Coco fresco

Hotlove

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Publico ahora una historia que ha tenido mucho éxito entre mis lectoras femeninas. Quizás sea porque es una fantasía que tienen todas. Se la dedico a morbos@69

Coco fresco

Andrea estaba tendida tomando el sol, completamente desnuda. Si miraba hacia arriba, veía un cocotero. Si miraba hacia delante, el inmenso mar de aguas cristalinas. Si miraba a los lados, solo palmeras y arena que parecía azúcar glacé espolvoreada en una tarta. Pero estaba leyendo un libro. Ahora mismo, en ese preciso instante, en ese exacto momento, era inmensamente feliz. Sola.
Su marido estaba en el resort en una de esas actividades acuáticas en la piscina con gente que habían conocido mientras cenaban en algunos de los restaurantes. Ella no podía entender como la gente buscaba a otra gente en sus vacaciones. Ella prefería desconectar completamente, al menos algunos días. Su marido lo sabía, así que cada uno tenía su espacio. Ese día se verían a las ocho, directamente para cenar.
Las playas eran kilométricas, y solo había gente justo delante del restaurante que daba a la playa. Lo que Andrea hacía era caminar una media hora por la orilla con una mochila con bebida y comida para todo el día, y se buscaba un sitio cubierto por palmeras cerca del agua. El nudismo estaba prohibido en aquel país, pero, ¿quién la iba a ver? Así que llevaba tres días haciéndolo, y se encontraba genial. Leía ese libro que llevaba esperándola desde hacía un año, tomaba el sol y se bañaba sin nadie a cientos de metros de distancia. Era el paraíso en el paraíso.
Dejó el libro en la toalla, se quitó las gafas y fue a bañarse. El agua era cálida y cristalina. Podía ver pequeños peces de colores acercándosele sin miedo, como si no tuvieran la malicia necesaria para sobrevivir, ya que allí nada ni nadie les había hecho nunca daño. Andrea entró en el agua poco a poco. Le encantaba esa sensación de caricia sobre su piel. Sobre todo, cuando llegaba a sus ingles, a su sexo, a sus axilas y a sus pezones. Se sentía libre entonces, y deseaba que ese momento no terminara nunca. Entonces se lanzó a nadar. Cada vez que braceaba o abría las piernas una sensación maravillosa se adueñaba de ella. Después de un rato regresó a su toalla y, pasados unos minutos, se quedó profundamente dormida. Una hora más tarde la despertó un hambre voraz.
Cogió un bocadillo. Después se comió algo de fruta. Estaba terminando un plátano cuando vio un chico sentado en la orilla. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Estaba de espaldas, mirando al mar. Tenía los pies dentro del agua, y una gran cesta llena de cocos. Andrea estaba extrañada. ¿Qué haría allí? En esa parte de la isla no había turistas, por lo que pocos cocos podría vender. De repente se dio cuenta que lo que era extraño es que ella estuviera allí. Nadie esperaba a ningún turista en ese lugar, así que evidentemente era un lugar perfecto para los nativos, para sentirse de verdad en su tierra. Pensó levantarse para acercarse a él y pedirle un coco, pero cuando estaba empezando a incorporarse se paró en seco. El chico se puso de pie, se quitó la camiseta, el pantalón, el slip y lanzó las dos chanclas a un par de metros. Andrea se sentó lentamente, y observó con atención: el espectáculo lo merecía. Era un chico alto. Musculoso pero estilizado. Largos brazos y piernas. Piel oscura, brillante. Y ese culo. La delgada cintura hacía que resaltara más. Era respingón, y tenía pinta de estar duro. Muy duro. Y la espalda se iba ensanchando hasta llegar a los amplios hombros. Era un perfecto triángulo. No podía verle la cara, pero en ningún caso llegaría a la treintena. Estaba en plena efervescencia. Deseaba verlo por delante. Lo que estaba imaginando, ¿estaría en consonancia con el resto del cuerpo? Entonces, aunque estaba de espaldas, pudo ver por el hueco entre sus piernas que sí. "Dios mío, esto parece sacado de una película". No podía esperar a ver el siguiente movimiento. Se sentía una impertinente voyeur, pero no podía hacer nada para evitarlo. Entonces el chico dio un par de pasos y se zambulló. Vio su negra espalda tensarse y nadar grácilmente, y, de repente, desaparecer hundiéndose. A los pocos segundos, su cabeza apareció de nuevo. De su corto y rizado pelo caía el agua deslizándose por su cara. Ya podía verle. Era un aborigen, pero con rasgos estilizados. Iba acercándose a la orilla andando, y cada vez veía más de su cuerpo. Y más quería ver. Entonces se mostró en todo su esplendor. Y Andrea se quedó absorta.
El chico seguía creyendo estar solo. Y Andrea seguía creyendo estar en el paraíso. Bueno, más bien a las puertas. Las gotas de agua se unían unas a otras para poder llegar más rápidamente a los pies para después fundirse con la arena. Y brillaban como pequeñas estrellas a lo lejos. Y hacían sobresalir aún más esos músculos. Y del músculo con mayúsculas no podía apartar la mirada. En la punta se agolpaban las gotas para lanzarse juntas al vacío. Qué pena. Ella estaba dispuesta a salvarlas de su suicidio. Estaba preparada para saborear ese agua salada, sin desperdiciar nada. Entonces el chico se puso la camiseta, el slip y el pantalón corto. La imaginación paró abruptamente. Y el espectáculo también. Se echó entonces al hombro la cesta cargada de cocos y comenzó a andar. Entonces Andrea pensó: “Me apetece mucho un coco. Qué digo: muchísimo”. Y entonces lo llamó. El chico se giró entre extrañado, sorprendido y asustado. Y al verla, ella le hizo un gesto con la mano. La expresión de sorpresa en su cara era casi divertida. Al ver que no reaccionaba, se puso de pie y le invitó a acercarse. Él obedeció, aunque con prudencia. Al llegar a su altura, Andrea le señaló la cesta de cocos y le indicó uno con el dedo. Entonces él se relajó y sonrió. Sus dientes blanquísimos contrastaban con su tez oscura. Sus rasgos eran muy afilados, marcados. Tenía un rostro muy masculino, con mandíbulas prominentes. Sus labios eran gruesos , pero no demasiado. Andrea se imaginó claramente lo que sería perderse en ellos. El chico era alto; le sacaba más de una cabeza. Sus manos eran recias, de largos dedos esbeltos. Se imaginó también hasta dónde podrían llegar. Entonces el chico sacó un coco de la cesta y cogió el machete que llevaba al cinto. De un certero golpe lo partió en dos. Con un gesto le indicó a Andrea que se bebiera el líquido. Ella le obedeció y al hacerlo la mayoría se le derramó por el cuello, sus pechos, su barriga y convergió en su sexo, pasando después a sus muslos interiores y terminando en sus pies. Fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta que estaba completamente desnuda, en una playa solitaria, a media hora de cualquier lugar habitado. Y con un chico atractivo al que había visto completamente desnudo. Pero, en lugar de tener miedo, se consideraba la mujer con más suerte del mundo.
El chico le señaló los hombros. Ella se los miró extrañada y los vio quemados por el sol. Entonces él cortó un poco de coco, lo masticó y con la pasta se lo puso delicadamente sobre ellos, hasta casi cubrirlos. El alivio fue instantáneo y el frescor era muy agradable. Se sentía en la gloria.
-Sé que no me entiendes, pero gracias. -Dijo Andrea con una enorme sonrisa.
El chico sonrió a su vez. Y siguió masticando coco. Entonces le señaló el cuello. También estaba enrojecido. Ella lo miró y asintió. Pero se le caía el emplaste mágico, así que se tumbó boca arriba. Él entonces se lo aplicó dulcemente de nuevo. Y el olor a coco le llegó a la nariz, envolviéndola en una caricia tropical de la que no quería salir. Entonces se dio cuenta que había cerrado los ojos. Los abrió y vio al chico sonriéndole. Y le señaló los pechos. Entonces ella se semi incorporó y le dijo:
-Cariño, sé que no me entiendes, pero sigue. Tienes carta blanca.
Dicho esto, le asintió y se tendió de nuevo. Entonces él preparó más pasta de coco y se lo extendió por el pecho. Muy, muy suavemente. Muy, muy despacio. Como se hacen las cosas cuando quieres hacerlas bien, y conseguir el objetivo deseado. Empezó aplicándolo alrededor de las tetas, hasta ir acercándose poco a poco a los pezones. Cuando llegó a la areola, la cubrió, pero dejó los pezones al aire, travieso. En ellos vertió solo agua de coco, despacio, directamente desde la cáscara. Ella lo miró y se echó a reír, y él también. Entonces él se señaló el ombligo, y Andrea asintió de nuevo, divertida. Él lo rellenó de pasta de coco. Entonces, la miró. Pero ella se hizo la dormida. El chico se quedó mirándola un minuto. Entonces Andrea abrió los ojos, soltó una risotada y dijo:
-Que sí, guapo, que lo estoy deseando. Continúa. Termina el trabajo. Me estás volviendo loca-, dijo, asintiendo al mismo tiempo.
Entonces él partió otro coco, lo masticó y lo aplicó en su monte de venus, en su clítoris, en sus labios, en las ingles que había dejado al descubierto, abriendo sus piernas. Todo era una pasta que la refrescaba y la calentaba a la vez. Empezó a contonearse. Quería más. Basta de juegos.
El chico la observó y con el último resto de coco machacado que le quedaba en las manos se acercó a su cara, y se lo extendió con dos dedos sobre sus labios. Ella los abrió y con la lengua chupó el labio superior, limpiándoselo de una pasada. Y el chico acercó su boca y limpió el labio inferior. Andrea notó un cosquilleo que se extendió a todas las extremidades. Y sacó la lengua, pero no encontró compañera. Se había ido más abajo y había comenzado a comerse sus tetas, literalmente. Cuando llegó a sus pezones, los mordió, uno después de otro. La pasta de coco iba desapareciendo como por arte de magia. La espalda de Andrea se arqueó, y empezó a gemir. El chico la observaba sonriendo. Entonces bajó más y con los labios succionó el ombligo, vaciándolo de coco. Andrea no supo hasta ese momento que ahí tenía un segundo punto G. Si hubiera insistido unos segundos más, se habría corrido. Y habría sido la primera vez así. Pero siguió más abajo, y comenzó a chupar, sorber, comer, saborear, deleitarse con el coco que cubría todo su coño, para terminar metiéndole un largo dedo dentro mientras seguía chupándole. Andrea se corrió entre grandes gritos, sin dejarse nada, sin cortarse, sin pensar en nadie, solo en el tremendo placer que estaba recibiendo. Entonces, entre grandes calambres orgásmicos, cada vez más espaciados, supo que así era como le tenían que sorber, chupar y comer.
El chico estaba de rodillas en la toalla. Andrea se levantó y tiró hacia arriba de su camiseta, quitándosela. Le bajó los pantalones y el slip y lo dejó completamente desnudo. Su polla estaba a punto. Era enorme. Entonces pensó aplicarle la misma medicina.
-Prepárate: me voy a emplear a fondo. Te voy a devolver el regalo con creces.- Dijo con cara invadida por la lujuria.
El chico no la entendía, pero sí comprendió el tono de su voz, sugerente. Entonces Andrea lo tumbó y cogió un trozo de coco. Lo masticó mientras lo miraba a los ojos. Por la comisura de los labios empezó a caer leche que goteaba en sus pechos. El chico empezó a empalmarse, pero ahora de verdad. Entonces Andrea puso la mano debajo de su boca y empujó lentamente la masa blanquecina en ella. Después se la acercó a los pectorales y los cubrió con ella, masajeándolos. Acto seguido, empezó a chuparlos, sin dejar absolutamente nada. Y se concentró en los pezones. Los rodeó con la lengua, cambiando el sentido del giro varias veces, hasta que se puso a chuparlos con los labios primero y succionándolos después. Con la mezcla de saliva y coco los sorbió finalmente, hasta dejarlos tan limpios como antes. Su polla estaba entonces como el mástil de un barco, preparado para aguantar las embestidas del temporal más fuerte. La miraba una y otra vez, y pensó para sí divertida que le haría falta masticar un par de cocos mínimo para cubrirla. Entonces se puso a ello. Primero le cubrió los testículos. Después intentó en vano pegarle la masa en la polla. Estaba tan erecta que se caía. Los dos estallaron en risas. Así que sólo le quedaba la cabeza. Y allí se entretuvo un rato. Le puso la masa de coco, y la dejó allí. La cara del chico era entonces de impaciencia. Le daba igual. Le encantaba hacer sufrir a los tíos. Era una especialista en pajas lentas. Los hombres estallaban de impaciencia, pero el final merecía la pena. Entonces empezó a lamerle los testículos. Después subió y bajó la lengua desde el perineo hasta el frenillo varias veces. El chico empezó a retorcerse y a decir algo en su lengua. No necesitaba comprenderlo. Lo entendía perfectamente. Finalmente, llegó al punto crítico. Empezó a chuparle solo la punta con los labios, después solo con la lengua, pero ahora rodeando el anillo del prepucio, y allí brotó una gotita en la punta. Ella la chupó y se la pasó por los labios, mientras le miraba fijamente. El chico estaba a punto de estallar; sus ojos lo delataban claramente. Entonces, de repente, la engulló hasta donde podía. Y empezó a mamarle la polla mezclando delicadeza y sensualidad con fuerza e intensidad. Por la respiración del chico intuyó que el final estaba cerca. Así que disminuyó el ritmo, siguió solo con la mano, casi sin apretar, y le dijo:
-Cariño, despacio, voy a volverte loco, vas a suplicarme que siga cuando estés a punto, y no te voy a hacer caso. No porque no te entienda: es que quiero que sufras. Merece la pena. El final valdrá la pena- Le dijo arrastrando las palabras, con los labios casi juntos, susurrándole.
Entonces el chico le dijo algo en su idioma. Y ella se rio y pensó para sí misma: “Guapo, no nos enteramos de nada, pero da exactamente lo mismo”. Siguió con su plan: aumentaba y disminuía el ritmo. Le chupaba y masturbaba a partes iguales, o lo hacía a la vez. A veces lento, a veces muy rápido. Con mucha saliva con sabor a coco, con mucha lubricación. Entonces vio en su cara que el volcán iba a estallar. Y ella quería toda la lava caliente en su boca. Así fue: a cada espasmo, un chorro caliente en el interior de su boca. Le encantaba ver la cara de los hombres en ese momento; le ponía tan caliente. Cuando los espasmos disminuyeron, ella lo miró fijamente y abrió lentamente la boca. Él vio la cascada de su fruto cayendo por esa hermosa barbilla, chorreando por esos hermosos pechos, hasta depositarse en ese precioso triángulo que hacían sus muslos pegados.
Andrea lo cogió de la mano y lo incorporó. De la mano fueron al agua. Se metieron hasta el cuello y él la abrazó, besándola. Ella entrelazó sus piernas en las caderas de él, y se besaron en un intenso y profundo beso.

Al rato salieron del agua. Andrea cogió suavemente las dos manos del chico, se puso de puntillas y le dio un ligero beso. Después le hizo con la mano un gesto que mañana volvería. Él la miró extrañado. Entonces ella dibujó con su dedo en la arena húmeda las 10:00, una palmera y un monigote, y se señaló a sí misma.
Él se echó a reír y se encogió de hombros. Después se echó al hombro la cesta y se marchó.

-Que se dé la vuelta, que se dé la vuelta y me mire una vez más -pensó para sí Andrea intrigada, viéndolo alejarse.

Entonces el chico giró su cabeza y le sonrió.

-”!Bingo!” Pensó Andrea, con una sonrisa que no le cabía en la cara

Andrea recogió sus cosas. Tardó una media hora en regresar a su cabaña en el resort. Caminar por la orilla le encantaba. El sol empezó a ponerse, y las olas lamiendo la orilla le daban una tremenda sensación de paz. Qué magnífica sensación. Arrastraba los pies como un niño que no quiere entrar en el colegio. Paraba a veces a observar los colores del sol diciendo adios: anaranjados primero, rojizos después y grises finalmente. “Y ese final nunca será exactamente igual dos veces”, pensó. Su mente estaba en paz con ella y su cuerpo satisfecho. No podía pedirle más a unas vacaciones.

Llegó a su cabaña, suspendida sobre el agua. Por el camino de madera ya casi no se veían los peces que normalmente jugueteaban debajo. Se metió en la ducha. Entonces llegó su marido. Se metió en la ducha con ella y la ayudó a enjabonarse. Ella sabía lo que significaba eso. Y le encantaba. Necesitaba algo en su interior, y seguía tremendamente caliente. Se dio la vuelta, levantó una pierna y su marido se la folló sin contemplaciones. Era justo lo que necesitaba. Mientras miraba por la ventana con los ojos entrecerrados por el inmenso placer, la polla que sentía en su interior pertenecía a otra persona. Y amaba al mismo tiempo a su marido por haberle brindado la posibilidad de haber disfrutado de uno de los días más calientes de su vida. Algún día, en mitad de un polvo, se lo contaría. Le ponía caliente pensarlo. ¿Se enfadaría o le gustaría? Se corrieron a la vez y después se enjabonaron el uno al otro. Se vistieron y se fueron a cenar, cogidos de la mano y bromeando. En mitad de la comida, él le dijo:

-Cariño, mañana hay una excursión a un volcán de una isla cercana, a media hora de aquí en barco. Voy a ir con un grupo que he conocido en las actividades de hoy. ¿Te apuntas?

-Pues precisamente te iba a decir que mañana me gustaría hacer exactamente lo mismo que hoy. Ha sido un día muy relajante y me encantaría repetirlo. ¿Hacemos algo juntos pasado mañana? -dijo Andrea.

-¡Claro!, pero, ¿no te aburrirás otra vez todo el día sola? Mañana llegaré tarde. De hecho posiblemente no me dé tiempo a llegar a cenar. Llevaremos un par de bolsas de picnic.

-En absoluto. Hoy he tenido un día fantástico. No te preocupes por mí. Disfrutaré el día con intensidad, te lo aseguro. -Contestó Andrea.

Andrea se levantó a las ocho. Su marido ya se había ido. Se puso el bañador y se fue al buffet del desayuno. Allí hizo acopio de comida para pasar todo el día en la playa, y bastante agua. Preparó una mochila con todo y a las diez de la mañana ya estaba debajo de su cocotero favorito. Hacía un día magnífico, aunque más caluroso que el anterior. Decidió entonces darse un baño antes de embadurnarse en crema solar. El agua estaba espectacular. La simple sensación de sentirse sola en medio de aquel paraíso multiplicaba su sensación de paz y bienestar. Algunos peces pequeños y coloridos jugueteaban con sus pies. El agua estaba completamente transparente. Salió del agua y los cálidos rayos de sol le acariciaban la piel, mientras secaban las gotas en su cuerpo y le dejaban restos de sal que seguro cualquier hombre estaría dispuesto a lamer, como ella misma estaría dispuesta a hacer si llegara ese chico de nuevo. ¿Vendrá o no? La duda la asaltó. Posiblemente no. Imaginó que no podría dejar de trabajar un día simplemente por estar junto a ella. Así que intentó hacerse a la idea que posiblemente estaría sola. Se tendió en la toalla y comió algo de pan. Puso algo de música en sus auriculares y se dejó llevar.

Sin rastro del chico.

Más tarde, leyó cinco capítulos de su libro.

Sin rastro del chico.

El calor aumentó. Otro baño.

Sin rastro del chico.

Entonces empezó a pensar que definitivamente no vendría. Y ella estaba tan caliente. Así que empezó a acariciarse suavemente los pechos, para detenerse después en los pezones, y bajar con un dedo húmedo en busca de su más que expectante vagina. Metió un dedo dentro. Entonces, sin saber porqué, abrió los ojos. Y allí, de pie, lo vio.

Estaba a unos cinco metros, sudoroso. Venía cargado con una cesta todavía más grande que la del día anterior. Andrea se cubrió inconscientemente con las manos, lo que produjo las risas del chico. Entonces él soltó la cesta con alivio y se sentó a su lado, acercando su cara para darle un sutil beso. Entonces abrió la cesta y sacó un mango.

-Dios. Antes coco, y ahora mango. ¿Eres capaz de adivinar mis frutas favoritas? -Dijo Andrea, sonriendo y sorprendida.

El chico dijo algo en su idioma. Cogió un pequeño cuchillo que parecía muy afilado y deshuesó hábilmente el mango. Entonces lo cortó en pequeños trozos y lo puso en una especie de tabla. Se lo acercó. Andrea cogió un pequeño trozo y lo saboreó. Un fresco sabor tropical se introdujo en ella. Estaba dulce, sabroso y frío. Entonces miró en la cesta y vio gran cantidad de fruta exótica sobre un lecho de cubitos de hielo. Pensó en el peso que el chico había acarreado. Entonces cogió otro trozo, y otro. Cuando se dio cuenta, se lo había comido entero. Entonces el chico cogió maracuyá y papaya, las cortó, puso todo en medio coco vacío y sacó un trozo de madera romo y empezó a triturar todo. Entonces abrió una pequeña mochila y sacó una botella. A Andrea se le pusieron los ojos como platos. Era ron. El chico vertió un chorro en la mezcla de fruta, lo removió y se lo ofreció a Andrea. Ella bebió de la cáscara del coco y su cara lo dijo todo. ¿Podía mejorarse lo de ayer? Pues sí, se podía. Siguió bebiendo y masticando y enseguida se sintió embriagada. Entonces él cogió el improvisado cuenco y bebió también de él. Una vez terminado, la cogió de la mano y se la llevó a la orilla. Allí él se despojó de sus ropas y se metieron en el agua. Los dos se sumergieron. Ella se acercó a él y le abrazó, rodeándole el cuello con sus brazos. No iba a soltarse hasta que notara algo duro allí abajo. Eso no tardó en suceder. Sus pequeños mordiscos en la oreja de chico y la presión de sus tetas sobre sus pectorales hicieron su trabajo. Entonces ella se zambulló y chupó su pene debajo del agua. Fueron pocos segundos, pero suficientes para que él no los olvidara nunca. Entonces emergió para coger aire, como una hermosa sirena, y ahora fue ella la que lo cogió de la mano y se lo llevó a la orilla. Se acercaron a la toalla y él le hizo un gesto para que se tendiera.

El chico se acercó a la cesta y sacó una piña. Con un pequeño machete la peló con destreza. Después la troceó para finalmente machacarla en la corteza de otro medio coco. Finalmente le añadió un chorro de ron. Después aplicó con maestría una línea gruesa de fruta desde el cuello de Andrea hasta su monte de venus. Una vez hecho ésto, deslizó su lengua desde la barbilla de Andrea bajando lentamente hasta su cuello, comiéndose la piña. Esos pequeños mordiscos y ese olor y sensación en su piel despertaron en ella sensaciones nunca antes conocidas: total y absoluta excitación. Continuó más abajo y sorpresivamente se escapó del camino marcado para realizar una incursión sorpresa por ambos pezones. La frescura de la piña y el alcohol actuaron como estimuladores. Enhiestos como puntas afiladas, se entristecieron cuando vieron alejarse a esa lengua, cerca ya del ombligo. Entonces la lengua llegó a la vagina al mismo tiempo que un largo dedo se introducía en ella. Andrea subía y bajaba la pelvis como en una especie de danza ritual, con un ritmo cadencioso, continuo. Entonces él aceleró los movimientos y el orgasmo no tardó en llegar. Los preliminares habían hecho su trabajo. Él se puso de rodillas y la levantó con sus fuertes brazos, sentándola encima de él. Entró en ella. Ella cerró los ojos y entreabrió la boca. Después cogió un coco con el resto del cóctel casero y lo acercó a las bocas. Entonces lo vertió en ambas, y derramó deliberadamente el resto en sus pechos. El líquido se abrió paso con dificultades entre ambos cuerpos, hasta llegar exactamente al punto de unión. Y el frescor de la fruta y el alcohol y esa sensación sucia hizo que los dos se movieran como poseídos. Él agarró su culo con fuerza y ella agarró sus cabellos. La violencia y el placer se mezclaron, y al poco se quedaron sin aliento. Entonces él la tendió, le levantó las piernas y en varias embestidas consiguió que ella viera las estrellas a mediodía y él vaciara su energía en el ataque final. Cayeron fulminados en la arena y se abrazaron, quedando después de unos instantes completamente dormidos bajo las sombras de los cocoteros.

Pasada una hora, se despertaron. Comieron de la comida de Andrea entre risas y gestos. Después se bañaron de nuevo y se tendieron a secarse al sol. Poco a poco, la luz iba perdiendo su fuerza.

Llegaba la noche, y el momento de la despedida. Entonces ella le indicó con gestos que se tenía que ir. Pero él le indicó que quería acompañarla. Ella accedió y caminaron media hora hasta el resort. Cuando llegaron a la entrada, él se despidió de ella entregándole un colgante hecho con la corteza de un coco. Ella lo besó y se despidió con la mano. Se acostó en la cama, exhausta. Su marido todavía no había llegado. Se quedó dormida totalmente desnuda, con su cuerpo haciendo una equis perfecta. Al día siguiente cogerían el avión de vuelta a casa, por la noche. por primera vez, no le importaría perder un vuelo.


-¿Desea usted algo de beber? -Preguntó la azafata.

-¿Tiene agua de coco o zumo de piña?
 
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