Luisignacio13
Miembro muy activo
Era un sábado por la mañana, el sol se filtraba en el departamento de Sofía y Matías, una pareja que siempre buscaba formas de encender la chispa. Mientras se vestían para salir a hacer las compras, Matías, con una sonrisa pícara, le dijo a Sofía:—Ponete la calza blanca, esa que te marca el orto. Te queda para el infarto.
Sofía, frente al espejo ajustándose el corpiño, lo miró con una ceja levantada.
—Ni en pedo. ¿Sabés lo que es caminar con eso? Me van a manosear el culo en cada esquina.
Matías se rió, apoyado en el marco de la puerta.
—Exagerada. Eso es porque sos medio puta, admitilo. Te encanta que te miren la concha y el culo.
El aire se cargó de tensión. Sofía se dio vuelta, con los ojos entrecerrados, pero con un brillo juguetón que Matías conocía bien.
—¿Medio puta, decís? —respondió, acercándose con pasos lentos—. Mirá, pelotudo, si vos te pusieras una calza así, te juro que te rompen el orto antes de dar diez pasos.
Matías se cruzó de brazos, desafiante.
—Ni en pedo. Nadie me va a tocar nada. Soy hombre, boluda, no me van a mirar como a vos.
Sofía sonrió, sabiendo que lo tenía atrapado.
—¿Apostamos? —dijo, mordiéndose el labio—. Si te ponés una calza y salís a la calle, y te tocan el culo o te apoyan, te cojo yo con un arnés. Si no, te dejo romperme el orto a vos. ¿Qué decís?
Matías dudó, pero la mirada ardiente de Sofía lo calentó.
—Hecho —dijo, sellando el trato con un beso que ya prometía más.
Sofía, medio enojada pero divertida, se puso manos a la obra. Sacó una calza blanca de lycra, tan ajustada que parecía una segunda piel, y le permitió a Matías usar un calzoncillo negro debajo para darle algo de “seguridad”. Luego lo maquilló: delineador negro, sombra suave y un labial rojo que le hacía la boca irresistible. Le puso una peluca larga castaña de una fiesta de disfraces y una remera ajustada de ella. Cuando Matías se miró al espejo, se rió, pero algo en su reflejo lo inquietó: se veía… deseable.
—Estás para partirla —dijo Sofía, apretándole el culo con las dos manos—. Pero no te hagas el vivo, eh.
El enojo inicial se había esfumado, reemplazado por una tensión sexual que los envolvía. Sofía sacó un porro del cajón, lo encendió y se lo pasó a Matías. El humo los relajó, y mientras exhalaban, sus miradas se cruzaron, cargadas de deseo. Sofía lo empujó contra la cama, le bajó la calza y el calzoncillo de un tirón, dejando su pija dura al aire.
—Primero te cojo yo —susurró, mordiéndole el cuello.
Matías no se resistió. Sofía se desnudó en segundos, dejando sus tetas al descubierto y su concha ya húmeda. Lo montó con furia, su concha apretándole la pija mientras ella se movía como poseída, gimiendo y clavándole las uñas en el pecho. Matías la agarró del culo, empujándola más profundo, y los dos se perdieron en un polvo salvaje, con la cama crujiendo y sus gritos llenando el aire. Cuando terminaron, él eyaculó dentro de ella, y Sofía se dejó caer, jadeando, con una sonrisa satisfecha.
—Ahora, mi reina, a terminar de prepararte —dijo Sofía, todavía con la piel brillante de sudor.
Le sacó el calzoncillo empapado y, en su lugar, le puso una tanga negra diminuta que apenas le contenía la pija y le dejaba el culo al descubierto. Matías, relajado por el sexo y el porro, no protestó. Sofía también le puso un corpiño con relleno que le armó unas tetas pequeñas pero creíbles, y completó el look con unas gafas de sol oscuras.
—Ahora sí, estás para comerte —dijo, dándole un cachetazo suave en el culo—. A la carnicería y a la verdulería. Y contame todo, putito.
Matías salió a la calle, con la tanga apretándole las bolas y la calza blanca marcándole el culo y la pija. La peluca le caía por la espalda, el corpiño le rozaba los pezones, y las gafas de sol le daban un aire de diva. Cada paso era una mezcla de vergüenza y adrenalina. Las miradas de los hombres en la calle lo desnudaban, y en la verdulería, mientras elegía zanahorias, el verdulero, un tipo grandote con una sonrisa sucia, le guiñó un ojo.
—Qué culazo, mamita —dijo, y al pasarle la bolsa, le manoseó el culo descaradamente, apretando con fuerza.
Matías se puso rojo, pero el roce, la presión de la tanga en su ano, le aceleraron el pulso. No era solo humillación; había una excitación que lo sorprendía. En la carnicería, la cosa escaló. En la cola, un tipo pesado se le pegó por detrás, apoyándole una pija dura contra el culo a través de la calza. Matías sintió el calor, el roce insistente, y aunque quiso hacerse el boludo, su pija se mantuvo dura, traicionándolo bajo la lycra.
Cuando volvió al depto, Sofía lo esperaba en el sillón, con una cerveza en la mano y una sonrisa que lo decía todo.
—¿Y? ¿Ganaste vos o yo? —preguntó, mirando el bulto evidente en la calza.
Matías intentó mentir, pero Sofía se acercó, le bajó la calza de un tirón y le vio la pija dura, atrapada en la tanga.
—No me mientas, puto —susurró, lamiéndole el lóbulo de la oreja—. Te calentaste, ¿no?
Matías confesó todo: el manoseo del verdulero, el apoyón del tipo en la carnicería, cómo su pija no paraba de endurecerse. Mientras hablaba, Sofía se tocaba la concha por encima del pantalón, cada vez más caliente. Lo empujó al sillón, le arrancó la tanga y se lo chupó con una voracidad que lo hizo gemir como loco. Luego lo dio vuelta, le lamió el culo hasta dejarlo temblando y se lo cogió con los dedos, mientras él se retorcía de placer. Terminaron cogiendo como animales, con Sofía montándolo otra vez, su concha chorreando mientras él le llenaba el culo de dedos.
Pero Sofía no olvidó la apuesta. Esa noche, después de otro porro y caricias, sacó un arnés doble que había comprado en secreto: un dildo para ella y otro para él.
—Perdiste, amor —dijo, con una sonrisa perversa pero cariñosa—. Ahora me toca romperte el orto.
Matías, todavía en las nubes por el sexo y el porro, se dejó hacer. Sofía lo preparó con lubricante, lamiéndole el culo y metiéndole los dedos hasta que él gemía pidiéndole más. Cuando lo penetró con el arnés, lo hizo lento al principio, susurrándole al oído cuánto lo amaba, cuánto la calentaba verlo así, tan puto y entregado. El dildo en su concha la hacía gemir con cada embestida, y cuando encontró el punto justo en la próstata de Matías, él soltó un gemido distinto, profundo, casi animal.
—Ahí, ¿no, putito? —dijo Sofía, insistiendo en ese ángulo, cogiéndolo más fuerte.
Matías se retorcía, con la pija dura goteando sin que nadie la tocara. Sofía aceleró, el dildo en su concha llevándola al borde, y de repente Matías se tensó, gimiendo como nunca mientras eyaculaba sin tocarse, chorros de semen cayendo sobre el sillón. La imagen, el poder, la calentura de verlo acabar así empujaron a Sofía al clímax: su concha se contrajo alrededor del dildo, y ella gritó, temblando mientras se corría con él.
Exhaustos, se derrumbaron juntos, sudados, con la tanga y la calza tiradas en el piso. El juego había empezado como una broma, pero había despertado algo nuevo, un vínculo morboso y delicioso que sabían que volverían a explorar.