King Crimson
Miembro activo
- Desde
- 26 Sep 2025
- Mensajes
- 44
- Reputación
- 377
La conocí en una de esas tardes en que uno abre una app de citas no por necesidad, sino por hambre. Hambre de piel, de juego, de alguien distinto. Carlota apareció casi por accidente. Treinta y cuatro años, bajita, gordita sin complejos… al menos eso decía. Nunca pensé que me engancharía una mujer como ella. No era de esas que te atrapan a primera vista. No tenía fotos de gimnasio ni poses estudiadas frente a un espejo. Era bajita, con cara redonda, mofletes suaves, pelo castaño y un flequillo que le caía algo torcido. Tenía una sonrisa limpia, pasional, un brillo detrás de la timidez. En la primera foto salía con un vestido azul, en la segunda sosteniendo un gin tonic entre risas, en la tercera más cerca, unos ojos miel con algo que me desarmó: verdad. Tenía una belleza real, humana, de esas que no explotan a primera vista pero que se te clavan por dentro. Ojos grandes, redondos, una boca dulce y expresiva, una piel clara y suave. Curvas abundantes, reales. Y una forma de decir “hola” que ya tenía algo de confesión.
Hablamos tres días seguidos antes de vernos. Nada de postureos. Nada de frases hechas. Nada de falsos misterios. Deseo sin máscaras:
—¿Eres de los hombres que miran primero la boca o el culo? —me preguntó una noche.
—El cuello —le dije—. Soy de los que empiezan ahí.
—Qué raro.
—Es la antesala del alma.
—¿Y el culo? —insistió.
—La puerta del infierno. Pero la más tentadora.
—Eres peligroso.
—Tú estás aquí hablando conmigo. Algo te atrae del peligro.
Emoticono de fuego.
*
Quedamos en Zaragoza, en un café de la calle Alfonso. Llegó puntual, mirando a los lados antes de verme y al verme se sonrojó de una manera turbadora. Era más bajita en persona, metro cincuenta como mucho. Cuerpo redondeado, caderas grandes, vientre suave bajo la blusa color vino. Tenía un pecho generoso, apretado bajo el sujetador, con un escote a medio mostrar. Se movía como alguien que intenta pasar desapercibida. Pero era imposible no mirarla, con su cazadora vaquera y unos vaqueros negros que no disimulaban su trasero abundante. Me miró con una mezcla de timidez y desafío, detrás de unas gafas modernas de montura fina.
—¿Estás seguro de que soy lo que querías conocer? —me dijo enseguida tras saludar, antes siquiera de sentarse.
—No. Eres mejor.
La vi bajar la mirada un segundo antes de sonreír de verdad. Nos besamos en la mejilla, pero hubo electricidad, la corriente que mueve el deseo antes del primer roce verdadero. Pedimos dos cafés.
Hablamos un buen rato. Nada del otro mundo: trabajo, familia, algún sarcasmo, dos risas compartidas y un par de silencios que ardieron más que las palabras. Fingimos calma, pero había una bestia encerrada detrás de cada frase. Lo noté cuando mi rodilla rozó la suya. Ella la retiró al instante, nerviosa, pero luego la volvió a poner en su sitio, lenta, dejándome tocarla. Sin querer decirlo, me estaba diciendo mucha más verdad que con palabras.
Caminamos después por Independencia. Terminamos cenando en El Tubo, entre tapas y vino tinto, riéndonos más de lo esperado. Había algo en Carlota que me limpiaba los pensamientos sucios para devolverlos todavía más sucios pero más sinceros.
—No sé qué has hecho, pero hace semanas que no me reía así —me dijo.
Yo tampoco.
*
Cuando salimos del restaurante había viento. Ese cierzo cabrón que recuerda que en Zaragoza fabrican el frío.
Ella se apretó contra mí.
—¿Tienes frío? —pregunté.
—Tengo… ganas —respondió.
No hubo argumento moral. No hubo resistencia. Solo hambre. Subimos al Hotel Avenida, en Coso. Una habitación sencilla, cama de matrimonio, minibar inútil, cortinas pesadas. Cerré la puerta. La miré. Me miró. Se quitó las gafas con una mano temblorosa.No sabía qué hacer con las manos.
—Estoy nerviosa —me dijo.
—Yo también.
Me acerqué. Le toqué la cara. Tenía la piel cálida, tan suave como parecía. Cuando la besé, todo se desató. Su boca era grande y húmeda, sus labios carnales, necesitados. Besaba con entrega, como si nunca hubiera aprendido a disimular. Me agarró de la camisa, tiró de mí con más fuerza de la que esperaba para su tamaño. Su boca sabía a deseo guardado, a límites rompiéndose, a hambre. Me agarró de la nuca como si temiera que me escapara.
Mis manos bajaron a su cintura. La estreché contra mí. Al llegar a su culo —grande, lleno, vibrante— supe que estaba perdido. No era un culo perfecto: era de carne verdadera, de mujer que vive, come y siente. Un culazo honesto. La agarré fuerte. Ella soltó un gemido contra mi boca.
Yo le abrí la chaqueta, y con cuidado le quité la blusa. Se cubrió el vientre al instante.
—No —le dije, apartándole las manos con calma—. No escondas nada. Quiero todo.
Bajé despacio, abriendo su pantalón. Lo deslizó ella con torpeza, como avergonzada de sus propias prisas. Cuando quedó en ropa interior, la miré sin pudor: bragas negras, muslos anchos, piel blanca con hoyuelos, vientre suave, tetas grandes que pedían ser manoseadas como una necesidad, suaves, con pezones grandes y oscuros, muy sensibles. Cuando los lamí, tembló de pies a cabeza y se agarró a mi pelo.
—No me mires tanto —susurró—. No me gusta mi cuerpo.
—Calla...—le dije—. Estás buenísima.
Sus pezones eran grandes y rosados, erectos nada más tocarlos con la lengua. Los chupé y ella gritó sin darse cuenta. Se tapó la boca. La miré y se rio nerviosa.
—Joder, perdona —dijo.
La desnudé del todo sin prisas pero sin piedad de sus temores. Tenía un vientre blando, dulce. Unas caderas amplias. Muslos fuertes. Y un culo grande, redondo, cálido, verdadero. Hundí las manos en él con un placer casi animal. Olía a piel recién desatada. A mujer de verdad.
Ella me desnudó a mí. Nos olimos. Nos frotamos. Nos lamimos. Mis manos recorrieron sus curvas amplias, su calor animal. Cuando mis dedos bajaron entre sus muslos encontró humedad, mucha. Un aroma intenso, femenino, real, sin metáforas.
Me arrodillé entre sus piernas. La besé ahí. Le abrí los labios con la lengua. Su sabor era denso, con ese punto salado y dulce que solo tienen los coños que no han sido domesticados. La devoré. Ella se abrió como una fruta madura. Me agarró del pelo y jadeó como si llevara años guardándose ese sonido.
—No pares… no pares…
Claro que no paré. La llevé al borde, una, dos, tres veces. Temblaba entera. Le entró vergüenza de derretirse en mi boca tan rápido. Quiso cubrirse otra vez. No la dejé.
La tumbé en la cama. Abrí sus piernas con mis manos otra vez, contemplando su pubis rasurado, su coño húmedo. No jugué: fui directo. Bajé y me la comí despacio, con hambre y con respeto. Gozaba de forma honesta, sin artificio, sin pornografía. Sus gemidos eran delgados al principio, como de mujer que no quiere molestar, pero pronto se le escapó un grito.
—Joder… me vas a matar…
La follé primero con la lengua, luego con dos dedos, y e corrió sujetándome con fuerza, temblando, gimiendo sin vergüenza ya. Cuando acabó, me miró con la cara arrebatada
:
—Ahora tú....
Se arrodilló ante mí. Me agarró la polla mirándola con deseo, y se la metió en la boca con hambre, con torpeza honesta, como quien no presume pero disfruta de verdad. Me miraba desde abajo, con esos ojos brillantes, las manos sujetando mis muslos como si necesitara apoyo para no caer.
—Traga —le dije
.
Y tragó. Con ganas. Con ruido. Con baba resbalando por su barbilla. Ella se liberó conmigo. Se olvidó de sus complejos. Cuando la tuve durísima y brillante de saliva Se montó sobre mí con ganas brutales. Su cuerpo contra el mío era un choque primitivo. Me miró desde arriba con el pelo suelto sobre su cara y dijo:
—Quiero más. Quiero todo.
La agarré de la cintura, la giré y la puse a cuatro patas. Jadeó. Me la follé así, agarrando su culo grande con ambas manos, notando cómo su cuerpo cedía y recibía al mismo tiempo. Le llene los dedos de saliva y le dije:
—Tócate.
Lo hizo. Se corrió temblando, mordiéndose la almohada para no gritar demasiado. Podría haber terminado ahí, pero había más. Mucho más. Le acaricié el culo, separando sus nalgas lentamente. Despacio, tanteé más abajo.
—¿Alguna vez has jugado aquí? —pregunté.
Guardó silencio. Quise retirarme. Pero
entonces, muy baja, casi rota, dijo:
—No… pero quiero.
Y aquella confesión me incendió.
*
Su respiración ardía en la habitación, mezclada con la mía. Allí estábamos, con la carne abierta y el pudor hecho trizas, justo donde empiezan las decisiones verdaderas. Sentí cómo dudaba, cómo tensaba el cuerpo mientras mi dedo rozaba muy despacio la entrada de su ano. No empujé. Acaricié. Esperé. Era un umbral, y lo sabíamos los dos.
—No me hagas daño —dijo, sin mirarme.
.
Su culo era redondo, generoso y cálido, dos montañas gemelas de carne pálida y temblona. Una curva que invitaba a pecar. Lo abrí con cuidado, con deseo pero también con paciencia. Lo exploré con los pulgares, separando lentamente las nalgas. Tenía el ano pequeño, tenso, muy prieto, rodeado de una piel fina y clara en la que destacaban algunos vellos oscuros. Me acerqué y lo lamí. Sí, lo lamí. Ella se estremeció.
—Dios… —dijo sin voz.
Lo volví a hacer, más despacio, más húmedo, más íntimo. Hundí la lengua, apenas un poco. Noté cómo su cuerpo al principio se cerró y luego empezó a rendirse. A abrir. A confiar. Todo en silencio, solo nuestros jadeos y el sonido húmedo del sexo.
—Relájate —le susurré—. Déjate.
Empujé con un dedo lentamente, lubricado con mi propia saliva y deseo. Entré apenas un centímetro. Se tensó. Paré. Acaricié la base de su espalda. Besé sus nalgas. No había prisa.
—¿Así? —pregunté.
—Sí… sigue.
Obedecí. Entré y salí despacio. Noté su cuerpo acostumbrándose, aceptando. Ya no era solo placer físico: había algo más oscuro, más profundo, como si Carlota estuviera atravesando una frontera dentro de sí misma. Sentí que estaba entregándome algo que no daba a cualquiera.
—Quiero… sentirte —me pidió.
Me coloqué detrás de ella, mi polla dura, húmeda, rozando su sexo. Se la metí de nuevo por la vagina primero, empapada, estrecha. Entré hasta el fondo. Su gemido fue un temblor entero. La follé así un rato, agarrándola fuerte, tirando de sus caderas hacia mí. Tenía un polvo hermoso, carnal, limpio. Simple y salvaje.
Pero yo quería más. Y ella también.
Salí despacio. Mi polla brillaba mojada entre la luz tenue de la habitación. La deslicé entre sus nalgas, presionando apenas contra su ano. Sentí cómo tembló.
—No tengo prisa —le dije—. Solo dime si quieres.
Y ahí lo dijo. Su primera confesión real, prendida en el aire.
—Quiero que me folles el culo.
Algo se rompió ahí. Algo bueno. Algo que no era lujuria vacía, sino verdad desnuda. Deseo confesado sin vergüenza. Le escupí dos veces encima de su culo, que se apretaba y aflojaba con un guiño, y deslicé saliva con la punta. Presioné. Su cuerpo se tensó. Acaricié su clítoris para ayudarla. Poco a poco la punta empezó a entrar.
—Respira conmigo —le dije.
Entré más. Ella hundió la cara en la almohada, apretó los dientes. Su ano era estrecho, resistía. El dolor estaba ahí. Pero no dijo “para”. No quiso. Aguantó. Gimió. Se agarró a la sábana con los puños cerrados.
—Dios… duele… —susurró— pero no pares.
Empujé muy despacio, dándole tiempo. Noté cuando su cuerpo cedió. Cuando lo aceptó. Cuando al fin entré entero. Apreté su cadera con mi mano y me quedé quieto, dentro, notando su calor estrecho envolverme entero. Era una locura. Pura carne, pura locura.
—Mírame —le dije.
Giró la cabeza. Me miró sobre su hombro. Sus ojos eran dos brasas azules ardiendo.
—Lo estás haciendo muy bien —le dije.
Y entonces pasó: sonrió. Pequeña sonrisa. Sucia. Libre. Victoriosa. Empecé a moverme. Despacio al principio. Luego más. Ella jadeaba como una fiera despierta. No era sumisión. No era dominación. Era pacto. Era animal. Era real. Le agarré el pelo. Le bese la espalda. La follé todo lo fuerte que me atreví por el culo mientras le metía la mano debajo para tocarle el clítoris. La sentí correrse temblando violentamente. Se arqueó. Gritó. Se deshizo.
Yo me corrí dentro de ella unos segundos después, hundido hasta el fondo, convulsionando en su oscuridad caliente, con la respiración rota.
Nos quedamos quietos. Sudados. Exhaustos. Mezclados.
Era la primera noche. La primera cita.
Y ya sabíamos que no iba a ser la última.
Hablamos tres días seguidos antes de vernos. Nada de postureos. Nada de frases hechas. Nada de falsos misterios. Deseo sin máscaras:
—¿Eres de los hombres que miran primero la boca o el culo? —me preguntó una noche.
—El cuello —le dije—. Soy de los que empiezan ahí.
—Qué raro.
—Es la antesala del alma.
—¿Y el culo? —insistió.
—La puerta del infierno. Pero la más tentadora.
—Eres peligroso.
—Tú estás aquí hablando conmigo. Algo te atrae del peligro.
Emoticono de fuego.
*
Quedamos en Zaragoza, en un café de la calle Alfonso. Llegó puntual, mirando a los lados antes de verme y al verme se sonrojó de una manera turbadora. Era más bajita en persona, metro cincuenta como mucho. Cuerpo redondeado, caderas grandes, vientre suave bajo la blusa color vino. Tenía un pecho generoso, apretado bajo el sujetador, con un escote a medio mostrar. Se movía como alguien que intenta pasar desapercibida. Pero era imposible no mirarla, con su cazadora vaquera y unos vaqueros negros que no disimulaban su trasero abundante. Me miró con una mezcla de timidez y desafío, detrás de unas gafas modernas de montura fina.
—¿Estás seguro de que soy lo que querías conocer? —me dijo enseguida tras saludar, antes siquiera de sentarse.
—No. Eres mejor.
La vi bajar la mirada un segundo antes de sonreír de verdad. Nos besamos en la mejilla, pero hubo electricidad, la corriente que mueve el deseo antes del primer roce verdadero. Pedimos dos cafés.
Hablamos un buen rato. Nada del otro mundo: trabajo, familia, algún sarcasmo, dos risas compartidas y un par de silencios que ardieron más que las palabras. Fingimos calma, pero había una bestia encerrada detrás de cada frase. Lo noté cuando mi rodilla rozó la suya. Ella la retiró al instante, nerviosa, pero luego la volvió a poner en su sitio, lenta, dejándome tocarla. Sin querer decirlo, me estaba diciendo mucha más verdad que con palabras.
Caminamos después por Independencia. Terminamos cenando en El Tubo, entre tapas y vino tinto, riéndonos más de lo esperado. Había algo en Carlota que me limpiaba los pensamientos sucios para devolverlos todavía más sucios pero más sinceros.
—No sé qué has hecho, pero hace semanas que no me reía así —me dijo.
Yo tampoco.
*
Cuando salimos del restaurante había viento. Ese cierzo cabrón que recuerda que en Zaragoza fabrican el frío.
Ella se apretó contra mí.
—¿Tienes frío? —pregunté.
—Tengo… ganas —respondió.
No hubo argumento moral. No hubo resistencia. Solo hambre. Subimos al Hotel Avenida, en Coso. Una habitación sencilla, cama de matrimonio, minibar inútil, cortinas pesadas. Cerré la puerta. La miré. Me miró. Se quitó las gafas con una mano temblorosa.No sabía qué hacer con las manos.
—Estoy nerviosa —me dijo.
—Yo también.
Me acerqué. Le toqué la cara. Tenía la piel cálida, tan suave como parecía. Cuando la besé, todo se desató. Su boca era grande y húmeda, sus labios carnales, necesitados. Besaba con entrega, como si nunca hubiera aprendido a disimular. Me agarró de la camisa, tiró de mí con más fuerza de la que esperaba para su tamaño. Su boca sabía a deseo guardado, a límites rompiéndose, a hambre. Me agarró de la nuca como si temiera que me escapara.
Mis manos bajaron a su cintura. La estreché contra mí. Al llegar a su culo —grande, lleno, vibrante— supe que estaba perdido. No era un culo perfecto: era de carne verdadera, de mujer que vive, come y siente. Un culazo honesto. La agarré fuerte. Ella soltó un gemido contra mi boca.
Yo le abrí la chaqueta, y con cuidado le quité la blusa. Se cubrió el vientre al instante.
—No —le dije, apartándole las manos con calma—. No escondas nada. Quiero todo.
Bajé despacio, abriendo su pantalón. Lo deslizó ella con torpeza, como avergonzada de sus propias prisas. Cuando quedó en ropa interior, la miré sin pudor: bragas negras, muslos anchos, piel blanca con hoyuelos, vientre suave, tetas grandes que pedían ser manoseadas como una necesidad, suaves, con pezones grandes y oscuros, muy sensibles. Cuando los lamí, tembló de pies a cabeza y se agarró a mi pelo.
—No me mires tanto —susurró—. No me gusta mi cuerpo.
—Calla...—le dije—. Estás buenísima.
Sus pezones eran grandes y rosados, erectos nada más tocarlos con la lengua. Los chupé y ella gritó sin darse cuenta. Se tapó la boca. La miré y se rio nerviosa.
—Joder, perdona —dijo.
La desnudé del todo sin prisas pero sin piedad de sus temores. Tenía un vientre blando, dulce. Unas caderas amplias. Muslos fuertes. Y un culo grande, redondo, cálido, verdadero. Hundí las manos en él con un placer casi animal. Olía a piel recién desatada. A mujer de verdad.
Ella me desnudó a mí. Nos olimos. Nos frotamos. Nos lamimos. Mis manos recorrieron sus curvas amplias, su calor animal. Cuando mis dedos bajaron entre sus muslos encontró humedad, mucha. Un aroma intenso, femenino, real, sin metáforas.
Me arrodillé entre sus piernas. La besé ahí. Le abrí los labios con la lengua. Su sabor era denso, con ese punto salado y dulce que solo tienen los coños que no han sido domesticados. La devoré. Ella se abrió como una fruta madura. Me agarró del pelo y jadeó como si llevara años guardándose ese sonido.
—No pares… no pares…
Claro que no paré. La llevé al borde, una, dos, tres veces. Temblaba entera. Le entró vergüenza de derretirse en mi boca tan rápido. Quiso cubrirse otra vez. No la dejé.
La tumbé en la cama. Abrí sus piernas con mis manos otra vez, contemplando su pubis rasurado, su coño húmedo. No jugué: fui directo. Bajé y me la comí despacio, con hambre y con respeto. Gozaba de forma honesta, sin artificio, sin pornografía. Sus gemidos eran delgados al principio, como de mujer que no quiere molestar, pero pronto se le escapó un grito.
—Joder… me vas a matar…
La follé primero con la lengua, luego con dos dedos, y e corrió sujetándome con fuerza, temblando, gimiendo sin vergüenza ya. Cuando acabó, me miró con la cara arrebatada
:
—Ahora tú....
Se arrodilló ante mí. Me agarró la polla mirándola con deseo, y se la metió en la boca con hambre, con torpeza honesta, como quien no presume pero disfruta de verdad. Me miraba desde abajo, con esos ojos brillantes, las manos sujetando mis muslos como si necesitara apoyo para no caer.
—Traga —le dije
.
Y tragó. Con ganas. Con ruido. Con baba resbalando por su barbilla. Ella se liberó conmigo. Se olvidó de sus complejos. Cuando la tuve durísima y brillante de saliva Se montó sobre mí con ganas brutales. Su cuerpo contra el mío era un choque primitivo. Me miró desde arriba con el pelo suelto sobre su cara y dijo:
—Quiero más. Quiero todo.
La agarré de la cintura, la giré y la puse a cuatro patas. Jadeó. Me la follé así, agarrando su culo grande con ambas manos, notando cómo su cuerpo cedía y recibía al mismo tiempo. Le llene los dedos de saliva y le dije:
—Tócate.
Lo hizo. Se corrió temblando, mordiéndose la almohada para no gritar demasiado. Podría haber terminado ahí, pero había más. Mucho más. Le acaricié el culo, separando sus nalgas lentamente. Despacio, tanteé más abajo.
—¿Alguna vez has jugado aquí? —pregunté.
Guardó silencio. Quise retirarme. Pero
entonces, muy baja, casi rota, dijo:
—No… pero quiero.
Y aquella confesión me incendió.
*
Su respiración ardía en la habitación, mezclada con la mía. Allí estábamos, con la carne abierta y el pudor hecho trizas, justo donde empiezan las decisiones verdaderas. Sentí cómo dudaba, cómo tensaba el cuerpo mientras mi dedo rozaba muy despacio la entrada de su ano. No empujé. Acaricié. Esperé. Era un umbral, y lo sabíamos los dos.
—No me hagas daño —dijo, sin mirarme.
.
Su culo era redondo, generoso y cálido, dos montañas gemelas de carne pálida y temblona. Una curva que invitaba a pecar. Lo abrí con cuidado, con deseo pero también con paciencia. Lo exploré con los pulgares, separando lentamente las nalgas. Tenía el ano pequeño, tenso, muy prieto, rodeado de una piel fina y clara en la que destacaban algunos vellos oscuros. Me acerqué y lo lamí. Sí, lo lamí. Ella se estremeció.
—Dios… —dijo sin voz.
Lo volví a hacer, más despacio, más húmedo, más íntimo. Hundí la lengua, apenas un poco. Noté cómo su cuerpo al principio se cerró y luego empezó a rendirse. A abrir. A confiar. Todo en silencio, solo nuestros jadeos y el sonido húmedo del sexo.
—Relájate —le susurré—. Déjate.
Empujé con un dedo lentamente, lubricado con mi propia saliva y deseo. Entré apenas un centímetro. Se tensó. Paré. Acaricié la base de su espalda. Besé sus nalgas. No había prisa.
—¿Así? —pregunté.
—Sí… sigue.
Obedecí. Entré y salí despacio. Noté su cuerpo acostumbrándose, aceptando. Ya no era solo placer físico: había algo más oscuro, más profundo, como si Carlota estuviera atravesando una frontera dentro de sí misma. Sentí que estaba entregándome algo que no daba a cualquiera.
—Quiero… sentirte —me pidió.
Me coloqué detrás de ella, mi polla dura, húmeda, rozando su sexo. Se la metí de nuevo por la vagina primero, empapada, estrecha. Entré hasta el fondo. Su gemido fue un temblor entero. La follé así un rato, agarrándola fuerte, tirando de sus caderas hacia mí. Tenía un polvo hermoso, carnal, limpio. Simple y salvaje.
Pero yo quería más. Y ella también.
Salí despacio. Mi polla brillaba mojada entre la luz tenue de la habitación. La deslicé entre sus nalgas, presionando apenas contra su ano. Sentí cómo tembló.
—No tengo prisa —le dije—. Solo dime si quieres.
Y ahí lo dijo. Su primera confesión real, prendida en el aire.
—Quiero que me folles el culo.
Algo se rompió ahí. Algo bueno. Algo que no era lujuria vacía, sino verdad desnuda. Deseo confesado sin vergüenza. Le escupí dos veces encima de su culo, que se apretaba y aflojaba con un guiño, y deslicé saliva con la punta. Presioné. Su cuerpo se tensó. Acaricié su clítoris para ayudarla. Poco a poco la punta empezó a entrar.
—Respira conmigo —le dije.
Entré más. Ella hundió la cara en la almohada, apretó los dientes. Su ano era estrecho, resistía. El dolor estaba ahí. Pero no dijo “para”. No quiso. Aguantó. Gimió. Se agarró a la sábana con los puños cerrados.
—Dios… duele… —susurró— pero no pares.
Empujé muy despacio, dándole tiempo. Noté cuando su cuerpo cedió. Cuando lo aceptó. Cuando al fin entré entero. Apreté su cadera con mi mano y me quedé quieto, dentro, notando su calor estrecho envolverme entero. Era una locura. Pura carne, pura locura.
—Mírame —le dije.
Giró la cabeza. Me miró sobre su hombro. Sus ojos eran dos brasas azules ardiendo.
—Lo estás haciendo muy bien —le dije.
Y entonces pasó: sonrió. Pequeña sonrisa. Sucia. Libre. Victoriosa. Empecé a moverme. Despacio al principio. Luego más. Ella jadeaba como una fiera despierta. No era sumisión. No era dominación. Era pacto. Era animal. Era real. Le agarré el pelo. Le bese la espalda. La follé todo lo fuerte que me atreví por el culo mientras le metía la mano debajo para tocarle el clítoris. La sentí correrse temblando violentamente. Se arqueó. Gritó. Se deshizo.
Yo me corrí dentro de ella unos segundos después, hundido hasta el fondo, convulsionando en su oscuridad caliente, con la respiración rota.
Nos quedamos quietos. Sudados. Exhaustos. Mezclados.
Era la primera noche. La primera cita.
Y ya sabíamos que no iba a ser la última.