Luisignacio13
Miembro activo
El departamento de Belén y Nico era un mausoleo de deseos frustrados, donde cada noche se repetía un ritual de esperanza y derrota. En la penumbra del dormitorio, con la luz plateada colándose por las cortinas, Belén, de 32 años, se entregaba a un espejismo de pasión. Su melena castaña caía en ondas sobre sus hombros, sus ojos verdes ardían de anhelo mientras sus dedos se clavaban en las sábanas. Nico, de 34, alto y de rasgos angulosos, se movía sobre ella con una urgencia febril, su respiración entrecortada. Pero el momento se quebró: un espasmo prematuro, seguido de una flacidez que lo traicionó. Nico se detuvo, su rostro enrojecido de vergüenza. Belén, con una mueca de insatisfacción que cortaba como vidrio, se giró hacia la pared, su cuerpo palpitando de deseo insatisfecho. “Otra vez,” siseó, más para sí misma que para él. Nico no respondió, y el silencio se instaló como una sentencia.
Belén vivía atrapada en ese vacío. Profesora de literatura, sus días estaban llenos de versos que cantaban la pasión, pero sus noches eran un desierto de fantasías que no se atrevía a tocar. Imaginaba amantes sin rostro que la tomaban con fuerza, susurros que la hacían temblar, manos que exploraban cada rincón de su piel. Pero el amor que aún sentía por Nico la mantenía inmóvil, sus fantasías nunca cruzaban al mundo real. Nico, por su parte, cargaba con una vergüenza que lo consumía. Sus problemas de eyaculación precoz y flacidez transformaban cada intento de intimidad en un recordatorio de su impotencia. Evitaba los ojos de Belén, temiendo ver en ellos el desprecio que ya sentía en su carne.
Cada mañana, Nico escapaba al bar de la esquina, un refugio de madera oscura, luces tenues y el murmullo de un vinilo de Miles Davis. Allí, Vicente, el dueño de 65 años, reinaba tras la barra con una presencia que llenaba el espacio. Su cabello plateado, su voz grave y sus manos marcadas por el tiempo desprendían una autoridad hipnótica. Una mañana, mientras Nico removía su café con la mirada perdida, la camarera, una joven de risa fácil, notó su expresión de derrota. “¿Otra mala noche? ¿Problemas con la esposa?” preguntó, limpiando la barra. Nico, agotado, asintió apenas. Ella señaló a Vicente con un guiño. “Habla con él. Vicente sabe de todo. Las mujeres aún suspiran por él. Dicen que es… generoso, en todos los sentidos.” Nico sintió un calor subirle al rostro, pero no pudo apartar los ojos de Vicente, que limpiaba un vaso con una calma enigmática.
Vicente olió la vulnerabilidad de Nico como un depredador. “Pareces perdido, amigo,” dijo al día siguiente, apoyando los codos en la barra. “Cuéntame, ¿qué te pesa?” Nico, aplastado por el peso de sus fracasos, confesó: los problemas sexuales, el miedo a perder a Belén, la impotencia que lo carcomía. Vicente escuchó, sus ojos oscuros brillando con algo más que empatía. “He vivido mucho, Nico. Sé cómo ayudar a hombres como tú,” dijo, su tono firme, casi paternal, pero con un filo que erizaba la piel.
El proceso fue lento, una danza de poder disfrazada de amistad. Vicente ofrecía consejos que parecían soluciones: “Sé más firme, Nico. Tómala por sorpresa.” Pero cada noche, cuando Nico intentaba seguirlos, el resultado era el mismo: un encuentro frustrado, una mueca de Belén, un silencio que cortaba más profundo. Por las mañanas, Nico regresaba al bar, derrotado, y Vicente lo recibía con una sonrisa que mezclaba compasión y control. “No te rindas,” decía, inclinándose hasta que su voz era un susurro. “El problema no es tu cuerpo, es tu mente. Déjame guiarte.” Las charlas se volvieron un ritual, y Vicente comenzó a tejer su red. Hablaba de su vida con una naturalidad que fascinaba a Nico: amantes que lo buscaban en la noche, encuentros que dejaban huellas en la piel y el alma. Cada historia era un desafío, una prueba de que Vicente era todo lo que Nico no podía ser.
Una mañana, Vicente cruzó una línea. “Necesito entender tu dinámica con Belén,” dijo, su voz baja, persuasiva. “Tráeme una foto suya, algo íntimo. No para mí, para ayudarte.” Nico titubeó, pero la mirada de Vicente, afilada como un cuchillo, lo doblegó. Esa noche, mientras Belén dormía, Nico capturó una imagen de ella en ropa interior, su cuerpo bañado por la luz de la luna. Al entregarle la foto al día siguiente, sintió una punzada de culpa, pero también una excitación prohibida. Vicente miró la imagen, sus labios curvándose en una sonrisa. “Es hermosa,” dijo, clavando su mirada en Nico. “Pero necesita más… pasión. Otra, Nico. Más atrevida.”
Las fotos se volvieron un ritual secreto, cada una más íntima: Belén saliendo de la ducha, Belén desnuda bajo las sábanas. Nico obedecía, atrapado entre la vergüenza y la fascinación. Vicente, al recibirlas, las comentaba con un tono que mezclaba autoridad y seducción, reforzando su control. “Estás aprendiendo a complacer,” dijo una mañana, revisando una imagen de Belén con el agua resbalando por su piel. “Ahora, hagamos algo más… personal.” Nico, cada vez más sumiso, sentía que su voluntad se desvanecía bajo el peso de la presencia de Vicente.
El viernes por la noche, el aire en el departamento de Belén y Nico era denso, cargado de una tormenta que no llegaba. Vicente había orquestado su entrada con maestría. “Invítame a cenar,” le dijo a Nico esa mañana, su tono dejando claro que no era una sugerencia. “Dile a Belén que soy un colega del trabajo. Será… educativo.” Nico, con el corazón acelerado, obedeció. Belén, sorprendida pero intrigada, preparó una cena sencilla: pasta, vino tinto, una mesa iluminada por velas en su comedor de paredes blancas y muebles minimalistas.
Vicente llegó con una botella de champagne y una presencia que llenó la sala. Su camisa oscura se ajustaba a su cuerpo aún firme, y sus ojos recorrían el espacio con la calma de un depredador. Belén, con un vestido negro que abrazaba sus curvas, sintió un cosquilleo al estrechar su mano, aunque no entendía por qué. Durante la cena, Vicente dominó la conversación, contando anécdotas que hacían reír a Belén y sonrojar a Nico. Pero bajo la superficie, cada palabra era una orden. “Nico, trae más vino,” dijo Vicente, y Nico se levantó de inmediato, sus manos temblando. Belén frunció el ceño, notando la sumisión de su esposo, pero guardó silencio.
A medida que el champagne fluía, Vicente comenzó a deslizar comentarios más afilados. “Nico me ha contado que las cosas no van bien en la cama,” dijo, su voz suave pero cortante. Belén se tensó, sus ojos clavándose en Nico, que bajó la mirada, rojo de vergüenza. “¿Qué?” siseó ella, su voz temblando de enojo. Vicente, imperturbable, continuó, su mirada fija en Belén. “Es un hombre con… limitaciones. Eyaculación precoz, problemas para mantenerse firme. No es su culpa, pero una mujer como tú merece más.” El aire se volvió espeso. Belén, furiosa, sintió la traición de Nico como un puñal. “¿Cómo te atreves a hablar de esto?” espetó, girándose hacia Vicente, su rostro ardiendo. “Y tú, ¿por qué se lo contaste? ¡Eres patético!”
Vicente, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, se inclinó hacia ella. “Sé lo que llevas puesto esta noche, Belén,” dijo, su voz un murmullo que la paralizó. “¿Es el encaje negro de la foto del martes? ¿O el rojo que usaste en la ducha?” Belén se quedó helada, su mente dando tumbos. “¿Fotos?” susurró, girándose hacia Nico, que parecía desmoronarse en su silla. Vicente, sin apartar la mirada, enumeró con calma: “El lunes, estabas en ropa interior, junto a la ventana. El jueves, desnuda, saliendo del baño. Nico ha sido muy… obediente.”
El enojo de Belén estalló. Se levantó de la mesa, sus ojos brillando de furia, y abofeteó a Nico con fuerza. “¡Pajero impotente!” gritó, su voz quebrándose. “¿Cómo pudiste?” Nico, con la mejilla ardiendo, no respondió, su mirada fija en el suelo. Cuando Belén levantó la mano para golpear a Vicente, él la interceptó con rapidez, sujetándola por la muñeca. “Tranquila,” dijo, su voz un ronroneo oscuro. Con un movimiento fluido, la atrajo hacia él, sentándola sobre su regazo, sus manos fuertes inmovilizándola por los brazos. Belén forcejeó, pero Vicente la apretó contra su cuerpo, dejándola sentir la erección que presionaba contra ella. “Hoy te dejo como una seda,” susurró al oído, su aliento cálido rozando su piel, “y este puto pasa a la historia.” Escupió al suelo, hacia Nico, que seguía inmóvil, atrapado en su sumisión.
Belén dejó caer una lágrima, su pecho subiendo y bajando con furia. Pero bajo la rabia, un calor se deslizaba entre sus piernas, un flujo que traicionaba su enojo. Vicente lo sintió, y su sonrisa se volvió depredadora. “Mírame,” ordenó, y ella, a pesar de sí misma, obedeció. Sus ojos se encontraron, y Belén se convirtió en otro títere en su juego. Él la besó con una intensidad que la desarmó, sus labios firmes, su lengua explorando con una certeza que la hizo estremecerse. Nico, desde su silla, observaba, su respiración entrecortada, atrapado entre la humillación y una excitación que no entendía.
Vicente se levantó, llevando a Belén de la mano hacia el sofá. “Nico,” dijo sin mirarlo, su voz cortante, “lava los platos, ordena la mesa y limpia todo. Cuando termines, avísame. Me voy con tu esposa al dormitorio. No abras la puerta, solo golpea.” Nico, con la cabeza gacha, asintió y se puso de pie, sus manos temblando mientras recogía los platos. Belén, encendida de lujuria, tomó otra botella de vino y, con una mirada burlona hacia Nico, arrastró a Vicente de la mano hacia el dormitorio. “Pobre inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio, mientras la puerta se cerraba tras ellos.
Nico, solo en el comedor, fregaba los platos con movimientos mecánicos, el agua caliente quemándole las manos. Desde el dormitorio, los sonidos eran inconfundibles: los gemidos de Belén, las risas de Vicente, los golpes rítmicos de la cama contra la pared. Cada ruido era un puñal, pero también una cadena que lo ataba más a su sumisión. Los gritos de Belén se intensificaron, su voz rompiéndose en un clímax. “¡Ay, mi amor, mi amo!” exclamó, resonando a través de la puerta. “¡Nunca acabé así en mi vida!” Vicente, con un gruñido, respondió: “Ese puto no tiene ni verga ni huevos para otra cosa que obedecer.” Nico, con lágrimas en los ojos, terminó de limpiar y se acercó a la puerta. Su mano tembló al golpear, el eco de los gemidos vibrando en su cabeza.
La puerta se abrió, y el espectáculo lo golpeó como un latigazo. Belén, desnuda, su piel brillando de sudor, estaba a horcajadas sobre Vicente, sus pechos balanceándose mientras se movía con una furia animal. Vicente, con su cuerpo firme y su erección imponente, la guiaba con manos seguras. “Entra,” ordenó Vicente, sin detenerse. “Y ahora, puto, ve a comprar drogas. Cocaína, pastillas, popper. Ve en ropa interior, que todos vean lo que eres. Quiero que te griten, que te humillen.” Belén, jadeando, soltó una carcajada cruel. “¡Hazlo, inútil!” dijo, sus ojos brillando con desprecio. Nico, con el rostro ardiendo, se quitó la ropa, quedando solo en bóxers, y salió al frío de la noche, los insultos de los transeúntes resonando en sus oídos mientras corría a cumplir la orden.
Cuando Nico regresó, el living era un escenario de lujuria. Belén y Vicente, ahora en el sofá, estaban enzarzados en un acto que destilaba poder y deseo. Belén, de rodillas, lamía el pene de Vicente, su lengua recorriendo cada vena, cada pliegue, mientras él la guiaba con una mano en su cabello. El miembro de Vicente, grueso y erguido, brillaba con la saliva de Belén, sus testículos tensos bajo el roce de sus dedos. Belén, con los labios hinchados, gemía mientras chupaba, su vagina empapada dejando un charco en el suelo. Vicente, con un gruñido, la levantó y la penetró desde atrás, sus embestidas lentas pero profundas, cada una arrancándole un grito. Sus nalgas temblaban con cada impacto, su clítoris hinchado rozando los dedos de Vicente, que lo masajeaban con precisión. El olor del sexo llenaba el aire: sudor, secreciones, la humedad de Belén mezclándose con el almizcle de Vicente.
Nico, de pie, intentó tocarse, pero su pene permanecía flácido, un recordatorio cruel de su impotencia. “Acércate,” ordenó Vicente, su voz cortando el aire. Belén, en el borde de otro clímax, gritó mientras su cuerpo se convulsionaba, su vagina contrayéndose alrededor del miembro de Vicente, un chorro de fluidos resbalando por sus muslos. Vicente, con un rugido, eyaculó dentro de ella, su semen mezclándose con las secreciones de Belén, goteando lentamente. “Bebe,” ordenó Vicente, señalando el desastre entre las piernas de Belén. Nico, humillado pero obediente, se arrodilló y lamió el semen de Vicente, su lengua recogiendo cada gota mientras Belén lo miraba con desprecio y lujuria. “Buen perro,” dijo ella, riendo, mientras Vicente la besaba con posesión.
Vicente tomó las drogas que Nico había traído y las usó con maestría. Esparció cocaína sobre los pechos de Belén, lamiéndola lentamente mientras ella gemía, su cuerpo temblando bajo el efecto. Le dio una pastilla de éxtasis a Belén, cuyos ojos se dilataron con una euforia salvaje. Nico, reducido a un juguete, fue incorporado a su juego de deseos, siempre bajo una humillación constante. Vicente, con un brillo cruel en los ojos, ordenó a Nico que se inclinara. Belén, riendo, lo sodomizó con un dedo mientras Vicente le hacía inhalar popper, intensificando su rendición. Luego, Vicente lo penetró con su miembro, cada embestida un recordatorio de su sumisión. Nico, con lágrimas mezclándose con el sudor, gemía de dolor y una extraña rendición. Belén, ahora completamente entregada a Vicente, lo sodomizó con un juguete encontrado en un cajón, su risa resonando mientras lo humillaba. “Esto es lo que mereces, inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio.
Vicente, no contento con la humillación, ordenó a Nico que se arrodillara frente a él. “Chupa,” dijo, su voz implacable. Nico, temblando, obedeció, su boca rodeando el pene de Vicente, que palpitaba con una dureza implacable. Belén, observando, reía mientras acariciaba su propio clítoris, su vagina empapada por la escena. Vicente, con un gruñido, eyaculó en la cara de Nico, el semen caliente chorreando por sus mejillas, su barbilla, goteando hasta el suelo. “Traga,” ordenó, y Nico, con los ojos cerrados, obedeció, el sabor amargo sellando su degradación. Belén, con una carcajada, se inclinó y lamió una gota de semen de la mejilla de Nico, solo para escupirla al suelo. “Patético,” dijo, antes de volver a besar a Vicente.
La noche se convirtió en un torbellino de sexo y poder. Vicente y Belén, impulsados por las drogas, exploraron cada rincón de sus cuerpos. Vicente lamió el clítoris de Belén, su lengua trazando círculos hasta que ella gritó, su vagina palpitando con otro clímax, sus fluidos empapando el sofá. Belén, a su vez, chupó los testículos de Vicente, su boca cálida y hambrienta, mientras él la penetraba con los dedos, arrancándole gemidos que resonaban en el living. Nico, siempre al margen, era usado como un objeto: lamía los pies de Belén, obedecía órdenes de traer más vino, y soportaba las burlas constantes. “Mira cómo se coge de verdad,” le decía Belén, mientras Vicente la tomaba en cada posición imaginable, sus cuerpos brillando de sudor y secreciones.
Cuando la madrugada llegó, Vicente y Belén, exhaustos pero insaciables, se levantaron del sofá. “Nos vamos al dormitorio,” anunció Vicente, su voz autoritaria. “Nos quedaremos todo el fin de semana cogiendo. Tú, puto, te quedas afuera, atento a servirnos. Trae comida, limpia, haz lo que se te ordene.” Belén, con una sonrisa cruel, añadió: “Y no te atrevas a tocarte, inútil.” Colocaron un felpudo en la puerta del dormitorio, un símbolo final de la degradación de Nico, y se encerraron dentro. Nico, de rodillas frente a la puerta, escuchaba las risas y burlas de Vicente y Belén, los gemidos que empezaban de nuevo, los insultos que lo reducían a nada. “Ese puto no vale nada,” decía Vicente, mientras Belén reía, su voz mezclándose con el sonido de sus cuerpos.
El fin de semana se alzaba como un abismo. Nico, atrapado en su sumisión, no sabía si esto era el fin de su matrimonio o una prisión de la que nunca escaparía. Dentro del dormitorio, Vicente y Belén seguían su danza de deseo, mientras Nico, en el felpudo, era solo una sombra, un eco de lo que alguna vez fue. El futuro era un misterio, tan ambiguo como las risas que se filtraban por la puerta.
Belén vivía atrapada en ese vacío. Profesora de literatura, sus días estaban llenos de versos que cantaban la pasión, pero sus noches eran un desierto de fantasías que no se atrevía a tocar. Imaginaba amantes sin rostro que la tomaban con fuerza, susurros que la hacían temblar, manos que exploraban cada rincón de su piel. Pero el amor que aún sentía por Nico la mantenía inmóvil, sus fantasías nunca cruzaban al mundo real. Nico, por su parte, cargaba con una vergüenza que lo consumía. Sus problemas de eyaculación precoz y flacidez transformaban cada intento de intimidad en un recordatorio de su impotencia. Evitaba los ojos de Belén, temiendo ver en ellos el desprecio que ya sentía en su carne.
Cada mañana, Nico escapaba al bar de la esquina, un refugio de madera oscura, luces tenues y el murmullo de un vinilo de Miles Davis. Allí, Vicente, el dueño de 65 años, reinaba tras la barra con una presencia que llenaba el espacio. Su cabello plateado, su voz grave y sus manos marcadas por el tiempo desprendían una autoridad hipnótica. Una mañana, mientras Nico removía su café con la mirada perdida, la camarera, una joven de risa fácil, notó su expresión de derrota. “¿Otra mala noche? ¿Problemas con la esposa?” preguntó, limpiando la barra. Nico, agotado, asintió apenas. Ella señaló a Vicente con un guiño. “Habla con él. Vicente sabe de todo. Las mujeres aún suspiran por él. Dicen que es… generoso, en todos los sentidos.” Nico sintió un calor subirle al rostro, pero no pudo apartar los ojos de Vicente, que limpiaba un vaso con una calma enigmática.
Vicente olió la vulnerabilidad de Nico como un depredador. “Pareces perdido, amigo,” dijo al día siguiente, apoyando los codos en la barra. “Cuéntame, ¿qué te pesa?” Nico, aplastado por el peso de sus fracasos, confesó: los problemas sexuales, el miedo a perder a Belén, la impotencia que lo carcomía. Vicente escuchó, sus ojos oscuros brillando con algo más que empatía. “He vivido mucho, Nico. Sé cómo ayudar a hombres como tú,” dijo, su tono firme, casi paternal, pero con un filo que erizaba la piel.
El proceso fue lento, una danza de poder disfrazada de amistad. Vicente ofrecía consejos que parecían soluciones: “Sé más firme, Nico. Tómala por sorpresa.” Pero cada noche, cuando Nico intentaba seguirlos, el resultado era el mismo: un encuentro frustrado, una mueca de Belén, un silencio que cortaba más profundo. Por las mañanas, Nico regresaba al bar, derrotado, y Vicente lo recibía con una sonrisa que mezclaba compasión y control. “No te rindas,” decía, inclinándose hasta que su voz era un susurro. “El problema no es tu cuerpo, es tu mente. Déjame guiarte.” Las charlas se volvieron un ritual, y Vicente comenzó a tejer su red. Hablaba de su vida con una naturalidad que fascinaba a Nico: amantes que lo buscaban en la noche, encuentros que dejaban huellas en la piel y el alma. Cada historia era un desafío, una prueba de que Vicente era todo lo que Nico no podía ser.
Una mañana, Vicente cruzó una línea. “Necesito entender tu dinámica con Belén,” dijo, su voz baja, persuasiva. “Tráeme una foto suya, algo íntimo. No para mí, para ayudarte.” Nico titubeó, pero la mirada de Vicente, afilada como un cuchillo, lo doblegó. Esa noche, mientras Belén dormía, Nico capturó una imagen de ella en ropa interior, su cuerpo bañado por la luz de la luna. Al entregarle la foto al día siguiente, sintió una punzada de culpa, pero también una excitación prohibida. Vicente miró la imagen, sus labios curvándose en una sonrisa. “Es hermosa,” dijo, clavando su mirada en Nico. “Pero necesita más… pasión. Otra, Nico. Más atrevida.”
Las fotos se volvieron un ritual secreto, cada una más íntima: Belén saliendo de la ducha, Belén desnuda bajo las sábanas. Nico obedecía, atrapado entre la vergüenza y la fascinación. Vicente, al recibirlas, las comentaba con un tono que mezclaba autoridad y seducción, reforzando su control. “Estás aprendiendo a complacer,” dijo una mañana, revisando una imagen de Belén con el agua resbalando por su piel. “Ahora, hagamos algo más… personal.” Nico, cada vez más sumiso, sentía que su voluntad se desvanecía bajo el peso de la presencia de Vicente.
El viernes por la noche, el aire en el departamento de Belén y Nico era denso, cargado de una tormenta que no llegaba. Vicente había orquestado su entrada con maestría. “Invítame a cenar,” le dijo a Nico esa mañana, su tono dejando claro que no era una sugerencia. “Dile a Belén que soy un colega del trabajo. Será… educativo.” Nico, con el corazón acelerado, obedeció. Belén, sorprendida pero intrigada, preparó una cena sencilla: pasta, vino tinto, una mesa iluminada por velas en su comedor de paredes blancas y muebles minimalistas.
Vicente llegó con una botella de champagne y una presencia que llenó la sala. Su camisa oscura se ajustaba a su cuerpo aún firme, y sus ojos recorrían el espacio con la calma de un depredador. Belén, con un vestido negro que abrazaba sus curvas, sintió un cosquilleo al estrechar su mano, aunque no entendía por qué. Durante la cena, Vicente dominó la conversación, contando anécdotas que hacían reír a Belén y sonrojar a Nico. Pero bajo la superficie, cada palabra era una orden. “Nico, trae más vino,” dijo Vicente, y Nico se levantó de inmediato, sus manos temblando. Belén frunció el ceño, notando la sumisión de su esposo, pero guardó silencio.
A medida que el champagne fluía, Vicente comenzó a deslizar comentarios más afilados. “Nico me ha contado que las cosas no van bien en la cama,” dijo, su voz suave pero cortante. Belén se tensó, sus ojos clavándose en Nico, que bajó la mirada, rojo de vergüenza. “¿Qué?” siseó ella, su voz temblando de enojo. Vicente, imperturbable, continuó, su mirada fija en Belén. “Es un hombre con… limitaciones. Eyaculación precoz, problemas para mantenerse firme. No es su culpa, pero una mujer como tú merece más.” El aire se volvió espeso. Belén, furiosa, sintió la traición de Nico como un puñal. “¿Cómo te atreves a hablar de esto?” espetó, girándose hacia Vicente, su rostro ardiendo. “Y tú, ¿por qué se lo contaste? ¡Eres patético!”
Vicente, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, se inclinó hacia ella. “Sé lo que llevas puesto esta noche, Belén,” dijo, su voz un murmullo que la paralizó. “¿Es el encaje negro de la foto del martes? ¿O el rojo que usaste en la ducha?” Belén se quedó helada, su mente dando tumbos. “¿Fotos?” susurró, girándose hacia Nico, que parecía desmoronarse en su silla. Vicente, sin apartar la mirada, enumeró con calma: “El lunes, estabas en ropa interior, junto a la ventana. El jueves, desnuda, saliendo del baño. Nico ha sido muy… obediente.”
El enojo de Belén estalló. Se levantó de la mesa, sus ojos brillando de furia, y abofeteó a Nico con fuerza. “¡Pajero impotente!” gritó, su voz quebrándose. “¿Cómo pudiste?” Nico, con la mejilla ardiendo, no respondió, su mirada fija en el suelo. Cuando Belén levantó la mano para golpear a Vicente, él la interceptó con rapidez, sujetándola por la muñeca. “Tranquila,” dijo, su voz un ronroneo oscuro. Con un movimiento fluido, la atrajo hacia él, sentándola sobre su regazo, sus manos fuertes inmovilizándola por los brazos. Belén forcejeó, pero Vicente la apretó contra su cuerpo, dejándola sentir la erección que presionaba contra ella. “Hoy te dejo como una seda,” susurró al oído, su aliento cálido rozando su piel, “y este puto pasa a la historia.” Escupió al suelo, hacia Nico, que seguía inmóvil, atrapado en su sumisión.
Belén dejó caer una lágrima, su pecho subiendo y bajando con furia. Pero bajo la rabia, un calor se deslizaba entre sus piernas, un flujo que traicionaba su enojo. Vicente lo sintió, y su sonrisa se volvió depredadora. “Mírame,” ordenó, y ella, a pesar de sí misma, obedeció. Sus ojos se encontraron, y Belén se convirtió en otro títere en su juego. Él la besó con una intensidad que la desarmó, sus labios firmes, su lengua explorando con una certeza que la hizo estremecerse. Nico, desde su silla, observaba, su respiración entrecortada, atrapado entre la humillación y una excitación que no entendía.
Vicente se levantó, llevando a Belén de la mano hacia el sofá. “Nico,” dijo sin mirarlo, su voz cortante, “lava los platos, ordena la mesa y limpia todo. Cuando termines, avísame. Me voy con tu esposa al dormitorio. No abras la puerta, solo golpea.” Nico, con la cabeza gacha, asintió y se puso de pie, sus manos temblando mientras recogía los platos. Belén, encendida de lujuria, tomó otra botella de vino y, con una mirada burlona hacia Nico, arrastró a Vicente de la mano hacia el dormitorio. “Pobre inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio, mientras la puerta se cerraba tras ellos.
Nico, solo en el comedor, fregaba los platos con movimientos mecánicos, el agua caliente quemándole las manos. Desde el dormitorio, los sonidos eran inconfundibles: los gemidos de Belén, las risas de Vicente, los golpes rítmicos de la cama contra la pared. Cada ruido era un puñal, pero también una cadena que lo ataba más a su sumisión. Los gritos de Belén se intensificaron, su voz rompiéndose en un clímax. “¡Ay, mi amor, mi amo!” exclamó, resonando a través de la puerta. “¡Nunca acabé así en mi vida!” Vicente, con un gruñido, respondió: “Ese puto no tiene ni verga ni huevos para otra cosa que obedecer.” Nico, con lágrimas en los ojos, terminó de limpiar y se acercó a la puerta. Su mano tembló al golpear, el eco de los gemidos vibrando en su cabeza.
La puerta se abrió, y el espectáculo lo golpeó como un latigazo. Belén, desnuda, su piel brillando de sudor, estaba a horcajadas sobre Vicente, sus pechos balanceándose mientras se movía con una furia animal. Vicente, con su cuerpo firme y su erección imponente, la guiaba con manos seguras. “Entra,” ordenó Vicente, sin detenerse. “Y ahora, puto, ve a comprar drogas. Cocaína, pastillas, popper. Ve en ropa interior, que todos vean lo que eres. Quiero que te griten, que te humillen.” Belén, jadeando, soltó una carcajada cruel. “¡Hazlo, inútil!” dijo, sus ojos brillando con desprecio. Nico, con el rostro ardiendo, se quitó la ropa, quedando solo en bóxers, y salió al frío de la noche, los insultos de los transeúntes resonando en sus oídos mientras corría a cumplir la orden.
Cuando Nico regresó, el living era un escenario de lujuria. Belén y Vicente, ahora en el sofá, estaban enzarzados en un acto que destilaba poder y deseo. Belén, de rodillas, lamía el pene de Vicente, su lengua recorriendo cada vena, cada pliegue, mientras él la guiaba con una mano en su cabello. El miembro de Vicente, grueso y erguido, brillaba con la saliva de Belén, sus testículos tensos bajo el roce de sus dedos. Belén, con los labios hinchados, gemía mientras chupaba, su vagina empapada dejando un charco en el suelo. Vicente, con un gruñido, la levantó y la penetró desde atrás, sus embestidas lentas pero profundas, cada una arrancándole un grito. Sus nalgas temblaban con cada impacto, su clítoris hinchado rozando los dedos de Vicente, que lo masajeaban con precisión. El olor del sexo llenaba el aire: sudor, secreciones, la humedad de Belén mezclándose con el almizcle de Vicente.
Nico, de pie, intentó tocarse, pero su pene permanecía flácido, un recordatorio cruel de su impotencia. “Acércate,” ordenó Vicente, su voz cortando el aire. Belén, en el borde de otro clímax, gritó mientras su cuerpo se convulsionaba, su vagina contrayéndose alrededor del miembro de Vicente, un chorro de fluidos resbalando por sus muslos. Vicente, con un rugido, eyaculó dentro de ella, su semen mezclándose con las secreciones de Belén, goteando lentamente. “Bebe,” ordenó Vicente, señalando el desastre entre las piernas de Belén. Nico, humillado pero obediente, se arrodilló y lamió el semen de Vicente, su lengua recogiendo cada gota mientras Belén lo miraba con desprecio y lujuria. “Buen perro,” dijo ella, riendo, mientras Vicente la besaba con posesión.
Vicente tomó las drogas que Nico había traído y las usó con maestría. Esparció cocaína sobre los pechos de Belén, lamiéndola lentamente mientras ella gemía, su cuerpo temblando bajo el efecto. Le dio una pastilla de éxtasis a Belén, cuyos ojos se dilataron con una euforia salvaje. Nico, reducido a un juguete, fue incorporado a su juego de deseos, siempre bajo una humillación constante. Vicente, con un brillo cruel en los ojos, ordenó a Nico que se inclinara. Belén, riendo, lo sodomizó con un dedo mientras Vicente le hacía inhalar popper, intensificando su rendición. Luego, Vicente lo penetró con su miembro, cada embestida un recordatorio de su sumisión. Nico, con lágrimas mezclándose con el sudor, gemía de dolor y una extraña rendición. Belén, ahora completamente entregada a Vicente, lo sodomizó con un juguete encontrado en un cajón, su risa resonando mientras lo humillaba. “Esto es lo que mereces, inútil,” dijo, su voz cargada de desprecio.
Vicente, no contento con la humillación, ordenó a Nico que se arrodillara frente a él. “Chupa,” dijo, su voz implacable. Nico, temblando, obedeció, su boca rodeando el pene de Vicente, que palpitaba con una dureza implacable. Belén, observando, reía mientras acariciaba su propio clítoris, su vagina empapada por la escena. Vicente, con un gruñido, eyaculó en la cara de Nico, el semen caliente chorreando por sus mejillas, su barbilla, goteando hasta el suelo. “Traga,” ordenó, y Nico, con los ojos cerrados, obedeció, el sabor amargo sellando su degradación. Belén, con una carcajada, se inclinó y lamió una gota de semen de la mejilla de Nico, solo para escupirla al suelo. “Patético,” dijo, antes de volver a besar a Vicente.
La noche se convirtió en un torbellino de sexo y poder. Vicente y Belén, impulsados por las drogas, exploraron cada rincón de sus cuerpos. Vicente lamió el clítoris de Belén, su lengua trazando círculos hasta que ella gritó, su vagina palpitando con otro clímax, sus fluidos empapando el sofá. Belén, a su vez, chupó los testículos de Vicente, su boca cálida y hambrienta, mientras él la penetraba con los dedos, arrancándole gemidos que resonaban en el living. Nico, siempre al margen, era usado como un objeto: lamía los pies de Belén, obedecía órdenes de traer más vino, y soportaba las burlas constantes. “Mira cómo se coge de verdad,” le decía Belén, mientras Vicente la tomaba en cada posición imaginable, sus cuerpos brillando de sudor y secreciones.
Cuando la madrugada llegó, Vicente y Belén, exhaustos pero insaciables, se levantaron del sofá. “Nos vamos al dormitorio,” anunció Vicente, su voz autoritaria. “Nos quedaremos todo el fin de semana cogiendo. Tú, puto, te quedas afuera, atento a servirnos. Trae comida, limpia, haz lo que se te ordene.” Belén, con una sonrisa cruel, añadió: “Y no te atrevas a tocarte, inútil.” Colocaron un felpudo en la puerta del dormitorio, un símbolo final de la degradación de Nico, y se encerraron dentro. Nico, de rodillas frente a la puerta, escuchaba las risas y burlas de Vicente y Belén, los gemidos que empezaban de nuevo, los insultos que lo reducían a nada. “Ese puto no vale nada,” decía Vicente, mientras Belén reía, su voz mezclándose con el sonido de sus cuerpos.
El fin de semana se alzaba como un abismo. Nico, atrapado en su sumisión, no sabía si esto era el fin de su matrimonio o una prisión de la que nunca escaparía. Dentro del dormitorio, Vicente y Belén seguían su danza de deseo, mientras Nico, en el felpudo, era solo una sombra, un eco de lo que alguna vez fue. El futuro era un misterio, tan ambiguo como las risas que se filtraban por la puerta.