La estudiante
Capítulo 1
Capítulo 1
Buenas tardes.
Creo que me he metido en un problema. Uno muy gordo. Un problema que puede que acabe no sólo con mi trabajo, sino con toda mi vida. Pero creo que lo mejor será que os ponga en antecedentes y empiece por el principio, y eso significa que debo presentarme.
Mi nombre es Jaime, y soy profesor en una universidad de una capital del Levante español, aunque en realidad procedo del centro de la península. Sólo diré que me dedico al ámbito de las Humanidades, aunque no voy a entrar en más detalles para guardar la discreción.
Llevo dando clase ya desde hace ya cinco años. Durante mi primer año de trabajo, un poco después de defender mi tesis doctoral, estalló la pandemia de coronavirus. Básicamente me tocó aprender a todo correr en un contexto en el que tuvimos que abandonar la docencia tradicional y pasar a un modelo primero en línea, y luego semipresencial. Hoy día funcionamos ya con una presencialidad completa, y además he conseguido subir en la escala académica, a pesar de que los procesos de estabilización han sido un poco caóticos. Eso significa, vaya, que tengo un sueldo mejor y más estabilidad.
En lo personal, eso ha significado que mi pareja de siempre, Sandra, y yo, hayamos tomado la decisión de casarnos después de una convivencia de más de seis años y una relación de casi ocho. Sandra tiene 33 años, dos menos que yo, y puedo decir que sigue manteniendo toda su belleza juvenil, sino más. Aunque nunca ha tenido sobrepeso, tras el confinamiento decidió empezar a ir al gimnasio y allí ha conseguido tonificar su cuerpo. A ver, a mí me gustaba igual antes de eso, pero si soy sincero, tengo que reconocer que se ha puesto muy sexy sin perder un ápice de sus curvas. Sus pechos tienen para mí el tamaño perfecto, una 90, y su culo respingón atrae miradas continuas, sobre todo entre los machitos que la ven entrenar a diario en mallas. Y se ha dejado el pelo, de un intenso color castaño, largo, algo que siempre me ha gustado, aunque antes lo solía llevar corto.
Nos conocimos cuando ella tenía 24 años, mientras yo comenzaba el doctorado y ella estaba terminando un máster en gestión empresarial, en un congreso que mezclaba ponentes humanísticos con gente de las Ciencias Sociales. Nuestro primer contacto fue meramente académico, pero a raíz de ahí empezamos a colaborar en algunos estudios y poco a poco fuimos estrechando lazos, aunque ella abandonó la universidad para dedicarse al mundo de la empresa. Vivíamos en la misma ciudad, y a los pocos meses ya nos veíamos casi a diario hasta que nos dimos cuenta de que nos gustábamos, nos liamos durante una noche de fiesta y empezamos una relación. Una historia bastante normal.
Pero Sandra no sólo es mi pareja. Es el mayor anclaje en lo que se refiere a estabilidad emocional que he tenido desde hace muchos años. Mi madre murió de cáncer cuando yo era adolescente, lo suficiente consciente como para sufrirlo e inmaduro como para aceptarlo. Tampoco la edad ayudó a mi padre a hacerlo, y se dejó llevar por la bebida. Lo pasó tan mal como yo, sino más, pero se desentendió por completo de mí. Fueron mis abuelos quienes me pagaron la carrera sacrificando gran parte de su pensión, y cuando ellos murieron, como ya estaba trabajando pude pagarme el máster y el primer curso de doctorado.
Cuando ella me conoció, yo malvivía en una habitación de mierda en un apartamento compartido, trabajando 10 horas diarias en la hostelería con sólo uno o dos días de descanso al mes, y gastando lo que podía ahorrar en viajes y participaciones en congresos para engordar mi currículum. Tras empezar a salir y cuando ella encontró trabajo, fue quien se encargó de pagar las matrículas. En conclusión, que si no hubiera sido por ella no habría terminado la tesis ni habría alcanzado mi sueño de ser investigador, y hoy no tendría un trabajo estable ni un proyecto.
Es por eso por lo que me siento cada vez más agobiado por lo que me pasa en el trabajo, y os explico. Doy clase en un máster bastante relevante en mi ámbito del conocimiento, con buena proyección tanto nacional como internacional. En este máster (como en la mayoría) los estudiantes deben presentar un trabajo, una pequeña investigación, para poder obtener el título, el TFM. Cada año suelo aceptar hasta dos TFM, y recibo las propuestas a lo largo de los primeros meses de curso, hasta que se realiza la selección formal antes de Navidades. Pero este año he tenido una excepción: Lucía.
Lucía es una estudiante de 24 años que se matriculó el año pasado. Aprobó sin problemas todas las asignaturas, pero por alguna razón no hizo el TFM. Según me contó otra profesora, Laura, quería marcharse de intercambio a Italia o algo así, algo que es bastante frecuente, pero finalmente o no se lo concedieron o no pudo ir.
A finales de agosto, hace cuatro semanas o así, recibí un mensaje suyo pidiéndome que le tutorizara el TFM. No me extrañó, ya que en clase siempre había mostrado mucho interés por mi especialidad. Era de las alumnas que más participaban y por poco no se había llevado la mejor nota del grupo. Debo reconocer que no pude evitar que se dibujara una sonrisa tonta en la comisura de mis labios al leer su correo.
Las Humanidades son feudo femenino, tanto en el estudiantado como en la docencia, y debo ser sincero, pues decir lo contrario sería engañarse: no es fácil evitar que se te vayan los ojos a un escote, a un buen culo o a un vientre al aire. Yo procuro que si se me escapa la mirada sea de la manera más discreta posible, pues al final ellas visten como quieren y no deberían sentirse acosadas por ello, y menos por un profesor. Pero la verdad es que tampoco yo me libro de que me tiren la caña. Soy el único profesor hombre de menos de 60 años ya no en el máster o en el grado, sino en todo mi departamento. La menor diferencia de edad y el hecho de que soy, según Sandra, “un amor”, me ha supuesto en más de una ocasión la necesidad de poner distancia con alguna estudiante enamoradiza.
Pero Lucía… ay, Lucía está a otro nivel. Con el pelo largo rubio con mechas rosadas en las puntas, el cuerpo delgado con unos pechos que rondarán la talla 90 y un culo increíble, todo el conjunto aderezado por unos ojos miel bajo unas cejas finas y una piel clara que resaltaba aún más sus labios… uf, es que me cuesta describirla sin que me cuerpo se encienda.
Verla vestida en clase con su minifalda negra, a veces con medias y otras sin ellas, sentada en la primera fila con el insinuante riesgo de que yo pudiera ver todo lo que se escondía allí, era una tentación continua. Arriba tampoco se quedaba atrás, pues solía llevar camisetas holgadas con profundos escotes o jerséis que le dejaban los hombros o el vientre al aire. No quedarme embobado mirándola era una lucha que afronté cada mañana de martes y jueves durante todo el curso pasado.
La cuestión, y perdón por enrollarme tanto, es que Lucía quería que le dirigiera el TFM, así que la cité a una tutoría antes de que comenzara todo el caos del inicio del curso. Creo que fue el miércoles 4 de septiembre, pues mi compañero de despacho, Juan Antonio, vive fuera y sólo viene los martes a la facultad, así que suelo estar allí a mi bola. Nuestro despacho no es más que una pequeña sala cuadrada con una ventana grande que mira al campus, y está situado él sólo al final de un pasillo muy largo, tras un recodo.
Cuando ella golpeó la puerta suavemente serían las 11 y pico de la mañana, y yo llevaba ya un rato preparando presentaciones para el nuevo curso.
—Adelante —dije en voz alta.
Lucía entró. Llevaba una falda corta roja y una camiseta blanca con un estampado de un videojuego. No tenía escote, pero le quedaba grande y tenía el cuello deslizado hacia el hombro derecho para dejarlo al aire.
—Buenos días, Jaime —me saludó con una sonrisa resplandeciente.
—Hola Lucía, siéntate —ella movió la silla y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio—. ¿Qué tal el verano? Pensaba que te ibas a ir de Erasmus.
—Bueno… —su cara se tornó un poco apesadumbrada—. He tenido algunos problemas y no puedo costearme el viaje, y la beca no me daba para todos los gastos.
—Pues ya es mala suerte —respondí—. Pero bueno, al menos ahora puedes centrarte por completo en hacer el trabajo —ella asintió—. ¿Por qué no me cuentas con más detalle el tema que me has propuesto? Cuando lo leí en tu correo me pareció interesante, pero un poco difuso.
Estuvimos hablando durante un buen rato. La verdad es que el tema era realmente interesante, pero mentiría si no dijera que hubiera aceptado tutorizarla, en cualquier caso. A ver, no es que pensara hacer nada, claro, pero… yo qué sé, ¿cómo iba a decirle que no si me miraba de aquella manera?
—Pues entonces quedamos para empezar a trabajar dentro de dos semanas, el día 18 a la misma hora —dije mientras anotaba la tutoría en mi calendario digital, y ella en una agenda rosa llena de dibujitos.
—Genial, muchas gracias, Jaime —se levantó entonces y se dio la vuelta para marcharse, pero entonces se dio cuenta de que el cordón de una de sus zapatillas, unas converse, se había desatado—. ¡Ay! —exclamó, y se agachó para atarlas, pero en el movimiento la falda corta se levantó un par de centímetros y dejó atisbar la redondez de su nalga. Santo cielo—. Perdón— dijo cuando se volvió a enderezar, con una sonrisa un poco avergonzada—. Soy un poco torpe y no quiero tropezarme.
—Claro, tranquila —respondí, tratando de evitar su mirada—. Nos vemos pronto.
—¡Hasta luego!
En cuanto Lucía salió, me levanté del sillón y me acerqué a la puerta. Sus pasos se alejaban haciendo eco por el eterno pasillo. Puse una mano en la puerta y me di cuenta de que estaba respirando un poco agitado. Mi polla latía bajo mi pantalón, oprimida y pidiendo lo que era natural, así que eché el pestillo, corrí la cortina y me senté de nuevo. No era la primera ni la última paja que había caído allí, y Sandra y yo nos habíamos pegado unos cuantos polvos también.
Pero sí fue la primera que me hice pensando en Lucía.
Creo que me he metido en un problema. Uno muy gordo. Un problema que puede que acabe no sólo con mi trabajo, sino con toda mi vida. Pero creo que lo mejor será que os ponga en antecedentes y empiece por el principio, y eso significa que debo presentarme.
Mi nombre es Jaime, y soy profesor en una universidad de una capital del Levante español, aunque en realidad procedo del centro de la península. Sólo diré que me dedico al ámbito de las Humanidades, aunque no voy a entrar en más detalles para guardar la discreción.
Llevo dando clase ya desde hace ya cinco años. Durante mi primer año de trabajo, un poco después de defender mi tesis doctoral, estalló la pandemia de coronavirus. Básicamente me tocó aprender a todo correr en un contexto en el que tuvimos que abandonar la docencia tradicional y pasar a un modelo primero en línea, y luego semipresencial. Hoy día funcionamos ya con una presencialidad completa, y además he conseguido subir en la escala académica, a pesar de que los procesos de estabilización han sido un poco caóticos. Eso significa, vaya, que tengo un sueldo mejor y más estabilidad.
En lo personal, eso ha significado que mi pareja de siempre, Sandra, y yo, hayamos tomado la decisión de casarnos después de una convivencia de más de seis años y una relación de casi ocho. Sandra tiene 33 años, dos menos que yo, y puedo decir que sigue manteniendo toda su belleza juvenil, sino más. Aunque nunca ha tenido sobrepeso, tras el confinamiento decidió empezar a ir al gimnasio y allí ha conseguido tonificar su cuerpo. A ver, a mí me gustaba igual antes de eso, pero si soy sincero, tengo que reconocer que se ha puesto muy sexy sin perder un ápice de sus curvas. Sus pechos tienen para mí el tamaño perfecto, una 90, y su culo respingón atrae miradas continuas, sobre todo entre los machitos que la ven entrenar a diario en mallas. Y se ha dejado el pelo, de un intenso color castaño, largo, algo que siempre me ha gustado, aunque antes lo solía llevar corto.
Nos conocimos cuando ella tenía 24 años, mientras yo comenzaba el doctorado y ella estaba terminando un máster en gestión empresarial, en un congreso que mezclaba ponentes humanísticos con gente de las Ciencias Sociales. Nuestro primer contacto fue meramente académico, pero a raíz de ahí empezamos a colaborar en algunos estudios y poco a poco fuimos estrechando lazos, aunque ella abandonó la universidad para dedicarse al mundo de la empresa. Vivíamos en la misma ciudad, y a los pocos meses ya nos veíamos casi a diario hasta que nos dimos cuenta de que nos gustábamos, nos liamos durante una noche de fiesta y empezamos una relación. Una historia bastante normal.
Pero Sandra no sólo es mi pareja. Es el mayor anclaje en lo que se refiere a estabilidad emocional que he tenido desde hace muchos años. Mi madre murió de cáncer cuando yo era adolescente, lo suficiente consciente como para sufrirlo e inmaduro como para aceptarlo. Tampoco la edad ayudó a mi padre a hacerlo, y se dejó llevar por la bebida. Lo pasó tan mal como yo, sino más, pero se desentendió por completo de mí. Fueron mis abuelos quienes me pagaron la carrera sacrificando gran parte de su pensión, y cuando ellos murieron, como ya estaba trabajando pude pagarme el máster y el primer curso de doctorado.
Cuando ella me conoció, yo malvivía en una habitación de mierda en un apartamento compartido, trabajando 10 horas diarias en la hostelería con sólo uno o dos días de descanso al mes, y gastando lo que podía ahorrar en viajes y participaciones en congresos para engordar mi currículum. Tras empezar a salir y cuando ella encontró trabajo, fue quien se encargó de pagar las matrículas. En conclusión, que si no hubiera sido por ella no habría terminado la tesis ni habría alcanzado mi sueño de ser investigador, y hoy no tendría un trabajo estable ni un proyecto.
Es por eso por lo que me siento cada vez más agobiado por lo que me pasa en el trabajo, y os explico. Doy clase en un máster bastante relevante en mi ámbito del conocimiento, con buena proyección tanto nacional como internacional. En este máster (como en la mayoría) los estudiantes deben presentar un trabajo, una pequeña investigación, para poder obtener el título, el TFM. Cada año suelo aceptar hasta dos TFM, y recibo las propuestas a lo largo de los primeros meses de curso, hasta que se realiza la selección formal antes de Navidades. Pero este año he tenido una excepción: Lucía.
Lucía es una estudiante de 24 años que se matriculó el año pasado. Aprobó sin problemas todas las asignaturas, pero por alguna razón no hizo el TFM. Según me contó otra profesora, Laura, quería marcharse de intercambio a Italia o algo así, algo que es bastante frecuente, pero finalmente o no se lo concedieron o no pudo ir.
A finales de agosto, hace cuatro semanas o así, recibí un mensaje suyo pidiéndome que le tutorizara el TFM. No me extrañó, ya que en clase siempre había mostrado mucho interés por mi especialidad. Era de las alumnas que más participaban y por poco no se había llevado la mejor nota del grupo. Debo reconocer que no pude evitar que se dibujara una sonrisa tonta en la comisura de mis labios al leer su correo.
Las Humanidades son feudo femenino, tanto en el estudiantado como en la docencia, y debo ser sincero, pues decir lo contrario sería engañarse: no es fácil evitar que se te vayan los ojos a un escote, a un buen culo o a un vientre al aire. Yo procuro que si se me escapa la mirada sea de la manera más discreta posible, pues al final ellas visten como quieren y no deberían sentirse acosadas por ello, y menos por un profesor. Pero la verdad es que tampoco yo me libro de que me tiren la caña. Soy el único profesor hombre de menos de 60 años ya no en el máster o en el grado, sino en todo mi departamento. La menor diferencia de edad y el hecho de que soy, según Sandra, “un amor”, me ha supuesto en más de una ocasión la necesidad de poner distancia con alguna estudiante enamoradiza.
Pero Lucía… ay, Lucía está a otro nivel. Con el pelo largo rubio con mechas rosadas en las puntas, el cuerpo delgado con unos pechos que rondarán la talla 90 y un culo increíble, todo el conjunto aderezado por unos ojos miel bajo unas cejas finas y una piel clara que resaltaba aún más sus labios… uf, es que me cuesta describirla sin que me cuerpo se encienda.
Verla vestida en clase con su minifalda negra, a veces con medias y otras sin ellas, sentada en la primera fila con el insinuante riesgo de que yo pudiera ver todo lo que se escondía allí, era una tentación continua. Arriba tampoco se quedaba atrás, pues solía llevar camisetas holgadas con profundos escotes o jerséis que le dejaban los hombros o el vientre al aire. No quedarme embobado mirándola era una lucha que afronté cada mañana de martes y jueves durante todo el curso pasado.
La cuestión, y perdón por enrollarme tanto, es que Lucía quería que le dirigiera el TFM, así que la cité a una tutoría antes de que comenzara todo el caos del inicio del curso. Creo que fue el miércoles 4 de septiembre, pues mi compañero de despacho, Juan Antonio, vive fuera y sólo viene los martes a la facultad, así que suelo estar allí a mi bola. Nuestro despacho no es más que una pequeña sala cuadrada con una ventana grande que mira al campus, y está situado él sólo al final de un pasillo muy largo, tras un recodo.
Cuando ella golpeó la puerta suavemente serían las 11 y pico de la mañana, y yo llevaba ya un rato preparando presentaciones para el nuevo curso.
—Adelante —dije en voz alta.
Lucía entró. Llevaba una falda corta roja y una camiseta blanca con un estampado de un videojuego. No tenía escote, pero le quedaba grande y tenía el cuello deslizado hacia el hombro derecho para dejarlo al aire.
—Buenos días, Jaime —me saludó con una sonrisa resplandeciente.
—Hola Lucía, siéntate —ella movió la silla y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio—. ¿Qué tal el verano? Pensaba que te ibas a ir de Erasmus.
—Bueno… —su cara se tornó un poco apesadumbrada—. He tenido algunos problemas y no puedo costearme el viaje, y la beca no me daba para todos los gastos.
—Pues ya es mala suerte —respondí—. Pero bueno, al menos ahora puedes centrarte por completo en hacer el trabajo —ella asintió—. ¿Por qué no me cuentas con más detalle el tema que me has propuesto? Cuando lo leí en tu correo me pareció interesante, pero un poco difuso.
Estuvimos hablando durante un buen rato. La verdad es que el tema era realmente interesante, pero mentiría si no dijera que hubiera aceptado tutorizarla, en cualquier caso. A ver, no es que pensara hacer nada, claro, pero… yo qué sé, ¿cómo iba a decirle que no si me miraba de aquella manera?
—Pues entonces quedamos para empezar a trabajar dentro de dos semanas, el día 18 a la misma hora —dije mientras anotaba la tutoría en mi calendario digital, y ella en una agenda rosa llena de dibujitos.
—Genial, muchas gracias, Jaime —se levantó entonces y se dio la vuelta para marcharse, pero entonces se dio cuenta de que el cordón de una de sus zapatillas, unas converse, se había desatado—. ¡Ay! —exclamó, y se agachó para atarlas, pero en el movimiento la falda corta se levantó un par de centímetros y dejó atisbar la redondez de su nalga. Santo cielo—. Perdón— dijo cuando se volvió a enderezar, con una sonrisa un poco avergonzada—. Soy un poco torpe y no quiero tropezarme.
—Claro, tranquila —respondí, tratando de evitar su mirada—. Nos vemos pronto.
—¡Hasta luego!
En cuanto Lucía salió, me levanté del sillón y me acerqué a la puerta. Sus pasos se alejaban haciendo eco por el eterno pasillo. Puse una mano en la puerta y me di cuenta de que estaba respirando un poco agitado. Mi polla latía bajo mi pantalón, oprimida y pidiendo lo que era natural, así que eché el pestillo, corrí la cortina y me senté de nuevo. No era la primera ni la última paja que había caído allí, y Sandra y yo nos habíamos pegado unos cuantos polvos también.
Pero sí fue la primera que me hice pensando en Lucía.