Mi amiga nueva amiga Sofia

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Sofía, 31 años. Madrid.
La foto, de estudio: fondo neutro, americana entallada, labios rojos perfectamente delineados. Abogada. “Defensora del orden, de la familia y de la fe”, decía su descripción. Una frase que normalmente me habría hecho pasar de largo… si no fuera por esa mirada. Fija. Tensa. Contenida. Como si gritara en silencio.

Le escribí sin pensarlo. Un comentario irónico, para tantearla. Y sorprendentemente, me respondió. No solo respondió: inició una conversación.

Me contó que vivía en una zona alta de Madrid, un barrio de esos donde los portales huelen a mármol recién pulido y las cortinas siempre están cerradas. Tenía dos hijos, un marido enfermo, y un silencio inmenso entre las piernas.

—“Hace tres años que mi cuerpo no sirve para él,” —me escribió— “y yo… aún tengo el mío despierto.”

Me habló de su casa, de su rutina perfecta, del coche negro, del colegio privado. Y luego me dijo algo que me erizó la piel:

—“Yo no debería estar hablando contigo. Pero no puedo parar.”

Le hablé del foro. De mis relatos. De ese rincón oculto donde cuento todo lo que no se dice en voz alta. Le pasé el enlace a foroporno. Y entonces se rompió un poco más:

—“Lo he leído. Todos. Pero no me han aceptado en el foro.”
—“Quizás aún no saben quién eres realmente,” —le puse— “o quizás ni tú misma lo sabes todavía.”

Ese fue el primer clic. El primer gemido sin sonido.
 
Fue al quinto día de hablar cada noche, cada madrugada, cada vez más cerca, más suelta, más sucia sin perder el pudor. Me lo contó una noche, sin avisar, mientras hablábamos por nota de voz. Yo estaba en el sofá, en pijama, con una copa de vino. Ella… en el baño, como siempre, con la puerta cerrada y los dedos jugando con el borde de la toalla.

—“Lo del accidente… no te lo había dicho, ¿verdad?”

Me quedé en silencio. Esperé.

—“Fue hace tres años. Íbamos en moto. A él siempre le gustó correr. Chocamos contra un coche en Castellana, de noche. Él salió volando. No murió, pero… desde entonces, no siente nada de cintura para abajo.”

Se le quebró la voz un momento. Luego respiró hondo, como quien se traga las lágrimas a la fuerza.

—“Al principio fue peor por él. La silla, la dependencia, la rabia. Luego… fue peor por mí.”

Yo no dije nada. Solo escuché, con los dientes apretados y el corazón encogido.

—“Puede tener erecciones, sí. Pero con una bomba. Literalmente. Le implantaron una prótesis. La hincha con un botón que lleva dentro, como si inflara su pene con una bomba de bicicleta. Funciona. Pero no siente. No me siente.”

Silencio.

—“Y cuando me penetra… es como estar con un muñeco. Uno que no te mira. Que no jadea. Que no te muerde el cuello. Uno que solo empuja porque cree que así te salva.”

Yo tragué saliva. Me ardía el vientre, no por morbo… sino por rabia y ternura mezcladas.

Ella siguió:

—“Yo también tengo cuerpo. ¿Sabes? Piernas que se abren, pezones que se erizan, una boca que quiere decir cosas que no se dicen en misa. Y tú… tú me haces pensar en eso. En lo que aún soy. Aunque nadie me toque.”

Esa noche, le mandé un audio en el que solo se oía mi respiración. Fuerte. Densa. Y una frase, apenas un susurro:

—“Voy a tocarte, Sofía. Pero con palabras primero. Para que cuando llegue el momento… tu cuerpo ya no tenga escapatoria.”
 
Una triste realidad de algunas parejas. Un caso cercano que conozco es parecido, en ese caso fue por cancer de próstata. El dejo de poder tener erecciones ni tampoco orgasmos. Le pusieron esa "bombita" pero, como en el relato que describes, ambos reconocen que no es lo mismo.
En mi caso personal, mi mujer es anorgásmica desde mucho antes de conocernos y sufre de vaginismo (le duele incluso si intento meterle la lengua en la vagina)... solo tenemos masajes y sexo oral, ella no puede tener orgasmos pero, como dice, si a mi me gusta comérselo me deja hacerlo 1 vez por semana, para ella... simplemente no siente, pero dice que lo ve agradable. Luego me lo hace a mi... hasta el final. Me encanta correrme en su boca.
 
La cita no fue en un bar, ni en su casa. Fue en su despacho, en pleno barrio de Salamanca. Un edificio de fachada limpia, con portero que me miró de reojo, y una puerta que pesaba más que muchos silencios.

Subí. Llevaba un vestido suelto de lino, blanco, sin sujetador. El calor madrileño hacía que todo el cuerpo se volviera piel. Quería estar cómoda. Pero también provocarla, sin que pudiera llamarlo así.

Cuando entré, Sofía estaba junto a la estantería. De espaldas. Con el móvil en la mano y los tacones aún puestos. Llevaba un traje crema, con pantalón ajustado y una blusa blanca que le marcaba el pecho sin mostrarlo. El pelo recogido. Gafas doradas. Y esa presencia que hacía que el aire se contuviera.

—“Gracias por venir.” —me dijo sin girarse del todo.

Nos sentamos. Ella en su escritorio. Yo frente a ella. El silencio duró más que las frases de cortesía. Había algo en sus ojos. Una tensión distinta.

Y entonces lo soltó.

—“Quiero preguntarte algo que no sé si debo.”

La miré. No dije nada. Solo esperé.

—“¿Tienes algún hombre… de confianza? Alguien que pudiera… quedar conmigo. Sin compromiso. Sin complicaciones. Pero con deseo real.”

La frase cayó como un suspiro que ya no podía guardarse.

—“¿Quieres estar con otro hombre?” —le pregunté, sin juicio.

Ella se mordió el labio. Bajó la mirada.

—“Quiero que me vean deseable. Que alguien me toque como si de verdad me deseara. No por pena. No por rutina. Por ganas. Por puro cuerpo.”

—“¿Y yo?” —le dije, sin suavidad.

Ella levantó la vista, con los ojos húmedos.

—“Tú… me enciendes. Me asustas. Pero… sí. También. No quiero elegir. Quiero probar.”

El silencio entre nosotras vibraba como un gemido no dicho.

—“Tengo a alguien. Un amigo. Discreto. Limpio. Educado. Le gustan las mujeres que saben lo que callan.” —le dije, despacio— “¿Quieres que le hable de ti?”

Sofía asintió. Lento. Y luego añadió:

—“Quiero que tú estés también. No quiero estar sola.”

Esa frase… me caló hondo.
 
Nos vimos en su despacho.
Verano en Madrid. Cuarenta grados en la calle. Silencio seco. Aire acondicionado que apenas enfría el calor que llevábamos dentro.

Sofía me citó allí. Un cuarto piso en el barrio de Salamanca. Madera oscura, libros bien alineados, alfombra cara y una ventana desde la que se veía todo… menos lo que pasaba dentro de ella.

Cuando entré, estaba de pie junto a su escritorio.
Pantalón blanco de lino, blusa beige cerrada hasta el cuello, chaleco a juego. Moño firme. Tacones. Pulsera dorada. Todo en ella era rigidez estética. Todo, salvo los ojos.

—“Gracias por venir,” —me dijo sin una sonrisa.

Nos sentamos. Ella en su silla de piel. Yo frente a ella. Sus manos entrelazadas, como si sostuvieran algo que estaba a punto de soltarse.

—“Tengo algo que decirte. Y no sé cómo vas a reaccionar.”

Me quedé en silencio. Ella respiró hondo.

—“Este sábado. A las cinco. He quedado en un hotel. Con un hombre. Lo conocí hace poco. Me excita… pero me da vértigo. Aún no sé si podré hacerlo.”

Pausa. Me miraba. Esperaba que dijera algo. Pero no lo hice. Seguía atenta.

Y entonces, bajó la voz.

—“Quiero que tú estés con él. Con mi marido. Mientras yo no estoy.”

La miré, sorprendida. Iba a decir algo… pero ella se adelantó.

—“Él no lo sabe. No sabrá que tú vas por mí. Solo quiero que te acerques como si fuera casual. Un café. Una visita. Y que lo seduzcas. Que lo despiertes.”

Yo me incliné, despacio.

—“¿Por qué, Sofía?”

Ella cerró los ojos un segundo. Y cuando los abrió… ya no tenía esa dureza.

—“Porque lleva años sin sentirse hombre. Porque yo ya no puedo fingir que me deseo cuando no lo siento. Pero tú… tú puedes hacerle creer que aún puede tener lo que excita. Quiero que se sienta cazador. Aunque esté atrapado en su cuerpo.”

Se levantó. Caminó hasta mí.
Se puso detrás. Me rodeó la cintura con sus dedos. Susurró al oído:

—“Y luego, cuando vuelvas… quiero que me lo cuentes. Todo. Cómo te miró. Cómo te tocó. Cómo te corriste sobre él. Y quiero que lo sigas teniendo su corrida en ti… cuando hablemos despues”
 
Última edición:
Martes. 17:28.
Madrid seguía en llamas. El cielo blanco. El asfalto vibrando. Me puse un vestido fino de lino crudo, suelto, con tirantes finos. Nada debajo. Nada que me frenara. Me recogí el pelo en un moño flojo, me pinté los labios. Una gota de perfume detrás de la oreja. En apariencia… natural. En intención… otra cosa.

Toqué el timbre.
Unos segundos. Se oyó el ruido de la silla contra el parquet.

Y me abrió él.

Tenía el pelo un poco húmedo, como recién duchado. Camiseta de algodón oscura. Y unos pantalones cortos… demasiado cortos. De esos que dejan ver más muslo del que un hombre suele mostrar con naturalidad. Quizá no se dio cuenta. O quizá sí.

—“¿Patricia?” —preguntó, sorprendido— “¿Vienes tú?”

—“Sofía me ha escrito hace un rato. Se dejó la cartera. Me pilló cerca y me pidió que la pasara a recoger.” —dije, con una sonrisa— “¿Te molesto?”

—“No, claro… pasa.”

Entré. El piso estaba fresco, medio en penumbra. El ventilador girando lento. Olía a jabón y a algo masculino. No a colonia. A piel.

—“Creo que la dejó en el aparador,” —me dijo, señalando— “aunque con Sofía nunca se sabe.”

Fui hasta allí. Mis pasos suaves sobre el suelo de madera.
Agarré la cartera. Me giré. Él me miraba.
Sus ojos bajaron por un segundo. Solo uno. Pero bastó. Vieron el borde suelto del vestido, la curva de mi muslo.

—“¿Quieres que te traiga un vaso de agua antes de irme?” —le pregunté, con voz baja, dulce.

—“No hace falta, pero… si quieres, sí.”

Fui a la cocina como si ya conociera la casa. Serví el agua, despacio. Me movía con calma. Quería que me oyera. Que supiera dónde estaba. Que me imaginara.

Volví. Le pasé el vaso. Alargó la mano. Nuestros dedos se rozaron.

—“Estás muy… veraniega hoy.” —dijo con una media sonrisa.

—“¿Sí? ¿Demasiado?” —le respondí, mirándolo directo, como si no supiera lo que hacía.

Él bajó los ojos. Se rió, nervioso.

—“No. No me quejo.”

Me senté en el sofá, cruzando las piernas con lentitud.
Y ahí lo vi. En su pantalón. En la forma en que se movió en la silla. En la rigidez bajo la tela. Su cuerpo hablaba más que él.

—“¿Y Sofía… vendrá más tarde?” —le pregunté, como quien lanza una piedra al agua solo para ver cómo se agita.

—“No lo sé. A veces cambia de planes.”

—“Yo tampoco tengo prisa…” —le dije, y apoyé el codo en la rodilla, la barbilla en la mano— “¿Te molesta que me quede un rato?”
 
El salón estaba en silencio, salvo por el zumbido suave del ventilador. El sol caía a través de las cortinas como una caricia lenta. Yo seguía sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, el vestido subido apenas hasta el muslo. Él, frente a mí, en su silla. Inquieto.

El vaso de agua estaba sobre la mesita lateral. Él intentó cogerlo, pero se le escapó de las manos. El vaso se volcó. Agua fría… directo a su regazo. Cayó sobre sus pantalones cortos, empapándolos. La tela se le pegó al cuerpo.

—“Mierda…” —susurró, más frustrado que asustado.

—“Tranquilo…” —dije, levantándome— “¿Estás bien?”

—“Sí… no siento nada. Solo… la incomodidad.”

La frase me atravesó. Tan simple. Tan cruda.

Me acerqué. Me arrodillé frente a él. Saqué un pañuelo de mi bolso, pero no servía. Le pregunté:

—“¿Puedo ayudarte? ¿Quieres que busque un pantalón seco?”

Él dudó. Luego asintió. Me indicó con la cabeza la habitación. Fui. Todo perfectamente ordenado. Cajones limpios. Ropa doblada. Elegí un pantalón de algodón gris. Volví.

Me arrodillé de nuevo frente a él.

—“¿Quieres que lo haga yo?”

—“No puedo bajarlo… ya sabes.”

—“Lo sé,” —le dije, con voz suave— “déjame.”

Le desabroché el pantalón mojado. Él me miraba, tenso. Con una mezcla de vergüenza y… algo más. No deseo bruto. Ansias contenidas. Esperanza. Hambre.

Le deslicé el pantalón hasta las rodillas. Sus piernas eran delgadas. Inmóviles. Pero no muertas. Había vida en su torso. En su cuello. En su forma de mirarme. En cómo me tocó el brazo con los dedos, temblando un poco.

—“Eres preciosa,” —me dijo, bajito.

—“¿Sí?”

—“Sí. No sé si debería decírtelo…”

—“Dímelo igual,” —le susurré, sin dejar de mirarlo.

Le pasé la toalla con cuidado entre los muslos, sin apuro, sin miedo. Sentía su respiración acelerarse. Su voz más grave.

Y entonces, me acarició el pelo. Lento. Con la yema de los dedos. Luego el cuello. Luego el hombro.

—“¿Sofía sabe que vienes así… tan fresca?”

Le sostuve la mirada. Me incliné un poco más. Mis labios a la altura de su pecho.

—“No lo sé. ¿Importa?”

Él tragó saliva. Su mano se apoyó en mi espalda baja. Solo ahí podía tocarme.

—“No me toques con lástima.”

—“No lo haría nunca.”

En esa posición, al agacharme más, el escote de mi vestido cedió. Sin sujetador, uno de mis pechos quedó casi al descubierto, apenas cubierto por la tela. Él lo vio. Y no apartó la mirada.

Su mano subió, temblorosa, hasta rozarlo. Al principio, con duda. Como si pidiera permiso sin hablar. Luego… se quedó ahí. Lo acarició. Su pulgar sobre mi pezón, que ya estaba duro. Yo cerré los ojos.

—“No sabes cuánto he deseado sentir esto otra vez…” —susurró.

Y sin darme tiempo a responder, se inclinó hacia adelante y me besó.

Fue torpe, al principio. Con urgencia. Con miedo. Pero luego… se volvió más profundo. Más verdadero. Sus labios temblaban. Los míos lo envolvían.
 

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