Desperté con la picha erecta, como la mayoría de las mañanas, poco antes de que sonara el despertador. Tenía esa costumbre cuando tenía visita. Desde la puerta, mientras en la habitación comenzaba a entrar la luz del día, observé su cuerpo desnudo tendido sobre la cama: sus pechos turgentes, su piel sonrosada y, sobre todo, su entrepierna, que abierta, se mostraba para mí relajada, apetecible como un bollito dulce.
La noche anterior no habíamos tenido sexo: la fiesta había hecho que bebiéramos demasiado y, finalmente, caímos como troncos en la cama, no sin antes desnudarnos. No llevábamos mucho tiempo saliendo (unas dos semanas), y, pese a ello, todo iba despacio, como si lleváramos saliendo más de un año, sin que ello hiciera que nuestras relaciones no fueran apoteósicas.
Bajé para darme una ducha, justo antes de preparar un café con el que pretendía despertarla, pero ella no tardó mucho en aparecer. Me miró desde la puerta del baño, tocando su entrepierna con una mano y uno de sus pezones con la otra mientras su lengua relamía sus labios. Yo no podía apartar mi mirada de ella, mientras el agua recorría mi cuerpo, que había depilado dos o tres días antes, suponiendo que nuestro encuentro iba a terminar de otra forma distinta a como lo hizo.
Recuerdo que, en esa época, poco antes de habernos conocido, había comenzado a ir al gimnasio de una forma constante: mis pectorales, anchos, mis abdominales, mis brazos, mis hombros… se habían definido lo suficiente para parecer un modelo de ropa interior. En cuanto a las piernas, eran delgadas, y mis glúteos, por muy duros que estuvieran, no eran gran cosa.
Ella se acercó a la ducha y, abriendo la puerta de la mampara, entró en ella conmigo, para comenzar a besarme, mientras yo, agarrándome la polla, le mostraba cómo se me había puesto, después de un descanso pequeño en que no había logrado que se relajara del todo.
Sus labios carnosos sabían cómo excitarme y, tras jugar con mi boca, bajó por mi cuello hasta mis pezones, que coronaban mis pectorales, mientras su mano ocupaba el lugar de la mía en mi pene erecto. Intenté acariciar sus pechos, su chochete… pero ella no me dejaba, tratando que mis manos no se acercaran, por lo que me dejé hacer.
Cogió jabón y, tras cortar el chorro de agua, me enjabonó el pubis y los huevos, para rasurármelos, dejando todo mi sexo pelado (ya me había dejado caer en alguna ocasión que prefería los hombres sin vello) y, tras terminar su misión, que realizó con cuidado, terminó por coger la alcachofa de la ducha para dirigirla directamente sobre mi entrepierna.
Supo cómo mantener mi erección, dejando que los chorros de agua excitaran no sólo mis pelotas, sino la cabeza de mi miembro que, orgullosa, no permitía que la piel que normalmente la cubría la escondiera. Terminó pasando su mano por mi aparato, repasando con la cuchilla los vellos que hubieran podido quedar, y procurando que no quedara jabón.
Así, de rodillas, una vez terminado su trabajo, acercó la punta de mi picha hasta su boca, para introducirla y comenzar a acariciarla con su lengua, mientras sus labios se mantenían a final de la misma. Lo hacía con suavidad, despacio, entreteniéndose en el agujero, del que, seguramente, comenzaba a salir un poco de líquido preseminal, mientras yo, sin saber dónde agarrarme, gemía como nunca, dejándome arrastrar por aquellas sensaciones.
Sabía que aquello no duraría mucho (ambos teníamos que irnos a trabajar), por lo que la certeza de que todo quedaría sin culminar me hacía dejarme llevar como nunca. De hecho, cuando paró, mi mente no podía siquiera reaccionar. Tardé poco en abrir de nuevo el agua y darme la ducha que necesitaba (con agua fría) mientras mi verga erecta ansiaba correrse.
Ella se quedó allí, mirándome, sin permitir que frotara mi miembro, simplemente observando lo mucho que me excitaba.
Salimos de la ducha, yo aún excitado, y, tras secarnos, ella terminó de preparar el café y me lo dio, tratando de controlarlo todo. No sé de dónde sacó la camisa que, puesta sin cerrar del todo, la cubría mientras me lo daba (cosa que me puso todavía más cachondo). Ella, sin desayunar, me tomó de las manos para llevarme a la habitación y vestirme, dejando claro quién llevaba las riendas.
Unos vaqueros y la camisa de cuadros que había llevado en su tarea en la cocina, fueron las únicas prendas que eligió para aquel día, mientras me dejaba claro que esa misma tarde terminaríamos todo lo que habíamos comenzado esa mañana. Tuvo que acomodarme la polla en los vaqueros que seguía dura aún para cerrarlos con cuidado.
Mientras salía hasta el coche, mi pene seguía orgulloso, recordando, anticipando lo que vendría aquella tarde, excitado por el roce de su piel con el vaquero. Ella, sin taparse, miraba desde la ventana, sin que yo pudiera mirarla directamente, pero sin alejarse de mi punto de mira.
La conducción hasta la oficina, sin ropa interior, no fue nada cómoda, sobre todo al no terminar la polla de relajarse. La vergüenza de pensar que todos notarían mi excitación en el trabajo se iba apoderando de mi, pese a saber que en la guantera tenía ropa interior y que, sin problema, me la podría poner al llegar al trabajo.
Los baños no distinguían género, pero disponían de cabinas que permitían la privacidad necesaria para que pudiera terminar de vestirme y pasar la jornada de la mejor forma posible. No obstante, una vez puesta la ropa y comenzado el trabajo, no paraba de empalmarme, lo que hacía que, además, mi cara se pusiera colorada. La ropa interior que me acababa de poner me estaba algo holguera, y eso hacía que la excitación fuera más evidente.
Marta, una compañera algo mayor que yo con la que había tenido un rollete hacía unos años, sabía bien lo que pasaba. Se acercó a mi y, susurrando, procurando que nadie más se enterara, me hizo su típico comentario:
- Sí que estás cachondo está mañana, chavalín.
Traté de no separar mis piernas, con el fin de que no viera que me empalmaba, así que ella, tras guiñarme un ojo cómplice, se marchó, justo en el momento en que mi chica me enviaba por whatsapp una dirección:
“Nos vemos allí en cuanto salgas”.
La noche anterior no habíamos tenido sexo: la fiesta había hecho que bebiéramos demasiado y, finalmente, caímos como troncos en la cama, no sin antes desnudarnos. No llevábamos mucho tiempo saliendo (unas dos semanas), y, pese a ello, todo iba despacio, como si lleváramos saliendo más de un año, sin que ello hiciera que nuestras relaciones no fueran apoteósicas.
Bajé para darme una ducha, justo antes de preparar un café con el que pretendía despertarla, pero ella no tardó mucho en aparecer. Me miró desde la puerta del baño, tocando su entrepierna con una mano y uno de sus pezones con la otra mientras su lengua relamía sus labios. Yo no podía apartar mi mirada de ella, mientras el agua recorría mi cuerpo, que había depilado dos o tres días antes, suponiendo que nuestro encuentro iba a terminar de otra forma distinta a como lo hizo.
Recuerdo que, en esa época, poco antes de habernos conocido, había comenzado a ir al gimnasio de una forma constante: mis pectorales, anchos, mis abdominales, mis brazos, mis hombros… se habían definido lo suficiente para parecer un modelo de ropa interior. En cuanto a las piernas, eran delgadas, y mis glúteos, por muy duros que estuvieran, no eran gran cosa.
Ella se acercó a la ducha y, abriendo la puerta de la mampara, entró en ella conmigo, para comenzar a besarme, mientras yo, agarrándome la polla, le mostraba cómo se me había puesto, después de un descanso pequeño en que no había logrado que se relajara del todo.
Sus labios carnosos sabían cómo excitarme y, tras jugar con mi boca, bajó por mi cuello hasta mis pezones, que coronaban mis pectorales, mientras su mano ocupaba el lugar de la mía en mi pene erecto. Intenté acariciar sus pechos, su chochete… pero ella no me dejaba, tratando que mis manos no se acercaran, por lo que me dejé hacer.
Cogió jabón y, tras cortar el chorro de agua, me enjabonó el pubis y los huevos, para rasurármelos, dejando todo mi sexo pelado (ya me había dejado caer en alguna ocasión que prefería los hombres sin vello) y, tras terminar su misión, que realizó con cuidado, terminó por coger la alcachofa de la ducha para dirigirla directamente sobre mi entrepierna.
Supo cómo mantener mi erección, dejando que los chorros de agua excitaran no sólo mis pelotas, sino la cabeza de mi miembro que, orgullosa, no permitía que la piel que normalmente la cubría la escondiera. Terminó pasando su mano por mi aparato, repasando con la cuchilla los vellos que hubieran podido quedar, y procurando que no quedara jabón.
Así, de rodillas, una vez terminado su trabajo, acercó la punta de mi picha hasta su boca, para introducirla y comenzar a acariciarla con su lengua, mientras sus labios se mantenían a final de la misma. Lo hacía con suavidad, despacio, entreteniéndose en el agujero, del que, seguramente, comenzaba a salir un poco de líquido preseminal, mientras yo, sin saber dónde agarrarme, gemía como nunca, dejándome arrastrar por aquellas sensaciones.
Sabía que aquello no duraría mucho (ambos teníamos que irnos a trabajar), por lo que la certeza de que todo quedaría sin culminar me hacía dejarme llevar como nunca. De hecho, cuando paró, mi mente no podía siquiera reaccionar. Tardé poco en abrir de nuevo el agua y darme la ducha que necesitaba (con agua fría) mientras mi verga erecta ansiaba correrse.
Ella se quedó allí, mirándome, sin permitir que frotara mi miembro, simplemente observando lo mucho que me excitaba.
Salimos de la ducha, yo aún excitado, y, tras secarnos, ella terminó de preparar el café y me lo dio, tratando de controlarlo todo. No sé de dónde sacó la camisa que, puesta sin cerrar del todo, la cubría mientras me lo daba (cosa que me puso todavía más cachondo). Ella, sin desayunar, me tomó de las manos para llevarme a la habitación y vestirme, dejando claro quién llevaba las riendas.
Unos vaqueros y la camisa de cuadros que había llevado en su tarea en la cocina, fueron las únicas prendas que eligió para aquel día, mientras me dejaba claro que esa misma tarde terminaríamos todo lo que habíamos comenzado esa mañana. Tuvo que acomodarme la polla en los vaqueros que seguía dura aún para cerrarlos con cuidado.
Mientras salía hasta el coche, mi pene seguía orgulloso, recordando, anticipando lo que vendría aquella tarde, excitado por el roce de su piel con el vaquero. Ella, sin taparse, miraba desde la ventana, sin que yo pudiera mirarla directamente, pero sin alejarse de mi punto de mira.
La conducción hasta la oficina, sin ropa interior, no fue nada cómoda, sobre todo al no terminar la polla de relajarse. La vergüenza de pensar que todos notarían mi excitación en el trabajo se iba apoderando de mi, pese a saber que en la guantera tenía ropa interior y que, sin problema, me la podría poner al llegar al trabajo.
Los baños no distinguían género, pero disponían de cabinas que permitían la privacidad necesaria para que pudiera terminar de vestirme y pasar la jornada de la mejor forma posible. No obstante, una vez puesta la ropa y comenzado el trabajo, no paraba de empalmarme, lo que hacía que, además, mi cara se pusiera colorada. La ropa interior que me acababa de poner me estaba algo holguera, y eso hacía que la excitación fuera más evidente.
Marta, una compañera algo mayor que yo con la que había tenido un rollete hacía unos años, sabía bien lo que pasaba. Se acercó a mi y, susurrando, procurando que nadie más se enterara, me hizo su típico comentario:
- Sí que estás cachondo está mañana, chavalín.
Traté de no separar mis piernas, con el fin de que no viera que me empalmaba, así que ella, tras guiñarme un ojo cómplice, se marchó, justo en el momento en que mi chica me enviaba por whatsapp una dirección:
“Nos vemos allí en cuanto salgas”.