4 Hombres para Blanca

Abel Santos

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Tras mi último relato (EL PROFE), a continuación publico otra de mis historias, que espero que os guste. Publicaré un capítulo semanal más o menos.

El título es 4 HOMBRES PARA BLANCA, y está publicado en la jungla (gratuito para los K. Unlimited), para los que no puedan esperar a leerlo por capítulos.

Sinopsis:

Alex y Blanca acuden a una fiesta en la nueva discoteca UNIVERSE. Cual no será su sorpresa, cuando horas después descubren que se encuentran cautivos de una extraña organización que obliga a Blanca a mantener sexo con cuatro hombres a cada cual más extravagante si quieren ser liberados.

Cualquier comentario será bienvenido y respondido si viene al caso. (y)

Espero que la disfrutéis... :tetas2::follar1::lamidaculo1:

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Prólogo​

Lo primero que escuché cuando comencé a recobrar la conciencia fue la voz desesperada de Blanca, mi prometida:

—Despierta, Alex, despierta, por favor...

Blanca me reclamaba consternada al tiempo que me propinaba pequeñas bofetadas en la cara.

—Por dios, Alex, despierta… me estás asustando… —seguía diciendo, alzándome la cabeza y lloriqueando.

Debí de cerrar los ojos porque la vista se me nubló y Blanca soltó un sollozo. Fue solo un instante, al segundo siguiente ya comenzaba a distinguir los detalles del techo, que iba tomando forma por momentos en mi cerebro.

«Pero… —pensaba con la mente aún nublada—, ¿Dónde estoy?». Aquel techo no parecía el de nuestra habitación. Era tremendamente alto —¿diez, quince metros?— y tan enorme que no podía distinguir ni su principio ni su final. Lo cierto era que aquel techo oscuro y recorrido por grandes tubos de aireación de color aluminio no se parecía al de nuestro cuarto, escueto, liso y con su foco redondo y blanco, producto de serie de Leroy Merlín.

—Tranquilo, Alex… te vas a poner bien —decía Blanca y acompañaba sus palabras cubriéndome la cara con besos húmedos y sedosos. Blanca, la mujer que más me quería en este mundo. Y a la que yo amaba. Si estaba conmigo, todo lo demás estaba bien.

Y dejando al mundo tomar forma a mi alrededor, me dio por pensar en ella. Blanca. Mi luz, mi guía, la mejor novia —casi prometida— del mundo. Mi futura esposa.

Y una imagen idílica, de una mujer sobre un pedestal con un vestido blanco de gasa movido por el viento, apareció en mi imaginación. Creo que anoche bebí demasiado, me dije. Pero Blanca seguía presente en todas las ensoñaciones que surgían en mi cerebro cuando me dejaba llevar por aquel sopor dulce al que me rendía mientras mi novia lloriqueaba y me palmeaba la cara para hacerme despertar.

Blanca.

Con treinta y seis recién cumplidos —dos más que yo—, mi novia era, además de un ser maravilloso, una hembra con mayúsculas. Mucho más atractiva ahora que cuando la conocí siete años atrás.

Guapa de cara, de altura envidiable —uno setenta y dos, más alta con tacones que mi metro ochenta— y un cuerpo trabajado en el gimnasio, mi chica era ese tipo de mujeres por las que los hombres giran la cabeza cuando pasan a su lado.

Con todo ello, lo que más me atraía de su físico era la melena castaña con reflejos rubios casi por la cintura, sus ojos avellana y esa sonrisa que rompía los corazones si te la dedicaba. Esa maravillosa sonrisa de dientes blancos e iguales, a excepción del colmillo derecho que se le había montado sobre el incisivo, le proporcionaba una gracia especial que volvía locos a los hombres.

No sería la primera vez que había tenido que intervenir para quitarle de encima a algún moscón mientras me esperaba en la barra de un bar.

—¿Ya estás mejor, cariño? —decía y Blanca volvía a darme palmaditas en la cara.

—Casi… no sé… —respondía yo, aún aturdido, y cerraba los ojos para seguir idealizándola.

Era tan reconfortante saber que ella estaba a mi lado. Y que siempre lo estaría, pasara lo que pasara. Así lo había prometido y yo la había creído. Si no formábamos la pareja perfecta, no estábamos muy lejos de hacerlo. Me importaba muy poco si esto era para envidia de mis amigos.

Estos, malintencionados y resentidos, siempre habían mantenido que Blanca era demasiada mujer para mí. Que estaba muy por encima de mis posibilidades. Pero yo, en lugar de enfadarme, me regodeaba de la envidia que demostraban por mi gran suerte. Blanca, la chica más guapa del barrio, la que todos adoraban, me había elegido a mí.

A mí, y no a ellos.

Que se fastidiaran.

Mientras en mis oídos desaparecía aquel maldito pitido que me estaba matando, recordé que en algún bolsillo de mi cazadora llevaba el anillo de pedida que pensaba entregarle esa noche cuando la pidiese en matrimonio. Con rodilla en tierra, como tenía que ser.

Había planeado pedírselo tras asistir al espectáculo de la discoteca más en boga de Madrid. Justo cuando sonara el himno de final de la noche y las luces se encendieran para que los asistentes comenzáramos a desfilar hacia la salida.

Me palpé la ropa y comprendí que no llevaba puesta la cazadora, ¿dónde la habría dejado? Ah, sí, en el guardarropa… Qué estupidez la mía, mira que si me robaban el anillo. No es que fuera un anillo carísimo, pero si desaparecía me chafarían la sorpresa y eso sería peor que la pérdida económica.

Lo de que UNIVERSE era la discoteca más «cool» de Madrid me lo había asegurado Sara, la mejor amiga de Blanca. Su «más mejor amiga», solía decir mi chica, parafraseando a Forrest Gump. Más que amigas, eran como hermanas.

—Es la fiesta perfecta para pedirla en matrimonio —había dicho Sara mientras intentaba colocarme dos entradas para que llevara a Blanca a conocer la disco de la que todos hablaban—. Si no quieres entenderlo así, allá tú. Pero que sepas que es un error que siempre te echarás en cara si no aceptas mi consejo.

Dejé de pensar en el anillo y en Sara y me concentré de nuevo en Blanca, quien ya me había incorporado algo en el sofá donde había despertado, y me abrazaba haciéndome arrumacos, mientras el mundo se redibujaba a mi alrededor.

—Despierta, amor, por favor… —dijo de nuevo, abrazándome—. Estoy muy asustada… No sé qué está pasando.

*

Al recobrar al menos la mitad de la consciencia —la otra mitad aún me llevaría un buen rato—, comprendí que Blanca llevaba razón: lo que ocurría era bastante extraño. Y perfectamente capaz de asustar a cualquiera. Un vacío se adueñó de la boca de mi estómago mientras giraba la mirada a mi alrededor.

Como había supuesto al recobrar el conocimiento, no estábamos en nuestra cama. Ni en nuestra habitación. Mi inspección ocular me decía que el lugar donde despertaba se parecía mucho a la macro discoteca donde habíamos pasado la madrugada anterior. Un local gigantesco de tres pisos, con varias pistas y áreas de espectáculo.

Solo que ahora no estaba lleno a rebosar como durante la fiesta, sino que se encontraba completamente vacío y en semioscuridad. ¿Estábamos en el interior de UNIVERSE o era solo un estúpido sueño?

—¿Qué… qué hacemos aquí…?

Miré a Blanca e hice un gesto con las manos pidiendo una aclaración. Fue una pregunta inútil.

—No… no lo sé… cariño… —replicó ella titubeante—. Yo acabo de despertarme también… no hace ni diez minutos… y me estoy muriendo de miedo…

—¡Joder…! —dije tragando saliva—. ¿Nos han dejado aquí dentro y se han largado todos?

Blanca soltó un sollozo y se tapó la cara con las manos.

Me puse en pie al tiempo que lanzaba un exabrupto.

—¡Su puta madre…! —dije girando a mi alrededor y comencé a gritar desaforado—. ¿¡Hay alguien aquí!? ¡Eh! ¡Que se han olvidado de nosotros! ¡Me cago en la puta, es que nadie me oye!

El silencio a nuestro alrededor fue la única respuesta. Blanca se tapaba los oídos para rebajar el volumen de mis alaridos en su cerebro.

—¡¡Cabrones!! ¡¡Les voy a poner una denuncia que se van a cagar!!

—Vale, Alex, por dios, no grites… ¿No ves que me asustas más…? Además, ya ves que nadie te oye…

Me agaché hacia ella y la abracé. Le besé la frente para pedirle disculpas y Blanca me devolvió el abrazo.

Eché mano al bolsillo en busca del móvil y un recuerdo acudió a mí como un fogonazo.

—¡Joder! ¿Por qué coño se empeñaron en que dejáramos los teléfonos en el guardarropa? ¡Serán cabrones!

De repente y sin avisar, un dolor de cabeza de mil demonios me sorprendió. Eran como cien agujas clavándose en mi cerebro, todas a la vez. El gesto de dolor que hice alertó a Blanca, quien me sujetó por los brazos para evitar que rodara por el suelo.

—¿Te encuentras mal?

—No… bueno, sí… —dije sujetándome la cabeza—. Es un dolor como de diez resacas juntas. ¿Sabes si bebimos mucho anoche?

—Ni idea… —replicó—. Si te digo la verdad no me acuerdo casi de nada de lo que hicimos.

—Vaya, pues estamos igual…

Cuando el dolor pasó, volví a levantar la cabeza y miré alrededor. El silencio era sepulcral. Consulté mi reloj, eran las once de la mañana.

—¿Qué habrá pasado…? —dije más para mí que para ella—. ¿De verdad se han largado todos y se han olvidado de nosotros?

—Puede ser… —respondió Blanca con voz leve.

De un vistazo comprendí que el sofá donde nos encontrábamos era uno de los asientos de cuero grueso entre los muchos situados a ambos lados de la pista de baile, seguramente la pista principal a tenor de su tamaño. Cada sofá estaba pensado para tres o cuatro personas y disponía de una mesita para las bebidas.

En el lado de la pista en que nos hallábamos había no menos de veinte o treinta. Al otro lado había otro buen número de ellos, aunque la luz allí era escasa y no era fácil distinguirlos.

En cualquier caso, era estúpido pensar que hubiera más gente en nuestro estado. Quizá Blanca y yo habíamos bebido algo extraño —¿alcohol de garrafa, tal vez?— y habíamos perdido el conocimiento. El resto de la historia encajaba con un abandono por olvido, y era más propia de una película de miedo que de la vida real.

Pensé en ello. Nosotros no éramos de beber mucho, sino todo lo contrario. Lo normal era que esa noche tampoco hubiéramos bebido demasiado. Si de verdad habíamos perdido el conocimiento, tal vez no había sido por el alcohol… ¿Habríamos sido drogados? Era raro pensar en que alguien nos hubiera puesto droga en la bebida. ¿Quién éramos nosotros para que nadie quisiera hacerlo? Si hubiera sido para robarnos, nos habrían sacado un par de billetes de veinte, y eso con suerte.

Pero, ¿y si había sido un error? Unas copas preparadas para otros y equivocadas por el camarero. Tenía todo el sentido del mundo. Probablemente había sido así.

—Te diré lo que vamos a hacer —dije adelantándome a las palabras de Blanca, que ya empezaba a formar la pregunta en sus labios.

Al fin y al cabo el hombre era yo, y tenía que llevar la iniciativa. Por muy machista que suene, entre nosotros era lo habitual. Blanca siempre esperaba que yo planteara las soluciones a los problemas y luego ella se encargaba de aceptarlas o no, matizándolas a su conveniencia.

Y en esta ocasión funcionó como se esperaba.

—¿Qué…? —dijo y me miró expectante.

—Vamos a darnos unos minutos para recobrarnos del todo y luego buscaremos una salida por algún lado. ¿Qué te parece?

—Perfecto, cariño… lo que tú digas…

Me alegré de que en esta ocasión Blanca no insertara matices ni objeciones a mi escueto plan y respiré profundo para serenarme. Tenía cinco minutos al menos antes de ponernos en acción.

Por supuesto, estaba equivocado. Los acontecimientos no tenían intención de esperar por nosotros.

Y el guion dio un giro que nos dejó con la boca abierta.

*

Blanca abrió mucho los ojos y se quedó muda por la sorpresa. Le seguí la mirada y descubrí lo que le había llamado la atención. Dos tipos se acercaban trastabillando, emergiendo entre las sombras de uno de los extremos del local. Debían de habernos visto porque se dirigían hacia nosotros.

Blanca me abrazó por un costado. Noté que temblaba y traté de calmarla pasándole un brazo sobre el hombro y besándola en el pelo.

—Tranquila, cielo… —le dije suavemente, igual que se le habla a un niño—. No parecen peligrosos.

Los dos tipos se sujetaban entre sí. Uno parecía muy corpulento y más bien bajo y el otro algo más alto y delgado. El aspecto de ambos a primera vista no parecía, en efecto, amenazador.

—¡Eh, tíos! —dijo uno de ellos cuando se hallaban a una distancia suficiente para ser escuchados—. ¿También se han olvidado de vosotros?

Miré a Blanca y me congratulé al ver que alguien confirmaba mis sospechas.

—¿Lo ves? —dije a media voz para que no nos oyeran—. Parece que esos dos opinan lo mismo que yo.

—¿Se os ha comido la lengua el gato? —preguntó de nuevo el más fuerte, que por la voz se veía que era el que había gritado anteriormente.

No me gustó la forma en que nos hablaba, como si estuviéramos obligados a responderle sin demora.

—Eso parece… —repliqué mordiéndome la lengua—. En el caso de que sea lo que ha pasado, que se hayan olvidado de nosotros a la hora del cierre.

—¿Habéis visto a alguien más…? —dijo con un volumen más normal al hallarse ya casi a nuestro lado.

—Nosotros no —respondí—. ¿Y vosotros?

—Tampoco… —dijo soltando al más delgado sobre el sillón—. Pero este puto sitio es enorme… podría haber una docena de personas más y nos llevaría días encontrarlos.

El más delgado parecía aturdido y se dejó caer sobre el sofá todo lo largo que era. En la maniobra divisé sus músculos de gimnasio. Un cachitas, me dije, y mucho más joven que el otro, tal vez en los veintipocos. El corpulento —más tarde lo bautizaría como «el gordo»— andaría en la cuarentena, tal vez cuarenta y cinco o cuarenta y seis.

—Soy Juan —dijo de pronto el gordo—. Y este es Rubén. Nos hemos despertado en los baños de la segunda. Pero no juntos… eeehhh… —bromeó—. Cada uno en su cubículo, uno se durmió meando y el otro vomitando la borrachera. Perdonad si no especifico qué hacía cada cual… jajaja.

Le tendí la mano e hice las presentaciones.

—Yo soy Alex… Y esta es mi novia, Blanca.

—Encantado, Alex… —dijo y añadió algo que no me gustó—. Vaya novia tan guapa tienes. Encantado, preciosa…

Y sin cortarse se acercó a Blanca y le propinó dos besos antes de que ella pudiera reaccionar. Blanca me miró con expresión de repugnancia y no tuve más remedio que volver a morderme la lengua.

Aquel gesto, tan espontáneo como inapropiado para extraños que acaban de conocerse en un lugar ajeno, no me pareció muy aceptable. Sin embargo, me tragué la bilis que subía por mi esófago y traté de respirar profundo, ejercicio que me aconsejaba Blanca para calmarme en circunstancias parecidas. Al fin y al cabo había mucha culpa en el aspecto provocativo de su vestido.

—Perdonad que no me levante —rompió Rubén el silencio que se había originado tras los besos de Juan—. Pero es que aún estoy mareado. ¿Qué tal, Blanca? Hola, Alex…

—Hola, Rubén… —replicamos mi novia y yo al unísono.

No sabía qué más decir de momento, así que permanecí callado. Blanca, sin embargo, se mostró extrañamente locuaz.

—¿No habéis visto a nadie por ese lado de la discoteca?

Me extrañó que Blanca se decidiera a hablar con tanto desparpajo. Su voz, unos minutos antes temblorosa, le había salido ahora fuerte y serena. Me resultó, cuando menos, insólito. Ella que se asustaba con el vuelo de una mosca y que era de naturaleza tímida. Hubiera esperado, muy al contrario, que se quedara callada, y que me empujara a mantener el peso de la conversación.

—Pues no, chica —dijo Juan con exceso de confianza, provocándome un nuevo subidón de bilis—. Se ve que somos los únicos.

Iba a replicarle una fresca a aquel insolente cuando nos llegó una voz que reclamaba ayuda a unos metros de nosotros.

—¿¡Hay alguien ahí!? ¿¡Podéis ayudarme!?

*

La voz era masculina y provenía de entre las sombras del otro lado de la pista principal, en la zona de sofás que quedaban en la penumbra desde nuestra posición. Había sonado débil, quizá su dueño se encontraba indispuesto.

—¡Espera un momento! —gritó el gordo—. ¡Voy a ayudarte, no te muevas!

Juan cruzó la pista y buscó en la penumbra. Unos segundos más tarde emergió de ella llevando a un hombre con el brazo sobre el hombro, en la misma postura en que había tirado del tal Rubén unos momentos antes. Parecía saber lo que se hacía, la forma de cargar con un herido se parecía a la que había visto en las películas. Tal vez el gordo era militar, imaginé.

El nuevo tipo fue depositado por Juan sobre el sofá, obligando al musculitos a levantarse y echarse a un lado. Me fijé en él. Era un hombre tan escuálido que parecía un lapicero. O, mejor dicho, un rotulador, a tenor de su cabeza pelada que le asemejaba a un roller-ball.

Juan tomó la iniciativa y presentó el grupo al nuevo miembro. Nos fue señalando uno por uno mientras mencionaba nuestros nombres.

—Yo soy Hugo —replicó el calvo cuando Juan finalizó su diatriba—. ¿Sabéis que coños está pasando?

—Ni idea —respondió Blanca, dejándome de nuevo perplejo—. Algunos creemos que se han largado y nos han dejado olvidados.

El tal Hugo levantó la cabeza y negó moviéndola hacia los lados.

—Ni de coña, eso no hay quien se lo crea…

—¿Qué quieres decir? —preguntó el musculitos.

—Si se hubieran olvidado de nosotros, las luces estarían apagadas.

Nadie reaccionó a su explicación. Estaba claro que ninguno la habíamos entendido. Y Hugo se vio en la obligación de finalizar su razonamiento:

—Pensad en lo que digo —aclaró—. No me parece probable que se hayan olvidado de nosotros y a la vez de apagar las luces. Lo normal al cerrar la discoteca hubiera sido cancelar el interruptor general de la iluminación, dejando solo los interruptores necesarios: cámaras, alarmas, etcétera. Que tuvieran un olvido podría ser normal, pero dos es demasiada casualidad. Si han dejado encendidas algunas luces ha de ser para nosotros. Para que podamos ver algo al despertar.

Carraspeé nervioso al comprender que podía llevar razón.

—¿Quieres decir que… nos han dejado a propósito? —pregunté aturdido.

—Más o menos… Aunque vete a saber.

El silencio entre nosotros se hizo más espeso. Ninguno se atrevía a romperlo y fui yo de nuevo el que lo hizo.

—Bueno, creo que si ya no aparece nadie más, sería el momento de investigar cómo salir de aquí, ¿no os parece? —dije, más por hacerme valer ante Blanca que por estar convencido de mi propuesta.

El gordo y el musculitos cabecearon afirmativamente e hicieron intención de moverse. Yo acompañé su movimiento, decidido a entrar en acción. Permanecer quieto por más tiempo iba a acabar con mis nervios. Hugo, sin embargo, levantó una mano y nos contuvo. Le miramos atentos al ver que no decía nada. Parecía no poder hablar.

—Esperad, compañeros —dijo al cabo—. Antes de nada, necesitamos un plan.

—Por supuesto —acepté.

—Pero antes de eso —continuó—. Necesitamos ingerir líquido. Si nos han drogado para encerrarnos, debemos de llevar horas sin beber. Eso puede deshidratarnos y acabar en tragedia. De hecho, yo ya debo de estar al borde del colapso, por eso me cuesta hablar. Lo noto, si no bebo enseguida podría llegar a lo peor, incluso a morir.

Nos miramos entre todos asustados. ¿Estaba exagerando aquel tipo de aspecto desagradable? Parecía saber mucho, demasiado incluso, quizá era uno de los que nos habían encerrado allí. Puestos a imaginar, no había nada que no fuera posible tras despertar en aquel lugar. Yo ya había aceptado la idea del secuestro y la daba como cierta.

—No bromeo, creedme —añadió—. Soy médico, sé lo que digo.

Noté el escalofrío en la columna de Blanca antes de que a mí me recorriera por igual. El tal Hugo había afirmado sin inmutarse que cabía la posibilidad de que nos hubieran drogado. Era una sospecha que yo ya aceptaba sin dudar. Pero, si había sido así, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué en aquel extraño lugar? ¿Tan importantes éramos como para seleccionarnos entre los cientos de asistentes a la fiesta de la noche anterior y enjaularnos como animales?

De todas formas, no era fácil de creer, quizás había alguna explicación más «simple», menos peliculera.

Lo que si sabía era que necesitaba reflexionar sobre todo aquello con rapidez. En mi vida profesional no necesitaba pensar bajo presión. Mi trabajo era tranquilo y mi cerebro podía permitirse el lujo de cavilar con lentitud.

Pero desde que nos habíamos despertado en aquel maldito lugar, los acontecimientos no me daban tregua. Si la situación no cambiaba, necesitaba acelerar mis neuronas para no quedarme a la cola de aquel grupo. Hasta la misma Blanca me había sonado más lúcida que yo en las pocas frases que había introducido en la conversación.

—Yo me encargo de buscar agua… —saltó el musculitos, al parecer recuperado del todo—. ¿Quién viene conmigo?

Blanca me dio un pequeño pellizco para que me presentara voluntario y llegué a sopesarlo una fracción de segundo. De inmediato lo desestimé. Ni de coña iba a alejarme de allí dejando a mi novia junto a dos desconocidos en un lugar como aquel. Y mucho menos con Juan, al que ya había sorprendido mirando a Blanca con ojos hambrientos.

Menudo cerdo, pensaba, había sido mala suerte que el tipo más echado para adelante del grupo no fuera tan amable y educado como los otros dos. Si aquella situación se alargaba, iba a acabar a bofetadas con él.

—Yo voy también —dijo al fin el gordo—. Ya veo que nuestro amigo Alex prefiere quedarse a cuidar de su palomita, así que si no hay nadie más…

Hubiera estrangulado a aquel tipejo en ese mismo momento, pero volví a respirar profundo y a morderme la lengua. Dejar en vergüenza a Blanca por una discusión de celos solo nos habría afectado a ella y a mí, ya que se veía que al tal Juan le importaba todo un pimiento. La empatía se debía de haber terminado el día antes de que lo engendraran sus padres.

Mientras Juan y Rubén se alejaban a la búsqueda de agua, Blanca y yo nos sentamos en el cómodo sofá. Me las apañé para situarme en medio de ella y el calvorota. No es que desconfiara de mi novia ni del tal Hugo, pero ya había soportado suficientes tiranteces por ese día.

Tras unos segundos de mirarnos entre nosotros, buscando palabras sin encontrarlas, un denso silencio nos atrapó. Y un dulce sopor se adueñó de todos. El tipo escuálido fue el primero en adormilarse. Blanca, apoyando su cabeza en mi hombro, parecía a punto de caer dormida también.

Y en aquel silencio sedoso, cerré los ojos y eché la vista atrás para tratar de entender como habíamos llegado hasta allí.



Los días anteriores​


El día que despertamos en la discoteca hacía poco más de dos meses que le había comentado a Sara, la mejor amiga de Blanca, que tenía intención de pedirle a mi chica en matrimonio. Lo haría el día en que se cumplían los tres años de habernos ido a vivir juntos.

Debo explicar que Sara y yo trabajábamos en una escuela para niños discapacitados. Ambos éramos especialistas en diferentes minusvalías —ceguera, parálisis infantil, entre otras—, pero especialmente en sordera. Nuestra labor primordial en la escuela era enseñar a los niños sordos el lenguaje de señas, el código braille y, sobre todo, a leer los labios.

—¿Has comprado ya el anillo? —preguntó tras acabar de explicarle mi plan mientras comíamos aquella mediodía. Solíamos hacerlo dos o tres veces por semana en uno de los bares cercanos a la escuela—. Porque sin anillo no hay petición, ya lo sabes.

—Sí, claro, ya lo he comprado —le confirmé—. No he podido conseguir el que yo quería, pero en fin…

—¿No le habrás pillado un anillo cutre? —dijo mordisqueando un trozo de pan.

—No, cutre no es, pero tampoco una maravilla.

—Pues la vas a cagar… Esas cosas, o se hacen bien, o no se hacen.

—No te creas, Blanca siempre ha dicho que si algún día me decidía, no se me ocurriera gastarme una fortuna en el anillo. Que mejor que un anillo caro era que ahorrase para hacer un viaje de celebración. Así que no creo que se espere nada super lujoso.

—¿Y el regalo de pedida? —contratacó. A Sara le gustaba decir la última palabra. Y esta vez dio en el clavo. La pregunta me había pillado descolocado.

—¿Qué regalo?

—Pues eso… —repitió—. El regalo que se hace a la novia cuando se la pide en matrimonio… Vaya, por tu careto ya veo que no lo has tenido en cuenta. Lo que te digo, la vas a cagar.

—Joder… —me lamenté.

—No pasa nada, usa el dinero que has ahorrado al comprar el anillo y haz reservas para el viaje, aunque no sea de la hostia.

Me eché a reír con risa floja, aunque en realidad me apetecía llorar.

—Qué lista eres, Sarita… ¿Por qué te crees que no le he comprado un anillo mejor?

—Estás a dos velas, te veo venir…

—Ni a dos, siquiera… —repliqué—. Y casi ni a una.

—¿Y en la cuenta común? —me sugirió—. Podrías cogerlo de ahí y luego devolverlo poco a poco.

Lancé un quejido lastimero.

—Telarañas, Sara, en la cuenta común solo quedan telarañas. El alquiler de la casa y los pocos muebles que hemos comprado se han llevado nuestros ahorros.

La conversación quedó ahí aquel día. Pero unos días más tarde me ofreció una posibilidad. En esta ocasión tomábamos una cerveza a la salida de la escuela por la tarde

—Creo que tengo la solución a tus problemas con el regalo de Blanca.

—¿De veras? —me mostré escéptico mientras sorbía de mi botella.

—Sí, escucha…

Fue cuando mencionó la discoteca UNIVERSE por primera vez. Yo no había oído hablar de ella, pero al parecer había sido inaugurada hacía unos meses y se había hecho viral a través de TikTok, por lo que era el local más «cool» del momento. A pesar de que se encontraba en una zona industrial de los suburbios y en mitad de la nada.

—Y resulta que el día anterior a vuestro aniversario —decía Sara con brillo en los ojos—, se celebra un macro espectáculo para festejar su primer año.

Yo cabeceaba dándole la razón como a los locos, pero Sara parecía inasequible al desaliento. «¿Qué coño tiene que ver una macro discoteca en esta historia?», me preguntaba oyéndola hablar.

Me explicó que en la macro fiesta habría actuaciones en directo, atracciones especiales en las diferentes pistas —disponía de cuatro o cinco— y otras maravillas exóticas de las que solo existían rumores.

Que la dichosa fiesta iba a ser la leche, era el resumen, y que medio Madrid se estaba peleando por asistir a ella.

—… Y adivina quién está como poseída para no perdérsela —continuó.

—¿Blanca…? —dije extrañado.

—¡La misma! —palmoteó alegre.

—¿Y eso en qué ayuda a mi problema? —le espeté—. Si tanto desea asistir, os vais las dos juntitas y a ver si con suerte os ligáis a un par de mulatos…

Reí mi propia broma. Pero Sara siguió a lo suyo.

—No es tan fácil… —dijo mordiéndose un labio—. Cada entrada cuesta trescientos pavos.

—¿Qué… cojones…? —me atraganté—. ¿Qué tiene esa fiesta, música?

Volví a reírme de mi propio chiste, pero Sara volvió a ignorarlo.

—Pues lo que tiene es que va a ser épica y que pasará a la historia. Por eso la mitad de los madrileños menores de treinta años está pagando más de mil pavos en la reventa. Sí, has oído bien —repitió al ver mi gesto de incredulidad—: m-i-l…

—¡Osti…! —exclamé—. ¡Cada vez me lo pones mejor…! ¿Se puede saber de dónde voy a sacar tanta pasta si no puedo ni pagar el anillo bueno, que cuesta menos de la mitad?

Sara compuso una sonrisa lobuna. Después metió la mano en su bolso y sacó un sobre. Dentro de él había dos invitaciones que supe lo que eran antes de que ella lo confirmara.

—¡Hostia, Sara! —tragué saliva—. ¡Tienes dos mil pavos entre las manos! ¿De dónde las has sacado?

—Lo siento, tío, pero no puedo revelar mis fuentes.

—¿Y qué vas a hacer, venderlas y prestarme la pasta para el viaje?

—Ni de coña… —replicó—. Estas entradas tienen que ser utilizadas…

Tragué saliva, decepcionado.

—¿Y entonces… para qué me cuentas todo esto?

—Porque pensaba ir con un amigo del ******, pero al final me ha fallado. Así que te las puedo vender a buen precio… Y así quedas bien con Blanca por una santa vez.

Tras decir esto esbozó una sonrisa que casi le llega a las orejas.

—¡Tendrás morro! —la zarandeé de un brazo—. ¿Me quieres sacar a mí la pasta?

—Sí, eso es exactamente lo que quiero…

—¿Dos mil pavos? ¿Te has vuelto loca?

—En realidad pensaba hacerte descuento —dijo manteniéndome la mirada—. Mira, las dos entradas son tuyas por solo cien pavos. Todo por hacer feliz a mi amiga Blanca. ¿Qué te parece? Solo cincuenta por cada invitación.

Me eché a reír.

—¿Ves como sí estás loca? —le di un puñetazo de mentirijillas en el hombro—. Por ese precio te las compro ahora mismo… y luego las revendo, por supuesto…

Pero Sara tenía respuestas para todo:

—Ni de coña… Te las vendo solo si me juras que vas a regalárselas a Blanca y que la acompañarás a la fiesta. Si no, no hay trato.

Discutimos unos minutos más. Ella empeñada en que le comprara las invitaciones y que le prometiera que no iba a revenderlas. Yo diciendo que podía prometerlo, pero que nada le aseguraba que fuera a cumplir su promesa.

Su última frase lo dejó todo muy claro: si me decidía a comprarle las entradas, se lo iba a decir a Blanca a los cinco minutos para felicitarla. De ese modo se aseguraba de que yo no las utilizaría para especular con ellas.

Al final me convenció y le hice un bizum antes de que el sobre con las invitaciones cambiara de manos.

Caminaba ufano en dirección a la peluquería donde trabajaba Blanca, pensando en lo bien que había solventado el asunto del regalo. Y por solo cien euros.

¿Cómo imaginar que aquellas invitaciones nos abrirían las puertas del infierno? Y que nuestra relación de pareja iba a verse amenazada por dos simples cartones multicolor.



Aventura en el restaurante​


Una semana más tarde invité a Blanca a cenar. Pensaba entregarle las entradas, aunque mantendría en secreto lo del anillo. Sara me había insistido en que le hiciera la petición de matrimonio al mismo tiempo, pero a mí me apetecía hacerlo en un marco más adecuado que un mísero restaurante de barrio. Mi raquítico presupuesto solo daba para la pizzería de debajo de casa.

Por otro lado, había conseguido que la amiga de mi novia mantuviese la boca cerrada para no cargarse la sorpresa cuando le regalara las invitaciones. Me había costado un buen número de cervezas, pero al final había accedido.

Había quedado con Blanca en el restaurante, yo tenía que resolver un asunto antes de vernos. Cuando llegué, ella tomaba un aperitivo acodada en la barra. Lucía un sencillo vestido de punto con falda por la rodilla y chaqueta de media manga con un bolso a juego. Estaba adorable, con una elegancia natural que atraía las miradas de los hombres, en especial las de los mayores de cincuenta.

Le di un beso al llegar antes de pedir una copa de vino.

Los hombres que nos rodeaban me miraron con envidia. Mi vaquero vulgar y mi camisa sudada después de un largo día de trabajo me hacían parecer tremendamente vulgar a su lado. Me senté en una banqueta y la volví a besar, esta vez con un beso húmedo y profundo.

Durante el beso, el local se congeló con todas las miradas masculinas giradas hacia nosotros, envidiando mi puñetera suerte.

Y, como solía ocurrir, la vanidad me inflamó el ego. Aquella mujer era mía. Solo mía. Y todos los demás podían morirse de celos, porque yo era su hombre, el hombre que ella había elegido. ¡Joderos!, pensaba.

Nos sentamos a la mesa y cenamos algo ligero. Esperaba a que nos sirvieran los cafés para darle la sorpresa. Y aprovechando una salida suya al lavabo, extraje el sobre del bolsillo interior de mi chaqueta y lo deposité en su lado de la mesa.

Blanca volvió del baño y se quedó muda al descubrirlo. Abría mucho los ojos, confirmando que la había sorprendido de veras. Y esperaba que su sorpresa fuera aún mayor cuando descubriera lo que había dentro.

—¿Y esto por qué es? —dijo sentándose en su silla, alisándose la falda por detrás con un gesto femenino.

—Pues es por nuestro tercer aniversario. Ya sabes, de cuando nos fuimos a vivir juntos.

Ella rió nerviosa.

—Pero si aún faltan dos meses.

—Bueno, pero he decidido dártelo hoy para sorprenderte, tampoco pasa nada por adelantarme, ¿no?

—No, claro… —sonreía gozosa con aquella sonrisa inocente que me había enamorado desde el primer día—. Pero es que me da mucha vergüenza, yo no te he traído nada.

—No tenías por qué hacerlo… Además, lo que hay dentro es también un regalo para mí.

Tras abanicarse con el sobre para refrescar sus mejillas, que se habían coloreado por la emoción, decidió averiguar lo que había dentro.

Al abrirlo, divisó las entradas y no pudo contenerse. Se puso en pie de un salto y comenzó a gritar, a llorar y a reír… todo a la vez.

Los clientes del restaurante nos miraban alucinados y tuve que calmarla para no dar la nota.

—Calla, loca… —le dije mientras me abrazaba y me besuqueaba—. Que nos van a echar de aquí…

Me congratulé de que Sara no me hubiera contado una trola, de que fuera cierto que Blanca deseaba asistir a aquella fiesta más que cualquier otra cosa. Miraba flotar a mi chica dando besos a las invitaciones y me sentía tres veces más feliz que ella. Porque cuando Blanca era feliz, yo me sentía el hombre más dichoso del mundo.

Al fin las aguas volvieron a su cauce y me hizo la pregunta que esperaba:

—¿Pero de dónde las has sacado? Estas entradas deben de costar una fortuna en la reventa. He oído que de las normales ya no quedan…

—Tranquila, muñeca —imposté una voz de galán de cine—, a mí no me han costado tanto… ya sabes que tengo contactos…

Ella reía mirándome a los ojos. De repente, su mirada ya no era inocente, sino procaz. Algo se le estaba pasando por la cabeza. Y estaba seguro de que me iba a gustar.

—Que sepas que esto se merece un premio…

Sabía por dónde iba y no desdeñé la ocasión. Hacía al menos dos semanas desde la última vez que habíamos tenido sexo. Si Blanca se ponía a tiro no iba a ser yo el que se hiciera el remolón.

Acercó su cara a la mía y me susurró al oído:

—¿Por qué no pagas y nos vamos a casa? —dijo con un lametón en mi mejilla—. Hoy voy a hacerte algo que sé que te va a gustar…

Pero a mí me rondaba una idea diferente por la cabeza.

—¿Y por qué esperar tanto? —le devolví el susurro—. ¿Por qué no hacemos una locura? ¿Qué tal estaban los lavabos de señoras? ¿Limpios?

Blanca rompió a reír avergonzada.

—¿Pero qué dices, te has vuelto loco? ¿No estarás insinuando…?

—Eso es… —repliqué guiñando un ojo.

—Joder, Alex… Que en este sitio nos conocen…

—Sí, vaya si nos conocen… Incluso algunos quizá demasiado.

Se quedó extrañada. Y yo me sentía juguetón.

—¿Qué has querido decir?

—¿Acaso no has visto al tío de la barra, el del pelo blanco?

Levantó la cabeza y miró de soslayo hacia donde yo le indicaba. Y entonces detectó al cincuentón trajeado que jugaba con un llavero de BMW y bebía un combinado de cualquier cosa con Coca-cola.

—¿Qué le pasa a ese señor? —preguntó Blanca—. ¿Le conoces de algo?

—No… —le confesé—. Aunque no es la primera vez que le veo por aquí mientras cenamos. Y, como siempre, no te ha quitado el ojo de encima desde que ha entrado. ¿Te puedes creer que el muy cerdo se toca la entrepierna de vez en cuando mientras te mira?

Tragó saliva y me cogió de las manos.

—Ostras, se me ha puesto la carne de gallina… Creo que será mejor que nos vayamos.

—Ni de coña… —la corté.

—¿Qué dices, loco? ¿Por qué no?

Me pensé la respuesta antes de soltarla.

—Porque me apetece darle una lección.

—Definitivamente, amor, se te ha ido la olla… —protestó—. ¿De qué lección hablas?

—Pues de una lección para que sepa de quién eres… Y para que deje de mirarte si es que alguna vez nos lo volvemos a encontrar.

Blanca se mostraba cada vez más incómoda. Estaba intuyendo de qué iba mi juego y se resistía a darme el parabién, aunque el tacto de las entradas en sus manos la había ablandado y quizá se decantara por hacerme feliz.

—Joder, cielo, ¿no querrás follarme en el baño y hacer que el tío nos mire? —tragaba saliva apretándome las manos.

—Bueno… —otorgué—, a lo mejor no le dejo verlo, para que no tengas que avergonzarte… Pero al menos sí le dejaría escuchar para que se vaya calentito para casa y se tenga que aliviar a solas el muy cerdo.

Sus ojos se iban achinando, cada vez más asustada al darse cuenta de que hablaba en serio.

—Que no, Alex, que no… que has debido de beber demasiado… Que yo no follo en el baño solo por darle en el morro a un idiota…

—Pero tampoco tenemos por qué follar…

—¿Qué…?

La mandíbula se le iba descolgando con cada una de mis frases.

—Que acepto una mamada…

Blanca se echó hacia atrás y se llevó las dos manos a la cara. Nos quedamos en silencio más de un minuto. Se le notaba el color grana de sus mejillas a través de los dedos.

De repente, saltó hacia atrás en la silla y me cortó el rollo.

—Mira, amor, tu haz lo que quieras, pero conmigo no cuentes…

Se levantó de golpe y se giró para alejarse.

—¿Dónde vas? —pregunté asustado. Temía haberme pasado cien pueblos… o más. Blanca era una chica recatada y aquellos jueguecitos no iban con ella. Esperaba que su enfado no fuera de los largos. O que, incluso, la cosa no fuera a más.

—Voy al baño… Con tanta tontería me meo de lo lindo —replicó—. Paga y espérame en la puerta… si quieres. Si no, nos vemos en casa.

Ufff, me había salvado por la campana. Si me daba la oportunidad de esperarla a la salida es que no estaba tan enfadada.

Pagué en la barra viendo a Blanca entrar en el baño de señoras. El hombre del pelo blanco me miraba socarrón desde su banqueta. Su mirada era tan chulesca que consiguió acojonarme a mí también.

Me entretuve por un problema que el chico de la barra tenía con el datáfono y cuando me volví para dirigirme al baño, un escalofrío me recorrió la espalda: el hombre del pelo blanco había desaparecido.

Salí a toda prisa hacia los aseos. No quería ni imaginar que lo que estaba pensando fuera verdad.

Entré en el baño y me encontré vacía la zona de los lavabos. Los únicos dos cubículos que había, sin embargo, tenían las puertas cerradas, señal de que estaban ocupados. Me agaché para mirar por la abertura inferior y la sangre se me congeló. Unos zapatos de hombre apuntaban hacia el exterior con los pantalones por los tobillos.

Mil imágenes se formaron en mi cabeza. En todas ellas una Blanca semidesnuda hacía juegos malabares sobre las piernas de aquel tipejo de cabello como la nieve y mirada chulesca.

Contuve la respiración y me preparé para romper la puerta de un empujón con el hombro. Iba disparado hacia ella, pero vi que la del cubículo contiguo se abría y me detuve en seco. Blanca, sentada sobre la tapa del inodoro, me hacía señas para que entrara.

Me quedé de piedra. Blanca volvió a insistirme para que fuera con ella. Una vez dentro, se abrazó a mí y me susurró al oído.

—Sé que ha entrado… ¿Le has visto? ¿Dónde está?

Notaba como su cuerpo temblaba.

—Está en el cubículo de al lado —susurré a mi vez señalando hacia la izquierda.

—Ese tío está loco. ¿Qué hace ahí?

—Creo que se está tocando.

Blanca se echó una mano a la boca y ahogó un grito. Imaginé que se encontraba muerta de miedo y de asco. Sin embargo, cuando retiró la mano descubrí que se moría por no partirse de la risa. Hizo un gesto con el dedo en la frente y le confirmé con la cabeza: en efecto, aquel tío estaba loco, o al menos gilipollas.

Y de pronto se me ocurrió una idea estrambótica. Reírme de aquel subnormal era lo que más me apetecía en ese momento. Y la risa de Blanca me otorgaba la esperanza de que se mostrara por la labor.

—¿Me sigues la corriente? —le pregunté, siempre en un suspiro y al oído.

—Dime…

Le expliqué mi ocurrencia y se tapó la boca de nuevo para no reír. Luego se sentó sobre el inodoro y yo me quedé de pie frente a ella.

«¡Ahora!», le dije moviendo los labios sin hablar. Y Blanca comenzó el juego que le había propuesto.

*

—Joder, cariño… —decía Blanca suspirando—, qué gorda se te ha puesto… Hay que ver que estás juguetón hoy, so cerdo...

Y se tapó la boca para sujetarse la carcajada.

—Así, cielo… así… joder, amor, como la chupas… —repuse yo—. Muy bien, esa lengüita se mueve de maravilla… sigue así… no pares…

Blanca se partía de la risa con cada palabra, pero conseguía sujetársela con las manos en la boca. Toda la tensión anterior se había disipado, ahora solo quedaban un par de tortolitos vacilándole a un idiota al que ya no temíamos.

—¿Te gusta así, cariñín? —seguía ella el juego—. Uy, que coloradito se te ha puesto el capullín… y qué duro. Me encanta pasar la lengua sobre él. Es tan suave y tan rico…

—Sí, así, mi vida… saborea ese capullín delicioso, igual que si te comieras un helado. ¿A qué sabe a fresa?

—A fresa y a nata… con esas gotitas blancas que salen del agujerito… —replicaba y volvía a partirse de la risa.

El «clic-clic» líquido de la piel de la polla de nuestro vecino de cubículo se oía claramente. Blanca me lo hizo notar y ambos nos quedamos congelados. El color de su cara era cada vez más escarlata, como si su temperatura fuera subiendo grado a grado. Durante unos segundos no volvimos a hablar.

Y, de pronto, Blanca se vino arriba. Ya no solo decía guarradas con suspiros, sino que estiró las manos y apretó mi verga por encima del pantalón. Mi asombro era total, pero me acerqué a ella para facilitarle la tarea.

—Ohhh… cielo… esto no es carne, es una puñetera piedra —dijo Blanca y supe que esta vez hablaba en serio, sin actuar para el idiota de al lado.

—¿Te gusta…?

—Me encanta…

Mi chica manoseaba mi polla y, en un arranque de pasión, se acercó a ella y comenzó a besuquearla por encima de la tela. Empezó a morder el tronco como si deseara comérsela y no pude evitar el subidón. Con un par de movimientos me desabroché la bragueta y la liberé de su encierro.

—Chúpala, cielo… chúpala hasta que te escupa en la cara… —le dije y esta vez yo tampoco fingía.

Comenzó a practicar toda la teoría que había simulado hasta el momento. Y sus suspiros ya no eran fingidos, y mis gruñidos tampoco.

—Joder, Blanca… como manejas la lengua… eres la puta hostia… Pero esconde los dientes, cielo… así… así mucho mejor.

Tampoco eran fingidas mis palabras. Y tampoco sus réplicas.

—Me voy a comer este capullín hasta que no quede ni la piel… Joder, que rico está…

Y el «clic-clic» húmedo de la paja de nuestro vecino elevaba la velocidad, y casi parecía ya el pistón engrasado de un motor de combustión.

Mi novia comenzó a lamer mis huevos y a gemir enajenada. Cuando se la metió entera en la boca y el sonido de su garganta denotó que ya no podía llegar más adentro, el tipo de al lado comenzó a gruñir. Se estaba corriendo como un cerdo.

Nos detuvimos a la espera. Tras correrse, el hombre del pelo cano se colocó los pantalones —el sonido metálico de la hebilla del cinturón lo delataba—, salió del cubículo y abrió un grifo. Se estaba lavando las manos con toda seguridad. Aunque por su edad no esperé que se hubiera pringado demasiado. El muy gilipollas.

Blanca hizo intento de levantarse, dando por terminada la faena. Evidentemente, no se la había tomado en serio. Pero yo estaba que me moría, así que la sujeté por un hombro y la hice sentar de nuevo. Le puse un dedo en los labios y luego volví a introducirle la polla hasta la garganta. Blanca no ofreció resistencia y eso me envalentonó.

El minuto siguiente la estuve follando la boca con suavidad. Con una mano me apoyaba en la pared detrás de ella y con la otra le sujetaba la cabeza para que no golpeara el muro con mis embestidas. Blanca me amasaba los huevos con suavidad. Me conocía y sabía que era la manera en que se aceleraría mi corrida.

Y no se equivocaba. Estaba a punto y me preparaba para retirarme de su boca un segundo antes de empezar a correrme. Pero algo salió mal y no pude contenerme a tiempo.

Quizá fue porque andaba preocupado por los ruidos que nos llegaban del exterior. Esperaba que el del pelo cano ya se hubiera largado, pero no podía estar seguro y me preocupaba. Fuera lo que fuera, el caso es que, sin esperarlo, mi polla comenzó a disparar chorros de leche como una manguera.

Blanca no soportaba el olor de la lefa… y menos su sabor. Así que al ver que le iba a pringar la cara y se iba a tragar una buena dosis, intentó huir. Al ponerse de pie, el asunto se complicó ya que mi brazo estaba sobre ella. Chocó con él y volvió a caer sentada. Y, mientras, mi leche la embadurnaba el pelo, el vestido, la cara… a pesar de que había levantado sus manos para evitarlo.

Instantes después, Blanca me regañaba con cara de asco y disgusto, y yo me lamentaba gesticulando con las manos para exculparme del estropicio.

—¡Menudo capullo! ¿Es que no podías aguantarte hasta que me apartara?

—Lo… lo siento… —le repetí no menos de diez veces—. No sé cómo ha podido pasar.

Suspiró más decepcionada que enfadada. La expresión de desagrado le iba creciendo.

—¡Joder, qué puto asco! —seguía refunfuñando—. Anda, déjame mi bolso antes de que escurra esta porquería y me pringue la ropa por completo… Busca las toallitas húmedas dentro.

—¿Tu… tu bolso? —titubeé—. Yo no lo tengo… ¿Dónde lo has dejado?

Ahora sí que pareció perder la paciencia.

—Joder, Alex… ¿no lo tienes tú? Pues entonces tiene que haberse quedado en la mesa…

Me eché las manos a la cara. Blanca intentó hacer lo mismo pero desistió al ver mi esperma resbalar por las suyas.

—Mejor límpiate en el lavabo y ya voy yo a por el bolso.

—Vale… —se resignó—. Pero mira antes si está el loco ése por ahí afuera.

¡Hostia pu…! Había olvidado al tipejo del pelo cano, pero Blanca llevaba razón. Quizá el muy cerdo siguiera por allí.

Asomé la cabeza por la puerta del cubículo y no vi a nadie. La animé a salir y se fue directa a uno de los lavabos para arreglar el estropicio sobre su cara y su vestido.

De repente, observé que la puerta se abría y que una cabeza blanca asomaba por la abertura. El hombre sonreía con dientes de lobo. Con un flash entendí su sonrisa: cuando el tipo salió del cubículo, habíamos creído que estábamos solos y habíamos dejado de susurrar. Y estaba claro que se había enterado de todo lo de después.

El muy hijo de puta…

Me lancé sobre la puerta y la empujé con todas mis fuerzas para cerrarla. El portazo sonó a hueco y me lamenté por no haberle pillado la cabeza contra el marco.

Blanca se limpió como pudo, lloriqueando. Al terminar nos situamos junto a la puerta. Conté hasta tres y la abrí de un tirón.

No había nadie al otro lado, y mi chica salió a la carrera mientras yo me dirigía a la barra para preguntar por su bolso. Por suerte lo había recogido el camarero y me lo entregó sin problemas.

Cuando llegué al coche, Blanca temblaba. Le pregunté y me contó lo que había pasado mientras salía del bar. El hombre del pelo cano había emergido desde detrás de una columna y había estirado el brazo para que Blanca tropezara con él. El muy cerdo reía entre dientes. Mi novia salió a la calle sin mirar atrás.

Volví al bar ante las protestas de Blanca. Aquel imbécil me iba a oír.

Pero del hombre del pelo cano no había ni rastro.

*

Aquella noche no discutimos. Cosa rara, pensaba. Yo me esperaba una bronca de las gordas. Pero Blanca no tenía ganas de hablar y pareció que se le había comido la lengua el gato.

Yo la entendía a la perfección y, si hubiéramos reñido, habría tenido que ponerme de su parte. Una mujer tan recatada y tímida como ella debía de haberlo pasado de lo peor. No tenía ni idea de cómo me había seguido la corriente en aquel juego estúpido para escarmentar al cerdo del pelo cano. Pero la jugada había acabado fatal y estaba seguro de que no me lo iba a perdonar en la vida. Ni siquiera a cambio de las entradas a la «fiesta del siglo», como la llamaban.

No me explicaba cómo había tenido la osadía de meterme en aquel lío. Y, menos, de meterla a ella. Aunque algo sí tenía claro: poseer a Blanca me envanecía hasta extremos que a veces no podía controlar. Presumir de que ella era mía me cegaba los sentidos y me volvía capaz de hacer las mayores locuras del mundo. Y todo para demostrarles a los demás que Blanca me pertenecía. Que me había elegido a mí y que yo era su dueño por mérito propio. Porque aquella hembra —con todas las letras— era la hembra que me había sido designada al nacer.

Menudo idiota, me decía en momentos de lucidez. A veces llegaba a pasarme tanto que no me extrañaba de que el Karma me cobrara factura.

Pasaba el tiempo y Blanca seguía sin hablarme. Y mi miedo crecía día a día. Cada mañana al despertar, tenía la sensación de que iba a ser la última a su lado. Que había cruzado todas las líneas rojas que mi novia podía tolerar. Y el terror me mantenía en vilo, con un nerviosismo que a veces me provocaba un visible temblor en las manos.

—¿Qué te pasa? —decía Sara de vez en cuando—. Llevas unos días alelado. ¿Todo bien con Blanca? Estará contenta con las entradas, ¿no?

—No te lo puedes ni imaginar… está exultante —replicaba yo sin mucha convicción.

—Pues ponte las pilas porque llevas un tiempo que no te centras. Mira, Alfredito se ha hecho pis y tú ni te has enterado.

Con los días, sin embargo, la situación se fue relajando y volvimos a la normalidad. Ninguno mencionó el asunto del baño de señoras nunca más.

Ella no quería ni oír hablar del tema. Y yo, solo con pensar en que podía mosquearse tanto que llegara a romper conmigo, el estómago se me retorcía y prefería olvidar que aquello había pasado.

Blanca, tan pura, tan modosa… tan recatada… ¡Cómo había podido empujarla a una situación semejante!

Me sentía culpable por lo que había hecho. Pero ese sentimiento no solo no disminuía mi deseo de pedirla en matrimonio, sino que lo acrecentaba. Y a partir de que fuera mía ante el altar, vigilaría mi ego para no volver a violentar de ninguna manera a la que iba a ser la madre de mis hijos.

Continuará...
 

Día 0 (1) – El comienzo​


La llegada a la discoteca UNIVERSE fue toda una odisea. No habíamos contemplado la opción de acercarnos en un Uber, y la fastidiamos.

El camino hacia el local —un edificio inmenso como un centro comercial en medio de un área industrial de la periferia de Madrid— estaba impracticable aquel día. La cola de coches que se había formado para acceder al parking habilitado en un descampado adjunto llegaba hasta la carretera de Andalucía.

Nos costó casi una hora aparcar el coche y, cuando por fin lo conseguimos, nos tocó caminar otros quince minutos entre vehículos hasta que llegamos a la puerta de la disco.

Por suerte no tuvimos que soportar la cola normal —de más de cien metros de longitud—, ya que por alguna razón nuestras invitaciones eran VIP y pudimos pasar directamente al interior.

Bendita Sara, me dije, aunque no conseguía imaginar lo que habría gastado o hecho para conseguir aquellas entradas. Solo se me ocurría que hubiera vendido su alma al diablo. O a algún espabilado con la cartera llena y los huevos cargados. Y en la mente se me dibujó el tipejo del pelo cano, del que no me acordaba desde hacía días.

Cruzamos el hall camino del guardarropa y Blanca curioseó entre las cortinas que ocultaban el interior de la discoteca. Su rostro se demudó por lo que veía. A partir de ese momento dejó de ser la mujer mosqueada de los días anteriores para convertirse en una jovencita con ganas de romper la noche, y de expulsar toda la energía que le sobraba en el cuerpo.

Se había transmutado en Super Blanca, la peluquera más marchosa de todo Madrid, como la solía llamar Sara cuando salían de copas juntas. Además, su atuendo sexy en extremo la exponía a las miradas de todos los hombres que nos rodeaban y, en este caso, en lugar de henchirme de orgullo, me estaba revolviendo el estómago.

El vestido que se había puesto para la ocasión lo estrenaba ese día. Lo había comprado a mis espaldas y se lo vi puesto por primera vez la tarde de la fiesta, mientras nos preparábamos para asistir. Se trataba del vestido con menos tela que le hubiera visto nunca. La falda ajustada y supercorta, y el amplio escote, la hacían parecer una buscona.

Como remate, las medias de cristal casi blancas a medio muslo, y con ligas que le asomaban en cuanto se sentaba, le otorgaban un aspecto tan exageradamente llamativo que presentí que no lo había elegido de forma casual. Adivinaba que quería castigarme por aquel tema del que ya no hablábamos.

—¿No es demasiado… «espectacular»… ese outfit? —le pregunté mientras se planchaba la melena por tercera vez.

—¿No te gusta? —dijo para darme una larga cambiada.

—Yo no he dicho que no me guste… Pero no es de tu estilo…

—¿Ah, no? —hablaba sin mirarme, atenta a su pelo en el espejo—. ¿Y cuál es mi estilo?

—Vamos, Blanca, no me vaciles… Ya sabes a lo que me refiero.

Ahora si volvió la cara hacia mí y me sonrió burlona.

—¿No será que tienes miedo de que se me acerquen chicos guapos?

El fantasma del trajeado de pelo cano sobrevoló sobre nosotros por un instante.

La cosa se quedó ahí, pero el sinsabor de ver a Blanca tan descocada era ahora cuando empezaba a dar sus frutos, mientras cientos de ojos se posaban en ella en la cola del guardarropa.

Le entregamos mi cazadora y la chaqueta de Blanca a una de las chicas y ella nos pidió que dejáramos también los móviles. La petición nos pilló por sorpresa.

—¿Cómo? —le dije yo incrédulo.

—Pues eso, señor, el móvil no puede pasar. Se tiene que quedar aquí. Son normas de la casa. Si se fija, se menciona en la invitación. Es para evitar que se fotografíen o graben los espectáculos en el interior.

Pero yo me hallaba guerrero y no me rendí a la primera.

—Pues a los de delante de nosotros no te he visto pedírselo…

—Es que hay mucha gente que no lo ha traído, para evitar tener que dejarlo aquí.

Miré a Blanca, que estaba más pendiente por escuchar lo que se oía en el interior de la sala que de lo que discutíamos la chica del guardarropa y yo.

Y entonces se me ocurrió una idea feliz.

—No pasa nada, guapa, te estaba vacilando, jaja… —dije sonriendo—. Si nosotros tampoco hemos traído los nuestros. Los hemos dejado en el coche.

Pero la chica, con sonrisa lobuna, me mostró el aparato delator que le estaba avisando de que en algún lugar de mis pantalones había un móvil, al igual que en el bolso de Blanca.

—¿Esos aparatos existen? —dije apuntando al cachivache con antena en el que parpadeaba un led rojo—. ¿Son de verdad? Yo solo los había visto en las películas…

—Verdad de la buena, señor… —respondió la chica a punto de echarse a reír, y no tuvimos más remedio que entregarles nuestros móviles si queríamos acceder a la sala.

Una vez dentro, la explosión de colores, olores y sonidos fue bestial, y…

…Y me gustaría poder evocar algo más, pero una niebla en el interior de mi cabeza se había extendido sobre la memoria y no recordaba nada de lo que había sucedido a partir del momento en que pisamos la pista que había a la entrada. Solo imágenes borrosas de diferentes escenarios, de bajar y subir escaleras, de saltar y beber mientras reíamos y tarareábamos los temas que los DJ o los cantantes interpretaban en directo…

Y luego la nada… El vacío y el despertar en una inmensa sala en penumbra y silenciosa. Y la compañía de unos tipos con los que ni siquiera me habría dignado a hablar en circunstancias diferentes.

*

Juan y Rubén volvieron unos minutos después de su incursión a por agua. Venían exultantes con un paquete de plástico cada uno que contenían no menos de una docena de botellines.

—Tomad —dijo Juan—. Aquí hay agua como para un regimiento. Y fresquita, que los tíos majos nos han dejado encendidas las cámaras.

—¿Dónde los habéis encontrado? —preguntó Hugo.

—En la barra que hay detrás de la pista —fue otra vez Juan quien respondió—. Desde aquí no se ve, queda en la penumbra, pero está cargadita de bebida de todo tipo. Es una putada que no haya nada de comer, porque a mí ya me suenan las tripas.

—Tampoco hay ninguna bebida energética –se quejó Rubén—. Como tarden mucho en venir a rescatarnos lo voy a pasar fatal. Joder, es que no entienden que estos músculos no se mantienen solos…

Reímos los cinco mientras engullíamos botellín tras botellín. En menos que se tarda en contarlo, sobre la mesa solo quedaba el plástico de los paquetes y un montón de botellas vacías.

—Ufff… parece que había sed —soltó con un eructo el gordo Juan—. Nos las hemos ventilado en un periquete. En un rato habrá que ir a por más.

—Sí… —apuntó Rubén—. Menudo resacón… Ayer debimos de beber a lo grande…

—No es por la bebida… —interrumpió Hugo, restregándonos su doctorado por la cara—. Es por la droga. Cuando tomas una dosis fuerte, tienes que beber mucha agua… y poco o ningún alcohol. Pero seguro que ninguno bebimos ni una gota de agua… porque no sabíamos que estábamos siendo drogados.

—Yo desde luego, no… —rió el gordo Juan—. El agua para los patos…

Hubo algunas risas, que a mí no me hicieron mucha gracia.

—¿Qué droga crees que nos han dado? —pregunté.

—Escopolamina, supongo… tal vez con algún aditivo —repuso Hugo.

—¿Qué es Escopolamina? —preguntó inocente mi novia.

—Burundanga, bonita —respondió Juan y Blanca me sujetó de un brazo para detener mis ganas de soltarle cuando menos una voz para que se cortara con mi chica.

—Mejor dejemos las bromas —metió baza de nuevo el médico—. Podríamos haber tenido serios problemas. De hecho, yo aún estoy tocado y, aunque espero mejorar, nunca se sabe.

Un silencio espeso nos envolvió. Esta vez fue Blanca quien lo rompió. La reconvine con la mirada, pero parecía estar desentendiéndose de lo que yo pensara y se encogió de hombros.

—Es hora de actuar —dijo—. Antes acordamos que en cuanto bebiéramos agua haríamos un plan para salir de aquí.

—Estoy de acuerdo, es el momento de la acción —replicó Hugo, abandonando la postura horizontal y sentándose en el sofá.

Por alguna razón, todos esperamos a que Hugo prosiguiera. No entendí por qué. Aquel medicucho parecía estar emergiendo como el cabecilla de un grupo que a mí no me constaba que le hubiera elegido. No al menos con mi voto. Pero a los demás parecía haberles cautivado con su verborrea.

—¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó Rubén mirando al médico.

Y, como si de una película se tratara, Hugo explicó su plan. Un plan que debía de haber estado cavilando mientras esperábamos a los buscadores de agua.

—Lo primero que tenemos que hacer es dividirnos. Quizá en grupos de dos, aunque si os atrevéis, abarcaríamos más con exploradores en solitario.

—¿Por qué hablas en segunda persona? —pregunté extrañado—. ¿Tú no vienes?

—No, yo aún me siento muy débil. No creo que pudiera resistir mucho tiempo de pie.

—Vale, pues iremos en grupos de a uno —sentenció Juan—. Somos cuatro, así que cuatro misiones… ¿Qué más?

—No, cuatro no… —dijo Blanca y volví a mirarla extrañado—. Yo tampoco voy.

—Joder —interrumpió Rubén—. ¿Y eso por qué?

Mi mirada preguntaba lo mismo: ¿Por qué te quieres quedar, Blanca?

—Pues está bien claro, Rubén —le respondió al chico, pasando de mí—. Alguien tiene que quedarse con Hugo por si se pone peor. Y seguro que yo soy la indicada.

Nadie fue capaz de contradecirla y el médico le acarició un antebrazo en señal de agradecimiento. La cantidad de bilis que se me acumuló por ese gesto podría haberme producido una úlcera.

—Vale, decidido —confirmó Hugo—. Blanca se queda. Sois tres. Así que el trabajo se distribuye así: Alex, tú buscarás en la planta primera. Juan, tú en la segunda, y Rubén en la tercera. Recordad, buscamos cualquier cosa que nos permita salir de aquí, pero sobre todo puertas o ventanas que puedan ser abiertas desde dentro, aunque sea por la fuerza. También nos vale cualquier sistema de comunicación con el exterior, teléfonos, walkies, interfonos… Por otro lado, imagino que nadie tendrá un móvil, ya que nos los requisaron al entrar. Por desgracia, eso elimina la posibilidad de disponer de linternas para inspeccionar las zonas más oscuras.

—Yo tengo una de llavero —intervino Juan—. Precauciones de bombero.

—¿Eres bombero? —preguntó sonriente Blanca.

—«Ex»-bombero… —recalcó la sílaba—. Veinte años de servicio. Retirado por lesión. Pero al cien por cien cuando hace falta.

Comprendí ahora la forma de ayudar a los heridos del gordo Juan, además de la sutil cojera que mostraba al andar.

—Genial, Juan —confirmó Hugo—. Vale, ya tenemos una linterna. El resto tiene que usar cualquier cosa que tenga o encuentre por ahí. Mecheros, cerillas, lo que sea. Si hace falta y hay que entrar en zonas demasiado oscuras, habrá que buscar material para fabricar antorchas.

—A ver si vamos a quemar el local —bromeó Rubén.

—No pasa nada —le seguí el juego con muy mala leche—. Tenemos un bombero a bordo.

Reímos todos la broma, aunque yo no la había soltado para hacer gracia.

—Yo tengo un mechero —dijo Blanca y lo extrajo de su bolso—. Siempre llevo uno por si sirve para echar un pitillo o lo que sea.

Vaya. Era otra faceta que me sorprendía de mi novia. Estaba descubriendo por minutos que no la conocía tan bien como suponía.

Me entregó el mechero y Hugo se dispuso a dar la orden de partida.

—Vigilad vuestros relojes. En una hora desde este momento nos volvemos a reunir aquí.

Sin un comentario más, los tres exploradores nos lanzamos hacia nuestros objetivos. Unos objetivos marcados por alguien que se había alzado como cabecilla sin que nadie se lo pidiese.

Una hora después, ni un minuto más tarde, todos estábamos de vuelta. Cada uno traía noticias sobre sus descubrimientos, pero ninguno de nosotros llegaba con la buena nueva de haber encontrado una posible salida de aquel tétrico lugar.



Día 0 (2) – Descubrimientos​



Juan fue el último en retornar. Llegaba comiendo patatas fritas y cargaba con una gran bolsa repleta de diferentes snacks. Y, como siempre, quiso ser protagonista de la reunión:

—Lo vais a flipar cuando os cuente lo que he encontrado en la segunda planta —soltó al tiempo que arrojaba las bolsas de snacks en la mesa y todos nos lanzábamos sobre ellas como lobos hambrientos—. Resulta que…

—¿Puertas o ventanas de salida practicables? —le cortó Hugo.

—No, eso no…

—Pues espera tu turno —soltó la orden como si fuera un comandante en mitad de la batalla, y el gordo se calló obediente como un corderito—. Empezamos por la primera planta. Te escuchamos, Alex, ¿qué has descubierto?

Comencé a hablar, intentando lucirme delante de Blanca y del resto. Aunque, para mi pesar, ante quien más me apetecía brillar era ante Hugo. Como todos los demás. Esto me causó un malestar que había nacido poco antes, pero que habría de ir creciendo con el tiempo.

—En la planta primera hay tres pistas —expliqué gesticulando—. La mayor es la que tenemos delante, pero las otras dos no son pequeñas ni mucho menos. Y en cada una de las pistas hay puertas de entrada con su respectivo hall, guardarropa y demás parafernalia. Las puertas son de metal a prueba de bombas y están cerradas a cal y canto.

—¿Has intentado forzarlas, aunque solo sea como prueba? —dijo Hugo.

—Sí, pero sin resultado. No sé si habréis oído sonidos metálicos.

—Yo sí los he escuchado —me echó un cable Blanca.

—Era yo. Estaba golpeando las puertas con las sillas metálicas de las chicas del guardarropa a ver qué ocurría. Todo inútil.

—¿Alguna cosa más que sea de interés? —preguntó Hugo para finalizar.

—No mucho. Solo que en todas las pistas hay una barra como la de esta principal. Y todas están cargadas de mercancía, aunque solo líquida. Mucho alcohol, pero también bastante agua.

Hugo me miró con sonrisa agradecida y, no sé por qué, me sentí orgulloso de aquella mirada. Me estaba impregnando del ambiente, y eso me descomponía.

—Gracias, Alex —remató el médico—. Juan, ahora es tu turno.

—Pues lo que os decía… —carraspeó de forma teatral para elevar la tensión del momento—. Lo que he encontrado en la planta segunda es la rehostia.

—Cuenta, cuenta… —casi rogó Rubén.

—Para empezar, hay tres salas de espectáculos, cada una con su barra al estilo de lo que comenta Alex. De puta madre, pero no nos sirve de mucho. Lo que si nos sirve de la hostia es…

—Joder, Juan —suplicó Blanca—, vete al grano.

—¡En la planta segunda hay una cocina de tres pares de cojones! —exclamó el gordo—. Con todos sus electrodomésticos, su mesa con un puñado de sillas… Y lo mejor de todo: junto a la cocina hay un pedazo de almacén con comida y bebida como para un regimiento.

—Ostrás… —no pude evitar mostrar mi sorpresa—. ¿Y para qué coños quieren una cocina semejante en una discoteca como ésta? ¿Es que el dueño vive aquí con toda su familia?

—Eso lo hablaremos después… —me interrumpió Hugo, y luego apremió a Juan—. ¿Algo más?

—¿Qué si hay algo más? —se echó a reír como un crío—. Agarraros que siguen las curvas. Cerca de la cocina hay un grupo de cinco o seis dormitorios. Enormes todos ellos. Da la sensación de que fueran picaderos, quizá para montar orgías durante las fiestas.

—No-jo-das… —susurró Rubén tragando saliva—. En esta fiesta se ha debido de follar de lo lindo. Y yo no me comí un colín… bueno, creo… ya no me acuerdo…

Noté como Blanca se sonrojaba con el comentario del chaval.

—Hay algo extraño en los dormitorios, sin embargo —prosiguió Juan.

—¿A qué te refieres? —preguntó Hugo.

—Me refiero a las puertas. Todas tienen un ojo de buey y no tienen pestillo de cierre por dentro. ¿Os lo imagináis? ¿Quién coños quiere dedicarse a follar en una habitación en la que no hay intimidad porque todo quisqui te puede mirar desde fuera y entrar si se le pone en las pelotas?

—Muy extraño, sí… —confirmó Hugo—. Pero ya pensaremos en eso si al final no conseguimos salir de aquí. ¿Alguna cosa más?

—No, nada… bueno, solo algunos detalles. El primero es que en las habitaciones hay luz propia con sus interruptores independientes. Ahí no hay problemas de oscuridad. Es lo mismo que pasa en la cocina, olvidé mencionarlo. Y luego lo de los armarios: hay dos armarios grandes en cada habitación y los dos están llenos de ropa.

—Mucho más raro aún, ¿no? —musitó Blanca, pensativa.

—El último detalle es el de las camas, aunque eso es menos relevante: son camas grandes, de dos por dos o más… Quizá para que se folle a gusto en grupo… jajaja.

—Vale, Juan, gracias —dijo Hugo y el gordo sonrió—. Te toca, Rubén.

Rubén comenzó por ruborizarse, luego se situó en el centro del grupo y comenzó su relato.

—Por lo que habéis contado, la tercera es la planta más rara. Hay una fila de ventanas, aunque están cerradas como las puertas: con contraventanas de hierro macizo.

—Ufff… —solté yo sin poder evitarlo.

—Lo curioso —prosiguió el chico— es que esas ventanas están en una sala grande que, no os lo perdáis, ¡es un gimnasio de puta madre! Sus luces se encienden de forma automática en cuanto entras. Está cargadito de todo tipo de máquinas y mola que te cagas… He visto pocos gimnasios como ese, quizá este tugurio también funcione como gym y…

—Vale, Rubén —le cortó Hugo viendo que el chico se iba por las nubes—. Ya hablaremos del gimnasio. Dinos que más has visto.

—Pues, además del gym, hay dos salas de espectáculos más pequeñas sin barra, aunque hay una barra grande en el hall de entrada a la planta. También hay una especie de almacén de cosas viejas, que más parece un desván. No he querido entrar porque no he encontrado ningún interruptor de la luz, pero parece profundo.

—¿Algo más que pueda ser de interés?

—No sé, de interés no… pero hay algo que parece que no le pega mucho.

—¿Y es…? —Hugo se impacientaba de la lentitud del chaval.

—Es… no sé cómo describirlo. Es como una especie de escenario de televisión.

—¿Un escenario? —preguntó Blanca con la misma expresión de asombro que teníamos el resto.

—Sí, me pareció un escenario porque está lleno de focos, cámaras y ese tipo de cosas. Igual que en la tele. Pero lo más extraño es que todo eso apunta al mismo sitio: una cama central de la hostia. Es una cama redonda mucho más grande que lo que ha comentado Juan de los dormitorios, y está preparada con sábanas de seda y cosas así de guay. Un lujazo de cama, ya me gustaría probarla, pero la sala está cerrada a cal y canto y no he podido entrar.

Todos nos miramos intentando adivinar para que serviría semejante montaje. No podíamos saber que aquel escenario era el centro neurálgico de algo que iba a superar las expectativas de cualquier cosa que pudiéramos imaginar.

*

Una vez terminó Rubén, Hugo hizo una encuesta y todos estuvimos de acuerdo que lo primero que tocaba era comer algo, ya que estábamos desfallecidos y los snacks que acabábamos de tragarnos no habían servido sino para aumentar nuestra hambre.

Seguimos a Juan hacia la segunda planta. En el camino hicimos una parada en los baños anejos a la pista principal. Necesitábamos descargar toda el agua que habíamos bebido. Yo ya había meado durante la exploración de la primera planta y aproveché el inciso para hacer una aparte con Blanca en el baño de las chicas. Me interesaba sobremanera saber qué había ocurrido entre ella y Hugo en nuestra ausencia.

—Pues… nada —replicó de forma inocente a mi pregunta—. Estuvimos charlando.

—¿Solo… charlando? —insistí.

—Por supuesto… —me miró como si creyera que dudaba de su honestidad. Decidí medir mis palabras para no mosquearla. Aun así, seguí haciéndole preguntas con la mayor sutileza de la que fui capaz.

—¿Te importaría contarme lo que recuerdes de la conversación con el médico? —dije, e intenté explicarme para mitigar su expresión de desconfianza—. No es por ti, cielo, es por intentar conocerle algo mejor.

Claramente mentía. Me preocupaba que alguien se tomara muchas confianzas con Blanca. Mi chica siempre había sido demasiado dada a abrirse a la gente, incluso a desconocidos, y solía atraer a moscones indeseados.

—Ese tipo me da mala espina —continué—. Sabe demasiado sobre cualquier cosa, ni que fuera un experto en encierro en discotecas. Hasta podría estar implicado en lo que nos está pasando. Sin ir más lejos, no me trago eso de que es el más perjudicado por la droga, podría estar fingiendo.

—¿Tú crees? —Blanca me miraba con expresión asustada.

—Ni idea, pero si me cuentas lo mejor que puedas de lo que habéis hablado, me servirá de pista para ir conociéndole. ¿Te importa?

—No, claro… —dijo y luego dudó—: Pero… ¿por dónde empiezo?

Respiré aliviado. Había conseguido que entrara al trapo sin mosquearse.

—Puedes empezar por el momento en que los tres exploradores nos alejamos de vosotros.

—Vale… a ver…

Y mi novia comenzó su relato.

*

Mientras nos alejábamos, se había sentado al lado del médico en el sofá. El silencio entre ellos era rotundo y se mantuvo durante varios minutos. Blanca, intimidada por la presencia del desconocido. Y Hugo, a saber por qué, teniendo en cuenta que no había callado desde el principio.

Ese «no saber por qué eran palabras de Blanca». Pero yo empezaba a entender el motivo del silencio de Hugo: el tipo era un perfecto gestor del tempo en las conversaciones y debía de estar dejando a Blanca cocinarse en su propia salsa.

El caso es que Blanca le daba vueltas a la cabeza para sacar un tema de conversación. Se le ocurrían estupideces como «se ha quedado buena tarde» y se reía para sus adentros.

Desde mi punto de vista, no era estrictamente necesario que hablaran. Mi novia se había quedado con él para cuidarle en el caso de que se sintiera peor. Para ello no necesitaban parlotear, aunque Blanca lo estaba deseando. Por fortuna para ella —por desgracia para mí—, el tipo se decidió a romper el silencio.

—Así que Alex y tú sois solo novios.

Blanca no entendió muy bien por dónde iban los tiros. Ni cómo se habría enterado de lo que comentaba.

—Sí, eso es… ¿Cómo lo has sabido?

—Por las presentaciones. Alguien ha dicho que erais «novios» y supongo que no será un error, que se refería a que sois pareja pero que no estáis casados…

Se sentía algo intimidada, sin saber por qué el médico mencionaba aquello.

—Pues no… no es un error…. Somos «solo» novios, ¿pero eso importa? Somos pareja y ya está…

—Vale, vale… si yo solo lo decía por conversar sobre algo.

Si la conversación que me estaba relatando Blanca era fidedigna, aquel hijo de su madre era, además de todo, un retórico de pelotas. Sabía manejar las palabras el muy truhán, utilizando frases hechas y buscando dobles intenciones en lo que decía.

Al cabo de unos segundos, el calvorota volvió a romper el silencio.

—Tiene suerte tu novio de tenerte…

—¿Suerte? —había preguntado Blanca, inocente—. ¿Por qué suerte?

—Una chica tan joven y bonita como tú no se encuentra fácilmente…

Le pregunté si había dicho «bonita» y no «guapa» o algo parecido. Y Blanca me confirmó que sí, que había dicho literalmente «bonita», y eso me dio muy mala espina. Un tipo que dice «bonita» no es muy de fiar, de eso estaba seguro.

Blanca, sin embargo, obvió el piropo y se fue por la primera parte de la frase.

—Sí, sí… ya quisiera yo ser tan joven como te parece…

—¿Por qué? —dijo travieso—. ¿Cuántos tienes? ¿Veintiocho? ¿Veintinueve?

Blanca se había reído y le hizo la fatídica pregunta:

—¿Tú cuantos me echas?

Le había dicho mil veces a mi inocente novia que esta no era una pregunta para hacerle a un hombre. Porque la segunda intención que conlleva le da la oportunidad al tío a entrar en jardines que ella le ha abierto sin darse cuenta.

Pero el médico se hizo el despistado y siguió por el lado de la edad.

—Pues eso, treinta como mucho…

—Jajaja… Treinta los primeros… —había reído Blanca con su risa inocente.

—¿Cuántos, entonces?

—Treinta y seis… —confesó, siempre entre risas vergonzosas.

—Bah, una niña a mi lado… y que sepas que aparentas muchos menos…

Quiso ser educada y le devolvió la pregunta.

—Y tú… ¿cuántos tienes?

—Ufff ya ves… yo cincuenta y uno, un ancianito a tu lado…

Blanca le había palmeado la mano, quitando hierro a su comentario. Joder, cari, pensé, esas confianzas de roces con extraños no es lo que yo te he enseñado. Se empieza por ahí y no se sabe cómo se termina.

—De eso nada… —había respondido ella—. No te hagas el viejo. Al fin y al cabo solo me sacas quince años… Tampoco es tanto.

—Ya te digo… quince años… la «niña bonita»… —bromeó él, claramente con la intención de volver a reconducir la conversación hacia mi novia.

Pero ella se las apañó para impedir el giro y siguió preguntando.

—Por cierto, ¿se puede saber qué hace un «chico» de cincuenta y pico en una discoteca tan marchosa?

«¿Un chico? —me mosqueé—. ¿De verdad Blanca le había llamado «chico» a un cincuentón?».

—¿Quieres que te cuente un cuento o prefieres la verdad? —preguntó el médico.

—La verdad, a ser posible —pidió ella.

—Pues la verdad es que me chivaron que en la fiesta habría muchas chicas guapas… y muy baratas…

Blanca se había sonrojado, pero no le había apartado la mirada. Aunque no supo que responder y él prosiguió.

—¿No serás tú una de ellas?

Los colores de Blanca se multiplicaron. Y siguió muda ante aquel ataque tan directo.

—Tranquila, que es broma… —aclaró el tipejo sonriendo—. Que ya se ve que tú y Alex sois pareja de verdad, no un chulo y su chica.

Por primera vez Blanca confesó que se había sentido demasiado expuesta por la ropa que llevaba y que estiró lo que pudo la tela de su vestido, aunque no sirviera de mucho. Pero el tipo siguió a su rollo sin modificar un ápice sus maneras educadas. Y aprovechó la coyuntura para volver a colocar a mi novia en el foco de la conversación.

—Pero podrías perfectamente pasar por una fulana, aunque solo por tu extraordinaria belleza —Blanca se encogía ante tanto halago—. Porque de belleza tú vas sobrada…

Me cabreaba a tope pensar que me había equivocado de medio a medio. El tipo gordo no era el único acosador del grupo. El médico era mucho peor, porque al tal Juan al menos se le veía venir. Y me cabreaba que Blanca estuviera confesando que se sentía ruborizar por lo que creía halagos, cuando lo que estaba haciendo el calvo era un ataque en toda regla.

—Y aunque tu belleza es general —seguía el tal Hugo con su guion predecible—, lo que más sobresale de ti es tu preciosa melena…

El muy hijo de puta parecía saber por dónde llevarla. Algo intuía sobre el asunto del cabello, el muy hijo de su madre. O quizá alguno de nosotros —¿Blanca, tal vez?— había mencionado algo sobre su profesión en los primeros momentos. Mi chica se estiró algunos mechones de pelo y se ruborizó aún más, si es que esto era posible a esas alturas.

—No será para tanto… —replicó azorada, consiguiendo hablar por fin—. Pero en cualquier caso es porque tengo una buena peluquera.

—Ah, ¿sí…? —replicó él, supuse que haciéndose el despistado, pero sabiendo de lo que hablaba Blanca—. ¿Y es alguien conocida? Alguna famosilla de la tele o las redes sociales, quiero decir.

Ella recogió velas ante la pregunta.

—No, no muy conocida… —carraspeó—. Por ahora al menos…

Pero entonces se envalentonó y le soltó de sopetón la información que él buscaba. La estaba manipulando, para mí estaba claro, pero Blanca era muy pardilla en ese tipo de asuntos y ni lo había notado.

—Porque mi peluquera soy yo misma… —confesó con un suspiro de orgullo.

—Ah, ¿eres peluquera? —preguntó el médico.

—Eso es… pero peluquera de las buenas, ¿eh…?

—Jajaja, y muy modesta por lo que veo… —rió él según Blanca, y yo imaginé una risa falsa e impostada—. ¿Entonces tienes una peluquería?

Y ella siguió con las confesiones.

—Aún no… —dijo con gesto compungido—. Pero si mis planes funcionan puede que muy pronto…

Era la eterna cantinela de mi chica. Desde que la había conocido siete años atrás, lo de tener peluquería propia era su sueño dorado. El principal objetivo en su vida. De hecho, me había negado el tener hijos hasta que eso ocurriera y yo me temía que se le pasaría el arroz antes de que alcanzara su sueño. En esos momentos nuestras cuentas bancarias mostraban más números rojos que verdes. Y el panorama futuro no parecía más halagüeño.

—¿Y puede saberse cuáles son esos planes? —siguió el tipo con su encuesta.

Pero aquí Blanca prefirió hacerse la sorda y cambiar de tema. Afortunadamente. Y cambió el foco de atención hacia él de nuevo.

—¿Y tú qué eres…? —dijo, ignorando su pregunta—. Aparte de médico, que eso ya lo dijiste antes.

—Pues no sé si debería decirlo, pero soy ginecólogo… —había aclarado Hugo.

Blanca había reído con su sonrisa franca.

—Andá… ginecólogo… eso es genial. ¿Pero por qué no deberías decirlo?

Y el tipo se hizo el interesante, aún más si cabía.

—En fin… estamos aquí… tú y yo… solos… Un hombre y una mujer… y resulta que yo soy ginecólogo —dijo con mucha sorna—. ¿Quién me dice a mí que no me pides que te haga una revisión?

Blanca, inocente, en lugar de molestarse por la estúpida broma, se había echado a reír hasta atragantarse con el agua que bebía de su botella.

—No te preocupes… —le respondió cuando recobró el resuello—. Yo estoy al día con mis asuntos íntimos… no necesito un ginecólogo… Al menos por ahora…

—Quien sabe… —de nuevo se había descarado el tipo—. Si en algún momento lo necesitas, aquí tienes a un médico de confianza… Por ser tú hasta te haría descuento de amigo…

Blanca volvió a reír descontrolada.

Luego, la conversación había continuado unos minutos alrededor de asuntos más superficiales, según mi novia.

Mientras Blanca me hablaba de aquellas naderías, desconecté un instante y reflexioné sobre lo que estaba escuchando. Por la forma de expresarse de mi chica, con un recuerdo tan sumamente detallado de algunas frases, tuve la convicción de que el tal Hugo le había llegado más adentro de lo que nunca reconocería.

Le pregunté con indirectas y tuvo que darme la razón en que había algo en la voz del tipo que la «atraía». No me gustó el verbo que había usado, «atraer», pero preferí no interrumpirla y dejarla terminar.

—Es una voz tan… grave, tan varonil… Además, Hugo habla con tanta seguridad, con ese aplomo de los hombres de mundo, que consigue ofrecerme confianza… Sí, Alex, no me mires así… que tampoco te estoy confesando mi amor por él...

—No sé, no sé… —había replicado con ira contenida—. Me parece que la palabra «confianza» no es la que más le pega a ese calvorota…

—Ostras, Alex… No conocía esa faceta tuya de novio celoso… Hasta ahora no tenía ni idea de que lo fueras —descompuso el gesto—. Y no le llames «calvorota». El hecho de que no te guste no te da derecho a insultarle.

Me quedé callado, cualquier cosa que dijera me haría quedar mal a sus ojos. Así que preferí guardar silencio.

—Además, cielo… —Blanca me llamaba «cielo» cuando quería endulzar sus palabras, y su última frase lo requería—. Yo sé con quién estoy… y por qué estoy contigo… Te lo he dicho mil veces y te lo voy a repetir hasta que nos muramos de viejecitos: yo te quiero a ti, bobín… y solo a ti. Si no fuera así, no estaría a tu lado. Confía en mí, por favor… Anda, dame un beso…

La dejé morrearme por unos segundos, durante los cuales le sobé una teta en un sentido más de posesión que de deseo.

Luego terminó de contarme la conversación.

Aprovechando que de vez en cuando se oía alguna voz o algún golpe metálico proviniendo de los exploradores, Blanca se atrevió a preguntarle por su opinión sobre lo que estaba ocurriendo.

—¿De verdad no crees que simplemente se han olvidado de nosotros y que en algún momento volverán y ya está?

—No, no lo creo en absoluto…

—¿Entonces?

—Mira, querida —dijo el calvo y Blanca me confirmó que había usado la palabra «querida» textualmente; otro motivo para aumentar mi mosqueo con el puñetero Hugo—. Para empezar nos han drogado. A todos. Los síntomas que presentamos los cinco lo deja claro. Y sería raro que se olviden de un grupo de asistentes a la fiesta y que casualmente todos tomáramos drogas por nuestra cuenta. Demasiadas coincidencias. Para mí está claro que esas drogas nos las suministraron los que han organizado esto. Y eso me lleva a la conclusión de que nos han encerrado a propósito.

Blanca sintió el enésimo escalofrío desde que había despertado a mi lado un par de horas antes.

—Pero podría ser que se hayan equivocado de personas, ¿no? No sé… quizá querían vengarse de algunos enemigos… o gánsteres…o yo qué sé… y que nos hayan drogado a nosotros por error.

Hugo había sonreído y había soltado una frase que nos daría que pensar en los días venideros.

—Visto así… yo puedo estar seguro de que conmigo se han equivocado. No soy nadie importante para que se venguen de mí. Y quizá tú también puedas estar segura de ti misma. ¿Pero cómo podemos estar seguros el uno del otro? O, por ejemplo, ¿pondrías la mano en el fuego por Juan o por Rubén? Quizá ellos sí eran objetivo de los «conspiradores», ¿no te parece?

—No sé… —se había encogido Blanca por el miedo.

—De hecho, ¿estás segura de que podrías poner la mano en el fuego por tu mismísimo novio sin peligro de quemarte?

Al oír aquellas palabras de labios de Blanca, un subidón de mala uva escaló por mi estómago hacia arriba. Ella lo notó e intermedió por él.

—No lo pienses literalmente, Alex, míralo como una metáfora —me pidió—. Lo que dice tiene sentido: puede que parte del grupo esté aquí por error o casualidad. Pero puede que entre los cinco haya alguien que esté señalado por los que han montado esta encerrona.

—Si es que es una encerrona, que eso está por ver… —apunté yo con muy mala baba para no darle la razón al médico.

—Eso está claro, quizá no lo sea y nos estemos comiendo la cabeza demasiado…

Continuará...
 

Día 0 (3) – EXTA-SIS​

Al entrar en la cocina, se produjo un desmadre impresionante. Todos corríamos de un lugar a otro a la búsqueda del mejor bocado, comentábamos al resto lo que íbamos descubriendo y cogíamos aquello que más nos apetecía a cada uno. Durante más de media hora nos hartamos de comer. Eran sobre las dos de la tarde y llevábamos sin probar bocado más de quince horas.

Unos minutos más tarde la fiebre del hambre se había extinguido. Nos mirábamos satisfechos mientras degustábamos algún tipo de café de los muchos que había para elegir. Algunos fumaban, y tuve que recordar a Blanca que le había costado un gran esfuerzo abandonar el tabaco, y que debía limitarse a husmear en el aire el humo que los demás expulsaban.

Por supuesto, el deportista Rubén ni se acercó a los paquetes que habían quedado desperdigados sobre la mesa. Los había de muchas clases: rubio, negro, puritos… Un festín para los que sí disfrutaban del tabaco.

De pronto, alguien retomó la conversación que había quedado interrumpida para comer.

—¿Quién coños querría tener una cocina como ésta en una discoteca? —dijo Juan—. No es como la cocina de un bar… Es como «casera». No le pega nada.

Recordé que aquella frase la había pronunciado yo mismo y que el gordo me la estaba parafraseando. Y, sin mirarnos, Hugo rompió la magia para traernos a la realidad.

—No es una cocina normal, es un escenario…

—¿Qué…? —dijimos varios a la vez.

—Pues eso… —volvía a hablar el intelectual, el tío que parecía comprenderlo todo varios minutos antes que los demás. Y volvió a parecerme sospechoso que supiera tanto—. Mirad el techo. ¿Qué veis? Nada, ¿verdad?… Es porque esta cocina ha sido montada exprofeso, no es parte de la discoteca. Parece el plató para el rodaje de una película.

En efecto, la cocina no disponía de un techo propio. Si mirabas hacia arriba, lo que encontrabas era el alto techo de color oscuro que había en todo el recinto. Las «arterias» metálicas para la distribución del aire, de la corriente eléctrica y demás también estaban a la vista.

—Joder… —respingó Juan—. Pues ahora que lo dices… Sí que parece un set de rodaje… Y eso me recuerda algo…

—¿Qué...? —preguntó mi novia tragando saliva.

—Pues que las habitaciones son parecidas. Están formadas por paneles desmontables, como esta cocina. Aunque allí sí hay techo.

Nos quedamos de piedra. Blanca se abrazó a mí y yo la besé en el pelo. El que más y el que menos ya empezaba a admitir que aquello era un encierro en toda regla. Y que todo estaba montado a propósito para nosotros.

Seguimos saboreando un café tras otro y los fumadores repitiendo pitillos. Pero ahora el silencio era sepulcral. A nadie le parecía ya la situación como para tomársela a broma.

—Voy a por algo fuerte —dijo Rubén tras terminarse el enésimo café—. ¿Alguien sabe en qué parte del almacén guardan el alcohol?

—Creo que está al fondo del primer pasillo, el de los snacks —replicó Juan.

Rubén se perdió durante unos minutos y reapareció con la cara demudada. Una expresión de terror se la había cambiado completamente. En la mano no portaba envase alguno, tan solo unas hojas de papel blanco que parecían quemarle en las manos.

—¡Joder, tíos! —dijo y soltó las hojas sobre la mesa—. ¡Mirad lo que he encontrado sobre las botellas de ginebra!

Cogimos todos una de las hojas, panfletos en realidad, y la leímos en silencio. El corazón nos bombeaba enloquecido. Tras leerlas, éramos Blanca y yo los que habíamos quedado más noqueados, aunque la sorpresa de los demás no era despreciable.

*

—Estimados invitados, bienvenidos a la escape room más sofisticada del mundo…

Hugo comenzó a leer su hoja en voz alta mientras el resto la leíamos en silencio por enésima vez. Un escalofrío recorría las espaldas de todos los componentes del grupo, saltando de uno a otro sin tregua. Un sudor frío había empapado mi camisa.

—…Imaginamos que a estas alturas ya habréis llegado a la conclusión de que no os hemos olvidado en esta magnífica discoteca, sino que estáis en ella por voluntad de alguien. En esta ocasión, nosotros somos ese «alguien» y nos gustaría presentarnos. Nos denominamos EXTA-SIS y somos una organización sin ánimo de lucro orientada a la realización de estudios sociológicos. Y eso es lo que ocurre en este caso: os hemos elegido como participantes en un estudio que denominamos O.R.G. Perdonad que no os hayamos pedido permiso, pero es que la sorpresa es un componente importante en el estudio.

Hugo tragó saliva. A pesar de que era el único con el ánimo suficiente como para mantener la calma, también se le notaba cierto histerismo en la voz.

—De momento, aceptad este anuncio como resumen de vuestro cometido en el O.R.G. Posteriormente, y a través de otros medios —megafonía principalmente— recibiréis mayor información y algunas directrices.

El médico levantó la mirada y se encontró con los ojos de Blanca fijos en él. Yo observé ese detalle y me uní al juego visual, molesto por la confianza que iba naciendo entre los dos. Al cabo, Hugo volvió a su panfleto y continuó leyendo.

—Vuestro propósito dentro del actual hábitat es el de «escapar», como es lo preceptivo en una escape room. Para ello, deberéis alcanzar un objetivo común. Y, solo como resumen, os adelantamos que el foco del mencionado objetivo descansa en la bella señorita que os acompaña. Más concretamente, todos y cada uno de vosotros deberéis tener sexo con ella y proporcionarle al menos un orgasmo cada uno. En caso de no alcanzar este objetivo, seréis… Bueno, la parte menos buena mejor os la comunicaremos a su debido momento, pero que sepáis que será dolorosa. Y esto es todo por ahora. Disfrutad de estas merecidas vacaciones con todo lo dispuesto en exclusiva para vosotros. Seguiremos en contacto. Hasta pronto.

En cuanto Hugo terminó de leer, me puse en pie de un salto y comencé a gritar, jurando y maldiciendo a los hijos de su madre que nos estaban haciendo aquella gran putada.

La situación había comenzado como algo increíble, casi como estar dentro de una pesadilla… o tras la pantalla de una película de terror de medio pelo. Y las primeras horas las habíamos malgastado en una postura de «negación». Pero ahora la realidad se nos echaba encima y, cualquier pensamiento tenebroso que hubiéramos tenido hasta entonces, se había quedado corto. ¿De verdad estaba ocurriendo aquello? ¿No era un maldito sueño?

Y no pude guardar la compostura ni un segundo más.

—¡Esto es una puta cámara oculta! —grité desaforado tras saltar de la silla—. ¡No me lo creo, que lo sepáis!

Todos me miraban alucinados. Ninguno se atrevía a hacer ni decir nada.

—¡Esto es cosa vuestra, ¿no?! —grité a los tres hombres que me devolvían la mirada pasmados—. Sí, no disimuléis, ¡esto lo habéis montado vosotros o al menos sois cómplices! ¡Sois los ganchos para gastarnos una puta broma!

Se miraban entre ellos y se encogían de hombros. Tuve la sensación de que dudaban de si entre ellos habría alguno que sí fuera un infiltrado.

—¡A ver, Hugo! —grité—. ¿Eres tú, verdad? Estás con ellos, por eso lo sabes todo de todo. ¡Vamos, descúbrete, te he pillado!

—Venga, Alex, es mejor que te serenes… —respondió el médico, siempre en su papel de hombre sensato.

—¡Y una mierda…! —repliqué y luego miré a los otros dos—. No, Rubén no creo, es demasiado infantil. Pero, Juan… A ver, puto gordo, ¿tú también estás en esto?

—A mí no me metas en tus líos —respondió el exbombero—. Si esto es una broma, no es cosa mía, sino de los secuestradores. ¿Por qué no se lo preguntas a ellos?

No sé por qué, pero le hice caso. Y comencé a gritarle al aire, a ningún lugar en concreto. Grité hacia arriba, hacia los lados, retando a los que hubieran preparado aquel montaje.

—¡Jajajajaja! —reí histérico—. ¡De acuerdo, lo habéis conseguido! ¡Nos lo hemos tragado…! ¡O nos hacemos que nos lo hemos tragado y vosotros nos sacáis de aquí! ¡Vamos, que salga el jefe, que yo le firmo el consentimiento para que lo pongáis en la televisión!

Callé agotado. El silencio se había solidificado. Nadie se atrevía ni a toser. Volví a mirarlos uno por uno, incluso a Blanca. Sus ojos parecían decirme que me callara, que no osara enfrentarme a aquellos tipejos que tenían la sartén por el mango, fueran quienes fuesen.

—¡Mirad lo que hago con vuestra mierda de panfletos! —me rearmé tras el paréntesis para tomar aire, tomando todos los papeles que había sobre la mesa. Acto seguido, los rompí en pedazos y los arrojé al aire para que se esparcieran—. ¿¡No decís nada, hijos de puta!?

Y, efectivamente, la respuesta de los autodenominados como «EXTA-SIS» no se hizo esperar. Tenían que contratacar contra mi exaltación, y lo hicieron sin piedad. No es que me extrañara, esperaba alguna voz, alguna reprimenda, por megafonía o por otro medio. Que alguien diera la cara. Pero nada de eso ocurrió.

Lo primero que sí ocurrió al apagarse mi voz fue el comienzo de una lluvia incesante de panfletos como los que acabábamos de leer.

Comenzaron poco a poco, luego a puñados, y al momento ya caían del techo a cientos, a miles, como arrojados desde un avión. Teníamos que ponernos las manos en la cabeza para evitar que las hojas nos golpearan.

Lo segundo fue aún peor.

Lo que comenzó a caer cuando la tormenta de panfletos cesó fue una segunda lluvia. Pero muy diferente a la primera.

Ésta era de sobres con brillos metálicos pegados en tiras de a tres, de a cuatro, de a seis... preservativos. Caían a cientos. De diferentes tallas, diferentes colores, diferentes texturas y sabores.

La reacción de los tres recién conocidos para Blanca y para mí fue echarse a reír como ríen los niños en las cabalgatas de reyes. Recogían al mismo tiempo del suelo cuantos sobres podían. Alguien habilitó una caja de cartón y los fueron apilando allí con la intención, supuse, de utilizarlos a posteriori.

Lo asumí como una declaración de intenciones en toda regla. Una especie de grito histérico que decía: «echad condones, echad, que los vamos a utilizar para follarnos a la novia de este gilipollas. No va a sobrar ni uno y la chica se va a quedar encantada».

Y ante aquella humillación perdí los nervios completamente.

—¡Hijos de la gran puta! —grité de nuevo, desaforado—. ¡Me cago en todos vuestros muertos! ¡Dad la cara si os atrevéis! ¡Voy a mataros con mis propias manos!

Al tiempo que gritaba le daba puñetazos y patadas a todo lo que encontraba a mi paso. En pocos segundos ya había sillas y mesas por el suelo, botellas de cristal rotas salpicando de esquirlas el alrededor y algunos electrodomésticos chispeando electricidad mientras colgaban de los cables.

Mi ataque de ira había pillado por sorpresa a todo el grupo. Lo que no sabían era que mi cordura había comenzado a naufragar cuando había leído aquello de que: «todos y cada uno de vosotros deberéis tener sexo con la señorita y proporcionarle al menos un orgasmo cada uno», pero que me había llevado unos minutos reaccionar. ¡Ni de coña iba yo a dejar que tocaran aquellos cerdos a mi novia! ¡Ni siquiera por salir de aquella puñetera ratonera!

Así que cuando me lancé a romper cosas, se quedaron alelados durante unos instantes. Solo cuando Blanca se lanzó hacia mí para calmarme, los demás reaccionaron y se levantaron de sus sillas.

Una vez inmovilizado, Hugo volvió a ejecutar uno de sus trucos de mago. De un bolsillo sacó un blíster de capsulas rojas y blancas y se dispuso a ponerme dos entre los labios.

—Sujetadle. Esto es Lexatín, un tranquilizante suave. Le calmará sin dormirle.

Entre todos se las apañaron para hacérmelas tragar con abundante agua y luego sacarme fuera de la cocina para que me fueran haciendo efecto.

Mientras Blanca y Rubén recogían mi estropicio, los otros dos me vigilaron hasta que me fui calmando. De cuando en cuando surgían comentarios más o menos tensos sobre lo que se decía en los panfletos.

—Voy un momento al baño —dijo Blanca cuando estuvo segura de que mi calma era permanente—. Vuelvo enseguida.

*

En cuanto Blanca desapareció, me volví hacia los tres hombres y les espeté lo que llevaba dentro y que no había podido decir delante de ella:

—No lo entendéis… —susurré a pesar de que Blanca ya no estaba cerca—. Es una puta trampa. No saldremos nunca de aquí…

—¡Joder, ya está éste otra vez! —dijo el gordo Juan—. Hugo, ¿tienes más cápsulas de esas?

—No, espera… —le detuvo el médico—. Déjale que hable.

Me aclaré la garganta y les solté la bomba:

—La condición que han puesto esos hijos de puta es que le proporcionemos a mi novia un orgasmo cada uno de nosotros. ¿Lo habéis leído?

—Sí, ¿y qué…? —replicó el exbombero de muy malas pulgas.

—Pues que eso es algo que nunca vamos a conseguir. Ni nosotros ni nadie —tragué saliva—. Porque Blanca es frígida desde hace años, está diagnosticada médicamente.

—¡Jo-der…! —exclamó con un suspiro Rubén al tiempo que los otros dos torcían el gesto.

Tras un instante de silencio, el puñetero Juan quiso ser protagonista de nuevo:

—Oye, tío, ¿no será que es frígida porque no sabes follarla? Muy espabilado con la polla no se te ve… —se burló, aunque con gesto serio—. A lo mejor lo que necesita tu chica es un buen rabo para que se le despierte el hambre. Déjamela un rato y ya veremos si es frígida o no…

Se agarraba los genitales al hablar y mi cabreo se multiplicaba a pesar de las pastillas que me habían hecho tragar.

—Puto imbécil… —dije y le eché una mirada de muerte. Las cápsulas, sin embargo, me retenían, y todo quedó en el insulto.

—¡Calla, Juan, coño…! —le instó el médico y el tipo se mordió la lengua—. A ver, explícame eso. ¿Cuándo fue diagnosticada?

—No lo tengo muy claro, Blanca ya lo estaba cuando la conocí —les expliqué—. Llevo con mi novia siete años, la conocí a sus veintinueve cumplidos. Y había tenido varias parejas antes que yo. Que ella recuerde, tenía orgasmos de forma normal hasta los veintipocos, tal vez veintidós o veintitrés. Después le surgió el problema y empezó a visitar médicos. Fue por culpa de esa mierda por lo que rompió con su último novio antes de conocerme, con el que había salido más de cinco años.

Las caras de mis contertulios iban mudando de la incredulidad al estupor. El fantasma de las «dolorosas consecuencias por no conseguir el objetivo de escape» se cernía sobre el grupo. ¿Qué ocurriría en ese caso, decían sus expresiones? ¿Nos iban a matar y a enterrar en cal viva?

Difícilmente nos iban a dejar salir de allí por las buenas, pensaba yo, teniendo en cuenta las consecuencias cuando fuéramos a la policía. Aunque, ¿no valía esa reflexión igualmente para el caso de que sí consiguiéramos el objetivo? Prefería no pensarlo, por suerte las pastillas de Hugo habían anulado la mayor parte de mis inquietudes.

—Vale, que no cunda el pánico —trató el médico de calmarnos—. Hasta ahora no os lo he dicho, solo a Blanca, pero soy ginecólogo. Es posible que mi experiencia clínica con el sexo femenino pueda ayudarnos.

Me pareció que Juan y Rubén suspiraban aliviados. Menudos idiotas. Si se pensaban que un medicucho de tercera iba a solucionar un problema de más de una década, iban dados. No me imaginaba al calvorota como una eminencia, precisamente.

—Dime algo —se dirigió a mí de nuevo—. ¿Sabes si su frigidez es por causas físicas, o psicológicas?

—Ni idea —respondí—. ¿Por qué lo preguntas?

—A ver… —reflexionó mientras hablaba—. Si es por causas físicas, quizá tenga algún problema funcional en el que yo podría aportar bastante. Si el problema es más mental, el asunto se nos complica.

—¿Lo ves, subnormal? —solté mirando a Juan—. ¿Aún crees que vas a arreglarlo con tu miserable rabo, que seguro que no te sirve ni para mear?

Juan dio un paso al frente, pero se detuvo en seco. Blanca acababa de hacer aparición y el ambiente se congeló.

Antes de que mi novia se uniera al grupo, Hugo me soltó una frase al oído que consiguió relajarme. Al menos de momento.

—Tranquilo, Alex —dijo—. Vamos a intentar solucionar este lío sin perjudicar a Blanca, confía en mí.

Este comentario me tranquilizó mientras la miraba acercarse hacia nosotros. De hecho, todos la mirábamos como el talismán que pudiera obrar el milagro de sacarnos de aquel agujero.

Aunque, quién sabía, también podría ser la causante de nuestro mísero final.

Día 0 (4) – Intento frustrado​

Durante los siguientes minutos, alguien propuso un plan y Hugo dio su parabién, lo que era equivalente a que el plan se llevaría a cabo.

Primero visitaríamos los dormitorios para tomar posesión de ellos. Después, dos avanzadillas intentarían un nuevo asalto a algunas de las puertas y ventanas del local.

Una vez en los dormitorios, encontramos algo que Juan no había detectado en su primera visita. En la cabecera de la cama de cada cuarto había escrito un nombre: el de su propietario. En la cama de nuestra habitación había grabados dos. Ese detalle dejaba claro que los organizadores de aquel macabro encierro conocían la existencia de la relación entre nosotros.

Si esto era una buena o mala noticia era algo a reflexionar más despacio. Porque humillarme a mí a propósito me parecía un posible y perverso objetivo añadido a lo que habían denominado experimento ORG.

Tomamos posesión cada uno de la habitación que le correspondía y observamos que había una de sobra. En la cabecera de su cama no había grabado ningún nombre. No perdimos mucho tiempo en preguntarnos el por qué, y entramos en los dormitorios para cambiarnos la ropa, sudada hasta el extremo por el número de horas que la llevábamos puesta.

Los armarios se hallaban equipados con todo lo necesario para una estancia bastante larga. Y eso sin contar con las lavadoras que habíamos descubierto en la cocina. Esto no era alentador, precisamente.

Por otro lado, el tipo de ropa también era motivo de extrañeza, especialmente para mí. Si la ropa masculina era cómoda y holgada —chándales, sudaderas, camisetas, calzoncillos tipo bóxer, etcétera—, la de Blanca no se parecía en nada.

En su caso, todo era ropa interior sugerente, camisetas de tirantes, tops, faldas cortas de vuelo, mallas ajustadas. Me ofendió entender que querían convertir a mi novia en un objeto de deseo. Y mostrar su piel y sus formas en todo momento les había parecido el mejor escaparate para atraer a las feromonas masculinas. Hubiera muerto de rabia y de celos a no ser por el Lexatín.

Me preparaba a mantener una conversación calmada con Blanca, pero varios golpes en la puerta tronaron y tuvimos que salir aprisa. Había que estar dispuestos para nuestro siguiente objetivo: la operación que el gordo Juan había bautizado con sorna como «acoso y derribo».

Para ello, el médico formó dos grupos, uno compuesto por Rubén y Blanca y otro por Juan y yo mismo. Hubiera preferido hacer mi exploración junto a mi novia, pero al menos el que no la emparejaran con Juan me conformó.

El «gran jefe Hugo», como era de esperar, se volvió a confesar indispuesto —o casi dispuesto, pero no recuperado al cien por cien— y se quedó en la cocina a la espera de nuestro regreso.

*

Lo primero que hicimos los dos grupos fue subir a la tercera planta para investigar el desván que había mencionado Rubén. Le teníamos bastante confianza. Tal vez podríamos encontrar en él instrumental para forzar las puertas. El tal desván, sin embargo, no fue lo que habíamos esperado, y solo pudimos hacernos con algún que otro resto metálico de silla o de mesa. Poco o ningún instrumental para utilizar como maza o palanca había en el lugar, lo que no era sorpresa ya que nuestros raptores jamás los habrían dejado tan a mano.

Y con esas escasas armas nos lanzamos a la batalla.

Durante las siguientes dos horas, Juan y yo les hicimos a las puertas metálicas de la primera planta cuantas perrerías se nos ocurrieron. Esperábamos que Blanca y Rubén estuvieran haciendo lo mismo con las ventanas de la segunda. De lejos escuchábamos golpes metálicos que confirmaban nuestras suposiciones.

Al fin nos convencimos de que aquello no serviría de nada y nos volvimos derrotados hacia la segunda planta. Entramos en la cocina y el panorama allí era más bien desolador: un Rubén solitario fumaba un cigarro mientras ojeaba una revista porno que habían encontrado en la despensa.

¿Rubén fumando?, fue la primera idea que se me pasó por la cabeza. Pues sí que estaban mal las cosas cuando el «hombre saludable» se lanzaba al vicio.

Juan, sin embargo, se fijó en la segunda parte de la escena.

—Joder, Rubencito, cómo te cuidas —exclamó Juan en cuanto advirtió la temática de la revista—. ¿Dónde has encontrado eso?

—Ahí dentro —señaló hacia el interior del almacenillo—. Hay un porrón de ellas en una caja. Parece que nos quieren poner a tono.

Los dos rieron a coro y yo me enfurecí. Si querían calentarles era para mantenerlos activos y que desearan a Blanca hasta que no pudieran vivir sin tener sexo con ella, ya fuera consentido o a la fuerza.

No sabía por qué me habían incluido en el lote, pero estaba claro que los organizadores de aquel secuestro contaban conmigo. «Todos y cada uno» habían escrito, y no parecía un error, sino una disposición morbosa.

Aquello me reforzó en la idea de que tenía pendiente una seria conversación con Blanca. ¿Estaba ella por la labor? ¿O iba a negarse con la consecuencia fatal de que aquellos tipos la violasen después de hacerme a mí cualquier barbaridad? No parecía probable que eso llegase a ocurrir, sin embargo, conseguir orgasmos de una mujer violentada era una tarea harto difícil hasta para un ginecólogo.

De pronto descubrí que algo no cuadraba. Rubén y Blanca habían salido juntos y, si él había regresado, ¿dónde se encontraba mi novia? Y, por cierto, Hugo tampoco estaba por allí, así que una sensación de pánico comenzó a adueñarse de mi estómago. ¿Me habría mentido el muy cerdo al prometerme protegerla para que bajara la guardia y acosarla mientras yo respiraba tranquilo?

—Rubén —le pregunté—, ¿ha vuelto Blanca contigo?

—Sí, nos hemos vuelto hartos de no conseguir nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Vosotros algo mejor?

—No, nada… —repliqué y volví a centrarme en lo que en verdad me interesaba—. ¿Y Blanca?, es que como no la veo por aquí…

—Ah, es verdad… —replicó levantando la cabeza y mirando a su alrededor—. Pues ni idea, tío, yo me he enrollado con esta jodida revista y ya no sé nada más. Ufff, es que está de muerte.

Y la siguiente pregunta se me atragantó mientras la hacía:

—Y… Hugo. ¿Sabes algo de él?

—Pues tampoco sé nada… —repuso sin levantar la mirada de la revista en esta ocasión—. La última vez que lo vi tenía un puñado de revistas en la mano, supongo que se habrá ido a su cuarto a cascársela.

Y lanzó una risotada a la que Juan le hizo coro.

El pánico volvió a retorcer mi estómago. Se veía que los ansiolíticos estaban dejando de hacer efecto. Y, sin decir nada más, salí apresurado de la cocina.

*

Llegué al pasillo de los dormitorios y allí todo era penumbra. De haber alguien en alguno de los cuartos, imaginaba que habría encendido la luz y que saldría al exterior por los ojos de buey. Eso, suponiendo que no le importara que se supiera que estaba allí.

Pasé por todos los dormitorios, incluido el nuestro, pero en ninguno se veía a nadie. Había ido puerta por puerta mirando por los ojos de buey, entreteniéndome más tiempo en el de Hugo. Pero con las luces apagadas no era fácil distinguir lo que ocurría en el interior. Apoyé la oreja en la madera de la puerta y no conseguí escuchar nada.

Al volver a nuestro dormitorio, encendí las luces y corroboré que Blanca no se encontraba allí, aunque sí había señales de haber pasado por él. Toda la ropa para salir en la misión de exploración —incluida la íntima— se hallaba desperdigada sobre la cama. La tomé en mis manos y me la llevé a la cara. Olía a hembra. No pude evitar empalmarme, aunque mi mosqueo crecía por momentos.

¿Para qué se habría desnudado Blanca? La cama se hallaba igualmente revuelta. Mi corazón perdía algún latido mientras en mi cabeza imaginaba a mi novia en brazos de Hugo.

Salí del cuarto dispuesto a lanzarme de nuevo hacia el dormitorio del médico. Pensaba entrar en él para comprobar lo que no había conseguido distinguir desde fuera por la oscuridad.

Al salir al pasillo, descubrí que algo había cambiado. Por el ojo de buey de Hugo salía una tenue luz blanca que antes no estaba. Claramente se trataba de un descuido. ¡Les había pillado a los muy cabrones! ¡Blanca me iba a oír! Con Lexatín o sin él.

Corrí hacia la puerta y observé el interior durante unos instantes. Un bulto grande se ocultaba bajo la sábana. A su lado, se distinguía otro menor. Sollocé internamente por la traición de Blanca.

¿Tan impresionada había quedado con el médico como para llegar a aquello? La sombra del hombre de pelo cano volvió a aparecer en mi cabeza.

Me armé de valor y, reteniendo la respiración, abrí la puerta sin hacer el menor ruido. Luego me acerqué hacia la cama. Una pierna del bulto más grande se movía rítmicamente. La luz bajo las sábanas se movía de forma igualmente acompasada. ¿La utilizaban los muy cerdos para verse las caras mientras follaban?

Lo único que me congratulaba era que la muy traidora no iba a conseguir el orgasmo perdido por mucho que cambiara de macho. Se la dejaba toda para el puñetero calvo. A partir de aquel día no iba a querer saber nada más de ella.

Al llegar a la altura de los amantes, cerré los ojos un segundo y después tiré de la sábana con fuerza.

—Cabr… —el insulto se me congeló en la boca.

Allí, en efecto, se encontraba Hugo. En pelotas y masturbándose mientras alumbraba las revistas con una linterna que debía formar parte del botín de la despensa. Pero lo que había creído que era Blanca, en realidad era una almohada, sobre la cual Hugo había elevado una pierna para simular que se tiraba a una mujer.

—¡Me cago en la puta! —dijo el tipejo con expresión abochornada, pero al tiempo con un cabreo supremo—. ¿¡Te has vuelto gilipollas o qué!?

Me disculpé como pude y salí de allí a la carrera. Había algo de cómico en aquella escena del «gran comandante» pajeándose a escondidas de todos. ¡El tipo se estaba follando a la almohada! Pero al mismo tiempo la escena era vomitiva. Había tenido la sensación de que lo que hacía el muy cerdo era entrenarse para un posible encuentro con mi novia.

Me sentía aliviado porque Blanca no me estuviese engañando con él, pero al tiempo preocupado porque no faltaba mucho para que eso ocurriera, si no trazaba un plan alternativo que lo evitara.

Ya por entonces tuve la impresión de que no podía confiar en el médico. Estaría loco si lo hiciera. Por mucho que me dijera al oído mensajes edulcorados para tranquilizarme como el de aquella tarde.

Me dirigía hacia la cocina pensativo, aún preocupado porque Blanca seguía sin aparecer, cuando una sombra me salió al paso y chocó contra mí al punto de casi derrumbarnos sobre el suelo.

—¡Joder, Alex! —dijo Blanca sujetándose la toalla que le tapaba el cuerpo con una mano, mientras con la otra se la echaba al corazón—. ¡Que casi me matas de un infarto…!

Me alegré de ver allí a mi amada, libre de pecado. Pero al mismo tiempo había algo que no entendía.

—¿De dónde vienes, cielo? —le pregunté.

—De darme un paseo por el Escorial, si te parece… —bromeó, aunque bastante mosqueada—. ¿De dónde voy a venir? Pues de darme una ducha, que he terminado super sudada después de golpear las ventanas hasta hartarnos.

—Pero… —dudé—. ¿Por qué no te duchas en el baño de nuestro dormitorio?

Blanca se echó a reír con su risa de «no te enteras» y me preparé para una regañina.

—A ver, Alex, ¿estás tonto o qué? ¿No te has dado cuenta de que en los cuartos no hay baño, y que tenemos que utilizar los lavabos de los pasillos de la discoteca?

Vaya, era cierto que andaba a por uvas, porque no recordaba ese detalle.

—Ostras, ni me he fijado… —repliqué sorprendido—. ¿Estás segura?

—Pues claro… —respondió y me acarició una mejilla—. Tranquilo, cariño, que va a ser por esas pastillas de mierda que te ha dado ese médico del culo. Pero no te preocupes, que en cuanto se te pase el efecto todo estará bien.

Me sentí inmensamente feliz de oír el calificativo de Blanca dirigido a Hugo. No lo esperaba. Y aquello reavivó mi esperanza de que las cosas iban bien con mi chica. La mujer de mi vida. Mi prometida en cuanto encontrara algo que se asemejara a un anillo.

Iluso de mí. No sabía cuan equivocado estaba.

Continuará...
 

Día 0 (5) – EXTA-SIS 2​

Unos minutos más tarde nos volvíamos a reunir en la cocina el grupo al completo. Eran las diez de la noche y tocaba cenar, aunque algunos no habían parado de picotear durante toda la tarde.

Los ánimos andaban por los suelos tras convencernos de que la salida de la discoteca UNIVERSE era totalmente imposible, al menos por las puertas y ventanas. Alguien mencionó las tuberías de ventilación, y el resto le acosó con el argumento de que había visto muchas películas.

Nos hallábamos en el momento del café y el cigarrillo final. Algunos miraban porno para mi disgusto y, creo que para el de Blanca, aunque ésta no mencionó nada al respecto. Y entonces el chirrido de altavoces que se conectaban llegó hasta nosotros.

No pudimos evitar el reflejo de mirar hacia el techo, origen del crepitar eléctrico. Teníamos la sensación de ser marionetas y que los titiriteros se asomaban a la cocina por encima de nosotros.

—Queridos participantes en el estudio ORG… —resonó con eco una voz femenina.

—¿En qué quedamos? —la corté yo de mala leche—. Esto es un «estudio» o un «experimento».

—Oh, no importa como lo queramos llamar —respondió la voz, quitándole importancia al término—, eso no os afecta en absoluto.

Comenzó una especie de charla entre las dos partes: los captores y los cautivos. Como de un grupo de colegas chateando en las redes sociales.

—Antes que nada —decía la voz—, queríamos comentaros que en uno de los cajones de vuestros armarios se encuentran los efectos personales que entregasteis en el guardarropa. No los dejamos a la vista para evitar «pérdidas» —remarcó la palabra—, pero si los buscáis encontraréis cada uno lo vuestro: chaquetas, cazadoras…

—¿Qué pasa con los teléfonos móviles? —preguntó Hugo, siempre el primero en todo, interrumpiendo a la voz en off.

—Ah, sí, los móviles… Pues en relación a ellos, tengo que daros una noticia buena y otra mala. La buena es que estos se encuentran en el mismo cajón que la ropa, junto a unos cargadores que hemos añadido para que los uséis a voluntad. La mala es que no podréis utilizarlos para conectar con el exterior. No es por nada, es que simplemente les hemos extraído la tarjeta SIM de vuestra operadora y la wifi de la casa no está conectada a Internet.

Imprecaciones en mayor o menor tono se pronunciaron alrededor de la mesa. Aquellos cabrones habían pensado en todo. La voz siguió cuando éstas menguaron.

—Si os los hemos dejado ha sido para permitir que os comuniquéis entre vosotros. Igualmente, los utilizaremos para enviaros mensajes. Este milagro se conseguirá a través de la wifi e instalando una app que os será familiar porque funciona igual que wasap. Os hemos creado un perfil personal y otro de grupo, para las conversaciones privadas y las comunales, respectivamente. Nosotros utilizaremos el de grupo para comunicarnos con todos a la vez. Las instrucciones técnicas para todo esto las encontraréis en una guía junto al móvil de cada uno.

Guardamos silencio. Quizá todos pensábamos lo mismo: ¿habrá entre nosotros algún usuario avanzado que pueda manipular los aparatos para conectarnos con el exterior?

—Y, ahora, si no hay preguntas sobre el tema, pasaremos a las cosas importantes.

Nos miramos y tragamos saliva, pero nadie abrió la boca. Luego volvimos a levantar los ojos hacia lo alto.

—Antes de nada —continuo la voz—, os diremos que este estudio tendrá una duración de veinte días, contados a partir de mañana. Hoy ha sido contabilizado como día «cero». El objetivo de «escape» tendrá que conseguirse como máximo en el día «vigésimo». Si esto no ha sido así, el experimento se dará por concluido y la dirección no se hace cargo de las consecuencias.

Las caras de terror ya no eran disimulables. El que más y el que menos se veía muerto y enterrado en algún sótano oscuro.

—Hablemos ahora de las «pruebas». Como os hemos dicho, el objetivo es conseguir que la bella señorita obtenga, al menos, un orgasmo provocado por cada uno de los participantes masculinos durante dichas pruebas. Un total de cinco orgasmos. Y no vale tres de uno y dos de otro, por ejemplo. Ni hablar. Todos habrán de satisfacer a la señorita al menos en una ocasión. A las pruebas las llamaremos «encuentros oficiales», y tendrán lugar en el set de grabación de la tercera planta que sabemos que habéis localizado.

En esta ocasión, Blanca era la que mostraba mayor nerviosismo. La abracé y la besé en el pelo, era un gesto muy mío que sabía que la calmaba. Ella me lo agradeció con una sonrisa.

—Pero es evidente que un encuentro frío en un set de grabación raramente podría contribuir a la obtención del máximo placer de la señorita. Por ello podréis practicar con anterioridad cuanto y como queráis. De ese modo, llegaréis a intimar con ella y a conocer su cuerpo y los resortes que la hacen palpitar.

Un murmullo se extendió por la mesa. A pesar del miedo, cierta sensación placentera debió de recorrer las columnas de los tres compañeros de encierro, ya que los gestos serios se solapaban con sonrisas contenidas. Blanca se apretó contra mí y yo maldije para mis adentros.

—El tiempo para cada «encuentro oficial» será de una hora y media como máximo, no existiendo tiempo mínimo en ningún caso. Y el número de participantes en los encuentros, aparte de la señorita, podrá ser de cuantos se desee. Recomendamos, sin embargo, que estos encuentros se planifiquen de forma adecuada y que no se realicen en multitud. La señorita no es una profesional y podría agobiarse y no alcanzar el clímax en tales condiciones.

Me extrañaba que Blanca no se hubiera levantado de la mesa. En cualquier otro lugar, su amor propio la hubiera impedido soportar semejante vejación. La voz en off —de una mujer, precisamente— hablaba de ella como si fuera un objeto, un juguete al que manipular para que emita un timbre sonoro. ¡Malditos cerdos!, maldecía yo en silencio, aún aplacado por las drogas del médico.

—Finalmente, mencionar que el uso de preservativo en los encuentros es recomendado, pero opcional. La señorita será la que decida si hacerlo o no en todos los encuentros, ya sean oficiales o de entrenamiento.

Llamaban «encuentros» a lo que vulgarmente se llamaría «echar un polvo» o «follarse a la zorra». Y siempre en la dirección macho a hembra. Es decir, los hombres de aquella sala tenían autorización —incluso obligación— de echarle tantos polvos a la que llamaban «señorita» como les pareciera, hasta que ésta se muriera del gusto. Era simplemente miserable.

Entonces, aunque las palabras me salieron demasiado «blandas» para el cabreo que se me había acumulado durante las explicaciones de la voz en off, no pude evitar intervenir.

—Oigan ahí arriba, tengo una duda… —un silencio sepulcral siguió al eco de mis palabras—. ¿Me oyen…?

—Sí, le oímos. Haga su pregunta.

—Creo que ya saben ustedes que la que llaman «señorita» es mi prometida, ¿me equivoco?

—Sí, por supuesto que lo sabemos. Aunque sabemos también que aún son solo novios porque no la ha pedido en matrimonio.

—Ok, mi novia, como prefieran. Pero supongo que entenderán que no me voy a quedar quieto mientras veo cómo varios extraños se la follan delante de mis narices, ¿no?

—¿Podría usted ser menos grosero, caballero? —dijo la voz en off con una cortesía que me tocó las narices. Había cambiado del tuteo a hablarme de usted y supe que aquello no era casual—. La señorita está delante y se puede ofender con sus palabras. La palabra «follar» no está en nuestro diccionario.

Me quedé petrificado. Además de todo lo que nos habían hecho, tenía que soportar que me abroncaran por utilizar palabras «groseras», según ellos. Miré a Blanca y ella se encogió de hombros.

—Pues llámenlos «encuentros» o como les salga de las narices. Pero repito lo que he dicho: no me voy a quedar quieto mientras mi novia es vejada por extraños.

—Bien, en cuanto a eso, tenemos varios puntos que comentarle. En primer lugar, la selección de los «participantes» en el experimento ha sido cuidadosamente realizada. Y en el caso de usted, su presencia no es casual, sino calculada. Para el resto de invitados será mucho más interesante hacerle el amor a la señorita estando el novio presente. O a sus espaldas, que también es posible. Qué aburrido si no fuera así, ¿no le parece?

Se me había quedado cara de bobo. Los otros tres guardaban sus sonrisas para que no las viera, pero no conseguían disimularlas totalmente. ¡Pedazo de cerdos, se estaban relamiendo los muy cabrones!

—Sin embargo, y en segundo lugar —añadió la voz en off—, usted y la señorita pueden comentar este tema en privado. Y, en el caso de que no lleguen a un acuerdo y deseen parar el estudio, nos lo pueden decir y lo tendremos en cuenta. El experimento se detendrá de inmediato.

Mi sonrisa se amplió de oreja a oreja. ¿Estaría hablando en serio aquella voz desagradable? Pero mi gozo en un pozo, su siguiente frase se convirtió en una sentencia:

—Pero todos los asistentes tendrán que atenerse a las consecuencias, es todo cuanto puedo decir.

Las miradas de los tres tipos echaron chispas y se posaron en mí a la vez, en esta ocasión sin disimulo. Y tuve que recoger velas.

—¿Alguna duda más, antes de terminar? —dijo la voz.

—Sí, yo tengo una… —había hablado Blanca y todos nos sorprendimos. Retuve el aire en los pulmones y no volví a respirar hasta que soltó la pregunta.

—La escuchamos…

Blanca carraspeó y luego volvió a hablar.

—Se trata de los… orgasmos… —hablaba titubeando—. En el caso hipotético de que mi novio y yo aceptemos… ¿cómo sabrían que estos son reales y que no los estoy fingiendo? Para una mujer eso no es tan complicado.

Me alegró que mi novia hablara en condicional —«caso hipotético», había remarcado—, esto me ofrecía la esperanza de que nada de lo que mencionaba la voz en off llegara a ocurrir.

—Entiendo tu pregunta, querida —respondió la voz con sorna—. Nosotras somos capaces de engañar al más experto de los hombres, ¿no es cierto? Pero lamento comunicarte que no tendrás forma de hacerlo con nosotros. Disponemos de sensores tecnológicos que medirán no solo si el orgasmo es verdadero o no, sino también la intensidad, la duración, etcétera…

—¿Có-cómo…? —preguntó Blanca alucinada.

—Oh, cariño, no me preguntes mucho de tecnología, yo solo soy una pobre socióloga. Pero, en resumen, los sensores pueden medir cosas que un simple humano no sería capaz de estimar, ni aunque el humano fuera Rocco Sigfredi, jajaja. Por ejemplo, el cambio en el color de la piel, la temperatura, el movimiento muscular involuntario, la agitación ocular… Y cosas así, ya me entiendes.

Todos los ojos estaban puestos en mi novia. Los tres «cerdos» parecían relamerse, anticipando lo que le harían a Blanca si aquel encierro proseguía. Ninguno de ellos parecía ya con deseos de escapar de la discoteca.

—Si no hay más preguntas —dijo la voz tras un paréntesis—, damos la sesión por terminada. Solo informaros de que el primer «encuentro oficial» os será avisado de antemano, no teniendo lugar en cualquier caso antes del día cuatro. Os seguiremos comentando. Feliz noche, que durmáis bien.

Día 1 - Primeros sinsabores​

Tan pronto como la reunión finalizó, nos incorporamos en silencio y fuimos desfilando hacia nuestros dormitorios. Eran casi las doce de la noche y nos encontrábamos extenuados por todas las emociones del día.

Blanca y yo aprovechamos que ella era la única fémina del grupo para adueñarnos del lavabo de las chicas. El lugar era amplio y confortable, además de estar completamente equipado. Este equipamiento incluía tres duchas y una amplia sauna, además de un jacuzzi grupal. Definitivamente, aquel gym se debía de explotar al margen de las actividades de la discoteca, como había mencionado Rubén.

Nos duchamos los dos, ella por segunda vez en el día, y el reloj marcaba las 00.30 cuando nos metíamos entre las sábanas.

Técnicamente nos encontrábamos en el DÍA 1

Sentados con el apoyo del cabecero de la amplia cama, Blanca observaba su móvil, mientras yo me lamentaba de que el mío había fallecido por falta de batería. Lo había dejado cargando y sabía que hasta que no llegara a un porcentaje alto de batería el aparato no permitiría ser encendido. Y el cargador era de los lentos.

—¡Vaya putada! —me quejé—. Aunque para lo que nos van a servir estos cacharros…

Me fijé en Blanca, bajo la camiseta de seda que utilizaba como pijama no había sujetador y sus pezones duros golpeaban la tela reclamándome. Podría haberme acercado a ella y habérselos apretado mientras le hundía la lengua en la boca, pero me contuve. No parecía el momento adecuado.

—Pues a mi iPhone aún le queda algo de carga —replicó Blanca—. Aunque tampoco para tirar cohetes. Lo dejaré cargando durante la noche, pero ahora mismo puedo ir instalando la app de mensajería interna de estos cerdos.

Había animado a Blanca para que charláramos sobre trivialidades de modo que pudiéramos olvidar dónde nos encontrábamos. Pero sabía que ambos estábamos de acuerdo en que teníamos que hablar en serio. Mas tarde o más temprano, pero el silencio entre los dos no era una opción, a pesar de que era duro lo que teníamos que discutir.

No obstante, cuando intenté iniciar la conversación, ella se excusó por el cansancio de la jornada y me pidió que aplazáramos la charla hasta el día siguiente.

Me encontraba casi histérico por la necesidad de hablar con ella, pero no me quedó más remedio que aceptarlo.

*

El DÍA 1 resultó una jornada extraña. Todo el mundo andaba a la suya y no parecían formarse grupos entre nosotros. Aparentábamos fantasmas que circuláramos por los pasillos, aislados e intentando digerir lo que nos estaba pasando.

Blanca y yo éramos afortunados de tenernos el uno al otro. Pero pasó el día sin que conversáramos demasiado. Cada vez que intentaba iniciar la charla pendiente entre los dos, ella se escabullía con alguna excusa.

A la hora de ir a dormir, volvía a intentarlo. Y, tras varios comentarios que no distaban mucho de aquella broma de «se ha quedado buena tarde», entré a saco.

—¿Qué opinas de todo esto?

—¿De qué, en concreto? Están pasando tantas cosas…

—Pues en general, para empezar… Joder, Blanca, que nos han secuestrado y parece que no le importe a nadie. Sin ir más lejos, esos tres gilipollas se quedaron tan conformes en cuanto les explicaron lo que tienen que hacer para salir de aquí.

—Ya te digo, menuda putada…

Me extrañaba tanta laxitud de su parte.

—¿Putada? Por dios, cielo, una «putada» es que no te toque la bonoloto por un número. Esto es un puto delito. Y eso sin contar con que no nos asesinen y tiren nuestros restos a los cerdos, como en las películas de la mafia. ¿De verdad no estás acojonada?

—Claro que tengo miedo, Alex… estoy aterrorizada —decía, pero de una forma neutra, sin aparentar el miedo que confesaba, como si comentara una serie de suspense de Netflix—. Pero no tengo ni idea de lo que podemos hacer. Hemos intentado romper las puertas sin éxito. Tal vez podríamos intentar lo de los tubos de ventilación, aunque a algunos les suene a broma.

El tema crucial me quemaba por dentro, pero no sabía cómo sacarlo. Al fin me armé de valor y entré en él.

—Y… ¿de lo otro?

—¿Qué otro…? —la cara de inocencia de Blanca me producía la sensación de que no era consciente de la gravedad de la situación.

Decidí hablarle con crudeza para intentar despertarla de su letargo.

—Pues de… eso… de que te folle hasta el apuntador…

—Joder, Alex, no seas tan bruto, que me asustas…

—Ostras… ¿y cómo quieres que lo diga? Porque da igual cómo lo haga, el hecho es que te han propuesto para ser la puta de honor de la discoteca. La yegua a la que todo el mundo tiene que montar para ver si relincha y así igual nos sacan de aquí.

—Por dios, me estás metiendo mucho miedo…

Miedo me estaba entrando a mí al verla tan desapasionada.

—¿Y… qué… opinas de ello? —insistí.

—No sé…

—¿Vas a aceptar que todos te la metan solo para complacer a los secuestradores?

—Estoy confundida, te lo prometo… ¿Tú qué opinas?

El pasotismo de mi novia me subía la bilirrubina, pero trataba de morderme la lengua.

—Pues, Blanca… ¿qué coños voy a opinar? ¿Cómo crees que me siento sabiendo que te van a violar tres desconocidos hasta que grites de placer? Si es que eso es posible…

Blanca se mosqueó ante mi comentario. Parecía que algunas cosas sí que le aceleraban la sangre en las venas.

—Ya, ya sé por dónde vas… —dijo cruzándose de brazos, el típico cruce de mi novia que encerraba una amenaza.

—No, espera… creo que no me he explicado bien… —intenté corregir.

—Sí, sí que te has explicado bien… perfectamente.

Se había ofendido. No había medido bien mis palabras y había metido la pata. Y continuó, cortando de raíz mi réplica:

—Siempre la misma cantinela, ¿no? Mi frigidez. Si no fuera por eso, no estarías tan preocupado, ¿verdad?

—Pero, amor, ¿cómo puedes decir eso...?

—Pues porque es la verdad. Si no tuviera el dichoso «problema», la cosa se quedaría en un polvo con cada uno de los tíos, incluyéndote a ti y, ¡hala!, todos para casa. Yo corriéndome a la primera con cada uno y sin dar guerra…

—No, por dios, ¿pero qué dices…?

—Pero, claro… la nena sí que tiene el dichoso «problema» —me cortó—. Y para conseguir que se corra en cinco ocasiones tendría que follar todos los días varias veces con cada uno hasta ver si hay suerte. ¿No es eso lo que te malmete? ¿El saber que me van a follar sin descanso hasta que me salgan sus pollas por las orejas?

Aquella parrafada me había provocado un escalofrío. Pero, a pesar de su gravedad, me había sugerido una duda. Algo no me cuadraba, aunque no sabía lo que era. De pronto caí en la cuenta.

—¿Dijeron «cinco» orgasmos, no? ¿Lo recuerdas?

Blanca aspiró la nariz y me miró intrigada.

—Sí, no sé, eso creo… ¿por qué?

—Pues porque han dicho que tendríamos que conseguirte un orgasmo «cada uno» de los tíos… Y nosotros no somos cinco, sino cuatro.

Nos quedamos pensativos un instante.

—No sé… —repuso al cabo, a punto de llorar—. Será que quieren uno de reserva… Vete a saber lo que hay en la cabeza de esos asquerosos…

—¿Asquerosos? No, Blanca, joder, esos tíos son unos delincuentes…

Callé unos segundos para que las aguas se calmaran. Luego volví a hablar.

—A ver, cielo, queda la opción que mencionó la mujer: decir que no aceptamos y que se vayan a la mierda. Quizá todo esto no sea más que eso, una puñetera broma.

—¿Tú crees?

—Quién sabe… pero podría ser. Y si lo fuera, en algún momento tendría que acabar, ¿no?

—¿Y si no acaba?

Tragué saliva, prefería no pensar en ello.

—Ni idea… —repuse.

Blanca se quedó en silencio un instante, luego volvió a hablar:

—Joder, cari, no sé… piensa en las consecuencias. ¿qué nos harán si nos negamos? Podrían asesinarnos… ¡y yo no quiero morir!

Sollozó y la abracé con fuerza. Esperé a que se le pasara el sofoco.

—Se lo has dicho a ellos, ¿no? —dijo al cabo volviendo al tema por el que habíamos pasado de puntillas unos minutos antes.

—¿El qué?

—No simules no saber de qué te hablo. Se lo has dicho, ¿verdad? Estoy segura de que a esta hora todos saben que me pasa «eso»…

En efecto, no podía disimular. Lo llevaba pintado en la cara.

—Lo… lo siento… Blanca…

Se soltó de mi abrazo y se levantó de la cama. Luego se puso en jarras. No quedaban restos de lágrimas en sus ojos. Éstas se habían tornado en cólera.

Aun así, no pude por menos que admirar su outfit. Su pantaloncito de dormir, de seda como la camiseta, se le había arrugado en los muslos y mostraba más de lo que cubría. A sabiendas de que no había bragas debajo de ellos, no pude evitar empalmarme y tuve que colocarme la entrepierna con disimulo para que no se notara el bulto.

Tal vez no era ésa la ocasión propicia, pero en algún momento iba a saltarle encima y le iba a hacer el amor durante horas. Solo me detendría cuando me pidiera clemencia.

Ella, ignorante del deseo que provocaba en mí su atuendo, seguía con su diatriba:

—¿No podías estarte calladito, verdad, so atontado?

—Joder, Blanca… —me defendí—. Tenían que saberlo… No vi otra manera de que se pusieran a trabajar en alguna forma de escapar de aquí por la fuerza. Si se pensaban que salir de este embrollo era tan fácil como echarte un par de polvos por cabeza, ninguno habría movido un dedo. Y ya comprobamos que llevaba razón. Estuvimos trabajando buena parte de la tarde buscando una salida.

—No sé… —pareció calmarse—. Puede que lleves razón… Pero ahora que sé que conocen mi secreto me siento más avergonzada que nunca… Y ellos más felices, ¿no?

—¿Por…? —no entendí su argumento.

—Pues porque saben que no bastará con echarme un par de polvos. Que tendrán que follarme como jabatos. Pim pam, pim pam, dale que te pego a la rubia, a ver si consigues que grite…

Mi erección se multiplicó por dos. Mis manos la cubrían como podían, aunque no me parecían suficientes.

—Lo siento, cielo, no volverá a pasar… —le dije conciliador—. Te prometo que no haré ni diré nada si no lo he hablado antes contigo.

—Vale… —aceptó derrotada, sin fuerzas para mantener la discusión.

—¿Vuelves a la cama?

Regresó junto a mí y la abracé de nuevo. Olía su cabello mientras lo besaba, con ese perfume tan suyo que ningún champú era capaz de enmascarar del todo. El silencio esta vez se extendió durante varios minutos. Al cabo, ella volvió a romperlo.

—Alex, tengo que decirte algo…

—Dime…

—Pero no te enfades, ¿me lo prometes?

Tragué saliva, no tenía ni idea de por dónde iba.

—Es que es un mensaje de Hugo…

Maldije para mis adentros en siete idiomas y esta vez fui yo el que se levantó de la cama.

—¿Qué te ha dicho ese medicucho del culo, como tú bien le llamaste ayer?

—No le insultes, por favor… —pidió—. Tiene muy mala leche, y ya sabes cómo se las gasta.

Me asustó saber que Blanca le estaba cogiendo miedo. O quizá algo más… Preferí callar y escuchar.

—Vale, vale… me callo. ¿Qué mensaje te ha dado para mí? ¿Y cuándo? Que yo sepa no habéis estado a solas en todo el día.

—Ha sido ayer por la noche, cuando salíamos de la cocina. Me lo susurró al oído cuando estabas de espaldas y me pidió que te dijera lo siguiente: «dile a Alex que no debéis decidir nada hasta que hable con él. Si cometéis un error, nos puede costar la vida».

De nuevo aquel cerdo metomentodo poniéndose al mando sin que nadie se lo pidiese. Y la influencia que había conseguido sobre Blanca iba en aumento, así como mi preocupación por ello.

Me sentía agobiado por aquel marcaje al que nos sometía, pero discutir con ella no valía la pena. Hablaría con Hugo si era necesario, y luego le contaría a mi novia lo que me viniese en gana.

Si íbamos a jugar a manipular a la pieza clave de aquella partida de ajedrez, yo también sabría jugar.

—Vale, hablaré con él… —dije y me volví a la cama manso como un cordero. Iba a tener que fingirme en calma si quería tener opciones de ganar la partida.

Blanca y yo nos abrazamos en silencio y en pocos minutos ella dormía como un angelito. A mí me costó mucho más conciliar el sueño, imaginando las posibles jugadas que iba a tener que plantear en aquel cautiverio a partir del día siguiente.

Día 2 (1) – Negociando con Hugo​

La mañana del DÍA 2 me desperté más temprano de lo habitual. Pero miré hacia el lado de Blanca y solo encontré las sábanas arrugadas. Mi novia no se encontraba allí.

Miré el reloj: las diez de la mañana. Blanca era madrugadora y rara vez se despertaba más allá de las ocho. Si se levantaba a esa hora o si se mantenía a mi lado, ya dependía de sus planes en ese momento. No sería la primera vez que se abalanzaba sobre mí tan pronto me veía abrir los ojos y me exigía realizar cualquier tarea doméstica.

Ese día no parecía una de esas ocasiones.

Al incorporarme en la cama, sobre mi mesilla descubrí una nota con su letra. «Estoy en el baño», decía el post-it. ¿De dónde habría sacado el papel y el bolígrafo? Más útiles por gentileza del «hotel UNIVERSE», imaginé.

Por otro lado, daba la sensación de que Blanca hubiera multiplicado su número de duchas desde que nos habían encerrado.

Me vestí perezoso con el mismo atuendo del día anterior y me dirigí hacia el pasillo de lavabos. Al llegar al de las chicas, escuché algarabía en el interior.

«No me jodas —pensé—. Apuesto a que sé lo que ocurre ahí dentro».

Empujé la puerta de malos modos y, en efecto, encontré la escena que me esperaba. Blanca se contoneaba bajo el agua en una de las duchas del fondo, dotada de una puerta de cristal que, aun siendo semi opaca, permitía divisar la figura de la inquilina desde el exterior.

A unos metros de ella, el gordo Juan y el musculitos Rubén la jaleaban pidiendo que se diera la vuelta, que cerrara el grifo y que saliera para enseñarles, textualmente, las «domingas» y el «chochete».

«¡Pedazo de gilipollas!», pensé antes de ir a por ellos.

Me lancé hacia adelante sin pensar en que eran dos y el doble de fuertes que yo cada uno, y les empujé con sendos puñetazos en la espalda. Los dos imbéciles patinaron en la humedad del suelo y cayeron de rodillas sobre él.

El berrido de Juan al sentirse golpeado resonó en el espacio cerrado. El grifo de Blanca se cerró un segundo después, la puerta de cristal se entreabrió y mi novia asomó la cabeza.

—¿Qué está pasando aquí…? —preguntó asombrada—. ¿Qué hacen aquí estos dos? ¿Y por qué están en el suelo? ¿No os estaréis peleando, no?

Me pareció muy extraño que Blanca no hubiera escuchado el griterío que un minuto antes había montado en el baño, pero lo callé.

—Estos idiotas te estaban espiando mientras te duchabas.

Rubén se levantó del suelo limpiándose las rodillas del pantalón. Juan, sin embargo, se mordía la lengua cabreado y se lanzó sobre mí. Eché un paso atrás esperando el atropello inminente de aquel tranvía.

Estaba a punto de alcanzarme, pero la puerta del baño se abrió y Hugo entró tras ella, parafraseando la pregunta que poco antes había hecho mi novia, aunque con peor tono.

—¿Qué coño está pasando aquí, si puede saberse…?

El puño de Juan se congeló en el aire, para mi suerte, y todo el mundo se quedó en silencio. Hasta que Hugo, comprendiendo la escena, volvió a hablar.

—Juan, Rubén, fuera de aquí… Y que esto no vuelva a repetirse. Este lugar es sagrado y solo puede entrar Blanca… y quien ella quiera. Si os vuelvo a ver aquí dentro sin haber sido invitados, os las tendréis que ver conmigo.

Los dos tipos duros abandonaron el baño y yo agradecí con un gesto la ayuda de Hugo. El médico me devolvió el saludo y al momento salió tras los otros dos.

No pude evitar sentirme fatal por lo que había experimentado junto al puto calvorota. Había sentido gratitud, amistad… Joder, ¿cómo era posible que me estuviera pasando aquello? El cerdo manipulador me estaba hipnotizando como al resto.

Y lo peor fue cuando Blanca llegó hasta mí y echó gasolina sobre el fuego.

—¿Lo ves? —dijo mirándome a los ojos—. Él no es como los demás. Es un tipo honesto. Y tú no haces más que insultarle y mosquearte con él.

Una puñalada en las costillas no hubiera dolido más que aquellas palabras. Blanca se encontraba abducida por el médico. Si no hacía algo al respecto, podría llegar a perderla.

El juego que acababa de comenzar iba a ser más complicado de lo que había supuesto.

Continuará....
 
Me lavé la cara y los dientes y salimos del baño al alimón. Al llegar a la encrucijada del pasillo de habitaciones, me echó los brazos al cuello y me besó un instante. Noté sus piernas, sus caderas y sus tetas rozándome impúdicamente bajo la toalla. Iba a proponerle que jugáramos en la habitación, cuando me soltó y me dio una palmadita en el culo.

—Anda, vete a desayunar que estos se han puesto morados esta mañana. Si te descuidas, cualquier día no queda nada.

Me quedé con la palabra en la boca viéndola alejarse. Vigilé el pasillo hasta que la vi entrar en nuestro dormitorio. La ausencia de pestillo interior eliminaba la sensación de seguridad, pero al menos sabía que no había sido asaltada por ningún salido antes de entrar.

Me giré para dirigirme hacia la cocina cuando de pronto reparé en mis pies. Caminaba con las zapatillas de andar por la habitación. Unas simples chanclas de goma, buenas para el baño, pero no para caminar sobre la moqueta. No es que ir a desayunar necesitara de código de vestimenta, pero caminar con ellas se me hacía incómodo.

Me volví hacia el dormitorio para cambiarme, al fin y al cabo supondría perder menos de un minuto. Al entrar en él, una Blanca ya sin la toalla me recibía en ropa interior, un conjunto de sujetador y braguitas realmente tentador. Cavilé sobre si toda la lencería que le habían dejado nuestros captores sería igual de sexi o si se estaría arreglando especialmente para alguien.

No me dio tiempo a explicar el motivo de mi regreso. Unas campanitas sonaron en su móvil y ambos lo miramos sorprendidos.

—¿Es ese el sonido de la app de mensajería? —pregunté.

—Ni idea, supongo… —repuso—. Es la primera vez que oigo este sonido desde que la instalé.

Desbloqueó el móvil y tecleó sobre la pantalla.

—¿Es la app? —pregunté ansioso—. ¿Dicen algo esos cabrones?

—Sí, es un mensaje de este wasap de pega. Pero no viene de EXTA-SIS, sino de uno del grupo.

—Y… ¿qué te dice? —volví a preguntar, temiendo la respuesta.

—Míralo tú mismo.

Lanzó el aparato sobre la cama, cerca de mi posición, y lo cogí apresurado. La sangre comenzó a hervirme al descubrir que se trataba de un mensaje de Juan el gordo.

JUAN: Hola, reina, necesito hablar contigo a solas. Podríamos vernos esta mañana? Donde quieras, tú eliges. Dime algo pronto, bombón.

A punto estuve de soltar una imprecación, pero recordé que estábamos jugando. Y que el juego requería serenidad, o al menos fingirla.

—¿Qué vas a responderle? —dije cauto mientras ella se abrochaba la cremallera de la sugerente falda que bailaba sobre sus muslos.

—Pues que paso… —dijo—. O, casi mejor, no creo que le responda nada. Que se fastidie esperando…

Suspiré aliviado.

Pero la sensación de alivio me duró solo un segundo. El tiempo que tardó Blanca en pronunciar la siguiente frase.

—Al menos hasta que hable con Hugo, a ver qué le parece a él el morro del puto gordo.

*

Salí de la habitación y ahora sí me dirigí a la cocina. Me moría de hambre. Blanca me había comentado que no tenía intención de salir esa mañana. Que pondría en orden el cuarto y que luego se quedaría a leer alguno de los libros que tenía descargados en su móvil.

Me fui de allí sintiéndola protegida y decidí no pensar en el futuro hasta por lo menos haberme hinchado a café con magdalenas. Necesitaba una buena dosis de azúcar para soportar el segundo día de cautiverio.

En el interior de la cocina me encontré a Rubén, quien debía de estar realizando el enésimo desayuno de la mañana. «Los deportistas tenemos que comer mucho, la energía no viene del aire», era su excusa cuando le pillabas zampando con hambre atrasada.

—¿Queda café? —pregunté mientras sacaba una botella de leche de la nevera.

—Sí… —replicó—. Acabo de hacer una cafetera.

—Genial…

En seguida estaba tragando magdalenas como para alimentar a un regimiento. Me estaba sirviendo el tercer café, cuando Rubén me habló con indiferencia:

—¿Has hablado con Hugo?

—No, ¿por…?

—No sé… vosotros sabréis de vuestras cosas…

No sabía por dónde venían los tiros. Y el hecho de que al chico le faltase un hervor no ayudaba.

—Me ha pedido —continuó— que si te veía te dijera que fueras a verle. Si aún no le has visto, pues tendrás que buscarle. Yo ya he cumplido.

Aspiré cuanto aire conseguí almacenar en mis pulmones. Saber que Hugo me buscaba no me daba muy buena espina. Aunque ya debería estar avisado porque Blanca me había comentado la noche anterior que Hugo pensaba en hablar conmigo antes de que tomáramos una decisión.

—¿Y dónde crees que estará ahora? —pregunté sin mucha esperanza.

—Creo que en la biblioteca.

—¿Biblioteca? —dije con pasmo—. ¿Dónde hay una biblioteca?

—En la tercera, pasado el escenario.

Tragué saliva al oír el nombre de aquel set de rodaje, que para mí merecía más el nombre de «sala de los horrores».

Subí las escaleras y, en efecto, encontré a Hugo en la magnífica pieza que ejercía como biblioteca, aunque ésta no parecía un simple decorado. Daba la sensación de que era una parte integral de la discoteca. Quizá el dueño del local era un chiflado excéntrico, coleccionista de volúmenes.

Había cientos, miles de ellos, en estanterías pegadas a las paredes, que partían del suelo y llegaban hasta el techo a cuatro o más metros de altura. Varias escaleras correderas ayudaban al lector a llegar hasta los estantes superiores.

En el centro de la sala varias mesas se alineaban de forma ordenada y un conjunto de sillas las rodeaban. Éstas no eran de vulgar plástico como las de la cocina o las habitaciones, sino que eran auténticas butacas de maderas nobles y tapizados de fieltro acolchados.

—¿Querías algo de mí? —dije al traspasar el umbral.

Hugo levantó la vista del libro que escudriñaba señalando con una mano y me mostró una silla. Se quitó las gafas que utilizaba para leer antes de hablar. ¿De dónde las habría sacado? Aquel tipejo era una caja de sorpresas.

—Sí, por supuesto —dijo a modo de saludo—. Cierra la puerta y siéntate, por favor.

Cerré la puerta y consideré si obedecer su orden de sentarme. Ganó el «no» por goleada.

—No te preocupes, estoy bien así.

Se recostó en su butaca y cerró el tomo sobre la mesa. Un voluminoso libro que no pesaría menos de tres kilos.

—Creo que tú y yo hemos empezado con mal pie —me dijo—. Que tengamos esta reunión es muy necesario… si queremos salir de aquí vivos. ¿Estás de acuerdo conmigo?

—En realidad, no lo sé aún… —le respondí—. Lo estoy sopesando todavía.

Tenía que conseguir utilizar un vocabulario rico en palabras. Mi medio eran los niños, y estos necesitan muy pocas para comunicarse. Además, hacía tiempo que había perdido el hábito de la lectura regular a favor de las series de televisión. Estar a la altura en léxico de todo un médico no iba a ser tarea fácil. Pero tenía que conseguirlo si quería tener opciones en la partida de ajedrez que ya se dirimía a ojos vista.

—¿Qué es lo que tienes que sopesar? —me espetó poniéndose en pie. Supuse que él también sabía que estábamos jugando y que permanecer sentado me otorgaba ventaja, aunque fuera más psicológica que real—. ¿Aún guardas dudas de que esto sea un secuestro? ¿O que escapar de aquí sea una tarea imposible, teniendo en cuenta que ellos han preparado este lugar a conciencia y que nosotros somos unos recién llegados?

—Sí, es posible que lo dude…

—¿Crees que si no hacemos lo que nos exigen, simplemente nos amonestarán, nos abrirán las puertas y nos echarán a la calle?

Si hasta el momento solo quería mostrarle serias dudas, ahora quise reafirmarme. Aunque solo fuera por llevarle la contraria.

—Sí, eso es exactamente lo que creo.

—Pues me temo que eres un loco negacionista.

—¿Puedes explicarte?

—Es fácil de entender. Es la misma sensación que se tiene cuando muere un ser querido. Hay un tiempo en que no te lo puedes creer. Es el periodo de «negación».

—Sé lo que es la negación —le corté molesto por el preámbulo—. Ve al grano si no te importa.

—De acuerdo. Pues te diré que estoy seguro de que tú vives en ese periodo en cuanto a lo que a Blanca se refiere: no quieres creer que el coño de tu novia sea la llave que nos abrirá la puerta al exterior.

Me molestó aquella vulgaridad, pero me obligué a mantenerme impertérrito. Cabía la posibilidad de que quisiera sacarme de mis casillas para suministrarme más pastillas con la anuencia de Blanca.

—El coño de mi pareja es sagrado y no lo va a tocar nadie… —mascullé.

—Por dios, Alex, ¿por qué no te rindes? Basta que cierres los ojos, cuentes los días y, si lo hacemos bien como tíos que somos, en ese tiempo seremos libres. Veinte días no es tanto, ¿no?

—Eso ni lo sueñes…

—¿Pero por qué no? —se echó las manos a la cara fingiendo desesperación—. Si hasta tu novia está de acuerdo con todo.

El golpe bajo me dio de lleno.

—¿Blanca… de acuerdo? —tartamudeé—. ¿Cuándo te ha dicho ella que esté de acuerdo?

—Esta mañana, sobre las seis —sonrió diabólicamente—. Mientras hacíamos unos kilómetros de cinta en el gym.

«Hija de satanás —me lamenté—. A las seis de la mañana no se había levantado en su puñetera vida. Al menos no desde que vivía conmigo».

—Mira, Alex, deberías hacerme caso. De lo contrario cabrearás a todos, incluida a tu novia. Hasta podrías llegar a perderla. Y digo yo que será menos malo tenerla, aunque follada por unas cuantas pollas, que no tenerla en absoluto, ¿no?

—Cabrón… —alcancé a decir.

Se sentó en el borde de una mesa y continuó su discurso.

—Entiéndelo, Alex, te estoy ofreciendo mi amistad. Mírame como lo que soy: un aliado tuyo. Ya sabes que soy ginecólogo y que he empezado a estudiar la mejor manera de conseguir que Blanca se corra de nuevo. Si me ayudas, todos saldremos ganando. Porque si mis teorías funcionan, necesitará que la echen menos polvos para llegar al objetivo. ¿No lo entiendes? Es una relación gana-gana. Nos la follamos entre todos, sí, pero lo menos posible. Así podrás disfrutar de ella el resto de tus días olvidándote de estos malditos veinte.

Apreté los dientes y aún intenté luchar.

—De nada te valen tus planes de mierda —dije—. Sin mí no puedes alcanzar el objetivo. Recuerda: «un orgasmo de cada uno». Si yo no participo, faltará uno en el mejor de los casos.

—Y así nos matarán… ¿eso te parece bien?

—No lo creo…

—¡Pues yo sí lo creo…! —levantó la voz por primera vez—. ¡Y Blanca también! Joder, ¿no lo entiendes? Todos le tenemos apego a nuestros pellejos, y yo el primero —de nuevo cambió el tono a uno más dulzón—. Así que te pido por favor que recapacites. ¿Lo harás?

Lo pensé unos segundos. ¿Qué debía responder? ¿Me serviría de algo iniciar una guerra al descubierto, con menos armas y soldados que mi enemigo? ¿O, por el contrario, me convenía una guerra de guerrillas, en la que la fuerza bruta fuera menos determinante que la inteligencia?

Y enseguida lo supe. La segunda opción era la única que me ayudaría a ganar el juego. Debía seguirle la corriente al médico, al menos de momento.

—Está bien, como quieras, lo pensaré… —dije bajando la mirada.

—Gracias, Alex… Y, por favor, dime cuanto antes lo que has decidido.


Día 2 (2) – El «asunto» de Juan

Hugo se acercó a mí y me dio la mano con fuerza. No pude evitar que tomara la mía y, al menos, agradecí que la suya no fuera blanda y húmeda.

El apretón del médico era fuerte, seco, prolongado, el de un hombre que no tiene nada que esconder. Muy al contrario que su actual presencia, que ahora veía más débil, asustadiza, preocupada. Supuse que sería por la amenaza de la muerte, en la que creía a pies juntillas.

Y me asusté porque estaba pensando como Blanca: «un hombre honesto», había dicho ella. ¡Y una mierda! El muy zorro solo estaba jugando su papel. En el fondo lo que pretendía era tirarse a mi novia, como los otros dos. Y no debía de cambiar esta opinión que tenía sobre él si quería batallar en el macabro juego, aunque por fuera fingiera haberme rendido.

Según salí de la biblioteca no dejé de correr hasta nuestro cuarto. Tenía que encontrar a Blanca. Y tenía que hacerlo cuanto antes.

Pero mi novia no se encontraba en él. ¡Joder!, me había asegurado que no saldría de allí hasta la hora de comer.

Corrí de nuevo, esta vez hacia la cocina, donde encontré al perenne Rubén. Ahora, sin embargo, no comía, sino que miraba revistas de coches. Al menos no son porno, pensé con alivio.

—¿Has visto a Blanca por aquí?

—Sí… —repuso—. Pero hace rato. Bebió algo de la nevera y luego se fue.

—¿Dijo dónde iba?

—Ni idea… —dijo con cara de póker, para variar, no sabía ni por qué le preguntaba—. Espera…

Ya casi traspasaba la puerta hacia el pasillo, y su voz me retuvo.

—La oí decir que se iba a dar una vuelta por la primera. A investigar algo… o no sé qué…

Entré en pánico. Recordé el mensaje de Juan de hacía un rato: «dónde quieras, tú eliges». Me había dicho que no le haría caso, pero cómo podía confiar en ella si me acababa de mentir en otras cosas. ¿Habría cambiado de opinión y estaría en la primera planta para encontrarse con él?

No parecía probable, había oído a Blanca despreciarle con insultos, pero a estas alturas el miedo me atenazaba por cualquier cosa. «Tu novia está de acuerdo con todo», había dicho Hugo, y el fantasma de esas palabras me perseguía.

La planta primera era enorme. Me llevó más de media hora recorrer todos sus rincones. Blanca y el gordo podrían haber estado en cualquier esquinazo sombrío y yo no los habría encontrado ni en una semana, con la única condición de que no hiciesen ruido. Aunque Blanca era de las gritonas y si hubieran estado por allí teniendo sexo, a la fuerza la habría oído, me decía para calmar mis nervios.

Me harté de dar vueltas y volví a la segunda planta. Y, al mirar hacia arriba, observé que el gym se hallaba encendido. Subí despacio las escaleras y me acerqué sigilosamente. Las voces que me llegaban me avisaron de que había alguien dentro, así que asomé la cabeza.

Lo que encontré era del todo normal. Blanca se encontraba aupada en una camilla y cruzaba las piernas pudorosamente para que Hugo, a tres metros de ella, no pudiera mirarle el interior de la falda. El médico se apoyaba en uno de los ventanales acorazados. Ambos conversaban como buenos amigos. Mi chica se había metido las manos bajo los muslos y movía las piernas adelante y atrás como una niña.

Me relajé al ver la púdica escena. Había esperado lo peor, y de nuevo me había equivocado. Imbécil de mí.

—Hola, chicos… —dije animadamente apareciendo ante ellos.

*

Blanca giró la cabeza hacia mí y compuso una expresión de terror que no comprendí. Hugo, a su vez, dejó caer el cigarrillo que fumaba y se quedó como congelado. Yo los miraba a los dos y no sabía a qué se debía la expresión de pánico de sus ojos. Y ellos se miraban entre sí y no decían nada.

Y de repente lo entendí. Bastó que entrara en escena el cerdo de Juan.

—Jajaja… —reía el exbombero saliendo desde detrás de un biombo—. Me están todos pequeños, ¿no los hay más grandes?

Se hallaba desnudo de medio cuerpo para abajo. Su enorme polla se encontraba enhiesta, y se pajeaba moviendo su piel arriba y abajo con un «clic-clic» líquido para evitar que perdiese la dureza. Su comentario debía de referirse a la talla de los condones, porque llevaba uno a medio colocar en el enorme miembro y éste le colgaba vacío y arrugado.

El exbombero se sobresaltó al ver la expresión de Blanca y Hugo y giró la mirada hacia donde apuntaba la de sus «amigos». Mi novia saltó de la camilla sin preocuparse de enseñar sus intimidades a aquella pareja de cerdos.

Y yo corrí escaleras abajo hasta nuestro dormitorio, donde me atrincheré en un rincón. Lamenté que no hubiera pestillo en la puerta porque Blanca no tardó en traspasarla sin impedimento.

—Espera, cielo, por dios… —rogó tras cerrar de un portazo—. Te lo puedo explicar…

Continuará..........
 
—Ah, ¿sí…? —traté de no gritar, pero se notaba en mi voz la rabia que me carcomía—. ¿Qué puedes explicar? ¿Cómo le haces de probadora de condones a esos hijos de puta?

—Joder, Alex, no…

—Me avergüenzo de ti… Pareces… pareces…

—Por dios, no lo digas, Alex, no lo…

—¡Una puta… eso es lo que pareces…!

El silencio cayó entre los dos como una losa. Blanca se sentó en el borde de la cama y comenzó a sollozar. Yo la hablaba desde atrás.

—Y eso no es lo peor… —la acusé con un susurro hiriente—. Lo peor es lo que me ha contado el cerdo del médico.

Giró la cabeza. Sus lágrimas la habían corrido el rímel.

—¿Qué… qué te ha… contado…?

—La verdad, Blanca, me ha contado la verdad —la acusé—. Que tú le has dado la conformidad para entrar en… en ese juego enfermizo… para que te folle todo el que quiera…

Carraspeó compungida, pero luego contratacó.

—No, Alex, di lo que te parezca, pero no tergiverses las cosas… —se defendió—. El juego no es para que me folle «todo el que quiera». Si tengo que abrirme de piernas es para vosotros cuatro… y nadie más… Y ya bastante me duele a mí para que me lo tengas que resegar por la cara.

—¡Me cago en la leche, Blanca…! —exclamé—. Anoche dijimos que lo hablaríamos más despacio antes de decidir nada… Y resulta que esta mañana, mientras yo dormía, te reunías con el medicucho para decirle que sí… que te dejarías follar como una zorra…

Mostró los dientes antes de continuar.

—¡Termina la frase…! —se defendía con uñas y dientes—. Di lo que todos sabemos: ¡que me tengo que dejar follar como una zorra… para que TODOS podamos salir de esta ratonera!

—¡Y una mierda! Te dejarás follar porque de pronto has descubierto que es lo que más te gusta en este puto mundo…

Soltó un sollozo lastimero.

—No me jodas, Alex, piensa lo que te salga de las narices, pero no me ofendas… —Una lágrima recorría su rostro y recaló en la comisura de sus labios—. Y no te hagas la víctima… No te la hagas, porque víctimas lo somos todos… Y más yo que ninguno… ¡Que la que tiene que humillarse chupando pollas no vas a ser tú…!

—Joder… —gemí alucinado.

¿Por qué tenía que haber mencionado ese término asqueroso? «Chupando pollas». ¿Era eso a lo que tenía que acostumbrarme para los próximos días? ¿A ver a Blanca lamiendo la verga de tres cerdos a los que escupiría por la calle si se me acercaran?

—Está bien, haz lo que creas conveniente. Pero si crees que lo que vas a hacer es el camino fácil, estás equivocada. Si te decides a seguirlo, que sepas que lo vas a tener más que jodido.

Me senté, derrotado. No sabía qué más decir, así que preferí callar.

—Está bien —concluyó—. Me queda claro que tendré que hacerlo sola, que contigo no puedo contar…

Se levantó de la cama y abrió su armario. Sacó un buen puñado de ropa y lo fue arrojando sobre la cama. Luego lo amontonó en una especie de hatillo y huyó por la puerta hacia el pasillo.

Salí detrás de ella y la encontré golpeando la puerta de uno de los dormitorios contiguos al nuestro. Me acercaba a sujetarla y a rogarle que no se fuera, cuando la puerta se abrió. Rubén apareció y Blanca le dijo unas breves palabras en voz baja. El chico se apartó y mi novia se coló dentro.

A punto estaba de colocar el pie en la puerta para evitar que Rubén me la cerrara en las narices, cuando éste asomó medio cuerpo y me puso un dedo índice a un centímetro. Entendí el mensaje: no te pases un pelo que te parto la cara.

Y, devastado por no tener los músculos necesarios para enfrentarme a aquel chaval, me marché despacio a volcar mi congoja en otra parte.



DIA 2(3) - DE RODILLAS

Retorné a nuestro cuarto y aguardé hasta la hora de comer. Quizá vuelva en cualquier momento, me decía. No se podía mandar a la mierda una relación de siete años por una simple discusión. Aunque en este caso lo de «simple» era un eufemismo difícil de encajar.

A la hora de comer, Blanca no había vuelto. Me pasé por la cocina y estuve picando de aquí y de allá. Ese día no se celebraba una «comida» grupal, sino que cada cual iba a lo suyo. Rubén también se pasó por allí, pero de mi novia no hubo ni rastro. Cuando el musculitos salió del recinto, llevaba un par de platos cargados de alimentos variopintos. Imaginé que era la comida para Blanca, que se habría negado a pasarse por la cocina para no verme. Tenía que estar enfadada de veras.

Al regresar al dormitorio, no pude contenerme y me asomé por el ojo de buey del cuarto de Rubén. Ambos se hallaban acostados y parecían dormitar la siesta después de comer. El chico estaba vuelto hacia su lado de la cama. Blanca, muy cerca de él —demasiado—, parecía haber tendido una mano sobre su cintura. No podía estar seguro, pues su brazo se hallaba bajo la sábana, pero una punzada de celos me hirió sin remedio.

Me quedé mirando varios minutos, sin poder evitarlo. Pero hacía calor, el verano llegaba poco a poco, y el sopor empezaba a invadirme como a ellos. Así que decidí ir a nuestra habitación y dormitar durante un rato al menos.

No podía saber cuánto tiempo había pasado cuando oí el portazo que Blanca había dado al entrar en el dormitorio. Me incorporé sobre un brazo y divisé su expresión de desagrado. Algo había ocurrido en el cuarto de al lado, estaba seguro.

Blanca se entretuvo un tiempo en recolocar su ropa en el armario y yo me congratulé. Luego se metió en la cama y se volvió hacia su lado, dándome la espalda.

No quise ser pesado y le di un tiempo. Quizá me contara lo que pasaba de motu proprio. Pero al fin no pude resistirlo y fui yo el que preguntó.

—¿Qué… qué ha pasado? —dije a tientas, mi novia tenía cierto mal genio si no la pillabas de buenas, y en ese momento intuía que era así.

—Nada… —respondió cortante.

Carraspeé antes de volver a hablar.

—¿Cómo que nada, cielo…? —repliqué—. Si no hubiera pasado nada, no estarías aquí. ¿Te hizo algo ese subnormal? ¿Ha intentado forzarte?

—¿Forzarme? ¿Ese… imberbe? —dijo ofendida—. Si a ese tío se le ocurre tocarme un solo pelo de la ropa le saco los ojos.

No lo entendía. Si no había pasado nada, Blanca se había enfadado ella sola. ¿Sería eso? ¿Se habría arrepentido de la escenita que me había montado por la mañana, a sabiendas de que yo era el agraviado?

—¿Entonces…? —me aventuré a preguntar.

Permaneció unos segundos en silencio. Luego se decidió a contármelo.

—Pues… es que el gilipollas de Hugo me ha mandado un mensaje hace un rato.

No lo entendía. Tan pronto el médico era un tío fenomenal y «honesto», como de repente era un «gilipollas». No veía a Blanca tan bipolar desde hacía meses, cuando tuvo una crisis fuerte con su jefa en la peluquería. Era cuando había decidido instalarse por su cuenta en su propio negocio, costase lo que costase.

—¿Y…?

Toqueteó unos instantes en su móvil y luego me lo pasó, tal y como había hecho por la mañana para que leyera el mensaje de Juan.

Busqué el perfil de Hugo y entré en su chat. Luego leí.

HUGO: He visto que estás con Rubén en su cuarto. No sé por qué estás ahí y no voy a preguntártelo, pero necesito pedirte algo aprovechando la oportunidad.

Parecía que Hugo no iba al grano, para variar. Antes de entrar en un tema, siempre comenzaba con un circunloquio. Al parecer, también lo hacía con los mensajes escritos, y la prueba era aquella conversación.

BLANCA: Qué favor?

HUGO: Recuerdas lo que hablamos del musculitos?

Me divirtió saber que no era yo el único que utilizaba semejante mote con el chaval.

BLANCA: Sí, creo recordar que lo pusiste a caldo… jaja.

HUGO: Pues es el momento de comprobarlo. Haz lo que necesites. Éntrale tú, deja que te entre, lo que quieras… Pero necesito saber si el tío es maricón o si es que es un simple pajillero.

BLANCA: Qué…? Y cómo quieres que haga yo eso?

HUGO: Joder, Blanca, eres una mujer. Yo qué sé. Tú sabrás cómo os las gastáis las tías. Utiliza tus armas: hazle una paja, una mamada… improvisa, hostias. Te lo tengo que decir todo?

El estómago se me iba revolviendo a medida que leía.

BLANCA: Y si te mando a tomar por culo?

HUGO: Pues me iré a tomar por culo si hace falta… Pero a más tardar esta noche necesito saber si el imberbe es maricón y, si no lo es, si es virgen o si tiene la polla pelada. Vamos, que si sabe follar o hay que enseñarle con algún par de clases de tu cuenta.

La conversación terminaba allí. Blanca no le había respondido.

Me había quedado noqueado. El cerdo de Hugo no era ni «honesto» ni la palabra que se me había pasado por la cabeza aquel mismo día: un «caballero». Idiota de mí. La etiqueta que mejor le definía era «un hijo de la gran puta».

Me guardé mi pensamiento, sin embargo, y pregunté a Blanca sin rodeos y en un tono neutro, como desinteresado:

—¿No iras a hacer lo que te pide?

—Ni de coña… Que lo haga su puta madre…

Mi novia estaba cabreada de veras. A ver cuánto le duraba antes de claudicar ante aquel manipulador, pensaba. De todas formas, era un buen momento para jugar mis cartas.

—¿Lo has pensado mejor…? ¿No vas a entrar en el juego?

—No sé… en realidad no es eso, exactamente.

—¿Entonces…?

—Es que… no me siento preparada todavía… Esto es más duro de lo que creía.

—No quiero pasarme de listo, pero recuerda que te lo advertí.

—Sí, sé que lo hiciste. Pero también es muy fuerte saber que nos quedan menos de veinte días para… lo que sea…

Aproveché la situación y di un paso adelante.

—Sabes que si no quieres hacerlo te apoyaré a muerte. Piensa que aún no has empezado nada. Puedes echarte atrás.

—¿Lo harías?

Había puesto puchero y me había recompuesto una vez más el corazón, teniendo en cuenta que ya llevaba no pocos descosidos y remiendos desde que habíamos despertado en aquella maldita discoteca.

—Por supuesto, cariño, sabes que soy el único que siempre está a tu lado de forma incondicional.

—Está bien, lo pensaré…

No me gustó su contestación. No había sido un «no», pero tampoco un «sí» rotundo. Pero era lo único que tenía y no pensaba soltarlo.

La abracé por la espalda y, con el silencio de la primera hora de la tarde, nos dormimos enlazados, mis manos en su cintura y mi entrepierna rozando su trasero.

*

Desperté con una extraña sensación, como de vacío en la cama. Blanca se había levantado y se vestía «de calle». Luego la vi salir de la habitación intentando no hacer ruido. Antes de cerrar la puerta tras de sí, echó un vistazo hacia mi posición y tuve que cerrar los ojos para que no me descubriera despierto.

En cuanto desapareció, me levanté y me cambié de ropa igualmente. El móvil de Blanca estaba sobre su mesilla. Lo tomé y lo encendí. No conocía su clave de acceso, pero no me hizo falta para descubrir que le había llegado un mensaje unos minutos antes. El mensaje, por supuesto, provenía de Hugo, aunque sin el pin no podía conocer su contenido.

Miré el reloj. No habían pasado ni diez minutos desde que Blanca saliera y justo en ese instante comenzaron los gruñidos en el cuarto de al lado. Supe que eran gemidos de Rubén y me dirigí hacia su dormitorio a toda prisa. La puerta se hallaba entreabierta, pero no hizo falta empujarla. Bastó con asomarme por el ojo de buey para interpretar la escena del interior.

El musculitos se hallaba sentado en el borde de la cama, sin ropa de medio cuerpo para abajo. Miraba hacia la pared derecha de la habitación, la zona de los armarios, por lo que no había peligro de que me descubriera observándole. En sus manos había una revista, que supuse que era porno.

Blanca, de rodillas frente a él, le amarraba la polla con las dos manos, una en los huevos y la otra en el tronco. La segunda era la que bajaba y subía la piel de aquel joven rabo, al tiempo que la primera amasaba los testículos con candor, como queriendo mimarlos.

Solté una imprecación que podría haber derribado la discoteca de haber salido de mi boca. Pero, afortunadamente, se quedó en mi garganta.

Me apoyé en la puerta y, sin haberlo pretendido, ésta se abrió con suavidad, sin un solo quejido. En ese momento comprendí el porqué de los ojos de buey. Y para qué la ausencia de pestillos de seguridad en las puertas. Todas aquellas facilidades se habían puesto única y exclusivamente para mí. Para que pudiera observar sin impedimento lo que se cocía dentro de los dormitorios, donde mi novia sería siempre la protagonista femenina.

Y saber esto me dolió casi más que la entrega de Blanca al pajear al chaval. La conversación susurrada, llegó hasta mí y, lo que no podía oír, lo adivinaba leyendo en los labios de la «parejita». No en vano era el punto fuerte en mi profesión.

—¿Te gusta así…? ¿O quieres más rápido? —preguntaba ella dulzona.

—No, así me vale… —decía Rubén y señalaba a la revista—. Mira, haz como se ve aquí. Aprieta bien los huevos y sube y baja la piel cubriendo todo el capullo cuando esté arriba.

Tragaba saliva y no reconocía a la modosita de mi novia en aquella zorra pajillera que manoseaba al chaval como si fuera su vocación perdida.

—¿Te vas a correr pronto? —preguntaba ella de cuando en cuando.

—Sí, ya pronto… tú sigue así, que yo te aviso. Coge ahora un poco de ritmo, así… así, putita… —Y la paja de mi novia a aquel imberbe subía de velocidad.

Una nueva puñalada se me clavó en la espalda, sobre todo al ver que Blanca no se inmutaba con el insulto. La misma Blanca que poco tiempo antes imprecaba contra Hugo porque el tipo le había ordenado que hiciera justamente aquello que ahora hacía sin queja ninguna, y poniendo todo su empeño en hacerlo bien.

—¿No quieres nada más? ¿Solo correrte así?

—Sí, así, así va bien… Humm… No pares, zorrita, no pares…

—Joder, Rubén, que podría chupártela si quieres. ¿No irás a acabar así, con una simple paja?

—¡Te he dicho que solo quiero que me hagas una paja…! —pareció enfurecerse por la presión que le imponía mi novia—. ¡Y deja de darme la charla, joder, que me desconcentras y no hay forma de correrse!

Blanca hizo oídos sordos e intentó agacharse sobre el chico para metérsela en la boca. Pero el musculitos la sujetó la cabeza por el pelo y se la echó hacia atrás sin miramientos.

—Joder, que no… —protestó Rubén.

El «clic-clic» sonoro de la paja se aceleró.

—Ahora, ahora… más fuerte, más fuerte… —decía Rubén pasado de vueltas por el inminente orgasmo—. Así, putita, así… joder… su puta madre… que me voy… que me voy…

Y la polla del chaval comenzó a lanzar leche a diestro y siniestro. La barriga del chico quedó empapada y Blanca tuvo el buen tino de echarse a un lado mientras aquella manguera escupía. De este modo, su ropa quedó intacta. No así sus manos, que habían quedado pringadas por completo.

Blanca se puso en pie y, con cara de repugnancia, se limpió las manos con la sábana. Yo aproveché el inciso para huir hacia nuestro cuarto. Vestido como estaba, me metí en la cama y me hice el dormido. No había pasado un minuto cuando mi novia apareció.

Se sentó en su lado de la cama y tecleó en su móvil. A continuación, se levantó para cambiarse de ropa y dejó el aparato sobre la almohada. Me incorporé levemente y miré la pantalla encendida, sin haberse bloqueado aún. En ella se veía el chat de Hugo donde había dos mensajes nuevos desde la última vez que lo había visto.

HUGO: Cómo va la cosa? ¿Voy a tener que repetirte lo que necesito? Joder, que es para hoy.

Y luego la respuesta de Blanca:

BLANCA: Ya está. El chico no es maricón, pero es un puto pajillero de mierda y es lo único que le interesa. En cuanto a lo de follar, 8/10 de que sea virgen. Al menos por la forma del frenillo el imberbe no la ha metido nunca o al menos muy poco. Y, por cierto, si tienes tanta prisa, la próxima vez se la chupas tú mismo.

El corazón se me saltó un latido. Blanca era un «sí, pero no», o al contrario: «un no, pero sí». No parecía tener mucho sentido que mandara a la mierda a Hugo si al final cumplía sus órdenes como un corderito.

No obstante, cuando se tumbó junto a mí y me abrazó por la espalda besándome en el cuello levemente, supe que no estaba todo perdido.

Continuará......
 
DIA 2(4) - EL BAILE DE LA DISCORDIA

A media tarde, el pitido del wasap interno nos despertó a la vez. Había sonado en ambos móviles. Nos incorporamos cada uno en su lado de la cama y nos dedicamos a leerlo. El mensaje provenía de Hugo, y había sido enviado al chat del grupo.

HUGO: Queridos todos, aprovechando que ya tenemos preparada la pista de baile por deferencia de Rubén y Juan, os convoco a todos para juntarnos en ella y echar un bailoteo y unas copas. Comenzaremos sobre las diez, después de la cena. No faltéis ninguno, que pasaré lista (va por ti, Alex).

Nos miramos en silencio.

—¿Vas a venir? —preguntó por fin Blanca.

—No sé qué hacer. La verdad es que el cuerpo me pide cualquier cosa menos fiesta. Pero ve tú si quieres.

—No, cielo, si tú no vas, yo tampoco.

—No me intentes convencer de que no te apetece, que sé que lo estás deseando. Sobre todo por juntarte con tus nuevos amigotes.

—Joder, Alex, no son mis «amigotes»… —dijo mosqueada, aunque el enfado le duró un segundo. Es cierto, me apetece acudir para relajarme —prosiguió—. Pero no me apetece ir sola. Antes me dijiste que me apoyarías. Y es ahora cuando necesito tu apoyo. ¿Vas a dejarme sola con esos tres patanes?

Lo pensé un instante. En efecto, dejarla sola era una canallada. Estaba seguro de que la libido de los muy cerdos se hallaba en máximos, y que la pobre Blanca corría el riesgo de ser violada durante toda la noche.

Después de todo, la fiesta no podía ser muy larga. O eso esperaba.

—Vale, te acompañaré, pero con la condición de que volvamos a las doce como muy tarde. ¿Te parece?

—Me parece perfecto.

No habíamos acabado de decir la última frase, cuando el móvil de Blanca volvió a sonar con un nuevo mensaje. Lo cogió de encima de la cama y lo desbloqueó. Luego se sentó a leerlo.

Tras la primera lectura, me hizo un gesto para que me sentara a su lado.

—Mira lo que me escribe este gilipollas —me dijo mientras me sentaba.

El mensaje provenía de Hugo de nuevo, cosa que ya no me extrañaba en absoluto, visto que hablaba con Blanca a todas horas y a mis espaldas. Me tendió el móvil y lo leí con ansiedad.

HUGO: Oye, cielo, ponte para la fiesta el vestido de la primera noche. Y también las medias. Ya sabes lo que dijo Juan, que ese vestido tuyo le pone a cien.

La bilis me subió por el esófago y llegó a quemarme la garganta.

—¿Qué vas a responderle? —dije con la mayor sutileza de que fui capaz, aunque el cuerpo me pedía correr a bofetadas a aquel cerdo.

—Que se vaya a la mierda… —repuso mientras comenzaba a teclear.

BLANCA: Ni de coña. Ese vestido está super arrugado y hecho unos zorros. No está visible. Además, Juan ya está bastante calentito, no necesita que nadie le anime.

Y pulsó el icono de envío, mirándome sonriente.

No entendí a que venía su sonrisa. En realidad ese mensaje no era equivalente a un «vete a la mierda». Como mucho a un «lo siento, cariño, pero no puede ser». Y mi sentido de los celos rebotó hasta golpearme en la mandíbula.

¿En quién coño se había convertido el médico para mi novia, que hasta se atrevía a exigirle la forma en que debía vestir? ¿Y encima para que lo hiciera al gusto del mayor salido del grupo? Ya era un fragor, hasta lo notaba en la piel: la perdía por momentos. Y lo peor era que las cartas que pensaba jugar se me habían disuelto entre las manos y ya no sabía cuántas pedir a la banca para una nueva partida.

La respuesta de Hugo no se hizo esperar. Y Blanca no hizo ningún esfuerzo por ocultármela. Muy al contrario, volcó el teléfono hacia mí para que no perdiera detalle.

HUGO: Pues entonces ponte el top negro (sin sostén) y la falda tableada. Esa que te dije que me gustaba de tu armario.

¡H-i-j-o-d-e-p-u-t-a! El muy cabrón había entrado con mi novia en nuestro dormitorio y se había paseado por él como si fuera suyo. Comencé a dudar de poder jugar a ningún juego. Tener a Blanca a mi lado era como tener al enemigo en casa. Salvarla, estando ella misma en contra, se me antojaba una subida al Everest. Cada vez que daba un paso hacia arriba, ella tiraba de mí hacia atrás.

Observé teclear a Blanca y miré la pantalla sin mucho interés.

BLANCA: Veré lo que hago, pero a Juan ni me lo nombres si quieres que nos llevemos bien.

Y salió de línea dejándole con la palabra en la boca.

Mientras me vestía con cualquier cosa, vi a Blanca elegir ropa en su armario. Estaba casi seguro de que obedecería a su nuevo ídolo, a pesar de que le decía continuamente que no lo haría.

Al instante se colocó dos piezas de ropa y me pidió su opinión. La parte de abajo consistía en una malla por la rodilla. Y, la parte de arriba, una sudadera de manga corta sin escote. Todo muy recatado. Casi salté de la alegría. Aquello era darle en el morro al puñetero médico con todas las letras.

—¿Qué tal me ves? —me preguntó.

Me sentí feliz, aunque fuera de una forma fugaz. Mostrándome su atuendo y queriendo saber lo que me parecía, Blanca demostraba que mi opinión le importaba más que la de Hugo. Y asentí con entusiasmo.

—Genial, yo te veo perfecta.

—Pues ya está, ¡elegido! —dijo alegre—. Esto es lo que me voy a poner esta noche.

*

Sobre las nueve salimos para cenar. Al llegar a la cocina, los tres tipos ya se encontraban allí.

Cenamos en dos grupos. Ellos tres por un lado y Blanca y yo por otro. La atmósfera se notaba tensa, pero mi novia se arrimaba a mí todo el rato y me hacía arrumacos. Y yo me sentía en la gloria.

El trío acabó de cenar, se levantaron, recogieron sus desperdicios —todo desechable— y lo tiraron a uno de los enormes cubos de basura que nuestros captores nos habían preparado.

Salían por la puerta, Hugo por detrás, cuando éste se giró en el último instante.

—Blanca, ¿podemos hablar un momento?

Mi novia le miró un instante y luego se giró hacia mí.

—Dame un segundo, ¿vale? Vuelvo enseguida.

Los vi salir con una punzada de pánico. Había pensado dejar a Blanca hablar con él sin entrometerme, pero la tensión eras insoportable y no pude evitar acercarme hasta la puerta para ver qué hacían.

Los encontré a unos dos metros a un lado de la puerta. Hugo hablaba muy cerca de Blanca y ésta le miraba plantada ante él con los brazos cruzados. Esta posición podría ser defensiva, pero con las piernas abiertas como mantenía mi novia, más parecía una postura chulesca.

—Te he dicho que te pusieras la falda, ¿no me has oído? —susurraba él.

—Te he oído perfectamente —replicaba ella—. Y yo te he dicho que vería lo que hacía.

Me congratulaba comprobar la valentía de mi chica. Así tenía que tratar a aquel mamón. Blanca era fuerte, no tenía ni idea de por qué se había dejado abducir por un medicucho de medio pelo, que parecía cualquier cosa menos un hombre completo.

—¿Y por qué no te la has puesto? —atacaba él.

—Pues porque… —me mordí los labios esperando que le mandara a la mierda. Pero de nuevo me defraudó—. Porque estoy con la regla, ¿te vale?

El cerdo de Hugo sonrió y le hizo una carantoña en el pelo, colocándole un mechón tras la oreja. Y ella no hizo nada por impedírselo.

—Ah, bueno, si es por eso estás perdonada…

—Vale… ¿puedo irme ya?

Me dolió esta pregunta. Era una petición de permiso en toda regla.

—Sí, vuelve con tu palomo… —le respondió—. Pero sigue insistiéndole, le necesitamos en el equipo cuanto antes.

Preferí no haber oído aquello. Sospeché que las carantoñas de Blanca habían sido ordenadas por el médico para convencerme de que aceptara el juego de EXTA-SIS.

Me volví a la cocina y me senté ante la taza de café.

Blanca volvió enseguida y, quitándome la taza de las manos, se sentó a horcajadas sobre mí. Me abrazó y comenzó a besuquearme. Yo la esquivaba y me hacía el remolón.

—¿Qué te pasa, cari? —terminó por mosquearse.

—No sé, nada…

—No, nada no, que te conozco.

Dudé si decirle la verdad.

—Venga, boba, que se nos hace tarde… ya son menos cinco.

No había conseguido reunir las palabras para reprenderla por su actitud sumisa con el cerdo de Hugo. No podía hacerlo. Era horrible saber que Blanca era un caballo de troya de aquel puerco. Pero era mil veces peor no tenerla a mi lado.

*

Unos minutos después llegábamos a la improvisada pista de baile. Los otros tres ya se encontraban allí, manipulando un altavoz portátil y extrayendo música de él mediante una conexión bluetooth y un móvil.

—Mira, Alex, que majos… —dijo Blanca riendo—. Han montado una discoteca dentro de la discoteca. Y esos sillones que han colocado alrededor de la pista no están nada mal, así podremos tomar una copa entre bailoteo y bailoteo.

Efectivamente, en la pista principal habían realizado bastantes cambios. Se habían tomado la molestia de mover sillones desde las gradas y los habían situado perimetrando la zona de baile. Delante de cada sillón habían colocado una de las mesitas y sobre ellas descansaban sendos cubos de hielo con varias botellas de champán en cada uno.

En uno de los bordes de la pista habían situado una mesa y de alguna manera se las habían apañado para localizar un plasma de sesenta pulgadas o más y lo habían depositado sobre ella. El altavoz bluetooth se encontraba igualmente sobre la mesa y, por debajo, un aparato reproductor de DVD brillaba con tonos plateados.

—Ven, sentémonos en ese sillón —propuso Blanca tras tomar dos copas de una mesa.

Había elegido uno de los más alejados del que ocupaban Hugo y Rubén y lo agradecí. Juan, por el momento junto a la mesa de la televisión, se dedicaba a probar diferentes clases de música toqueteando el altavoz y el móvil.

En pocos minutos los tres tipos se lanzaron a bailar y a beber champán como enajenados. Aunque, más que bailar, parecían monos borrachos saltando y gritando.

En un descanso entre tema y tema, Hugo se acercó a nuestro sillón.

—¿Por qué no os unís a la fiesta? —preguntó—. Lo estamos pasando genial.

—Gracias, el baile no es lo mío —respondí lacónicamente. Ni en sueños me verían hacer el ridículo aquellos idiotas.

—¿Y tú, Blanca? —le dijo tendiéndole la mano—. ¿Te animas?

Mi novia me miró a mí, parecía pedirme permiso. Me encogí de hombros con una sonrisa forzada y se levantó y cogió la mano de Hugo. El calambrazo en mis tripas fue inmediato. Pero el médico parecía estar conciliador esa noche.

—Si no vas a bailar, ¿por qué no nos haces de DJ, Alex? Así no habrá un parón entre canción y canción. Es muy difícil encontrar una lista de reproducción que ponga música aceptable para todos. Venga, hombre, date una oportunidad, a lo mejor encuentras tu vocación perdida.

Me lo pensé un instante y decidí que me convenía aquel rollo «camarada» que me ofrecía el médico. Tal vez podría aprovecharlo más adelante. Bebí de un trago el resto de mi copa y, tomando una botella llena, acepté con una falsa sonrisa.

Durante unos minutos estuve eligiendo música para aquellos patanes. A excepción de mi novia, los danzarines tenían el sentido del movimiento y del ritmo de un hipopótamo. Por otro lado, trataba de evitar cualquier música que tuviera tintes románticos. Solo me faltaba que aquellos puercos se arrimaran a Blanca para sobarla a placer con la excusa de un baile agarrado.

Llevaba ya unos minutos «pinchando» cuando toqué sin querer algún icono del móvil y cambié de app sin pretenderlo. Súbitamente apareció en la pantalla la app del wasap interno. En primer plano divisé el chat de Blanca y me quedé helado. Extrañado como estaba, me costó unos segundos comprender lo que tenía entre las manos: el móvil de Juan y una conversación de éste con mi novia.

La conversación había tenido lugar justo antes de la cena. Recordé que Blanca se había ido al lavabo un par de minutos mientras yo me dirigía a la cocina para ir preparando nuestra comida.

Un sudor frío me empapó la camiseta. ¿De qué coño tienen que hablar estos dos?, me pregunté. Y no dudé en leer lo que pude.

JUAN: Has pensado lo que te dije? Podríamos vernos esta noche en mi habitación, lo pasaríamos bien.

BLANCA: Estas muy pesadito últimamente, no?

JUAN: Venga, no te hagas la estrecha. Ya me has visto la polla y me la has tocado. Y sé que te gusta. Tú misma lo dijiste.

Con la garganta abrasada por los ácidos que me subían desde el estómago, imaginé que se refería a aquella mañana, mientras el tipejo se probaba los condones.

BLANCA: No te hagas ilusiones, querido, solo me limitaba a probar el tamaño de los globos.

Al leer esto comprobé que estaba en lo cierto. Lo que no me cabía en la cabeza era que Blanca se hubiera prestado a proseguir semejante conversación, que aún se alargaba.

JUAN: Lo sé. Y tú también sabes que los únicos que me valen son los XXL. Mi polla es la más grande y es la única en esta casa que puede hacerte morir de gusto. Conmigo se acabó esa mierda de la “frígida”. Yo no creo que lo seas. Lo que pasa es que nadie te ha follado como es debido.

BLANCA: Mírale al señorito. Y no tiene abuela…

«Pero, por dios, Blanca —me moría de la rabia—. ¿Cómo le sigues la corriente y no le has mandado a tomar por el culo hace rato?».

JUAN: Anda, déjate de disimulos y veámonos esta noche en mi cuarto. Te voy a hacer berrear del gusto que te voy a sacar de ese chochazo que sé que tienes bajo la ropa.

BLANCA: Jaja, de ilusión también se vive.

La conversación aún no terminaba. Podría haberle acabado diciéndole que no… pero también que sí. La rabia casi me impedía respirar. Intenté terminar de leerla, pero Juan se acercó a mí sin previo aviso y me urgió para que le devolviera el móvil.

—Usa el tuyo, colega —dijo con sus modos rudos—. La app de música es parte del wasap interno. Cortesía de la casa.

Me quedé destruido tras perder el móvil de Juan. Hubiera dado media vida por haber terminado de leer la conversación. Preguntarle a Blanca por ella sería tarea inútil, excepto para iniciar una nueva discusión.

Aunque quizá era mejor no haber podido hacerlo. Si hubiera seguido leyendo, era posible que descubriera cosas que prefería no saber.

En cualquier caso, la situación general comenzó a desquiciarme. En el plazo de pocas horas, Blanca le había pajeado a Rubén y le había propuesto chupársela. Si no había llegado a hacerlo era poque el imberbe no se había dejado. Por otro lado, se había convertido en la perra sumisa de Hugo. Y, lo que menos me esperaba, vacilaba «amigablemente» con el gordo Juan sobre si le iba a dejar que la follara aquella noche o si le iba a dejar con las ganas.

La misma Blanca que hasta pocos días antes era una tímida y apocada mujer en asuntos de sexo y a la que pensaba pedir en matrimonio para convertirla en la madre de mis hijos.

Para disimular los nervios, rebusqué en mi móvil y encontré la app que había mencionado el gordo. Y seguí pinchando temas marchosos para evitar las tentaciones de la música lenta. Si alguien me hubiera pedido un tango, habríamos acabado a bofetadas.

Mientras de fondo oía los acordes de la música, bebí un largo trago de la botella de champán. Aguanté el mayor tiempo que pude hasta llegar al punto de asfixia. Al bajar la botella, a ésta le faltaba más de la mitad del contenido. La alcé de nuevo y la apuré hasta el final.

*

Tan ensimismado me hallaba en mi suplicio que no me había percatado de lo que ocurría en la pista. Blanca bailaba como un instante antes, pero ahora los tres tipos no la rodeaban a una distancia prudencial. Muy al contrario, se le habían ido pegando alrededor y la tenían cercada como una jauría de hienas a su presa.

Juan la abrazaba por detrás sutilmente, una mano en el cuello y otra en un hombro, y el bulto de la entrepierna rozándose contra su trasero. Hugo, por delante, introducía sus muslos entre los de Blanca y su entrepierna se mantenía pegada a la de ella, en una especie de «lambada» implacable. Para evitar que se le escapara moviéndose hacia atrás, el médico la atenazaba de las dos nalgas, atrayéndola hacia sí.

Rubén, por su parte, la atacaba desde un lateral, y le tenía aprisionado un pecho con una mano, mientras con la otra intentaba acercar la boca de mi novia a la suya. Era grotesca la situación en general, pero el interés de Rubén en comerse una boca que poco antes había tenido a su alcance y la había rechazado era enfermizo. Sin duda necesitaba tomar a la mujer utilizando la fuerza para sentirse complacido.

No lo dudé. Con el valor que da el alcohol en exceso, salté a la pista y me lancé hacia ellos como un miura. El primer puñetazo se lo llevó Hugo en una oreja, quien dio un salto hacia atrás por la sorpresa. El segundo lo lancé hacia Juan, pero este se apartó y solo le rocé un hombro. El tercero era una patada e iba dirigida a Rubén, que se había separado del grupo al verme llegar.

Hugo apartó a Blanca a un lado y los tres se me encararon. Yo me defendía levantando una pierna para alejarles. Una postura ridícula, pero efectiva durante unos segundos.

—¿¡Te has vuelto loco!? —rugía el médico rascándose la oreja herida.

Sin responder, lancé otra patada y esta sí que le dio de pleno a Juan en una rodilla. El tipo se echó para adelante cabreado y me lanzó un puñetazo. Lo esquivé agachándome pero, al levantar la cabeza, me fue imposible esquivar el zurdazo de Rubén que me pilló en plena frente.

Blanca gritaba desaforada mientras me caía hacia atrás como un fardo.

—¡Dejadle! ¡Dejadle! —decía gimoteando.

«Puta asquerosa —pensaba yo—. Mucho te importa que me maten estos cabrones». Aunque, bien mirado, no parecía probable que me fueran a matar. Por suerte o por desgracia, matarme no les convenía para nada. Si lo hacían, ellos también estaban muertos.

Blanca se interpuso entre mi cuerpo desmadejado y los tres trogloditas que juraban en arameo por mi salida de pata de banco. De pronto, solo se oyó una de sus voces.

—¿¡Estás gilipollas, o qué, capullo!? —gritaba Juan con un genio de mil demonios—. ¡¡Sabes de sobra que nos vamos a follar a tu novia hasta que nos duelan los huevos!! ¿¡Qué coño te molesta si la magreamos un poco!? Escucha, idiota: ¡¡Me la voy a follar fuerte y después…!!

—¡¡Calla, idiota, deja en paz a mi novio!! —gritó Blanca. Y aquel grito me sonó a mensaje en clave. En realidad significaba algo así como: «¿es que no ves, idiota, que si sigues hablando va a ser más difícil que pueda convencerle para que se suba al carro?».

—¡¡No me da la gana!! —volvió a vociferar el gordo Juan, esta vez mirando a Blanca.

Y por haber girado la cabeza hacia mi novia fue por lo que no vio venir la bofetada de Hugo, quien desde un lateral le había plantado la mano abierta sobre el centro de la cara con fuerza inusitada.

¡¡Plas!!, sonó el golpe seco del médico.

—¡Si Blanca te dice que te calles, te callas! —acompañó Hugo el guantazo con su reprimenda—. ¿Entendido?

El gordo Juan, tres veces más corpulento que el ginecólogo y cuatro más fuerte, echó un paso atrás y se quedó sin aire soportando la humillación de la bofetada. Con una mano se rascaba el carrillo dolorido con la mirada baja.

—Llévatelo al cuarto —le indicó Hugo a Blanca señalándome.

Y ésta, tomándome de un brazo, me levantó del suelo y tiró de mí hacia la segunda planta.

—Vamos, cariño —decía amorosa—. Aquí ya no pintamos nada.

Yo la miraba y sufría doblemente: una por odiarla por lo que me estaba haciendo, y una segunda por odiarme a mí por odiarla a ella.

Una vez en la habitación, mi novia me ayudó a quitarme la ropa y vestirme el pijama. El champán solía sentarme mal incluso a tragos cortos. El beberme una botella entera de dos tragos me había dejado para el arrastre. Luego me arropó y se tumbó junto a mí.

Antes de dormirnos, me abrazó y nos besuqueamos largo rato. Blanca acompañaba sus besos con palabras suaves y cariñosas.

Continuará......
 
DIA 3 (1) - AVENTURA NOCTURNA

No sé qué hora de la madrugada sería, pero era tarde. Desperté sobresaltado y con ganas de mear. Me levanté y, demasiado perezoso para ir al lavabo a aquellas horas, vacié la vejiga sobre un orinal improvisado: la papelera metálica más cercana. Ya limpiaría el estropicio a la mañana siguiente.

Una vez saciado me volví a la cama, girándome hacia el lado de Blanca. Me moría por abrazarla. Pero esa parte de la litera se encontraba más fría de lo normal.

Porque ella no estaba allí.

No pude evitar que la primera idea que me viniese a la cabeza fuera el chat entre Blanca y el gordo Juan. «Anda, déjate de disimulos y veámonos esta noche en mi cuarto. Te voy a hacer berrear del gusto que te voy a sacar de ese chochazo que sé que tienes bajo la ropa».

Me maldije por no haber leído la conversación a mayor velocidad y haber alcanzado el final. Pero el impacto de cada palabra, de cada frase, me habían impedido leerla al completo. Y ahora no podía dejar de pensar que podría haberla terminado con un «sí, espérame, que tengo que probar ese enorme rabo».

Medio zombi por el dolor de cabeza provocado por el champán, salí al pasillo. El silencio a aquella hora era aterrador. Recorrí unos metros sobre la moqueta y, al pasar por la habitación de Rubén, eché un vistazo por el ojo de buey. Allí no vi nada anormal, solo al imberbe roncando la borrachera como un angelito.

No me entretuve mucho porque mi destino era el cuarto del exbombero. Al llegar a él, hice lo mismo que en el de Rubén, pero esta vez con mayor precaución. Antes de que mis ojos vislumbraran el interior, ya llegaban hasta mí los rugidos de macho alfa del puto gordo.

Asomé la cabeza por el cristal de la puerta y la escena que se me presentó no era muy diferente de la que me esperaba. El gordo Juan se hallaba boca abajo bajo las sábanas. No quedaba claro contra quién culeaba desesperado, pero estaba claro que se follaba enloquecido a alguien. En realidad, a alguien invisible, porque el tamaño del hombre tapaba a la mujer que estuviera debajo de él. Y la mujer que estaba debajo no me cupo la menor duda de que era Blanca.

Mo entendía nada. ¿Blanca había sucumbido a los encantos de un cuarentón gordo y seboso por el simple tamaño de su polla? Mi novia siempre había sido de sexo más bien exiguo y era yo el que tenía que insistirle para que no se nos pasaran las semanas sin practicarlo. Aparte de que me había asegurado un millón de veces que ella sería incapaz de tener sexo con alguien a quien no amara. Y que era por aquello que solo se había acostado con los novios con los que había mantenido una larga relación.

¿Se había desatado ahora y se dejaba follar por el primero que llegaba y le hacía cualquier cucamonas con el rabo entre las manos? ¿Qué coño había cambiado dentro de su cerebro? ¿Era yo el que había fallado o era ella la que llevaba una furcia en su interior que no había salido fuera hasta que la ocasión se había mostrado propicia?

Dicen que las personas muestran su verdadero rostro en situaciones extremas. Tal vez era lo que le ocurría. Blanca habría comenzado a mostrar su lado más zorrón en aquella atmósfera enrarecida. «Vengan y miren, señores, la puta mayor del reino ha salido a la luz». Debía de ser que mi novia ya no veía aquello como un secuestro, sino como una oportunidad para disfrutar del sexo como no lo había hecho jamás. Total, si íbamos a morir…

No quise ver más. Me giré y, arrastrando los pies, me volví hacia nuestro cuarto.

Por el camino de regreso me dio tiempo a pensar en cual sería mi estrategia a partir de ese día. De acuerdo, me rendiría, me subiría al carro y participaría en la «gran follada», eufemismo con el que habían bautizado aquella opereta. Aunque en realidad no era más que un gran «gang bang» de cuatro tíos contra una mujer, quien iba a terminar con el coño tan dolorido que no se iba a poder sentar en meses.

Que se fueran a la mierda ella, los tres cabrones, los de EXTA-SIS, y su puta madre. Me iba a esforzar en sacar el orgasmo de Blanca que me tocaba y me iba a largar de allí, vivo a ser posible, para recomenzar mi vida lejos de aquella zorra.

*

Con los ojos semicerrados por el dolor de cabeza, estaba a punto de empujar la puerta de nuestra habitación cuando vislumbré la claridad. Provenía del otro lado de la encrucijada entre la cocina y los baños.

Me detuve en seco, despertando de sopetón. Y decidí darme una vuelta por la nevera para beber algo fresco. No me vendría mal algo de agua para limar la sequedad de boca que me había dejado el champán.

Aunque me temía que iba a encontrarme con Hugo, el mayor hijo de puta del encierro, a pesar de disfrazarse a menudo de hombre bueno. El resto de los participantes estaban a «sus cosas», así que me dispuse a verle el careto al medicucho, una vez más.

Eso, en el caso de que la luz no estuviera encendida por olvido de alguien.

Asomé la cabeza por la puerta y, en efecto, la cocina se encontraba vacía. Di dos pasos hacia el interior y de pronto divisé a la figura solitaria que había estado oculta a la vista tras la puerta: una Blanca pensativa bebía una taza de algo caliente apoyada sobre la encimera.

Alzó los ojos al verme entrar y me miró en silencio.

—Ho…hola… —dije sorprendido.

Acababa de ver a mi novia bajo el corpachón de Juan, ¿cómo diablos podría estar aquí ahora? ¿Tenía el don de la ubicuidad? ¿O es que no era Blanca la que estaba debajo de él? ¿Había alguien debajo de Juan, realmente?

La resaca del champán no me dejaba pensar con claridad. ¿Había visto algo en aquella habitación o me lo había imaginado? Si no había nadie bajo el cuerpo del grandullón, ¿a quién se estaba follando el muy gilipollas?

—¿Qué pasa, cielo? —sonrió Blanca—. Parece que hayas visto un fantasma.

—No… yo… —no sabía qué decir—. ¿Qué haces aquí?

—Pues ya ves… no me podía dormir y me he venido a tomar una infusión a ver si luego lo consigo. ¿Y tú? ¿Cómo es que estás despierto? Hace un rato roncabas como un oso.

No sabía si buscar una excusa o si valía la pena inventar un cuento chino. Así que, sin más tapujos, decidí contarle la verdad. Eso sí, omitiéndole mis sospechas, no era cuestión de entrar en una discusión sin cuartel a aquella hora. Al terminar mi relato, Blanca se sujetaba la tripa para no partirse de la risa.

—¿A quién crees que le estaría dando su merecido? —preguntaba yo entre sollozos de la risa producto de la tensión pasada unos momentos antes.

—Bah, no le hagas ni caso —decía como si hablara de un amigo de la infancia—. Ese tipo es un salido y, si no tiene a quien follarse, le habrá hecho un agujero a la almohada y se la estará tirando pensando en alguna escena de esas revistas que tanto le gustan.

«Como Hugo», pensé para mí. También él se había follado una almohada mientras miraba revistas porno. Pero preferí callarlo.

Hubo un inciso en el que ninguno se decidía a hablar. Parecía que ambos estuviéramos pensando en lo mismo, pero que ninguno quisiera entrar al trapo. Al final fui yo el que lo hizo.

—Siento lo que ha pasado en la pista de baile.

—No tienes por qué sentirlo, tú no tienes culpa de nada…

—No sé… ver cómo te manoseaban esos tres me ha vuelto loco… —musité—. Pero ha sido mucho peor lo que ha dicho después Juan, eso de que todos te van a follar hasta que se harten.

Se mordió el labio y bajó la mirada.

—¿Qué piensas de eso? —insistí para evitar que se me escabullera.

—¿Y qué quieres que piense? —dijo tras reflexionar unos instantes—. Las formas de Juan y sus palabras groseras no son las mejores, el tipo es un cerdo desde que se levanta hasta que se acuesta. Aunque eso no quita para que en el fondo tenga razón. Estoy sola contra los cuatro, no hay ninguna chica más. Si alguien va a abrir las piernas esa voy a ser yo. No es que me queje, ni tampoco que me regodee. Pero estoy llegando a asumir mi papel en todo esto y creo que debo sacrificarme. Por todos, vale… pero sobre todo por ti y por mí.

La punzada en el corazón me hizo cambiar de postura, incómodo por la rendición que demostraba la que dos días atrás quería convertir en mi esposa.

—No me gusta verte tan dispuesta.

—Lo sé, pero dime qué otra opción me queda…

—Si no te conociera pensaría que estás disfrutando de la situación —dije, y me arrepentí al instante, a pesar de que era la verdad.

—Eso nunca, como mucho intento adaptarme…

—Con esos tipos lo vas a pasar mal… —dije y ella hizo un gesto de desagrado para darme la razón.

Tragué saliva y volví a pensar en lo salidos que andaban los tres cerdos compañeros de secuestro. Llegar a follarse almohadas para mitigar las ganas de sexo era síntoma de ello.

Y no era aquella una noticia para tomársela a risa. Me temía que no iban a tardar mucho en saltar sobre Blanca. Y ella solo me tenía a mí para evitar ser destrozada como un animalillo indefenso.

Lo pensé un segundo. Luego concluí que decirle lo que había decidido era lo mejor. Si al menos la acompañaba en aquel viaje, tal vez podría minimizar los daños. Omitiría, por supuesto, la parte en la que mi decisión era salir sin compañía y sin contar con nadie, ni siquiera ella.

—Tengo que decirte algo —comencé—. No sé si es buena hora…

Sus ojos brillaron expectantes. ¿Era posible que me hubiera leído el pensamiento?

—Dime…

—Pues… he pensado… —dije con un titubeo—. Que voy a acompañarte en este lío en el que nos han metido. No quiero que te pase nada, te quiero demasiado.

Blanca se echó en mis brazos con lágrimas en los ojos.

—Gracias, mi amor —decía, y se apretaba contra mi cuerpo con una fuerza que no le recordaba—. Yo también te quiero… más que eso, mi amor… te amo…

Nos mantuvimos abrazados largo tiempo. Después, bebimos en silencio una infusión y al final nos volvimos a la cama.

Aquella noche nos besamos despacio, con una pasión y una suavidad que no recordaba de los siete años que llevábamos juntos. Le hice ver que estábamos allí juntos, y nadie más que nosotros teníamos para defendernos del resto del mundo. Pero que, si permanecíamos unidos, tendríamos la fuerza necesaria para afrontarlo todo.

O eso era lo que yo quería que creyese, aunque ya todo me importaba una mierda.

Habrían de pasar muchas cosas, sin embargo, no iba a ser tan fácil desentenderme de lo que ocurriera a nuestro alrededor.

Pero eso yo entonces lo ignoraba.



DIA 3 (2) - AMONESTADOS POR EXTA-SIS

La mañana siguiente amaneció tranquila y sin sobresaltos. Por primera vez en varios días el despertar no se convertía en una pesadilla.

Para iniciar la jornada, nos estuvimos besando con parsimonia. Luego nos duchamos juntos en uno de los cubículos del baño de señoras, donde repetimos el besuqueo. En este caso de manera fugaz porque no las teníamos todas con nosotros de que el trío de imbéciles no fuera a aparecer para dar la nota.

Tampoco coincidimos con nadie a la hora del desayuno y por ello disfrutamos de la primera comida en solitario de nuestro cautiverio. Reímos mientras nos disputábamos los bocados más apetecibles, sin preocuparnos de agotarlos al saber que la despensa rebosaba de todo lo imaginable.

El primer sinsabor del día llegó al acabar el desayuno. Y llegó por mensaje del wasap interno. Los dos móviles sonaron a la vez, lo que era anuncio de un mensaje en el grupo. ¿Serían los de EXTA-SIS los que rompían la paz o sería alguno de los tres cerdos, Hugo con mayor probabilidad?

Ganó la primera opción. Y el mensaje encerraba una amenaza. Blanca y yo empleamos unos minutos en leerlo y en digerirlo.

EXTASIS: Queridos amigos.

Empezábamos mal. ¿Quién coño le había dicho a aquellos rufianes que fuéramos sus amigos?

EXTASIS: El día de la primera “prueba oficial” se acerca. Sin embargo, no hemos visto por vuestra parte ninguna actividad encaminada a practicar lo que luego tendréis que demostrar en el escenario central. Una simple masturbación por parte de la bella señorita a uno de los participantes no parece entrenamiento suficiente para dos días. No perdáis el tiempo, por favor. Os aconsejamos que iniciéis las prácticas para evitar sorpresas desagradables en momentos clave. Contamos con vosotros.

El mensaje era miserable. Leído entre líneas, venía a decir: «la bella señorita sigue casi intocada en el tiempo que lleváis encerrados. Si no la folláis debidamente, con dificultad va a poder llegar preparada a los encuentros oficiales para alcanzar los orgasmos exigidos».

El comunicado, por otro lado, quedó flotando entre Blanca y yo, porque ella no me había confesado su encuentro con Rubén. Me miró avergonzada a la espera de que le preguntara, pero desvié la mirada y no dije nada. Su suspiro de alivio sonó a un «gracias».

Nos tomamos de las manos. No fuimos capaces de decir palabra. Un rato más tarde, tras arreglar la habitación, decidimos ir a la pista principal en la primera planta para leer un rato en la tranquilidad de su silencio. La decisión la tomamos tras confirmar que el trío de tipejos se entrenaban juntos en el gym de la tercera planta.

*

Llevábamos menos de una hora leyendo cuando vimos acercarse una figura hacia nosotros. En la semioscuridad no sabíamos quién podía ser y me alarmé. Blanca y yo nos habíamos sentado en uno de los sofás de la pista de baile improvisada y acompañábamos la lectura con dos copas que había tomado «prestadas» de la barra anexa a la pista.

Blanca había detectado al intruso antes que yo y me avisó tocándome en un brazo.

—Tenemos compañía.

Levanté la cabeza y, tras afinar la vista, observé que era Rubén el que se acercaba con andar perezoso.

—¿Qué coño querrá el imberbe? —susurré.

—Vete a saber.

Aunque el musculitos era el menos preocupante del trío, un run-run nació en mi estómago.

Rubén no se acercó a nosotros, sino que se acomodó en el sofá más alejado del nuestro, frente por frente pero a bastante distancia. Respiré aliviado, aunque enseguida comprobé que mis temores estaban fundamentados.

—Blanca, ¿te importa venir un segundo? —casi gritó Rubén al cabo de un par de minutos—. Necesito decirte una cosa.

Mi novia me miró para pedir mi opinión y yo me encogí de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar?

Se levantó de nuestro sofá y se acercó al del imberbe. Luego se recogió la falda por detrás y se sentó junto a él. Demasiado cerca, para mi gusto. Por mucho que hubiera tomado una decisión, me iba a resultar muy difícil permanecer impasible ante lo que allí pasaba. Los detalles escabrosos seguían torturándome a pesar de mi rendición.

Rubén comenzó la charla entre ellos. Lo hizo a un volumen que solo podría oír alguien a pocos centímetros de su boca. O alguien que fuera capaz de leer los labios como un libro abierto. Gajes del oficio, me congratulé.

Así que, fingiendo desinterés, me dediqué a escuchar —más bien «leer»— su conversación.

—Verás, Blanca… —titubeaba el chaval—. Es que he estado hablando con Hugo y me ha pedido que te dijera que acepto lo que me propusiste ayer, cuando me la estabas meneando.

—¿A qué te refieres? —preguntó mi novia. Yo estaba seguro de que ella sabía de qué hablaba el imberbe; lo mismo que lo sabía yo.

—Pues a lo de… hacerme una mamada.

Blanca sonrió burlona.

—Vaya, ¿ahora sí quieres? —le vaciló mi novia—. ¿Ayer no y hoy sí?

—Verás… —seguía titubeando el chico, se veía que la mirada de frente de una mujer hecha y derecha le ponía super nervioso—. Yo es que no sabía lo importante que era eso. Pero Hugo me lo ha explicado. Necesito practicar con una mujer, tener contacto con su piel. Lo ideal sería follarte, pero tengo poca experiencia, y solo con chicas muy jóvenes, y por algo tengo que empezar. No puedo fallar, tengo que hacerte correr si queremos salir de aquí. La mamada sería ideal para iniciarme.

Vaya, parecía que al final el chico se había descarado. La mamada que pedía —por «recomendación médica»— era solo la entrada para lo que vendría después. ¿Cuánto tardaría en pedirle a Blanca que se abriera de piernas? ¿Lo intentaría incluso durante la sesión que esperaba tener con mi novia en unos minutos? Eso, en el caso de que ella accediera a chupársela de esa manera, en frío.

—Pues vete a decirle a Hugo que eso es una gilipollez —replicó Blanca y me sentí feliz por sus palabras—. Aquí la que tiene que pasarlo bien soy yo. El que tú te lo pases bomba mientras yo te la chupo no ayuda a conseguir nuestro objetivo.

—Bueno, eso mejor se lo dices tú.

El chico se dedicaba a teclear en su móvil. Mi novia miraba a su pantalla y la cara se le iba agriando. No habían pasado cinco segundos cuando el móvil de Blanca pitó. No tuve la menor duda de quién le escribía.

Y mi felicidad se fue a la mierda.

Tras leer el mensaje de Hugo —no sabía que provenía de él, pero podría apostar mi mano derecha sin perderla—, Blanca tecleó algo en su móvil y se puso en pie.

—¿Dónde lo hacemos? —peguntó con malos modos y se me llevaron los demonios. Una vez más había claudicado.

—Por mí, aquí mismo —repuso Rubén.

—¿Estás loco? —le puso cara de perro—. ¿Delante de mi novio? Ven, vamos a tu cuarto.

El chico se puso en pie y comenzó a andar hacia la escalera. Blanca se había acercado a mí mientras tanto y me soltó la más estúpida excusa que se le podía haber ocurrido.

—Quieren verme arriba para que les asesore sobre unos temas de la comida —dijo con sonrisa de judas—. Estos chicos no saben cocinar y me han pedido que les ayude con una receta.

Le respondí que por mi Ok y mi chica alcanzó a Rubén para dirigirse juntos hacia la planta dos. Antes de abandonar el recinto de la pista principal, Rubén le puso la mano en la cintura, extendiendo los dedos y tocando culo. Blanca hizo un quiebro y ayudada de una mano, retiró el contacto.

Era sorprendente, me dije con un escalofrío, mi novia se la iba a chupar a aquel tipo, pero no permitía que le metiera mano. Al menos en mi presencia, a saber lo que ocurriría en cuanto se internasen en la oscuridad.

Antes de que se perdieran entre las sombras, mi móvil me sobresaltó con uno de sus avisos de mensaje entrante. Lo desbloqueé y comprobé que me había llegado algo de Hugo. Abrí la app y leí.

HUGO: Hola Alex. Blanca me ha comentado que te incorporas a bordo. Quería agradecértelo personalmente, no sabes la alegría que nos das a todos. Sin tu ayuda no podríamos lograrlo. Bienvenido y gracias de nuevo.

Odié el mensaje del medicucho, sin contar con su tono de camaradería, como si fuéramos colegas de años. Pero la docilidad de Blanca, descubriéndole mi decisión, me humillaba aún más. Además, ¿cuándo se lo había contado? Mi novia y yo no nos habíamos separado ni un segundo en toda la mañana.

Maldije el puñetero wasap, que facilitaba las más viles traiciones por la espalda. Maldita herramienta inventada para crear cornudos, me lamenté. Apunto estuve de lanzar el móvil hacia las gradas. Solo me contuvo saber que sin él me encontraría mucho más aislado de lo que ya estaba.

Continuará......
 

Día 3 (3) – Blanca se enfada con Hugo​


Tres cuartos de hora de reloj tardó Blanca en volver. Se la veía actitud y expresión de enfado. De un golpe se sentó junto a mí y, sin siquiera mirarme, tomó su libro y fingió leer.

Con una sangre fría de la que no me creía capaz, contuve las ganas de preguntar qué había ocurrido durante su excursión a la segunda planta. Se la veía nerviosa y con deseos de hablar. Si quería saber, me bastaría con esperar. Y al final sucumbió, como estaba seguro de que ocurriría.

—¿No vas a preguntar qué ha pasado? —dijo dejando el libro a un lado.

—No lo necesito, no te preocupes —repliqué sin siquiera mirarla.

—Vaya –pareció ofenderse—. ¿Ahora eres adivino?

—No, adivino no soy… —volví a hablar sin mirarla—. Pero soy experto en lectura de labios, como sabes, y no me he perdido ni una sola palabra de tu conversación con ese subnormal de Rubén.

Suspiró, dándose cuenta de que había hecho el ridículo con la estúpida excusa.

—Además… —continué—. Llevas un manchurrón de semen en el pelo.

Lanzó varios tacos mientras se buscaba el disparo de la polla del musculitos y se lo limpió con un pañuelo de papel que sacó de algún bolsillo. Después volvió a hablarme.

—De todas formas, ¿no quieres que te explique cómo ha sido?

—No, gracias —repliqué—. No quiero conocer los detalles.

—Ah, vale… —se quejó—. No te importa una mierda lo que me pase… ¿es eso todo lo que me quieres?

No quise responderle que mi amor hacia ella era solo una excusa que iba a utilizar a mi conveniencia para salvar el pellejo. Aunque me convenía disimular. Así que cambié de estrategia.

—Está bien, si quieres contármelo, adelante… Pero no esperes mi compasión.

Cerré el libro y fingí interés por lo que tuviera que contarme. Mi desazón a medida que desgranaba la historia crecía hasta casi hacerme vomitar.



*​



—Ese niñato de Rubén un día se va a encontrar con lo que no ha buscado —comenzó a hablar—. Pues no será cabronazo que me intenta echar mano al culo como si yo fuera una puta y él su cliente.

No quise aclararle que había presenciado la jugada mientras se alejaban hacia las habitaciones. Y mucho menos que, si cada vez que Hugo la achuchaba, aceptaba lo que fuera, el resto de los cerdos iban a ir subiendo el listón para conseguir de ella lo que quisieran. Y que llegarían a hacerle cualquier barbaridad propia de una película porno ilegal.

—Pero, bueno, al grano. Rubén me ha llevado hasta su habitación —continuó— y, al entrar en ella, Hugo ha cerrado la puerta a mi espalda. ¿Te puedes creer que el muy asqueroso ha estado presente durante todo el tiempo?

¿Qué si me lo creía? —hubiera sonreído si lo que estaba escuchando no fuera para gritar—. No es que me lo creyera, es que hubiera apostado por ello.

—Total, que el medicucho de mierda se ha preparado con una libreta, un bolígrafo y un cronómetro. Debe de querer dedicarse a dirigir el espectáculo cada vez que se haga algo en una habitación. Para luego cascársela, supongo… Puto pajillero…

Volví a morderme la lengua para no decirle que lo que se hiciera en los dormitorios era algo que ella había decidido dejar que ocurriera. Que no podía quejarse porque, como siempre ha dicho la sabiduría popular, «le tocaba callarse como una puta».

—Y la función ha empezado, a pesar de que me moría de asco con solo pensarlo. Hugo ha ordenado a Rubén que se sentara en el borde de la cama, me ha pedido que le bajara los pantalones junto con los bóxer y se los sacara por los pies y luego he tenido que comenzar a chupársela.

»Te juro que era asquerosa. La picha de ese niñato sabe a rayos con eso de estar pajeándose todo el tiempo. Aun así, se la he limpiado con una toallita húmeda, y he hecho de tripas corazón. Después he ido siguiendo las indicaciones de Hugo. Chupa aquí o chupa allá; mueve la lengua de esta manera o de la otra; métetela hasta la garganta o hacia un carrillo de la boca; succiona el capullo, así… muy bien…

»Me daban ganas de salir de allí y mandarlo todo a la mierda. Si no lo he hecho ha sido por el miedo que tengo a no conseguir salir de aquí.

Las arcadas comenzaban a nacer en mi estómago. Me sentía tentado de decirle que parara, que no siguiera, que me iba a morir de la angustia. Pero noté en su mirada que necesitaba descargar su conciencia y la dejé continuar.

—Pero lo peor ha llegado después. Ni te lo imaginas. El puto chaval se ha ido creciendo y, si al principio se dejaba hacer, de pronto ha tomado carrerilla y ha comenzado a dirigir la mamada. Primero me ha cogido del pelo y me apretaba contra su polla sin dejarme respirar. Yo intentaba no asfixiarme y le pedía ayuda a Hugo con la mirada. Él, sin embargo, sonreía complacido y le ha hecho un gesto al chaval.

»No sabía qué le había dicho por mímica, pero enseguida lo he comprobado. Cuando tenía su polla en la garganta, sin poder respirar por la boca, me ha taponado la nariz y he pasado los segundos más angustiosos de mi vida. Creí que querían matarme o algo así. Ha faltado poco para asfixiarme.

El desgarro en mi interior crecía por momentos. Y eran justamente ganas de matar a aquellos dos lo que no me faltaban. Pero de nuevo intenté mantenerme sereno.

—La única manera que he encontrado de liberarme ha sido morderle. Y vaya si le he mordido, pero Rubén se ha puesto a gritar y me ha dado un empujón que me ha tirado de espaldas. ¡El muy hijo de puta! La fuerza de ese cerdo es inaudita. Hugo le ha echado la bronca, pero se le veía disimular las ganas que tenía de reírse. Cabrón de medicucho…

No entendía si Blanca de verdad creía que me engañaba cada vez que insultaba a Hugo delante de mí. Yo me mordía la lengua para no gritarle que dejara de simular odiar a aquel cerdo. Porque por la espalda y a traición parecía venerarle.

—Cuando todo se ha tranquilizado, Hugo me ha convencido de que siguiera con la mamada, y así lo he hecho. Esperaba conseguir que el cerdo de Rubén se corriera cuanto antes y que me dejaran en paz. Pero aún quedaban cosas peores.

Joder, me decía para mí, ¿peores que lo que has contado?

—Cuaderno en mano, Hugo se ha acercado hacia nosotros y me ha ordenado que sacara la lengua. Luego le ha dicho a Rubén que me escupiera en ella. Me he quedado de piedra y he amagado con levantarme e irme. No sé cómo me he sujetado para no hacerlo.

Yo sí lo sabía, pero no podía decírselo a riesgo de acabar en una nueva discusión. Lo que había pasado es que Hugo había vuelto a dar las órdenes y ella a acatarlas como un corderito. ¿Cómo coño se había transformado mi novia, la fuerte Blanca, en una persona sumisa y sin voluntad ante la presencia del médico? Me iba a morir de las ganas de saberlo, porque para mi salud mental no iba a intentar averiguarlo.

—Al principio, Rubén me ha soltado en la lengua un hilo muy fino de saliva. Hugo le ha corregido y le ha ordenado que me escupiera de verdad, «un buen lapo» ha dicho. Rubén lo ha ejecutado a la perfección y la saliva del musculitos casi me llena la boca. Pensé que Hugo quería que la tragara y casi lo he llegado a hacer. Pero no era así, lo que quería era que la esparciera por la polla del imberbe.

»Así lo he hecho y a partir de ese momento ha sido la tónica todo el tiempo. Rubén me escupía y yo esparcía la saliva por la polla del chaval muerta de asco. Y vuelta a empezar. Rezaba para que el chico se corriera, pero el cabrón es duro y ha aguantado un montón, no sé cuánto, pero demasiado para mi gusto.

»Finalmente ha comenzado a temblar y ha comentado que le quedaba poco para correrse. Hugo me ha pedido que parara y que me tumbara en la cama con la cabeza sobre la almohada. Luego ha ordenado al chico que se colocara a horcajadas sobre mi cara y que se pajeara. Y el muy cabrón ha empezado a escupir como una puta manguera. La lefa de ese cerdo huele y sabe vomitiva. No sé qué coños comerá. Se ha estado corriendo yo diría que un minuto, aunque tal vez exagero. El caso es que me ha llenado la cara y la boca de esa sustancia espesa y caliente que me da tanto asco que he dado varias arcadas. No he vomitado el desayuno por muy poco.

Entendía lo que decía, porque yo también estaba a punto de vomitar. Le pedí que dejara la explicación y Blanca confesó que no había mucho más que contar. Que había salido a la carrera del cuarto de Rubén para lavarse en los aseos y que acto seguido había corrido a mi lado.

Lamenté no desear abrazarla, sabía que lo necesitaba. Pero no quise acercarme para no tener que olerla, hubiera jurado que efectivamente su pelo emitía un asqueroso olor a sexo masculino.

Y callé el consejo que me ardía por dentro: dúchate antes de comer, zorra, si quieres que me acerque a ti el resto del día.



Día 3 (4) – El experimento de Hugo​



No tuve que pedírselo, Blanca se duchó de nuevo en cuanto subimos a la segunda planta. Yo me quedé en la habitación y, tras veinte largos minutos de espera, apareció enrollada en sus habituales toallas. Durante ese tiempo, la había imaginado en cualquier postura sexual dentro del baño, asediada por los tres hombres y vencida por el placer en una entrega sumisa.

Nos dirigimos a la cocina dispuestos a comer. Los tres tipos ya se ponían morados desde hacía rato. Blanca y yo fuimos apurando nuestros platos y, al finalizar, se ofreció a preparar los cafés.

Mientras trajinaba con la cafetera, Hugo se levantó de su silla y se acercó a ella. El corazón me dio un vuelco sin poder evitarlo. Estaba claro que por mucho que me quisiera desentender del asunto, no me iba a resultar tan fácil.

Estaba dispuesto a leer aquella conversación en sus labios, ya que el médico la susurraba muy de cerca y no había forma de oírla. Blanca le miraba concentrada, con el ánimo de no perderse una sola palabra… O, más bien, una sola «orden» de aquel cerdo.

Pero el tipo me daba la espalda, al tiempo que cubría la cara de Blanca con su cabeza rapada. Para leerle los labios tendría que haberme movido hacia un lado de una manera sospechosa, así que me contuve clavándome las uñas en la palma de la mano.

Blanca volvió a la mesa y los tres hombres se marcharon. De nuevo a solas, pude preguntar sin tapujos.

—¿Qué te ha contado Hugo? —la curiosidad me mataba.

—Pues ya sabes… lo de las pruebas y eso… Lo que esta mañana nos han dicho los de EXTA-SIS.

—¿Nada más?

—Esto… —parecía no decidirse a hablar del todo claro—. También me ha dicho que está ideando un método novedoso que quizá pueda ayudarme a alcanzar el orgasmo.

Vaya, pensé, ha tardado mucho el cabrón en decidir follársela.

—¿Un… método? —pregunté sin saber si quería oír la respuesta.

—Sí, algo así… Él lo llama «masturbación guiada».

¿Masturbación guiada? Menuda gilipollez. Lo que no entendía era como Blanca, mujer más que madura para su edad, se tragaba todas las bobadas de semejante individuo.

—¿Y piensas ir? —dejé caer, aunque adivinaba la respuesta.

—A ver… ¿qué remedio me queda? —replicó.

Y el silencio se tendió sobre nosotros. Al menos hasta que ella siguió explicando la charla con Hugo, su nuevo ídolo a todas luces.

—Y… bueno… —continuó entrecortada. Se veía tímida ante lo que tenía que decirme—. Me ha pedido que me acerque esta tarde por su cuarto, para practicar alguno de sus métodos, ya sabes… ¿No te importa, verdad?

«Pedido» no me pareció la palabra adecuada para lo que habría hecho el calvorota. «Ordenado» me parecía más convincente. Y, por otro lado, ¿qué iba a responderle, que sí me importaba? ¿Que ni por encima de mi cadáver lo permitiría? Me limité a encogerme de hombros una vez más y a mirar para otro lado, deseando que aquella conversación finalizase.

Pero las sorpresas aún no habían acabado, al menos de momento.

—El caso es que hemos quedado que me pasaría a verle después de la siesta… —parecía concluir, aunque aún le faltaba la parte más jugosa de la frase— y me ha pedido que te diga que tú también te prepares para participar. Te avisará cuando la prueba haya llegado a un punto clave, o algo así… para que te unas al experimento.

Mi mandíbula se descolgó sin poder evitarlo. ¿El puto Hugo quería invitarme a la función? ¿Qué ocurría, que quería tener espectadores mientras se follaba a mi novia?

Era curioso el giro de guion, incluso tentador. Quizá podría estrangularle mientras se corría en el interior de mi novia, el mejor momento para pillarle desprevenido. Pero, como a eso no me atrevería, por supuesto no iba a darle el gustazo de sujetarle la vela ni borracho.

Continuará...
 
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