Las pijas también saben follar

Manerin

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9 Ago 2023
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Como ya he contado alguna vez, me crie en un pueblo muy pequeño hasta bien entrada la adolescencia. Posteriormente seguí yendo, pero de manera irregular. En verano, en Navidad, cuando teníamos alguna celebración… antes de que llegase todo eso, los veranos eran una repetición con pequeñas variaciones. El calor, las bicis, la piscina, el polideportivo, los mismos bancos de siempre, la pandilla... Pero eso no impedía que fuese la mejor época del año igualmente. No solo no teníamos clases, sino que además eran fechas de fiestas patronales en todos los pueblos de la zona. Esto fue lo que más recuerdos imborrables nos dio. Nuestra primera borrachera, nuestros primeros ligues, alguna que otra pelea… todo lo que no socializabas durante el año, lo hacías estos meses. Mi grupo de amigos era un grupo bastante heterogéneo: chicos y chicas de varias edades. La más mayor de la tropa le sacaba al más pequeño 6 años. Éramos pocos, por lo que nos empezamos a juntar por pura necesidad. Algunos nos pasábamos todo el año en el pueblo, pero otros venían solo en verano. Por ejemplo, Conchi. Era parte del grupo desde que tengo uso de razón. Venía de Barcelona, una ciudad que para nosotros era como otro mundo. Ella también era de otro mundo. Muy pija. Siempre arreglada, con expresiones que nadie usaba aquí, con una mezcla entre sofisticación e ingenuidad que la hacía parecer casi de juguete. Sí, muy pija. Pero tenía encanto.

A pesar del contraste, se integró en la pandilla desde la primera vez que vino. Era dulce, ingenua, sin maldad, alegre… de vez en cuando era el centro de las bromas, pero todos le teníamos aprecio. Y era preciosa. La primera vez que la vi ya me lo pareció. Tenía una cara hermosa. Pero creo que siempre la vi más como una hermana pequeña que como una mujer. No la tomaba en serio por el contraste y porque nos conocíamos desde que éramos unos mocosos. Era amiga. Había confianza, nos reíamos, nos peleábamos por tonterías. Pero jamás —jamás— se me cruzó por la cabeza que pudiera pasar algo entre nosotros.

Era el primer día de fiestas. Ese año los padres de Conchi no vinieron, así que establecimos el patio de su casa como base (para guardar la bebida de todo el grupo, sobre todo). Estábamos tirados en el césped al lado de la piscina con unas litronas. Jugábamos a un juego que, por turnos, consistía en responder la pregunta que se nos formulase o beber un buen trago. Como os podéis imaginar, las preguntas estaban relacionadas con temas sexuales la mayoría de las veces: confesar fantasías, elegir entre dos o tres nombres de pastores del pueblo a cuál le harían una felación, confesar quién del pueblo nos había gustado en algún momento, cuál era el sitio más bizarro en el que habíamos tenido sexo… Conchi, pudorosa hasta los tuétanos, prefería beber antes que compartir sus intimidades la mayoría de las veces y se estaba empezando a poner beoda. Unas cuantas veces hice bromas relacionadas con su puritanismo. Por ejemplo, vimos a unos chavales meando en el campo de al lado y yo le tapé los ojos comentando que eso no podía verlo hasta el matrimonio. Nos reíamos todos.

No tardamos en quedarnos sin bebida. Me fui con Conchi a buscar provisiones a su casa, aunque lo hice para que no tuviese que bajarlo todo ella sola, alegué que debía protegerla alguien de los peligros nocturnos. De camino, seguimos bromeando. Era muy fácil vacilarle. Le pasé el brazo por encima, sujetándole unos segundos el hombro del lado contrario. Quería mostrarle afecto, a pesar de picarle tanto.

—Confundes ser vulgar con ser una mojigata, que no tiene nada que ver— me reprochó.

—El celibato no tiene nada de malo, no te avergüences— le contesté, payaseando.

Estábamos llegando ya a su casa. En la puerta, se empezó a reír consigo misma. Le interrogué con la mirada, extrañado.

-Cosas mías- concluyó. Antes de reanudar el paso, me hizo una caricia en la mejilla. Puede que fuese un gesto amistoso, un gesto burlón, un gesto sexy… para mí fue todo eso a la vez. Lo achaqué al alcohol. Normalmente no suele ser tan juguetona.

Subimos. Su casa era antigua, con techos altos y muebles que olían a verano guardado. Al entrar, recargamos la bebida y, antes de marcharnos, me ofreció un tour, por el enorme edificio. Fuimos habitación por habitación, hasta que llegamos a un dormitorio con tres camas de muelles que crujían solo con mirarlas.

Me tiré para probarla. Di un par de saltos. Los muelles chillaron todo lo que no habían chillado en años, inmóviles.

—Dios, en estas camas… está jodido darse cariño —

—Típica respuesta de un mojigato— me respondió

Dio un trago de la litrona, la dejó encima de un mueble y se subió a la cama. Dio varios saltos llevando los muelles al límite. En uno de esos cayó prácticamente encima de mí. Quedamos cara a cara, tan cerca que ya no era una broma. Y sí, me quedó claro que era guapísima. Yo me reí, medio incrédulo. No podía tomarla en serio. Esta situación no me encajaba con Conchi. No podía haber ninguna intención. Así que respondí con normalidad. Le dije que tuviera cuidado, que eso podía ser peligroso si lo hacía encima de hombre. Tan peligroso como pisar una mina. No esperaba nada con esa frase, pero le tocó algo. Me miró seria, como si le hubiera herido el orgullo.

—¿Y tú qué sabes listo? —me dijo—. No tendría ningún problema.

No sabía qué responder y durante un par de segundos hubo un silencio incómodo.

—¿Sabes por qué me reía antes? —me dijo desafiante— te burlas de mí porque crees que no sabría que hacer con un hombre desnudo… Y he podido con dos a la vez. Y tú, ¿qué? A ti te quitaba la tontería rápido— sentenció.

Era como si, de pronto, se hubiera arrancado la máscara de niña fina y me estuviera hablando otra Conchi. Una que no conocía, pero que me fascinó al instante. Me cambió el chip. La atraje hacia mí con decisión. Nos besamos. No fue un beso tonto de verano, fue uno de esos que se sienten en el estómago. Apasionado, torpe, joven, eléctrico. Las caricias por encima de la ropa pronto fueron insuficientes y empezamos a buscarnos la piel. Ella llevaba la iniciativa y marcaba el ritmo. Intenté ir más despacio, pero llevaba totalmente las riendas.

Y lo que vino después... fue inesperado, intenso, tan real como irreal. Como si tratase de demostrarme que no era cierto todo lo que le había bromeado, me sacó el pene por encima de la bragueta con una mirada lujuriosa que no había visto nunca. Con ansia. Como si quisiera demostrar que no tenía nada de niña, que no era solo una pija de Barcelona, y que yo había tardado demasiado en verla como era.

Apartó el pantalón lo mínimo imprescindible para poder maniobrar y… me dejó sin palabras cuando se la metió en la boca. En esa boquita diminuta. No sé si disfrutaba más del placer que me daba o de la visión que tenía delante. La de Conchi intentando engullir una polla que no le cabía. No soy un superdotado, pero a su lado parecía muy grande. Sus manos pequeñitas la rodeaban con dificultad y era terriblemente excitante.

Nos desnudamos. Cuando parecía que la situación no podía mejorar, lo hizo. Joder, cómo me pone desnuda. Es chiquitina, tiene caderas y muslos, un vientre liso y unas tetas medianas, pero más firmes no pueden estar. Ni tampoco más duras. Con los pezones rosados, invertidos. Un poco separadas pero muy redondas. El pelo del coño lo tiene trabajado, no tiene mucho. Es un coño pijo. Lo que no encaja es unos grandes labios mayores, que cuelgan y no paran de moverse con ella. Dan mucho juego. No estuvimos más de media hora porque nos estaban esperando. A mí me pareció mucho más. Disfruté cada segundo. En parte, porque no lo vi venir.

Desde ese día, cada vez que escucho un somier crujir, me acuerdo de ese dormitorio, de sus palabras, de sus cabalgadas y de ese salto que lo cambió todo.
 
Muy buen relato, espero continuación porque es muy interesante
 
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