Tras un nuevo desengaño amoroso bastante tortuoso, habiendo perdido a mis padres ya y con una treintena larga a mis espaldas, tuve que cambiar de vida, empezar de nuevo lejos de todo lo que conocía. Así, sola, me negué a dejarme vencer y pronto conseguí un trabajo alejado de mis anteriores logros profesionales, pero con la idea de no perder mis sueños del todo. Fue entonces cuando los conocí.
Eran dos hombres de unos cincuenta años, los dos altos y bastante atractivos, pero distintos entre sí. Al principio, cuando venían al bar, no me fijé mucho en ellos, aunque su educación y respeto por mi trabajo les destacaron pronto de entre el resto de clientes.
Pepe era el más guapo de los dos, con diferencia. Era también el más delgado y lucía una barba bastante arreglada, con ciertas canas ya, que enmarcaba una sonrisa franca, a cuyos lados dos hoyuelos le convertían en un ser bastante atractivo. Se notaba que le gustaba vestir bien, aunque a veces su atuendo era demasiado llamativo. Eso sí, siempre ajustaba sus camisas a su cuerpo, a pesar de una incipiente barriguita. Y sus pantalones dejaban notar un bonito trasero.
Federico tenía ya todo el pelo blanco y era algo más alto. Su forma de vestir, siempre cuidada, era mucho más clásica que la del otro, eso sí, parecía más descuidado a la hora de vestirse, o puede que la barriga (que era bastante redondita) no le posibilitara que los faldones de las camisas estuvieran en su sitio. Los ademanes, no obstante, eran de un caballero, mucho más discreto que Pepe, más elegante.
Los dos trabajaban en una oficina cercana, en puestos de responsabilidad, incluso diría que Federico subordinado al otro, pero se notaba que, en la oficina, a pesar de que se respiraba un buen ambiente, ellos no se relacionaban de la misma forma con sus compañeros. Poco a poco, fueron tratándome con más confianza, tanta que, con el tiempo llegaron a convertirse en confidentes de algunas de mis cosillas, e incluso resolvieron algunos de los problemas que yo tenía.
Sus mujeres también aparecieron alguna vez por el bar, incluso alguna noche vinieron todos a tomar algo. Fue una de esas noches cuando retomé uno de los sueños de mi vida y comencé a hacer los planes oportunos. Me di cuenta de que, una vez tomada la decisión de hacerles partícipes de mis planes todo cambiaría, y aquello me daba realmente miedo.
Tardé en perfeccionar mi plan unos meses y en atreverme a plantearlo otros tantos, pero era tal la comedura de cabeza, que tuve que hacerlo.
Aquel día, tras haber compartido confidencias y haber llegado a convertirlas, a ellas también, en amigas, las llamé, sólo a ellas, para charlar, lejos del bar. Ellas notaron mi preocupación, así que intentaba no retrasar en exceso mi petición, mientras mi boca iba intentando explicar causas, motivos, experiencias pasadas, con el fin de que comprendieran que lo que iba a pedirles lo hacía sin maldad. Creo que lo solté en un momento en el que realmente no quería decirlo, que no era realmente consciente de las palabras que había lanzado, al darme cuenta de que las dos me miraban perplejas.
-Vamos, que te quieres zumbar a nuestros maridos con la excusa de quedarte embarazada.
Aquella mujer estaba resumiendo en muy pocas palabras la petición que durante más de media hora estaba rondando mi cabeza, eso sí, dándole una connotación bastante fea.
-Quiero tener un hijo, y creo que cualquiera de vuestros maridos puede ser un buen candidato, sí. Sé que sería más lógico ir a una clínica, pedir el semen, pero no dispongo de dinero para una inseminación (aunque si así lo queréis haré todo lo posible para lograrlo).
Mi mirada quedó clavada en la de la mujer de Pepe, baja y con cara de pocos amigos habitualmente, que había sido la que anteriormente había hablado, mientras que la de Federico, bajando la mirada al café, intentaba asimilar todo lo que yo había comentado.
Ellas siguieron haciendo alguna que otra pregunta, sobre todo el cómo, que aún no estaba decidido, y fui reconduciendo la conversación hasta que quedé convencida de que todo lo que quería transmitirles lo habían entendido.
“No voy a negar que vuestros maridos son atractivos, pero no me mueve el afán de tener sexo. Sólo veo a dos hombres maravillosos, con cualidades personales que me gustaría que tuviera mi hijo. Por ejemplo, fíjate en las hijas de Federico, son igual de respetuosas que su padre, y tus hijos –dije mirando a la otra mujer- son también estupendos.
No tengo edad para volver a enamorarme, ni edad ni ganas -dije continuando con mi exposición-, y, desgraciadamente, tampoco tengo dinero para irme a un banco de semen, no, al menos, antes de que mi cuerpo deje de ser fértil.
Pensadlo y, si queréis, se lo contáis a vuestros maridos. Si tomáis otra decisión no tendré problemas en alejarme.”
Aquella misma noche la pasé sin pegar ojo, pensando en qué habrían resuelto, lo que al día siguiente no hizo más que esperara que por la puerta del bar apareciera uno u otro, pero no fue así. Lo tuve entonces muy claro, ellas habían hablado con ellos y todo había acabado.
Fue una semana más tarde cuando tuve noticias de ellos. Los cuatro se presentaron en mi casa a media tarde, sin avisar. Todos estaban nerviosos, pero quizá ellos más que ellas, que, por lo que me contaron, se conmovieron con mi historia y habían dejado que ellos tomaran la decisión, aunque, perplejos, no habían creído en realidad sus palabras y venían con la idea de que yo las confirmara o desmintiera, según me contaron más tarde.
Hablé con ellos con la misma confianza y claridad que lo había hecho con ellas casi una semana antes.
Pepe fue quien empezó a hablar, aunque en un principio, no sé si debido a que no había creído a su mujer o a lo disparatado aparentemente de mi petición, no encontraba con claridad las palabras.
-Nos halaga, creo –dijo buscando la aprobación de Federico que perdía la mirada ante la situación en cualquier punto de la casa-, tu petición, sobre todo debido a que te hayas fijado en nuestras cualidades personales, pero es algo que tenemos que valorar con tiempo y tranquilamente.
Yo hice ver que comprendía su observación mientras observaba con atención cómo sus pezones, cubiertos por la finísima tela de la camisa de entretiempo que llevaba, se le marcaban con orgullo, haciendo creer que tenía la mirada perdida ante sus palabras. La verdad es que se hacían notar en cualquier época del año, pero las buenas temperaturas de aquellos días me habían dejado recordar lo prietos y gruesos que los tenía, incluso había imaginado su color en algún sueño húmedo que, por supuesto, no reconocería delante de sus mujeres.
Mientras tanto el silencio nos acompañaba. Mi cabeza intentaba escudriñar lo que cada uno de ellos estaba pensando, aunque los pensamientos de la menuda mujer de Pepe estaban claros: se encontraba entre la idea de ayudarme, por la lástima que mi discurso había hecho crecer, y el enfado de pensar que su marido pudiera querer ayudarme y por lo tanto tener que dejármelo para tales fines.
Les acompañé a la puerta cuando se marcharon y, al cerrarla, unas lágrimas silenciosas salieron de mis ojos, sabiendo que todo había cambiado para siempre.
No pude disimular cuando abrí la puerta de nuevo a Federico, que había dejado olvidadas las llaves del coche. Se notaba que se encontraba incómodo con toda la situación, pero a pesar de ello, como buen caballero que era procuró calmarme. Eso sí, alguien frío nunca me hubiera dejado hundirme en su pecho con un abrazo, tal como hizo él, para que pudiera notar que el cuerpo que me rodeaba era más fuerte de lo que había imaginado, que su corazón latía sereno y con fuerza o que tenía un olor totalmente masculino.
-Por mi parte hubiera sido todo más fácil –me dijo antes de despedirse con un beso paternal en mi frente-. Lo malo es que ahora debemos consultarlo. Al menos no tendremos que mentir si…
Yo le tapé la boca con mi mano haciéndole ver que no quería escuchar nada más y él, con la cabeza baja (no sé si por su altura) volvió a entrar en el ascensor.
Eran dos hombres de unos cincuenta años, los dos altos y bastante atractivos, pero distintos entre sí. Al principio, cuando venían al bar, no me fijé mucho en ellos, aunque su educación y respeto por mi trabajo les destacaron pronto de entre el resto de clientes.
Pepe era el más guapo de los dos, con diferencia. Era también el más delgado y lucía una barba bastante arreglada, con ciertas canas ya, que enmarcaba una sonrisa franca, a cuyos lados dos hoyuelos le convertían en un ser bastante atractivo. Se notaba que le gustaba vestir bien, aunque a veces su atuendo era demasiado llamativo. Eso sí, siempre ajustaba sus camisas a su cuerpo, a pesar de una incipiente barriguita. Y sus pantalones dejaban notar un bonito trasero.
Federico tenía ya todo el pelo blanco y era algo más alto. Su forma de vestir, siempre cuidada, era mucho más clásica que la del otro, eso sí, parecía más descuidado a la hora de vestirse, o puede que la barriga (que era bastante redondita) no le posibilitara que los faldones de las camisas estuvieran en su sitio. Los ademanes, no obstante, eran de un caballero, mucho más discreto que Pepe, más elegante.
Los dos trabajaban en una oficina cercana, en puestos de responsabilidad, incluso diría que Federico subordinado al otro, pero se notaba que, en la oficina, a pesar de que se respiraba un buen ambiente, ellos no se relacionaban de la misma forma con sus compañeros. Poco a poco, fueron tratándome con más confianza, tanta que, con el tiempo llegaron a convertirse en confidentes de algunas de mis cosillas, e incluso resolvieron algunos de los problemas que yo tenía.
Sus mujeres también aparecieron alguna vez por el bar, incluso alguna noche vinieron todos a tomar algo. Fue una de esas noches cuando retomé uno de los sueños de mi vida y comencé a hacer los planes oportunos. Me di cuenta de que, una vez tomada la decisión de hacerles partícipes de mis planes todo cambiaría, y aquello me daba realmente miedo.
Tardé en perfeccionar mi plan unos meses y en atreverme a plantearlo otros tantos, pero era tal la comedura de cabeza, que tuve que hacerlo.
Aquel día, tras haber compartido confidencias y haber llegado a convertirlas, a ellas también, en amigas, las llamé, sólo a ellas, para charlar, lejos del bar. Ellas notaron mi preocupación, así que intentaba no retrasar en exceso mi petición, mientras mi boca iba intentando explicar causas, motivos, experiencias pasadas, con el fin de que comprendieran que lo que iba a pedirles lo hacía sin maldad. Creo que lo solté en un momento en el que realmente no quería decirlo, que no era realmente consciente de las palabras que había lanzado, al darme cuenta de que las dos me miraban perplejas.
-Vamos, que te quieres zumbar a nuestros maridos con la excusa de quedarte embarazada.
Aquella mujer estaba resumiendo en muy pocas palabras la petición que durante más de media hora estaba rondando mi cabeza, eso sí, dándole una connotación bastante fea.
-Quiero tener un hijo, y creo que cualquiera de vuestros maridos puede ser un buen candidato, sí. Sé que sería más lógico ir a una clínica, pedir el semen, pero no dispongo de dinero para una inseminación (aunque si así lo queréis haré todo lo posible para lograrlo).
Mi mirada quedó clavada en la de la mujer de Pepe, baja y con cara de pocos amigos habitualmente, que había sido la que anteriormente había hablado, mientras que la de Federico, bajando la mirada al café, intentaba asimilar todo lo que yo había comentado.
Ellas siguieron haciendo alguna que otra pregunta, sobre todo el cómo, que aún no estaba decidido, y fui reconduciendo la conversación hasta que quedé convencida de que todo lo que quería transmitirles lo habían entendido.
“No voy a negar que vuestros maridos son atractivos, pero no me mueve el afán de tener sexo. Sólo veo a dos hombres maravillosos, con cualidades personales que me gustaría que tuviera mi hijo. Por ejemplo, fíjate en las hijas de Federico, son igual de respetuosas que su padre, y tus hijos –dije mirando a la otra mujer- son también estupendos.
No tengo edad para volver a enamorarme, ni edad ni ganas -dije continuando con mi exposición-, y, desgraciadamente, tampoco tengo dinero para irme a un banco de semen, no, al menos, antes de que mi cuerpo deje de ser fértil.
Pensadlo y, si queréis, se lo contáis a vuestros maridos. Si tomáis otra decisión no tendré problemas en alejarme.”
Aquella misma noche la pasé sin pegar ojo, pensando en qué habrían resuelto, lo que al día siguiente no hizo más que esperara que por la puerta del bar apareciera uno u otro, pero no fue así. Lo tuve entonces muy claro, ellas habían hablado con ellos y todo había acabado.
Fue una semana más tarde cuando tuve noticias de ellos. Los cuatro se presentaron en mi casa a media tarde, sin avisar. Todos estaban nerviosos, pero quizá ellos más que ellas, que, por lo que me contaron, se conmovieron con mi historia y habían dejado que ellos tomaran la decisión, aunque, perplejos, no habían creído en realidad sus palabras y venían con la idea de que yo las confirmara o desmintiera, según me contaron más tarde.
Hablé con ellos con la misma confianza y claridad que lo había hecho con ellas casi una semana antes.
Pepe fue quien empezó a hablar, aunque en un principio, no sé si debido a que no había creído a su mujer o a lo disparatado aparentemente de mi petición, no encontraba con claridad las palabras.
-Nos halaga, creo –dijo buscando la aprobación de Federico que perdía la mirada ante la situación en cualquier punto de la casa-, tu petición, sobre todo debido a que te hayas fijado en nuestras cualidades personales, pero es algo que tenemos que valorar con tiempo y tranquilamente.
Yo hice ver que comprendía su observación mientras observaba con atención cómo sus pezones, cubiertos por la finísima tela de la camisa de entretiempo que llevaba, se le marcaban con orgullo, haciendo creer que tenía la mirada perdida ante sus palabras. La verdad es que se hacían notar en cualquier época del año, pero las buenas temperaturas de aquellos días me habían dejado recordar lo prietos y gruesos que los tenía, incluso había imaginado su color en algún sueño húmedo que, por supuesto, no reconocería delante de sus mujeres.
Mientras tanto el silencio nos acompañaba. Mi cabeza intentaba escudriñar lo que cada uno de ellos estaba pensando, aunque los pensamientos de la menuda mujer de Pepe estaban claros: se encontraba entre la idea de ayudarme, por la lástima que mi discurso había hecho crecer, y el enfado de pensar que su marido pudiera querer ayudarme y por lo tanto tener que dejármelo para tales fines.
Les acompañé a la puerta cuando se marcharon y, al cerrarla, unas lágrimas silenciosas salieron de mis ojos, sabiendo que todo había cambiado para siempre.
No pude disimular cuando abrí la puerta de nuevo a Federico, que había dejado olvidadas las llaves del coche. Se notaba que se encontraba incómodo con toda la situación, pero a pesar de ello, como buen caballero que era procuró calmarme. Eso sí, alguien frío nunca me hubiera dejado hundirme en su pecho con un abrazo, tal como hizo él, para que pudiera notar que el cuerpo que me rodeaba era más fuerte de lo que había imaginado, que su corazón latía sereno y con fuerza o que tenía un olor totalmente masculino.
-Por mi parte hubiera sido todo más fácil –me dijo antes de despedirse con un beso paternal en mi frente-. Lo malo es que ahora debemos consultarlo. Al menos no tendremos que mentir si…
Yo le tapé la boca con mi mano haciéndole ver que no quería escuchar nada más y él, con la cabeza baja (no sé si por su altura) volvió a entrar en el ascensor.