Después de meditarlo un tiempo, me he dado cuenta de que no hay nada que me excite más que rememorar mis propias experiencias sexuales. Creo que he tenido una vida sexual normal. Con épocas de altibajos. Algún polvo que preferiría borrar (no son muchos, por suerte); unos cuantos que se disfrutaron en su momento, pero no tuvieron nada especial y un puñado de polvos gloriosos, que son los que creo que merecería la pena compartir. No llegan a la veintena. Son historias reales que, como mucho, podría adornar para mayor disfrute del lector. En algunos casos, me dejaron huella por rocambolescas e inesperadas y en otros, mi deseo por las protagonistas era enorme y, lo que parecía imposible, acabó sucediendo. En mis historias, hay mujeres primerizas, mujeres experimentadas, amigas, alguna madre que duplicaba mi edad y, sobre todo, tetas de tamaños generosos. Es lo que más me llama la atención así que tiene sentido que la mayoría de mis mejores experiencias incluyan peras, manzanas, cocos y melones.
Esta historia tiene como protagonista a Lucy y nuestro primer polvo a los treinta. Lucy estuvo detrás de mi bastante tiempo. Me caía bien, pero era fea. No excesivamente fea, pero no es la chica que te llama la atención a primera vista. Irónicamente, cuando consiguió lo que se proponía empecé a ser yo el interesado. Quedamos varias veces, pero ninguna como la primera. Aquella en la que descubrí cuánto ganaba desnuda. Desde ese día, dejó de parecerme fea.
Lucy vino a visitarme un domingo de resaca. Hacía tiempo que era evidente que tenía interés en mí, y ese día cedí. Pasó la noche anterior escribiéndome, tirando la caña sin discreción. El alcohol facilitó considerablemente que le siguiera el juego. En tiempos de tormenta, casi todo puerto bueno. Sin embargo, estábamos de fiesta en localidades diferentes, por lo que no hubo posibilidad de ir a más. Pero como me mostré receptivo, no pensaba rendirse tan fácilmente. A mediodía volvió a escribirme para informarme de que iba a coger el coche después de comer y estaría aquí a media tarde. No estaba entusiasmado con la idea, pero tampoco opuse resistencia. Cumplió como un reloj suizo. A la hora de la merienda estaba llamando al portero automático. Le enseñé las diferentes habitaciones de la casa y al llegar al dormitorio principal, se me lanzó. Se notaba que estaba cachonda, que llevaba tiempo esperando esto. Quise aprovechar la situación y le propuse un juego:
—Si quieres que te la meta, tienes que ganártelo.
No dudó ni un segundo. Se arrodilló y me atrajo hasta colocarme en la esquina de la cama. Empezó a acariciarme la entrepierna por encima del pantalón, con una suavidad que me puso en alerta.
—Hay que despertarlo primero —le susurré con una sonrisa.
Y entonces, se desnudó de cintura para arriba. Me quedé obnubilado. Lucy siempre llevaba ropa holgada, y jamás me habría imaginado que escondía semejante tesoro bajo la tela. Era pequeña y delgada, sí, pero sus tetas eran perfectas: del tamaño de una manzana, redondas y firmes, con unos pezones oscuros y proporcionados que parecían pedir ser devorados. La erección fue instantánea. Lucy notó mi reacción y la tomó como un reto. Se lanzó sin previo aviso y se la metió en la boca, lubricándola con dedicación antes de deslizar su pecho entre mi dureza. Me hizo una cubana increíble. Estuve así, en la auténtica gloria, durante al menos diez o quince minutos, hasta que tuve que detenerla para no correrme demasiado pronto. Entonces, se terminó de desnudar y me ayudó a quitarme la ropa también, no sin antes darme un par de chupadas más. Se sentó a horcajadas sobre mí y, con una picardía que ya me resultaba natural en ella, preguntó:
—¿Tienes condones? Si no, yo tengo en el bolso...
Pero yo siempre he sido muy agradecido. Lucy se lo había ganado. Así que la tumbé y, disimuladamente, como si fuera a colocarme el preservativo, empecé a descender con mi lengua por su vientre hasta llegar a su entrepierna. No había visto nunca un coño tan mojado. Comencé a comérselo, y Lucy empezó a hiperventilar. Resoplaba y gemía bajito, como si intentara contenerse. Cada vez que metía mi lengua dentro, soltaba alguna palabrota entre jadeos. Me agarró las manos y las llevó hasta sus tetas. A esas tetazas. Apenas les había dedicado tiempo, y era imperdonable. Aunque ella estaba tumbada, sus pechos desafiaban la gravedad y se mantenían erguidos, firmes, irresistibles. Los agarré y pellizqué mientras seguía lamiéndola. Lucy gemía más fuerte, su cuerpo temblaba debajo de mí. Un minuto después, gimió con intensidad y se corrió con mi cabeza entre sus piernas.
Sus muslos temblaban al terminar.
—Dame un momento... —susurró, tratando de recuperar el aliento.
Me tumbé a su lado, dándole el tiempo que necesitaba. Se giró hacia mí y me besó, con suavidad, con agradecimiento.
—Pero que esta no se duerma ahora... —susurró divertida, envolviendo mi erección con su mano.
Comenzó a pajearme lentamente y, con una sonrisa traviesa, volvió a bajar, envolviéndome con su boca. Si antes me había sorprendido con su pecho, ahora me dejó sin palabras. Lucy sabía lo que hacía. Variaba el ritmo, jugaba con la lengua, se ocupaba de mis huevos de vez en cuando... No podía metérsela entera, su boca era pequeña, pero compensaba con maestría. Intentó engullirla por completo, pero le fue imposible. Bromeando, le dije:
—Ni que yo fuera un superdotado.
Entonces, me miró con picardía, cogió mi falo y lo deslizó lentamente por sus labios antes de decir:
—Larga no es... pero sí bastante gorda.
Me reí, pero la risa se me cortó cuando volvió a chuparla con intensidad.
—Ahora sí —murmuré— ahora quiero follarte.
La tumbé y me coloqué sobre ella. Nos posicionamos en el clásico misionero, pero antes de metérsela, jugué un poco. Hacía amagos de penetrarla, solo para desviar mi movimiento en el último momento. Lucy se desesperaba.
—Joder... —soltó, moviendo las caderas para intentar atraparme.
Sonreí y me entretuve un poco más con sus tetas. Sus pezones estaban completamente erectos.
—Qué callado te lo tenías... —susurré contra su piel.
Lucy sonrió con orgullo.
—¿Te gustan?
—¿Cómo no me van a gustar? Ya sabes lo que tienes...
Se mordió el labio.
—Sí... Sé que son mi mejor arma.
Y justo cuando parecía distraída, se la metí de golpe. Despacito, con firmeza, hasta el fondo. Me quedé quieto dentro de ella, sintiendo cómo su coño apretaba con fuerza.
Lucy soltó un jadeo de alivio.
—Por fin... Qué ganas tenía.
Comencé un mete y saca lento, aumentando el ritmo poco a poco. Cuando me cansé de esa posición, le pedí un cambio. Lucy, sin perder el tiempo, giró sobre mí y nos colocamos en la postura inversa: la amazona. Pero entonces, se incorporó y me regaló una cabalgada hipnótica. Sus tetas rebotaban, y cuando el ritmo se volvió más intenso, incluso hacían ruido al chocar: plof, plof, plof. Era una visión demasiado hermosa como para interrumpirla. Cuando ella se cansó, con la confianza que ya teníamos, le propuse que se pusiera a cuatro patas.
—Me encanta que me embistan por detrás —susurró.
Y eso hice. Le di con ganas, sujetándola por la cintura. Tenía un culo precioso, pero apenas me fijé en él. Mi atención estaba en el movimiento de sus pechos, en cómo rebotaban al ritmo de mis embestidas. Y entonces, lo noté. El condón se rompió. Me detuve en seco. Lucy tardó un segundo en darse cuenta. Cuando lo hizo, lanzó un juramento. Nos tumbamos de lado, en posición de cucharita, y mientras ella recuperaba el aliento, yo deslizaba mi erección por su entrepierna, sin penetrarla, mientras seguía amasando sus pechos.
—Se ha roto en el peor momento —murmuré.
—No te preocupes —susurró, con voz sensual—. Yo ya me he venido varias veces... Solo falta que termines tú. No gastes otro condón para eso...
La miré, confundido.
—¿Entonces...?
Sonrió con picardía.
—Si quieres... puedes acabar en mis amigas.
Y agarró sus pechos, presionándolos juntos. No hizo falta más. Se inclinó y me regaló otra cubana, aumentando el ritmo hasta que no pude aguantar más.
Apunté a su canalillo y me corrí con intensidad. Sentí un leve dolor en los huevos al descargar, por la cantidad de semen que expulsé. Lucy, divertida, se miró el pecho y soltó una carcajada.
—Madre mía... —dijo, con una sonrisa pícara.
Y yo solo pude pensar en lo afortunado que era.
Esta historia tiene como protagonista a Lucy y nuestro primer polvo a los treinta. Lucy estuvo detrás de mi bastante tiempo. Me caía bien, pero era fea. No excesivamente fea, pero no es la chica que te llama la atención a primera vista. Irónicamente, cuando consiguió lo que se proponía empecé a ser yo el interesado. Quedamos varias veces, pero ninguna como la primera. Aquella en la que descubrí cuánto ganaba desnuda. Desde ese día, dejó de parecerme fea.
Lucy vino a visitarme un domingo de resaca. Hacía tiempo que era evidente que tenía interés en mí, y ese día cedí. Pasó la noche anterior escribiéndome, tirando la caña sin discreción. El alcohol facilitó considerablemente que le siguiera el juego. En tiempos de tormenta, casi todo puerto bueno. Sin embargo, estábamos de fiesta en localidades diferentes, por lo que no hubo posibilidad de ir a más. Pero como me mostré receptivo, no pensaba rendirse tan fácilmente. A mediodía volvió a escribirme para informarme de que iba a coger el coche después de comer y estaría aquí a media tarde. No estaba entusiasmado con la idea, pero tampoco opuse resistencia. Cumplió como un reloj suizo. A la hora de la merienda estaba llamando al portero automático. Le enseñé las diferentes habitaciones de la casa y al llegar al dormitorio principal, se me lanzó. Se notaba que estaba cachonda, que llevaba tiempo esperando esto. Quise aprovechar la situación y le propuse un juego:
—Si quieres que te la meta, tienes que ganártelo.
No dudó ni un segundo. Se arrodilló y me atrajo hasta colocarme en la esquina de la cama. Empezó a acariciarme la entrepierna por encima del pantalón, con una suavidad que me puso en alerta.
—Hay que despertarlo primero —le susurré con una sonrisa.
Y entonces, se desnudó de cintura para arriba. Me quedé obnubilado. Lucy siempre llevaba ropa holgada, y jamás me habría imaginado que escondía semejante tesoro bajo la tela. Era pequeña y delgada, sí, pero sus tetas eran perfectas: del tamaño de una manzana, redondas y firmes, con unos pezones oscuros y proporcionados que parecían pedir ser devorados. La erección fue instantánea. Lucy notó mi reacción y la tomó como un reto. Se lanzó sin previo aviso y se la metió en la boca, lubricándola con dedicación antes de deslizar su pecho entre mi dureza. Me hizo una cubana increíble. Estuve así, en la auténtica gloria, durante al menos diez o quince minutos, hasta que tuve que detenerla para no correrme demasiado pronto. Entonces, se terminó de desnudar y me ayudó a quitarme la ropa también, no sin antes darme un par de chupadas más. Se sentó a horcajadas sobre mí y, con una picardía que ya me resultaba natural en ella, preguntó:
—¿Tienes condones? Si no, yo tengo en el bolso...
Pero yo siempre he sido muy agradecido. Lucy se lo había ganado. Así que la tumbé y, disimuladamente, como si fuera a colocarme el preservativo, empecé a descender con mi lengua por su vientre hasta llegar a su entrepierna. No había visto nunca un coño tan mojado. Comencé a comérselo, y Lucy empezó a hiperventilar. Resoplaba y gemía bajito, como si intentara contenerse. Cada vez que metía mi lengua dentro, soltaba alguna palabrota entre jadeos. Me agarró las manos y las llevó hasta sus tetas. A esas tetazas. Apenas les había dedicado tiempo, y era imperdonable. Aunque ella estaba tumbada, sus pechos desafiaban la gravedad y se mantenían erguidos, firmes, irresistibles. Los agarré y pellizqué mientras seguía lamiéndola. Lucy gemía más fuerte, su cuerpo temblaba debajo de mí. Un minuto después, gimió con intensidad y se corrió con mi cabeza entre sus piernas.
Sus muslos temblaban al terminar.
—Dame un momento... —susurró, tratando de recuperar el aliento.
Me tumbé a su lado, dándole el tiempo que necesitaba. Se giró hacia mí y me besó, con suavidad, con agradecimiento.
—Pero que esta no se duerma ahora... —susurró divertida, envolviendo mi erección con su mano.
Comenzó a pajearme lentamente y, con una sonrisa traviesa, volvió a bajar, envolviéndome con su boca. Si antes me había sorprendido con su pecho, ahora me dejó sin palabras. Lucy sabía lo que hacía. Variaba el ritmo, jugaba con la lengua, se ocupaba de mis huevos de vez en cuando... No podía metérsela entera, su boca era pequeña, pero compensaba con maestría. Intentó engullirla por completo, pero le fue imposible. Bromeando, le dije:
—Ni que yo fuera un superdotado.
Entonces, me miró con picardía, cogió mi falo y lo deslizó lentamente por sus labios antes de decir:
—Larga no es... pero sí bastante gorda.
Me reí, pero la risa se me cortó cuando volvió a chuparla con intensidad.
—Ahora sí —murmuré— ahora quiero follarte.
La tumbé y me coloqué sobre ella. Nos posicionamos en el clásico misionero, pero antes de metérsela, jugué un poco. Hacía amagos de penetrarla, solo para desviar mi movimiento en el último momento. Lucy se desesperaba.
—Joder... —soltó, moviendo las caderas para intentar atraparme.
Sonreí y me entretuve un poco más con sus tetas. Sus pezones estaban completamente erectos.
—Qué callado te lo tenías... —susurré contra su piel.
Lucy sonrió con orgullo.
—¿Te gustan?
—¿Cómo no me van a gustar? Ya sabes lo que tienes...
Se mordió el labio.
—Sí... Sé que son mi mejor arma.
Y justo cuando parecía distraída, se la metí de golpe. Despacito, con firmeza, hasta el fondo. Me quedé quieto dentro de ella, sintiendo cómo su coño apretaba con fuerza.
Lucy soltó un jadeo de alivio.
—Por fin... Qué ganas tenía.
Comencé un mete y saca lento, aumentando el ritmo poco a poco. Cuando me cansé de esa posición, le pedí un cambio. Lucy, sin perder el tiempo, giró sobre mí y nos colocamos en la postura inversa: la amazona. Pero entonces, se incorporó y me regaló una cabalgada hipnótica. Sus tetas rebotaban, y cuando el ritmo se volvió más intenso, incluso hacían ruido al chocar: plof, plof, plof. Era una visión demasiado hermosa como para interrumpirla. Cuando ella se cansó, con la confianza que ya teníamos, le propuse que se pusiera a cuatro patas.
—Me encanta que me embistan por detrás —susurró.
Y eso hice. Le di con ganas, sujetándola por la cintura. Tenía un culo precioso, pero apenas me fijé en él. Mi atención estaba en el movimiento de sus pechos, en cómo rebotaban al ritmo de mis embestidas. Y entonces, lo noté. El condón se rompió. Me detuve en seco. Lucy tardó un segundo en darse cuenta. Cuando lo hizo, lanzó un juramento. Nos tumbamos de lado, en posición de cucharita, y mientras ella recuperaba el aliento, yo deslizaba mi erección por su entrepierna, sin penetrarla, mientras seguía amasando sus pechos.
—Se ha roto en el peor momento —murmuré.
—No te preocupes —susurró, con voz sensual—. Yo ya me he venido varias veces... Solo falta que termines tú. No gastes otro condón para eso...
La miré, confundido.
—¿Entonces...?
Sonrió con picardía.
—Si quieres... puedes acabar en mis amigas.
Y agarró sus pechos, presionándolos juntos. No hizo falta más. Se inclinó y me regaló otra cubana, aumentando el ritmo hasta que no pude aguantar más.
Apunté a su canalillo y me corrí con intensidad. Sentí un leve dolor en los huevos al descargar, por la cantidad de semen que expulsé. Lucy, divertida, se miró el pecho y soltó una carcajada.
—Madre mía... —dijo, con una sonrisa pícara.
Y yo solo pude pensar en lo afortunado que era.