Follada por el amante de mi mujer

Mark Oxman

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5 Nov 2025
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Raúl

Cuando María salió del dormitorio me quedé sin palabras.
Llevaba un vestido negro de esos que parecen pensados para desafiar el equilibrio entre la elegancia y el escándalo. El tejido, fino y elástico, se ceñía a su figura con una naturalidad inquietante. El escote en forma de V dejaba ver más de lo que ocultaba, y la espalda, completamente desnuda, se prolongaba hasta la curva perfecta de las caderas. Al moverse, la tela corta subía apenas un par de centímetros, lo suficiente para revelar la línea tensa de sus muslos.

Completaba el conjunto con unos tacones de tiras negras cruzadas, altos, imposibles, que le estilizaban las piernas hasta hacerlas parecer infinitas. Caminaba con una seguridad hipnótica, cada paso era un golpe seco sobre el suelo que marcaba el ritmo del deseo.

Por un momento olvidé todo lo demás.
La miré sin disimulo, con esa mezcla de admiración y deseo que solo se siente ante alguien que sigue siendo, pese a todo, la mujer que uno ama.
El perfume —ese que últimamente usaba y que nunca había olido antes— llenó el aire del salón con un aroma dulce y artificial, casi pegajoso, pero en ella funcionaba como una provocación.
No sé si era el vestido, la forma en que lo llevaba o la calma con la que se sabía observada. Pero en ese instante, la idea de salir a cenar se volvió secundaria.

María me miró y sonrió, apenas un gesto.
Cogió el bolso del sofá y dijo con voz tranquila:
—Espera. Te quito la jaula antes de irnos.

Su tono era natural, casi cotidiano, como si hablara de cerrar una puerta o apagar la luz.
Metió la mano por el escote del vestido, buscando la llave que siempre llevaba colgada del cuello, esa pequeña pieza de metal que se había convertido en el símbolo mudo de nuestra vida juntos.

Pero justo entonces, los dos móviles sonaron al mismo tiempo.
El sonido rompió el aire, seco, insistente.
Nos miramos.
Durante un segundo pensé que era el grupo que teníamos con Julia y Juan, alguna broma o mensaje inocente.
Raúl, tranquilo, me dije. Pero el silencio posterior se volvió una pausa demasiado larga.

Tomé mi teléfono.
En la pantalla, una notificación nueva.
“Andrés te ha agregado al grupo Obedientia.”

El nombre me heló.
Abrí el chat.

20:03 Obedientia - Andrés: He creado este grupo para divertirnos los tres. Os voy a mandar una ubicación. Os espero.

Miré a María.
Tenía el móvil en la mano y la misma conversación abierta. Su expresión era difícil de leer: algo entre el susto y la excitación.

La vi escribir. Sus dedos se movían rápidos, pero su respiración no era la de alguien tranquilo.

20:04 Obedientia - María: No podemos. Vamos a cenar fuera.

Me miró justo después de enviar el mensaje.
No dijo nada, pero yo conocía esa mirada: la de quien está luchando contra algo más fuerte que su voluntad. Podía casi sentir el pulso de su deseo en el aire.

El móvil vibró otra vez, antes de que pudiéramos reaccionar.

20:05 Obedientia - Andrés:Os espero en la ubicación. Podéis comer un sándwich por el camino.

Bajo el mensaje, un enlace azul con un mapa.
Una dirección.
Una orden disfrazada de invitación.

El silencio que siguió fue espeso, insoportable.
María no levantó la vista.
Yo la observaba, intentando adivinar si estaba buscando una excusa… o una razón para obedecer.

Una dirección en las afueras, un lugar perdido entre una gasolinera de mierda y naves industriales cerradas. Conducía en silencio, el ceño fruncido, mientras María miraba por la ventana, el cuerpo tenso, como si el corazón le golpeara las costillas. Aparcamos frente al sitio: un local oscuro, sin ventanas, con paneles metálicos. Un neón parpadeante decía “Video”, medio fundido, chisporroteando. Dos fluorescentes en la entrada iluminaban una acera húmeda, marcando una puerta que parecía la entrada a un puto infierno.
El aparcamiento estaba más lleno de lo que esperaba: seis o siete coches discretos, una furgoneta blanca con cristales tintados, dos motos contra la acera. Tíos entraban solos, algunos mayores, otros jóvenes, manos en los bolsillos, cabezas bajas, esquivando miradas. Uno fumaba apoyado en un coche viejo, tiró la colilla y entró. Habíamos comido sándwiches por el camino, obedeciendo a Andrés incluso en esa gilipollez. Y la jaula, María había decidido mantenerme encerrado. Nuestra cena de viernes se había ido, literalmente, a la mierda.
Aparqué, mirando el lugar, incrédulo.
—¿Aquí? —murmuré.
María no respondió. Abrió la puerta y salió sin esperarme. Como siempre, la seguí, como un perro faldero.
Cruzamos una cortina de terciopelo rojo, pesada, que nos llevó a un mostrador. Detrás, una tía flaca, de mediana edad, con gafas de montura roja y un piercing en la nariz. Llevaba una camiseta negra ajustada. En la pared, látigos, esposas de cuero, máscaras con agujeros en la boca. Me dio un escalofrío.
—Buenas noches —dijo, sin ganas, como si lo repitiera cada día—. ¿Qué quieren?
Me quedé mudo, tenso. María respondió, fingiendo calma: —Solo vamos a mirar.
La tía arqueó una ceja, con una sonrisa sarcástica. —Aquí nadie viene a “mirar”. —Miró las botas de María, luego sus piernas, y le clavó los ojos—. Pero pasen.
María tembló, pero avanzó. La seguí, sintiendo un nudo en el estómago. El sitio era enorme, más de lo que parecía fuera. Pasillos llenos de estanterías con dildos, lubricantes, disfraces. La luz blanca de los fluorescentes daba un aire frío, casi de hospital, pero los carteles explícitos, las pollas de silicona brillando, el olor a plástico y lubricante, lo hacían turbio, sórdido. Los clientes, casi todos tíos solos, caminaban rápido, mirando al suelo, sin cruzarse. Algunos paraban en las vitrinas, pero no compraban. Buscaban otra cosa.
María se detuvo en la sección Femdom, fingiendo interés. Estantes con arneses de cuero negro, cinturones con pollas de silicona de todos los tamaños. Una vitrina cerrada contenía multitud de jaulas metálicas y de plástico. Algunas diminutas, otras con pinchos dentro. Tragué saliva antes de apartar la mirada.

El móvil vibró en mi mano. Revisé la pantalla. El mensaje de Andrés me golpeó.

20:31 Obedientia Andrés: caminad hasta el fondo. Hasta las cabinas de glory hole. María, entra en la cabina 3. Cornudo, tú grabas.

Un calor me subió por la espalda, pero no era deseo, era rabia, humillación. María avanzó sin hablar, y yo la seguí, cada paso más pesado. Frente a la puerta con el número 3, se paró. La noté nerviosa.
—Graba —ordenó, con la voz baja, pero firme.

Obedecí. Pulsé el icono de la cámara y grabé. María giró el pomo. Entramos.
El cubículo era pequeño, dos por dos, paredes grises, lisas. Un banco de madera contra la pared trasera, tres agujeros a media altura. Nada más. No era el morbo de una peli porno, era cutre, casi clínico, pero limpio. Cerré la puerta, el pestillo sonó como un martillo.
Entonces aparecieron. Del agujero de la izquierda salió una polla larga, delgada, con venas finas, como un gusano hinchado. Del derecho, una corta, carnosa, pero gruesa. Y en el centro, despacio, la tercera. María se quedó quieta con la respiración entrecortada. La reconoció al instante, yo también: la curva hacia arriba, la piel tersa, las venas gruesas. Era la polla de Andrés.
María me miró. Sentí un atisbo de culpa sus ojos, pero duró un segundo apenas. Se giró hacia la polla de Andrés y se arrodilló frente al agujero central. La madera rozó sus rodillas. La falda se le subió, dejando las bragas a la vista, húmedas, pegadas a su piel. Lentamente, retiró los tirantes del vestido, primero uno, después el otro. Sus pechos quedaron expuestos con la tela arrugada en su cintura.

La polla de Andrés estaba a centímetros de su cara, el olor almizclado llenó el cubículo. Tragué saliva, el móvil me temblaba en las manos. Entonces volvió a vibrar. Miré la pantalla, el mensaje me quemó. Leí con la voz rota:

20:36 Obedientia Andrés: Chúpala. Quiero sentir tu boca, María. Que el cornudo vea cómo te tragas mi polla.”

María soltó un gemido bajo, suficiente para que me tensara. Se inclinó, y su aliento rozó la polla, lamió la cabeza, saboreó la piel. Un escalofrío me recorrió, pero no era placer, o no del todo. Había algo que dolía. La polla de Andrés se movió, se endureció más. María la tomó con una mano. Sus dedos apenas la rodearon, y lamió desde la base hasta la punta, lento, torturándose, torturándome. Luego se la metió en la boca y succionó. La saliva la cubrió y goteó por su barbilla. Un gemido grave vino del otro lado de la pared. Andrés lo disfrutaba.
Entonces el móvil vibró nuevamente.

Miré la pantalla y leí:

20:43 Obedientia Andrés: Sigue. Lo haces bien, tienes boca de puta. Ahora sin manos. Masturba a los otros que tienes a los lados. Quieren alivio.

El insulto me atravesó, pero a María la encendió. Sin soltar la polla de Andrés con la boca, obedeció. Sus manos fueron a los agujeros laterales. A la izquierda, la polla larga tembló cuando la agarró, sus dedos la apretaron, subieron, bajaron, lenta, firme. A la derecha, la polla corta se estremeció, sus uñas la rozaron, provocándola. Las masturbaba al mismo ritmo que chupaba.

Los sonidos húmedos llenaron el cubículo. Yo grababa, el móvil pesado, mi respiración entrecortada, atrapado en esa mierda.
María jadeaba con los pezones duros expuestos, el coño empapado, la falda arrugada. Los gemidos de los tíos en los agujeros se mezclaban con los gruñidos de Andrés. Yo era un testigo, un puto operador de cámara, viendo cómo mi mujer se entregaba.

Pero entonces ocurrió algo más insólito. María se separó de la polla de Andrés, con los labios hinchados, el sabor de él en la boca. Me miró. Tenía los ojos encendidos y el cuerpo temblando.
—Raúl, Pásame un condón —ordenó, en un hilo de voz, pero urgente.

Me quedé paralizado. ¿Qué quería? ¿Empalarse contra la pared?
—¡Raúl!

Nervioso, dejé de grabar un segundo y busqué en mi cartera con manos torpes. Saqué un condón y lo deslicé por el banco. Ella lo tomó, rasgó el envoltorio con los dientes sin dejar de mirar la polla de Andrés, brillante de saliva. Intentó ponérselo, pero el condón era pequeño, patético, no cubrió ni la mitad. Lo arrancó y lo tiró al suelo, ofuscada.
Entonces pareció recordar algo. Estábamos en un sex shop, claro. Todo estaba ahí fuera. Volvió a girarse. Sus tetas acompañaron el giro chocando entre ellas.
—Raúl, compra condones. Grandes —dijo, con voz enérgica.

Me quedé parado, el móvil temblando, los ojos llenos de humillación. Asentí, tragué saliva, y salí del cubículo. La puerta se cerró con un chasquido. Dejé a María arrodillada, frente a la polla de Andrés, las otras dos en sus manos, palpitando, esperando. Mi cabeza era un puto caos, pero obedecí, como siempre.



María

Me quedé sola en aquel cubículo estrecho y asfixiante. La madera, fría y áspera, rozaba mis rodillas desnudas. Mantuve mis manos firmemente envueltas alrededor de las pollas que salían de los agujeros laterales. Mi boca succionaba con avidez la de Andrés. Era gruesa y caliente y me llenaba por completo la cavidad oral. Su sabor salado y ligeramente amargo se extendía por mi lengua y mi paladar.

El aire dentro del espacio reducido estaba cargado de un olor intenso a sexo crudo mezclado con sudor salado y el almizcle natural de los cuerpos excitados. La atmósfera, densa y pegajosa, me hacía salivar aún más mientras continuaba con mi tarea, acelerando el ritmo de mis manos que subían y bajaban por las pollas laterales. La larga y huesuda resbalaba con facilidad en mi palma. Estaba sudada debido al lubricante natural que se acumulaba. La corta, más carnosa, latía con fuerza bajo mis dedos, respondiendo a cada movimiento con un pulso que me indicaba que el clímax se acercaba rápidamente.

No paré en ningún momento de meter la polla de Andrés hasta el fondo de la garganta. La punta chocaba contra mi campanilla, provocando un reflejo que contenía con esfuerzo. La saliva chorreaba abundantemente por mi barbilla, goteando sobre el vestido negro que se adhería a mi piel como una segunda capa y se manchaba con gotas translúcidas que se extendían por la tela elástica y fina.

De pronto, sentí cómo las tres pollas se tensaban casi al mismo tiempo bajo mi toque. La de Andrés se hinchó en mi boca y envió un pulso fuerte que vibró contra mi lengua mientras las otras dos se endurecían más en mis manos.

Y, en ese instante exacto, se corrieron todas juntas en una explosión coordinada que me salpicó con chorros calientes y espesos de semen que impactaron contra mi piel y mi ropa.

El semen de Andrés me llenó la boca primero con su textura viscosa y su regusto salado y amargo, que me obligó a tragar rápidamente para no ahogarme. Pero el resto salió con fuerza por la boca, manchándome los labios hinchados, la barbilla y goteando directamente sobre el vestido negro donde dejó marcas húmedas y brillantes que se extendían por la tela.

Mientras, las pollas laterales dispararon latigazos blancos y pegajosos, uno aterrizando en mi hombro donde se deslizó lentamente por mi piel como una gota de cera derretida aún tibia. El otro impactó directamente en mis tetas expuestas, resbalando por el valle entre ellas y dejando un rastro pegajoso que olía intensamente a sexo crudo.

Mi piel se erizó con una mezcla de asco y excitación.

El vestido negro ahora estaba arruinado con manchas irregulares de semen que se filtraban a través de la tela fina y elástica. Yo jadeaba con la boca aún abierta y el coño palpitando con un calor húmedo e insistente que se extendía por mis muslos internos. Las bragas estaban desbordadas hasta el punto que sentía el roce mojado contra mis labios vaginales con cada leve movimiento que hacía.

La puerta crujió al abrirse con un sonido seco y metálico que rompió el silencio post-orgásmico. Raúl entró sosteniendo una caja de condones XXL en su mano temblorosa, deteniéndose en seco al verme en esa posición degradante con el semen aún goteando por mi pecho y mi barbilla. Sus ojos recorrieron cada detalle de los chorros blancos que manchaban mi vestido, mi piel expuesta y mis tetas. Nos miramos durante un segundo eterno donde el silencio se volvió pesado y opresivo, cargado de la humedad del aire y el eco de los jadeos recientes.
—Has llegado tarde —dije por decir algo.

En ese momento los dos móviles vibraron al mismo tiempo. Me incorporé hasta mi bolso y tome el móvil. Leí:

21:09 Obedientia Andrés: Joder, me he quedado con las ganas de follarte. Ven esta noche a mi casa.

Leí el mensaje dos veces seguidas con el corazón golpeándome fuerte en el pecho y el sabor persistente de Andrés aún en mi lengua y mi garganta. Sabía perfectamente que lo que estaba a punto de hacer no estaba bien en absoluto y que representaba una traición más profunda a nuestra relación ya fracturada, pero al mismo tiempo sentía que era algo superior a mis fuerzas y que no podía resistirme, entre otras cosas, porque el deseo me consumía desde dentro. Seguía cachonda como nunca, con el coño caliente y chorreando de una humedad que se acumulaba en mis bragas y se extendía por mis muslos internos.

Miré directamente a Raúl con los ojos encendidos y la voz saliendo dura y autoritaria en un tono que no admitía réplicas ni discusiones:
—Vuelve a casa en el coche. Voy a pasar la noche con Andrés y no hay nada que puedas decir para cambiarlo.

Raúl contuvo el asiento un instante. Tenía la mirada baja y el rostro pálido bajo la luz tenue. No protestó ni dijo una sola palabra en contra.
Asintió con la cabeza en un gesto de sumisión total antes de darse la vuelta y salir del cubículo, dejando que la puerta se cerrara con un chasquido definitivo que resonó en el aire viciado y me dejó sola de nuevo.
Sentí culpa, sí, pero también sentí algo más poderoso. Temblaba de anticipación co
n el cuerpo aún pegajoso y el coño palpitando, completamente lista para ir con Andrés y entregarme por completo a lo que él quisiera hacerme.

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