El columpio

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Invitado
Basada en parte en un hecho real que me contaron. Mi imaginación ha hecho el resto.


El columpio


La tarde era agradable. Al menos no tendría que pasar frío, como otras veces. Pero todo sea por la niña. Y es que si no la lleva cada día al parque, después no hay quien la aguante. Pero es normal, se decía para sí misma. Tiene que quemar la energía desbordante que tiene. Y además ya conoce y juega con otras niñas. Eso está bien. Desde que se han mudado a esta ciudad de la costa han hecho pocas amistades. Juan siempre está en el hotel, cuando no está avión arriba, avión abajo visitando otros hoteles de la cadena. Ella todavía no ha encontrado trabajo, aunque tampoco es que lo necesite. Su marido gana bastante y como la ve poco, tranquiliza su conciencia dándole todo lo que piensa que necesita. Así que se pasa las mañanas en el gimnasio y las tardes con la niña en el parque o en las actividades extraescolares.

Sentada en la cafetería que hay frente a los columpios se dedicaba a observar a la gente a su alrededor e intentaba imaginar cómo eran, en qué trabajaban y sus pequeños detalles cotidianos, como sus relaciones familiares: “esa tiene pinta de ser una maruja que lo controla todo, ese tiene que ser funcionario: mira que manos tan delicadas, esa no es feliz, sólo hay que ver su mirada vacía, esa pareja lleva poco tiempo, pero menos va a durar”. Con eso se entretenía bastante. A veces se reía para ella sola: “ese chico tiene pinta de ser como un oso, su cuello está lleno de pelos, habrá que verlo sin camiseta”, otras veces se aburría al no ver a nadie interesante: “¿Cómo será vivir con ese chico tan anodino, con esa chica tan normal?”

Llenaba su vida vacía con la imaginación acerca de la de los demás. Y le resultaba divertido. Hasta que se miraba a sí misma y se daba cuenta que quizás alguien pensara lo mismo de ella. Una chica triste. Sin hablar con nadie. ¿Cuál sería su historia?

Manu lo pensó más de una vez. Esa chica que siempre se sentaba, se tomaba un café y se fumaba unos cinco cigarrillos (pocas veces más, pocas veces menos) tenía algo interesante. Primero empujaba a su hija en el columpio un rato, después la dejaba jugando con otras niñas y la observaba desde la terraza. A ratos miraba el móvil, a ratos parecía mirar al infinito. No era la única interesante de observar, pero sí tenía algo especial para él. Había otras chicas guapas, y muchas veces solas. Como aquella rubia (¿Ucraniana? ¿Rusa? ¿Escandinava?) que siempre tomaba una cerveza mientras sus dos niños daban vueltas con las bicicletas. Hermosos ojos. Pelo rubísimo. Piel blanca y cuerpo bien cuidado. Muchas veces venía con mallas de deporte. Cuando se levantaba para irse era obligado mirarle el culo respingón y su larga coleta rubia meciéndose de un lado a otro cuando se alejaba con sus dos hijos de vuelta a casa. ¿Qué haría? ¿Trabajaría o sería la mujer mantenida de un ruso adinerado que se pasaba media vida fuera de casa? También estaba esa otra chica española, con pelo corto y cobrizo. A veces sola, a veces con otras amigas. Le gustaba su risa escandalosa. Pero pasaba muy poco tiempo cada tarde: nunca estaba más de una hora. Seguro iría a comprar cada día y quería que no se le hiciera tarde la hora de la cena. Buena ama de casa. También había un chico como él, solo. Pero con él no había que imaginar mucho. Le compraba a los hijos todas las chucherías que le pedían y seguro estaba separado. Era fácil de ver; cada tarde llegaba una chica, lo saludaba, pero no se besaban, y se llevaba a los dos niños. Y después se iba cada uno por su lado.

Pero aquella chica morena tenía algo especial. Y era un absoluto misterio para él. Observaba todos sus movimientos desde el banco donde siempre estaba sentado con su perro. Pero no entendía la razón de su melancolía. ¿Sus ojos eran tan bonitos porque eran tristes o porque estaban tristes? Tenía poca chispa en los ojos, pero era demasiado joven como para estar saturada de la rutina de las mujeres más maduras. Si estuviera divorciada, seguro podría estar con el chico que quisiera. Su forma de coger el cigarrillo denotaba clase. Y la forma de fumar. Casi siempre llevaba unas grandes y redondas gafas de sol. No sabía el porqué, pero muchas cosas de ella le recordaban a Audrey Hepburn. Una belleza atemporal. Pocos cambios de estilo, pocos cambios de imagen. En casi un año solo le había visto un pequeño cambio de peinado, pero le duró un par de días. En algunas ocasiones su banco estaba ocupado y tuvo que sentarse cerca de ella. No hablaba con nadie, no consultaba mucho el teléfono y lo único que solía hacer era leer un libro de forma ocasional. Él aprovechaba para observar sus gestos y facciones más detenidamente. Y cada día encontraba algo diferente en lo que detenerse.

Carmen tenía claro cuál era la historia de ese chico. Estaría divorciado y no podría ver a su hijo casi nunca. Esa sería la razón por la que siempre iba al parque a sentarse con su perro. Solía llevar gafas de aviador que le pegaban con sus facciones duras, masculinas. A veces hablaba por teléfono, pero era con amigos. Solo había que observar su lenguaje corporal. Y no era gay. Solo miraba -discretamente- el culo de las chicas. Tampoco era un pervertido. Jugaba mucho con su perro y no observaba obsesivamente a nadie. Parecía bastante solo, pero no triste. ¿En qué trabajaría? ¿Cuál sería su historia?

Cuando Ángela se fue de casa siguiendo a su corazón, Manu se quedó solo. Ya hacía casi un año de eso y, pasados los primeros meses, ya se dio cuenta que había sido lo mejor para los dos. La pasión se había extinguido por las dos partes y no tenía sentido continuar juntos. No tenían hijos, y ella se fue sin pedir su parte de la casa. Se iba a casa de un ricachón que llevaba tiempo detrás de ella y que seguro se la había estado tirando todo ese tiempo en el que ella se mostraba tan distante en la cama. A pesar de que, como psicólogo, sabía que los dos habían hecho lo correcto, los dos primeros meses fueron bastante duros. No poder desahogarse hablando con alguien después de sus jornadas escuchando a los demás le creaba cierta desazón. Entonces empezó a hacer deporte, lo que le ayudó bastante. Y se compró lo que siempre había deseado: un perro.

Carmen se estaba encendiendo su segundo cigarrillo cuando vio a su hija lanzada con la patineta. Le tenía dicho que no fuera tan rápido, pero como no se había caído todavía, no tenía miedo. Entonces vio en un lapso de segundo como el perro tiró de la correa de ese chico y su hija se enganchó. Salió disparada y cayó de cara. Saltó de su silla y fue corriendo hacia ella. Se había dado un golpe tremendo en la nariz y la boca, y sangraba profusamente. En seguida se formó un corrillo alrededor de ella y todo el mundo tenía una idea diferente acerca de cortarle la hemorragia de la nariz. Entonces ella la cogió en brazos, mientras el chico se le acercaba. Manu solo acertó a decir unas palabras, tartamudeando:

-Yo, lo, perdona, lo siento, no me, no me ha dado tiempo a coger, a coger la correa fuerte...

Ella lo miró con una mirada fulminante que le taladró el corazón y lo hizo callar. Carmen salió corriendo con la hija en brazos y Manu se quedó plantado sin saber cómo reaccionar, entre miradas de reproche y algún comentario hiriente.

Pasada una semana, Manu reunió valor y volvió al parque. Se dejó esta vez el perro en la casa. Y se sentó en una mesa de la cafetería. A su lado, en el suelo, había una bolsa grande de una tienda de juguetes con una gran caja envuelta en papel de regalo. Dentro había el último modelo de patinete, con un casco y protecciones para codos y rodillas. Pero la destinataria del regalo no aparecería.

Ni al día siguiente.

Ni al siguiente.

Dejó pasar otra semana sin ir al parque. Entonces regresó una tarde, sin muchas esperanzas. Se sentó, pidió un café y la camarera se lo sirvió, mirando curiosa esa caja que ya había visto otros días. “¿Que sería? ¿El chico estaba esperando a su hija para darle un regalo de cumpleaños, pero su mujer de la que estaba separado no quería dejaba que la hija viera al padre?”. Manu estaba apurando el café y estaba a punto de levantarse cuando la chica se sentó dos mesas delante. No lo había visto. Pidió un café y se encendió un cigarrillo. Vio entonces pasar a su hija y en su cara ya no había restos del golpe. Respiró aliviado. Entonces reunió el valor y se levantó casi sin pensar. Tenía que ser ahora o nunca. Venga, ve hacia ella y dedícale tu mejor sonrisa. Primero preséntate, discúlpate y dale la caja. Seguro ya no estará enfadada, de todas formas. Y la niña se pondría contenta y él podría irse para no regresar jamás a ese parque. Ya no había nada que lo animara allí. Entonces reunió el valor, se plantó delante de ella, y todo lo hizo mal. Primero le puso la caja encima de la mesa, las palabras le salieron aturrulladas y ella, en lugar de una sonrisa, le dedicó una mirada de hielo. No abrió la boca. Entonces él le mantuvo la mirada y su actitud cambió. No le había dado la oportunidad de explicarse. Por lo tanto no iba a justificarse. Y entonces le dijo simplemente:

-Perdón. Lo siento mucho. Muchísimo, de verdad. Ya he visto que está mucho mejor. Esto es un detalle por el mal rato que seguro pasaría. Adiós.

Dicho esto, se dio la vuelta y enfiló el camino a la salida del parque. Después se acercó a su coche, abrió la puerta y se sentó. Cerró la puerta y exhaló un gran suspiro. Y, de repente, unos nudillos golpearon el cristal.

Era la chica morena.

Manu la miró. Se quedó un par de segundos sin responder y después bajó la ventanilla.

-Disculpa, quizás he sido un poco borde. Lo siento. No he tenido un buen día. Y no esperaba esto. Te lo agradezco. Seguro le gustará a Ana. ¿Te importa si te invito a un café?- Dijo Carmen.

Manu procesó todas esas palabras como una montaña rusa. Del bajón anterior inesperado al subidón actual desconcertante. ¿Qué debería responder?

-Me apetece mucho.

Se sentaron en la mesa. La camarera ya ni intentaba adivinar. La chica solitaria con hija única. El del banco y del perro. El regalo misterioso. Se van, lo dejan y vienen. Yo ya paso. Esto se escapa a mi imaginación. Anda, toma nota.

-¿Qué os pongo, chicos?

-Dos cafés con leche.

Manu se acomodó en la silla, algo inquieto. Carmen parecía más tranquila. De hecho, casi relajada. Mejor dicho, sus ojos habían recobrado un atisbo de chispa. Y eso, en ella, era mucho. Manu observó en ella una mirada diferente. Sus ojos eran más oscuros, y a la vez brillantes. Y ella pensaba lo mismo de él. Su mirada era tan penetrante que no entendía cómo no se había fijado antes en este detalle, aunque es verdad que nunca habían estado tan cerca como ahora. Lo había mirado muchas veces, y le parecía un chico resultón. Buena apariencia, falto de consejos femeninos, bonita sonrisa cuando jugaba con su perro, corte de pelo muy mejorable, esa chaqueta debería tirarla ya. Pero ahora, mirar sus ojos era como asomarse a un abismo que te atrae sin remisión, algo así como la mezcla entre un agujero negro y el imán más potente del mundo. Era hechizador. Sí, esa era la palabra.

Los dos comenzaron a hablar de temas intrascendentes. Primero, dónde estaba el perro. Segundo, cómo le iba a la niña en el colegio. Tercero, la buena tarde que hacía. Cuarto, lo que le iba a gustar el regalo a Anita. Pero, en el fondo, lo que quería él era romper esa camisa reventando los botones y hundir su cabeza entre sus pechos, bajando después la lengua para detenerse en el ombligo. Después de haber descubierto los secretos de ese agujero, seguiría bajando para detenerse en la fuente de la vida, y beber de ella hasta hacerse inmortal. Y después, usaría sus manos para seguir buscando sensaciones placenteras en sus puntiagudos pezones. Mientras tanto, ella pensaba en besar esos labios a pequeños mordiscos, introduciendo la punta de su lengua y retirándola como en el juego del ratón y el gato, insuflando aire en la base del volcán. Después deslizaría un dedo dibujando la forma de sus duros y marcados pectorales, para terminar en la boca de esos labios carnosos. Con ese dedo húmedo de saliva, tocaría la punta de la polla lubricándola, mientras le masajeaba los testículos. Todo en perfecta armonía, todo lento. Muy lento. Debería disfrutar de la agonía. Qué pena no disponer de una cuerda para amarrarlo, y masturbarle tan lento que le hiciera gritar pidiendo más rápido, más rápido. Y ella aprovecharía para cubrirle la boca con esa cinta, y lo volvería loco de placer, convirtiéndolo en un surtidor de vida, en un chorro intermitente sin fin.

Pero seguían con el café. Los dos todavía moviendo la cucharilla, con el azúcar disuelta desde hacía rato. Se miraban contándose cosas con los ojos que no tenían nada que ver con las palabras que salían de sus bocas. Parecían contarse encuentros desperdiciados por no haberse conocido antes, polvos inolvidables nunca echados, masajes nunca recibidos, besos nunca dados, manos nunca entrelazadas. Entonces, el ofrecimiento.

-Me encantaría invitarte a cenar. Ya sé que ni siquiera hemos terminado el primer café, pero es lo que me apetece. ¿Qué te parece?-Dijo Manu.

-Pues que, teniendo en cuenta lo borde que he sido contigo dos veces, es lo menos que puedo hacer por ti. Eso sí, tú pagas, tú decides el sitio. -dijo, entre risas, Carmen.

Manu estaba asombrado. Al sonreír, sus facciones habían cambiado. Eran las de una chica tocada con la varita de la luz de Miguel Ángel. Una belleza renacentista. Sus ojos ya no eran pequeños, escrutadores. Se habían vuelto más grandes, almendrados. Su frente se relajaba. La comisura de sus labios se arqueaba ligeramente hacia arriba y también aparecían dos hoyuelos que normalmente no se veían. Le pareció una de las mujeres más bellas que había visto.

Y no tenía intención de desaprovechar el tiempo.

Carmen era consciente que estaba entregada. Llevaba tanto tiempo desesperanzada, falta de estímulos, amargada y falta de respuestas, que la aparición de ese hombre fue como una bofetada de esperanza. Después de solo un café se sentía totalmente confiada. No sabía absolutamente nada de él, pero parecía conocerlo desde hacía mucho tiempo.

Y tampoco tenía intención de perder el tiempo.

Se intercambiaron los teléfonos y quedaron para cenar ese mismo sábado. Ella dejaría a la niña en casa de esa amiguita que tantas veces le había pedido que pasaran una noche juntas. Él le explicó dónde se encontraba el restaurante. Se levantaron, se dieron un beso en la mejilla y Manu se fue. Pasados unos segundos, ninguno de los dos se supo explicar qué estaba pasando.

El restaurante era precioso. Tenían reservada una mesa en una esquina al lado de un acuario enorme. La luz era tenue, susurrante. Sin haber probado nada de comer todavía, Carmen le concedió ya a Manu el primer punto. Le encantaba el sitio. Horas antes, mientras se arreglaba, su marido la llamó. Iba a retrasar su llegada dos semanas más. Debía viajar a Indonesia. Parecía una llamada de un jefe a su secretaria. Una única pregunta sobre la niña y como despedida un nos vemos pronto. Sin beso. Carmen se preguntó una vez más cómo podían haber llegado a ese punto. Y, por supuesto, supo que el paso que estaba dando esa noche era el único que le podía hacer seguir atada a la cordura. Era su última tabla que la mantenía a flote. Y se arregló en consecuencia. Se sentía tan viva que se veía guapa por primera vez desde hacía mucho tiempo. El espejo no mentía.

Cuando Carmen llegó, Manu ya estaba sentado en la mesa. Y cuando la vio, no pudo evitar tragar saliva. Venía guapísima, espectacular. Y sonriendo todo el camino hasta la mesa. Sabía andar, contoneándose de forma natural, con un pequeño bolso. Su traje ceñido mostraba un cuerpo deseable y deseoso. Manu se dio cuenta que iba a beber mucho vino. Ella lo vio muy elegante. Había ido a cortarse el pelo. Y evidentemente, había pedido consejo al peluquero. Y este había acertado. Llevaba una camisa negra y una americana del mismo color. Muy, muy guapo.

La cena transcurrió con una alegría pasmosa. Risas y más risas. La comida era excelente. Y la segunda botella de tinto estaba llegando a su fin. Pidieron postre. Manu no perdió pista cada vez que la cuchara con mousse de chocolate entraba en la boca de Carmen y esos sugerentes labios apretaban para sacarla limpia. Y ella no quitaba ojo a los dientes blanquísimos de Manu cada vez que él comía esos profiteroles bañados en chocolate caliente.

En algunas partes de la conversación los dos eran conscientes que no estaban siendo escuchados. Las miradas apresuraban el final de la cena. Pidieron la cuenta. Sus cuerpos tenían prisa.

Una vez fuera, Manu la invitó a su casa a tomar una copa. Ella le dijo que de eso no. Dos copas mínimo. Se echaron a reír. Carmen lo siguió con su coche. Una vez allí, él puso música y sirvió dos gin tonics. Por la mañana siguiente los recogió exactamente como los había servido; ni un sorbo.

Al volver del baño, Carmen se acercó por la espalda a Manu. Le dio un beso en la nuca. Manu se giró y el beso comenzó despacio, tanteando. Labios con labios. Roce leve. Una primera lengua salió de su escondite. La otra salió a su encuentro. Después, choque de dientes. Tanta era la pasión acumulada y la atracción mutua que parecían buscar oxígeno en el otro, como si hubieran estado ahogándose durante mucho tiempo y de repente encontraran aire fresco directo a sus pulmones. Manu la agarró por el culo y poco a poco le fue subiendo el vestido. Le acarició los glúteos y siguió con los dedos el camino que marcaba el tanga. Ella le cogió la cabeza para intentar meterle más todavía la lengua en su boca. Sus cabezas giraban continuamente de un lado a otro intentando acomodarse sin conseguirlo. Y ella notó en su pubis la dureza. No podía esperar más. Entonces él se agachó, le bajó el tanga y le subió el vestido. Y allí mismo, de pie, empezó a chuparle el coño. En un momento determinado miró hacia arriba y vio a Carmen con la espalda arqueada para facilitarle la labor y cogiéndose las tetas con ambas manos, estimulándose los pezones por encima de la ropa. Esa visión se completaba con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Entonces le introdujo un dedo, y empezó en la búsqueda del punto de la felicidad. No tardó en encontrarlo. Carmen casi perdió el equilibrio. Entonces él se levantó y la cogió en brazos. Besándola, la dejó en la cama. Se desnudó, y ella hizo lo mismo. Ver sus cuerpos no hizo más que excitarlos aún más. Manu mostraba su pectorales bien formados, espalda ancha y brazos fuertes, y ella tenía un culo pequeño y apretado y unas tetas pequeñas pero hermosas. Él siguió por donde lo había dejado. Su boca y su dedo trabajaban en perfecta coordinación. Carmen ya no controlaba los gemidos. Cuando le vino la primera explosión, cerró las piernas con fuerza, atrapando la mano de su amante. Eso le hizo conseguir un orgasmo continuado. Manu se acercó entonces a su boca y la besó. De nuevo, esos besos. De apasionados, eran casi violentos. Entonces, ella se incorporó, se puso a cuatro patas y empezó a lamerle la polla. Primero, jugando solo con los labios, después, presionando con la lengua. Poco después, lo chupaba y masturbaba al mismo tiempo. La gran polla en que se había convertido tenía espacio para que le hiciera todo a la vez. Ella se excitaba al verle a él mirarla con esa cara de lujuria, con esa cara de placer. Entonces ella se dio la vuelta y esperó ansiosa. Le encantaba esa postura. Él le metió entonces la polla y comenzó a introducirla y sacarla muy lentamente. Cada centímetro dentro, un gemido. Cada centímetro fuera, otro. Y cada vez, ganando más terreno. Hasta que entró completamente, y entonces las embestidas fueron cada vez más fuertes. El culo de Carmen aguantaba firme, pero el cuerpo se tambaleaba. Su cabeza estaba apoyada en la cama y la parte derecha de su cara mostraba el tremendo placer que estaba recibiendo. Ya no controlaba sus gritos.

Manu se tendió entonces y ella se subió encima de él. Él le apretaba el culo y le presionaba para que ella lo sintiera todavía más, haciéndole rozar sus labios y clítoris contra su pubis. Todo muy lento, todo muy intenso. Se besaron. Carmen notaba placer en miles de terminaciones nerviosas. Simplemente, se dejaba llevar, pero no sabía dónde.

Él la tendió de espaldas y le levantó las piernas. Las agarró arriba por los tobillos y empezó a follársela. La visión que tenía Carmen era tan sensual que no sabía distinguir si estaba recibiendo más placer con esa polla o con esa sensación de sentirse dominada, con ese cuerpo sudoroso y musculoso folládosela sin remisión. El segundo orgasmo era inevitable. Al sentir la presión, Manu supo que le había llegado el momento y regó con su semen el cuerpo de Carmen. La belleza de la escena se le quedaría grabada para siempre.

Cayeron derrotados en la cama y se taparon, quedando abrazados hasta la mañana. Cuando se despertaron, se ducharon juntos. Se enjabonaron mutuamente, y eso produjo que el desayuno se retrasase media hora. Ella levantó una pierna, la puso sobre el borde de la bañera y él se la folló por detrás. Cuando iba a terminar, ella se puso en cuclillas y recibió en su cara todo el amor de Manu. Y se relamió, mirándolo fijamente.


La camarera les sirvió un café. Estaba claro que algo había entre los dos. La niña estaba lejos agarrando la cuerda del perro con dificultad, pero riéndose sin parar de correr. ¿Se habrían liado? ¿Sería el parque un lugar de encuentro para ellos?
 
Feliz año lo primero

Un relato maravilloso como la mayoría de los que has publicado. Lleno de sentimiento, vivencias, emociones, erotismo y sexo. Un coctel muy bien mezclado.

Enhorabuena por tus relatos

Que tengas buen año y que nos sigas deleitando con tus escritos
 
Feliz año lo primero

Un relato maravilloso como la mayoría de los que has publicado. Lleno de sentimiento, vivencias, emociones, erotismo y sexo. Un coctel muy bien mezclado.

Enhorabuena por tus relatos

Que tengas buen año y que nos sigas deleitando con tus escritos
Pues muchas gracias por tus palabras. Me motivan a escribir más
 

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