Prólogo
Lo primero que escuché cuando comencé a recobrar la conciencia fue la voz desesperada de Blanca, mi prometida:
—Despierta, Alex, despierta, por favor...
Blanca me reclamaba consternada al tiempo que me propinaba pequeñas bofetadas en la cara.
—Por dios, Alex, despierta… me estás asustando… —seguía diciendo, alzándome la cabeza y lloriqueando.
Debí de cerrar los ojos porque la vista se me nubló y Blanca soltó un sollozo. Fue solo un instante, al segundo siguiente ya comenzaba a distinguir los detalles del techo, que iba tomando forma por momentos en mi cerebro.
«Pero… —pensaba con la mente aún nublada—, ¿Dónde estoy?». Aquel techo no parecía el de nuestra habitación. Era tremendamente alto —¿diez, quince metros?— y tan enorme que no podía distinguir ni su principio ni su final. Lo cierto era que aquel techo oscuro y recorrido por grandes tubos de aireación de color aluminio no se parecía al de nuestro cuarto, escueto, liso y con su foco redondo y blanco, producto de serie de Leroy Merlín.
—Tranquilo, Alex… te vas a poner bien —decía Blanca y acompañaba sus palabras cubriéndome la cara con besos húmedos y sedosos. Blanca, la mujer que más me quería en este mundo. Y a la que yo amaba. Si estaba conmigo, todo lo demás estaba bien.
Y dejando al mundo tomar forma a mi alrededor, me dio por pensar en ella. Blanca. Mi luz, mi guía, la mejor novia —casi prometida— del mundo. Mi futura esposa.
Y una imagen idílica, de una mujer sobre un pedestal con un vestido blanco de gasa movido por el viento, apareció en mi imaginación. Creo que anoche bebí demasiado, me dije. Pero Blanca seguía presente en todas las ensoñaciones que surgían en mi cerebro cuando me dejaba llevar por aquel sopor dulce al que me rendía mientras mi novia lloriqueaba y me palmeaba la cara para hacerme despertar.
Blanca.
Con treinta y seis recién cumplidos —dos más que yo—, mi novia era, además de un ser maravilloso, una hembra con mayúsculas. Mucho más atractiva ahora que cuando la conocí siete años atrás.
Guapa de cara, de altura envidiable —uno setenta y dos, más alta con tacones que mi metro ochenta— y un cuerpo trabajado en el gimnasio, mi chica era ese tipo de mujeres por las que los hombres giran la cabeza cuando pasan a su lado.
Con todo ello, lo que más me atraía de su físico era la melena castaña con reflejos rubios casi por la cintura, sus ojos avellana y esa sonrisa que rompía los corazones si te la dedicaba. Esa maravillosa sonrisa de dientes blancos e iguales, a excepción del colmillo derecho que se le había montado sobre el incisivo, le proporcionaba una gracia especial que volvía locos a los hombres.
No sería la primera vez que había tenido que intervenir para quitarle de encima a algún moscón mientras me esperaba en la barra de un bar.
—¿Ya estás mejor, cariño? —decía y Blanca volvía a darme palmaditas en la cara.
—Casi… no sé… —respondía yo, aún aturdido, y cerraba los ojos para seguir idealizándola.
Era tan reconfortante saber que ella estaba a mi lado. Y que siempre lo estaría, pasara lo que pasara. Así lo había prometido y yo la había creído. Si no formábamos la pareja perfecta, no estábamos muy lejos de hacerlo. Me importaba muy poco si esto era para envidia de mis amigos.
Estos, malintencionados y resentidos, siempre habían mantenido que Blanca era demasiada mujer para mí. Que estaba muy por encima de mis posibilidades. Pero yo, en lugar de enfadarme, me regodeaba de la envidia que demostraban por mi gran suerte. Blanca, la chica más guapa del barrio, la que todos adoraban, me había elegido a mí.
A mí, y no a ellos.
Que se fastidiaran.
Mientras en mis oídos desaparecía aquel maldito pitido que me estaba matando, recordé que en algún bolsillo de mi cazadora llevaba el anillo de pedida que pensaba entregarle esa noche cuando la pidiese en matrimonio. Con rodilla en tierra, como tenía que ser.
Había planeado pedírselo tras asistir al espectáculo de la discoteca más en boga de Madrid. Justo cuando sonara el himno de final de la noche y las luces se encendieran para que los asistentes comenzáramos a desfilar hacia la salida.
Me palpé la ropa y comprendí que no llevaba puesta la cazadora, ¿dónde la habría dejado? Ah, sí, en el guardarropa… Qué estupidez la mía, mira que si me robaban el anillo. No es que fuera un anillo carísimo, pero si desaparecía me chafarían la sorpresa y eso sería peor que la pérdida económica.
Lo de que UNIVERSE era la discoteca más «cool» de Madrid me lo había asegurado Sara, la mejor amiga de Blanca. Su «más mejor amiga», solía decir mi chica, parafraseando a Forrest Gump. Más que amigas, eran como hermanas.
—Es la fiesta perfecta para pedirla en matrimonio —había dicho Sara mientras intentaba colocarme dos entradas para que llevara a Blanca a conocer la disco de la que todos hablaban—. Si no quieres entenderlo así, allá tú. Pero que sepas que es un error que siempre te echarás en cara si no aceptas mi consejo.
Dejé de pensar en el anillo y en Sara y me concentré de nuevo en Blanca, quien ya me había incorporado algo en el sofá donde había despertado, y me abrazaba haciéndome arrumacos, mientras el mundo se redibujaba a mi alrededor.
—Despierta, amor, por favor… —dijo de nuevo, abrazándome—. Estoy muy asustada… No sé qué está pasando.
*
Al recobrar al menos la mitad de la consciencia —la otra mitad aún me llevaría un buen rato—, comprendí que Blanca llevaba razón: lo que ocurría era bastante extraño. Y perfectamente capaz de asustar a cualquiera. Un vacío se adueñó de la boca de mi estómago mientras giraba la mirada a mi alrededor.
Como había supuesto al recobrar el conocimiento, no estábamos en nuestra cama. Ni en nuestra habitación. Mi inspección ocular me decía que el lugar donde despertaba se parecía mucho a la macro discoteca donde habíamos pasado la madrugada anterior. Un local gigantesco de tres pisos, con varias pistas y áreas de espectáculo.
Solo que ahora no estaba lleno a rebosar como durante la fiesta, sino que se encontraba completamente vacío y en semioscuridad. ¿Estábamos en el interior de UNIVERSE o era solo un estúpido sueño?
—¿Qué… qué hacemos aquí…?
Miré a Blanca e hice un gesto con las manos pidiendo una aclaración. Fue una pregunta inútil.
—No… no lo sé… cariño… —replicó ella titubeante—. Yo acabo de despertarme también… no hace ni diez minutos… y me estoy muriendo de miedo…
—¡Joder…! —dije tragando saliva—. ¿Nos han dejado aquí dentro y se han largado todos?
Blanca soltó un sollozo y se tapó la cara con las manos.
Me puse en pie al tiempo que lanzaba un exabrupto.
—¡Su puta madre…! —dije girando a mi alrededor y comencé a gritar desaforado—. ¿¡Hay alguien aquí!? ¡Eh! ¡Que se han olvidado de nosotros! ¡Me cago en la puta, es que nadie me oye!
El silencio a nuestro alrededor fue la única respuesta. Blanca se tapaba los oídos para rebajar el volumen de mis alaridos en su cerebro.
—¡¡Cabrones!! ¡¡Les voy a poner una denuncia que se van a cagar!!
—Vale, Alex, por dios, no grites… ¿No ves que me asustas más…? Además, ya ves que nadie te oye…
Me agaché hacia ella y la abracé. Le besé la frente para pedirle disculpas y Blanca me devolvió el abrazo.
Eché mano al bolsillo en busca del móvil y un recuerdo acudió a mí como un fogonazo.
—¡Joder! ¿Por qué coño se empeñaron en que dejáramos los teléfonos en el guardarropa? ¡Serán cabrones!
De repente y sin avisar, un dolor de cabeza de mil demonios me sorprendió. Eran como cien agujas clavándose en mi cerebro, todas a la vez. El gesto de dolor que hice alertó a Blanca, quien me sujetó por los brazos para evitar que rodara por el suelo.
—¿Te encuentras mal?
—No… bueno, sí… —dije sujetándome la cabeza—. Es un dolor como de diez resacas juntas. ¿Sabes si bebimos mucho anoche?
—Ni idea… —replicó—. Si te digo la verdad no me acuerdo casi de nada de lo que hicimos.
—Vaya, pues estamos igual…
Cuando el dolor pasó, volví a levantar la cabeza y miré alrededor. El silencio era sepulcral. Consulté mi reloj, eran las once de la mañana.
—¿Qué habrá pasado…? —dije más para mí que para ella—. ¿De verdad se han largado todos y se han olvidado de nosotros?
—Puede ser… —respondió Blanca con voz leve.
De un vistazo comprendí que el sofá donde nos encontrábamos era uno de los asientos de cuero grueso entre los muchos situados a ambos lados de la pista de baile, seguramente la pista principal a tenor de su tamaño. Cada sofá estaba pensado para tres o cuatro personas y disponía de una mesita para las bebidas.
En el lado de la pista en que nos hallábamos había no menos de veinte o treinta. Al otro lado había otro buen número de ellos, aunque la luz allí era escasa y no era fácil distinguirlos.
En cualquier caso, era estúpido pensar que hubiera más gente en nuestro estado. Quizá Blanca y yo habíamos bebido algo extraño —¿alcohol de garrafa, tal vez?— y habíamos perdido el conocimiento. El resto de la historia encajaba con un abandono por olvido, y era más propia de una película de miedo que de la vida real.
Pensé en ello. Nosotros no éramos de beber mucho, sino todo lo contrario. Lo normal era que esa noche tampoco hubiéramos bebido demasiado. Si de verdad habíamos perdido el conocimiento, tal vez no había sido por el alcohol… ¿Habríamos sido drogados? Era raro pensar en que alguien nos hubiera puesto droga en la bebida. ¿Quién éramos nosotros para que nadie quisiera hacerlo? Si hubiera sido para robarnos, nos habrían sacado un par de billetes de veinte, y eso con suerte.
Pero, ¿y si había sido un error? Unas copas preparadas para otros y equivocadas por el camarero. Tenía todo el sentido del mundo. Probablemente había sido así.
—Te diré lo que vamos a hacer —dije adelantándome a las palabras de Blanca, que ya empezaba a formar la pregunta en sus labios.
Al fin y al cabo el hombre era yo, y tenía que llevar la iniciativa. Por muy machista que suene, entre nosotros era lo habitual. Blanca siempre esperaba que yo planteara las soluciones a los problemas y luego ella se encargaba de aceptarlas o no, matizándolas a su conveniencia.
Y en esta ocasión funcionó como se esperaba.
—¿Qué…? —dijo y me miró expectante.
—Vamos a darnos unos minutos para recobrarnos del todo y luego buscaremos una salida por algún lado. ¿Qué te parece?
—Perfecto, cariño… lo que tú digas…
Me alegré de que en esta ocasión Blanca no insertara matices ni objeciones a mi escueto plan y respiré profundo para serenarme. Tenía cinco minutos al menos antes de ponernos en acción.
Por supuesto, estaba equivocado. Los acontecimientos no tenían intención de esperar por nosotros.
Y el guion dio un giro que nos dejó con la boca abierta.
*
Blanca abrió mucho los ojos y se quedó muda por la sorpresa. Le seguí la mirada y descubrí lo que le había llamado la atención. Dos tipos se acercaban trastabillando, emergiendo entre las sombras de uno de los extremos del local. Debían de habernos visto porque se dirigían hacia nosotros.
Blanca me abrazó por un costado. Noté que temblaba y traté de calmarla pasándole un brazo sobre el hombro y besándola en el pelo.
—Tranquila, cielo… —le dije suavemente, igual que se le habla a un niño—. No parecen peligrosos.
Los dos tipos se sujetaban entre sí. Uno parecía muy corpulento y más bien bajo y el otro algo más alto y delgado. El aspecto de ambos a primera vista no parecía, en efecto, amenazador.
—¡Eh, tíos! —dijo uno de ellos cuando se hallaban a una distancia suficiente para ser escuchados—. ¿También se han olvidado de vosotros?
Miré a Blanca y me congratulé al ver que alguien confirmaba mis sospechas.
—¿Lo ves? —dije a media voz para que no nos oyeran—. Parece que esos dos opinan lo mismo que yo.
—¿Se os ha comido la lengua el gato? —preguntó de nuevo el más fuerte, que por la voz se veía que era el que había gritado anteriormente.
No me gustó la forma en que nos hablaba, como si estuviéramos obligados a responderle sin demora.
—Eso parece… —repliqué mordiéndome la lengua—. En el caso de que sea lo que ha pasado, que se hayan olvidado de nosotros a la hora del cierre.
—¿Habéis visto a alguien más…? —dijo con un volumen más normal al hallarse ya casi a nuestro lado.
—Nosotros no —respondí—. ¿Y vosotros?
—Tampoco… —dijo soltando al más delgado sobre el sillón—. Pero este puto sitio es enorme… podría haber una docena de personas más y nos llevaría días encontrarlos.
El más delgado parecía aturdido y se dejó caer sobre el sofá todo lo largo que era. En la maniobra divisé sus músculos de gimnasio. Un cachitas, me dije, y mucho más joven que el otro, tal vez en los veintipocos. El corpulento —más tarde lo bautizaría como «el gordo»— andaría en la cuarentena, tal vez cuarenta y cinco o cuarenta y seis.
—Soy Juan —dijo de pronto el gordo—. Y este es Rubén. Nos hemos despertado en los baños de la segunda. Pero no juntos… eeehhh… —bromeó—. Cada uno en su cubículo, uno se durmió meando y el otro vomitando la borrachera. Perdonad si no especifico qué hacía cada cual… jajaja.
Le tendí la mano e hice las presentaciones.
—Yo soy Alex… Y esta es mi novia, Blanca.
—Encantado, Alex… —dijo y añadió algo que no me gustó—. Vaya novia tan guapa tienes. Encantado, preciosa…
Y sin cortarse se acercó a Blanca y le propinó dos besos antes de que ella pudiera reaccionar. Blanca me miró con expresión de repugnancia y no tuve más remedio que volver a morderme la lengua.
Aquel gesto, tan espontáneo como inapropiado para extraños que acaban de conocerse en un lugar ajeno, no me pareció muy aceptable. Sin embargo, me tragué la bilis que subía por mi esófago y traté de respirar profundo, ejercicio que me aconsejaba Blanca para calmarme en circunstancias parecidas. Al fin y al cabo había mucha culpa en el aspecto provocativo de su vestido.
—Perdonad que no me levante —rompió Rubén el silencio que se había originado tras los besos de Juan—. Pero es que aún estoy mareado. ¿Qué tal, Blanca? Hola, Alex…
—Hola, Rubén… —replicamos mi novia y yo al unísono.
No sabía qué más decir de momento, así que permanecí callado. Blanca, sin embargo, se mostró extrañamente locuaz.
—¿No habéis visto a nadie por ese lado de la discoteca?
Me extrañó que Blanca se decidiera a hablar con tanto desparpajo. Su voz, unos minutos antes temblorosa, le había salido ahora fuerte y serena. Me resultó, cuando menos, insólito. Ella que se asustaba con el vuelo de una mosca y que era de naturaleza tímida. Hubiera esperado, muy al contrario, que se quedara callada, y que me empujara a mantener el peso de la conversación.
—Pues no, chica —dijo Juan con exceso de confianza, provocándome un nuevo subidón de bilis—. Se ve que somos los únicos.
Iba a replicarle una fresca a aquel insolente cuando nos llegó una voz que reclamaba ayuda a unos metros de nosotros.
—¿¡Hay alguien ahí!? ¿¡Podéis ayudarme!?
*
La voz era masculina y provenía de entre las sombras del otro lado de la pista principal, en la zona de sofás que quedaban en la penumbra desde nuestra posición. Había sonado débil, quizá su dueño se encontraba indispuesto.
—¡Espera un momento! —gritó el gordo—. ¡Voy a ayudarte, no te muevas!
Juan cruzó la pista y buscó en la penumbra. Unos segundos más tarde emergió de ella llevando a un hombre con el brazo sobre el hombro, en la misma postura en que había tirado del tal Rubén unos momentos antes. Parecía saber lo que se hacía, la forma de cargar con un herido se parecía a la que había visto en las películas. Tal vez el gordo era militar, imaginé.
El nuevo tipo fue depositado por Juan sobre el sofá, obligando al musculitos a levantarse y echarse a un lado. Me fijé en él. Era un hombre tan escuálido que parecía un lapicero. O, mejor dicho, un rotulador, a tenor de su cabeza pelada que le asemejaba a un roller-ball.
Juan tomó la iniciativa y presentó el grupo al nuevo miembro. Nos fue señalando uno por uno mientras mencionaba nuestros nombres.
—Yo soy Hugo —replicó el calvo cuando Juan finalizó su diatriba—. ¿Sabéis que coños está pasando?
—Ni idea —respondió Blanca, dejándome de nuevo perplejo—. Algunos creemos que se han largado y nos han dejado olvidados.
El tal Hugo levantó la cabeza y negó moviéndola hacia los lados.
—Ni de coña, eso no hay quien se lo crea…
—¿Qué quieres decir? —preguntó el musculitos.
—Si se hubieran olvidado de nosotros, las luces estarían apagadas.
Nadie reaccionó a su explicación. Estaba claro que ninguno la habíamos entendido. Y Hugo se vio en la obligación de finalizar su razonamiento:
—Pensad en lo que digo —aclaró—. No me parece probable que se hayan olvidado de nosotros y a la vez de apagar las luces. Lo normal al cerrar la discoteca hubiera sido cancelar el interruptor general de la iluminación, dejando solo los interruptores necesarios: cámaras, alarmas, etcétera. Que tuvieran un olvido podría ser normal, pero dos es demasiada casualidad. Si han dejado encendidas algunas luces ha de ser para nosotros. Para que podamos ver algo al despertar.
Carraspeé nervioso al comprender que podía llevar razón.
—¿Quieres decir que… nos han dejado a propósito? —pregunté aturdido.
—Más o menos… Aunque vete a saber.
El silencio entre nosotros se hizo más espeso. Ninguno se atrevía a romperlo y fui yo de nuevo el que lo hizo.
—Bueno, creo que si ya no aparece nadie más, sería el momento de investigar cómo salir de aquí, ¿no os parece? —dije, más por hacerme valer ante Blanca que por estar convencido de mi propuesta.
El gordo y el musculitos cabecearon afirmativamente e hicieron intención de moverse. Yo acompañé su movimiento, decidido a entrar en acción. Permanecer quieto por más tiempo iba a acabar con mis nervios. Hugo, sin embargo, levantó una mano y nos contuvo. Le miramos atentos al ver que no decía nada. Parecía no poder hablar.
—Esperad, compañeros —dijo al cabo—. Antes de nada, necesitamos un plan.
—Por supuesto —acepté.
—Pero antes de eso —continuó—. Necesitamos ingerir líquido. Si nos han drogado para encerrarnos, debemos de llevar horas sin beber. Eso puede deshidratarnos y acabar en tragedia. De hecho, yo ya debo de estar al borde del colapso, por eso me cuesta hablar. Lo noto, si no bebo enseguida podría llegar a lo peor, incluso a morir.
Nos miramos entre todos asustados. ¿Estaba exagerando aquel tipo de aspecto desagradable? Parecía saber mucho, demasiado incluso, quizá era uno de los que nos habían encerrado allí. Puestos a imaginar, no había nada que no fuera posible tras despertar en aquel lugar. Yo ya había aceptado la idea del secuestro y la daba como cierta.
—No bromeo, creedme —añadió—. Soy médico, sé lo que digo.
Noté el escalofrío en la columna de Blanca antes de que a mí me recorriera por igual. El tal Hugo había afirmado sin inmutarse que cabía la posibilidad de que nos hubieran drogado. Era una sospecha que yo ya aceptaba sin dudar. Pero, si había sido así, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué en aquel extraño lugar? ¿Tan importantes éramos como para seleccionarnos entre los cientos de asistentes a la fiesta de la noche anterior y enjaularnos como animales?
De todas formas, no era fácil de creer, quizás había alguna explicación más «simple», menos peliculera.
Lo que si sabía era que necesitaba reflexionar sobre todo aquello con rapidez. En mi vida profesional no necesitaba pensar bajo presión. Mi trabajo era tranquilo y mi cerebro podía permitirse el lujo de cavilar con lentitud.
Pero desde que nos habíamos despertado en aquel maldito lugar, los acontecimientos no me daban tregua. Si la situación no cambiaba, necesitaba acelerar mis neuronas para no quedarme a la cola de aquel grupo. Hasta la misma Blanca me había sonado más lúcida que yo en las pocas frases que había introducido en la conversación.
—Yo me encargo de buscar agua… —saltó el musculitos, al parecer recuperado del todo—. ¿Quién viene conmigo?
Blanca me dio un pequeño pellizco para que me presentara voluntario y llegué a sopesarlo una fracción de segundo. De inmediato lo desestimé. Ni de coña iba a alejarme de allí dejando a mi novia junto a dos desconocidos en un lugar como aquel. Y mucho menos con Juan, al que ya había sorprendido mirando a Blanca con ojos hambrientos.
Menudo cerdo, pensaba, había sido mala suerte que el tipo más echado para adelante del grupo no fuera tan amable y educado como los otros dos. Si aquella situación se alargaba, iba a acabar a bofetadas con él.
—Yo voy también —dijo al fin el gordo—. Ya veo que nuestro amigo Alex prefiere quedarse a cuidar de su palomita, así que si no hay nadie más…
Hubiera estrangulado a aquel tipejo en ese mismo momento, pero volví a respirar profundo y a morderme la lengua. Dejar en vergüenza a Blanca por una discusión de celos solo nos habría afectado a ella y a mí, ya que se veía que al tal Juan le importaba todo un pimiento. La empatía se debía de haber terminado el día antes de que lo engendraran sus padres.
Mientras Juan y Rubén se alejaban a la búsqueda de agua, Blanca y yo nos sentamos en el cómodo sofá. Me las apañé para situarme en medio de ella y el calvorota. No es que desconfiara de mi novia ni del tal Hugo, pero ya había soportado suficientes tiranteces por ese día.
Tras unos segundos de mirarnos entre nosotros, buscando palabras sin encontrarlas, un denso silencio nos atrapó. Y un dulce sopor se adueñó de todos. El tipo escuálido fue el primero en adormilarse. Blanca, apoyando su cabeza en mi hombro, parecía a punto de caer dormida también.
Y en aquel silencio sedoso, cerré los ojos y eché la vista atrás para tratar de entender como habíamos llegado hasta allí.
Los días anteriores
El día que despertamos en la discoteca hacía poco más de dos meses que le había comentado a Sara, la mejor amiga de Blanca, que tenía intención de pedirle a mi chica en matrimonio. Lo haría el día en que se cumplían los tres años de habernos ido a vivir juntos.
Debo explicar que Sara y yo trabajábamos en una escuela para niños discapacitados. Ambos éramos especialistas en diferentes minusvalías —ceguera, parálisis infantil, entre otras—, pero especialmente en sordera. Nuestra labor primordial en la escuela era enseñar a los niños sordos el lenguaje de señas, el código braille y, sobre todo, a leer los labios.
—¿Has comprado ya el anillo? —preguntó tras acabar de explicarle mi plan mientras comíamos aquella mediodía. Solíamos hacerlo dos o tres veces por semana en uno de los bares cercanos a la escuela—. Porque sin anillo no hay petición, ya lo sabes.
—Sí, claro, ya lo he comprado —le confirmé—. No he podido conseguir el que yo quería, pero en fin…
—¿No le habrás pillado un anillo cutre? —dijo mordisqueando un trozo de pan.
—No, cutre no es, pero tampoco una maravilla.
—Pues la vas a cagar… Esas cosas, o se hacen bien, o no se hacen.
—No te creas, Blanca siempre ha dicho que si algún día me decidía, no se me ocurriera gastarme una fortuna en el anillo. Que mejor que un anillo caro era que ahorrase para hacer un viaje de celebración. Así que no creo que se espere nada super lujoso.
—¿Y el regalo de pedida? —contratacó. A Sara le gustaba decir la última palabra. Y esta vez dio en el clavo. La pregunta me había pillado descolocado.
—¿Qué regalo?
—Pues eso… —repitió—. El regalo que se hace a la novia cuando se la pide en matrimonio… Vaya, por tu careto ya veo que no lo has tenido en cuenta. Lo que te digo, la vas a cagar.
—Joder… —me lamenté.
—No pasa nada, usa el dinero que has ahorrado al comprar el anillo y haz reservas para el viaje, aunque no sea de la hostia.
Me eché a reír con risa floja, aunque en realidad me apetecía llorar.
—Qué lista eres, Sarita… ¿Por qué te crees que no le he comprado un anillo mejor?
—Estás a dos velas, te veo venir…
—Ni a dos, siquiera… —repliqué—. Y casi ni a una.
—¿Y en la cuenta común? —me sugirió—. Podrías cogerlo de ahí y luego devolverlo poco a poco.
Lancé un quejido lastimero.
—Telarañas, Sara, en la cuenta común solo quedan telarañas. El alquiler de la casa y los pocos muebles que hemos comprado se han llevado nuestros ahorros.
La conversación quedó ahí aquel día. Pero unos días más tarde me ofreció una posibilidad. En esta ocasión tomábamos una cerveza a la salida de la escuela por la tarde
—Creo que tengo la solución a tus problemas con el regalo de Blanca.
—¿De veras? —me mostré escéptico mientras sorbía de mi botella.
—Sí, escucha…
Fue cuando mencionó la discoteca UNIVERSE por primera vez. Yo no había oído hablar de ella, pero al parecer había sido inaugurada hacía unos meses y se había hecho viral a través de TikTok, por lo que era el local más «cool» del momento. A pesar de que se encontraba en una zona industrial de los suburbios y en mitad de la nada.
—Y resulta que el día anterior a vuestro aniversario —decía Sara con brillo en los ojos—, se celebra un macro espectáculo para festejar su primer año.
Yo cabeceaba dándole la razón como a los locos, pero Sara parecía inasequible al desaliento. «¿Qué coño tiene que ver una macro discoteca en esta historia?», me preguntaba oyéndola hablar.
Me explicó que en la macro fiesta habría actuaciones en directo, atracciones especiales en las diferentes pistas —disponía de cuatro o cinco— y otras maravillas exóticas de las que solo existían rumores.
Que la dichosa fiesta iba a ser la leche, era el resumen, y que medio Madrid se estaba peleando por asistir a ella.
—… Y adivina quién está como poseída para no perdérsela —continuó.
—¿Blanca…? —dije extrañado.
—¡La misma! —palmoteó alegre.
—¿Y eso en qué ayuda a mi problema? —le espeté—. Si tanto desea asistir, os vais las dos juntitas y a ver si con suerte os ligáis a un par de mulatos…
Reí mi propia broma. Pero Sara siguió a lo suyo.
—No es tan fácil… —dijo mordiéndose un labio—. Cada entrada cuesta trescientos pavos.
—¿Qué… cojones…? —me atraganté—. ¿Qué tiene esa fiesta, música?
Volví a reírme de mi propio chiste, pero Sara volvió a ignorarlo.
—Pues lo que tiene es que va a ser épica y que pasará a la historia. Por eso la mitad de los madrileños menores de treinta años está pagando más de mil pavos en la reventa. Sí, has oído bien —repitió al ver mi gesto de incredulidad—: m-i-l…
—¡Osti…! —exclamé—. ¡Cada vez me lo pones mejor…! ¿Se puede saber de dónde voy a sacar tanta pasta si no puedo ni pagar el anillo bueno, que cuesta menos de la mitad?
Sara compuso una sonrisa lobuna. Después metió la mano en su bolso y sacó un sobre. Dentro de él había dos invitaciones que supe lo que eran antes de que ella lo confirmara.
—¡Hostia, Sara! —tragué saliva—. ¡Tienes dos mil pavos entre las manos! ¿De dónde las has sacado?
—Lo siento, tío, pero no puedo revelar mis fuentes.
—¿Y qué vas a hacer, venderlas y prestarme la pasta para el viaje?
—Ni de coña… —replicó—. Estas entradas tienen que ser utilizadas…
Tragué saliva, decepcionado.
—¿Y entonces… para qué me cuentas todo esto?
—Porque pensaba ir con un amigo del ******, pero al final me ha fallado. Así que te las puedo vender a buen precio… Y así quedas bien con Blanca por una santa vez.
Tras decir esto esbozó una sonrisa que casi le llega a las orejas.
—¡Tendrás morro! —la zarandeé de un brazo—. ¿Me quieres sacar a mí la pasta?
—Sí, eso es exactamente lo que quiero…
—¿Dos mil pavos? ¿Te has vuelto loca?
—En realidad pensaba hacerte descuento —dijo manteniéndome la mirada—. Mira, las dos entradas son tuyas por solo cien pavos. Todo por hacer feliz a mi amiga Blanca. ¿Qué te parece? Solo cincuenta por cada invitación.
Me eché a reír.
—¿Ves como sí estás loca? —le di un puñetazo de mentirijillas en el hombro—. Por ese precio te las compro ahora mismo… y luego las revendo, por supuesto…
Pero Sara tenía respuestas para todo:
—Ni de coña… Te las vendo solo si me juras que vas a regalárselas a Blanca y que la acompañarás a la fiesta. Si no, no hay trato.
Discutimos unos minutos más. Ella empeñada en que le comprara las invitaciones y que le prometiera que no iba a revenderlas. Yo diciendo que podía prometerlo, pero que nada le aseguraba que fuera a cumplir su promesa.
Su última frase lo dejó todo muy claro: si me decidía a comprarle las entradas, se lo iba a decir a Blanca a los cinco minutos para felicitarla. De ese modo se aseguraba de que yo no las utilizaría para especular con ellas.
Al final me convenció y le hice un bizum antes de que el sobre con las invitaciones cambiara de manos.
Caminaba ufano en dirección a la peluquería donde trabajaba Blanca, pensando en lo bien que había solventado el asunto del regalo. Y por solo cien euros.
¿Cómo imaginar que aquellas invitaciones nos abrirían las puertas del infierno? Y que nuestra relación de pareja iba a verse amenazada por dos simples cartones multicolor.
Aventura en el restaurante
Una semana más tarde invité a Blanca a cenar. Pensaba entregarle las entradas, aunque mantendría en secreto lo del anillo. Sara me había insistido en que le hiciera la petición de matrimonio al mismo tiempo, pero a mí me apetecía hacerlo en un marco más adecuado que un mísero restaurante de barrio. Mi raquítico presupuesto solo daba para la pizzería de debajo de casa.
Por otro lado, había conseguido que la amiga de mi novia mantuviese la boca cerrada para no cargarse la sorpresa cuando le regalara las invitaciones. Me había costado un buen número de cervezas, pero al final había accedido.
Había quedado con Blanca en el restaurante, yo tenía que resolver un asunto antes de vernos. Cuando llegué, ella tomaba un aperitivo acodada en la barra. Lucía un sencillo vestido de punto con falda por la rodilla y chaqueta de media manga con un bolso a juego. Estaba adorable, con una elegancia natural que atraía las miradas de los hombres, en especial las de los mayores de cincuenta.
Le di un beso al llegar antes de pedir una copa de vino.
Los hombres que nos rodeaban me miraron con envidia. Mi vaquero vulgar y mi camisa sudada después de un largo día de trabajo me hacían parecer tremendamente vulgar a su lado. Me senté en una banqueta y la volví a besar, esta vez con un beso húmedo y profundo.
Durante el beso, el local se congeló con todas las miradas masculinas giradas hacia nosotros, envidiando mi puñetera suerte.
Y, como solía ocurrir, la vanidad me inflamó el ego. Aquella mujer era mía. Solo mía. Y todos los demás podían morirse de celos, porque yo era su hombre, el hombre que ella había elegido. ¡Joderos!, pensaba.
Nos sentamos a la mesa y cenamos algo ligero. Esperaba a que nos sirvieran los cafés para darle la sorpresa. Y aprovechando una salida suya al lavabo, extraje el sobre del bolsillo interior de mi chaqueta y lo deposité en su lado de la mesa.
Blanca volvió del baño y se quedó muda al descubrirlo. Abría mucho los ojos, confirmando que la había sorprendido de veras. Y esperaba que su sorpresa fuera aún mayor cuando descubriera lo que había dentro.
—¿Y esto por qué es? —dijo sentándose en su silla, alisándose la falda por detrás con un gesto femenino.
—Pues es por nuestro tercer aniversario. Ya sabes, de cuando nos fuimos a vivir juntos.
Ella rió nerviosa.
—Pero si aún faltan dos meses.
—Bueno, pero he decidido dártelo hoy para sorprenderte, tampoco pasa nada por adelantarme, ¿no?
—No, claro… —sonreía gozosa con aquella sonrisa inocente que me había enamorado desde el primer día—. Pero es que me da mucha vergüenza, yo no te he traído nada.
—No tenías por qué hacerlo… Además, lo que hay dentro es también un regalo para mí.
Tras abanicarse con el sobre para refrescar sus mejillas, que se habían coloreado por la emoción, decidió averiguar lo que había dentro.
Al abrirlo, divisó las entradas y no pudo contenerse. Se puso en pie de un salto y comenzó a gritar, a llorar y a reír… todo a la vez.
Los clientes del restaurante nos miraban alucinados y tuve que calmarla para no dar la nota.
—Calla, loca… —le dije mientras me abrazaba y me besuqueaba—. Que nos van a echar de aquí…
Me congratulé de que Sara no me hubiera contado una trola, de que fuera cierto que Blanca deseaba asistir a aquella fiesta más que cualquier otra cosa. Miraba flotar a mi chica dando besos a las invitaciones y me sentía tres veces más feliz que ella. Porque cuando Blanca era feliz, yo me sentía el hombre más dichoso del mundo.
Al fin las aguas volvieron a su cauce y me hizo la pregunta que esperaba:
—¿Pero de dónde las has sacado? Estas entradas deben de costar una fortuna en la reventa. He oído que de las normales ya no quedan…
—Tranquila, muñeca —imposté una voz de galán de cine—, a mí no me han costado tanto… ya sabes que tengo contactos…
Ella reía mirándome a los ojos. De repente, su mirada ya no era inocente, sino procaz. Algo se le estaba pasando por la cabeza. Y estaba seguro de que me iba a gustar.
—Que sepas que esto se merece un premio…
Sabía por dónde iba y no desdeñé la ocasión. Hacía al menos dos semanas desde la última vez que habíamos tenido sexo. Si Blanca se ponía a tiro no iba a ser yo el que se hiciera el remolón.
Acercó su cara a la mía y me susurró al oído:
—¿Por qué no pagas y nos vamos a casa? —dijo con un lametón en mi mejilla—. Hoy voy a hacerte algo que sé que te va a gustar…
Pero a mí me rondaba una idea diferente por la cabeza.
—¿Y por qué esperar tanto? —le devolví el susurro—. ¿Por qué no hacemos una locura? ¿Qué tal estaban los lavabos de señoras? ¿Limpios?
Blanca rompió a reír avergonzada.
—¿Pero qué dices, te has vuelto loco? ¿No estarás insinuando…?
—Eso es… —repliqué guiñando un ojo.
—Joder, Alex… Que en este sitio nos conocen…
—Sí, vaya si nos conocen… Incluso algunos quizá demasiado.
Se quedó extrañada. Y yo me sentía juguetón.
—¿Qué has querido decir?
—¿Acaso no has visto al tío de la barra, el del pelo blanco?
Levantó la cabeza y miró de soslayo hacia donde yo le indicaba. Y entonces detectó al cincuentón trajeado que jugaba con un llavero de BMW y bebía un combinado de cualquier cosa con Coca-cola.
—¿Qué le pasa a ese señor? —preguntó Blanca—. ¿Le conoces de algo?
—No… —le confesé—. Aunque no es la primera vez que le veo por aquí mientras cenamos. Y, como siempre, no te ha quitado el ojo de encima desde que ha entrado. ¿Te puedes creer que el muy cerdo se toca la entrepierna de vez en cuando mientras te mira?
Tragó saliva y me cogió de las manos.
—Ostras, se me ha puesto la carne de gallina… Creo que será mejor que nos vayamos.
—Ni de coña… —la corté.
—¿Qué dices, loco? ¿Por qué no?
Me pensé la respuesta antes de soltarla.
—Porque me apetece darle una lección.
—Definitivamente, amor, se te ha ido la olla… —protestó—. ¿De qué lección hablas?
—Pues de una lección para que sepa de quién eres… Y para que deje de mirarte si es que alguna vez nos lo volvemos a encontrar.
Blanca se mostraba cada vez más incómoda. Estaba intuyendo de qué iba mi juego y se resistía a darme el parabién, aunque el tacto de las entradas en sus manos la había ablandado y quizá se decantara por hacerme feliz.
—Joder, cielo, ¿no querrás follarme en el baño y hacer que el tío nos mire? —tragaba saliva apretándome las manos.
—Bueno… —otorgué—, a lo mejor no le dejo verlo, para que no tengas que avergonzarte… Pero al menos sí le dejaría escuchar para que se vaya calentito para casa y se tenga que aliviar a solas el muy cerdo.
Sus ojos se iban achinando, cada vez más asustada al darse cuenta de que hablaba en serio.
—Que no, Alex, que no… que has debido de beber demasiado… Que yo no follo en el baño solo por darle en el morro a un idiota…
—Pero tampoco tenemos por qué follar…
—¿Qué…?
La mandíbula se le iba descolgando con cada una de mis frases.
—Que acepto una mamada…
Blanca se echó hacia atrás y se llevó las dos manos a la cara. Nos quedamos en silencio más de un minuto. Se le notaba el color grana de sus mejillas a través de los dedos.
De repente, saltó hacia atrás en la silla y me cortó el rollo.
—Mira, amor, tu haz lo que quieras, pero conmigo no cuentes…
Se levantó de golpe y se giró para alejarse.
—¿Dónde vas? —pregunté asustado. Temía haberme pasado cien pueblos… o más. Blanca era una chica recatada y aquellos jueguecitos no iban con ella. Esperaba que su enfado no fuera de los largos. O que, incluso, la cosa no fuera a más.
—Voy al baño… Con tanta tontería me meo de lo lindo —replicó—. Paga y espérame en la puerta… si quieres. Si no, nos vemos en casa.
Ufff, me había salvado por la campana. Si me daba la oportunidad de esperarla a la salida es que no estaba tan enfadada.
Pagué en la barra viendo a Blanca entrar en el baño de señoras. El hombre del pelo blanco me miraba socarrón desde su banqueta. Su mirada era tan chulesca que consiguió acojonarme a mí también.
Me entretuve por un problema que el chico de la barra tenía con el datáfono y cuando me volví para dirigirme al baño, un escalofrío me recorrió la espalda: el hombre del pelo blanco había desaparecido.
Salí a toda prisa hacia los aseos. No quería ni imaginar que lo que estaba pensando fuera verdad.
Entré en el baño y me encontré vacía la zona de los lavabos. Los únicos dos cubículos que había, sin embargo, tenían las puertas cerradas, señal de que estaban ocupados. Me agaché para mirar por la abertura inferior y la sangre se me congeló. Unos zapatos de hombre apuntaban hacia el exterior con los pantalones por los tobillos.
Mil imágenes se formaron en mi cabeza. En todas ellas una Blanca semidesnuda hacía juegos malabares sobre las piernas de aquel tipejo de cabello como la nieve y mirada chulesca.
Contuve la respiración y me preparé para romper la puerta de un empujón con el hombro. Iba disparado hacia ella, pero vi que la del cubículo contiguo se abría y me detuve en seco. Blanca, sentada sobre la tapa del inodoro, me hacía señas para que entrara.
Me quedé de piedra. Blanca volvió a insistirme para que fuera con ella. Una vez dentro, se abrazó a mí y me susurró al oído.
—Sé que ha entrado… ¿Le has visto? ¿Dónde está?
Notaba como su cuerpo temblaba.
—Está en el cubículo de al lado —susurré a mi vez señalando hacia la izquierda.
—Ese tío está loco. ¿Qué hace ahí?
—Creo que se está tocando.
Blanca se echó una mano a la boca y ahogó un grito. Imaginé que se encontraba muerta de miedo y de asco. Sin embargo, cuando retiró la mano descubrí que se moría por no partirse de la risa. Hizo un gesto con el dedo en la frente y le confirmé con la cabeza: en efecto, aquel tío estaba loco, o al menos gilipollas.
Y de pronto se me ocurrió una idea estrambótica. Reírme de aquel subnormal era lo que más me apetecía en ese momento. Y la risa de Blanca me otorgaba la esperanza de que se mostrara por la labor.
—¿Me sigues la corriente? —le pregunté, siempre en un suspiro y al oído.
—Dime…
Le expliqué mi ocurrencia y se tapó la boca de nuevo para no reír. Luego se sentó sobre el inodoro y yo me quedé de pie frente a ella.
«¡Ahora!», le dije moviendo los labios sin hablar. Y Blanca comenzó el juego que le había propuesto.
*
—Joder, cariño… —decía Blanca suspirando—, qué gorda se te ha puesto… Hay que ver que estás juguetón hoy, so cerdo...
Y se tapó la boca para sujetarse la carcajada.
—Así, cielo… así… joder, amor, como la chupas… —repuse yo—. Muy bien, esa lengüita se mueve de maravilla… sigue así… no pares…
Blanca se partía de la risa con cada palabra, pero conseguía sujetársela con las manos en la boca. Toda la tensión anterior se había disipado, ahora solo quedaban un par de tortolitos vacilándole a un idiota al que ya no temíamos.
—¿Te gusta así, cariñín? —seguía ella el juego—. Uy, que coloradito se te ha puesto el capullín… y qué duro. Me encanta pasar la lengua sobre él. Es tan suave y tan rico…
—Sí, así, mi vida… saborea ese capullín delicioso, igual que si te comieras un helado. ¿A qué sabe a fresa?
—A fresa y a nata… con esas gotitas blancas que salen del agujerito… —replicaba y volvía a partirse de la risa.
El «clic-clic» líquido de la piel de la polla de nuestro vecino de cubículo se oía claramente. Blanca me lo hizo notar y ambos nos quedamos congelados. El color de su cara era cada vez más escarlata, como si su temperatura fuera subiendo grado a grado. Durante unos segundos no volvimos a hablar.
Y, de pronto, Blanca se vino arriba. Ya no solo decía guarradas con suspiros, sino que estiró las manos y apretó mi verga por encima del pantalón. Mi asombro era total, pero me acerqué a ella para facilitarle la tarea.
—Ohhh… cielo… esto no es carne, es una puñetera piedra —dijo Blanca y supe que esta vez hablaba en serio, sin actuar para el idiota de al lado.
—¿Te gusta…?
—Me encanta…
Mi chica manoseaba mi polla y, en un arranque de pasión, se acercó a ella y comenzó a besuquearla por encima de la tela. Empezó a morder el tronco como si deseara comérsela y no pude evitar el subidón. Con un par de movimientos me desabroché la bragueta y la liberé de su encierro.
—Chúpala, cielo… chúpala hasta que te escupa en la cara… —le dije y esta vez yo tampoco fingía.
Comenzó a practicar toda la teoría que había simulado hasta el momento. Y sus suspiros ya no eran fingidos, y mis gruñidos tampoco.
—Joder, Blanca… como manejas la lengua… eres la puta hostia… Pero esconde los dientes, cielo… así… así mucho mejor.
Tampoco eran fingidas mis palabras. Y tampoco sus réplicas.
—Me voy a comer este capullín hasta que no quede ni la piel… Joder, que rico está…
Y el «clic-clic» húmedo de la paja de nuestro vecino elevaba la velocidad, y casi parecía ya el pistón engrasado de un motor de combustión.
Mi novia comenzó a lamer mis huevos y a gemir enajenada. Cuando se la metió entera en la boca y el sonido de su garganta denotó que ya no podía llegar más adentro, el tipo de al lado comenzó a gruñir. Se estaba corriendo como un cerdo.
Nos detuvimos a la espera. Tras correrse, el hombre del pelo cano se colocó los pantalones —el sonido metálico de la hebilla del cinturón lo delataba—, salió del cubículo y abrió un grifo. Se estaba lavando las manos con toda seguridad. Aunque por su edad no esperé que se hubiera pringado demasiado. El muy gilipollas.
Blanca hizo intento de levantarse, dando por terminada la faena. Evidentemente, no se la había tomado en serio. Pero yo estaba que me moría, así que la sujeté por un hombro y la hice sentar de nuevo. Le puse un dedo en los labios y luego volví a introducirle la polla hasta la garganta. Blanca no ofreció resistencia y eso me envalentonó.
El minuto siguiente la estuve follando la boca con suavidad. Con una mano me apoyaba en la pared detrás de ella y con la otra le sujetaba la cabeza para que no golpeara el muro con mis embestidas. Blanca me amasaba los huevos con suavidad. Me conocía y sabía que era la manera en que se aceleraría mi corrida.
Y no se equivocaba. Estaba a punto y me preparaba para retirarme de su boca un segundo antes de empezar a correrme. Pero algo salió mal y no pude contenerme a tiempo.
Quizá fue porque andaba preocupado por los ruidos que nos llegaban del exterior. Esperaba que el del pelo cano ya se hubiera largado, pero no podía estar seguro y me preocupaba. Fuera lo que fuera, el caso es que, sin esperarlo, mi polla comenzó a disparar chorros de leche como una manguera.
Blanca no soportaba el olor de la lefa… y menos su sabor. Así que al ver que le iba a pringar la cara y se iba a tragar una buena dosis, intentó huir. Al ponerse de pie, el asunto se complicó ya que mi brazo estaba sobre ella. Chocó con él y volvió a caer sentada. Y, mientras, mi leche la embadurnaba el pelo, el vestido, la cara… a pesar de que había levantado sus manos para evitarlo.
Instantes después, Blanca me regañaba con cara de asco y disgusto, y yo me lamentaba gesticulando con las manos para exculparme del estropicio.
—¡Menudo capullo! ¿Es que no podías aguantarte hasta que me apartara?
—Lo… lo siento… —le repetí no menos de diez veces—. No sé cómo ha podido pasar.
Suspiró más decepcionada que enfadada. La expresión de desagrado le iba creciendo.
—¡Joder, qué puto asco! —seguía refunfuñando—. Anda, déjame mi bolso antes de que escurra esta porquería y me pringue la ropa por completo… Busca las toallitas húmedas dentro.
—¿Tu… tu bolso? —titubeé—. Yo no lo tengo… ¿Dónde lo has dejado?
Ahora sí que pareció perder la paciencia.
—Joder, Alex… ¿no lo tienes tú? Pues entonces tiene que haberse quedado en la mesa…
Me eché las manos a la cara. Blanca intentó hacer lo mismo pero desistió al ver mi esperma resbalar por las suyas.
—Mejor límpiate en el lavabo y ya voy yo a por el bolso.
—Vale… —se resignó—. Pero mira antes si está el loco ése por ahí afuera.
¡Hostia pu…! Había olvidado al tipejo del pelo cano, pero Blanca llevaba razón. Quizá el muy cerdo siguiera por allí.
Asomé la cabeza por la puerta del cubículo y no vi a nadie. La animé a salir y se fue directa a uno de los lavabos para arreglar el estropicio sobre su cara y su vestido.
De repente, observé que la puerta se abría y que una cabeza blanca asomaba por la abertura. El hombre sonreía con dientes de lobo. Con un flash entendí su sonrisa: cuando el tipo salió del cubículo, habíamos creído que estábamos solos y habíamos dejado de susurrar. Y estaba claro que se había enterado de todo lo de después.
El muy hijo de puta…
Me lancé sobre la puerta y la empujé con todas mis fuerzas para cerrarla. El portazo sonó a hueco y me lamenté por no haberle pillado la cabeza contra el marco.
Blanca se limpió como pudo, lloriqueando. Al terminar nos situamos junto a la puerta. Conté hasta tres y la abrí de un tirón.
No había nadie al otro lado, y mi chica salió a la carrera mientras yo me dirigía a la barra para preguntar por su bolso. Por suerte lo había recogido el camarero y me lo entregó sin problemas.
Cuando llegué al coche, Blanca temblaba. Le pregunté y me contó lo que había pasado mientras salía del bar. El hombre del pelo cano había emergido desde detrás de una columna y había estirado el brazo para que Blanca tropezara con él. El muy cerdo reía entre dientes. Mi novia salió a la calle sin mirar atrás.
Volví al bar ante las protestas de Blanca. Aquel imbécil me iba a oír.
Pero del hombre del pelo cano no había ni rastro.
*
Aquella noche no discutimos. Cosa rara, pensaba. Yo me esperaba una bronca de las gordas. Pero Blanca no tenía ganas de hablar y pareció que se le había comido la lengua el gato.
Yo la entendía a la perfección y, si hubiéramos reñido, habría tenido que ponerme de su parte. Una mujer tan recatada y tímida como ella debía de haberlo pasado de lo peor. No tenía ni idea de cómo me había seguido la corriente en aquel juego estúpido para escarmentar al cerdo del pelo cano. Pero la jugada había acabado fatal y estaba seguro de que no me lo iba a perdonar en la vida. Ni siquiera a cambio de las entradas a la «fiesta del siglo», como la llamaban.
No me explicaba cómo había tenido la osadía de meterme en aquel lío. Y, menos, de meterla a ella. Aunque algo sí tenía claro: poseer a Blanca me envanecía hasta extremos que a veces no podía controlar. Presumir de que ella era mía me cegaba los sentidos y me volvía capaz de hacer las mayores locuras del mundo. Y todo para demostrarles a los demás que Blanca me pertenecía. Que me había elegido a mí y que yo era su dueño por mérito propio. Porque aquella hembra —con todas las letras— era la hembra que me había sido designada al nacer.
Menudo idiota, me decía en momentos de lucidez. A veces llegaba a pasarme tanto que no me extrañaba de que el Karma me cobrara factura.
Pasaba el tiempo y Blanca seguía sin hablarme. Y mi miedo crecía día a día. Cada mañana al despertar, tenía la sensación de que iba a ser la última a su lado. Que había cruzado todas las líneas rojas que mi novia podía tolerar. Y el terror me mantenía en vilo, con un nerviosismo que a veces me provocaba un visible temblor en las manos.
—¿Qué te pasa? —decía Sara de vez en cuando—. Llevas unos días alelado. ¿Todo bien con Blanca? Estará contenta con las entradas, ¿no?
—No te lo puedes ni imaginar… está exultante —replicaba yo sin mucha convicción.
—Pues ponte las pilas porque llevas un tiempo que no te centras. Mira, Alfredito se ha hecho pis y tú ni te has enterado.
Con los días, sin embargo, la situación se fue relajando y volvimos a la normalidad. Ninguno mencionó el asunto del baño de señoras nunca más.
Ella no quería ni oír hablar del tema. Y yo, solo con pensar en que podía mosquearse tanto que llegara a romper conmigo, el estómago se me retorcía y prefería olvidar que aquello había pasado.
Blanca, tan pura, tan modosa… tan recatada… ¡Cómo había podido empujarla a una situación semejante!
Me sentía culpable por lo que había hecho. Pero ese sentimiento no solo no disminuía mi deseo de pedirla en matrimonio, sino que lo acrecentaba. Y a partir de que fuera mía ante el altar, vigilaría mi ego para no volver a violentar de ninguna manera a la que iba a ser la madre de mis hijos.
Continuará...