Más allá del matrimonio

GeorgeRMartin

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5 Dic 2025
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Este relato está dedicado y basado en 2 maridos maduros morbosos que les gustaría que esta historia se hiciera realidad. Como hecho excepcional se publican 2 capítulos. Si a los lectores les gusta, seguiré incorporando capítulos, saludos

CAPITULO 1 - ENTRE DESEOS Y SECRETOS

El aire acondicionado del Exe Gran Hotel Almenar Las Rozas susurraba con un zumbido constante, casi hipnótico, mientras filtraba el calor sofocante de la tarde madrileña. La habitación, decorada en tonos beige y gris perla, olía a jabón fresco y a la colonia cítrica que Jordi se había aplicado horas antes. Las cortinas gruesas, de un tejido opaco que apenas dejaba pasar destellos dorados del sol poniente, creaban un ambiente íntimo, casi clandestino. Sobre la cama king-size, con su colchón mullido y las sábanas de algodón egipcio ligeramente arrugadas, dos hombres se sentaban uno al lado del otro, sus respiraciones ya agitadas, sus miradas fijas en la pantalla plana que colgaba frente a ellos.

Jordi, con su cabello negro peinado hacia atrás en un slick back impecable, llevaba una camisa de lino blanca, desabotonada justo lo suficiente para dejar ver el vello oscuro de su pecho. Sus pantalones de vestir, de corte italiano, yacían en un montón desordenado a los pies de la cama, junto a los zapatos de piel negra que había dejado caer con urgencia. A su lado, Jorge, con su barba canosa recortada con precisión y el pelo corto peinado hacia un lado, vestía una camiseta ajustada de algodón que resaltaba sus hombros anchos, producto de años de ciclismo. Sus pantalones deportivos, de esos que se ajustaban como una segunda piel, estaban ahora enredados alrededor de sus tobillos, dejando al descubierto un calzoncillo bóxer de color oscuro que ya no ocultaba nada.

En la pantalla, las imágenes comenzaban a reproducirse. Era un vídeo grabado en ángulo bajo, probablemente desde un móvil apoyado en algún mueble, que mostraba a Marta, la esposa de Jordi, recostada sobre la cama de su ático, con las piernas abiertas en una invitación silenciosa. Llevaba un conjunto de encaje negro, pero las bragas ya estaban apartadas, dejando ver su coño depilado y brillante de excitación. Sus dedos, con las uñas pintadas de un rojo oscuro, se movían en círculos sobre su clítoris, mientras su otra mano masajeaba uno de sus pechos, apretando el pezón entre el índice y el pulgar. Un gemido ahogado escapó de sus labios carnosos, pintados de un tono burdeos que contrastaba con su piel morena.

- Mira cómo se abre de piernas, la muy puta- murmuró Jordi, su voz ronca, mientras su mano se deslizaba hacia su entrepierna. No llevaba calzoncillos, y su polla, ya semierecta, se irguió con rapidez al contacto. Sus dedos, largos y ágiles, se cerraron alrededor del tronco, comenzando un ritmo pausado, como si quisiera saborear cada segundo—. Siempre ha sido una exhibicionista, pero verla así, sabiendo que no somos nosotros quienes la estamos viendo… —Su aliento se entrecortó cuando en la pantalla, Marta introducía dos dedos dentro de sí, arqueando la espalda—. Joder, qué caliente está.

Jorge no respondió de inmediato. Sus ojos, de un verde apagado que delataba años de secretos guardados, estaban clavados en la pantalla, donde ahora aparecía Raquel, su esposa. Ella estaba de pie frente a un espejo, con las piernas ligeramente separadas y una mano apoyada en el cristal frío. Llevaba un vestido ceñido de color esmeralda que resaltaba sus curvas, pero lo había subido hasta la cintura, dejando al descubierto que no llevaba nada debajo. Su coño, más poblado que el de Marta, brillaba bajo la luz del baño, y sus dedos ya trabajaban en él con una urgencia que denotaba cuánto tiempo llevaba excitada.

—Dios mío —Jorge exhaló, su mano moviéndose hacia su propia entrepierna. Su bóxer ya no podía contener su erección, y su polla, gruesa y venosa, se liberó con un leve sonido de tela rozando piel—. Mira cómo se frota, la muy zorra. Como si supiera que la estamos viendo. —Su voz tembló cuando Raquel se giró ligeramente, mostrando su culo redondo y firme, marcado aún por las líneas del tanga que había llevado antes—. Y ese culo… —Tragó saliva—. Perfecto para aguantar una buena polla.

Jordi soltó una risita baja, casi un gruñido, mientras aceleraba el ritmo de su mano. El sonido húmedo de su piel moviéndose sobre su glande llenó el silencio de la habitación.

—¿Te gustaría verla con otra, Jorge? —preguntó, sus ojos brillando con malicia—. Imagínatela de rodillas, con esa boca pintada alrededor de una buena verga, mientras Marta y yo la observamos. O mejor… —Hizo una pausa dramática, disfrutando la forma en que el cuerpo de Jorge se tensaba al escuchar—. Que las dos se toquen. Que Raquel le coma el coño a Marta mientras tú y yo las grabamos.

Jorge gimió, su mano moviéndose más rápido. El precum ya brillaba en la punta de su polla, resbaladizo entre sus dedos.

—Joder, Jordi…— Su voz era un susurro áspero. — No me hagas esto. Sabes que me vuelve loco solo pensarlo.

En la pantalla, Marta había cambiado de posición. Ahora estaba a cuatro patas, con el culo en alto, mientras se penetraba con un consolador de color negro, grueso y realista. Cada embestida hacía que sus pechos, libres del sujetador, se balancearan, y sus gemidos se volvieron más altos, más desesperados.

—¡Ah, sí! ¡Así, cabrón, así me gusta! ¡Dame más! —gritó, aunque no había nadie más en la habitación con ella. Pero eso no importaba. Lo que importaba era el espectáculo.

Jordi no pudo resistirse. Se inclinó hacia adelante, su mano libre buscando el control remoto sobre la mesita de noche.

—Pongámoslo en cámara lenta —dijo, su voz cargada de lujuria—. Quiero ver cómo se corre.

El vídeo obedeció, y el movimiento de Marta se volvió más pausado, casi obsceno en su detalle. Se podía ver cómo sus músculos internos se contraían alrededor del consolador, cómo su coño se apretaba y relajaba con cada embestida, cómo su jugo resbalaba por sus muslos.

—¡Mierda! —Jorge jadeó, su cuerpo tenso como un arco—. Me voy a correr.

—No aún —Jordi ordenó, su mano deteniendo la de Jorge con un gesto rápido—. Espera. Quiero que lo hagamos juntos.

Jorge asintió, sus fosas nasales dilatadas, el sudor perlándole la frente. En la pantalla, Raquel ahora estaba sentada en el borde de la bañera, con las piernas abiertas y los dedos hundidos en su coño, sus caderas moviéndose en círculos obscenos.

—¡Vamos a corrernos sobre las sábanas! —anunció Jordi, su voz un gruñido animal—. Como dos adolescentes. Pero antes… —Se inclinó hacia Jorge, sus labios rozando el lóbulo de su oreja—. Dime que quieres ver a Raquel con otro. Dime que quieres que Marta y ella se toquen.

—¡Sí! —Jorge casi gritó, su control desvaneciéndose—. ¡Quiero verlas! ¡Quiero que se follen, que se chupen, que se corran la una a la otra mientras nosotros las observamos!

Esa fue la gota que colmó el vaso. Jordi apretó su polla con fuerza, sintiendo cómo el orgasmo lo recorría desde la base de la columna hasta la punta de sus dedos. Un chorro espeso de semen brotó de él, salpicando su pecho y manchando las sábanas blancas con manchas lechosas. Jorge lo siguió un segundo después, su eyaculación más violenta, alcanzando incluso el borde de la mesita de noche. Sus gemidos se mezclaron, ahogados, mientras sus cuerpos se sacudían con los últimos espasmos del placer.

Durante un largo momento, solo se escuchó el zumbido del aire acondicionado y sus respiraciones entrecortadas. El olor a sexo —sudor, semen, colonia— impregnaba la habitación, denso y embriagador. Jordi fue el primero en moverse, tomando un pañuelo de papel de la mesita para limpiarse con pereza.

—Esto ha sido… —murmuró, sin terminar la frase.

Jorge, aun jadeando, se apoyó sobre los codos, mirando el techo como si allí estuviera la respuesta a todo.

—La próxima vez —dijo, su voz recuperando poco a poco su tono normal, aunque aún teñida de excitación—, deberíamos traerlas a las dos.

Jordi giró la cabeza hacia él, una sonrisa lenta extendiéndose por su rostro.

—¿Aquí? ¿En este hotel?

—¿Por qué no? —Jorge se encogió de hombros, aunque sus ojos brillaban con una idea que ya tomaba forma—. Imagínatelo. Una habitación como esta. Las dos desnudas. Nosotros sentados, observando. O… —Hizo una pausa, disfrutando la forma en que Jordi se incorporaba, intrigado—. Que ellas nos den un espectáculo. Que se toquen. Que se follen. Y nosotros… —Su mano se deslizó hacia la de Jordi, sus dedos entrelazándose por un instante, en un gesto que era tanto camaradería como complicidad—. Nosotros decidimos cuándo y cómo nos unimos.

Jordi no respondió de inmediato. En su mente, las imágenes se sucedían con una claridad casi dolorosa: Raquel y Marta, sus cuerpos entrelazados, sus bocas encontrándose, sus manos explorándose. Él y Jorge, sentados como reyes, observando, dirigiendo, disfrutando.

—Podría funcionar —admitió al fin, su voz baja, casi un susurro—. Pero tendríamos que prepararlo bien. Que ellas no sospechen nada hasta el último momento.

Jorge asintió, una sonrisa pícara curvando sus labios.

—Ya me encargo yo de Raquel —dijo, con la confianza de quien llevaba años manipulando deseos a través de una pantalla—. Y tú… —Señaló a Jordi con un dedo—. Convence a Marta. Dile que es una sorpresa. Que queremos grabar algo… especial.

Afuera, la luz dorada de la tarde se filtraba entre las cortinas, pintando franjas cálidas sobre sus cuerpos desnudos, sobre las sábanas manchadas, sobre el futuro que acababan de comenzar a tejer. Un futuro en el que las reglas del juego estaban a punto de cambiar para siempre.


CAPITULO 2 – ENCUENTROS EN EL PARAISO

La brisa marina se colaba por las amplias ventanas del ático de Barcelona, arrastrando consigo el salitre del mediterráneo y el murmullo lejano de las olas rompiendo contra la costa. Jordi, de pie junto al ventanal, sostenía el teléfono entre sus dedos con una calma estudiada, como si el peso de la llamada que estaba a punto de hacer no le afectara lo más mínimo. Vestía un traje de lino beige, impecablemente planchado, que contrastaba con el azul intenso del cielo vespertino. El sol comenzaba a descender, tiñendo el horizonte de tonos dorados y rojizos, como si la naturaleza misma conspiraba para crear el ambiente perfecto para lo que estaba por venir.

Al otro lado de la línea, en Las Rozas, el teléfono sonó dos veces antes de que Jorge lo atendiera. Su voz, cálida y relajada, llegó nítida a través del auricular.

—¿Jordi? ¿Todo bien?

Jordi esbozó una sonrisa casi imperceptible, el tipo de sonrisa que solo aparece cuando se está a punto de desvelar un plan meticulosamente orquestado.

—Mejor que bien, Jorge. Tengo una propuesta que creo te va a interesar.

Jorge, sentado en el sofá del salón, giró ligeramente la cabeza hacia la terraza. Allí, Raquel estaba tendida en una hamaca, con el cuerpo bronceado resaltando bajo las tiras doradas de su bikini. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño desordenado, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del atardecer. Un libro descansaba abierto sobre su regazo, pero sus ojos estaban cerrados, como si el calor del sol la hubiera sumido en un estado de relajación absoluta. Jorge bajó la voz, aunque sabía que el rumor de la calle y el viento ahogarían cualquier palabra que pudiera escapar.

—Adelante, tengo curiosidad.

Jordi respiró hondo, saboreando el momento. No era un hombre dado a los rodeos, pero esta vez quería asegurarse de que cada palabra calara hondo.

—Imagina un lugar donde el sol brilla todo el día, donde el aire huele a sal y a flores exóticas, y donde el tiempo parece detenerse. Un resort en Lanzarote, para ser exactos. He estado mirando opciones, y hay uno que es… perfecto para lo que tenemos en mente.

Hubo una pausa al otro lado de la línea. Jorge no necesitaba que Jordi fuera más explícito; bastaba con el tono de su voz, con esa entonación que delataba algo más que un simple viaje de placer.

—¿Lanzarote? —repitió Jorge, como si el nombre de la isla le hubiera evocado imágenes instantáneas de playas de arena negra y aguas cristalinas—. Raquel siempre ha querido ir. Dice que es el único lugar de Canarias que le falta por conocer.

—Perfecto— respondió Jordi, acercándose al ventanal para observar cómo el sol se reflejaba en las olas—. Y no sería solo nosotros. Marta también está deseando escapar de la rutina. Podríamos… coordinar las fechas.

Un encuentro casual, como si el destino hubiera querido que nos cruzáramos allí. Jorge no pudo evitar una sonrisa. La idea era brillante en su simplicidad. Dos parejas, dos reservas independientes, un "casual" encuentro en el paraíso. Nada que pudiera levantar sospechas, pero todo calculado al milímetro.

—¿Y cómo lo planteamos? Quiero decir, Raquel no es tonta. Si de repente le digo que nos vamos a Lanzarote la misma semana que vosotros, podría preguntarse por qué no lo hablamos antes.

Jordi se rio suavemente, como si la preocupación de Jorge fuera algo que ya había anticipado y resuelto.

—Por eso es clave que no lo hagamos al mismo tiempo. Nosotros iremos unos días antes. Tú reservas para la misma semana, pero como si fuera una decisión de último momento. Algo así como: "Cariño, he encontrado una oferta increíble en un resort en Lanzarote, ¿Qué te parece si nos escapamos unos días?". Raquel no sospechará. Y cuando nos vea allí, será solo una feliz coincidencia.

Jorge asintió, aunque Jordi no pudiera verlo. La lógica era impecable. Raquel, con su naturaleza confiada y su amor por los viajes espontáneos, no cuestionaría una propuesta así. Y si además el lugar era tan idílico como Jordi lo pintaba, no habría resistencia posible.

—Suena bien —admitió Jorge, bajando aún más la voz—. Pero hay algo que me preocupa. ¿Y si en el resort nos comportamos… diferente? Quiero decir, no somos actores. Si Raquel o Marta notan que hay algo raro entre nosotros, todo se vendría abajo.

Jordi se acercó a la barra de mármol donde descansaba una copa de vino tinto, casi intacta. Tomó un sorbo, dejando que el líquido le bañara la lengua antes de responder.

—Por eso el lugar es clave. He elegido un resort grande, con múltiples zonas de ocio, restaurantes y actividades. No tendremos que forzar nada. Un saludo casual en la piscina, una cena en el mismo restaurante, quizá un cóctel en el bar al atardecer. Todo natural. Y si en algún momento queremos… profundizar en nuestra amistad, siempre podremos encontrar un rincón discreto.

Jorge sintió cómo el corazón le latía con más fuerza. No era solo la emoción del plan, sino la posibilidad de que, por primera vez, sus fantasías pudieran materializarse sin riesgos. Sin pantallas de por medio, sin excusas. Solo el juego, la tensión y el placer compartido.

—De acuerdo —dijo al fin, con una determinación que no admitía dudas—. Lo hablo con Raquel esta misma noche. Y si todo va bien, nos vemos en Lanzarote.

—Perfecto —Jordi colgó el teléfono con una sonrisa satisfecha. El primer paso estaba dado.

Mientras, en Barcelona, Marta estaba sentada en el sofá del salón, con las piernas cruzadas y un libro de tapa dura abierto sobre el regazo. Llevaba unas gafas de lectura de montura dorada que resaltaban la elegancia de sus rasgos, y un conjunto de lencería fina de seda color marfil asomaba bajo el albornoz de gasa que la cubría. El sonido de los pasos de Jordi la hizo levantar la vista.

—¿Todo bien, cariño? —preguntó, marcando la página con un separador de seda.

Jordi se acercó y se sentó a su lado, pasando un brazo por sus hombros con un gesto que era a la vez posesivo y cariñoso.

—Más que bien —respondió, con una sonrisa que delataba la excitación contenida—. Acabo de hablar con un amigo que me ha recomendado un resort en Lanzarote. Dice que es el lugar perfecto para desconectar. ¿Qué te parece si nos escapamos unos días?

Marta lo miró con los ojos brillantes. No era frecuente que Jordi propusiera viajes espontáneos, pero cuando lo hacía, solían ser experiencias inolvidables.

—¿Lanzarote? —repitió, como si el nombre le evocara imágenes de volcanes dormidos y playas de ensueño—.

Hace años que no vamos. ¿Cuándo pensabas ir?

—A final de mes —Jordi dejó caer el nombre del resort con naturalidad, como si fuera una decisión ya meditada—. Hay disponibilidad, y el clima en esta época es ideal. Sol, relax… y quién sabe qué más.

Marta no necesitó más. La idea de escapar de la rutina, de sentir el sol en la piel y el viento en el cabello, era demasiado tentadora.

—Me encanta —dijo, cerrando el libro con un gesto decidido—. Será nuestro pequeño secreto. Nadie tiene por qué saber que nos hemos escapado.

Jordi la atrajo hacia sí y depositó un beso suave en su sien.

—Exactamente —murmuró—. Un secreto solo nuestro.

En Las Rozas, la noche había caído con suavidad, envolviendo la terraza en una penumbra cálida. Raquel, ya vestida con un ligero camisón de seda, estaba sentada en el sofá junto a Jorge, quien fingía interés en un documental sobre la naturaleza. Pero su mente estaba en otro lugar.

—¿En qué piensas? —preguntó Raquel, notando su distracción—. Llevas cinco minutos mirando la pantalla sin parpadear.

Jorge apartó la vista de la televisión y giró el cuerpo hacia ella, tomando sus manos entre las suyas.

—En ti —dijo, con una sinceridad que no requería esfuerzo—. Y en lo mucho que nos merecemos un descanso. He estado mirando opciones, y hay un resort en Lanzarote con una oferta increíble. Podríamos irnos en unos días, solo nosotros dos. Sin horarios, sin preocupaciones.

Raquel lo miró con los ojos muy abiertos. El brillo de la luna se reflejaba en sus iris azules, dándoles un tono casi plateado.

—¿En serio? —preguntó, con una sonrisa que iluminó su rostro—. ¡Lanzarote es uno de los únicos sitios de Canarias que no conozco! Pero… ¿y el trabajo? ¿Y la casa?

—Todo está bajo control —Jorge le acarició el dorso de la mano con el pulgar, en un gesto que era a la vez tranquilizador y posesivo—. Necesitamos esto, Raquel. Necesitamos recordarnos que la vida no es solo rutina.

Ella no lo dudó ni un segundo.

—Entonces sí —dijo, acercándose para besarlo—. Reservemos ya. Antes de que cambies de opinión.

Jorge sonrió contra sus labios.

—No hay nada que pueda hacerme cambiar de opinión —susurró—. Nada.

Los días siguientes transcurrieron en un torbellino de preparativos. Maletas abiertas sobre las camas, listas de qué llevar, reservas confirmadas. Jordi y Marta partieron primero, como estaba planeado, en un vuelo matutino que los llevó sobre el mar Mediterráneo, donde el azul se fundía con el cielo en un horizonte infinito. El avión despegó con suavidad, y Jordi, sentado junto a la ventana, observó cómo Barcelona se alejaba hasta convertirse en un conjunto de luces diminutas.

—¿Nervioso? —preguntó Marta, ajustándose las gafas de sol mientras el avión alcanzaba la altitud de crucero.

Jordi giró la cabeza hacia ella, con una sonrisa que no llegaba del todo a sus ojos.

—Impresionado —corrigió—. A veces la vida nos regala oportunidades que ni siquiera habíamos soñado.

Marta lo observó con curiosidad, pero no preguntó más. Confiaba en él, y eso, por ahora, era suficiente.

Dos días después, Jorge y Raquel embarcaron en su propio vuelo. El aeropuerto de Madrid-Barajas bullía con el ir y venir de viajeros, pero ellos parecían moverse en una burbuja propia. Raquel llevaba un vestido floreado que realzaba sus curvas, y una bolsa de playa colgaba de su hombro, como si ya estuviera soñando con la arena bajo sus pies.

—¿Seguro que no se te olvida nada? —preguntó Jorge, revisando por enésima vez los documentos del viaje.

Raquel se rio, pasando un brazo por su cintura.

—La única cosa que se me podría olvidar es lo que no quiero recordar —dijo, con un guiño. Ahora relájate. Esto es para disfrutar, no para estresarnos.

Jorge asintió, aunque su mente ya estaba en otro lugar. En el resort. En Jordi. En el juego que estaba por comenzar.

El avión despegó, y mientras Madrid se perdía entre las nubes, Jorge no pudo evitar preguntarse si el destino, esta vez, jugaría a su favor. O si, por el contrario, sería el inicio de algo que ninguno de ellos podría controlar.
 
Este relato está dedicado y basado en 2 maridos maduros morbosos que les gustaría que esta historia se hiciera realidad. Como hecho excepcional se publican 2 capítulos. Si a los lectores les gusta, seguiré incorporando capítulos, saludos

CAPITULO 1 - ENTRE DESEOS Y SECRETOS

El aire acondicionado del Exe Gran Hotel Almenar Las Rozas susurraba con un zumbido constante, casi hipnótico, mientras filtraba el calor sofocante de la tarde madrileña. La habitación, decorada en tonos beige y gris perla, olía a jabón fresco y a la colonia cítrica que Jordi se había aplicado horas antes. Las cortinas gruesas, de un tejido opaco que apenas dejaba pasar destellos dorados del sol poniente, creaban un ambiente íntimo, casi clandestino. Sobre la cama king-size, con su colchón mullido y las sábanas de algodón egipcio ligeramente arrugadas, dos hombres se sentaban uno al lado del otro, sus respiraciones ya agitadas, sus miradas fijas en la pantalla plana que colgaba frente a ellos.

Jordi, con su cabello negro peinado hacia atrás en un slick back impecable, llevaba una camisa de lino blanca, desabotonada justo lo suficiente para dejar ver el vello oscuro de su pecho. Sus pantalones de vestir, de corte italiano, yacían en un montón desordenado a los pies de la cama, junto a los zapatos de piel negra que había dejado caer con urgencia. A su lado, Jorge, con su barba canosa recortada con precisión y el pelo corto peinado hacia un lado, vestía una camiseta ajustada de algodón que resaltaba sus hombros anchos, producto de años de ciclismo. Sus pantalones deportivos, de esos que se ajustaban como una segunda piel, estaban ahora enredados alrededor de sus tobillos, dejando al descubierto un calzoncillo bóxer de color oscuro que ya no ocultaba nada.

En la pantalla, las imágenes comenzaban a reproducirse. Era un vídeo grabado en ángulo bajo, probablemente desde un móvil apoyado en algún mueble, que mostraba a Marta, la esposa de Jordi, recostada sobre la cama de su ático, con las piernas abiertas en una invitación silenciosa. Llevaba un conjunto de encaje negro, pero las bragas ya estaban apartadas, dejando ver su coño depilado y brillante de excitación. Sus dedos, con las uñas pintadas de un rojo oscuro, se movían en círculos sobre su clítoris, mientras su otra mano masajeaba uno de sus pechos, apretando el pezón entre el índice y el pulgar. Un gemido ahogado escapó de sus labios carnosos, pintados de un tono burdeos que contrastaba con su piel morena.

- Mira cómo se abre de piernas, la muy puta- murmuró Jordi, su voz ronca, mientras su mano se deslizaba hacia su entrepierna. No llevaba calzoncillos, y su polla, ya semierecta, se irguió con rapidez al contacto. Sus dedos, largos y ágiles, se cerraron alrededor del tronco, comenzando un ritmo pausado, como si quisiera saborear cada segundo—. Siempre ha sido una exhibicionista, pero verla así, sabiendo que no somos nosotros quienes la estamos viendo… —Su aliento se entrecortó cuando en la pantalla, Marta introducía dos dedos dentro de sí, arqueando la espalda—. Joder, qué caliente está.

Jorge no respondió de inmediato. Sus ojos, de un verde apagado que delataba años de secretos guardados, estaban clavados en la pantalla, donde ahora aparecía Raquel, su esposa. Ella estaba de pie frente a un espejo, con las piernas ligeramente separadas y una mano apoyada en el cristal frío. Llevaba un vestido ceñido de color esmeralda que resaltaba sus curvas, pero lo había subido hasta la cintura, dejando al descubierto que no llevaba nada debajo. Su coño, más poblado que el de Marta, brillaba bajo la luz del baño, y sus dedos ya trabajaban en él con una urgencia que denotaba cuánto tiempo llevaba excitada.

—Dios mío —Jorge exhaló, su mano moviéndose hacia su propia entrepierna. Su bóxer ya no podía contener su erección, y su polla, gruesa y venosa, se liberó con un leve sonido de tela rozando piel—. Mira cómo se frota, la muy zorra. Como si supiera que la estamos viendo. —Su voz tembló cuando Raquel se giró ligeramente, mostrando su culo redondo y firme, marcado aún por las líneas del tanga que había llevado antes—. Y ese culo… —Tragó saliva—. Perfecto para aguantar una buena polla.

Jordi soltó una risita baja, casi un gruñido, mientras aceleraba el ritmo de su mano. El sonido húmedo de su piel moviéndose sobre su glande llenó el silencio de la habitación.

—¿Te gustaría verla con otra, Jorge? —preguntó, sus ojos brillando con malicia—. Imagínatela de rodillas, con esa boca pintada alrededor de una buena verga, mientras Marta y yo la observamos. O mejor… —Hizo una pausa dramática, disfrutando la forma en que el cuerpo de Jorge se tensaba al escuchar—. Que las dos se toquen. Que Raquel le coma el coño a Marta mientras tú y yo las grabamos.

Jorge gimió, su mano moviéndose más rápido. El precum ya brillaba en la punta de su polla, resbaladizo entre sus dedos.

—Joder, Jordi…— Su voz era un susurro áspero. — No me hagas esto. Sabes que me vuelve loco solo pensarlo.

En la pantalla, Marta había cambiado de posición. Ahora estaba a cuatro patas, con el culo en alto, mientras se penetraba con un consolador de color negro, grueso y realista. Cada embestida hacía que sus pechos, libres del sujetador, se balancearan, y sus gemidos se volvieron más altos, más desesperados.

—¡Ah, sí! ¡Así, cabrón, así me gusta! ¡Dame más! —gritó, aunque no había nadie más en la habitación con ella. Pero eso no importaba. Lo que importaba era el espectáculo.

Jordi no pudo resistirse. Se inclinó hacia adelante, su mano libre buscando el control remoto sobre la mesita de noche.

—Pongámoslo en cámara lenta —dijo, su voz cargada de lujuria—. Quiero ver cómo se corre.

El vídeo obedeció, y el movimiento de Marta se volvió más pausado, casi obsceno en su detalle. Se podía ver cómo sus músculos internos se contraían alrededor del consolador, cómo su coño se apretaba y relajaba con cada embestida, cómo su jugo resbalaba por sus muslos.

—¡Mierda! —Jorge jadeó, su cuerpo tenso como un arco—. Me voy a correr.

—No aún —Jordi ordenó, su mano deteniendo la de Jorge con un gesto rápido—. Espera. Quiero que lo hagamos juntos.

Jorge asintió, sus fosas nasales dilatadas, el sudor perlándole la frente. En la pantalla, Raquel ahora estaba sentada en el borde de la bañera, con las piernas abiertas y los dedos hundidos en su coño, sus caderas moviéndose en círculos obscenos.

—¡Vamos a corrernos sobre las sábanas! —anunció Jordi, su voz un gruñido animal—. Como dos adolescentes. Pero antes… —Se inclinó hacia Jorge, sus labios rozando el lóbulo de su oreja—. Dime que quieres ver a Raquel con otro. Dime que quieres que Marta y ella se toquen.

—¡Sí! —Jorge casi gritó, su control desvaneciéndose—. ¡Quiero verlas! ¡Quiero que se follen, que se chupen, que se corran la una a la otra mientras nosotros las observamos!

Esa fue la gota que colmó el vaso. Jordi apretó su polla con fuerza, sintiendo cómo el orgasmo lo recorría desde la base de la columna hasta la punta de sus dedos. Un chorro espeso de semen brotó de él, salpicando su pecho y manchando las sábanas blancas con manchas lechosas. Jorge lo siguió un segundo después, su eyaculación más violenta, alcanzando incluso el borde de la mesita de noche. Sus gemidos se mezclaron, ahogados, mientras sus cuerpos se sacudían con los últimos espasmos del placer.

Durante un largo momento, solo se escuchó el zumbido del aire acondicionado y sus respiraciones entrecortadas. El olor a sexo —sudor, semen, colonia— impregnaba la habitación, denso y embriagador. Jordi fue el primero en moverse, tomando un pañuelo de papel de la mesita para limpiarse con pereza.

—Esto ha sido… —murmuró, sin terminar la frase.

Jorge, aun jadeando, se apoyó sobre los codos, mirando el techo como si allí estuviera la respuesta a todo.

—La próxima vez —dijo, su voz recuperando poco a poco su tono normal, aunque aún teñida de excitación—, deberíamos traerlas a las dos.

Jordi giró la cabeza hacia él, una sonrisa lenta extendiéndose por su rostro.

—¿Aquí? ¿En este hotel?

—¿Por qué no? —Jorge se encogió de hombros, aunque sus ojos brillaban con una idea que ya tomaba forma—. Imagínatelo. Una habitación como esta. Las dos desnudas. Nosotros sentados, observando. O… —Hizo una pausa, disfrutando la forma en que Jordi se incorporaba, intrigado—. Que ellas nos den un espectáculo. Que se toquen. Que se follen. Y nosotros… —Su mano se deslizó hacia la de Jordi, sus dedos entrelazándose por un instante, en un gesto que era tanto camaradería como complicidad—. Nosotros decidimos cuándo y cómo nos unimos.

Jordi no respondió de inmediato. En su mente, las imágenes se sucedían con una claridad casi dolorosa: Raquel y Marta, sus cuerpos entrelazados, sus bocas encontrándose, sus manos explorándose. Él y Jorge, sentados como reyes, observando, dirigiendo, disfrutando.

—Podría funcionar —admitió al fin, su voz baja, casi un susurro—. Pero tendríamos que prepararlo bien. Que ellas no sospechen nada hasta el último momento.

Jorge asintió, una sonrisa pícara curvando sus labios.

—Ya me encargo yo de Raquel —dijo, con la confianza de quien llevaba años manipulando deseos a través de una pantalla—. Y tú… —Señaló a Jordi con un dedo—. Convence a Marta. Dile que es una sorpresa. Que queremos grabar algo… especial.

Afuera, la luz dorada de la tarde se filtraba entre las cortinas, pintando franjas cálidas sobre sus cuerpos desnudos, sobre las sábanas manchadas, sobre el futuro que acababan de comenzar a tejer. Un futuro en el que las reglas del juego estaban a punto de cambiar para siempre.


CAPITULO 2 – ENCUENTROS EN EL PARAISO

La brisa marina se colaba por las amplias ventanas del ático de Barcelona, arrastrando consigo el salitre del mediterráneo y el murmullo lejano de las olas rompiendo contra la costa. Jordi, de pie junto al ventanal, sostenía el teléfono entre sus dedos con una calma estudiada, como si el peso de la llamada que estaba a punto de hacer no le afectara lo más mínimo. Vestía un traje de lino beige, impecablemente planchado, que contrastaba con el azul intenso del cielo vespertino. El sol comenzaba a descender, tiñendo el horizonte de tonos dorados y rojizos, como si la naturaleza misma conspiraba para crear el ambiente perfecto para lo que estaba por venir.

Al otro lado de la línea, en Las Rozas, el teléfono sonó dos veces antes de que Jorge lo atendiera. Su voz, cálida y relajada, llegó nítida a través del auricular.

—¿Jordi? ¿Todo bien?

Jordi esbozó una sonrisa casi imperceptible, el tipo de sonrisa que solo aparece cuando se está a punto de desvelar un plan meticulosamente orquestado.

—Mejor que bien, Jorge. Tengo una propuesta que creo te va a interesar.

Jorge, sentado en el sofá del salón, giró ligeramente la cabeza hacia la terraza. Allí, Raquel estaba tendida en una hamaca, con el cuerpo bronceado resaltando bajo las tiras doradas de su bikini. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño desordenado, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del atardecer. Un libro descansaba abierto sobre su regazo, pero sus ojos estaban cerrados, como si el calor del sol la hubiera sumido en un estado de relajación absoluta. Jorge bajó la voz, aunque sabía que el rumor de la calle y el viento ahogarían cualquier palabra que pudiera escapar.

—Adelante, tengo curiosidad.

Jordi respiró hondo, saboreando el momento. No era un hombre dado a los rodeos, pero esta vez quería asegurarse de que cada palabra calara hondo.

—Imagina un lugar donde el sol brilla todo el día, donde el aire huele a sal y a flores exóticas, y donde el tiempo parece detenerse. Un resort en Lanzarote, para ser exactos. He estado mirando opciones, y hay uno que es… perfecto para lo que tenemos en mente.

Hubo una pausa al otro lado de la línea. Jorge no necesitaba que Jordi fuera más explícito; bastaba con el tono de su voz, con esa entonación que delataba algo más que un simple viaje de placer.

—¿Lanzarote? —repitió Jorge, como si el nombre de la isla le hubiera evocado imágenes instantáneas de playas de arena negra y aguas cristalinas—. Raquel siempre ha querido ir. Dice que es el único lugar de Canarias que le falta por conocer.

—Perfecto— respondió Jordi, acercándose al ventanal para observar cómo el sol se reflejaba en las olas—. Y no sería solo nosotros. Marta también está deseando escapar de la rutina. Podríamos… coordinar las fechas.

Un encuentro casual, como si el destino hubiera querido que nos cruzáramos allí. Jorge no pudo evitar una sonrisa. La idea era brillante en su simplicidad. Dos parejas, dos reservas independientes, un "casual" encuentro en el paraíso. Nada que pudiera levantar sospechas, pero todo calculado al milímetro.

—¿Y cómo lo planteamos? Quiero decir, Raquel no es tonta. Si de repente le digo que nos vamos a Lanzarote la misma semana que vosotros, podría preguntarse por qué no lo hablamos antes.

Jordi se rio suavemente, como si la preocupación de Jorge fuera algo que ya había anticipado y resuelto.

—Por eso es clave que no lo hagamos al mismo tiempo. Nosotros iremos unos días antes. Tú reservas para la misma semana, pero como si fuera una decisión de último momento. Algo así como: "Cariño, he encontrado una oferta increíble en un resort en Lanzarote, ¿Qué te parece si nos escapamos unos días?". Raquel no sospechará. Y cuando nos vea allí, será solo una feliz coincidencia.

Jorge asintió, aunque Jordi no pudiera verlo. La lógica era impecable. Raquel, con su naturaleza confiada y su amor por los viajes espontáneos, no cuestionaría una propuesta así. Y si además el lugar era tan idílico como Jordi lo pintaba, no habría resistencia posible.

—Suena bien —admitió Jorge, bajando aún más la voz—. Pero hay algo que me preocupa. ¿Y si en el resort nos comportamos… diferente? Quiero decir, no somos actores. Si Raquel o Marta notan que hay algo raro entre nosotros, todo se vendría abajo.

Jordi se acercó a la barra de mármol donde descansaba una copa de vino tinto, casi intacta. Tomó un sorbo, dejando que el líquido le bañara la lengua antes de responder.

—Por eso el lugar es clave. He elegido un resort grande, con múltiples zonas de ocio, restaurantes y actividades. No tendremos que forzar nada. Un saludo casual en la piscina, una cena en el mismo restaurante, quizá un cóctel en el bar al atardecer. Todo natural. Y si en algún momento queremos… profundizar en nuestra amistad, siempre podremos encontrar un rincón discreto.

Jorge sintió cómo el corazón le latía con más fuerza. No era solo la emoción del plan, sino la posibilidad de que, por primera vez, sus fantasías pudieran materializarse sin riesgos. Sin pantallas de por medio, sin excusas. Solo el juego, la tensión y el placer compartido.

—De acuerdo —dijo al fin, con una determinación que no admitía dudas—. Lo hablo con Raquel esta misma noche. Y si todo va bien, nos vemos en Lanzarote.

—Perfecto —Jordi colgó el teléfono con una sonrisa satisfecha. El primer paso estaba dado.

Mientras, en Barcelona, Marta estaba sentada en el sofá del salón, con las piernas cruzadas y un libro de tapa dura abierto sobre el regazo. Llevaba unas gafas de lectura de montura dorada que resaltaban la elegancia de sus rasgos, y un conjunto de lencería fina de seda color marfil asomaba bajo el albornoz de gasa que la cubría. El sonido de los pasos de Jordi la hizo levantar la vista.

—¿Todo bien, cariño? —preguntó, marcando la página con un separador de seda.

Jordi se acercó y se sentó a su lado, pasando un brazo por sus hombros con un gesto que era a la vez posesivo y cariñoso.

—Más que bien —respondió, con una sonrisa que delataba la excitación contenida—. Acabo de hablar con un amigo que me ha recomendado un resort en Lanzarote. Dice que es el lugar perfecto para desconectar. ¿Qué te parece si nos escapamos unos días?

Marta lo miró con los ojos brillantes. No era frecuente que Jordi propusiera viajes espontáneos, pero cuando lo hacía, solían ser experiencias inolvidables.

—¿Lanzarote? —repitió, como si el nombre le evocara imágenes de volcanes dormidos y playas de ensueño—.

Hace años que no vamos. ¿Cuándo pensabas ir?

—A final de mes —Jordi dejó caer el nombre del resort con naturalidad, como si fuera una decisión ya meditada—. Hay disponibilidad, y el clima en esta época es ideal. Sol, relax… y quién sabe qué más.

Marta no necesitó más. La idea de escapar de la rutina, de sentir el sol en la piel y el viento en el cabello, era demasiado tentadora.

—Me encanta —dijo, cerrando el libro con un gesto decidido—. Será nuestro pequeño secreto. Nadie tiene por qué saber que nos hemos escapado.

Jordi la atrajo hacia sí y depositó un beso suave en su sien.

—Exactamente —murmuró—. Un secreto solo nuestro.

En Las Rozas, la noche había caído con suavidad, envolviendo la terraza en una penumbra cálida. Raquel, ya vestida con un ligero camisón de seda, estaba sentada en el sofá junto a Jorge, quien fingía interés en un documental sobre la naturaleza. Pero su mente estaba en otro lugar.

—¿En qué piensas? —preguntó Raquel, notando su distracción—. Llevas cinco minutos mirando la pantalla sin parpadear.

Jorge apartó la vista de la televisión y giró el cuerpo hacia ella, tomando sus manos entre las suyas.

—En ti —dijo, con una sinceridad que no requería esfuerzo—. Y en lo mucho que nos merecemos un descanso. He estado mirando opciones, y hay un resort en Lanzarote con una oferta increíble. Podríamos irnos en unos días, solo nosotros dos. Sin horarios, sin preocupaciones.

Raquel lo miró con los ojos muy abiertos. El brillo de la luna se reflejaba en sus iris azules, dándoles un tono casi plateado.

—¿En serio? —preguntó, con una sonrisa que iluminó su rostro—. ¡Lanzarote es uno de los únicos sitios de Canarias que no conozco! Pero… ¿y el trabajo? ¿Y la casa?

—Todo está bajo control —Jorge le acarició el dorso de la mano con el pulgar, en un gesto que era a la vez tranquilizador y posesivo—. Necesitamos esto, Raquel. Necesitamos recordarnos que la vida no es solo rutina.

Ella no lo dudó ni un segundo.

—Entonces sí —dijo, acercándose para besarlo—. Reservemos ya. Antes de que cambies de opinión.

Jorge sonrió contra sus labios.

—No hay nada que pueda hacerme cambiar de opinión —susurró—. Nada.

Los días siguientes transcurrieron en un torbellino de preparativos. Maletas abiertas sobre las camas, listas de qué llevar, reservas confirmadas. Jordi y Marta partieron primero, como estaba planeado, en un vuelo matutino que los llevó sobre el mar Mediterráneo, donde el azul se fundía con el cielo en un horizonte infinito. El avión despegó con suavidad, y Jordi, sentado junto a la ventana, observó cómo Barcelona se alejaba hasta convertirse en un conjunto de luces diminutas.

—¿Nervioso? —preguntó Marta, ajustándose las gafas de sol mientras el avión alcanzaba la altitud de crucero.

Jordi giró la cabeza hacia ella, con una sonrisa que no llegaba del todo a sus ojos.

—Impresionado —corrigió—. A veces la vida nos regala oportunidades que ni siquiera habíamos soñado.

Marta lo observó con curiosidad, pero no preguntó más. Confiaba en él, y eso, por ahora, era suficiente.

Dos días después, Jorge y Raquel embarcaron en su propio vuelo. El aeropuerto de Madrid-Barajas bullía con el ir y venir de viajeros, pero ellos parecían moverse en una burbuja propia. Raquel llevaba un vestido floreado que realzaba sus curvas, y una bolsa de playa colgaba de su hombro, como si ya estuviera soñando con la arena bajo sus pies.

—¿Seguro que no se te olvida nada? —preguntó Jorge, revisando por enésima vez los documentos del viaje.

Raquel se rio, pasando un brazo por su cintura.

—La única cosa que se me podría olvidar es lo que no quiero recordar —dijo, con un guiño. Ahora relájate. Esto es para disfrutar, no para estresarnos.

Jorge asintió, aunque su mente ya estaba en otro lugar. En el resort. En Jordi. En el juego que estaba por comenzar.

El avión despegó, y mientras Madrid se perdía entre las nubes, Jorge no pudo evitar preguntarse si el destino, esta vez, jugaría a su favor. O si, por el contrario, sería el inicio de algo que ninguno de ellos podría controlar.
Buenisimo ,sigue contando por favor
 
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CAPITULO 3 - LUCES, JUEGOS Y SECRETOS EN LANZAROTE

El sol de la mañana caía a plomo sobre el Hilton Resort Lanzarote cuando Jordi y Marta atravesaron el imponente vestíbulo de mármol blanco, sus maletas rodando suavemente sobre el suelo pulido. El aire olía a salitre mezclado con el dulce aroma de las buganvillas que trepaban por las columnas, y una brisa cálida acariciaba sus rostros mientras el recepcionista, con una sonrisa profesional, les entregaba las llaves de su suite. «Bienvenidos al paraíso», había dicho, y por el modo en que Marta ajustó sus gafas de sol para observar el complejo, Jordi supo que ella también lo sentía así.

La suite era aún más impresionante de lo que las fotos del folleto habían prometido. Amplia, con suelos de madera clara y cortinas de lino que ondeaban con la brisa marina, pero lo que realmente les robó el aliento fue la terraza privada. Un jacuzzi burbujeante, rodeado de tumbonas de ratán y mesas bajas de cristal, dominaba el espacio, ofreciendo una vista ininterrumpida del océano Atlántico, donde las olas rompían suavemente contra la costa rocosa. Marta dejó escapar un suspiro mientras deslizaba los dedos por el borde del jacuzzi, «Esto es… increíble», murmuró, y Jordi no pudo evitar sonreír al ver cómo la luz del atardecer doraba su cabello castaño, resaltando los mechones plateados que enmarcaban su rostro.

—Deberíamos explorar el spa —propuso Jordi, acercándose por detrás y rozando con los labios el lóbulo de su oreja—. Dicen que los masajes para parejas son… especiales.

Marta giró lentamente, una ceja arqueada con escepticismo divertido. «¿Especial o especial?», preguntó, enfatizando la última sílaba con un tono que delataba que ya conocía la respuesta. Jordi rio, encogiéndose de hombros con fingida inocencia, pero antes de que pudiera insistir, el sonido de sus estómagos los traicionó. «Primero, comemos», decidió ella, tomándolo del brazo para guiarlo hacia el restaurante del resort.

El almuerzo fue una experiencia sensorial: ceviche fresco con toques de mango, un vino blanco de la tierra que saboreaban como si cada sorbo fuera una promesa, y el murmullo constante del mar de fondo. Mientras Marta probaba un postre de chocolate negro con sal marina, Jordi señaló discretamente hacia la zona de piscinas, donde unas parejas reían bajo el sol, sus cuerpos bronceados brillando bajo el agua. «Mira —susurró—, allí hay un cartel que indica la playa nudista». Marta siguió su mirada y, al leer las letras doradas sobre fondo negro, atragantó una risita. «Ni en sueños, Jordi», advirtió, secándose los labios con la servilleta con un gesto que era mitad elegancia, mitad advertencia. «No soy de las que se quitan la ropa en público». Él alzó las manos en señal de rendición, pero sus ojos brillaban con esa chispa traviesa que ella conocía demasiado bien. «Solo era una sugerencia… para otro día».

Los siguientes dos días los dedicaron a explorar la isla, como Jordi había convencido a Marta que hicieran. Recorrieron los viñedos de La Geria, donde las cepas crecían en hoyos protegidos por muros de piedra volcánica, y se detuvieron en el Mirador del Río, desde donde la vista de la isla de La Graciosa parecía un cuadro impresionista. Pero era en las noches, cuando regresaban al resort, cuando la magia realmente ocurría. La primera vez que se sumergieron juntos en el jacuzzi de su terraza, con el cielo estrellado como único testigo, Marta dejó que Jordi le quitara el albornoz con una lentitud deliberada, sus dedos temblorosos no por el frío, sino por la anticipación. El agua caliente acariciaba sus cuerpos mientras él la besaba en el hombro, susurrando: «¿Ves? La perfección existe».

Fue en la tarde del segundo día cuando Jorge llamó. Jordi estaba en la terraza, ajustando la sombrilla para protegerse del sol, cuando el teléfono vibró en la mesa. El nombre en la pantalla lo hizo sonreír antes de responder. «Ya estáis aquí, ¿no?», preguntó sin preámbulos, y la voz de Jorge, grave y con un dejo de excitación contenida, confirmó sus sospechas. «Sí. Y tengo noticias: nuestras terrazas son… vecinas». Jordi se levantó de inmediato, asomándose al balcón. Allí, a apenas veinte metros de distancia y un piso más abajo, distinguió la silueta de Jorge, recostado en una tumbona con un vaso de whisky en la mano. Raquel no estaba a la vista. «Perfecto», murmuró Jordi, sintiendo cómo el plan comenzaba a tomar forma. «Esta noche, cena de gala. Nos presentamos como si no nos conociéramos». Jorge rio al otro lado de la línea, baja y cómplice. «Como la primera vez».

La cena de gala fue un espectáculo de elegancia. El salón principal del resort estaba decorado con velas flotantes en centros de mesa de cristal, y las mesas, cubiertas con manteles de seda color marfil, reflejaban la luz dorada de las lámparas de diseño. Marta llevaba un vestido largo de gasa negra, ceñido a la cintura con un cinturón de plata, que realzaba su figura esbelta, mientras que Raquel había optado por un conjunto en tono esmeralda que resaltaba el azul de sus ojos y las curvas generosas de su cuerpo. Cuando Jordi y Jorge se acercaron a su mesa —apostando por el azar de que las mujeres no notaran su complicidad—, las presentaciones fueron impecables: apretón de manos, sonrisas corteses, y esa tensión eléctrica que solo ellos dos percibían.

—¿Os importa si nos unimos? —preguntó Jordi, señalando las sillas vacías con un gesto amable, y Raquel, siempre educada, asintió de inmediato—. Claro, sería un placer.

La velada transcurrió entre risas y anécdotas cuidadosamente seleccionadas. Raquel contaba cómo había conocido a Jorge en un viaje a París, mientras Marta compartía detalles de su última exposición de arte en Barcelona. Los hombres intercambiaban miradas fugaces cada vez que sus esposas reían, como si cada sonido fuera una victoria. Cuando el postre llegó —un soufflé de vainilla con salsa de frutos rojos—, Jorge alzó su copa de champán. «Por los nuevos amigos», dijo, y el brillo en sus ojos era tan intenso que Jordi tuvo que apartar la mirada para no delatarse

Fue Raquel quien propuso el plan para el día siguiente. «Deberíamos ir a la playa juntos —sugirió, jugando con el tallo de su copa—. Dicen que el atardecer desde allí es inolvidable». Marta asintió con entusiasmo, pero Jordi notó cómo Jorge apretaba ligeramente los labios, como si estuviera conteniendo algo más que palabras. «Perfecto —aceptó Jordi, antes de que alguien más pudiera objetar—. Mañana, entonces».

De regreso en la suite, Marta se descalzó junto a la puerta, dejando que sus pies desnudos sintieran la frescura del mármol. Se acercó a la terraza, donde la luna llena se reflejaba en el jacuzzi como un disco de plata, y se recostó en una tumbona, cruzando las piernas con elegancia. Jordi la observó en silencio durante un largo momento antes de sentarse a su lado, sirviéndole una copa de vino tinto que había traído de la cena. «¿En qué piensas?», preguntó él, y ella tardó en responder, como si las palabras pesaran demasiado.

—¿No te parece todo… demasiado perfecto? —preguntó al fin, girando la copa entre sus dedos—. Quiero decir, ellos, nosotros, este lugar… Es como si el universo hubiera alineado cada pieza.

Jordi bebió un sorbo, saboreando el vino antes de hablar. «A veces, Martita —dijo, usando el diminutivo que solo él empleaba—, la perfección es como esos cuadros que parecen simples hasta que te acercas y ves los trazos ocultos». Ella lo miró, intrigada, y él sonrió, enigmático. «Hay más de lo que se ve. Siempre».

Marta abrió la boca para responder, pero el sonido de las olas al romper contra la costa llenó el silencio entre ellos, y por una vez, las palabras sobraban. La noche se cerraba sobre el resort como un velo, y en algún lugar, más allá de las terrazas iluminadas, Jorge y Raquel también miraban las estrellas, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Pero mientras Marta se recostaba de nuevo, dejando que la brisa le acariciara el rostro, Jordi supo que el verdadero juego apenas comenzaba. Y esta vez, las reglas las escribirían ellos.
 
mmm me gusta como va evolucionando este relato
 
CAPITULO 4 - SECRETOS A ORILLAS DEL MAR

La luz del amanecer se filtraba a través de las persianas de bambú del comedor del Hilton Resort Lanzarote, tiñendo de dorado los manteles de lino blanco y la cristalería de Bohemia. El aroma a café recién molido se mezclaba con el suave perfume de las buganvillas que trepaban por los arcos de la terraza, donde las mesas estaban dispuestas con un esmero que invitaba a la contemplación. Jordi ajustó el cuello de su camisa lino, color hueso, mientras observaba cómo Marta entraba al comedor con esa elegancia natural que siempre lo había fascinado. Llevaba un bañador entero de un azul profundo, casi negro, que se ceñía a su figura esbelta como una segunda piel, resaltando el bronceado incipiente de sus hombros. A su lado, Raquel irradió una energía distinta, más cálida y expansiva, con su bañador de una pieza en tonos coral que abrazaba sus curvas con una audacia que no pasaba desapercibida. El tejido brillante captaba los destellos del sol cada vez que se movía, como si llevara consigo fragmentos de luz.

Jorge, ya sentado a una mesa redonda cerca de la barandilla que daba al mar, se levantó al verlas acercarse. Su camisa deportiva, de una verde agua desvaído, contrastaba con el canoso de su barba, cuidadosamente recortada. Con un gesto, indicó a Jordi que tomara el asiento a su derecha, dejando los otros dos lugares frente a ellos para las mujeres. "Buenos días, señoras", dijo Jorge con una sonrisa que delataba esa mezcla de complicidad y respeto que siempre lograba poner a los demás a gusto. "Parece que el día nos ha regalado el escenario perfecto para empezar con buen pie". Marta respondió con un gesto afable, colocando sus gafas de sol sobre la mesa mientras se sentaba. "No hay mejor manera de despertar que con esta vista", comentó, señalando hacia el horizonte, donde el mar se fundía con el cielo en una línea difusa. Raquel, por su parte, no pudo evitar una risita al ver cómo Jordi fingía indignación cuando el camarero le sirvió un zumo de naranja en lugar del café que había pedido. "¡Pero si esto es un crimen a las nueve de la mañana!", exclamó Jordi, llevándose una mano al pecho en un gesto teatral que arrancó otra carcajada de Raquel.

La conversación fluyó con una naturalidad que sorprendió incluso a los propios hombres. Jorge contó una anécdota sobre su último viaje en bicicleta por los acantilados de la isla, exagerando, como era su costumbre, los detalles más peligrosos del recorrido. "¡Y entonces, justo cuando creía que iba a terminar en el fondo del barranco, aparece un rebaño de cabras como si fueran mi guardia de honor!", relató, moviendo las manos para ilustrar el momento. Marta, con los codos apoyados en la mesa y las manos entrelazadas bajo la barbilla, lo escuchaba con una sonrisa que delataba tanto diversión como una pizca de escepticismo. "Jorge, cada vez que cuentas una de tus aventuras, termino preguntándome si no habrás inventado la mitad", bromeó, pero su tono era cariñoso. Raquel, mientras tanto, compartió cómo había descubierto un pequeño mercado en Teguise donde vendían unas almendras garrapiñadas que, según ella, eran "el único pecado que valía la pena cometer antes del mediodía". Jordi, siempre atento a los detalles, notó cómo la mirada de Marta se iluminaba al hablar de dulces, y cómo Raquel, al describir el sabor, humedecía ligeramente los labios, como si pudiera saborearlas en ese instante.

El desayuno transcurrió entre risas y confidencias ligeras, pero había algo más, una corriente subterránea que solo Jordi y Jorge parecían percibir. Cada vez que las mujeres reían juntas, intercambiando miradas cómplices o tocándose brevemente el brazo al compartir un comentario, los hombres cruzaban una mirada fugaz, cargada de expectativa. Fue Raquel quien, al terminar su segundo café, propuso dar un paseo por la playa privada antes de que el sol estuviera en su punto más alto. "Con este calor, dentro de un par de horas no vamos a querer movernos de la sombra", argumentó, mientras se ajustaba el pareo alrededor de las caderas con un gesto que no pasó desapercibido para Jorge. Marta asintió, recogiendo su toalla de playa con un movimiento fluido. "Mejor ahora, cuando la arena aún está fresca", añadió, y Jordi notó cómo sus dedos se demoraban un instante más de lo necesario al rozar el tejido suave de la toalla, como si anticipara algo más que el contacto con la arena.

La playa privada del resort era un remanso de paz, con su arena volcánica negra que contrastaba con el turquesa intenso del agua. Las tumbonas de madera blanca y lona beige estaban dispuestas en pequeños grupos, algunas bajo la sombra de grandes sombrillas de paja, otras al sol, como invitando a los bañistas a elegir su propia aventura. Marta y Raquel caminaron juntas hacia un par de tumbonas cercanas a la orilla, donde las olas llegaban lo suficiente como para humedecer los dedos de los pies sin llegar a molestar. Jordi y Jorge las siguieron a unos pasos, observando cómo las mujeres se acomodaban con una sincronía que delataba una complicidad creciente. Raquel se quitó las sandalias y enterró los pies en la arena con un suspiro de placer. "Esto es lo más cerca del paraíso que he estado en mucho tiempo", murmuró, cerrando los ojos un instante. Marta, en cambio, se sentó con las piernas cruzadas, la toalla extendida sobre el respaldo de la tumbona, y miró hacia el mar con una expresión que Jordi no logró descifrar del todo. ¿Era melancolía? ¿O quizá esa quietud que precedía a un pensamiento audaz?

Los hombres se sentaron en tumbonas cercanas, pero lo suficientemente lejos como para no interrumpir la intimidad que parecía estar tejiéndose entre las mujeres. Jorge sacó un cigarrillo electrónico de su bolsillo y aspiró lentamente, dejando que el vapor se mezclara con el aire salado. "Esto se está poniendo interesante", comentó en voz baja, sin apartar la vista de Raquel, cuya risa cristalina llegó hasta ellos arrastrada por la brisa. Jordi asintió, pero su atención estaba dividida entre la escena frente a él y el modo en que Marta, de pronto, inclinó el cuerpo hacia Raquel, como si estuviera a punto de compartir un secreto. Las voces de las mujeres se mezclaban ahora en un murmullo ininteligible, puntuado por risas suaves y algún que otro gesto enfático de Raquel. "No puedo creer que hayas hecho eso", escuchó Jordi que decía Marta, con un tono entre escandalizado y admirativo. Raquel respondió algo que hizo que Marta se llevara una mano a la boca, como para contener una exclamación.

El sol, ahora más alto, comenzaba a calentar la arena bajo sus pies, y el aire olía a sal y a esas flores exóticas que crecían entre las rocas volcánicas. Jordi sintió cómo el sudor perlaba su nuca, pero no era solo por el calor. Había algo en la forma en que Marta y Raquel se miraban, en cómo sus cuerpos parecían inclinarse el uno hacia el otro como imanes, que lo mantenía en un estado de alerta contenida. Jorge, por su parte, había dejado de fingir que no estaba pendiente de cada movimiento de su esposa. Cuando Raquel se levantó de pronto y tendió una mano a Marta, diciendo algo que terminó con "...vamos al chiringuito, necesito un mojito ya", Jordi sintió un nudo en el estómago. Las dos mujeres caminaron hacia el pequeño bar de madera y paja que se alzaba a unos metros, sus figuras recortadas contra el cielo mientras reían de algo que solo ellas entendían.

Jordi y Jorge se quedaron mirando sus espaldas, el balanceo de las caderas de Raquel, la elegancia serena de Marta al caminar. "Esto no estaba en el guion", murmuró Jorge, más para sí mismo que para su amigo. Jordi no respondió de inmediato. Observó cómo Marta se detenía un instante para ajustarse el tirante del bañador, un gesto que, en otra circunstancia, habría pasado desapercibido, pero que ahora parecía cargado de intención. "No", admitió al fin, "pero quizá sea mejor así". El sonido de las olas rompiendo en la orilla llenó el silencio que siguió, mientras el futuro de los cuatro quedaba suspendido en ese instante, como la arena que el viento levantaba y dejaba caer, una y otra vez, sin prisa por decidir adónde iría a parar.

El sol de mediodía caía a plomo sobre las hamacas de mimbre, donde Jordi y Jorge permanecían tendidos, fingiendo una relajación que distaba mucho de lo que realmente sentían. Los cuerpos de ambos, bronceados por años de veranos mediterráneos, brillaban bajo una fina capa de sudor y protector solar. Sus bañadores, ceñidos pero no lo suficiente como para ocultar el bulto evidente que se alzaba bajo la tela, delataban la excitación que los consumía. Marta y Raquel, ajenas a todo, se alejaban hacia el chiringuito de madera blanca con techumbre de paja, sus caderas balanceándose con un ritmo que hacía que los músculos de los hombres se tensaran aún más. Los bañadores enterizos, negros y ajustados como una segunda piel, marcaban cada curva de sus cuerpos: los pechos de Raquel, llenos y firmes a pesar de los años, se movían con cada paso, mientras que el trasero de Marta, redondo y turgente, se contraía al caminar sobre la arena caliente.

Joder, mira ese culo —murmuró Jorge, ajustándose discretamente el bañador mientras sus ojos seguían el contoneo de Marta—. Cada vez que la veo así, me pregunto cómo coño hemos esperado tanto.

Jordi giró la cabeza hacia él, una sonrisa lasciva dibujándose en sus labios finos. Sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de lujuria y complicidad.

Cinco años, Jorge. Cinco putos años compartiendo fotos, videos, fantasías… y ahora están ahí, a veinte metros, pidiendo a gritos que las follemos como se merecen —respondió, pasando la lengua por sus labios secos—. Pero esto no es como antes. Ya no son solo imágenes en una pantalla. Ahora son carne, sudor, gemidos reales.

Jorge asintió, sintiendo cómo su polla palpitaba contra la tela del bañador. El recuerdo de aquella noche en la que se había corrido sobre la foto de Marta, impresa en papel brillante, le hizo apretar los puños. Había sido un acto casi ritual: su semen caliente resbalando sobre el rostro sonriente de ella, mezclándose con la tinta, como si estuviera marcando territorio.

—¿Te acuerdas de la primera vez que subimos esas fotos a *****? —preguntó Jorge, bajando aún más la voz—. Raquel con la cara pixelada y con ese conjunto de encaje rojo, con las piernas abiertas sobre la cama, y tú diciendo: "Esto es solo el principio, amigo".

Jordi rio, un sonido gutural que surgió desde lo más profundo de su pecho.

—Claro que me acuerdo. Y luego vinieron los videos. Marta chupándome la polla en el sofá, con esas tetas colgando mientras me miraba como si fuera la puta más sumisa del mundo… —Hizo una pausa, cerrando los ojos por un segundo—. Pero esto es diferente. Ahora no son imágenes. Ahora pueden ser ellas, jadeando, gimiendo, sintiendo cómo las llenamos por primera vez con algo que no sea el mismo viejo rabo de siempre.

Jorge se removió en la hamaca, incómodo. El bañador ya no disimulaba nada; la cabeza de su polla asomaba por el dobladillo, húmeda de precum. El aire olía a sal y a coco, pero bajo eso, él solo podía percibir el aroma imaginario del sexo: el sudor, los fluidos de las dos mujeres maduras siendo usadas como nunca antes.

—Tenemos que hacerlo ya —dijo Jorge, con un tono que no admitía réplica—. Esta noche. En la suite. Las invitamos a tomar algo, les ponemos un poco de música, un par de copas de más… y cuando estén relajadas, sacamos el tema. "Oye, ¿y si probamos algo nuevo?".

Jordi lo miró con escepticismo, aunque sus ojos delataban que la idea lo excitaba tanto como a su amigo.

No es tan sencillo. Marta no es como Raquel. Ella es… más recatada. Si la presionamos demasiado, se cerrará en banda —argumentó, aunque su mano, casi sin querer, se deslizó hacia su entrepierna, acariciando el contorno de su erección—. Pero tienes razón en una cosa: el momento es ahora. Si esperamos más, perderemos el impulso.

Un grupo de turistas pasó riendo cerca de ellos, arrastrando toallas y botellas de cerveza. Jordi y Jorge se quedaron en silencio hasta que el ruido se alejó, sus miradas clavadas en el chiringuito, donde Marta y Raquel reían mientras probaban sus mojitos, ajena a la tormenta que se avecinaba.

—¿Y si empezamos con algo más… sutil? —propuso Jorge, bajando la voz—. Algo que las ponga en situación sin que se den cuenta. Por ejemplo… ¿Qué tal si esta tarde, en la playa nudista, "accidentalmente" nos cruzamos con ellas? Ya sabes, como si nos hubiéramos perdido. Total, es un resort, puede pasar. Y si las vemos allí, les podemos proponer que estemos todos desnudos, y quizás estén más relajadas… quizá el ambiente las predisponga a ser más… abiertas.

Jordi arqueó una ceja, pero una sonrisa pícara se dibujó en su rostro.

—No está mal. Pero tendríamos que asegurarnos de que vayan. Raquel es curiosa, pero Marta… —Hizo una pausa, recordando Jordi cómo su esposa había reaccionado la última vez que le propuso visitar un lugar así: con una mezcla de vergüenza y morbo—. Aunque si se lo proponemos como un "experimentito" entre parejas… quizá pique.

Jorge asintió, pero antes de que pudiera responder, una ola de calor los golpeó, recordándoles que llevaban demasiado tiempo al sol sin refrescarse. Y, más importante aún, que sus erecciones eran imposibles de ocultar por más tiempo.

—Vamos a meternos al agua —dijo Jordi de pronto, levantándose con un movimiento rápido—. Si seguimos aquí, alguien va a notar que no somos dos abuelitos tomando el sol.

Jorge no necesitó más incentivo. Se incorporó ajustándose el bañador en un último intento fútil por disimular su excitación. Juntos, caminaron hacia la orilla, donde las olas lamían la arena con un ritmo hipnótico. El mar estaba tranquilo, casi aceitoso bajo el sol, y el agua, aunque fresca, no era lo suficientemente fría como para apagar el fuego que llevaban dentro.

Al adentrarse, el líquido los envolvió hasta la cintura, y por un momento, el alivio fue casi instantáneo. Pero entonces, Jordi sintió cómo el tejido húmedo del bañador se pegaba a su piel, acentuando cada detalle de su polla, que seguía dura como el acero.

—Mierda —maldijo entre dientes, mirando hacia abajo—. Esto no se va a bajar ni con un bloque de hielo.

Jorge, a su lado, tenía el mismo problema. Sus ojos se encontraron, y sin necesidad de palabras, supieron que estaban pensando lo mismo: esto es solo el principio.

Desde el chiringuito, Marta y Raquel seguían riéndose, ajenas a todo. Marta había apoyado los codos en la barra, y el escote de su bañador se había abierto lo suficiente como para dejar ver el surco entre sus pechos aún firmes. Raquel, por su parte, había cruzado las piernas, y el movimiento hizo que el tejido del bañador se ajustara aún más a su entrepierna, delineando el contorno de sus labios mayores.

—Dios mío —susurró Jorge, siguiendo la dirección de la mirada de Jordi—. Si supieran lo que estamos planeando…

Jordi no respondió. En lugar de eso, se sumergió hasta el cuello, dejando que el agua le cubriera los hombros. Cuando emergió, su expresión era la de un hombre que ya había tomado una decisión.

—Esta noche —dijo, con una voz que no admitía discusión—. En nuestra suite. Las invitamos a cenar, les servimos vino, les ponemos música… y cuando estén lo suficientemente relajadas, sacamos el tema. Sin presión. Solo… insinuaciones. "¿Nunca habéis fantaseado con probar algo nuevo?". "¿Qué os parecería si, solo esta vez, nos cambiáramos?".

Jorge sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el agua.

—¿Y si dicen que no?

Jordi sonrió, y en ese gesto había algo casi peligroso.

—Entonces seguiremos intentándolo. Porque, al final, todas caen. Es solo cuestión de tiempo… y de saber cómo empujarlas.

El sol seguía brillando sobre el Hilton Resort Lanzarote, y en el aire flotaba la promesa de algo que, una vez comenzado, ya no tendría vuelta atrás. Las olas rompían suavemente contra la orilla, y en la distancia, Marta y Raquel brindaban con sus mojitos, sin sospechar que, antes de que acabara el día, sus vidas sexuales estarían a punto de dar un giro del que quizá nunca pudieran —ni quisieran— regresar.
 
CAPITULO 5 – SOMBRAS Y SUSURROS EN EL SPA

El sol del mediodía se filtraba entre las palmeras del chiringuito del Hilton Resort Lanzarote, proyectando sombras alargadas sobre las baldosas de terracota. Marta y Raquel, sentadas en unas cómodas butacas de mimbre con cojines de lino blanco, sostenían sus terceros mojitos entre los dedos, los bordes de los vasos empañados por la humedad del ambiente. El hielo tintineaba suavemente cada vez que lo removían con las pajitas, un sonido que se mezclaba con el rumor lejano de las olas rompiendo contra la playa privada. La brisa marina acariciaba sus pieles, aún tibias por el sol de mediodía, llevando consigo el aroma salado del océano y el dulce perfume de las buganvillas que trepaban por las pérgolas cercanas.

Marta ajustó sus gafas de sol con un gesto elegante, los dedos adornados con anillos discretos, pero de oro macizo, y observó a Raquel por encima del borde del vaso. El líquido ámbar y verde reflejaba destellos de luz en sus iris marrones, dándoles un brillo casi dorado.

—Conociendo a Jordi —dijo Marta, bajando la voz como si el nombre en sí llevara un peso peligroso—, seguro que nada bueno nos prepararán. Ese hombre tiene una mente más retorcida que un laberinto griego.

Raquel soltó una risita, el sonido claro y cristalino, mientras se acomodaba el pelo rubio ondulado detrás de la oreja. Un mechón rebelde cayó de inmediato sobre su hombro, como si se negara a ser domesticado.

—Jorge no se queda atrás —respondió, girando el vaso entre sus manos—. Ayer mismo me dijo que debería probar a bañarme sin la parte de arriba del bikini en la playa nudista. Como si eso fuera lo más natural del mundo.

Marta arqueó una ceja, perfectamente depilada, y dejó escapar un suspiro teatral.

—Dios mío, Raquel, si hasta yo me sonrojaría. Y eso que ya no me sorprende nada de ellos.

Ambas rieron, pero era una risa teñida de complicidad y de algo más: un dejo de incomodidad que ninguna de las dos se atrevía a nombrar. El hielo crujió cuando Raquel apretó el vaso con más fuerza de la necesaria.

—Aunque… —murmuró Marta, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si compartiera un secreto—, entre nosotras… a veces me pregunto qué se sentirá.

Raquel la miró con curiosidad, los ojos azules brillando con una mezcla de sorpresa y diversión.

—¿El qué? -

—Dejar que te miren. Que te deseen. Sin que sea solo tu marido.

El silencio que siguió no fue incómodo, sino cargado, como el instante antes de una tormenta. Raquel jugueteó con el borde de su bañador enterizo, un modelo elegante en tono azul marino con detalles dorados que realzaba su figura curvilínea. Marta notó el gesto y sonrió, casi como si hubiera leído sus pensamientos.

—Yo siempre llevo refuerzo en el bañador —confesó Raquel al fin, bajando la voz—. No soporto que se me marquen los pezones. Me da vergüenza que hasta Jorge me mire demasiado. Marta soltó una carcajada, genuina y cálida.

—¡Ay, Raquel! Tú y tus complejos. —Bebió un sorbo de su mojito antes de continuar—. Yo, en cambio, nunca uso tanga. Me parece incómodo y, la verdad, no quiero que se me marque el culo como a una adolescente en un after. A mi edad, ciertas cosas ya no tienen gracia.

Raquel se rio, relajada, pero luego su expresión se volvió más seria, casi pensativa.

—Aunque… —dijo, mirándose las manos—, no es que no piense en ello. En otras cosas, quiero decir.

Marta no necesitó que aclarara. Lo entendió al instante. El alcohol, el sol, la intimidad de aquel rincón apartado del chiringuito… todo conspiraba para que las palabras fluyeran sin filtros.

—Yo también —admitió Marta, sorbiendo su bebida con calma—. A mí me gusta el sexo con Jordi, no lo niego. Pero a veces… a veces me pregunto cómo sería con otro hombre. O incluso con una mujer.

Raquel la miró fijamente, y por un segundo, Marta creyó ver algo más que curiosidad en sus ojos azules. Algo más cálido, más íntimo. Pero el momento se esfumó tan rápido como había llegado, reemplazado por otra risita nerviosa.

—Dios, Marta, con lo que nos han educado… Si nos oyera mi madre.

—Tu madre no está aquí —replicó Marta, con un guiño—. Y nosotros tampoco somos las mismas de cuando teníamos veinte años.

El silencio volvió, pero esta vez era diferente. Más ligero, como si hubieran cruzado una línea invisible y, contra todo pronóstico, el mundo no se hubiera derrumbado. Al contrario: el aire olía más dulce, el sol parecía más cálido, y hasta el rumor de las olas sonaba como una melodía tentadora.

Fue entonces cuando dos figuras se acercaron a su mesa, interrumpiendo el momento. Un hombre y una mujer, ambos vestidos con los uniformes blancos impecables del spa del resort: túnicas holgadas de lino y sandalias de cuero. El hombre, de complexión atlética y sonrisa amable, llevaba el pelo oscuro recogido en un moño bajo. La mujer, morena y de rasgos delicados, tenía una melena lisa que le caía hasta la mitad de la espalda.

—Buenas tardes, señoras —dijo el hombre, con un acento que delataba su origen canario—. Somos Teresa y Daniel, terapeutas del spa. El hotel nos ha pedido que les ofrezcamos un masaje relajante de cortesía. Sesenta minutos en nuestra zona privada, con aceites de lavanda y almendras. Ideal para aliviar la tensión después de un día de sol.

Raquel y Marta intercambiaron una mirada. No necesitaron palabras. En ese instante, ambas supieron que estaban pensando lo mismo: ¿Es esto una casualidad, o nuestros maridos tienen algo que ver?

Pero el lugar era tan idílico, tan perfectamente diseñado para el relax y el abandono, que la sospecha se diluyó casi al instante. Al fondo, más allá de las palmeras, se veía la playa privada nudista, donde algunas figuras se recortaban contra el horizonte, libres y desinhibidas. El aire olía a jazmín y a sal, y el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados.

—Vaya… —murmuró Raquel, pasando la yema del dedo por el borde de su vaso—. Suena tentador.

—Más que tentador —asintió Marta, aunque una parte de ella seguía en guardia—. Pero ¿no es un poco… inesperado?

Daniel, el masajista, sonrió con profesionalidad.

—El resort siempre busca sorprender a sus huéspedes más exclusivos. Y, por lo que veo en sus pulseras —señaló las bandas doradas que llevaban en las muñecas, símbolo de acceso a las zonas VIP—, ustedes lo son.

Teresa, la masajista, añadió con voz suave:

—Además, la zona de spa está casi vacía a esta hora. Tendrían total privacidad.

Otra mirada entre ellas. Esta vez, más larga. Más cargada.

—¿Y si aceptamos? —preguntó Raquel al fin, casi en un susurro.

Marta respiró hondo. El alcohol le había aflojado las inhibiciones, pero no tanto como para no sentir el peso de la decisión. Sin embargo, algo en el ambiente, en la forma en que Raquel la miraba, en el recuerdo de las confidencias que acababan de compartir… todo la empujaba a decir que sí.

—Está bien —asintió Marta, levantándose con elegancia—. Pero con una condición: que sea en la misma sala. No me apetece estar sola con un extraño, por muy profesional que sea.

—Por supuesto —aceptó Teresa, con una inclinación de cabeza—. Tenemos una cabina doble, con vistas al mar. Será como un sueño.

Raquel se puso de pie, ajustándose el bañador con un gesto casi inconsciente. Marta notó cómo sus dedos temblaban ligeramente, pero en sus ojos no había miedo, sino algo parecido a la excitación.

Mientras seguían a los masajistas hacia el spa, Marta echó un último vistazo al chiringuito, a las hamacas donde, sin duda, Jorge y Jordi estarían esperando. ¿Sabrían ellos algo de esto? Se preguntó. Pero luego sacudió la cabeza, como si quisiera ahuyentar los pensamientos intrusivos. El sol le acariciaba la espalda, el mojito aún le dejaba un regusto dulce en los labios, y el cuerpo le hormigueaba con una anticipación que no sentía desde hacía años. Quizás, solo quizás, aquel masaje fuera exactamente lo que necesitaba.

Jordi, con su traje de baño negro ceñido y la toalla blanca colgando con elegancia sobre el hombro, observó cómo Marta y Raquel se alejaban del chiringuito junto a Víctor y Teresa, los masajistas del spa. Sus risas, ligeras y cristalinas, se mezclaban con el murmullo del mar. A su lado, Jorge, con la barba canosa recién recortada y el torso aún bronceado por las horas bajo el sol, siguió con la mirada el contoneo de Raquel, cuya toalla apenas cubría las curvas generosas de sus caderas.

—Vamos, Jorge —susurró Jordi, con una sonrisa pícara que delataba sus intenciones—. No perdamos ni un segundo. Coge las toallas y corre. Si no llegamos antes de que entren al spa, nos perderemos el espectáculo.

Jorge asintió, sus ojos brillando con una mezcla de complicidad y anticipación. Sin decir una palabra más, recogió las toallas abandonadas sobre las tumbonas y, con un movimiento ágil para su edad, echó a correr tras Jordi. La arena caliente se pegaba a sus pies mientras avanzaban a paso ligero, sorteando a otros huéspedes que, ajenos a su prisa, disfrutaban de cócteles bajo sombrillas de paja.

Al llegar a las puertas del spa, una estructura de madera oscura y cristales ahumados que prometía intimidad, encontraron a las cuatro figuras detenidas en el umbral. Víctor, con su uniforme blanco ligeramente desabotonado para revelar un vello oscuro que descendía hacia su abdomen, sostenía la puerta abierta con una sonrisa profesional pero cargada de promesas. Teresa, a su lado, ajustaba el cinturón de su túnica de lino, su melena morena cayendo en cascada sobre sus hombros mientras explicaba algo en voz baja.

—Ah, ¡justo a tiempo! —exclamó Marta al verlos llegar, ajustándose las gafas de sol con un gesto que delataba su sorpresa. Su bañador enterizo azul marino, elegante pero discreto, resaltaba su figura esbelta. Raquel, en cambio, se giró con un movimiento fluido, su bañador rojo ceñido a sus curvas, y les dedicó una sonrisa que no llegó a ocultar el rubor que ya comenzaba a teñir sus mejillas.

—¿Os unís? —preguntó Teresa, su voz suave como un susurro—. Acabamos de explicarles a las señoras que solo tenemos dos camillas disponibles en este momento, pero si desean esperar, pueden acomodarse en los sofás de la sala de relajación. Incluso pueden tomar algo mientras observan… si les parece bien, claro.

Jordi no necesitó más. Con un gesto teatral, se colocó al lado de Marta y deslizó un brazo alrededor de su cintura, acercándola a él con una familiaridad que siempre había sido más posesiva que cariñosa.

—Por supuesto que nos unimos —dijo, su tono denotaba poco espacio para objeciones—. Un masaje después de este sol… es justo lo que necesitamos. ¿Verdad, cariño? —miró a Marta, cuyos ojos, tras las lentes oscuras, brillaban con una mezcla de curiosidad y reticencia.

Raquel, sin esperar a que Jorge abriera la boca, se adelantó.

—Yo me quedo con Víctor —anunció, su voz más firme de lo habitual, como si el simple hecho de pronunciar esas palabras le diera un poder inesperado. Sus dedos juguetearon con el borde de su toalla, un gesto que no pasó desapercibido para Jorge, cuyos ojos se oscurecieron levemente.

Marta, siempre más reservada, vaciló un instante antes de señalar a Teresa con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.

—Yo… prefiero que sea ella —murmuró, como si el simple hecho de elegir a la masajista ya la comprometiera con algo más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Víctor asintió, su sonrisa ensanchándose mientras hacía un gesto hacia el interior del spa.

—Perfecto. Pero para mayor comodidad —su voz era grave, casi hipnótica—, les recomiendo quitarse los bañadores y usar solo las toallas. Así el aceite no mancha la ropa y la experiencia es… más completa.

Marta se tensó, sus dedos apretando involuntariamente el dobladillo de su bañador. Raquel, en cambio, soltó una risa nerviosa y miró a Jorge, como buscando su aprobación.

—No es necesario, ¿verdad? —preguntó Marta, su voz un hilo de incertidumbre.

—Claro que no, señora —respondió Teresa, aunque su tono sugería que la opción era más un formalismo que una verdadera alternativa—. Pero les aseguro que se sentirán mucho más libres.

Jordi intervino antes de que Marta pudiera protestar.

—Vamos, Martita —dijo, usando el diminutivo que solo empleaba en la intimidad—. Es solo un masaje. Nadie va a juzgaros. Además —añadió, bajando la voz hasta hacerla casi un susurro—, ¿no es mejor disfrutar sin restricciones?

Marta lo miró, y por un instante, Jordi vio algo en sus ojos que no era solo resistencia, sino algo más profundo, algo que se asemejaba al deseo. Con un suspiro casi imperceptible, asintió.

—Está bien —cedió, aunque sus manos temblaron ligeramente al desatar el nudo tras su cuello.

Raquel, animada por la decisión de su amiga, no tardó en imitarla. En cuestión de segundos, ambas mujeres se encontraron envueltas en toallas blancas, sus cuerpos apenas cubiertos, la piel aún cálida por el sol. Jorge y Jordi, mientras tanto, se acomodaron en los sofás de mimbre de la sala de relajación, donde les sirvieron dos copas de cava bien frío. Desde allí, tenían una vista privilegiada de las camillas, separadas por un biombo de bambú que apenas ocultaba los movimientos de los masajistas.

El silencio se adueñó de la sala cuando Víctor comenzó a trabajar sobre la espalda de Raquel. Sus manos, grandes y bronceadas, se deslizaban con una presión firme pero delicada, amasando los músculos tensos con movimientos circulares. Teresa, por su parte, vertió aceite de lavanda sobre la piel de Marta, cuyos hombros se relajaron casi al instante bajo el contacto experto. Pero no todo era inocencia en aquellos gestos. Poco a poco, las manos de Víctor se acercaban peligrosamente a la toalla que cubría las caderas de Raquel, sus dedos rozando el límite entre lo profesional y lo íntimo. Teresa, aunque más sutil, no dudó en deslizar sus palmas por los muslos de Marta, acercándose con una lentitud calculada a la zona donde la toalla se ceñía entre sus piernas.

Raquel contuvo el aliento cuando Víctor presionó con los pulgares a ambos lados de su columna, justo donde la toalla comenzaba a desdibujarse. Un gemido ahogado escapó de sus labios, tan bajo que casi se confundió con el sonido del aire acondicionado. Marta, por su parte, sintió cómo el calor se extendía desde su vientre hacia abajo, humedeciendo su interior. Sus dedos se aferraron a los bordes de la camilla, las uñas hundiéndose en la madera barnizada.

Jordi y Jorge, sentados en el sofá, intercambiaron una mirada. Bajo las toallas que cubrían sus regazos, ambos sentían el peso de sus propias reacciones, imposibles de ocultar. Jorge tragó saliva, sus ojos fijos en el perfil de Raquel, cuya respiración se había vuelto más rápida, casi jadeante. Jordi, mientras tanto, observaba a Marta, cuya postura tensa delataba la lucha interna entre el pudor y el placer.

Fue entonces cuando Raquel arqueó la espalda, un movimiento involuntario que hizo que la toalla se deslizara unos centímetros hacia abajo. Víctor no perdió el ritmo, pero sus ojos, oscuros y penetrantes, se encontraron con los de Jorge por un instante. Era una mirada cargada de complicidad, como si ambos supieran que estaban cruzando una línea de la que no habría retorno.

Marta, al percibir el gemido de Raquel, abrió los ojos de golpe. El sonido, aunque suave, resonó en la sala como un disparo. Sintió cómo su propio cuerpo respondía, cómo el calor entre sus piernas se volvía insoportable. Con un movimiento brusco, se incorporó, la toalla resbalando peligrosamente.

—¡Basta! —su voz sonó más alta de lo que pretendía—. Esto… ya es suficiente.

Raquel, sobresaltada, se cubrió instintivamente con la toalla, sus mejillas ardiendo.

—¿Marta? —preguntó, confundida.

—No quiero seguir —Marta se ajustó la toalla con manos temblorosas, evitando mirar a Teresa—. Creo que… que esto no me gusta, para mi ya es suficiente.

Víctor y Teresa detuvieron sus movimientos al instante, intercambiando una mirada de sorpresa. Jordi y Jorge, aunque decepcionados, no dijeron nada. Sabían que presionar en ese momento solo empeoraría las cosas.

—Por supuesto, señora —asintió Teresa, retrocediendo un paso con profesionalismo—. Si lo desean, pueden ponerse de nuevo sus bañadores en la sala contigua.

Marta no esperó más. Con pasos rápidos, se dirigió hacia la salida, seguida de cerca por Raquel, quien aún parecía aturdida. Una vez en vestuario privado, Marta se giró hacia su amiga, sus ojos brillando con una mezcla de vergüenza y algo más intenso.

—Raquel —susurró, acercándose hasta que sus rostros quedaron a apenas unos centímetros, he parado porque creo que esto se nos iba de las manos.

Raquel no respondió de inmediato. En lugar de eso, sus ojos recorrieron el rostro de Marta, deteniéndose en sus labios entreabiertos, en el rubor que aún teñía sus pómulos. Había algo en su mirada, algo que no era solo complicidad, sino un reconocimiento silencioso de que ambas habían sentido lo mismo.

—¿Y si no nos importa que se vaya de las manos? —preguntó Raquel al fin, su voz apenas un susurro.

Marta no tuvo respuesta. Solo una sonrisa tímida, casi culpable, que se formó en sus labios antes de que ambas se perdieran en una mirada que lo decía todo. Y en ese silencio, entre el aroma a lavanda y el eco de sus propias respiraciones aceleradas, supieron que nada volvería a ser igual.
 
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