Lola

Tiravallas

Miembro
Desde
13 Jul 2024
Mensajes
20
Reputación
89
Mi prima Lola siempre fue especial, solitaria, rara, y hasta un poco bruja.​


Cuando somos jóvenes todo es muy intenso, todo es trascendental y nos apasiona. Yo era el primero que se obsesionaba cuando algo le interesaba, pero poco a poco, los libros que iba leyendo y mi propia experiencia me ayudaron a comprender que en general es mejor no radicalizarse, so pena de convertirse en un fanático insensato y peligroso.

Desde que recuerdo, nuestra familia siempre estuvo muy unida. La casa de mis abuelos constituía el centro social alrededor del cual nos adheríamos padres, madres, hijos, tías, tíos y primos. Todo el clan. Los domingos nos reuníamos allí para comer. Era una tradición que me inculcaron de pequeño y con la que crecí a lo largo de la infancia.

Mi madre era la mayor de tres hermanas y la única que aún seguía casada. En cambio, mis tías Manuela y Rosario parecían competir por ver quién de las dos llegaba del brazo del hombre más apuesto, rico, culto o divertido a nuestra cita dominical. Mi tía Manuela solo tenía un hijo y Rosario, la pequeña de las hermanas, una hija. Por tanto, éramos una cuadrilla de tres primos, de manera que jugábamos, reíamos, peleábamos y nos reconciliábamos constantemente, pues estar enfurruñados era muy aburrido.

Mi primo Fernando, al que todos llamábamos Nando, era además uno de mis mejores amigos. Aunque siempre fuimos muy diferentes, nos entendíamos bien si nos convenía, pues ya se sabe: la unión hace la fuerza. Casi siempre nos salíamos con la nuestra y lo pasábamos fenomenal. Como mis tíos estaban divorciados, Nando pasaba mucho tiempo solo en su casa y, a partir de cierta edad, también empezamos a quedar entre semana.

El caso de Lola, nuestra prima pequeña, era distinto. Nando y yo éramos chicos y prácticamente de la misma edad, pero ella había nacido dos años más tarde, convirtiéndose en la niña mimada y centro de atención del matriarcado. Además, su padre la había abandonado nada más nacer, de manera que todas se sentían en el deber de prestarle especial atención.

Afortunadamente, estar tan protegida no la afectó en absoluto. Al contrario, Lola nos seguía a todas partes y trataba de imitar nuestras hazañas de chicos en lo alto de árboles y tapias. Siempre fue muy intrépida, y Nando y yo nos convertimos sus referentes durante la infancia. Nosotros la queríamos y cuidábamos mucho, aunque también nos gustaba hacerla rabiar. Sucedía así cuando éramos pequeños, y no cambió demasiado cuando alcanzamos la juventud.

— Nando, dile que se coma un pimiento de los que pican.

— Sí, claro, y que la abuela me castigue…

— Venga, verás que risa.

— Pues díselo tú —contestaba yo sintiendo lástima de Lola.

— Yo soy mayor que tú y me tienes que obedecer.

— ¡Por siete meses!

— No seas quejica, Alberto.

— Venga, va. Pero la próxima vez te toca a ti.

Las triquiñuelas para salirse con la suya no perjudicaron mi relación con Nando, al contrario, yo admiraba su audacia, aunque ésta se debiera en parte a su falta de sentido común.

Un día, años más tarde, Nando me incitó a participar en otra de sus trastadas. Se trataba de escondernos en la habitación de mi prima para verla desnuda. Hacía poco que habíamos estrenado el verano, y al bajar a refrescarnos al río nos habíamos percatado de que ese invierno a Lola le habían crecido unas tetas que, evidentemente, queríamos ver a toda costa.

No fue hasta que estuve escondido debajo de la cama junto a Nando, cuando comprendí la gravedad de lo que íbamos a hacer. Con todo, ya era demasiado tarde para echarse atrás, Lola subiría para vestirse en cualquier momento y podría sorprenderme saliendo de su cuarto. Así habría sido con toda seguridad, ya que Lola entró en la habitación unos instantes después.

Como no llevaba sostén, en cuanto mi prima se deshizo de la parte superior del pijama, Nando y yo verificamos lo que habíamos intuido. Eran unos pechos pequeños, macizos y que, debido a su inmadurez, no precisaban de sostén para mantenerse firmes. Lo malo fue que sólo pudimos contemplarlos un segundo, pues Lola tomó un libro y se echó en la cama a leer.

Los minutos se burlaban de nosotros, reteniéndonos allí contra nuestra voluntad. El día de antes habíamos trasnochado y comenzó a entrarme sueño, cuando de pronto Nando me dio un toque en el hombro. Los senos de mi prima se evaporaron de mi mente somnolienta, pero eso fue lo de menos, una menudencia al lado de lo que me esperaba cuando me despabilé. Lola estaba gimiendo.

Nos asomamos, uno por cada lado de la cama. La imagen que contemplé me perseguiría toda la vida, no me dejaría jamás. La joven ninfa yacía desnuda, con los ojos cerrados y muy a gusto. Al trasluz de la ventana, Lola se amasaba con sensualidad una de aquellas bolas de billar mientras su otra mano revolvía en los pliegues de su sexo como buscando algo.

Abrí la boca fascinado por la sensualidad de lo que veía. La anatomía de Lola había dado un salto hacia delante, salvando los años de edad que la separaban de nosotros y alcanzándonos. Se había estirado en altura, le habían crecido unos pechos prometedores, su cintura había encogido y sus facciones se habían afilado, y sobre todo ello estaba su indómito apetito sexual.

Enseguida fruncí el ceño. Aprovechando que Lola no solo no habría los ojos, sino que se hallaba cada vez más enajenada, Nando había salido de debajo de la cama, extraído su miembro y, en contraste con nuestra escandalosa primita, se lo meneaba con sigilo.
Lola no, ella sollozaba con progresivo entusiasmo, haciendo ruido al deslizar arriba y abajo los pies sobre las sábanas y retorcerse como una serpiente. Su forma de gozar me dejó embelesado.

Aún así, me disgustó que Nando estuviese tan empalmado observando a Lola, que era como una hermana pequeña, hasta que me di cuenta de que yo estaba igual. Tampoco comprendí que mi primo no se masturbara propiamente, sino que se limitara a acariciar su miembro con tiento, conminándolo a crecer, a alcanzar su máxima expresión y envergadura.

A pesar de mis remordimientos, no perdí de vista la flor abierta y carnosa que germinaba entre los muslos de Lola. Sus pétalos, cada vez más hinchados y suculentos, le conferían el aspecto de una flor carnívora, un señuelo creado para atraer y capturar a los machos de su especie, requisito que cumplíamos tanto mi primo como yo.
Lola, ofuscada y próxima al orgasmo, comenzó a sacudir la pelvis de un modo explícito, reflejo, programado en sus genes. Hasta mi nariz llegó el aroma a azahar que emanaban los efluvios de aquella extraña flor, en tanto que mi prima jadeaba por el inminente clímax…

— ¡OOOGH! —prorrumpió súbitamente Nando al correrse y truncar el éxtasis de Lola.

— Pero qué… —se sorprendió Lola sin entender qué la salpicaba para, acto seguido, gritar de espanto y huir del esperma de Nando— ¡¡¡CERDO!!!
Nando la ignoró y continuó descargando sobre las sábanas, mostrando un pérfido placer en ello.

— ¡Asqueroso! —gruñó Lola con impotencia, tapándose con los brazos como buenamente podía.
Pero el cabrón de mi primo se vació a conciencia, regodeándose al exprimir de su polla las últimas gotas. Y lo peor fue que entonces giró la cabeza en mi dirección y se encogió de hombros como diciendo: “¿Qué? ¿Nos vamos?”.

— ¡Tú! —rezongó Lola entre la indignación y la decepción— ¡Sois los dos unos niñatos! Iros ahora mismo o se lo contaré a las tías. O no, mejor a la abuela —rectificó con maldad, regodeándose al nombrar a la matriarca del clan— ¡Os vais a enterar!

— No hace falta que la molestes, que ya nos vamos —adujo mi primo con fingida indiferencia, pues conocía de primera mano la eficacia disciplinaria de la abuela Engracia— Además, para lo que hay que ver…

— Lola, yo… —balbucí como un imbécil.

— ¡Tesoro, te estamos esperando! —se escuchó súbitamente desde abajo.

Mi tía era una mujer de cuarenta y tantos años, alta y delgada, con el pelo muy negro, recogido en un prieto moño. Esa aparente austeridad era desmentida por el bucle que se escapaba de los cabellos y le caía sobre el hombro, demasiado ondulado y brillante para ser accidental.
— Tenéis que iros... —exigió nuestra primita con urgencia, encantada de tener una excusa para librarse de nosotros— Por ahí no, idiotas —despotricó en cuanto nos vio echar a andar hacia la puerta— ¿Cómo habéis entrado?

— Bueno… —empezó a decir Nando— Por la ventana.

— ¿Y eso?

— Pues para verte las tetas.

Su reacción nos pilló desprevenidos. Se rio, y su risa duró veinte años, una risa de cuya comisura me colgaría para cruzar muchos abismos. Aunque esa fugaz concordia se esfumó como un espejismo. Ceñuda, Lola apartó el brazo con que cubría sus pechos y se puso en jarras, mostrándose tan pletórica y desnuda como era con quince o dieciséis años.

— Ya hablaré contigo… —me amedrentó, para luego guiñarme un ojo.
Me sentí pletórico, y Lola solo tuvo que mirarme para saberlo. Por desgracia en ese momento se abrió la puerta.

— ¿Tesoro, qué…?
Su madre nos miró fijamente, aturdida por nuestra presencia allí, por aquellos muchachos cuya mera presencia mancillaba la honra de su hija. Una gota de sudor rodó por mi frente mientras me guardaba las bragas de Lola en el bolsillo de detrás.

— ¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó mi tía, mirando alternativamente de su hija a nosotros.

— Han caído del cielo, mamá —afirmó mi prima con total naturalidad—, pero ya se van.

Y, uno tras otro, saltamos al patio a través de la ventana.

El sol se ponía en el huerto cuando nos despertamos de la siesta. Nando maldijo una vez más, escupió en el suelo mascullando que tenía sed y desapareció dejándome solo para subir las herramientas. Necesité otra media hora para terminar de arreglar los surcos para el siguiente riego y cargar la carretilla, luego volví a inspeccionar el huerto y guardé todo en el cobertizo.

Di un último paseo por lo alto de la tapia antes de volver a casa de los abuelos, desanduve el camino y me sobresalté cuando me di de bruces con la chica del vestido verde, y que esa mañana había dejado de considerar como la hermana que nunca había tenido.
Lola tenía ese extraño don de aparecer de repente con las mejillas rojas y hojas secas en el cabello. Parecía recién salida del bosque que empezaba a pocos metros del muro trasero de la finca, como la ninfa que siempre fue y yo no había sabido ver.
— Lo siento mucho, Alberto, pero mi madre no quiere que vuelva a estar con vosotros a solas. Dice que una joven como Dios manda no se relaciona con chicos hasta la universidad; que he tenido suerte de que no me hayáis violado.

— Pero yo…

— Somos primos, no podemos follar, y punto, ¿entendido?

— Entendido —admití con pasmo.

— Muy bien, pues esta noche a las once en el cementerio.

— ¿Eh?

— ¡Qué nos vemos esta noche en el cementerio! ¡A las once! —repitió exasperada por mi cortedad de entendederas.

— Pero tu madre no ha dicho…

— Hace mucho que no la escucho, idiota. Ya soy mayor.

— Pero… ¿en el cementerio? —balbuceé.

— No irás a decir que tienes miedo —se mofó, socarrona— Los hombres nunca lo tienen.

A medida que crecíamos, Lola era cada vez más rara, pero aquello era el colmo.

— Yo… En los cementerios sólo hay muertos —disimulé con desdén.
Ella me miró como si de verdad fuese un idiota.

— ¿Yo te parezco muerta?

— Bueno, tú no.

— Pues esta noche estaré en el cementerio, y no entiendo que te asusten los muertos. ¿Acaso los muertos declaran guerras? ¿Roban a la gente? ¿Violan mujeres? No, Alberto. Los muertos son nuestros amigos. Sobre todo nuestros antepasados, que nos previenen de los errores que cometieron. Más te valdría tener miedo de los vivos.

La miré boquiabierto. Nunca había oído a nadie hablar así.

Salió corriendo, pero se paró de repente.

— ¡Y no le digas nada a Nando!
Caminé como sonámbulo de regreso y no abrí la boca en toda la cena. Incluso el bruto de mi primo notó algo raro.

— ¿Y a ti qué te pasa? —preguntó con voz desdeñosa.

— Nada.

Pero algo me había pasado. El nombre de mi prima que ya no era mi prima daba vueltas en mi cabeza como en esas melodías que los mayores cantan cuando han bebido demasiado, esas canciones que les devuelven los ojos de los veinte años.

Lola…
Sonaron las diez y media en el campanario del pueblo. No sabía qué hacer respecto a la invitación de mi prima, nunca me había invitado a ninguna parte, y mucho menos a un cementerio. En esos momentos, me habrían sido muy útiles los conocimientos de Nando, pero se esfumó en cuanto acabamos de cenar.
Supuse que habría ido a tirarle los tejos a doña Cristina, aun a riesgo de salir malparado. Nando tenía aire soñador y en ese pueblo no había demasiados motivos para soñar. La estanquera se había separado de mala manera y, según decían, ahora dispensaba la mercancía que siempre había negado al marido. Tenía guasa que la mujer hubiera necesitado cincuenta años y un divorcio para decidirse a inaugurar su pórtico de la gloria. Fuera como fuera, el rumor se había extendido y el trasero de la estanquera ejercía un poderoso magnetismo entre los varones del contorno, fumadores o no.

Por mi parte me puse en camino por cortesía, mientras debatía conmigo mismo si seguir adelante o regresar y, cuando decidí que no era cortés molestar a los muertos, la verja abierta del cementerio apareció ante mí y la campana mayor de la iglesia quebrantó la noche. En ese momento, Lola surgió del bosque como una aparición.

Pasó junto a mí sin mirarme, se detuvo a los pocos pasos al notar que no me había movido y me dirigió una mirada impaciente.
— ¿Vienes o no?

Lola nunca estaba quieta. Observarla, describirla, era una tarea peliaguda. Era guapa a su manera. Su novedosa feminidad residía en sus curvas, en la sensual forma de moverse, abriéndose paso como si no existieran obstáculos para tanto poderío.

Los ojos casi demasiado grandes bajo una melena negra, rizada, los rasgos esculpidos en hueso y la piel tostada avalaban del origen mediterráneo de su raza. Se dirigía hacia un sitio en concreto.

— Este es el panteón de nuestra familia. Moisés está aquí.

— ¿Era el bisabuelo?

— Es el bisabuelo —me corrigió, como si el difunto aún viviera— ¡Maldita guerra! —renegó Lola— ¿Tú qué opinas?

— ¿De qué?, ¿de la guerra?

— Sí. Yo creo que la entrada a tiempo de Estados Unidos hubiera inclinado la balanza a nuestro favor y el bisabuelo no habría muerto en balde, pero desconfiamos de las promesas de los Yankis pensando que terminaría mal, ¿no crees?

— Bueno…, sí.

— ¿Bueno…, sí?

— Es que no lo sé.

— ¿Y a qué esperas, a que baje el Espíritu Santo a iluminarte?

— ¿Cómo sabes todo eso? —pregunté, un poco ofendido.

— Como todo el mundo. Leo libros, veo las noticias, escucho las conversaciones de los mayores, y hasta leo el periódico los domingos.

— ¿Con qué dinero?

— Se lo robo a mi madre. Es por su bien, para que no tenga una hija ignorante. Si quieres, puedo prestarte algún libro. Te vendrá bien, palurdo.

— ¿Libros de qué? —pregunté, sin hacer caso alguno a sus provocaciones.

— ¿Tú de qué sabes?

— De música.

— Entonces, te prestaré libros de todo excepto de música —expuso sonriendo de oreja a oreja— Sabes, mi madre dice que pierdo el tiempo leyendo tonterías sobre gente muerta. Hablando de muertos, ¿vamos?

— ¿Adónde?

— A escuchar a los muertos. A qué crees que hemos venido, ¿eh, salido?

Lola era una funámbula que caminaba sobre la cuerda floja en una turbia frontera trazada entre dos mundos. Hay quienes dijeron entre la razón y la locura. Me peleé en más de una ocasión, a veces físicamente, con quienes la acusaron de estar loca de remate.

Escuchar a los muertos era su pasatiempo favorito. Se dedicaba a hacerlo desde que un día, a los cinco años de edad, se quedó dormida en una tumba durante el entierro de su otra abuela. Se había despertado con la cabeza llena de historias que no eran suyas y que, por tanto, solo podían haberle susurrado desde abajo.
Se tendía sobre las tumbas, unas veces al azar y otras porque conocía al flamante inquilino. Según su propia confesión, ningún muerto había vuelto a hablarle. Pero quería estar allí, por si acaso alguno de ellos sentía la necesidad de confiarle algo.

Lola se ofendió cuando me negué categóricamente a acostarme sobre una tumba, aunque se limitó a preguntar:

— ¿Y de qué tienes miedo?

— De molestar a los fantasmas y que luego vengan y me persigan.

— ¿Que te persigan? ¿Tan interesante te crees?
Me encogí de hombros, pero Lola enseguida me persuadió.

— Si te tumbas, te chupo la polla.

— Oh… Eh… ¿Dónde?

Lola señaló la tumba de nuestro bisabuelo. El legendario Moisés Grandes.

— “¡Anda que no era chulo, tu bisabuelo! —empezó a recitar esas mismas frases que todos habíamos oído docenas de veces a la abuela Engracia— Y a caballo aún estaba más guapo, sobre todo cuando salía sin camisa, que… ¡válgame Dios! Hasta a las monjas tentaba, y él muy diablo lo sabía bien... “Ándate con ojo, Moisés, que ya has preñado a dos...”, le decía tu tatarabuela a sabiendas de que llevaba las hembras en ristre, jóvenes y no tan jóvenes, y hasta una viuda que le pagaba los trajes. “¡Ponte una camisa, hijo, que con tanto galope esto va a acabar en una desgracia!” Y ¿sabes qué le contestó?, pues “No te preocupes, madre, que no me voy a tirar por la ventana de ningún dormitorio”. ¡Si sería cabrón! ¡Como si su madre no supiera que había molido a palos al primer cornudo que se atrevió a plantarle cara! ¡Quince hijos tuvo, que se supiera…!”.

Sonreí al verla interpretar uno de los muchos monólogos de la abuela, y tuve claro que mi prima era una ferviente admiradora de nuestro mítico antepasado, de modo que me tumbé sobre su losa a pesar de que en ese instante mi polla no fuera mayor que un cacahuete, y recé para recibir el influjo de la testosterona que mi bisabuelo había derrochado cien años atrás.

— Tienes que yacer con las manos así, como si estuvieras muerto de verdad —me explicó, poniéndomelas como ella quiso— ¡Y cierra los ojos, hombre!
Obedecí, qué remedio, no quería que se disgustara conmigo. Ya me consideraba un salido y un palurdo, y no me apetecía que me considerase también un cobarde. Aguardaría inmóvil como un cadáver el tiempo que fuera preciso. Esperé y esperé, prestando atención a los escasos sonidos que mi prima producía.

— Te quiero, Alberto —dijo de repente— Siempre te he querido, y también a Nando, a los dos, aunque seáis tan distintos. Tú tan dulce, y él tan… varonil; tú tan callado, tan tímido, y él alegre y divertido; tú atento y él tan estricto; tú generoso y Nando astuto e interesado… A veces pienso que entre los dos habéis sustituido al padre que nunca he tenido. Mi cariño por vosotros se ha ido transformando, creciendo cada vez más, y ahora deseo que seáis míos, los dos. Esta noche lo serás tú, porque confío más en ti para mi primera vez. Pero en unos días también lo será él.
Yo no daba crédito, nunca había sospechado nada, de modo que empecé a pensar que además de un cerdo y un palurdo, también era un pardillo. Por otra parte, recalcaré que mi prima siempre fue muy especial, solitaria, leyendo a todas horas, rara, loca decían, y hasta un poco bruja.

— Quizá pienses que soy demasiado joven como para que tu mirada me afecte de este modo —prosiguió—, pero aún así siento un cosquilleo y unas palpitaciones que claman lo contrario.

Además, en un mes, mi madre y yo nos iremos a Londres. Va a impartir clases en Oxford como profesora asociada. No te enfades conmigo, ya sé que soy una pesada, pero no sabes cuantas veces he soñado con meter mi mano en tu pantalón, con sentir como tu sexo crece entre mis dedos y lo convierto en mi obra de arte.
Lo que pasa es que, a medida que hablaba, mi prima iba haciendo realidad su fantasía, bajándome la cremallera mientras me miraba sin pestañear y asía mi erección.

— Me imagino que estás viendo la tele, que no es el mejor momento, y sé que te molesta, pero precisamente por eso tiene tanto valor para mí que me permitas hacerlo. Notarla dormida, a la espera de que mis dedos la despierten, deseando que crezca, lentamente, hasta sentir como su tamaño aumenta buscando salir del pantalón.

¿Lo notas? Es como si la fuese moldeando a mi gusto. Notas como, gracias a mí, su flexibilidad y rugosidad del principio se van transformando en algo duro y hermoso.

La punta se agranda y ensancha hasta que parece a punto de explotar. Es entonces, cuando se yergue frente, la aprieto y admiro su magnífica potencia, cuando percibo en ti la presencia del bisabuelo Moisés, exigiendo la devoción de todas las mujeres del pueblo. Porque tú eres hijo de sus hijas, y ellas han seleccionados sus genes para ti, y para mí.

Una gotita transparente sale sonriente de la punta, me llama y, poseída por el frenesí, mi golosa lengua sale a su encuentro. Me acaricias la cabeza en señal de aprobación, me animas a hacerlo. ¡Oh, cuánto he deseado que te gustase! Que te complaciera el modo con que mis labios la devoran, se ciñen en torno a ella, haciendo que su dureza se sienta más intensamente. Y entonces te pasmo, pues he practicado para este momento. Sí, porque ansío fervientemente que me felicites.
Mi boca queda exhausta, plena, y al salir tu miembro, un hilo de saliva y líquido preseminal queda suspendido entre los dos, formando el más fuerte nexo de unión.
Te miro. Me miras. Nos reímos. Y vuelvo a por ti. Cuando te engullo por segunda vez, mi lengua no puede resistirse a acariciarte también. Quiere participar en nuestro juego. Mis dedos bajan tu piel, te sujeto para sentir como tiemblas y tus músculos se tensan.

Y de pronto un impulso veloz, cargado de fuerza y vida sale de ti, golpeando mi paladar como un rayo, inundando mi boca, cubriendo mis encías y dientes. Ciño mis labios en torno a ti y succiono con fuerza. Anhelo sorberte, tragar cuanto me das y sentirte bajar por mi garganta. Digerirte. Porque eres una delicia, Alberto, y te quiero con toda mi alma.

Inmediatamente después, Lola se arremangó el vestido. Estaba a mí lado y, asombrado, contemplé su fuente de vida, majestuosa, purpúrea, pues no había bragas que me lo impidieran. Mi prima me asió de nuevo la verga mientras yo, tan virgen como ella, la observaba muerto de miedo.

— Considéralo un regalo de despedida, y no cuentes con que se vuelva a repetir.

Se me puso encima y olvidé donde estaba y hasta quién era. Quería, por ser nuestra primera vez, ofrecerle los fuegos artificiales dignos de tan singular festejo. Pero fue ella quien, gracias a su pericia, hizo posible el apoteosis final y que yo creyera que me moría.

Lola se recostó a mi lado, apretó mi cabeza contra su pecho y me atusó el pelo como si, en lugar de dos años menos, tuviera veinte más. Y desde aquella noche en penumbra sé que cuando una mujer se acuesta con un hombre, ora en un hostal, ora en la parte trasera de un coche o en una cama prestada, es sólo para suavizar su caída.

CONTINUARÁ… y finalizará muy pronto con “Una feminista en apuros”.​
 
Atrás
Top Abajo