TFM, así que la cité a una tutoría antes de que comenzara todo el caos del inicio del curso. Creo que fue el miércoles 4 de septiembre, pues mi compañero de despacho, Juan Antonio, vive fuera y sólo viene los martes a la facultad, así que suelo estar allí a mi bola. Nuestro despacho no es más que una pequeña sala cuadrada con una ventana grande que mira al campus, y está situado él sólo al final de un pasillo muy largo, tras un recodo.

Cuando ella golpeó la puerta suavemente serían las 11 y pico de la mañana, y yo llevaba ya un rato preparando presentaciones para el nuevo curso.

—Adelante —dije en voz alta.

Lucía entró. Llevaba una falda corta roja y una camiseta blanca con un estampado de un videojuego. No tenía escote, pero le quedaba grande y tenía el cuello deslizado hacia el hombro derecho para dejarlo al aire.

—Buenos días, Jaime —me saludó con una sonrisa resplandeciente.

—Hola Lucía, siéntate —ella movió la silla y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio—. ¿Qué tal el verano? Pensaba que te ibas a ir de Erasmus.

—Bueno… —su cara se tornó un poco apesadumbrada—. He tenido algunos problemas y no puedo costearme el viaje, y la beca no me daba para todos los gastos.

—Pues ya es mala suerte —respondí—. Pero bueno, al menos ahora puedes centrarte por completo en hacer el trabajo —ella asintió—. ¿Por qué no me cuentas con más detalle el tema que me has propuesto? Cuando lo leí en tu correo me pareció interesante, pero un poco difuso.

Estuvimos hablando durante un buen rato. La verdad es que el tema era realmente interesante, pero mentiría si no dijera que hubiera aceptado tutorizarla, en cualquier caso. A ver, no es que pensara hacer nada, claro, pero… yo qué sé, ¿cómo iba a decirle que no si me miraba de aquella manera?

—Pues entonces quedamos para empezar a trabajar dentro de dos semanas, el día 18 a la misma hora —dije mientras anotaba la tutoría en mi calendario digital, y ella en una agenda rosa llena de dibujitos.

—Genial, muchas gracias, Jaime —se levantó entonces y se dio la vuelta para marcharse, pero entonces se dio cuenta de que el cordón de una de sus zapatillas, unas converse, se había desatado—. ¡Ay! —exclamó, y se agachó para atarlas, pero en el movimiento la falda corta se levantó un par de centímetros y dejó atisbar la redondez de su nalga. Santo cielo—. Perdón— dijo cuando se volvió a enderezar, con una sonrisa un poco avergonzada—. Soy un poco torpe y no quiero tropezarme.

—Claro, tranquila —respondí, tratando de evitar su mirada—. Nos vemos pronto.

—¡Hasta luego!

En cuanto Lucía salió, me levanté del sillón y me acerqué a la puerta. Sus pasos se alejaban haciendo eco por el eterno pasillo. Puse una mano en la puerta y me di cuenta de que estaba respirando un poco agitado. Mi polla latía bajo mi pantalón, oprimida y pidiendo lo que era natural, así que eché el pestillo, corrí la cortina y me senté de nuevo. No era la primera ni la última paja que había caído allí, y Sandra y yo nos habíamos pegado unos cuantos polvos también.

Pero sí fue la primera que me hice pensando en Lucía.
Esperando por mas
 
Un buen reinicio de la historia.
A esperar lo que sigue
 

Capítulo 2


Tras nuestra primera tutoría, las dos semanas siguientes transcurrieron con normalidad. Sandra y yo disfrutamos de una barbacoa con amigos el primer fin de semana, y aprovechamos los días de diario que yo aún tenía poco trabajo de la semana siguiente para ir a la playa. Nos gusta mucho hacer nudismo, así que no vamos a alguna de las playas locales, sino que cogemos el coche y nos acercamos a una más salvaje que no está demasiado lejos. Allí… bueno, ya os contaré.

La cuestión es que Sandra terminó sus vacaciones el domingo 15, y el lunes 16 se marchaba de viaje de trabajo hasta el viernes, una circunstancia que tampoco era rara. Yo empezaba ya las clases, así que ese lunes fue una vuelta al ruedo para ambos. Son fechas complicadas, así que estuve bastante ocupado y no tuve tiempo de pararme a pensar en Lucía. En realidad, tampoco le había dado mayor importancia.

El miércoles por la mañana, el día que había concertado otra tutoría con Lucía, recibí a primera hora un mensaje en el correo electrónico:

Hola Jaime.

Perdona que te escriba con tan poca antelación, pero he tenido un contratiempo y no voy a poder ir a la facultad esta mañana. No tengo mucho tiempo libre estos días así que, ¿podríamos vernos esta tarde a las 8?

¡Lo siento mucho!


El mensaje me fastidió, porque había bajado a la facultad por ella y ahora me daba plantón. Tenía clase por la tarde, así que me tocaba bajar otra vez y además me obligaba a quedarme desde las 7 hasta las 8 esperando. Suspiré y al final le respondí que podíamos quedar a esa hora, pero que fuera puntual, ya que suelen empezar a cerrar sobre las 8 y media.

Así que el día transcurrió de la manera habitual en el siempre ajetreado inicio del curso académico. La hora muerta entre el final de las clases y la tutoría de Lucía se me pasó volando, y también los siguientes minutos. Cuando me di cuenta, la hora del ordenador marcaba las 20:10, y Lucía aún no había aparecido ni tampoco había mandado otro mensaje para cancelar nuestra reunión. Empecé a mosquearme, porque le había pedido que fuera puntual, pero seguí trabajando.

Diez minutos, cuando mi cabreo iba en aumento, alguien dio varios golpecitos suaves y rápidos en la puerta.

—Adelante —dije en alto y con tono serio.

La puerta se abrió y en su umbral apareció Lucía. Tenía el rostro compungido y temeroso, pero era evidente que se había pegado una buena carrera. Su piel relucía por el sudor y su pecho subía y bajaba agitadamente.

—¡Perdón, de verdad! —exclamó, y yo le hice una señal con la mano para que entrara.

Aquella tarde llevaba unos pantalones vaqueros ceñidos y una camiseta negra rota y muy holgada, que dejaba ver una parte de su costado e incluso la marca… joder, la marca del sujetador que no llevaba puesto. Mientras entraba y cerraba la puerta se intuía por el agujero de la tela el inicio del pecho.

—Te dije que vinieras pronto —dije. Intenté que mi tono sonara enfadado, o al menos muy severo, pero la voz me trastabilló un poco—. La facultad va a cerrar en breve.

—He tenido un… problema en el trabajo —comenzó a decir. Se sentó en la silla y me miró con ojos suplicantes—. Lo siento mucho, Jaime, siento haberte hecho esperar —se limpió el sudor de la frente—. Podemos ir a una cafetería y hablar allí, no te entretendré mucho.

Me sorprendió un poco su proposición. No es que sea algo raro que un profesor se tome un café (o una cerveza) con los estudiantes después de clase, sobre todo con los de máster, que son más mayores. Ayuda mucho a reforzar los lazos y muchas veces también da lugar a conversaciones interesantes que, en otras circunstancias más formales, no se hubieran dado. Incluso no sería la primera vez que tomaba algo con Lucía y sus compañeras, pero sí la primera que lo haríamos a solas.

—Está bien, pero tengo que marcharme pronto a casa porque mañana tengo clase —respondí suspirando mientras apagaba el ordenador.

—¡Sí! No te preocupes, yo también tengo que irme pronto a dormir. Estoy echa polvo del trabajo —dijo ella mientras volvía a levantarse.

—¿En qué trabajas? —le pregunté sin pensarlo demasiado mientras recogía mis cosas.

No dejamos de hablar en todo el trayecto desde el despacho hasta fuera del campus, ya que las cafeterías de éste suelen cerrar pronto y teníamos que acercarnos a otra parte de la ciudad para encontrar alguna abierta. Por suerte, podíamos ir andando.

Lucía me contó que había empezado a trabajar como camarera en un sitio de apuestas. Yo no los frecuento, pero me dijo que en ese en concreto tenían un bar que servía café, alcohol y aperitivos. No me extrañó tampoco que me dijera que trabajaba más horas de lo normal y que sus turnos eran raros de narices. Su jefe, un tal Pol, debía ser un imbécil de mucho cuidado, y un baboso.

—¿Te importa que vayamos a un sitio donde se pueda comer? En el trabajo no me dejan tomar nada y… —se llevó una mano a la tripa y sonreí, porque el rugido se pudo escuchar perfectamente. Ella se sonrojó.

—Claro, conozco un sitio donde ponen unas hamburguesas que están muy ricas, y tiene un comedor en un piso superior con mesas bastante amplias para poder trabajar —dije, y Lucía asintió, así que nos encaminamos hacia allí—. Es una lástima que no pudieras irte de Erasmus, es una experiencia que merece la pena.

—Ya, la verdad es que me llevé un disgusto, pero bueno, es lo que hay —respondió—. ¿Y tú? ¿Estuviste de Erasmus cuando estudiabas?

—¿Yo? Bueno, sí, estuve medio curso en Berlín porque la beca daba muy poco dinero. Mis abuelos me pasaban algo, lo que podían, y yo trabajé dando clases de español allí, pero al final me tuve que volver antes de terminar el curso —no le dije que habría podido quedarme allí perfectamente si no hubiera sido por la cantidad de fiestas que me metí.

—Qué putada… —murmuró Lucía, y tras un momento, añadió—. Seguro que ligaste un montón allí.

La verdad es que su comentario me pilló con el pie torcido, y creo que ella se percató de ello, porque me puso una mano en el brazo y comenzó a disculparse.

—¡Perdón! No debería tomarme esa confianza —yo negué con la cabeza para tranquilizarla, pero me separé un poco tratando de no ser demasiado brusco.

—Tranquila, no me molesta —y no lo había hecho, pero sí me había sorprendido—. Es una pregunta como otra cualquiera.

Llegamos al bar, pedimos algo para cenar y nos subimos al piso de arriba. Me sorprendió que un viernes por la noche no estuviera a rebosar, pero aún era temprano. Abajo había gente, pero arriba teníamos la sala para nosotros. Tampoco es que hubiera muchas mesas, pero Lucía escogió una que estaba bastante alejada de las escaleras.

—Voy al baño un momentito —dijo ella, y mientras tanto yo saqué una carpeta con el esquema del trabajo que habíamos hecho en la reunión anterior. Cuando ella regresó y se sentó, ya nos habían subido las bebidas.

—¿Hiciste lo que te pedí?

—Sí, lo tengo en un documento en… ¡mierda! ¡El portátil! —se llevó una mano a la frente—. Espera, creo que lo tengo subido en la nube, a lo mejor puedo verlo desde el móvil.

Sacó su teléfono, un Samsung de hace un par de generaciones con una raja en la pantalla, y trasteó un poco con él antes de tendérmelo. Tenía un documento abierto en la nube, así que empecé a leerlo. Había hecho una reflexión sobre la conversación que habíamos tenido la reunión previa y había conseguido concretar bastante la orientación que quería darle a su trabajo. Incluso había añadido ya unas cuantas referencias bibliográficas que estaban escritas según las normas impuestas por nuestra facultad, lo que me resultó muy grato.

Mientras estaba leyendo, me sobresaltó el sentir que algo me rozaba la parte de debajo de la pierna, cerca del tobillo. Fue un instante, casi como si ella hubiera movido sus piernas cruzadas y me hubiera rozado sin darse cuenta. Levanté la mirada del móvil. Lucía me observaba expectante, curiosa y sonriente, y no me pidió perdón. ¿Había sido a propósito, o un roce involuntario? En ese instante, el móvil vibró en mis manos y la notificación de un mensaje apareció en la pantalla, así que se lo pasé sin leerlo.

—Creo que… te acaban de enviar un mensaje —le dije, un poco azorado, y le tendí el teléfono. Lucía lo cogió y lo miró. Noté perfectamente que su expresión cambiaba fugazmente a la turbación antes de volver a mirarme tras apagar la pantalla y dejarlo sobre la mesa, con la pantalla hacia abajo.

—Perdona, se me olvidó silenciarlo —dijo—. ¿Qué te parece lo que he escrito?

Le di mi opinión y estuvimos hablando de ello mientras cenábamos, pero estaba claro que ella estaba un poco ausente. Una vez terminamos, no dejé que pagara la cuenta (como hago siempre que tomo algo con mis estudiantes) y nos marchamos de allí. La calle estaba silenciosa y oscura, y había bajado la temperatura. Miré mi reloj y me di cuenta, consternado, de que eran casi las 23:30.

—¡Pues sí que se ha hecho tarde! —exclamé.

—¡Lo siento! No quería entretenerte —ella volvió a pedir disculpas. Noté como su barbilla temblaba.

—¿Tienes frío? —yo lo tenía, de hecho. Parece que el otoño ha llegado temprano este año—. ¿Vives muy lejos de aquí? Tengo el coche en el campus, pero puedo acercarte si quieres.

—De verdad que no quiero molestarte más, Jaime. Desde aquí tardo diez minutos en llegar a casa andando.

—Casi lo mismo que yo al coche, entonces —sonreí—. Muy bien, ¿te parece si nos vemos dentro de dos semanas otra vez? Cuando sepas tus horarios me escribes y cuadramos la cita.

—¡Sí, genial! —exclamó ella. Su sonrisa era deslumbrante, pero parecía fingida—. ¡Nos vemos, Jaime!

Observé como se alejaba calle abajo antes de dirigirme yo hacia el otro lado. Qué chica. Me preguntaba de quién sería el mensaje que había hecho que le cambiara tanto el humor.

Mientras caminaba miré mi móvil y me di cuenta de que tenía tres llamadas sin responder de Sandra. ¡Mierda! Normalmente hablábamos por la noche, así que estaría preocupada si no le había cogido el teléfono, pero al tenerlo en silencio por las clases no me había enterado. La llamé.

—¡Jaime! —exclamó ella al responder—. ¿Dónde tienes el teléfono? Te he estado llamando.

—Perdona cariño, pero he acabado ahora de trabajar y no me he dado cuenta de poner el teléfono en sonido.

—¿A estas horas? Pero si son más de las 11 y media.

—Ya, ya, pero la chica esta que te dije con la que tenía tutoría llegó tarde y hemos tenido que ir a una cafetería para hablar. Salía de trabajar, así que la he llevado donde Toni para que comiera algo.

—Joder Jaime, ni que te lo pagaran —me reprendió. Estaba claro que se había molestado mucho por no contestarla—. Lo siento por esa chavala, pero tendría que adaptarse a tus horarios, que para eso están. No es tu culpa que ella salga tarde del trabajo.

—¿Y qué voy a hacer, Sandra? ¿No la atiendo? —escuché como suspiraba, pero cuando volvió a hablar su tono se había suavizado.

—Eres un caso, mi amor. ¿Ya te vas para casa?

—Sí, ahora en cuanto llegue te mando un mensaje, ¿tú cómo estás?

—Pues reventada y hasta los ovarios de reuniones y comidas, y de poner buena cara a idiotas con corbata que se creen más listos que yo por tener pito —respondió. Así era mi Sandra. Podía ser la ejecutiva perfecta, educada, formal y prudente, pero después soltaba la espita y dejaba sacar su vena macarrilla—. Tengo muchas ganas de verte, pero me parece que me va a tocar quedarme hasta el sábado. Los de la otra empresa han montado una cena para el viernes por la noche.

—Y luego me dices a mí que hago horas extra —Sandra se echó a reír.

—Te quiero mucho —dijo—. ¿Sabes de qué tengo muchas ganas?

—¿De qué?

—De tu polla.

Uff… me encantaba que me hablara así de directa.

—El sábado en cuanto llegues la tendrás toda para ti.

—Qué ganas tengo —suspiró, así que deduje que había comenzado a tocarse—. Voy a masturbarme y luego a dormir. Si eso… luego te envío una foto.

—Disfruta.

Nos despedimos y colgamos, y yo me quedé con una erección tremenda y deseando que llegara el sábado para recibir a Sandra con una buena follada. Lo que no sabía es que, antes de que ella volviera, Lucía me daría una sorpresa.​
 

Capítulo 3​


Se puede decir que, hasta el momento que he narrado en la parte anterior, mi relación con Lucía ha entrado dentro de lo que se puede considerar “esperable” entre un profesor y una estudiante de máster. No quiero repetirme, pero debo dejar claro que, sobre todo alrededor de lo que supone la tutorización de un trabajo como ése, es normal que se alcance un cierto nivel de confianza entre docente y estudiante, sin que eso tenga porque implicar nada más que una buena relación. Es más, mantengo relación de amistad con estudiantes que han terminado ya sus estudios, y alguno de ellos quizá en el futuro incluso sea mi compañero de trabajo. Pero las cosas con Lucía están yendo por otro derrotero diferente.

He empezado a darme cuenta de ello el pasado viernes, el 19 de septiembre. Como ya dije, Sandra me había comentado que tendría que no regresaría de su viaje de trabajo hasta el sábado, así que ese día me animé a la propuesta que me hizo Laura de salir a tomar una copa con ella y su novia Diana. No es que yo sea mucho de salir de fiesta, pero me apetecía tomarme algo y divertirme antes de que el curso nos absorbiera.

Quedamos a eso de las 8 y bajamos en taxi al centro, al lado del puerto. Allí cenamos en un restaurante italiano y después nos dirigimos a la zona de copas. He de reconocer que tanto Laura como sobre todo Diana atraían muchas miradas. Mi compañera es dos años mayor que yo, delgada y con el pelo corto, pero es muy guapa de cara y tiene unas piernas y un culo muy bonitos que ese día lucía con unas medias transparentes bajo la falda corta. Diana, por su parte, tiene 31 años y es más alta y voluptuosa que Laura. Suele llevar el pelo moreno en una trenza, aunque el viernes lo llevaba recogido en una coleta, y vestía un top negro ajustado y con escote y unos pantalones vaqueros del mismo color.

Laura nunca había ocultado que era lesbiana, pero sí es cierto que eso le había supuesto algunas miradas y reproches absurdos en otros miembros más casposos de la facultad. Quizá porque a mí no me suponía ningún problema era por lo que habíamos empezado a llevarnos tan bien y, de hecho, Diana y Sandra iban juntas al gimnasio casi todos los días.

Fuimos a un par de sitios y tomamos tres copas cada uno. Yo acusé un poco que Sandra no estuviera, pero Diana era muy extrovertida y, más con un poco de alcohol corriendo por nuestra sangre, consiguió que me lo pasara muy bien.

—¿Por qué no vamos a bailar un poco? —preguntó Laura mientras pagábamos en el segundo garito, un local de cócteles que había abierto hacía poco.

—¡Sí, por favor! Me apetece menear un poco el culo —exclamó Diana, y agarrando a su novia le dijo sin ningún pudor—. Y magrear un poco el tuyo, de paso.

—¡Diana! —se quejó Laura mientras trataba de zafarse, pero le pudo la risa.

—A mí no me apetece mucho, pero puedo tomarme algo mientras os meneáis y os magreáis —dije mientras también me reía.

Así que nos marchamos a continuar la fiesta a una zona de discotecas. Entramos en una que parecía no estar demasiado abarrotada o que no tuviera sólo gente con más de diez años menos que nosotros. Primero nos tomamos algo, y después Diana y Laura se marcharon al centro de la pista a bailar. Yo estuve mirándolas un rato, y cuando sus bailes y risas dejaron paso a los besos y los magreos decidí apartar la mirada, algo azorado, para concentrarme en mi copa.

Miré mi móvil. Era la 1:05 de la noche, y Sandra aún no me había escrito. Antes de ir a la cena de trabajo me dijo que me escribiría cuando regresara al hotel. Suspiré. Imaginé que la cena se habría alargado, pero Sandra sabía de sobra que no me gustaba nada que me tuviera esperando sus mensajes. Sé que suena egoísta, pero hace años tuvo un… digamos incidente, con un acosador del gimnasio, y desde entonces siempre suelo preocuparme en exceso cuando queda en escribirme o llamarme y no lo hace. En fin.

—Ponme otra igual, por favor —le dije al camarero, y mientras jugueteaba con el móvil alguien me puso una mano en el brazo y me sobresaltó.

—¡Jaime! —me giré y vi a Lucía de pie a mi lado, y me quedé mudo.

Llevaba unos shorts vaqueros negros muy ajustados, y muy cortos, y una blusa blanca cuyo corte dejaba un escote recto y bajo y los hombros al aire. A modo de collar, llevaba una estrecha cinta de terciopelo de color negro atada en un lacito. No llevaba mucho maquillaje, tan sólo los ojos un poco sombreados y delineados, las cejas resaltadas con rímel y los labios con un labial de un rojo suave, pero estaba preciosa. Tal vez porque estaba un poco sonrojada o porque sus ojos parecían enormes.

—¿Lucía? —acerté a preguntar en cuanto pude. Ella se sonrojó aún más y se apartó un mechón de la cara, colocándoselo detrás de la oreja.

—Sí, soy yo —respondió con una sonrisa—. No esperaba encontrarte aquí.

—La verdad es que yo tampoco —dije con sinceridad.

Ambos nos quedamos un momento en silencio, sin saber muy bien qué decir. Yo sentía que la última copa que me había tomado se me había subido un poco a la cabeza y ver a Lucía me estaba excitando bastante. A eso no ayudaba que llevara toda la semana sin siquiera hacerme una paja.

—Bueno… es que mañana descanso y me dijeron unas amigas de salir a bailar un poco. Por ahí andarán —señaló a la pista, que se había llenado de gente. No veía a Laura y a Diana por ninguna parte.

—Yo igual. He salido con Laura y su pareja para aprovechar antes de que se complique el curso. Se supone que están bailando, pero no las veo por ninguna parte.

—¿Laura? ¿La profe?

—La misma —respondí.

Lucía se echó a reír.

—¿De qué te ríes? —le pregunté, un poco extrañado.

—Es un poco raro coincidir con mis profesores en una discoteca —respondió ella con una sonrisa enorme.

—Claro —el camarero me sirvió la otra copa—. Porque los profesores somos todos unos carcamales aburridos desde que nacimos. Salimos de nuestra madre leyendo un libro y lo único que nos ha colocado es la tiza de la pizarra —eché un buen trago—. ¿Quieres algo?

—¡Eh! Yo no he dicho eso, es sólo que… jaja, da igual —respondió Lucía. En ese momento me puso la mano sobre la mía sin darse cuenta (creo), pero la separó rápidamente, avergonzada—. Por qué no… ¿pero no te pasará nada si te ven invitando a una copa a una estudiante?

—Yo no soy profe de instituto, y tú eres una persona adulta, ¿no? —definitivamente se me había subido el alcohol a la cabeza—. ¿Y quién ha dicho que vaya a invitarte?

Lucía volvió a poner su mano, esta vez sobre mi antebrazo.

—Se supone que eres todo un señor profesor de la universidad, un caballero.

—Y tú muy lista —dije, pero no me aparté—. Pide lo que quieras, anda.

Ella sí separó la mano cuando vino el camarero y le pidió una copa bastante fuerte. Durante un rato estuvimos charlando de cosas no demasiado importantes mientras bebíamos. Me contó que no era de allí, sino de otra ciudad del Levante, y que no tenía buena relación con sus padres ni con su hermana pequeña, aunque sí con su hermano mayor. Este último había hecho una FP de algo relacionado con la mecánica y trabajaba en un taller.

—Oye Jaime, ¿y tú no bailas?

—Es que no me gusta bailar sólo —respondí. No iba con ninguna segunda intención, pero tal vez ella sí lo entendió así, porque después de unos instantes de silencio dijo, con la mirada fija en la pista y tratando de no cruzarse con la mía.

—Si quieres puedes bailar conmigo.

Su propuesta me pilló desprevenido. Instintivamente miré alrededor. No había rastro de Laura y Diana, ¿estarían en el baño? Sea como fuere, el alcohol decidió por mí. No pensé, o no pensé lo que debía. No pensé en que no era buena idea, ni en que el hecho de que me vieran bailar con ella sí podía suponer un problema. Tampoco tenía por qué serlo, ¿no?

—Bueno, vale.

Lucía me miró con algo de sorpresa, y entonces apuró su copa, me cogió de la mano y me condujo a la pista.

Nos pusimos en un lugar un poco apartado del centro y empezamos a bailar. La música era moderna, pero no tanto como para que me resultara extraña. Bailábamos separados, uno en frente del otro, y Lucía se reía como si se lo estuviera pasando en grande.

—¡Pues no te meneas tan mal, profe! —exclamó ella, aunque su voz apenas se oía por el alto volumen de la música.

Sus palabras me espolearon, llenando mi ego y haciendo que tratara de bailar con más intensidad, tanto que incluso me atreví a hacer algún pase cogiéndola de la mano. Entonces… el rock moderno dio paso al reggaetón.

—¡Estas son las mías! —gritó Lucía, y sin darme tiempo a pensarlo se acercó a mí y comenzó a… bueno, pues a lo que se hace con el reggaetón.

Prácticamente se pegó a mi cuerpo, y empezó a bailar a mi alrededor. Se contoneaba con suma sensualidad, agachándose, acariciando sus costados y sus muslos. En un movimiento hizo como que sus tetas recorrían mi pecho y bajaban casi hasta mi entrepierna, para luego separarse y hacer algo parecido abajo con el culo. Su mirada era… de otro mundo. Erótica, lasciva, cualquier adjetivo que se os ocurra. El mundo a nuestro alrededor dejó de existir, y sólo existía Lucía y su baile, como sacado de una ensoñación. Aquella mirada me suplicaba, me anhelaba, y dentro de mí la sangre se acumulaba hinchando y pugnando por destrozar mi autocontrol.

—¡Y después del perreo, el baile para las parejitas! —se escuchó la voz del DJ por los altavoces de la sala.

La luz de toda la discoteca se hizo más tenue, y la música cambió de una forma bastante natural a una melodía más pausada y romántica. A nuestro alrededor, las parejas se juntaron y comenzaron a bailar pegadas, e incluso besándose, mientras el resto se marchaban a la barra. Lucía me miró, de pie frente a mí y con la mano tendida.

—¿Me concedes este baile, profe? —respiraba con cierta agitación y estaba sonrojada, ¿o era la luz de la discoteca? No sé, pero esos ojos…

Juro que lo dudé, pero mi mano se aferró a la suya y nuestros cuerpos se acercaron. La agarré de la cintura, y ella me puso la otra mano en el hombro, y comenzamos a bailar.

En esa ocasión, era yo quien llevaba la voz cantante, quien dominaba los pasos, y ella quien los seguía o se dejaba llevar. Estaba claro que la situación era extraña, pero de alguna forma habíamos acabado en un círculo que nos había llevado hasta allí. Lucía trataba de no mirarme, pero en una ocasión nuestros ojos se cruzaron, y entonces ya no dejó de hacerlo. De nuevo el mundo se difuminó a nuestro alrededor. Las voces, el ruido, las luces… se fundieron en un lugar inexistente en el que sólo se escuchaba la música y en el que sólo estábamos los dos, mirándonos, acercándonos cada vez más hasta que…

—¿Jaime? —ambos nos sobresaltamos y Lucía se separó de mí, muy azorada—. Espera… ¿Lucía?

Laura y Diana estaban al lado de nosotros, y mi compañera me miraba con extrañeza y desconfianza. Nunca olvidaré esa mirada.

—¡Laura! Eh… ¿dónde estabais? Hace rato que no os veía —dije como pude, tratando de recomponerme. Lucía había retrocedido un poco y miraba hacia abajo.

—Fuimos al baño, es que había… mucha cola —respondió Laura. Por un instante pareció algo avergonzada también, pero entonces su rostro cambió de nuevo y miró a Lucía mientras Diana me miraba a mí—. ¿Qué haces aquí? ¿Habíais quedado?

—¡No! Sólo vi a Jaime en la barra y le pregunté si quería bailar un poco. Yo estaba con unas amigas.

—Ah, vale —respondió Laura, pero no parecía muy convencida—. Oye Jaime, nosotras nos vamos a ir ya, si tú quieres quedarte un poco más… —se acercó a mí, pues la música había vuelto a sonar más alto, y me dijo al oído—. No se te ocurra hacer ninguna tontería.

—¿Qué dices? Sólo estábamos…

—Que sí, da lo mismo, pero tiene diez años menos que tú y además es tu alumna, no lo olvides. Y tú tienes pareja —me dijo, pero sus insinuaciones me molestaron bastante.

—¿Por qué no te metes en tus asuntos? —le espeté en voz alta. Lucía se quedó blanca, y Laura también, pero Diana la cogió del brazo y se la llevó, no sin antes lanzarme una mirada furibunda.

—Déjale, vámonos a casa.

Una vez se hubieron marchado, Lucía se acercó a mí y me pidió que nos alejáramos de la pista. Estaba muy avergonzada, y también se notaba que algo bebida. Parecía que iba a echarse a llorar de un momento a otro.

—Oye Jaime, no quiero causarte ningún problema con Laura, de verdad… ha sido sólo una tontería.

—No estábamos haciendo nada malo.

—Ya… lo sé, pero… —dijo ella. Entonces miró el móvil y añadió—. Voy a ver dónde están mis amigas. Nos vemos, ¿vale?

—Vale, pero no te preocupes —le dije yo.

—Lo prometo —respondió Lucía, y me lanzó una sonrisa de las suyas antes de marcharse.

Yo suspiré. Tenía la cabeza echa un lío y también los pensamientos bastante enturbiados. ¿Quién se creía Laura para decir aquellas cosas? Yo nunca había engañado a Sandra, ni pensaba hacerlo. Y mucho menos me plantearía tener algo con una estudiante. Pero entonces, ¿y el baile? ¿Y lo que había estado a punto de pasar? ¿De verdad podía ignorarlo como si fuera algo diferente a lo que había sido, o casi había sido? Miré el móvil, que seguía sin ningún mensaje de Sandra. Eran las 3 de la mañana. Pedí otra copa y me quedé allí, y entonces…

—Jaime —Lucía apareció de nuevo a mi lado, poniéndome una mano en el brazo. Parecía algo confusa.

—¿Qué pasa, Lucía? ¿Estás bien?

—Sí, es que… mis amigas me han escrito y me han dicho que se han ido ya, pensaban que… bueno, pensaban que había ligado contigo y querían dejarme a mi bola.

—Mierda, qué putada —ella asintió, pero su mano me agarró con más fuerza.

—Estoy un poco borracha, ¿podrías acompañarme a casa, por favor?​
 
El relato está bien y sigue siendo interesante, pero el enfoque de inicio es totalmente distinto al anterior.
En ésta reedición, el protagonista ya desea a Lucia antes de interactuar con ella, va mucho más rápido y directo a su objetivo.
En el relato original, fué el sincero instinto de protección, lo que llevó al profesor a intimar con su alumna.
También el desapego de Sandra con Jaime, ya es palpable... Todo va más deprisa ahora.
 
A mí lo que me pasa es que más o menos se por dónde se quedó y creo que todavía quedan algunos capítulos para que llegue a donde recuerdo que se quedó.
 
El capitulo 4 intuyo que vendra cargado de nuevas emociones o por ende un desflorecimiento de emociones que aun no se han visto a flor de piel frenadas por el miedo.
 
Muchas gracias por los comentarios, creo que necesitaba saber si el relato está suscitando algo de interés o no... En realidad, los dos primeros capítulos son muy parecidos a la primera versión, pero el tercero es totalmente diferente. Nada de lo que ha pasado ahí sucedía en la otra versión, y desde ese momento la historia llevará un derrotero un poco diferente.

Tenía la sensación de que avanzaba demasiado deprisa, en el sentido de que Lucía se abría a Jaime mucho más rápido que ahora y su relación se hacía más íntima. En esta nueva versión quiero que esa confianza sea un poquito más lenta (y natural), aunque he metido el hecho de que se conocen de antes porque Jaime le dio clase, así que no parten de 0. No sé, quería construir su relación de una forma diferente. También he profundizado el papel del personaje de Laura (la compañera), que en la otra versión no recuerdo si no existía o si tan sólo la mencionaba. Si alguien tiene mucho interés, puedo enviar esa versión por PDF, pero la "oficial" sería la nueva.
 
Hola, buenas noches.

Cuando empecé a leer pensé, esto lo he leído. Ahora me confirmas que sí, pero con ciertos cambios. No recuerdo bien aquello, sólo por encima, así que lo voy descubriendo y de momento me gusta lo que leo.

Saludos y gracias

Hotam
 

Capítulo 4​


Lucía no tenía buen aspecto. No sé si habría bebido más, o cuánto había bebido antes de la copa a la que o la había invitado, pero como fuera daba la sensación de que el alcohol la estaba afectando. No lo suficiente como para caerse redonda, y había tenido aún buen juicio como para no marcharse ella sola, pero era obvio que estaba mareada y bebida. Su voz había pasado de la vivaz perspicacia al arrastre de las palabras, como si le costara saber lo que quería decir y se le trabara en la lengua, y su postura dejaba claro que no estaba bien.

En realidad, tampoco es que yo estuviera precisamente sobrio. La cabeza me daba vueltas y estaba entre excitado, enfadado y algo confuso, pero aún tendría que beber más para llegar al estado en que estaba ella.

—Puedo pedir un taxi, parece que también me he quedado solo para volver a casa —respondí. Lucía sólo asintió y se apoyó en la barra—. ¿Estás bien? —negó con la cabeza.

Pensé que a lo mejor no estaba demasiado acostumbrada a beber, aunque me pareció un poco raro. No le di muchas más vueltas. Pagué lo que me faltaba e indiqué a Lucía que teníamos que salir de la discoteca, porque desde allí con la música no se oía nada para llamar por teléfono a un taxi. Ella asintió y empezó a caminar detrás de mí, pero como iba un poco a trompicones dejé que se aferrara a mi brazo.

Una vez fuera, nos alejamos un poco de la entrada a una zona que tenía unos bancos al lado de un par de árboles y cerca de la avenida. Dejé a Lucía allí sentada y me acerqué al lateral de la discoteca, a unos veinte metros, para comprar una botella de agua en una máquina expendedora. El precio era prohibitivo, y entre eso, la cena, las copas y el taxi me esperaba un buen descenso de mi cuenta corriente. Suspiré y con la botella de la mano, volví de nuevo donde estaba Lucía.

En ese momento pasaban a unos tres o cuatro metros de ella un par de chavales. Debían tener su edad, quizá algo menos, y era evidente que habían reducido la marcha al ver a una chica sola sentada en un banco, recostada sobre el respaldo. Los dos se miraron, como sopesando aprovechar la oportunidad de hacer algo que no deben. Entonces me vieron a mí, que me acercaba a unos diez metros.

—¡Lucía! —la llamé en voz alta, fingiendo que les ignoraba. Ellos volvieron a mirarse y aceleraron de nuevo el paso—. Te traigo un poco de agua.

La chica se incorporó un poco y me miró con una leve sonrisa. Parecía un poco más serena. Le tendí la botella, ella la cogió y bebió un par de tragos cortos.

—Creo que el aire fresco me ha sentado bien —dijo. Su voz denotaba que no estaba bien aún, pero al menos conseguía hablar sin atascarse.

—Ahí dentro estaba muy cargado, a mí también me ha venido bien respirar un poco.

Me senté a su lado y nos quedamos unos minutos en silencio. Me resistí un poco a llamar al taxi, porque la verdad es que estaba muy a gusto allí. La brisa marina era suave y fresca, y el ruido de la discoteca estaba amortiguado, por lo que permitía escuchar el acompasado y relajante romper de las olas en un mar calmado. Fue Lucía quien rompió la quietud y paz del momento al acurrucarse un poco contra mí.

—Tengo un poco de frío —murmuró, así que pensé que había llegado el momento de llamar al taxi. Lucía se apretó un poco más contra mí, como buscando mi calor. Yo no había llevado chaqueta, pero sin darle muchas vueltas pasé mi brazo por encima de su hombro, y ella se recostó en mi pecho.

No mucho después llegó el taxista en un Renault Scenic bastante nuevo. Era un hombre español, de unos cuarenta y muchos, con poco pelo y una barba recortada. Se notaba que llevaba mucho trabajando en la noche, pues tras sentarnos en el asiento trasero dijo:

—Si vomita os cobraré un plus por la limpieza, ¿entendido? —no fue demasiado borde, pero estaba claro que estaba bastante acostumbrado a que le pasara eso—. Hay bolsas ahí atrás, por si te da tiempo.

Y joder, no sé si el tipo era vidente o no, pero apenas el coche empezó a moverse he hizo un par de giros, Lucía pareció revolverse un poco y empezó a expulsar todo lo que había bebido y comido aquella noche sin que me diera tiempo a coger una bolsa. Nos puso perdidos tanto a ella misma como a mí.

—Te lo avisé —dijo el tipo mientras abría las ventanas para que el horrible olor no se quedara en el coche.

Tras vomitar, Lucía se incorporó un poco más, se limpió con un pañuelo la comisura de los labios y me miró. Estaba muy roja y avergonzada, pero al menos parecía un poco más consciente.

—Lo… lo siento mucho… —murmuró. Estaba hecho un asco, pero ¿quién no ha soltado la raba después de una borrachera? Si hubiera bebido un poco más, quizá habría sido yo quien lo hubiera hecho.

—No te preocupes —respondí.

El taxi no tardó en llegar al lugar donde vivía Lucía, un edificio de pisos de tres plantas bastante antiguo. La ayudé a bajar y el taxista se levantó para poner unos papeles absorbentes. Me cobró un pico bastante importante por la carrera y la limpieza, y después se marchó sin darme tiempo siquiera a decirle que yo no había terminado mi viaje.

—¿Quieres subir a casa a limpiarte? —preguntó Lucía entonces.

Claramente tras echar el alcohol estaba más despierta. Yo no sabía muy bien qué hacer. Aunque el haber bebido hacía que el hecho de que ella fuera mi estudiante y yo su profesor pareciera menos importante, lo cierto es que lo era, y de alguna forma era consciente aún de ello. Pero también de que estaba hecho un asco y a kilómetros de casa. Olía fatal, y lo más probable es que ningún taxista quisiera llevarme en esas condiciones.

—No quiero molestar a tus compañeras de piso… —respondí, dubitativo.

—Creo que hoy no hay nadie. Ana se ha marchado a ver a sus padres a Madrid y la otra chica que ha venido nueva, que está en biología, creo que dijo que dormía los findes en casa del novio, así que —dijo Lucía mientras se dirigía hacia el portal y abría la pesada puerta de hierro forjado y empujó, y entonces se quedó un momento quieta, como si se hubiera dado cuenta de algo—. Estoy sola.

—¿Estás segura de que está bien? —pregunté, pero ella me rehuía un poco la mirada—. Me lavo y me marcho.

—Sí… no pasa nada, puedes quedarte cuanto quieras —respondió al fin, y yo acepté su invitación.

El piso era uno de los dos segundos a los que se accedía por unas escaleras alrededor de un hueco donde en algún momento debió de haber habido un ascensor, y cuando entró estaba claro que era un piso de alquiler. Las paredes tenían rozones, la pintura estaba descolorida y las puertas bastante cascadas. La casa, eso sí, estaba muy limpia, aunque la distribución la hacía parecer si cabe más vieja aún. Las tres habitaciones estaban a la entrada, y después había un baño que debía dar a un patio interior, justo al otro lado de un saloncito. La cocina estaba al fondo, estrecha y alargada.

—Madre mía, qué recuerdos —dije. No era demasiado diferente a los sitios donde había vivido durante mis años de estudiante.

—Nos cobran una pasada por esta mierda de piso, pero al menos la puerta cierra bien y es calentito en invierno —dijo Lucía—. El baño está aquí, por si quieres… lavarte un poco.

Entré en el baño, que era pequeño, con una bañera con cortina a la derecha, un lavabo, un retrete y un bidé. Los colores eran horteras a más no poder, y el espejo tenía una raja que lo cruzaba de lado a lado. Parecía la casa de una película de terror.

Me miré al espejo. Estaba asqueroso, con toda la ropa manchada. El vómito se había secado y las manchas serían difíciles de sacar incluso con lavadora, pero al menos la ropa no pringaba cuando me la quité y me quedé en calzoncillos.

—¿Te importa que me lavé un poco en la ducha? —pregunté en voz alta, e inmediatamente después Lucía respondió.

—¡No… claro! —respondió ella.

Dejé la ropa en el bidé, me quité los calcetines y después los calzoncillos, y antes de que fuera a correr la cortina para meterme en la bañera, la puerta se abrió de repente, y Lucía entró exclamando.

—¡Se me había olvidado darte una…! —y entonces me vio—. Toalla…

Nos quedamos ambos completamente quietos. A ella se le cayó la toalla al suelo, y su mirada se quedó fija en mi miembro, que colgaba un poco morcillón. Un par de segundos después, el tiempo volvió a ponerse en marcha y yo hice el ademán de cubrirme todo lo rápido que pude, y Lucía se agachó a coger la toalla y tendérmela con una mano mientras se tapaba los ojos con la otra.

—¡Perdona! ¡Perdona! —dijo mientras salía.

Estuve quieto unos instantes más después de que ella cerrara, sin procesar muy bien lo que acababa de pasar. Quien sí lo procesó bien fue mi polla, que de morcillona pasó a llenarse de sangre y exhibir una erección poderosa. Me miré al espejo. Estaba en casa de Lucía, desnudo, con la polla dura. Una polla que ella acababa de ver.

—Joder…

Me metí en la ducha, cerré la cortina y encendí el agua, y mientras el líquido caliente recorría mi cuerpo mi mano inconsciente empezó a masturbarme, primero despacio y luego más rápido, recordando cada milisegundo de los dos o tres segundos que ella había tenido la mirada clavada en mi miembro.

Con una mano me apoyé en los azulejos mientras con la otra me daba un placer rítmico, cada vez más acelerado, hasta que en poco tiempo chorros de semen espeso y blanco se dispararon contra la pared. Respirando con agitación, limpié bien el azulejo y después terminé de lavarme para que no oliera a sudor. Limpié también la ropa como pude, la escurrí y la dejé en el bidé, y con la toalla, que por suerte era bastante grande, me sequé y me tapé por completo para salir.

Lucía se levantó como un resorte del sofá. Estaba roja como un tomate, y también parecía algo acalorada.

—¡Lo siento, Jaime! Pensaba que todavía no te habrías desnudado —dijo, excusándose como podía.

—No pasa nada, no te preocupes —respondí, y para tratar de quitarle hierro al asunto, añadí—. No creo que tenga nada que no hayas visto ya, ¿no?

Ella me miró avergonzada.

—Tranquila, de verdad —señalé al baño—. He dejado la ropa lavada en el bidé, si me dices donde puedo tenderla en cuanto esté algo seca me marcharé.

—Aquí la ropa se seca muy mal, porque hace poco aire, si quieres… puedes quedarte hasta la mañana —dijo Lucía, pero yo negué con la cabeza. La ducha me había aclarado bastante las ideas, y la corrida me había bajado la libido. Ya había pasado mucho más de lo que tenía que pasar.

—No, si tienes un secador puedo darle un poco y ya está.

Lucía pareció un poco triste cuando dije aquello, pero era así como tenía que ser.

—Está bien, lo tengo en la habitación, dame un segundo —se marchó hacia la primera puerta junto a la entrada del piso, y yo me quedé en el salón.

En ese momento, me di cuenta de algo que antes no había percibido o, mejor dicho, que antes no estaba. No supe muy bien qué era hasta que me acerqué un poco más al sofá. Olía. A sudor… no. Olía a sexo, al salado y característico olor del flujo vaginal. Un flujo que impregnaba una toalla oscura sobre la que Lucía había estado sentada.​
 
Gran trabajo con ese capitulo; Seguro dificil de reescribir para darle todo el morbo y las siutaciones idóneas. Has sabido dejarlo a punto de caramelo el inicio del siguiente 😅 Que espero no demore mucho, tengo ganas de volver a sacudirmela como el profesor jajaja
 
Última edición:

Capítulo 5​


La mancha de flujo era enorme. Eso significaba que… ¿se había estado masturbando? ¿Acaso no la había pillado haciéndolo por muy poco? En ese momento reconozco que mi polla reaccionó mucho más rápido que yo mismo, y a pesar de que acababa de soltar tremenda corrida también en la ducha, se puso dura al instante.

Escuché como Lucía salía de su habitación y se acercaba al pasillo, así que sin más que un par de segundos me senté en el sofá… justo encima de la toalla.

—No encontraba el secador, perdona —dijo la chica mientras me lo tendía. Ya no estaba tan roja y parecía haberse calmado un poco. Seguramente había aprovechado para recomponerse un momento en la habitación.

Pero el problema es que no me podía levantar, o mi erección se delataría de inmediato. Sólo llevaba una toalla encima, y ya me estaba costando tratar de disimularla con los brazos apoyados hacia adelante aun estando sentado.

—¿Podrías prepararme un café? Me duele un poco la cabeza del alcohol —mentí. No me dolía nada más que los testículos de lo cachondo que estaba.

—No sé si hay hecho… pero ¿no te vendrá mal para dormir después?

—Al contrario, soy raro —respondí.

Ella se rio y se marchó a la cocina, y yo aproveché para levantarme e ir hasta el baño. Cerré la puerta y respiré. Joder. La situación estaba comenzando a escaparse de mis manos. Estaba muy, muy excitado, y el alcohol aún me tenía envalentonado. Lucía se había masturbado en el sofá mientras yo lo había hecho en su bañera. Nos deseábamos, había que ser muy imbécil para no darse cuenta de ello, y si seguía mucho tiempo más en aquel piso, terminaría pasando lo que ya había estado a punto de pasar.

Pero era una estudiante, por el amor de Dios, y yo iba a casarme con Sandra, ¿qué demonios estaba haciendo? Recordé las palabras de Laura, y un golpe de realidad y de culpa me atenazó el alma he hizo que por fin bajara mi erección. Suspiré y me puse a secar la ropa, tratando de pensar más en el ruido que estaba armando que en todo lo que había pasado. Aún podía pararlo, disculparme con Laura y Diana y contarle a Sandra que había acompañado a esta chica a su casa porque estaba bastante perjudicada. No mentiría, aunque tampoco era necesario entrar en muchos más detalles. Lo importante es que no había pasado nada, ¿no?

Diez o quince minutos después salí ya vestido del baño. La ropa aún estaba húmeda, y el cerco de las manchas de vómito todavía era bastante evidente, pero al menos olía mucho menos (salvo que pusieras la nariz en la tela) y sería aceptable para cualquier taxista.

Me tomé el café que me había preparado Lucía, bastante cargado y dulce, de pie junto a ella en la cocina. Se había cambiado y se había puesto un pantaloncito corto de deporte de color azul y una camiseta ancha blanca con el logo de algún gimnasio serigrafiado en negro a la altura del pecho izquierdo. Ninguno de los dos hablamos, pero me había fijado en que ella había recogido la toalla del salón y había abierto la ventana. Seguramente ella se había dado cuenta de las pistas que había dejado de su momento de disfrute personal, y estaba avergonzada. Por mi parte, no quería incomodarla más ni tampoco dar pie a otra cosa.

—Me tengo que ir —dije en cuanto me terminé el café y lo dejé sobre la encimera de mármol—. Estaba muy rico, Lucía. Muchas gracias por dejar que me duchara, pero no quiero molestarte más.

—No ha sido ninguna molestia —dijo. Estaba sentada en un taburete, pero se levantó a lavar el vaso para no mirarme—. Debería disculparme yo por haberte vomitado encima.

—Ya lo has hecho —reí—. Y varias veces.

—No es para menos… qué vergüenza.

—Olvídalo, ¿vale? —comencé a dirigirme al pasillo para marcharme.

Lucía caminó detrás de mí y esperó mientras abría la puerta del piso. Una vez fuera, me giré para despedirme. La chica estaba allí quieta, iluminada por la tenue y vieja bombilla que colgaba del techo donde antes debió de haber una lámpara. Incluso algo despeinada, con la ropa de estar en casa y el maquillaje algo removido, estaba preciosa. Realmente despertaba en mí un fuego que hacía mucho que ni siquiera Sandra provocaba. Había algo en ella que me atraía de forma tan irremediable como la luz atraía a las polillas. El problema es que corría el mismo riesgo de caer abrasado que ellas.

—¿Nos vemos la semana que viene? —preguntó entonces, como rompiendo el ensalmo que se había apoderado de nosotros.

—Eh… sí, claro, escríbeme un correo y quedamos —respondí yo.

—Vale —dijo Lucía, y se acercó para darme dos besos de despedida.

Quizá por los nervios, o tal vez porque nuestro inconsciente actuaba por nosotros, mi cara giró demasiado rápido y nuestros labios se rozaron, y ella depositó su beso, cálido, húmedo, entre la comisura izquierda de mi boca y mi mejilla.

—¡Perdón! —exclamó, y sin darme tiempo a responder cerró la puerta. Yo me quedé allí pasmado. Me llevé una mano al lugar donde me había besado y suspiré antes de marcharme.



No dormí nada aquella noche. No porque llegara casi de día a casa o por el café que me había despertado, sino porque mi cabeza no hacía más que dar vueltas. Lo que Lucía provocaba en mí, fuera o no a conciencia, era muy peligroso. Y no sólo la diferencia de edad, o que yo tuviera pareja y estuviera planificando mi boda, sino el hecho de que era mi alumna. Una relación entre alumna y profesor siempre era complicada, y muy polémica.

Aunque en la universidad ese tipo de situaciones se dan, como es lógico, entre personas mayores de edad, y por tanto son legalmente válidas, sí que son muy cuestionadas por todo lo que implican: evaluaciones, trato de favor, chantaje… No pocas carreras académicas se han visto truncadas por un desliz, y yo no era un profesor a punto de jubilarse que iba a ver peligrar sólo su respetabilidad académica. Yo me jugaba, o mejor dicho, me estoy jugando, mi vida entera.

Ya era buena mañana cuando mi móvil comenzó a sonar. Era Sandra. Al ver su llamada me enfadé, pues me recordaba que había pasado toda la noche sin llamarme.

—Buenos días —dije al descolgar la llamada, con una voz gélida.

—Hola Jaime —comenzó a hablar ella. Se notaba que estaba cansada—. Antes de que digas nada… ya sé que estás muy enfadado y que tenía que haberte llamado o mandado un mensaje, pero se hizo tardísimo y al final la noche se complicó. No es excusa, pero es la verdad.

—Sí, bueno, da lo mismo, al menos ya sé que estás bien —respondí.

—No me hagas sentir mal, Jaime, bastante revuelta estoy.

—¿Bebiste mucho?

—Más de lo que debía —respondió Sandra. Se escuchaba cómo se movía por la habitación del hotel, probablemente preparando la maleta.

—¿Y cómo volviste al hotel? A esa hora ya no funcionaría el metro.

—Me trajo un chico de la otra empresa, Juan. Es muy majo la verdad, porque me evitó pagar un dineral por un taxi —dijo. Debo reconocer que me puso un poco celoso. Nunca hablaba de la gente de las otras empresas por su nombre.

—¿No decías que todos eran unos idiotas con corbata?

—Sí —respondió, y un instante estuvo callada mientras guardaba algo en la maleta—. Pero este ha resultado ser un idiota con corbata algo más simpático.

—Ya, ya, ¿no querrás decir que estaba más bueno? —la piqué.

—Eso también —respondió Sandra siguiéndome el juego, y entonces fue ella la que replicó—. ¿Y tú qué? Anoche saliste de fiesta con Laura y Diana, ¿no? ¿A qué hora volviste?

—También volví bastante tarde —reconocí—. El lunes tengo que hablar con Laura, creo que hice alguna tontería que la molestó.

—¿Bebiste? A veces te pones muy tonto si llevas un par de copas encima —su tono de voz denotaba que se había acabado la broma.

—También más de lo que debería haber bebido.

—Manda narices que tengamos que esperar a estar separados para salir a divertirnos —dijo ella entonces—. En fin, llegaré esta noche, ¿vale? Me podrías tener preparada una cenita romántica, y luego… bueno, tengo toda una semana que recuperar.

—Eso está hecho. Ten cuidado con el coche. Te quiero.

—No te olvides de poner la lavadora.

—Que no.

—También te quiero mucho, y te echo de menos.

—Y yo a ti.

Colgamos, pero la conversación no me había dejado tranquilo. ¿Quién coño era ese Juan? Jamás había oído a Sandra hablar de él, y no era la primera vez que había tenido que viajar a hacer negocios con esa empresa en concreto. ¿Sería un tipo nuevo? Pero si era así, ¿qué hacía en una cena de ejecutivos? Sandra se codeaba con gente de cierta posición en las empresas con las que negociaba, así que era raro que en una de esas estuviera un novato. Me imaginé por un momento a un tipo alto, trajeado, elegante y guapo, con un cochazo y ganando tanto o más dinero que ella. Y sí, me puse celoso incluso aunque sabía que, al menos hasta ese momento, no era más que una comida de tarro mía.

Una comida de tarro que, por otro lado, opacaba cualquier atisbo de culpa que podía haber tenido por la atracción tan irrefrenable que sentía hacia Lucía. Comencé a pensar que yo, por entonces, aún no había hecho nada con esa chica, pero en mi cabeza asomaba la sombra de la duda sobre si podía haber pasado entre el tal Juan y Sandra. Diminuta, minúscula, un grano de arroz en un campo baldío que sólo estaba esperando una tormenta para germinar. Hubiera sido muy sencillo arrancarla en aquel momento.

Pero no lo hice.​
 

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