Nicobi
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Quisimos ir a un psicólogo que nos recomendó alguien para tratar nuestro problema: la sumisión.
Mi esposa y yo pensábamos, después de algunas experiencias, no todas buenas, que lo nuestro debía de tener alguna salida, que se podría hacer algún cambio en nuestra vida sexual para “normalizarla”.
Primero fui solo, para ver cómo era aquello. Era un hombre joven, algo mayor que nosotros, quizá de 50, y enseguida supo crear un clima de confianza entre nosotros.
Le expliqué que ambos, mi esposa y yo, veníamos de sendas relaciones incestuosas que nos habían marcado desde muy jovencitos.
A ella su padre la sometía junto a su madre. Ambas vivían solo para darle placer, según la filosofía que la madre había impuesto en la casa. El macho debía estar contento del rendimiento sexual de su hembra o hembras, para que no buscara fuera lo que podía obtener más fácilmente dentro.
Cuando nos conocimos ella todavía se acostaba con su padre y su madre, además de con su ex novio. Eso me animó a pedirle que se casase conmigo. Yo quería una esposa puta, y ella lo era. Lo hicimos con el mutuo acuerdo de ser libres ambos, que el sexo y el amor eran dos cosas distintas, y que seguiríamos, juntos o por separado, nuestros instintos.
Yo, por mi parte, le expliqué, había tenido múltiples relaciones, tanto hetero como homo, desde muy jovencito. Fui unos años amante de mi madre cuando mi padre murió.
También me inició ella en el mundo gay con un primo mayor que yo, hijo de su hermana, al que acogió en casa mientras iba a la Universidad. Este chico me desvirgó realmente.
Le dije que los dos, tanto mi mujer como yo, éramos sumisos. Nos gustaba ser sometidos por el macho. Los dos éramos bisexuales, así que si el macho aceptaba, lo compartíamos.
Y si no, lo disfrutábamos de distinta forma, pues nuestro acuerdo incluía hacer partícipe al otro siempre de nuestros encuentros, bien presenciándolos, bien involucrándolo activamente, bien relatándolos con detalle en el momento más placentero para nuestra sexualidad.
Acordamos que ahora fuese mi mujer quien, a solas también, se entrevistara con él, para saber su versión y ver las diferencias y coincidencias. Pero ella no quiso ir sola, así que la acompañé y, a la hora de la entrevista, esperé en la habitación contigua, desde donde podía escuchar todo.
Mi mujer se sinceró con él, pues enseguida el ambiente fue cálido y distendido entre ellos. Le contó detalles sobre cómo fue desvirgada por su padre, con la preparación y asistencia de su madre.
Eso lo recordaba con cariño, pues gozó mucho de la experiencia. Pero pensaba que su natural sumiso venía de ahí. Su madre también era –es todavía– muy sumisa con el macho.
En otra sesión, ya los dos juntos, el psicólogo nos preguntó por el problema real. Le dije que consistía en que los dos éramos sumisos. Pues si uno hubiera sido dominador, no habría problema. Pero lo éramos los dos. Los dos éramos felices sirviendo, agasajando y sometiéndonos al macho alfa.
Nos dijo que, entonces, por qué no buscar uno a nuestra medida. Le dijimos que no era fácil, pues no siempre el elegido entendía bien el asunto. Casi todos, una vez satisfechos sus apetitos sexuales, tendía a culparse o a desvirtuar la relación, extremando el trato, y teníamos que desistir.
Nos preguntó por nuestras facetas, nuestros fetiches. Empezó por el bdsm. Le dijimos que no nos gustaba el empleo de utensilios que hicieran daño grande o dejasen marcas. Con la propia mano ya era bastante.
Nuestro grado de humillación, en cambio, no tenía límites. Nos gustaba toda clase de vejaciones de palabra u obra, juntos o por separado. Aceptábamos todas las aberraciones sexuales, incluso el zoo. No nos negábamos a nada.
Nos gustaba el bondage, la limpieza íntima, la servidumbre y la entrega al macho que supiera explotar nuestras posibilidades sexuales. Nos gustaba mucho el exhibicionismo, el grupo, el aire libre, la playa…
Nos encantaba el voyeurismo, el vestuario, la pornografía, el uso de utensilios, pinzas, ligueros, lencería… Nos preguntó por el tipo de porno que veíamos y en qué momento nos apetecía.
Le dijimos que lo usábamos para excitar al macho. Nos gustaban los grandes pollones, pues yo la tengo pequeña. Y también las tetonas como mi esposa, las preñadas y las lactantes, siempre sumisas.
Y a mí me gustaba mucho vestir como sissy, actuar de criada, ponerme lencería femenina, ser la asistenta de mi mujer y su hombre. Y prepararles la ducha, las toallas, las cremas, la cama, la música íntima y sensual… Servirles la copa o el café, hacerles la cena…
Nos encantaba que el hombre fuese el macho de la casa, y nosotras dos sus hembras dóciles y sumisas a sus deseos.
Él nos dijo que no veía el problema, que todo consistía en encontrar un amo maduro y estable que satisficiera nuestras necesidades íntimas. Y así quedamos para la siguiente sesión: nos citó en su consulta por la mañana, que no tenía clientes, a fin de poder hablar distendidos sin interrupciones.
Eso nos animó pues, la verdad, el chico nos gustaba mucho a los dos.
Mi esposa y yo pensábamos, después de algunas experiencias, no todas buenas, que lo nuestro debía de tener alguna salida, que se podría hacer algún cambio en nuestra vida sexual para “normalizarla”.
Primero fui solo, para ver cómo era aquello. Era un hombre joven, algo mayor que nosotros, quizá de 50, y enseguida supo crear un clima de confianza entre nosotros.
Le expliqué que ambos, mi esposa y yo, veníamos de sendas relaciones incestuosas que nos habían marcado desde muy jovencitos.
A ella su padre la sometía junto a su madre. Ambas vivían solo para darle placer, según la filosofía que la madre había impuesto en la casa. El macho debía estar contento del rendimiento sexual de su hembra o hembras, para que no buscara fuera lo que podía obtener más fácilmente dentro.
Cuando nos conocimos ella todavía se acostaba con su padre y su madre, además de con su ex novio. Eso me animó a pedirle que se casase conmigo. Yo quería una esposa puta, y ella lo era. Lo hicimos con el mutuo acuerdo de ser libres ambos, que el sexo y el amor eran dos cosas distintas, y que seguiríamos, juntos o por separado, nuestros instintos.
Yo, por mi parte, le expliqué, había tenido múltiples relaciones, tanto hetero como homo, desde muy jovencito. Fui unos años amante de mi madre cuando mi padre murió.
También me inició ella en el mundo gay con un primo mayor que yo, hijo de su hermana, al que acogió en casa mientras iba a la Universidad. Este chico me desvirgó realmente.
Le dije que los dos, tanto mi mujer como yo, éramos sumisos. Nos gustaba ser sometidos por el macho. Los dos éramos bisexuales, así que si el macho aceptaba, lo compartíamos.
Y si no, lo disfrutábamos de distinta forma, pues nuestro acuerdo incluía hacer partícipe al otro siempre de nuestros encuentros, bien presenciándolos, bien involucrándolo activamente, bien relatándolos con detalle en el momento más placentero para nuestra sexualidad.
Acordamos que ahora fuese mi mujer quien, a solas también, se entrevistara con él, para saber su versión y ver las diferencias y coincidencias. Pero ella no quiso ir sola, así que la acompañé y, a la hora de la entrevista, esperé en la habitación contigua, desde donde podía escuchar todo.
Mi mujer se sinceró con él, pues enseguida el ambiente fue cálido y distendido entre ellos. Le contó detalles sobre cómo fue desvirgada por su padre, con la preparación y asistencia de su madre.
Eso lo recordaba con cariño, pues gozó mucho de la experiencia. Pero pensaba que su natural sumiso venía de ahí. Su madre también era –es todavía– muy sumisa con el macho.
En otra sesión, ya los dos juntos, el psicólogo nos preguntó por el problema real. Le dije que consistía en que los dos éramos sumisos. Pues si uno hubiera sido dominador, no habría problema. Pero lo éramos los dos. Los dos éramos felices sirviendo, agasajando y sometiéndonos al macho alfa.
Nos dijo que, entonces, por qué no buscar uno a nuestra medida. Le dijimos que no era fácil, pues no siempre el elegido entendía bien el asunto. Casi todos, una vez satisfechos sus apetitos sexuales, tendía a culparse o a desvirtuar la relación, extremando el trato, y teníamos que desistir.
Nos preguntó por nuestras facetas, nuestros fetiches. Empezó por el bdsm. Le dijimos que no nos gustaba el empleo de utensilios que hicieran daño grande o dejasen marcas. Con la propia mano ya era bastante.
Nuestro grado de humillación, en cambio, no tenía límites. Nos gustaba toda clase de vejaciones de palabra u obra, juntos o por separado. Aceptábamos todas las aberraciones sexuales, incluso el zoo. No nos negábamos a nada.
Nos gustaba el bondage, la limpieza íntima, la servidumbre y la entrega al macho que supiera explotar nuestras posibilidades sexuales. Nos gustaba mucho el exhibicionismo, el grupo, el aire libre, la playa…
Nos encantaba el voyeurismo, el vestuario, la pornografía, el uso de utensilios, pinzas, ligueros, lencería… Nos preguntó por el tipo de porno que veíamos y en qué momento nos apetecía.
Le dijimos que lo usábamos para excitar al macho. Nos gustaban los grandes pollones, pues yo la tengo pequeña. Y también las tetonas como mi esposa, las preñadas y las lactantes, siempre sumisas.
Y a mí me gustaba mucho vestir como sissy, actuar de criada, ponerme lencería femenina, ser la asistenta de mi mujer y su hombre. Y prepararles la ducha, las toallas, las cremas, la cama, la música íntima y sensual… Servirles la copa o el café, hacerles la cena…
Nos encantaba que el hombre fuese el macho de la casa, y nosotras dos sus hembras dóciles y sumisas a sus deseos.
Él nos dijo que no veía el problema, que todo consistía en encontrar un amo maduro y estable que satisficiera nuestras necesidades íntimas. Y así quedamos para la siguiente sesión: nos citó en su consulta por la mañana, que no tenía clientes, a fin de poder hablar distendidos sin interrupciones.
Eso nos animó pues, la verdad, el chico nos gustaba mucho a los dos.