Despertando con el vasco

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Invitado
La luz matinal apenas se colaba entre las cortinas, suave y cálida, envolviendo la habitación en una penumbra dorada. Él dormía boca arriba, respiración profunda, completamente ajeno a los movimientos sutiles a su lado.
Ella lo observaba en silencio, con una media sonrisa en los labios. Se había despertado antes, como tantas veces, y se quedó allí, disfrutando de la quietud del momento. Pero algo en ella ardía con una impaciencia dulce, una necesidad silenciosa que no quería ignorar.
Se deslizó bajo las sábanas con lentitud felina, dejando que sus muslos rozaran los de él, su aliento tibio buscándole el cuello. Sus labios comenzaron a explorar sin decir palabra: primero detrás de su oreja, luego bajando por la clavícula, apenas rozando, como una promesa sin prisa.
Él murmuró algo entre sueños, y ella respondió con una caricia más firme, recorriéndolo con la yema de los dedos, despertándolo no con palabras, sino con intención.
Su cuerpo empezó a reaccionar antes que su mente: un suspiro, un leve estremecimiento. Los párpados se le abrieron poco a poco, encontrando los ojos de ella, brillando con una mezcla de ternura y deseo.

—Buenos días... —susurró ella, con voz ronca y deliciosa, mientras se acomodaba sobre él, segura y suave, marcando el ritmo de un amanecer que no tenía prisa.

La sonrisa de él fue lenta, rendida. Ya estaba despierto. Completamente.
Ella lo montó con la seguridad de quien sabe exactamente qué quiere. Aún con la sábana a medio caer, sus caderas se asentaron sobre las suyas, sintiendo cómo el cuerpo de él respondía, endureciéndose bajo ella, sin necesidad de palabras.

Sus labios se encontraron, primero lentos, como si quisieran saborearse tras una larga ausencia, pero pronto la calma se volvió hambre. Ella lo besaba con una mezcla de dulzura y dominio, mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.
Él intentó incorporarse, pero ella lo detuvo con un movimiento suave de caderas, haciéndolo jadear. Le gustaba verlo así: rendido, entregado, deseándola sin poder controlarlo.
Con un roce lento y húmedo, lo guió dentro de sí, dejando escapar un gemido contenido al sentir cómo la llenaba. Cerró los ojos por un instante, disfrutando del calor, del espesor, de esa primera plenitud que la hacía temblar.
Empezó a moverse sobre él con ritmo lento pero firme, rodando las caderas con una cadencia provocadora. Cada movimiento era una invitación, un juego de poder suave, un baile íntimo que se volvía cada vez más profundo.
Los jadeos se mezclaban con el roce húmedo de piel contra piel. Él ya no podía quedarse quieto. Se arqueaba bajo ella, buscándola, atrapándola por las caderas, pero ella se liberaba, riendo apenas, manteniendo el control, decidiendo cuándo ir más rápido, cuándo apretar más fuerte, cuándo dejar que su placer se derramara en gemidos que llenaban la habitación.
Y cuando sintió que ambos estaban a punto de caer, bajó el cuerpo sobre el de él, mordiendo su labio inferior con suavidad, y susurró en su oído:

—Ven conmigo…

Y él no tuvo más remedio que obedecer. Se dejaron ir juntos, temblando, fundidos en ese instante donde nada existe fuera del cuerpo del otro.
El sol ya entraba por completo por la ventana. El día había comenzado… pero no tenían ninguna prisa.

Aún entrelazados, los cuerpos cubiertos apenas por el sudor del primer encuentro, ella se quedó un momento sobre él, sintiendo los latidos de su pecho bajo su mejilla. Él la abrazó por la cintura, acariciando su espalda con lentitud, como si quisiera memorizar cada curva, cada pliegue húmedo de piel.
—¿Ya estás satisfecha? —preguntó él en voz baja, con una sonrisa desafiante en la comisura.
Ella levantó la cabeza y lo miró con los ojos encendidos, como si algo más profundo se hubiese despertado dentro de ella. No respondió con palabras. Lo besó con hambre, tomándole el rostro con las dos manos, y luego se deslizó hacia abajo, dejando un reguero de besos ardientes por su pecho, su abdomen… hasta que lo tuvo nuevamente entre sus labios.
Él dejó escapar un gruñido, medio sorprendido, medio suplicante. Estaba duro otra vez, palpitante, y ella no tuvo piedad. Lo devoró con ritmo firme, profundo, mirando hacia arriba de vez en cuando solo para ver cómo se perdía en su placer.
Cuando estuvo a punto de perder el control, la detuvo tomándola por los brazos y la levantó con fuerza. La besó con una urgencia nueva, casi salvaje, y la giró sobre la cama. Esta vez él tomó el control, pero ella no se rindió: le abrió las piernas con ansia, húmeda y preparada, guiándolo de nuevo dentro de sí con un gemido ronco.
El ritmo fue distinto. Más crudo. Más rápido. Ya no había juego: había necesidad, carne contra carne, piel golpeando piel, jadeos y gemidos ahogados entre besos y mordidas. La sujetó por las muñecas contra el colchón mientras embestía con fuerza, profundo, haciéndola estremecer con cada estocada.
Ella arqueaba la espalda, pidiéndole más sin decirlo, hasta que su cuerpo empezó a temblar de nuevo, presa de un segundo orgasmo que la desgarró en oleadas. Gritó su nombre entre susurros rotos, mientras él la llenaba con un último impulso, los músculos tensos, el rostro enterrado en su cuello.
Ambos cayeron después, exhaustos, entrelazados, envueltos en el calor de lo compartido. Respiraban como si hubiesen corrido una maratón, pero sus sonrisas decían otra cosa: aún no era el final.
Y el día apenas estaba comenzando.

El silencio después del clímax no era vacío, sino lleno. De respiraciones entrecortadas, del roce lento de dedos que ya no buscan, sino que reconocen. De miradas que no necesitan palabras. Ella estaba de espaldas, su cuerpo aún tembloroso, y él la abrazó desde atrás, deslizando una mano por su cintura, besándole el hombro con ternura. Su piel todavía ardía, marcada por los besos, las mordidas, los suspiros que se le habían escapado sin control.

—No tenía pensado levantarme tan temprano… —murmuró él, con voz ronca, aún recuperando el aliento.

—No era una invitación a levantarte —respondió ella con una sonrisa traviesa, girando apenas el rostro para rozarle los labios con los suyos—. Era una invitación a quedarte.

Sus caderas se movieron apenas, rozándolo de nuevo. Él gimió suave, sintiendo que su cuerpo respondía otra vez, lento pero inevitable, como si su cercanía fuese una chispa que no se apagaba nunca.
Ella lo notó. Siempre lo notaba. Se acomodó de lado, llevándose su mano entre las piernas, guiándolo con esa calma peligrosa que antecede a la tormenta. No lo hizo con prisa, sino con esa provocación que duele de tan dulce.
Él la rodeó con el brazo y comenzó a moverse dentro de ella desde atrás, despacio, profundo. Ya no eran embestidas. Era un vaivén íntimo, casi reverente, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo. Cada gemido era más suave, pero más cargado. Más real.
Sus dedos entrelazados, sus bocas apenas tocándose, los ojos cerrados… sintiendo. Y cuando volvieron a llegar, lo hicieron juntos otra vez, en silencio, como si el placer les hubiese robado incluso el aire.
Después, quedaron así, enredados, desnudos bajo la luz del día que ya entraba con descaro por la ventana. Sin hablar. Solo respirando, sabiendo que nada fuera de esa cama era más urgente que ese momento.
 
La luz matinal apenas se colaba entre las cortinas, suave y cálida, envolviendo la habitación en una penumbra dorada. Él dormía boca arriba, respiración profunda, completamente ajeno a los movimientos sutiles a su lado.
Ella lo observaba en silencio, con una media sonrisa en los labios. Se había despertado antes, como tantas veces, y se quedó allí, disfrutando de la quietud del momento. Pero algo en ella ardía con una impaciencia dulce, una necesidad silenciosa que no quería ignorar.
Se deslizó bajo las sábanas con lentitud felina, dejando que sus muslos rozaran los de él, su aliento tibio buscándole el cuello. Sus labios comenzaron a explorar sin decir palabra: primero detrás de su oreja, luego bajando por la clavícula, apenas rozando, como una promesa sin prisa.
Él murmuró algo entre sueños, y ella respondió con una caricia más firme, recorriéndolo con la yema de los dedos, despertándolo no con palabras, sino con intención.
Su cuerpo empezó a reaccionar antes que su mente: un suspiro, un leve estremecimiento. Los párpados se le abrieron poco a poco, encontrando los ojos de ella, brillando con una mezcla de ternura y deseo.

—Buenos días... —susurró ella, con voz ronca y deliciosa, mientras se acomodaba sobre él, segura y suave, marcando el ritmo de un amanecer que no tenía prisa.

La sonrisa de él fue lenta, rendida. Ya estaba despierto. Completamente.
Ella lo montó con la seguridad de quien sabe exactamente qué quiere. Aún con la sábana a medio caer, sus caderas se asentaron sobre las suyas, sintiendo cómo el cuerpo de él respondía, endureciéndose bajo ella, sin necesidad de palabras.

Sus labios se encontraron, primero lentos, como si quisieran saborearse tras una larga ausencia, pero pronto la calma se volvió hambre. Ella lo besaba con una mezcla de dulzura y dominio, mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.
Él intentó incorporarse, pero ella lo detuvo con un movimiento suave de caderas, haciéndolo jadear. Le gustaba verlo así: rendido, entregado, deseándola sin poder controlarlo.
Con un roce lento y húmedo, lo guió dentro de sí, dejando escapar un gemido contenido al sentir cómo la llenaba. Cerró los ojos por un instante, disfrutando del calor, del espesor, de esa primera plenitud que la hacía temblar.
Empezó a moverse sobre él con ritmo lento pero firme, rodando las caderas con una cadencia provocadora. Cada movimiento era una invitación, un juego de poder suave, un baile íntimo que se volvía cada vez más profundo.
Los jadeos se mezclaban con el roce húmedo de piel contra piel. Él ya no podía quedarse quieto. Se arqueaba bajo ella, buscándola, atrapándola por las caderas, pero ella se liberaba, riendo apenas, manteniendo el control, decidiendo cuándo ir más rápido, cuándo apretar más fuerte, cuándo dejar que su placer se derramara en gemidos que llenaban la habitación.
Y cuando sintió que ambos estaban a punto de caer, bajó el cuerpo sobre el de él, mordiendo su labio inferior con suavidad, y susurró en su oído:

—Ven conmigo…

Y él no tuvo más remedio que obedecer. Se dejaron ir juntos, temblando, fundidos en ese instante donde nada existe fuera del cuerpo del otro.
El sol ya entraba por completo por la ventana. El día había comenzado… pero no tenían ninguna prisa.

Aún entrelazados, los cuerpos cubiertos apenas por el sudor del primer encuentro, ella se quedó un momento sobre él, sintiendo los latidos de su pecho bajo su mejilla. Él la abrazó por la cintura, acariciando su espalda con lentitud, como si quisiera memorizar cada curva, cada pliegue húmedo de piel.
—¿Ya estás satisfecha? —preguntó él en voz baja, con una sonrisa desafiante en la comisura.
Ella levantó la cabeza y lo miró con los ojos encendidos, como si algo más profundo se hubiese despertado dentro de ella. No respondió con palabras. Lo besó con hambre, tomándole el rostro con las dos manos, y luego se deslizó hacia abajo, dejando un reguero de besos ardientes por su pecho, su abdomen… hasta que lo tuvo nuevamente entre sus labios.
Él dejó escapar un gruñido, medio sorprendido, medio suplicante. Estaba duro otra vez, palpitante, y ella no tuvo piedad. Lo devoró con ritmo firme, profundo, mirando hacia arriba de vez en cuando solo para ver cómo se perdía en su placer.
Cuando estuvo a punto de perder el control, la detuvo tomándola por los brazos y la levantó con fuerza. La besó con una urgencia nueva, casi salvaje, y la giró sobre la cama. Esta vez él tomó el control, pero ella no se rindió: le abrió las piernas con ansia, húmeda y preparada, guiándolo de nuevo dentro de sí con un gemido ronco.
El ritmo fue distinto. Más crudo. Más rápido. Ya no había juego: había necesidad, carne contra carne, piel golpeando piel, jadeos y gemidos ahogados entre besos y mordidas. La sujetó por las muñecas contra el colchón mientras embestía con fuerza, profundo, haciéndola estremecer con cada estocada.
Ella arqueaba la espalda, pidiéndole más sin decirlo, hasta que su cuerpo empezó a temblar de nuevo, presa de un segundo orgasmo que la desgarró en oleadas. Gritó su nombre entre susurros rotos, mientras él la llenaba con un último impulso, los músculos tensos, el rostro enterrado en su cuello.
Ambos cayeron después, exhaustos, entrelazados, envueltos en el calor de lo compartido. Respiraban como si hubiesen corrido una maratón, pero sus sonrisas decían otra cosa: aún no era el final.
Y el día apenas estaba comenzando.

El silencio después del clímax no era vacío, sino lleno. De respiraciones entrecortadas, del roce lento de dedos que ya no buscan, sino que reconocen. De miradas que no necesitan palabras. Ella estaba de espaldas, su cuerpo aún tembloroso, y él la abrazó desde atrás, deslizando una mano por su cintura, besándole el hombro con ternura. Su piel todavía ardía, marcada por los besos, las mordidas, los suspiros que se le habían escapado sin control.

—No tenía pensado levantarme tan temprano… —murmuró él, con voz ronca, aún recuperando el aliento.

—No era una invitación a levantarte —respondió ella con una sonrisa traviesa, girando apenas el rostro para rozarle los labios con los suyos—. Era una invitación a quedarte.

Sus caderas se movieron apenas, rozándolo de nuevo. Él gimió suave, sintiendo que su cuerpo respondía otra vez, lento pero inevitable, como si su cercanía fuese una chispa que no se apagaba nunca.
Ella lo notó. Siempre lo notaba. Se acomodó de lado, llevándose su mano entre las piernas, guiándolo con esa calma peligrosa que antecede a la tormenta. No lo hizo con prisa, sino con esa provocación que duele de tan dulce.
Él la rodeó con el brazo y comenzó a moverse dentro de ella desde atrás, despacio, profundo. Ya no eran embestidas. Era un vaivén íntimo, casi reverente, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo. Cada gemido era más suave, pero más cargado. Más real.
Sus dedos entrelazados, sus bocas apenas tocándose, los ojos cerrados… sintiendo. Y cuando volvieron a llegar, lo hicieron juntos otra vez, en silencio, como si el placer les hubiese robado incluso el aire.
Después, quedaron así, enredados, desnudos bajo la luz del día que ya entraba con descaro por la ventana. Sin hablar. Solo respirando, sabiendo que nada fuera de esa cama era más urgente que ese momento.
Me encanta como has escrito esta historia…., sobretodo la “ lucha “ por ver quien domina..😜..
En tus palabras …hay espacio para la pasion , para el juego y para la complicidad.
 
La luz matinal apenas se colaba entre las cortinas, suave y cálida, envolviendo la habitación en una penumbra dorada. Él dormía boca arriba, respiración profunda, completamente ajeno a los movimientos sutiles a su lado.
Ella lo observaba en silencio, con una media sonrisa en los labios. Se había despertado antes, como tantas veces, y se quedó allí, disfrutando de la quietud del momento. Pero algo en ella ardía con una impaciencia dulce, una necesidad silenciosa que no quería ignorar.
Se deslizó bajo las sábanas con lentitud felina, dejando que sus muslos rozaran los de él, su aliento tibio buscándole el cuello. Sus labios comenzaron a explorar sin decir palabra: primero detrás de su oreja, luego bajando por la clavícula, apenas rozando, como una promesa sin prisa.
Él murmuró algo entre sueños, y ella respondió con una caricia más firme, recorriéndolo con la yema de los dedos, despertándolo no con palabras, sino con intención.
Su cuerpo empezó a reaccionar antes que su mente: un suspiro, un leve estremecimiento. Los párpados se le abrieron poco a poco, encontrando los ojos de ella, brillando con una mezcla de ternura y deseo.

—Buenos días... —susurró ella, con voz ronca y deliciosa, mientras se acomodaba sobre él, segura y suave, marcando el ritmo de un amanecer que no tenía prisa.

La sonrisa de él fue lenta, rendida. Ya estaba despierto. Completamente.
Ella lo montó con la seguridad de quien sabe exactamente qué quiere. Aún con la sábana a medio caer, sus caderas se asentaron sobre las suyas, sintiendo cómo el cuerpo de él respondía, endureciéndose bajo ella, sin necesidad de palabras.

Sus labios se encontraron, primero lentos, como si quisieran saborearse tras una larga ausencia, pero pronto la calma se volvió hambre. Ella lo besaba con una mezcla de dulzura y dominio, mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.
Él intentó incorporarse, pero ella lo detuvo con un movimiento suave de caderas, haciéndolo jadear. Le gustaba verlo así: rendido, entregado, deseándola sin poder controlarlo.
Con un roce lento y húmedo, lo guió dentro de sí, dejando escapar un gemido contenido al sentir cómo la llenaba. Cerró los ojos por un instante, disfrutando del calor, del espesor, de esa primera plenitud que la hacía temblar.
Empezó a moverse sobre él con ritmo lento pero firme, rodando las caderas con una cadencia provocadora. Cada movimiento era una invitación, un juego de poder suave, un baile íntimo que se volvía cada vez más profundo.
Los jadeos se mezclaban con el roce húmedo de piel contra piel. Él ya no podía quedarse quieto. Se arqueaba bajo ella, buscándola, atrapándola por las caderas, pero ella se liberaba, riendo apenas, manteniendo el control, decidiendo cuándo ir más rápido, cuándo apretar más fuerte, cuándo dejar que su placer se derramara en gemidos que llenaban la habitación.
Y cuando sintió que ambos estaban a punto de caer, bajó el cuerpo sobre el de él, mordiendo su labio inferior con suavidad, y susurró en su oído:

—Ven conmigo…

Y él no tuvo más remedio que obedecer. Se dejaron ir juntos, temblando, fundidos en ese instante donde nada existe fuera del cuerpo del otro.
El sol ya entraba por completo por la ventana. El día había comenzado… pero no tenían ninguna prisa.

Aún entrelazados, los cuerpos cubiertos apenas por el sudor del primer encuentro, ella se quedó un momento sobre él, sintiendo los latidos de su pecho bajo su mejilla. Él la abrazó por la cintura, acariciando su espalda con lentitud, como si quisiera memorizar cada curva, cada pliegue húmedo de piel.
—¿Ya estás satisfecha? —preguntó él en voz baja, con una sonrisa desafiante en la comisura.
Ella levantó la cabeza y lo miró con los ojos encendidos, como si algo más profundo se hubiese despertado dentro de ella. No respondió con palabras. Lo besó con hambre, tomándole el rostro con las dos manos, y luego se deslizó hacia abajo, dejando un reguero de besos ardientes por su pecho, su abdomen… hasta que lo tuvo nuevamente entre sus labios.
Él dejó escapar un gruñido, medio sorprendido, medio suplicante. Estaba duro otra vez, palpitante, y ella no tuvo piedad. Lo devoró con ritmo firme, profundo, mirando hacia arriba de vez en cuando solo para ver cómo se perdía en su placer.
Cuando estuvo a punto de perder el control, la detuvo tomándola por los brazos y la levantó con fuerza. La besó con una urgencia nueva, casi salvaje, y la giró sobre la cama. Esta vez él tomó el control, pero ella no se rindió: le abrió las piernas con ansia, húmeda y preparada, guiándolo de nuevo dentro de sí con un gemido ronco.
El ritmo fue distinto. Más crudo. Más rápido. Ya no había juego: había necesidad, carne contra carne, piel golpeando piel, jadeos y gemidos ahogados entre besos y mordidas. La sujetó por las muñecas contra el colchón mientras embestía con fuerza, profundo, haciéndola estremecer con cada estocada.
Ella arqueaba la espalda, pidiéndole más sin decirlo, hasta que su cuerpo empezó a temblar de nuevo, presa de un segundo orgasmo que la desgarró en oleadas. Gritó su nombre entre susurros rotos, mientras él la llenaba con un último impulso, los músculos tensos, el rostro enterrado en su cuello.
Ambos cayeron después, exhaustos, entrelazados, envueltos en el calor de lo compartido. Respiraban como si hubiesen corrido una maratón, pero sus sonrisas decían otra cosa: aún no era el final.
Y el día apenas estaba comenzando.

El silencio después del clímax no era vacío, sino lleno. De respiraciones entrecortadas, del roce lento de dedos que ya no buscan, sino que reconocen. De miradas que no necesitan palabras. Ella estaba de espaldas, su cuerpo aún tembloroso, y él la abrazó desde atrás, deslizando una mano por su cintura, besándole el hombro con ternura. Su piel todavía ardía, marcada por los besos, las mordidas, los suspiros que se le habían escapado sin control.

—No tenía pensado levantarme tan temprano… —murmuró él, con voz ronca, aún recuperando el aliento.

—No era una invitación a levantarte —respondió ella con una sonrisa traviesa, girando apenas el rostro para rozarle los labios con los suyos—. Era una invitación a quedarte.

Sus caderas se movieron apenas, rozándolo de nuevo. Él gimió suave, sintiendo que su cuerpo respondía otra vez, lento pero inevitable, como si su cercanía fuese una chispa que no se apagaba nunca.
Ella lo notó. Siempre lo notaba. Se acomodó de lado, llevándose su mano entre las piernas, guiándolo con esa calma peligrosa que antecede a la tormenta. No lo hizo con prisa, sino con esa provocación que duele de tan dulce.
Él la rodeó con el brazo y comenzó a moverse dentro de ella desde atrás, despacio, profundo. Ya no eran embestidas. Era un vaivén íntimo, casi reverente, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo. Cada gemido era más suave, pero más cargado. Más real.
Sus dedos entrelazados, sus bocas apenas tocándose, los ojos cerrados… sintiendo. Y cuando volvieron a llegar, lo hicieron juntos otra vez, en silencio, como si el placer les hubiese robado incluso el aire.
Después, quedaron así, enredados, desnudos bajo la luz del día que ya entraba con descaro por la ventana. Sin hablar. Solo respirando, sabiendo que nada fuera de esa cama era más urgente que ese momento.
La luz matinal apenas se colaba entre las cortinas, suave y cálida, envolviendo la habitación en una penumbra dorada. Él dormía boca arriba, respiración profunda, completamente ajeno a los movimientos sutiles a su lado.
Ella lo observaba en silencio, con una media sonrisa en los labios. Se había despertado antes, como tantas veces, y se quedó allí, disfrutando de la quietud del momento. Pero algo en ella ardía con una impaciencia dulce, una necesidad silenciosa que no quería ignorar.
Se deslizó bajo las sábanas con lentitud felina, dejando que sus muslos rozaran los de él, su aliento tibio buscándole el cuello. Sus labios comenzaron a explorar sin decir palabra: primero detrás de su oreja, luego bajando por la clavícula, apenas rozando, como una promesa sin prisa.
Él murmuró algo entre sueños, y ella respondió con una caricia más firme, recorriéndolo con la yema de los dedos, despertándolo no con palabras, sino con intención.
Su cuerpo empezó a reaccionar antes que su mente: un suspiro, un leve estremecimiento. Los párpados se le abrieron poco a poco, encontrando los ojos de ella, brillando con una mezcla de ternura y deseo.

—Buenos días... —susurró ella, con voz ronca y deliciosa, mientras se acomodaba sobre él, segura y suave, marcando el ritmo de un amanecer que no tenía prisa.

La sonrisa de él fue lenta, rendida. Ya estaba despierto. Completamente.
Ella lo montó con la seguridad de quien sabe exactamente qué quiere. Aún con la sábana a medio caer, sus caderas se asentaron sobre las suyas, sintiendo cómo el cuerpo de él respondía, endureciéndose bajo ella, sin necesidad de palabras.

Sus labios se encontraron, primero lentos, como si quisieran saborearse tras una larga ausencia, pero pronto la calma se volvió hambre. Ella lo besaba con una mezcla de dulzura y dominio, mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.
Él intentó incorporarse, pero ella lo detuvo con un movimiento suave de caderas, haciéndolo jadear. Le gustaba verlo así: rendido, entregado, deseándola sin poder controlarlo.
Con un roce lento y húmedo, lo guió dentro de sí, dejando escapar un gemido contenido al sentir cómo la llenaba. Cerró los ojos por un instante, disfrutando del calor, del espesor, de esa primera plenitud que la hacía temblar.
Empezó a moverse sobre él con ritmo lento pero firme, rodando las caderas con una cadencia provocadora. Cada movimiento era una invitación, un juego de poder suave, un baile íntimo que se volvía cada vez más profundo.
Los jadeos se mezclaban con el roce húmedo de piel contra piel. Él ya no podía quedarse quieto. Se arqueaba bajo ella, buscándola, atrapándola por las caderas, pero ella se liberaba, riendo apenas, manteniendo el control, decidiendo cuándo ir más rápido, cuándo apretar más fuerte, cuándo dejar que su placer se derramara en gemidos que llenaban la habitación.
Y cuando sintió que ambos estaban a punto de caer, bajó el cuerpo sobre el de él, mordiendo su labio inferior con suavidad, y susurró en su oído:

—Ven conmigo…

Y él no tuvo más remedio que obedecer. Se dejaron ir juntos, temblando, fundidos en ese instante donde nada existe fuera del cuerpo del otro.
El sol ya entraba por completo por la ventana. El día había comenzado… pero no tenían ninguna prisa.

Aún entrelazados, los cuerpos cubiertos apenas por el sudor del primer encuentro, ella se quedó un momento sobre él, sintiendo los latidos de su pecho bajo su mejilla. Él la abrazó por la cintura, acariciando su espalda con lentitud, como si quisiera memorizar cada curva, cada pliegue húmedo de piel.
—¿Ya estás satisfecha? —preguntó él en voz baja, con una sonrisa desafiante en la comisura.
Ella levantó la cabeza y lo miró con los ojos encendidos, como si algo más profundo se hubiese despertado dentro de ella. No respondió con palabras. Lo besó con hambre, tomándole el rostro con las dos manos, y luego se deslizó hacia abajo, dejando un reguero de besos ardientes por su pecho, su abdomen… hasta que lo tuvo nuevamente entre sus labios.
Él dejó escapar un gruñido, medio sorprendido, medio suplicante. Estaba duro otra vez, palpitante, y ella no tuvo piedad. Lo devoró con ritmo firme, profundo, mirando hacia arriba de vez en cuando solo para ver cómo se perdía en su placer.
Cuando estuvo a punto de perder el control, la detuvo tomándola por los brazos y la levantó con fuerza. La besó con una urgencia nueva, casi salvaje, y la giró sobre la cama. Esta vez él tomó el control, pero ella no se rindió: le abrió las piernas con ansia, húmeda y preparada, guiándolo de nuevo dentro de sí con un gemido ronco.
El ritmo fue distinto. Más crudo. Más rápido. Ya no había juego: había necesidad, carne contra carne, piel golpeando piel, jadeos y gemidos ahogados entre besos y mordidas. La sujetó por las muñecas contra el colchón mientras embestía con fuerza, profundo, haciéndola estremecer con cada estocada.
Ella arqueaba la espalda, pidiéndole más sin decirlo, hasta que su cuerpo empezó a temblar de nuevo, presa de un segundo orgasmo que la desgarró en oleadas. Gritó su nombre entre susurros rotos, mientras él la llenaba con un último impulso, los músculos tensos, el rostro enterrado en su cuello.
Ambos cayeron después, exhaustos, entrelazados, envueltos en el calor de lo compartido. Respiraban como si hubiesen corrido una maratón, pero sus sonrisas decían otra cosa: aún no era el final.
Y el día apenas estaba comenzando.

El silencio después del clímax no era vacío, sino lleno. De respiraciones entrecortadas, del roce lento de dedos que ya no buscan, sino que reconocen. De miradas que no necesitan palabras. Ella estaba de espaldas, su cuerpo aún tembloroso, y él la abrazó desde atrás, deslizando una mano por su cintura, besándole el hombro con ternura. Su piel todavía ardía, marcada por los besos, las mordidas, los suspiros que se le habían escapado sin control.

—No tenía pensado levantarme tan temprano… —murmuró él, con voz ronca, aún recuperando el aliento.

—No era una invitación a levantarte —respondió ella con una sonrisa traviesa, girando apenas el rostro para rozarle los labios con los suyos—. Era una invitación a quedarte.

Sus caderas se movieron apenas, rozándolo de nuevo. Él gimió suave, sintiendo que su cuerpo respondía otra vez, lento pero inevitable, como si su cercanía fuese una chispa que no se apagaba nunca.
Ella lo notó. Siempre lo notaba. Se acomodó de lado, llevándose su mano entre las piernas, guiándolo con esa calma peligrosa que antecede a la tormenta. No lo hizo con prisa, sino con esa provocación que duele de tan dulce.
Él la rodeó con el brazo y comenzó a moverse dentro de ella desde atrás, despacio, profundo. Ya no eran embestidas. Era un vaivén íntimo, casi reverente, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo. Cada gemido era más suave, pero más cargado. Más real.
Sus dedos entrelazados, sus bocas apenas tocándose, los ojos cerrados… sintiendo. Y cuando volvieron a llegar, lo hicieron juntos otra vez, en silencio, como si el placer les hubiese robado incluso el aire.
Después, quedaron así, enredados, desnudos bajo la luz del día que ya entraba con descaro por la ventana. Sin hablar. Solo respirando, sabiendo que nada fuera de esa cama era más urgente que ese momento.
Gracias por regalarnos este relato.
 
La luz matinal apenas se colaba entre las cortinas, suave y cálida, envolviendo la habitación en una penumbra dorada. Él dormía boca arriba, respiración profunda, completamente ajeno a los movimientos sutiles a su lado.
Ella lo observaba en silencio, con una media sonrisa en los labios. Se había despertado antes, como tantas veces, y se quedó allí, disfrutando de la quietud del momento. Pero algo en ella ardía con una impaciencia dulce, una necesidad silenciosa que no quería ignorar.
Se deslizó bajo las sábanas con lentitud felina, dejando que sus muslos rozaran los de él, su aliento tibio buscándole el cuello. Sus labios comenzaron a explorar sin decir palabra: primero detrás de su oreja, luego bajando por la clavícula, apenas rozando, como una promesa sin prisa.
Él murmuró algo entre sueños, y ella respondió con una caricia más firme, recorriéndolo con la yema de los dedos, despertándolo no con palabras, sino con intención.
Su cuerpo empezó a reaccionar antes que su mente: un suspiro, un leve estremecimiento. Los párpados se le abrieron poco a poco, encontrando los ojos de ella, brillando con una mezcla de ternura y deseo.

—Buenos días... —susurró ella, con voz ronca y deliciosa, mientras se acomodaba sobre él, segura y suave, marcando el ritmo de un amanecer que no tenía prisa.

La sonrisa de él fue lenta, rendida. Ya estaba despierto. Completamente.
Ella lo montó con la seguridad de quien sabe exactamente qué quiere. Aún con la sábana a medio caer, sus caderas se asentaron sobre las suyas, sintiendo cómo el cuerpo de él respondía, endureciéndose bajo ella, sin necesidad de palabras.

Sus labios se encontraron, primero lentos, como si quisieran saborearse tras una larga ausencia, pero pronto la calma se volvió hambre. Ella lo besaba con una mezcla de dulzura y dominio, mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, sujetándole las manos por encima de la cabeza.
Él intentó incorporarse, pero ella lo detuvo con un movimiento suave de caderas, haciéndolo jadear. Le gustaba verlo así: rendido, entregado, deseándola sin poder controlarlo.
Con un roce lento y húmedo, lo guió dentro de sí, dejando escapar un gemido contenido al sentir cómo la llenaba. Cerró los ojos por un instante, disfrutando del calor, del espesor, de esa primera plenitud que la hacía temblar.
Empezó a moverse sobre él con ritmo lento pero firme, rodando las caderas con una cadencia provocadora. Cada movimiento era una invitación, un juego de poder suave, un baile íntimo que se volvía cada vez más profundo.
Los jadeos se mezclaban con el roce húmedo de piel contra piel. Él ya no podía quedarse quieto. Se arqueaba bajo ella, buscándola, atrapándola por las caderas, pero ella se liberaba, riendo apenas, manteniendo el control, decidiendo cuándo ir más rápido, cuándo apretar más fuerte, cuándo dejar que su placer se derramara en gemidos que llenaban la habitación.
Y cuando sintió que ambos estaban a punto de caer, bajó el cuerpo sobre el de él, mordiendo su labio inferior con suavidad, y susurró en su oído:

—Ven conmigo…

Y él no tuvo más remedio que obedecer. Se dejaron ir juntos, temblando, fundidos en ese instante donde nada existe fuera del cuerpo del otro.
El sol ya entraba por completo por la ventana. El día había comenzado… pero no tenían ninguna prisa.

Aún entrelazados, los cuerpos cubiertos apenas por el sudor del primer encuentro, ella se quedó un momento sobre él, sintiendo los latidos de su pecho bajo su mejilla. Él la abrazó por la cintura, acariciando su espalda con lentitud, como si quisiera memorizar cada curva, cada pliegue húmedo de piel.
—¿Ya estás satisfecha? —preguntó él en voz baja, con una sonrisa desafiante en la comisura.
Ella levantó la cabeza y lo miró con los ojos encendidos, como si algo más profundo se hubiese despertado dentro de ella. No respondió con palabras. Lo besó con hambre, tomándole el rostro con las dos manos, y luego se deslizó hacia abajo, dejando un reguero de besos ardientes por su pecho, su abdomen… hasta que lo tuvo nuevamente entre sus labios.
Él dejó escapar un gruñido, medio sorprendido, medio suplicante. Estaba duro otra vez, palpitante, y ella no tuvo piedad. Lo devoró con ritmo firme, profundo, mirando hacia arriba de vez en cuando solo para ver cómo se perdía en su placer.
Cuando estuvo a punto de perder el control, la detuvo tomándola por los brazos y la levantó con fuerza. La besó con una urgencia nueva, casi salvaje, y la giró sobre la cama. Esta vez él tomó el control, pero ella no se rindió: le abrió las piernas con ansia, húmeda y preparada, guiándolo de nuevo dentro de sí con un gemido ronco.
El ritmo fue distinto. Más crudo. Más rápido. Ya no había juego: había necesidad, carne contra carne, piel golpeando piel, jadeos y gemidos ahogados entre besos y mordidas. La sujetó por las muñecas contra el colchón mientras embestía con fuerza, profundo, haciéndola estremecer con cada estocada.
Ella arqueaba la espalda, pidiéndole más sin decirlo, hasta que su cuerpo empezó a temblar de nuevo, presa de un segundo orgasmo que la desgarró en oleadas. Gritó su nombre entre susurros rotos, mientras él la llenaba con un último impulso, los músculos tensos, el rostro enterrado en su cuello.
Ambos cayeron después, exhaustos, entrelazados, envueltos en el calor de lo compartido. Respiraban como si hubiesen corrido una maratón, pero sus sonrisas decían otra cosa: aún no era el final.
Y el día apenas estaba comenzando.

El silencio después del clímax no era vacío, sino lleno. De respiraciones entrecortadas, del roce lento de dedos que ya no buscan, sino que reconocen. De miradas que no necesitan palabras. Ella estaba de espaldas, su cuerpo aún tembloroso, y él la abrazó desde atrás, deslizando una mano por su cintura, besándole el hombro con ternura. Su piel todavía ardía, marcada por los besos, las mordidas, los suspiros que se le habían escapado sin control.

—No tenía pensado levantarme tan temprano… —murmuró él, con voz ronca, aún recuperando el aliento.

—No era una invitación a levantarte —respondió ella con una sonrisa traviesa, girando apenas el rostro para rozarle los labios con los suyos—. Era una invitación a quedarte.

Sus caderas se movieron apenas, rozándolo de nuevo. Él gimió suave, sintiendo que su cuerpo respondía otra vez, lento pero inevitable, como si su cercanía fuese una chispa que no se apagaba nunca.
Ella lo notó. Siempre lo notaba. Se acomodó de lado, llevándose su mano entre las piernas, guiándolo con esa calma peligrosa que antecede a la tormenta. No lo hizo con prisa, sino con esa provocación que duele de tan dulce.
Él la rodeó con el brazo y comenzó a moverse dentro de ella desde atrás, despacio, profundo. Ya no eran embestidas. Era un vaivén íntimo, casi reverente, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo. Cada gemido era más suave, pero más cargado. Más real.
Sus dedos entrelazados, sus bocas apenas tocándose, los ojos cerrados… sintiendo. Y cuando volvieron a llegar, lo hicieron juntos otra vez, en silencio, como si el placer les hubiese robado incluso el aire.
Después, quedaron así, enredados, desnudos bajo la luz del día que ya entraba con descaro por la ventana. Sin hablar. Solo respirando, sabiendo que nada fuera de esa cama era más urgente que ese momento.
Gran relato corto
 
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