Luisignacio13
Miembro activo
La tienda de ropa olía a tela nueva y perfume barato, con perchas llenas de vestidos brillando bajo las luces fluorescentes. Yo a mis 15, paseaba entre los pasillos, mis dedos rozando una blusa de seda que sabía que no podía pagar. La tentación era fuerte, y cuando creí que nadie miraba, deslicé la prenda bajo mi chaqueta, mi corazón latiendo con adrenalina. Pero no conté con Claudia, la dueña. A sus 57 años, era una figura imponente, su cuerpo robusto desbordando el vestido que llevaba, la tela tensa sobre su figura algo obesa. Su rostro, surcado de arrugas profundas y con un brillo grasoso, me hizo estremecer cuando sus ojos, pequeños y hundidos, se clavaron en mí desde el mostrador. Su cabello gris, recogido en un moño desaliñado, y el olor agrio de su sudor me revolvieron el estómago. Intenté salir, pero su voz, áspera y cortante, me detuvo.
—Niña, ven aquí —ordenó, señalando una puerta al fondo de la tienda. Mi cuerpo se tensó, pero la seguí, mis pasos vacilantes. La puerta se cerró tras nosotras, atrapándome en una oficina pequeña y desordenada, con pilas de facturas sobre un escritorio y una bombilla tenue parpadeando y haciendo ruido en el techo.
—¿Crees que no vi lo que hiciste? —dijo, su tono cargado de desprecio. Se acercó, su cuerpo bloqueando la salida. El olor rancio de su perfume me golpeó, y retrocedí hasta que mi espalda chocó contra una pared cubierta de cajas. —Saca la blusa. Ahora.
Intenté mentir, mi voz temblorosa. —No sé de qué habla… —balbuceé, pero ella se acercó más, su presencia abrumadora. —¡No me toques! — exclamé, empujando con ambas manos contra su pecho. Mis palmas chocaron contra la tela áspera de su vestido, pero su cuerpo, pesado y sólido, apenas se movió. Era mucho más fuerte, su masa física una ventaja aplastante. Intenté forcejear, girando las caderas para deslizarme a un lado, pero ella me atrapó, presionando su cuerpo contra el mío. Sus pechos, voluminosos y blandos, aplastaron los míos, y el roce de su vestido, ligeramente húmedo de sudor, me hizo estremecer de asco. Empujé de nuevo, mis uñas clavándose en sus brazos, pero ella capturó mis muñecas con una mano, sus dedos gruesos apretando con fuerza mientras las levantaba sobre mi cabeza. Su muslo, ancho y pesado, se deslizó entre mis piernas, forzándolas a separarse bajo mi falda corta. Intenté cerrar los muslos, mis músculos temblando por el esfuerzo, pero su fuerza era implacable, y el contacto de su cadera contra la mía despertó un calor traicionero que me horrorizó.
Sus labios, finos y agrietados, se cernieron sobre los míos, su aliento cálido y ligeramente agrio rozándome. —¿Crees que puedes robarme y salirte con la tuya, niña? —susurró, y antes de que pudiera responder, su boca se estrelló contra la mía. El beso fue torpe, invasivo, su lengua forzando su camino con una urgencia que me hizo retroceder contra las cajas. Sus dientes rozaron mi labio, un mordisco que dolió más de lo que excitó. Intenté girar la cabeza, mis hombros forcejeando contra su agarre, pero su mano libre se enredó en mi cabello, tirando con brusquedad para mantenerme en mi lugar. Su lengua exploró mi boca, y un gemido involuntario se me escapó, un sonido que me avergonzó profundamente.
Se apartó lo justo para mirarme, sus ojos brillando con una satisfacción cruel. —Vaya, pequeña… parece que tu cuerpo no miente como tú —dijo, su tono burlón y viscoso. Sus manos, torpes pero decididas, atacaron mi chaqueta, arrancándola para revelar la blusa robada. La tiró al suelo y desabrochó mi camiseta con una rapidez que rasgó la tela. Intenté cubrirme, cruzando los brazos sobre mi pecho, pero ella los apartó con un manotazo, dejando mi piel expuesta. El aire frío de la oficina endureció mis pezones bajo el encaje de mi sujetador, y su mirada codiciosa me hizo sentir vulnerable, atrapada.
—¡Para! —grité, pero mi voz era un susurro débil bajo el zumbido de la bombilla. Claudia deslizó sus manos bajo mi sujetador, levantándolo con un tirón que me hizo jadear. Sus dedos, ásperos y cálidos, rozaron mis pechos, apretando con una rudeza que me arrancó un gemido. Mi cuerpo, traidor, respondió, un calor húmedo acumulándose entre mis piernas, y la vergüenza me quemó las mejillas.
—No me das órdenes —gruñó, empujándome contra el escritorio. El borde de madera se clavó en mis caderas mientras ella levantaba mi falda con una brusquedad que rasgó la costura. Sus dedos encontraron mi ropa interior, arrancándola con un movimiento que me dejó expuesta. El aire chocó contra mi piel, pero su mirada, hambrienta y dominante, era lo que realmente me consumía.
Intenté una última resistencia, empujando contra su pecho con las palmas abiertas, pero ella se inclinó más, su peso inmovilizándome. Sus manos separaron mis muslos con una autoridad implacable, y su aliento, cálido y pesado, rozó mi centro. Antes de que pudiera prepararme, su lengua me encontró. El primer contacto fue un choque, torpe pero intenso, que me arrancó un grito. Mis manos se aferraron al borde del escritorio, mis uñas clavándose en la madera mientras su boca exploraba, succionaba, reclamaba.
Su lengua, aunque carente de delicadeza, era insistente, trazando círculos alrededor de mi clítoris con una presión que me hacía temblar. Sus dedos, gruesos y ásperos, se deslizaron dentro de mí, moviéndose con una rudeza que mezclaba dolor y placer. Intenté contenerme, pero mi cuerpo se rindió, mis caderas moviéndose contra su boca en una danza que me avergonzaba. El placer crecía, una marea que me arrastraba sin piedad, amplificada por el crujido de las cajas y el olor a tela vieja que llenaba la oficina.
—Eres mía —murmuró contra mi piel, su voz vibrando contra mí, y esas palabras me empujaron al borde. El orgasmo me atravesó como una explosión, mi cuerpo convulsionando mientras un calor abrasador se expandía desde mi centro. Mis músculos se tensaron, mis piernas temblaron violentamente, y un pulso profundo y rítmico recorrió mi cuerpo, haciendo que mis caderas se arquearan contra su boca. Cada roce de su lengua intensificaba las oleadas, enviando espasmos que me hacían jadear y gritar, mi voz ahogada por el silencio opresivo de la oficina. Un calor líquido se deslizó por mis muslos, mi piel ardiendo mientras mi visión se nublaba, el placer tan intenso que casi dolía. Mis dedos se enredaron en su cabello, anclándome a ella mientras prolongaba cada sensación, extrayendo gemidos que resonaban en el espacio cerrado.
Cuando finalmente se apartó, mis piernas cedieron, y me desplomé contra el escritorio, jadeante, mi piel empapada de sudor. Claudia se puso de pie, ajustando su vestido con una calma que contrastaba con el caos que había desatado. Sus ojos me recorrieron, aún deshecha, y esbozó una sonrisa torcida, satisfecha.
—Vuelve cuando quieras comprar algo, niña. Pero paga la próxima vez —dijo, su voz áspera pero cargada de autoridad.
Asentí, sin palabras, mi mente un torbellino de confusión y deseo. Porque, aunque su presencia me repelía, algo en mí, algo oscuro y nuevo, anhelaba volver a caer bajo su dominio.
—Niña, ven aquí —ordenó, señalando una puerta al fondo de la tienda. Mi cuerpo se tensó, pero la seguí, mis pasos vacilantes. La puerta se cerró tras nosotras, atrapándome en una oficina pequeña y desordenada, con pilas de facturas sobre un escritorio y una bombilla tenue parpadeando y haciendo ruido en el techo.
—¿Crees que no vi lo que hiciste? —dijo, su tono cargado de desprecio. Se acercó, su cuerpo bloqueando la salida. El olor rancio de su perfume me golpeó, y retrocedí hasta que mi espalda chocó contra una pared cubierta de cajas. —Saca la blusa. Ahora.
Intenté mentir, mi voz temblorosa. —No sé de qué habla… —balbuceé, pero ella se acercó más, su presencia abrumadora. —¡No me toques! — exclamé, empujando con ambas manos contra su pecho. Mis palmas chocaron contra la tela áspera de su vestido, pero su cuerpo, pesado y sólido, apenas se movió. Era mucho más fuerte, su masa física una ventaja aplastante. Intenté forcejear, girando las caderas para deslizarme a un lado, pero ella me atrapó, presionando su cuerpo contra el mío. Sus pechos, voluminosos y blandos, aplastaron los míos, y el roce de su vestido, ligeramente húmedo de sudor, me hizo estremecer de asco. Empujé de nuevo, mis uñas clavándose en sus brazos, pero ella capturó mis muñecas con una mano, sus dedos gruesos apretando con fuerza mientras las levantaba sobre mi cabeza. Su muslo, ancho y pesado, se deslizó entre mis piernas, forzándolas a separarse bajo mi falda corta. Intenté cerrar los muslos, mis músculos temblando por el esfuerzo, pero su fuerza era implacable, y el contacto de su cadera contra la mía despertó un calor traicionero que me horrorizó.
Sus labios, finos y agrietados, se cernieron sobre los míos, su aliento cálido y ligeramente agrio rozándome. —¿Crees que puedes robarme y salirte con la tuya, niña? —susurró, y antes de que pudiera responder, su boca se estrelló contra la mía. El beso fue torpe, invasivo, su lengua forzando su camino con una urgencia que me hizo retroceder contra las cajas. Sus dientes rozaron mi labio, un mordisco que dolió más de lo que excitó. Intenté girar la cabeza, mis hombros forcejeando contra su agarre, pero su mano libre se enredó en mi cabello, tirando con brusquedad para mantenerme en mi lugar. Su lengua exploró mi boca, y un gemido involuntario se me escapó, un sonido que me avergonzó profundamente.
Se apartó lo justo para mirarme, sus ojos brillando con una satisfacción cruel. —Vaya, pequeña… parece que tu cuerpo no miente como tú —dijo, su tono burlón y viscoso. Sus manos, torpes pero decididas, atacaron mi chaqueta, arrancándola para revelar la blusa robada. La tiró al suelo y desabrochó mi camiseta con una rapidez que rasgó la tela. Intenté cubrirme, cruzando los brazos sobre mi pecho, pero ella los apartó con un manotazo, dejando mi piel expuesta. El aire frío de la oficina endureció mis pezones bajo el encaje de mi sujetador, y su mirada codiciosa me hizo sentir vulnerable, atrapada.
—¡Para! —grité, pero mi voz era un susurro débil bajo el zumbido de la bombilla. Claudia deslizó sus manos bajo mi sujetador, levantándolo con un tirón que me hizo jadear. Sus dedos, ásperos y cálidos, rozaron mis pechos, apretando con una rudeza que me arrancó un gemido. Mi cuerpo, traidor, respondió, un calor húmedo acumulándose entre mis piernas, y la vergüenza me quemó las mejillas.
—No me das órdenes —gruñó, empujándome contra el escritorio. El borde de madera se clavó en mis caderas mientras ella levantaba mi falda con una brusquedad que rasgó la costura. Sus dedos encontraron mi ropa interior, arrancándola con un movimiento que me dejó expuesta. El aire chocó contra mi piel, pero su mirada, hambrienta y dominante, era lo que realmente me consumía.
Intenté una última resistencia, empujando contra su pecho con las palmas abiertas, pero ella se inclinó más, su peso inmovilizándome. Sus manos separaron mis muslos con una autoridad implacable, y su aliento, cálido y pesado, rozó mi centro. Antes de que pudiera prepararme, su lengua me encontró. El primer contacto fue un choque, torpe pero intenso, que me arrancó un grito. Mis manos se aferraron al borde del escritorio, mis uñas clavándose en la madera mientras su boca exploraba, succionaba, reclamaba.
Su lengua, aunque carente de delicadeza, era insistente, trazando círculos alrededor de mi clítoris con una presión que me hacía temblar. Sus dedos, gruesos y ásperos, se deslizaron dentro de mí, moviéndose con una rudeza que mezclaba dolor y placer. Intenté contenerme, pero mi cuerpo se rindió, mis caderas moviéndose contra su boca en una danza que me avergonzaba. El placer crecía, una marea que me arrastraba sin piedad, amplificada por el crujido de las cajas y el olor a tela vieja que llenaba la oficina.
—Eres mía —murmuró contra mi piel, su voz vibrando contra mí, y esas palabras me empujaron al borde. El orgasmo me atravesó como una explosión, mi cuerpo convulsionando mientras un calor abrasador se expandía desde mi centro. Mis músculos se tensaron, mis piernas temblaron violentamente, y un pulso profundo y rítmico recorrió mi cuerpo, haciendo que mis caderas se arquearan contra su boca. Cada roce de su lengua intensificaba las oleadas, enviando espasmos que me hacían jadear y gritar, mi voz ahogada por el silencio opresivo de la oficina. Un calor líquido se deslizó por mis muslos, mi piel ardiendo mientras mi visión se nublaba, el placer tan intenso que casi dolía. Mis dedos se enredaron en su cabello, anclándome a ella mientras prolongaba cada sensación, extrayendo gemidos que resonaban en el espacio cerrado.
Cuando finalmente se apartó, mis piernas cedieron, y me desplomé contra el escritorio, jadeante, mi piel empapada de sudor. Claudia se puso de pie, ajustando su vestido con una calma que contrastaba con el caos que había desatado. Sus ojos me recorrieron, aún deshecha, y esbozó una sonrisa torcida, satisfecha.
—Vuelve cuando quieras comprar algo, niña. Pero paga la próxima vez —dijo, su voz áspera pero cargada de autoridad.
Asentí, sin palabras, mi mente un torbellino de confusión y deseo. Porque, aunque su presencia me repelía, algo en mí, algo oscuro y nuevo, anhelaba volver a caer bajo su dominio.