El matón del instituto quince años después

DrWilson

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El matón del instituto quince años después​


Normalmente no suelo usar la aplicación de contactos cuando vuelvo de Madrid a mi ciudad de toda la vida. Ya se sabe cómo son los rumores en los lugares pequeños donde nos conocemos todos. De adolescente no lo pasé muy bien por culpa de los típicos matones que disfrutan metiéndose con los que consideran más débiles y tratando de hacerles la vida imposible solo porque son más gorditos y tienen mejores notas que ellos. Ahora que el esfuerzo de tantos años de estudio y machacarme en el gimnasio hacía tiempo que había dado sus frutos en forma de un buen trabajo y un cuerpo marcado no me apetece convertirme en el blanco de las envidias de los amargados que nunca se esforzaron lo suficiente como para salir de esta pueblo de provincias. Aunque a mí me da igual lo que puedan decir, a mis padres, que continúan viviendo aquí esos comentarios por lo bajini a su paso les dolerían bastante.

Sin embargo, quizá porque acumulaba muchísimo estrés después de varias semanas trabajando en un importante proyecto que justo aquella mañana acabábamos de cerrar y estaba eufórico por ello, esa noche me dio por abrir la aplicación para ver qué se cocía por aquella ciudad en la que había vivido hasta los dieciocho años. No tenía intención de quedar con nadie, como mucho tontear un poco con alguna conversación picante para ponerme cachondo y terminar haciéndome una paja para dar algo de salida a toda esa tensión acumulada. Con suerte, igual me mandaban alguna foto o vídeo que mereciera la pena y permitiera a mi calenturienta imaginación hacer de las suyas.

Lo que nunca esperaba era encontrarme lo que me encontré y que me llevó a hacer lo que hice. A, más de quince años después, tomarme una placentera venganza que, sinceramente, nunca había entrado en mis planes ejecutar y, mucho menos, disfrutarla de aquella forma tan brutal.

Nada más abrir la aplicación me dio la impresión de que todos los gays de aquella ciudad se conocían y estaban allí solo para intentar ligarse a algún forastero que fuera nuevo la zona. Antes de conectarme tuve la precaución de crearme un perfil distinto al que suelo utilizar habitualmente. Rellené los campos básicos y puse una foto del skyline de Madrid que había sacado desde el tren esa misma tarde como imagen de perfil. A pesar de ello, en apenas un par de minutos ya tenía una docena y media de mensajes en mi bandeja de entrada. La mayoría eran de tíos de más de cincuenta años, posadolescentes en busca de un sugardaddy que les pague sus caprichos, algún que otro scort o vendedor de sustancias poco recomendables y unos cuantos chulitos de gimnasio, ávidos de presumir de físico y poco dados a pasar a la acción.

Realmente ninguno de esos cuatro tipos de usuarios me llama la atención, pero dado que mi intención era solo jugar un rato decidí centrarme en los chulitos de gimnasio. Descarté los dos primeros perfiles que vi, pero el tercero me llamó la atención. Decía tener un año más que yo y mostraba, como foto de perfil, un torso moreno y esculpido a base de horas en el gimnasio, con un tatuaje que le ocupaba parte del pectoral derecho y la parte superior del brazo que me resultaba vagamente familiar. “Macho mamón sumiso”, había escrito en su descripción, que, por otra parte, respondía al pie de la letra a lo que había puesto yo en mi perfil que buscaba: “Machitos que disfruten mamando como perros, obedientes, sin prisa y hasta el final”.

Empezamos a hablar con los típicos saludos de rigor –Hola, ¿qué tal?; No eres de por aquí, ¿verdad? Nunca te había visto…– para llegar rápidamente al consabido “¿Qué buscas y para cuándo?”, mientras seguía dándole vueltas a por qué me sonaba su tatuaje. Bueno, si era del pueblo y más o menos de mi edad, por fuerza tenía que conocerlo. Y tanto que lo conocía. Lo que nunca me habría imaginado era que fuera él.

Y, sin embargo, allí estaba. Era su cara; no cabía duda, aunque apenas pudiera verle poco más de la mitad superior en la foto que me había enviado tras enviarle yo una poco comprometedora de mi torso –“Lo siento, no envío foto de cara y de rabo ya veremos”– para demostrarme lo bueno que era comiendo pollas. Y eso era precisamente lo que hacía en esa imagen que tenía abierta en mi teléfono y que me había dejado en estado de shock y con la mente en los dos últimos años de instituto. Porque era el cabrón de Alberto y el tatuaje, visible en ambas fotos y que ahora reconocía perfectamente, lo certificaba sin lugar a dudas ni engaños.

Alberto era, efectivamente, un año mayor que yo y, cuando estábamos en el instituto, era uno de esos típicos malotes a los que les gusta ejercer de macho alfa de su grupete de amigos, normalmente otros aspirantes a gamberros de medio pelo, tan vagos y malos estudiantes como su líder, que, con suerte, van pasando de curso en curso por los pelos, con dos o tres asignaturas suspendidas, a trancas y barrancas. Pero a Alberto se le acabó la suerte en el que hubiera sido su penúltimo año de instituto y acabó repitiendo primero de bachillerato el año me tocaba cursarlo a mí. Y cayó en mi clase, donde no tardó en hacerse con el mando de las tres ovejas negras que venían en el lote y que, hasta entonces, quizá por falta de ese macho alfa que guiase sus actuaciones apenas habían dado la lata.

Porque hay que reconocerlo. El cabrón de Alberto tenía carisma y una chulería innata. Un año mayor que nosotros, con cerca de un metro noventa de estatura y ya entonces asiduo del gimnasio, aparentaba tener un mundo que a los tres niñatos de mi clase les faltaba. En apenas una semana ya le seguían a todos lados como perritos falderos, mientras la mayoría de las chicas iban detrás de él, babeando y probablemente empapando las bragas. Como todos los matones, Alberto necesitaba un blanco para sus bromas con el que entretener a sus seguidores y, efectivamente, yo era el objetivo perfecto. Aunque también alto, pero no tanto como él, sobresalía de la estatura media de mis compañeros. Además, gordito y el que mejores notas sacaba en la clase. Era difícil no fijarse en el empollón para intentar hacerle la vida poco agradable los dos cursos que le quedaban en el instituto. Y eso fue precisamente lo que hizo.

Durante dos años fui el blanco de sus bromas más o menos pesadas y de que me pusiera la etiqueta de maricón aunque no tuviera nada de pluma y en aquellos años mis relaciones sexuales se limitaran a las que mantenía con mi mano derecha –o la izquierda cuando pretendía experimentar lo que se debería de sentir cuando te la tocaba otra persona–. Era su forma, imaginaba entonces, de atacar aquello que representaba lo opuesto a él en todos los aspectos. O, al menos, eso pensé durante esos dos años en los que aparentaba que sus bromas no me afectaban, aunque por dentro juraba una y otra vez que algún día volvería, convertido en alguien superior a él para vengarme de todas esas humillaciones a las que todos quitaban importancia porque eran “lo normal, cosas de críos”.

Sin embargo, esa noche, más de quince años después de haber pasado por aquel infierno de humillaciones, una simple fotografía me mostró que, en el fondo, no éramos tan distintos. Sí, en aquella época yo era gordito y empollón y él atlético y un negado para los estudios, pero a los dos nos iban las pollas, tal y como demostraba esa imagen. Solo que él era un mamón sumiso y yo un cabrón que disfruta cuando tiene un perro obediente entre las piernas dispuesto a hacer todo lo que yo le diga, por las buenas o por las malas, mientras me la mama. Y en ese mismo momento decidí que, a pesar de que tengo por norma no liarme con nadie en mi antigua ciudad para evitar habladurías, iba a tomarme una venganza que –sin ser consciente de ello– llevaba años anhelando.

Desde que me fui del pueblo me lo había cruzado bastantes veces en mis visitas de fin de semana, navidades o los quince días de vacaciones que solía pasar en casa de mis padres. Trabajaba de electricista y solía vestir con un mono azul de trabajo del que en verano dejaba la parte de arriba colgando de la cintura para lucir bíceps –y su tatuaje–, llevando solo una camiseta blanca sin mangas, como Marlon Brando en ‘Un tranvía llamado deseo’, pero sin manchas de grasa. Aunque estoy seguro de que no tendría ni idea de la existencia de esa película, era innegable que Alberto seguía siendo un chulito innato. Así que decidí arriesgarme. En caso de que pudiera salir mal, poco tenía que perder. Sabía que él seguía dentro del armario y había tenido tres o cuatro novias con las que la cosa nunca terminó de cuajar –ahora había descubierto por qué–, así que no le convenía abrir la boca si no quería delatarse. Además, hacía mucho que yo había asumido mi sexualidad e incluso había llevado algún que otro novio a casa de mis padres. Y si le diera por reaccionar violentamente, hacía años que nada tenía que envidiarle físicamente y era perfectamente capaz no solo de plantarle cara en caso necesario, sino de darle unos cuantos golpes si no quedaba otro remedio.

Tonteamos un rato, con él pidiéndome más fotos y yo enviándole algunas en ropa interior marcando paquete, pero sin llegar a enseñarle aquello que tanto me pedía ver y que en más de una imagen se intuía perfectamente y él respondiéndome con selfis sugerentes y más muestras de su pericia con la lengua y el resto de la boca, alguna en vídeo también. Llevaba ya un buen rato chateando con él y por un momento pareció que se rendía a mi negativa a enseñarle la polla y –pensé casi con horror que había tensado demasiado la cuerda–. Amenazó con bloquearme por calientapollas, aunque sólo dejó de escribir. Al móvil me habían seguido llegando mensajes de otras cuentas, algunos con fotos probablemente enseñando lo mismo o incluso más que Alberto, pero, tenso como estaba, no les hacía caso, esperando saber si finalmente cumpliría su amenaza de bloqueo. Al parecer su calentón pudo más que su orgullo y a los cinco minutos volvió a escribirme. “¿Estás? ¿Me la enseñas?”. “Ven y te la presento en directo”, fue lo que le escribí y envié en un impulso, antes de tener tiempo de arrepentirme.

Ese fin de semana mis padres celebraban sus bodas de oro y habían decidido renovar sus votos y dar una gran fiesta para todos sus amigos y familiares, ya que cuando se casaron solo pudieron invitar a los más allegados –mis abuelos y mis tíos– a un modesto convite. Una de las hermanas de mi madre, junto con su respectivo, había llegado hacía ya varios días al pueblo para ayudar con los preparativos y, como yo iba a llegar el viernes por la tarde y marcharme el mismo domingo, decidieron que se quedaran en mi antiguo cuarto –que era el que yo seguía ocupando cuando visitaba a mis padres– y yo me alojaría esas dos noches en uno de los hoteles que habían abierto hace unos años en las afueras y usaría el coche de mi madre para ir y venir a casa. Ella iba a estar tan liada con los preparativos que no lo necesitaría.

“¿En qué hotel estás?”, me preguntó casi al instante; ya le había dicho que estaba de paso en uno de los hoteles de al lado de la autovía. No le contesté. O, mejor dicho, le envié un mensaje con una serie de condiciones que tendría que cumplir si quería que le dijese a dónde tenía que ir para comerme la polla y que, por supuesto, cachondo perdido como estaba ante la perspectiva de comerle el rabo –iluso de él– a un desconocido al que –más iluso todavía– no había visto hasta ahora ni nunca volvería a ver, no puso objeción alguna en aceptar. Es más, creo que la propuesta le puso aún más cachondo.

Así, acordamos que me avisaría al llegar al hotel y yo le daría el número de la habitación y dejaría la puerta entreabierta y la habitación en penumbra. Le recibiría sentado en una butaca que había al lado de la cama, justo en la parte más a oscuras –y en la que estaba seguro de que no podría verme la cara–, solo con unos slips Calvin Klein negros que llevaba puestos desde por la mañana –aún no me había duchado– y la camisa blanca, inmaculada, puesta pero desabrochada. Él, sin decir una palabra, se desnudaría por completo frente a mí, en la parte que iluminaba la luz de una farola de la autovía que se colaba por la cortina entreabierta y gatearía hasta mi entrepierna donde olería y lamería mis calzoncillos hasta que yo le diera permiso para quitármelos y empezar a mamar.

Por supuesto, le dije, pensaba grabar toda la escena con mi móvil y, visto que le gustaba presumir de sus habilidades felatorias, si era tan bueno como decía igual lo premiaba enviándole una copia del vídeo, cosa que no pensaba hacer en ningún caso si aceptaba esa condición en la que, lo reconozco, me jugué que mi venganza se fuera al traste. Pero los hombres sabemos cómo piensan los hombres cuando están calientes y más si, como era el caso, mamar la polla de un semental hasta dejarlo seco –eso fue lo que escrbió que me haría– no es algo que pudiera hacer Alberto todos los días. Aceptó sin poner ni una sola pega. Diría que incluso lo del vídeo lo puso más cachondo todavía. “Me pongo algo, cojo el coche y estoy ahí en quince minutos”, prometió. Tardó diez en enviarme el mensaje para decirme que estaba atravesando la recepción camino de los ascensores. “Habitación 210”, le respondí. Abrí la puerta y me recosté en la butaca con las piernas abiertas y marcando un abultado paquete. El cuerpo en las sombras, pero visible, la cabeza más atrás y, gracias a la sombra que proyectaba la gruesa cortina y el flash del móvil –que puse a grabar tan pronto escuché cómo cerraba la puerta–, en la más absoluta oscuridad.

Alberto entró en la habitación andando de una forma extraña, mezcla de la cautela por encontrarse con un completo desconocido –o eso creía él– y los nervios y la excitación del momento. Caminó hasta donde le había indicado y se paró frente a mí. “Desnúdate”, le ordené enronqueciendo la voz más de lo normal, aunque creo que en ese momento no me habría reconocido. “A partir de ahora vas a ser mi perro y a obedecerme en todo lo que te pida o tendré que castigarte”. Como toda respuesta, se sacó las mangas de la cazadora que llevaba puesta y la dejó caer al suelo. La camiseta ajustada que llevaba, marcando bíceps, pectorales y abdominales, tardó poco en correr la misma suerte. Sin agacharse se sacó las zapatillas de deporte y el pantalón de chándal no tardó en caer. Estaba claro que ese chico nunca se ganaría la vida como estríper.

Me sorprendió –y me puso aún más cachondo– descubrir que no llevaba ni calcetines ni calzoncillos y que su polla –que no había visto hasta entonces– presentaba una más que evidente erección que permitía a su capullo asomarse completamente al aire y que me hizo preguntarme cómo la habría disimulado, si es que se había preocupado en hacerlo, sin la ayuda de ropa interior al cruzar la recepción ante la –supuse– mirada escrutadora del recepcionista del turno de noche al que, por otra parte, imaginé más que acostumbrado a este tipo de visitas furtivas, quizá más de una incluso del propio Alberto.

“Ven aquí y sóbame los slips hasta que me la pongas dura”, le ordené tras pedirle que girara sobre sí mismo un par de veces para deleitarme con su cuerpo durante unos segundos. Estaba empalmado casi desde que empezamos a chatear, y babeando líquido preseminal desde que descubrí quién se definía como “macho mamón sumiso”, y estaba seguro de que no iba a bajárseme hasta que me corriera. Algo que estaba tan seguro de que iba a ocurrir como de que iba a intentar retrasarlo todo lo posible por si cuando Alberto descubriera mi identidad –si no me desvelaba, la venganza no habría estado completa– el hecho de verse descubierto y escarmentado le quitara las ganas de hacer que me corriera una segunda vez en alguna otra ocasión.

Obediente, Alberto se arrodilló y gateó el escaso metro y medio que le separaba de mi entrepierna, donde descubrió un bulto más que prometedor. Con una cara de vicio que nunca le habría imaginado miró hacia arriba, donde solo podía ver el brillo de mis ojos gracias al contraste entre la antorcha del móvil y la oscuridad de la habitación, como asegurándose de que no me perdía detalle, antes de empezar a restregar la nariz contra la tela del slip, aspirando con avidez todos los olores con los que un largo día de trabajo y el viaje hasta el pueblo lo habían impregnado. Cuando se cansó de oler todo lo que quiso, empezó a lamer, comenzando por la zona que mi capullo ya había empapado de preseminal y siguiendo después toda la silueta del tronco hasta empapar con sus babas la parte que cobijaba mis pelotas. No sé cómo estaría él en esos momentos, pero yo tenía la polla dura como una piedra y reclamando atenciones más directas.

“Bájame los calzoncillos y chupa, perro”, le ordené y, de nuevo, le faltó tiempo para agarrar la goma de los slips y llevarlos hasta mis tobillos. Su cara fue la de un niño con un billete de diez euros delante del mostrador de una tienda de chucherías cuando vio mi rabo, liberado ya de la prisión de tela negra, saltar como un resorte a escasos centímetros de sus labios. La verdad es que no puedo quejarme de polla. Unos 18 centímetros en erección, gordita, con un buen capullo que en aquel momento totalmente al aire gracias a que, aunque no estoy circuncidado tampoco tengo demasiado pellejo. En aquel momento, además, estaba chorreando puesto que, cachondo, suelto líquido preseminal como si fuera una fuente. Alberto no lo dudó ni un segundo y se amorró a ella decidido a beberse todo ese néctar.

Sin usar las manos, como le había pedido, empezó a succionar el glande, saboreando todo el líquido preseminal que lo lo cubría, mientras jugaba con la punta de la lengua en la zona del frenillo, provocando escalofríos que me recorrían toda la espina dorsal. Luego, subió las manos hasta mis pezones, con los que comenzó a jugar mientras empezaba un suave y placentero sube y baja que me puso a mil en segundos, parando cuando notaba que me tensaba por acercarse el punto de no retorno y retomando esa placentera tortura cuando veía que el peligro pasaba. No sé cuánto tiempo estuvo alternando mamadas lentas y profundas con prestar mas atenciones al capullo babeante y bajar hasta los huevos y la zona del perineo, donde su lengua se mostraba también experta y no dejaba de arrancarme profundos suspiros de placer.

Tal y como decía su perfil, Alberto esta demostrando disfrutar mamando como un perro, obediente y sin prisa, tal y como yo exigía. Solo faltaba comprobar si era tan sumiso como había afirmado y podía aceptar sin quejarse los caprichos de un macho cabrón como yo. Así que aproveché un momento en el que se estaba entreteniendo con ese sube y baja profundo para soltar una mano del móvil, llevarla hasta su nuca y, sin avisar, apretarle la cabeza contra mi pubis, metiéndole la polla hasta la garganta y manteniéndolo así, sin respirar, durante más segundos de los que posiblemente sería aconsejable. Sin embargo, a pesar de la sorpresa, las arcadas y de que se estaba quedando sin aire, no se quejó ni hizo ningún intento de separase de mi.

Cuando lo dejé respirar –“Buen chico”, lo felicité con voz roncar– miró hacia arriba con la cara aún congestionada, pero perdida de vicio –su boca aún unida a mi polla por varios hilos de babas– pidiéndome sin decirlo que lo volviera a empalar hasta la garganta, cosa que hice gustosamente dos o tres veces más. A aquellas alturas, con la saliva de Alberto chorreando mi rabo, bajando por las pelotas y empapando el asiento de la butaca ya estaba claro que mi antiguo torturador era un mamonazo sumiso de campeonato. Estaba disfrutando como nunca había imaginado teniéndolo completamente a mis órdenes, pero sentía que mi venganza no estaría completa hasta que él supiera a quién estaba complaciendo como el pasivo sumiso que era. Con cuidado, dejé el móvil en la cama, apoyado contra una almohada de forma que enfocara hacia donde dentro de unos segundos iba a estar la cara de Alberto. Quería capturar ese instante. Tener para siempre el trofeo que acreditara que donde las dan las toman y que, al final, lo había puesto en su sitio, de rodillas y mamando. Y poder volver a verlo cada vez que quisiera.

Con las dos manos ya libres, volví a clavarle la polla a Alberto hasta la garganta y, levantándome, lo obligué a ponerse de rodillas. Ahora, yo de pie y con una mano a cada lado de la cabeza de Alberto, comencé a follarle la boca en un mete y saca frenético que de vez en cuando paraba cuando le tenía metida la polla hasta la garganta, de donde no la sacaba hasta que notaba que ya le faltaba el aire, momento en el que volvía a follarle la boca de nuevo sin compasión y sin dejar que recuperara el aliento del todo, mientras sus babas chorreaban desde mis bolas hasta el suelo, poniendo perdida la moqueta.

En aquel momento no era consciente de cuánto tiempo llevábamos así –más tarde miré la grabación del móvil y marcaba cuarenta y siete minutos– pero sentía que si no me corría pronto la polla me iba a reventar. De hecho, todavía hoy no sé cómo logré aguantar tanto sin correrme a pesar de lo cachondo que me había puesto la situación. Supongo que el hecho de estar utilizando a mi antojo a aquel que se había pasado dos años intentando hacerme la vida imposible, algo con lo que –lo reconozco– había fantaseado cada vez que me lo había cruzado a lo largo de los años, activó algún mecanismo que evitó que me vaciara en el instante en que se la metió en la boca. Porque esa era otra. Ni en la mejor de mis fantasías me habría imaginado que mi venganza tendría lugar con un Alberto tan machito y cabrón como siempre, comiéndome el rabo como muy pocos me lo habían comido y tanto o más cachondo que yo.

Casi a punto de correrme, moví una pierna, que chocó contra su polla –circuncidada y algo más larga que la mía, aunque más fina– y que, con cierta sorpresa, descubrí muy dura y bañada en líquido preseminal. Sin pensarlo le solté un “Joder, Alberto, toda la vida yendo de macho alfa abusón y resulta que en realidad eres un perro mamón al que se la pone dura que le taladren la boca hasta la garganta” a la vez que lo separaba de mí y le soltaba la cabeza. Liberado, y bastante confundido al escuchar su nombre –que en ningún momento me había dicho–, miró hacia arriba y, por primera vez, me vio la cara.

“¿Mario?”, preguntó incrédulo. Su cara reflejaba una serie de emociones que jamás pensé que podía ver juntas y menos en alguien como él, desde el desconcierto hasta el miedo, pasando por algo de vergüenza –supongo que por haberse visto desenmascarado por quien había sido su víctima justo en aquello de lo que la acusaba– y no saber cómo actuar. Pero sobre todas ellas seguían reinando el vicio y la lujuria. En ese instante supe que había ganado. Que me había cobrado mi venganza y dejado claro quien mandaba allí. Y que me iba a correr en su boca como hacía años que no me corría.

“¡Calla y sácame la leche!”, le ordené por respuesta y, sin pensárselo, comenzó a chupármela como si llevara meses sin comer y todo lo que deseara en el mundo era alimentarse de mi lefa. Descubierto en su mayor falta y cachondo como nunca, Alberto plantó sus dos manos en mi culo, se metió mi polla en la boca y volvió a mamar como si no hubiera un mañana, dándome un placer en el glande que por momentos hizo que me flaquearan las piernas. “Joder, eres tan buen mamón como cabrón fuiste en el instituto! Ni se te ocurra parar porque voy a correrme en tu boca y te lo vas a tragar todo”, le anuncié. Sin embargo, la advertencia solo sirvió para que aumentase la intensidad de la mamada, centrando la atención de su lengua en aquella parte del glande donde se acumulan más terminales nerviosas. El placer que me estaba proporcionando aquella boca húmeda y cálida y esa lengua experta que tantas veces me había insultado era indescriptible. Parecía actuar como si estuviera pidiendo perdón por tantas humillaciones. A cada segundo que pasaba con la polla recibiendo sus expertas atenciones, la corrida se anunciaba más inminente y de antología.

No sé cuánto tiempo pude aguantar, pero de repente el rabo se me puso más tieso que nunca, los huevos se contrajeron y el capullo empezó a palpitar. “¡Me corro, joder!”, grité mientras mi polla empezaba a expulsar incontables chorros de leche directos a la garganta de Alberto, que pronto no pudo dar abasto a tanta cantidad de semen y este empezó a escurrir por las comisuras de sus labios. Estaba claro que no iba a parar hasta dejarme seco, como había prometido, pero por si acaso le ordené que siguiera mamando hasta limpiarme hasta la última gota, momento en el que, con solo llevarse la mano a su propia polla, comenzó a lanzar trallazos de leche que me golpearon en la pierna mientras gemía de placer como el mamonazo que había demostrado ser.

Exhausto y satisfecho, Alberto volvió a mirarme, esta vez con cara de pedir mi aprobación. “Buen chico”, le dije. Sonrió con esa misma sonrisa de chulito que tantas veces había puesto antes de arremeter contra mí y, sumiso y sin que yo le dijera nada, se agachó a lamer su propia leche, que escurría ya entre mi pierna y mi pie. “Así me gusta, como un perrito bien educado. Buen chico”, fue lo último que le dije, antes de verlo, de nuevo algo temeroso de mi siguiente reacción y seguro que pensando en las consecuencias que podría tener lo que acababa de pasar, recoger su ropa, vestirse y marcharse de la habitación sin decir ni una palabra más, sumido en sus pensamientos.

La mañana siguiente me levanté relajado como nunca, dispuesto a enfrentarme a una interminable lista de preparativos para la fiesta de esa noche. Lo primero era ir con mi hermana al restaurante donde se celebraría el convite a cerrar unos detalles con el encargado. Al llegar a la sala, allí estaba Alberto, como si nada hubiera pasado, vestido con su mono caído y su camiseta imperio, instalando unos focos donde tocarían los músicos y estaría la zona de baile. Cuando saludamos al entrar –un simple hola en general– miró hacia nosotros y, al ver que era yo, agachó la cabeza con un gesto como avergonzado. Tras hablar unos minutos con el dueño del restaurante –en los que noté que no me quitaba ojo mientras trajinaba con sus cables–, al girarnos para marchar, volví a mirarlo y descubrí con enorme satisfacción que marcaba una más que evidente erección debajo del ajustado pantalón del mono azul de trabajo. Le sonreí pensando que iba a tener muchas más ocasiones de cobrarme en forma de mamadas y folladas salvajes todas las humillaciones a las que me había sometido durante mis dos últimos años de instituto.

Y sé que en ese momento él también lo supo. Y que tampoco le disgustaba demasiado ser consciente de que, ahora, quien manda soy yo.
 
Me ha encantado, el tema de machos que luego se comportan como unas zorras es muy morboso.

Yo me encontre en una sauna liberal a un vecino, de esos de gym con tatoos y ademas casado con un pivon, pues me lo encontre mamando polla y claro, me la mamo a mi tambien sin enterarse al principio que era su vecino jaja
 
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