El sol caía sin piedad sobre Móstoles esa mañana. Ya desde el portal, sabía que no iba a aguantar ni tres clases. Ni por el calor… ni por las ganas de verle.
Llegué al IES .... diez minutos antes, con mi camiseta corta anudada al ombligo y una minifalda tejana que me subía más de lo que bajaba. Sin maquillaje. Pelo suelto. Mirada encendida.
Y allí estaba él. Hugo. Con su mochila colgando de un hombro y esa camiseta gris que siempre se le pegaba al cuerpo cuando hacía calor. Apoyado en la verja de la entrada, distraído, pero con los ojos buscándome.
Me acerqué por detrás y le susurré al oído:
—¿Y si hoy no entramos?
Se giró, sorprendido.
—¿Cómo?
—Nos fugamos. Ahora. Tú y yo.
—¿Y a dónde?
Le guiñé un ojo.
—Déjame eso a mí.
No preguntó más. Solo asintió. Tiramos por la Avenida de Portugal, cruzamos al otro lado del Parque Cuartel Huerta, y nos metimos en el callejón que bordea el polideportivo. Todo estaba tranquilo. Las clases ya habían empezado. Nadie nos vería.
—¿Seguro que esto no es una trampa tuya para liarme? —bromeó, aunque con la voz más temblorosa de lo normal.
—Hugo… si fuera una trampa, ya estarías atrapado desde hace días.
Nos sentamos en un banco escondido entre arbustos. Yo crucé las piernas y me incliné hacia él.
—¿Te gusta cómo voy vestida hoy? —le pregunté.
—No me dejas pensar —respondió, tragando saliva.
Le cogí la mano y la dejé sobre mi muslo.
—No hace falta pensar —le dije—.
Mis dedos jugaron con los suyos. Su respiración cambió. Notaba su pulso acelerado.
Él me miraba el escote sin atreverse a tocar. Hasta que yo le agarré la mano y la llevé suavemente a mi cintura.
—No pasa nada. Nadie nos ve. Y si nos ven… que aprendan.
El momento se estiró como un chicle a punto de romperse. Nos mirábamos como si el mundo se hubiera parado. El calor, el silencio del parque, la ropa pegada al cuerpo… todo era deseo. Puro y latente.
Saqué un caramelo de menta del bolsillo y me lo metí en la boca, despacio.
Él se quedó paralizado.
—¿Te acuerdas de lo que dicen que hace la menta? —le dije con voz ronca, rozando sus labios.
—No me lo digas… enséñamelo.
Le sonreí, me acerqué aún más… pero no lo besé.
—Todavía no. Eso te lo ganas si me acompañas al sitio que tengo en mente.
Un lugar donde hace fresco, hay sombra… y muchas ganas acumuladas.
Nos levantamos, riéndonos. El plan estaba en marcha. No sabíamos cómo iba a acabar la mañana. Pero sabíamos perfectamente cómo iba a empezar.
Y todo por una fuga. Por una mirada. Por el calor… y un caramelo.
				
			Llegué al IES .... diez minutos antes, con mi camiseta corta anudada al ombligo y una minifalda tejana que me subía más de lo que bajaba. Sin maquillaje. Pelo suelto. Mirada encendida.
Y allí estaba él. Hugo. Con su mochila colgando de un hombro y esa camiseta gris que siempre se le pegaba al cuerpo cuando hacía calor. Apoyado en la verja de la entrada, distraído, pero con los ojos buscándome.
Me acerqué por detrás y le susurré al oído:
—¿Y si hoy no entramos?
Se giró, sorprendido.
—¿Cómo?
—Nos fugamos. Ahora. Tú y yo.
—¿Y a dónde?
Le guiñé un ojo.
—Déjame eso a mí.
No preguntó más. Solo asintió. Tiramos por la Avenida de Portugal, cruzamos al otro lado del Parque Cuartel Huerta, y nos metimos en el callejón que bordea el polideportivo. Todo estaba tranquilo. Las clases ya habían empezado. Nadie nos vería.
—¿Seguro que esto no es una trampa tuya para liarme? —bromeó, aunque con la voz más temblorosa de lo normal.
—Hugo… si fuera una trampa, ya estarías atrapado desde hace días.
Nos sentamos en un banco escondido entre arbustos. Yo crucé las piernas y me incliné hacia él.
—¿Te gusta cómo voy vestida hoy? —le pregunté.
—No me dejas pensar —respondió, tragando saliva.
Le cogí la mano y la dejé sobre mi muslo.
—No hace falta pensar —le dije—.
Mis dedos jugaron con los suyos. Su respiración cambió. Notaba su pulso acelerado.
Él me miraba el escote sin atreverse a tocar. Hasta que yo le agarré la mano y la llevé suavemente a mi cintura.
—No pasa nada. Nadie nos ve. Y si nos ven… que aprendan.
El momento se estiró como un chicle a punto de romperse. Nos mirábamos como si el mundo se hubiera parado. El calor, el silencio del parque, la ropa pegada al cuerpo… todo era deseo. Puro y latente.
Saqué un caramelo de menta del bolsillo y me lo metí en la boca, despacio.
Él se quedó paralizado.
—¿Te acuerdas de lo que dicen que hace la menta? —le dije con voz ronca, rozando sus labios.
—No me lo digas… enséñamelo.
Le sonreí, me acerqué aún más… pero no lo besé.
—Todavía no. Eso te lo ganas si me acompañas al sitio que tengo en mente.
Un lugar donde hace fresco, hay sombra… y muchas ganas acumuladas.
Nos levantamos, riéndonos. El plan estaba en marcha. No sabíamos cómo iba a acabar la mañana. Pero sabíamos perfectamente cómo iba a empezar.
Y todo por una fuga. Por una mirada. Por el calor… y un caramelo.
 
	 
 
		