Cjbandolero
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Capítulo 1
El zumbido de la cafetera llenaba la cocina mientras David revisaba sus redes sociales, fingiendo interés en las noticias. Laura, su esposa, preparaba el desayuno con una destreza rutinaria que él encontraba cómoda, pero vacía. El silencio entre ellos no era incómodo, pero tampoco era cálido. Llevaban años casados, y la rutina había sustituido cualquier chispa que una vez pudo haber existido entre ambos. Los días eran predecibles, cómodos, pero algo faltaba. Esa mañana no era diferente. El café caliente pasaba por su garganta, pero su mente estaba en otro lugar. En otra mujer.
Carla, la hermana mayor de Laura, había sido un tema recurrente en su cabeza desde el primer día que la conoció. Aquel primer encuentro se había quedado grabado en su memoria con una intensidad casi dolorosa. Carla, con sus casi 50 años, seguía siendo una mujer que emanaba una sensualidad abrumadora. Su figura era voluptuosa, sus tetas grandes y naturales, su piel tersa, bien cuidada, su pelo rubio, y sus ojos tenían ese brillo de alguien que sabe que puede obtener lo que quiere sin esfuerzo. Y eso a parte de su belleza natural era debido a las rutinarias sesiones de gimnasio. Además a pesar de haber tenido ya dos embarazos de sus hijas ya adolescentes no había perdido nada de su atractivo. Era el tipo de mujer manipuladora que captaba la atención al entrar en cualquier habitación, no solo por su físico, sino por la seguridad con la que se movía. Su forma de hablar y reír eran calculadas, casi como si cada gesto estuviera diseñado para hipnotizar a los hombres que la rodeaban. Para David, ella era todo lo que Laura no era. Donde su esposa era tranquila, práctica y confiable, sencilla, Carla era apasionada, egocéntrica y manipuladora. Una mujer consciente de su atractivo, a quien le encantaba provocar sin comprometerse del todo. Y, aunque sabía que Carla era difícil de tratar, porque ella y el eran completamente incompatibles por su carácter, algo en esa mezcla de egocentrismo y sensualidad lo arrastraba hacia ella como un imán.
Desde ese primer día cuando su mujer le presentó a su hermana, cuando Carla le dio un beso en la mejilla en la puerta de su casa, David no pudo sacarla de su cabeza. Lo primero que pensó al verla fue “joder que tetas”. El roce de sus labios, el aroma de su perfume caro, todo lo relacionado con ella lo había trastornado. Su cuerpo reaccionó instintivamente, como si aquella mujer fuera el símbolo de todo lo que estaba prohibido pero, al mismo tiempo, profundamente deseado. Pasaban los días y, a pesar de la aparente normalidad de su vida conyugal, la presencia de Carla en su mente crecía con cada encuentro familiar. La tensión entre ambos, aunque nunca expresada, flotaba en el aire. Él lo sabía. Y estaba seguro de que ella también lo sabía.
Las reuniones familiares se habían convertido en una tortura. David intentaba distraerse, se concentraba en conversaciones triviales, en las bromas entre cuñados, pero siempre terminaba robando miradas furtivas hacia Carla. La forma en que ella se inclinaba ligeramente hacia adelante mientras hablaba con alguien, el escote que mostraba siempre justo lo necesario para dejarlo en el borde de la obsesión. En una de esas reuniones, mientras todos compartían una comida, David la había sorprendido inclinada para recoger un tenedor que se le cayó al suelo. En ese instante, el vestido se pegó a su piel de manera que apenas ocultaba lo que había debajo. El tanga se marcaba perfectamente debajo del vestido y solo la idea de imaginársela a cuatro patas con las tetas colgando le hacía hervir. La visión fue fugaz, pero suficiente para que su corazón se acelerara y el calor lo recorriera. Cada interacción con ella era un ejercicio de autocontrol. A veces, cuando se encontraban en un pasillo o en la cocina, sus cuerpos pasaban demasiado cerca, y David podía sentir el leve roce de su brazo, el perfume que dejaba a su paso, intensificando aún más el deseo. No era solo lujuria; era una atracción que lo desafiaba, una tentación constante que lo hacía sentir vivo. Su marido, Andres, que para colmo le caía muy bien, era un tipo muy normal en cambio ella, en realidad no le caía demasiado bien que digamos. Su atracción venenosa era puramente sexual. ¿Cómo hacía para aguantarla su marido? David le envidiaba por el hecho de ser él quien se la follara.
Pero después de cada reunión familiar, cuando volvía a casa con Laura, la culpa lo golpeaba. ¿Cómo era posible que deseara a otra mujer, y peor aún, a la hermana de su esposa? Se sentía sucio, pero la culpa no era suficiente para apagar el deseo. Al contrario, lo hacía más potente. Por las noches, cuando Laura dormía a su lado, él se giraba hacia el otro extremo de la cama, y, en la oscuridad, se permitía fantasear con Carla. Se imaginaba cómo sería tocarla, desnudarla, oírla gemir su nombre. Más de una vez se había masturbado en silencio, mientras su esposa respiraba profundamente a su lado. En sus ratos libres se dedicaba a ver vídeos porno en “foroporno” donde salían mujeres que se parecían a su cuñada, prácticamente se masturbaba a diario viendo esos vídeos, y no solo eso, sino que cada vez que follaba con su mujer en su mente era su cuñada la que estaba abierta de piernas para el.
David nunca había sido un hombre infiel. En sus años de matrimonio con Laura, jamás había traicionado su confianza. Pero lo que sentía por Carla no era solo una atracción pasajera, era una obsesión. Cada encuentro, cada mirada, cada roce accidental hacía que la idea de tenerla se volviera más incontrolable. A menudo se preguntaba si Carla notaba sus miradas, si ella lo provocaba a propósito, o si todo estaba en su cabeza. Ella, con esa actitud despreocupada y altiva, parecía no percatarse de cómo lo afectaba, o tal vez sí, y simplemente disfrutaba del poder que ejercía sobre él. David no podía descifrarlo, pero tampoco podía dejar de pensar en ello. Cada vez que visitaban a sus cuñados en su casa al verla con pijama o ropa cómoda no podía apartar la mirada de ella, al no llevar sujetador sus tetas se movían con un movimiento que era una auténtica tortura para el. Quería mirar pero sabía que tenía que tener cuidado por si le pillaba su cuñado con lo ojos fijos en su esposa.
Sus pensamientos se tornaron hacia su matrimonio. Laura era una buena mujer, pero su relación había caído en una monotonía que lo asfixiaba. El sexo se había vuelto esporádico, mecánico, como si solo lo hicieran por cumplir con una rutina. Las caricias de Laura aunque tiernas carecían de pasión, y él, aunque nunca se lo había dicho, también había perdido el interés. Solo disfrutaba de verdad cuando se imaginaba que su mujer era en realidad Carla. Era una relación estable, sí, pero vacía de ese fuego que veía arder en Carla. En ella, David encontraba lo que faltaba en su vida: la chispa del peligro, del deseo desbordante, de la pasión que no se puede controlar.
Una tarde, durante una reunión en casa de los suegros, David la vio nuevamente. Carla llevaba un vestido negro ajustado que marcaba cada curva de su cuerpo. Se movía con una elegancia natural, y David no pudo evitar seguirla con la mirada mientras se desplazaba por la sala. En un momento, se detuvo junto a la ventana, y cuando giró la cabeza, sus ojos se encontraron. No fue una mirada inocente; fue profunda, como si le estuviera enviando un mensaje. Él sintió cómo se le aceleraba el pulso y, en ese momento, supo que el deseo estaba más allá de su control. Carla lo sabía. Siempre lo había sabido. Las mujeres no son tontas y ella sabía que David la miraba con deseo. A lo lejos, podía escuchar a Laura charlando animadamente con sus padres, ajena al remolino de emociones que se agitaba dentro de él. David apartó la mirada, pero la sensación de ser observado por Carla persistía, como un fantasma que lo acompañaba, susurrándole al oído que este juego apenas había comenzado.
El zumbido de la cafetera llenaba la cocina mientras David revisaba sus redes sociales, fingiendo interés en las noticias. Laura, su esposa, preparaba el desayuno con una destreza rutinaria que él encontraba cómoda, pero vacía. El silencio entre ellos no era incómodo, pero tampoco era cálido. Llevaban años casados, y la rutina había sustituido cualquier chispa que una vez pudo haber existido entre ambos. Los días eran predecibles, cómodos, pero algo faltaba. Esa mañana no era diferente. El café caliente pasaba por su garganta, pero su mente estaba en otro lugar. En otra mujer.
Carla, la hermana mayor de Laura, había sido un tema recurrente en su cabeza desde el primer día que la conoció. Aquel primer encuentro se había quedado grabado en su memoria con una intensidad casi dolorosa. Carla, con sus casi 50 años, seguía siendo una mujer que emanaba una sensualidad abrumadora. Su figura era voluptuosa, sus tetas grandes y naturales, su piel tersa, bien cuidada, su pelo rubio, y sus ojos tenían ese brillo de alguien que sabe que puede obtener lo que quiere sin esfuerzo. Y eso a parte de su belleza natural era debido a las rutinarias sesiones de gimnasio. Además a pesar de haber tenido ya dos embarazos de sus hijas ya adolescentes no había perdido nada de su atractivo. Era el tipo de mujer manipuladora que captaba la atención al entrar en cualquier habitación, no solo por su físico, sino por la seguridad con la que se movía. Su forma de hablar y reír eran calculadas, casi como si cada gesto estuviera diseñado para hipnotizar a los hombres que la rodeaban. Para David, ella era todo lo que Laura no era. Donde su esposa era tranquila, práctica y confiable, sencilla, Carla era apasionada, egocéntrica y manipuladora. Una mujer consciente de su atractivo, a quien le encantaba provocar sin comprometerse del todo. Y, aunque sabía que Carla era difícil de tratar, porque ella y el eran completamente incompatibles por su carácter, algo en esa mezcla de egocentrismo y sensualidad lo arrastraba hacia ella como un imán.
Desde ese primer día cuando su mujer le presentó a su hermana, cuando Carla le dio un beso en la mejilla en la puerta de su casa, David no pudo sacarla de su cabeza. Lo primero que pensó al verla fue “joder que tetas”. El roce de sus labios, el aroma de su perfume caro, todo lo relacionado con ella lo había trastornado. Su cuerpo reaccionó instintivamente, como si aquella mujer fuera el símbolo de todo lo que estaba prohibido pero, al mismo tiempo, profundamente deseado. Pasaban los días y, a pesar de la aparente normalidad de su vida conyugal, la presencia de Carla en su mente crecía con cada encuentro familiar. La tensión entre ambos, aunque nunca expresada, flotaba en el aire. Él lo sabía. Y estaba seguro de que ella también lo sabía.
Las reuniones familiares se habían convertido en una tortura. David intentaba distraerse, se concentraba en conversaciones triviales, en las bromas entre cuñados, pero siempre terminaba robando miradas furtivas hacia Carla. La forma en que ella se inclinaba ligeramente hacia adelante mientras hablaba con alguien, el escote que mostraba siempre justo lo necesario para dejarlo en el borde de la obsesión. En una de esas reuniones, mientras todos compartían una comida, David la había sorprendido inclinada para recoger un tenedor que se le cayó al suelo. En ese instante, el vestido se pegó a su piel de manera que apenas ocultaba lo que había debajo. El tanga se marcaba perfectamente debajo del vestido y solo la idea de imaginársela a cuatro patas con las tetas colgando le hacía hervir. La visión fue fugaz, pero suficiente para que su corazón se acelerara y el calor lo recorriera. Cada interacción con ella era un ejercicio de autocontrol. A veces, cuando se encontraban en un pasillo o en la cocina, sus cuerpos pasaban demasiado cerca, y David podía sentir el leve roce de su brazo, el perfume que dejaba a su paso, intensificando aún más el deseo. No era solo lujuria; era una atracción que lo desafiaba, una tentación constante que lo hacía sentir vivo. Su marido, Andres, que para colmo le caía muy bien, era un tipo muy normal en cambio ella, en realidad no le caía demasiado bien que digamos. Su atracción venenosa era puramente sexual. ¿Cómo hacía para aguantarla su marido? David le envidiaba por el hecho de ser él quien se la follara.
Pero después de cada reunión familiar, cuando volvía a casa con Laura, la culpa lo golpeaba. ¿Cómo era posible que deseara a otra mujer, y peor aún, a la hermana de su esposa? Se sentía sucio, pero la culpa no era suficiente para apagar el deseo. Al contrario, lo hacía más potente. Por las noches, cuando Laura dormía a su lado, él se giraba hacia el otro extremo de la cama, y, en la oscuridad, se permitía fantasear con Carla. Se imaginaba cómo sería tocarla, desnudarla, oírla gemir su nombre. Más de una vez se había masturbado en silencio, mientras su esposa respiraba profundamente a su lado. En sus ratos libres se dedicaba a ver vídeos porno en “foroporno” donde salían mujeres que se parecían a su cuñada, prácticamente se masturbaba a diario viendo esos vídeos, y no solo eso, sino que cada vez que follaba con su mujer en su mente era su cuñada la que estaba abierta de piernas para el.
David nunca había sido un hombre infiel. En sus años de matrimonio con Laura, jamás había traicionado su confianza. Pero lo que sentía por Carla no era solo una atracción pasajera, era una obsesión. Cada encuentro, cada mirada, cada roce accidental hacía que la idea de tenerla se volviera más incontrolable. A menudo se preguntaba si Carla notaba sus miradas, si ella lo provocaba a propósito, o si todo estaba en su cabeza. Ella, con esa actitud despreocupada y altiva, parecía no percatarse de cómo lo afectaba, o tal vez sí, y simplemente disfrutaba del poder que ejercía sobre él. David no podía descifrarlo, pero tampoco podía dejar de pensar en ello. Cada vez que visitaban a sus cuñados en su casa al verla con pijama o ropa cómoda no podía apartar la mirada de ella, al no llevar sujetador sus tetas se movían con un movimiento que era una auténtica tortura para el. Quería mirar pero sabía que tenía que tener cuidado por si le pillaba su cuñado con lo ojos fijos en su esposa.
Sus pensamientos se tornaron hacia su matrimonio. Laura era una buena mujer, pero su relación había caído en una monotonía que lo asfixiaba. El sexo se había vuelto esporádico, mecánico, como si solo lo hicieran por cumplir con una rutina. Las caricias de Laura aunque tiernas carecían de pasión, y él, aunque nunca se lo había dicho, también había perdido el interés. Solo disfrutaba de verdad cuando se imaginaba que su mujer era en realidad Carla. Era una relación estable, sí, pero vacía de ese fuego que veía arder en Carla. En ella, David encontraba lo que faltaba en su vida: la chispa del peligro, del deseo desbordante, de la pasión que no se puede controlar.
Una tarde, durante una reunión en casa de los suegros, David la vio nuevamente. Carla llevaba un vestido negro ajustado que marcaba cada curva de su cuerpo. Se movía con una elegancia natural, y David no pudo evitar seguirla con la mirada mientras se desplazaba por la sala. En un momento, se detuvo junto a la ventana, y cuando giró la cabeza, sus ojos se encontraron. No fue una mirada inocente; fue profunda, como si le estuviera enviando un mensaje. Él sintió cómo se le aceleraba el pulso y, en ese momento, supo que el deseo estaba más allá de su control. Carla lo sabía. Siempre lo había sabido. Las mujeres no son tontas y ella sabía que David la miraba con deseo. A lo lejos, podía escuchar a Laura charlando animadamente con sus padres, ajena al remolino de emociones que se agitaba dentro de él. David apartó la mirada, pero la sensación de ser observado por Carla persistía, como un fantasma que lo acompañaba, susurrándole al oído que este juego apenas había comenzado.