Putita18
Miembro muy activo
- Desde
- 15 Nov 2025
- Mensajes
- 1,358
- Reputación
- 3,113
Que graciosa eres.
Follow along with the video below to see how to install our site as a web app on your home screen.
Note: This feature may not be available in some browsers.
Que graciosa eres.
Vale, genial. Muchas gracias.Como estamos casi en fiestas esta semana habrá un nuevo capítulo, si me da tiempo hoy y sino mañana por la mañana lo tendréis.![]()
¿¡Ya!? ¡¡Vaya, qué bueno!!Capítulo 5
La casa era un escenario de falsa normalidad, un velo que cubría el torbellino que Ramón y Celia llevaban en secreto. Desde aquella noche en el sofá, cuando él había tocado y chupado las tetas de su hija, el mundo se había torcido, aunque nadie más lo notara. Ana seguía atrapada en su rutina de trabajo, facturas y quejas sobre Marcos, que vivía pegado a su ordenador gritando a sus amigos por el micrófono, o con la cabeza metida en el móvil con el puto TikTok. Pablo, el novio de Celia, seguía siendo el chico majo que llegaba los fines de semana con una sonrisa y una broma, ajeno al abismo que se abría bajo la superficie. Un chaval sencillo y agradable que se veía a la legua que amaba Celia. Pero para Ramón, cada día era una cuerda floja, un equilibrio imposible entre la culpa que lo carcomía y el deseo que lo consumía. Era su hija, su niña, pero también una mujer que lo miraba con ojos que prometían cosas que no debería querer. Celia, por su parte, parecía moverse por la casa con una nueva seguridad, como si el pacto silencioso que habían sellado le hubiera dado un poder que disfrutaba. Cómo si nada hubiese pasado. No era obvio, no para Ana ni Marcos, pero Ramón lo notaba en los detalles: una sonrisa cómplice cuando nadie miraba, un roce intencionado al pasar por el pasillo, una camiseta que se subía más de lo necesario al estirarse. Cada gesto era una chispa, un recordatorio de lo que había pasado, de lo que podía pasar. Y aunque Ramón intentaba resistirse, su cuerpo lo traicionaba, buscando su presencia, anhelando su cercanía.
Era mediados de octubre, y el cumpleaños de Ramón se acercaba. Cumpliría 48 años, una cifra que lo hacía sentirse más viejo de lo que era, con las arrugas en la frente más marcadas y el pelo canoso extendiéndose por las sienes. Ana hablaba de hacer una cena familiar, Marcos prometió no encerrarse en su habitación por una noche, y Celia, con esa sonrisa que lo desarmaba, decía que sería perfecto. Ramón fingía entusiasmo, pero por dentro estaba nervioso, atrapado en el torbellino de su deseo y su culpa. Una parte de él quería olvidarlo todo, como si nunca hubiera pasado, pero otra más oscura quería más, quería volver a disfrutar de su hija.
Los días previos al cumpleaños fueron una danza de tensión. Celia parecía más provocativa, como si supiera que cada gesto suyo era una prueba para él. Una mañana, mientras Ana estaba en la ducha y Marcos aún dormía, Ramón entró en la cocina y la encontró preparando café. Llevaba una camiseta corta que dejaba su ombligo al descubierto y una braguita de algodón gris que marcaba la curva de sus caderas. No era ropa interior sexy, no en el sentido clásico, pero en ella parecía una invitación. Se giró al verlo, con una sonrisa que era a la vez inocente y peligrosa.
—Buenos días, papá —dijo, vertiendo café en una taza—. ¿Quieres?
Ramón tragó saliva, intentando no mirar la forma en que la camiseta se ajustaba a sus pechos, la manera en que la braguita abrazaba sus muslos.
—Si, gracias —murmuró, quedándose en la puerta, como si entrar fuera demasiado arriesgado.
Ella se acercó, con la taza en la mano, y el roce de su brazo contra el suyo fue como un relámpago. Le dio la taza, mirándolo a los ojos, y por un segundo, el mundo se redujo a ellos dos.
—Estás muy callado últimamente —dijo, con un tono juguetón—. ¿Es por el cumple, o por…lo del otro día? ¿Te sientes viejo?
Ramón forzó una risa, intentando romper la tensión.
—Algo así. No todos los días se cumplen 48.
Celia se rió, un sonido suave que lo envolvió como una caricia. Se acercó un poco más, hasta que el olor de su champú —tan embriagador en ella— lo golpeó.
—No eres tan viejo, papá —dijo, con una sonrisa traviesa—. Todavía tienes cuerda para rato.
El comentario era inocente, o podría haberlo sido, pero en sus labios sonaba como una promesa. Ramón sintió que el aire se volvía más denso, que la cocina se convertía en un campo minado. Quiso decir algo, cambiar de tema, pero ella ya se estaba yendo, con un balanceo de caderas que lo dejó clavado en el sitio. Esa misma tarde, mientras Ana estaba en el supermercado y Marcos en casa de un amigo, Ramón y Celia se cruzaron en el salón. La tele estaba encendida con una serie que estaba de moda últimamente y ella estaba revisando su móvil, sentada en el sofá, con una camiseta holgada que resbalaba por un hombro, dejando ver el tirante de un sujetador blanco. Cuando lo vio, levantó la vista y sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y desafiante.
—Oye, papá, ¿qué quieres para tu cumpleaños? —preguntó, dejando el móvil en el cojín—. Algo especial, no la típica corbata o jersey.
Ramón sintió un nudo en el estómago. La pregunta era inocente, pero en sus labios sonaba como una invitación. Intentó mantener la calma, pero su voz salió más tensa de lo que quería.
—No sé, Celia, no necesito nada —dijo, pero sus ojos la traicionaron, deslizándose hacia el tirante del sujetador, hacia la curva de su hombro y a sus tetas que ya miraba con más confianza.
Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa que lo desarmó.
—Venga va, no seas tonto, algo querrás —insistió, inclinándose hacia él—. Dímelo, que soy buena con las sorpresas.
Ramón tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el borde. Miró a su alrededor, asegurándose de que estaban solos, y bajó la voz.
—No sé si debería decirlo —admitió, con la voz temblando—. Pero… si quieres hacerme un regalo, ponte algo para la cena… algo que me guste. Algo provocativo. Me gusta verte guapa.
Las palabras salieron solas, una confesión que lo sorprendió incluso a él. Se arrepintió al instante, pero Celia no se inmutó. En cambio, sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa.
—¿Provocativo? —preguntó, con un tono juguetón—. Puedo hacer eso, papá. Pero… ¿sólo quieres eso? ¿Que quieres, verme las tetas otra vez vestida sexy?.
El comentario era una broma, o podría haberlo sido, pero en sus labios sonaba como un pacto. Ramón asintió, incapaz de hablar, y ella se levantó, rozando su brazo al pasar, dejando un rastro de su aroma que lo persiguió el resto del día.
El día del cumpleaños llegó con una cena familiar que Ana había organizado con más esfuerzo que inspiración. Había preparado lasaña, la favorita de Ramón, una tarta de chocolate y una ensalada que nadie tocó. La mesa estaba decorada con un mantel viejo y unas velas que Ana había encontrado en un cajón. Marcos estaba ahí, milagrosamente sin auriculares, aunque no paraba de mirar el móvil. Pablo no pudo venir por su examen, y Ana había planeado salir a tomar unas cervezas con una amiga después de la cena, por una parte se sentía mal por dejar a su marido solo el día de su cumpleaños, pero por otra también le apetecía distraerse un poco y además, en unos días se iría con su marido a cenar y celebrarlo los dos solos por ahí. Esa noche se iría dejando a Ramón y Celia solos para la noche. Y Marcos se iría a pasar la noche con un primo suyo para jugar al ordenador en un maratón de juegos que hacen los chavales. La idea de estar a solas con ella lo ponía nervioso, pero también lo encendía, como una llama que no podía apagar. Por eso cuando su mujer dijo que saldría por ahí con su amiga un rato, él no puso ninguna objeción, es más, deseaba que se fuera para estar a solas con Celia.
Cuando Celia bajó a cenar vestida como le había pedido su padre, fue su madre fue la primera que reaccionó. Dejó el tenedor en el plato y miró a su hija con el ceño fruncido, esa expresión de madre que no admite réplica.
—Celia, ¿qué es esa forma de bajar a cenar? —dijo con tono seco—. Vas enseñando casi las tetas. Sube y ponte algo decente, por favor.
Celia se detuvo en seco al lado de la mesa, con las mejillas encendiéndose un poco, pero no de vergüenza, sino de una mezcla de enfado y desafío. Se cruzó de brazos bajo los pechos, lo que solo hizo que se marcaran más, y respondió con la voz medio alta, medio molesta.
—Mamá, no enseño nada. Es una camiseta normal, estamos en casa, en confianza. ¿Qué problema hay? Hace calor y es el cumpleaños de papá, no una cena formal.
Ana abrió la boca para replicar, pero Ramón intervino rápido, con la voz calmada aunque por dentro sentía que el corazón le iba a estallar.
—Ana, déjala. Es verdad, estamos en familia. No pasa nada —dijo, intentando sonar neutral, aunque sus ojos se habían desviado un segundo de más hacia el escote de Celia, hacia las tetas que hace unos días había devorado con lascivo deseo.
Marcos soltó una risita, mirando el plato para no meterse, y Ana suspiró, visiblemente molesta pero decidiendo no alargar la discusión delante de todos.
—Está bien, pero la próxima vez ponte algo encima que esas no son formas de estar vestida.—concedió al fin, volviendo a su lasaña.
Celia se sentó frente a él, cumpliendo su promesa. Llevaba una camiseta rosa de tirantes, ajustada, que marcaba sus pechos, y dejaba entrever el contorno de un sujetador de encaje con un marcado canalillo. Una falda corta, negra, abrazaba sus caderas y terminaba a medio muslo, revelando la piel suave de sus piernas. No era una ropa tan escandalosa como hacía ver su madre, no en el contexto de una cena familiar, pero en ella era una provocación, un regalo que solo él entendía. Cada vez que se movía, la camiseta se tensaba, y la falda subía ligeramente, mostrando más piel de la que debería. Ramón intentaba no mirarla, pero sus ojos lo traicionaban, robando vistazos a sus pechos, a sus muslos, a la forma en que sus labios brillaban al hablar.
—¿Qué tal los 48, Ramón? —preguntó Ana, sirviendo más lasaña—. ¿Algún plan para celebrarlo a lo grande con tus colegas o te sientes un viejales?
Ramón forzó una sonrisa, intentando ignorar la forma en que Celia lo miraba, con un brillo en los ojos que nadie más parecía notar.
—Nada, lo de siempre. Ya sabéis que yo no le doy mucha importancia a los cumpleaños —dijo, con una voz que sonaba más cansada de lo que quería.
Celia se rió, inclinándose hacia la mesa para tomar un sorbo de agua. La camiseta se ajustó aún más, y Ramón tuvo que clavar la vista en su plato para no mirarla.
—No es tan viejo, mamá —dijo, con un tono juguetón—. Todavía tiene cuerda para rato, es la segunda juventud.
Ana bufó, cortando un trozo de lasaña.
—Siempre tan soso. Deberías salir, divertirte un poco. No todos los días se cumplen medio siglo.
—No es medio siglo —dijo Marcos, levantando la vista del móvil por primera vez—. Todavía le quedan un par de años.
Todos se rieron, incluso Ramón, pero su risa era forzada. La miraba, atrapado en su sonrisa, en la forma en que sus pechos se movían al reír, en el recuerdo de su piel bajo sus labios. La culpa lo quemaba, pero también había una chispa, una conexión secreta que lo hacía sentirse vivo. Después de la cena, Ana se fue a casa de su amiga, y Marcos se marchó a casa de su primo, dejando la casa en un silencio que pesaba como una promesa. Ramón y Celia se quedaron solos en el salón, con la tele encendida en un programa de entrevistas que ninguno de los dos miraba. Ella estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, la falda subiendo ligeramente por sus muslos, dejando ver la piel suave que brillaba bajo la luz tenue. Él estaba en el sillón, intentando mantener la distancia, pero el aire entre ellos estaba cargado, como si el secreto que compartían hubiera creado un imán invisible.
—Feliz cumpleaños, papá —dijo ella, rompiendo el silencio. Su voz era suave, pero había un matiz juguetón que lo puso en alerta.
Ramón sonrió, forzando una calma que no sentía.
—Gracias, Celia. Ha sido un buen día. Muchas gracias por tu regalo.
Ella ladeó la cabeza, mirándolo con esos ojos verdes que parecían atravesarlo.
—¿Seguro? No pareces muy emocionado —dijo, con una sonrisa traviesa—. ¿No quieres un regalo algo más especial?
Ramón sintió un nudo en el estómago. La palabra “regalo especial” en sus labios sonaba como una promesa, un peligro que no debería aceptar. Intentó reírse, cambiar de tema, pero su voz salió entrecortada.
—Ya tengo bastante con la cena y tu ropa con ese escote tan bonito—dijo, pero sus ojos lo traicionaron, deslizándose hacia la forma en que la camiseta marcaba sus pechos, hacia la piel de sus muslos.
Celia se levantó, con una lentitud deliberada, y se acercó al sillón. Se sentó en el brazo, tan cerca que el olor de su champú lo envolvió, dulce, embriagador. Lo miró fijamente, con una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa. Las tetas le quedaban casi en la cara y Ramón sintió el crudo deseo de lanzarse a morderlas, a lamerlas otra vez, a disfrutar de ellas como aquel día.
—Venga, papá, dime la verdad —susurró, inclinándose hacia él—. ¿Qué quieres de verdad? Es tu cumpleaños. Pide lo que quieras que estamos solos.
Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. La miraba, atrapado en sus ojos, en la curva de sus labios, en la forma en que su cuerpo parecía llamarlo. Quiso decir que no quería nada, que pararan, pero las palabras no salían. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el borde.
—No sé, Celia… no deberíamos… —empezó, pero su voz carecía de convicción, como si una parte de él ya se hubiera rendido.
Ella se rió, un sonido suave que lo envolvió como una caricia. Se inclinó aún más, hasta que su aliento le rozó la mejilla, y su mano se posó en su brazo, un contacto leve pero suficiente para que él sintiera un escalofrío.
—No te hagas el duro, papá —dijo, con un tono provocador—. Sé que quieres algo. Venga tonto dímelo. Nadie va a saberlo.
Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tenerlo todo bajo control. La culpa lo aplastaba, pero también había una chispa, una necesidad que no podía ignorar. Cerró los ojos, respirando hondo, y cuando habló, su voz era apenas audible.
—Vale, pero no te enfades cariño. Quiero… quiero algo más —dijo, con la voz temblando—. Algo… como lo del otro día, pero… más. Celia… —siguió él, con la voz rota, temblorosa—. Como regalo especial… quiero… quiero que me la chupes. Cómeme la polla por favor cariño.
Las palabras salieron como un susurro avergonzado, casi un ruego. Se le encendieron las mejillas al instante, porque nunca, jamás, se hubiera atrevido a pedirle algo así. Temió una mala reacción de ella, temía haberse pasado al querer ir más allá e incluso se preparó por si le daba un merecido bofetón.
—Tu madre nunca lo hace —confesó, bajando la mirada, sintiéndose vulnerable y al ver que su hija no había reaccionado mal—. Ni una sola vez en todos estos años. Y yo… siempre lo he deseado tanto… Sobre todo contigo en la cabeza últimamente. Perdóname, hija, pero… es lo que más quiero hoy.
El silencio que siguió fue eléctrico. Celia no respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa lenta, profunda, casi felina.
—¿Eso es lo que deseas, papi? —susurró al fin, con una voz tan suave y caliente que parecía acariciar su piel—. ¿Que tu niña se arrodille y te chupe la polla despacito… hasta que te corras en mi boca?
Ramón tragó saliva con dificultad. La crudeza de sus palabras, pronunciada con esa dulzura suya, le provocó un latigazo de placer que le recorrió toda la columna.
—S-sí… —logró articular, apenas un hilo de voz.
Celia se mordió el labio inferior, disfrutando visiblemente de su nerviosismo. Se puso de rodillas entre sus piernas, se recogió el pelo en una coleta alta con una goma del pelo que llevaba en la muñeca y se inclinó un poco más entre sus piernas y empezó a desabrochar lentamente los pantalones, hasta que su aliento cálido rozó la tela tensa de los calzoncillos. Con una lentitud deliberada, casi ceremonial, bajó la prenda centímetro a centímetro, dejando que la polla de Ramón saltara libre, dura, palpitante, con la punta ya brillante de deseo. Ramón sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. El corazón le martilleaba tan fuerte que temía que ella pudiera oírlo. La culpa y el deseo se peleaban dentro de él, pero el deseo ganaba por goleada. Tragó saliva, con la garganta seca, y habló con una voz que no parecía la suya, temblorosa, casi suplicante.
—Celia… antes de… de nada, necesito hablar contigo —dijo, con la voz rota, incorporándose ligeramente en el sofá, aunque su cuerpo protestaba por la interrupción. Sus manos temblaban, y sintió un nudo en el estómago, como si las palabras que iba a decir fueran a romper algo para siempre.
Celia levantó la vista, parpadeando con sorpresa, pero no se apartó. Se sentó sobre sus talones, con las manos aún en sus rodillas, y lo miró con esos ojos verdes que parecían ver a través de él.
—Claro, papá. Dime —dijo, con una voz suave pero preocupada, inclinándose un poco hacia él—. ¿Qué pasa? Pareces… no sé, asustado. ¿Es que no quieres?
Ramón cerró los ojos un segundo, respirando hondo, intentando ordenar los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza como un tormenta. Cuando los abrió, la miró fijamente, sintiendo que cada palabra era un peso que necesitaba soltar, aunque doliera.
—Claro que quiero mi amor, pero… Es sobre… sobre todo esto que estamos haciendo —empezó, con la voz entrecortada, señalando vagamente entre ellos—. Sobre por qué… por qué he llegado a desearte así. No es solo porque seas guapa, Celia. Es… es porque mi vida con tu madre está… vacía. Muerta.
Celia frunció el ceño ligeramente, pero no lo interrumpió. Se limitó a asentir, animándolo a seguir, sus manos apretando suavemente sus rodillas, un gesto que era a la vez reconfortante y torturador. Ramón tragó saliva, sintiendo que el rubor le subía por el cuello, pero continuó, las palabras saliendo ahora en un torrente, crudas, sin filtros, como si una vez abierto el dique ya no pudiera pararlas.
—Tu madre y yo… hace años que no hay nada. El matrimonio es una rutina, un hábito. Nos queremos, supongo, pero no como antes. El sexo… joder, Celia, el sexo es un desastre. Lo hacemos una vez al mes, si llega, y es como un trámite. Sin pasión, sin besos, sin… sin nada. Ella no me toca como antes, no me mira como si me deseara. Y yo… yo me siento vacío, como si fuera invisible. Como si no existiera como hombre. Y entonces te miro a ti, y veo cómo me miras, cómo sonríes, cómo tu cuerpo… tu cuerpo me hace sentir vivo otra vez. Te deseo porque en ti encuentro lo que he perdido con ella. Lo que nunca tuve del todo.
Las palabras colgaban en el aire, tensas, crudas, como un cable a punto de romperse. Ramón sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero las contuvo, mirando al suelo, incapaz de sostenerle la mirada. La vergüenza lo aplastaba, como si hubiera confesado un crimen, pero también había un alivio fugaz, como si soltar la verdad lo liberara un poco del peso que llevaba dentro. Celia se quedó en silencio un momento, procesando sus palabras. Sus manos seguían en sus rodillas, mirando su polla dura, pero ahora apretaban con más fuerza, como si necesitara anclarse a algo. Finalmente, habló, con una voz suave pero temblorosa, cargada de una tensión que reflejaba la suya.
—Papá… no sabía que era así con mamá —dijo, con un tono que era a la vez comprensivo y doloroso—. O sea, lo intuía, pero oírlo… joder, debe de ser horrible. Pero… ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué has tenido que llegar a esto?
Ramón levantó la vista, con los ojos rojos, la voz quebrada.
—Porque eres mi hija, Celia. ¿Cómo te iba a decir que mi matrimonio está muerto? ¿Que me siento solo en mi propia cama? No quería cargarte con eso. Pero ahora… ahora te deseo a ti. Te deseo porque me miras como si yo importara, como si me quisieras de verdad. No como Ana, que me da un beso mecánico y se da la vuelta para dormir. Te deseo porque en ti veo lo que he perdido, lo que nunca tuve del todo. Pero es una mierda, Celia, porque sé que está mal. Sé que soy un monstruo por pensarlo siquiera.
Celia negó con la cabeza, con los ojos brillantes, y se acercó un poco más, sus manos subiendo por sus muslos, un gesto que era a la vez reconfortante y provocador.
—No eres un monstruo, papá —susurró, con la voz tensa, como si cada palabra le costara un esfuerzo—. Eres un hombre. Un hombre que se siente solo, que necesita sentir que alguien lo desea. Y mamá… mamá no te lo da. Lo sé, lo veo. Pero yo… yo sí puedo dártelo. A mí no me importa darte lo que ella no te da. No me importa ser lo que necesitas.
Las palabras lo golpearon como un puñetazo, crudas, tensas, llenas de una honestidad que lo dejó sin aliento. Ramón sintió que el salón se hacía más pequeño, que el aire se volvía más pesado, como si el peso de lo que decían los aplastara a ambos.
—Celia, no digas eso —dijo, con la voz rota, las manos temblando mientras intentaba apartarla, pero sin fuerza real—. No es justo para ti. No quieres esto de verdad. Lo dices para complacerme, para llenar mi vacío, pero… joder, eres mi hija. No puedes ser mi salvación.
—No lo digo para complacerte, papá —replicó, con la voz tensa, quebrada por la emoción—. Lo digo porque lo siento. Me gusta verte así, me gusta que me mires, que me desees. Me hace sentir… viva, especial. Mamá no te da lo que necesitas, pero yo sí puedo. Y quiero. Quiero ser la mujer que te haga sentir hombre otra vez. Aunque sea malo, aunque sea tenso, aunque me tiemblen las manos ahora mismo al decirlo.
El silencio que siguió fue ensordecedor, cargado de una tensión que podía cortarse con un cuchillo. Ramón la miró, con el rostro rojo, las venas del cuello hinchadas por la emoción, y sintió que el deseo y la culpa se enfrentaban en una batalla que no tenía ganador. Sus palabras eran crudas, directas, un espejo que reflejaba su propia oscuridad, y eso lo aterrorizaba.
—No sé si puedo, Celia —admitió, con la voz temblando, las manos ahora en las de ella, apretándolas como si fueran su salvavidas—. Te deseo tanto que me duele, pero… ¿qué pasa si nos arrepentimos? ¿Qué pasa si esto nos destruye?
Ella lo miró, con una sonrisa temblorosa, y se inclinó hacia él, su aliento rozando su rostro.
—Nos arrepentiremos más si no lo hacemos —susurró, con la voz cruda, llena de una tensión que lo dejó sin aliento—. Y si mamá no te lo da, yo sí. Déjame ser eso para ti, papá. Déjame llenar tu vacío. Déjame chuparte la polla esta noche.
Ramón cerró los ojos, sintiendo que el mundo se desmoronaba, pero cuando los abrió, la miró y asintió, un gesto pequeño pero definitivo. El deseo había ganado, aunque la tensión seguía ahí, un cable estirado al límite, listo para romperse en cualquier momento
—Mira como la tienes… —murmuró ella, admirándola sin tocarla aún, solo mirándola con los ojos entrecerrados—. Tan grande, tan dura… solo para mí.
Ramón soltó un gemido bajo, incapaz de contenerlo. Sus manos se aferraron a los brazos del sillón como si fueran su única ancla a la realidad. Celia levantó la mirada hacia él, sin dejar de sonreír.
—Tranquilo, papi… hoy es tu cumpleaños —susurró, acercando los labios hasta rozar apenas la piel sensible de la base—. Te voy la voy a chupar tan despacio, tan lento, tan profundo… que nunca vas a olvidar este regalo.
Y entonces, sin prisa, con una sensualidad que parecía infinita, la cogió con una mano y empezó a pajearlo muy muy despacio, bajando la piel y exponiendo el capullo, volviendo a subir pasando el dedo pulgar por la uretra haciendo que el líquido preseminal saliera e hiciera brillar su capullo, pasando el dedo índice de la otra mano por la punta, y jugando con la gotita de líquido que salía cada vez que subía la mano acariciando con suavidad la polla de su padre mientras lo miraba con esa cara de niña mala. Cuándo vio que estaba listo abrió su boca caliente y húmeda y se la metió en la boca por primera vez: despacio, saboreando cada centímetro, dejando que su lengua dibujara círculos lentos, muy, muy, muy lentos y húmedos alrededor del capullo mientras sus labios se cerraban con suavidad. Sus labios eran gentiles al principio, explorando, acariciando con una delicadeza que lo hacía temblar, jugando con los labios y la lengua con el líquido preseminal. Los movía con una lentitud deliberada, a la vez que lo pajeaba despacio, como si estuviera aprendiendo cada contorno, cada reacción de su cuerpo. Su lengua se unió al juego, trazando líneas suaves, húmedas en el capullo, que enviaban oleadas de placer a través de él. Era un baile, un ritmo que ella controlaba con una precisión que lo dejaba sin defensas.
Sus labios se deslizaban con una suavidad exquisita, envolviéndolo en un calor húmedo que lo hacía jadear. La punta de su lengua rozaba con delicadeza, trazando círculos lentos que se alternaban con lamidas más firmes, cada movimiento era calculado para intensificar el placer. Ella succionaba suavemente, con una presión justa que lo hacía estremecerse, y luego soltaba, dejando que su lengua tomara el control, lamiendo con una cadencia que era a la vez tierna y provocadora. De los labios de Celia caían unos hilos brillantes de babas y líquido preseminal que unían su boca con la polla de su padre. El contraste entre la suavidad de sus labios y la firmeza de su lengua era una tortura deliciosa, una danza que lo llevaba al borde de la locura.
Ramón apretó los brazos del sillón, sus nudillos blancos mientras luchaba por mantenerse anclado. Ella estaba guapísima así, —pensaba su padre— con la coleta desordenada, los labios brillantes y ese escote brutal de sus maravillosas tetas. El placer era intenso, casi doloroso, una escalada que crecía con cada movimiento de sus labios, cada roce de su lengua. Ella alternaba entre succiones profundas y lamidas rápidas, su lengua girando en patrones que lo hacían jadear. Para aumentar más aún la tortura visual que le estaba ofreciendo a su padre, de vez en cuando descansaba un poco de lamer y dejaba caer babas y líquido preseminal en su escote, dejando que el líquido se colara entre sus tetas mientras miraba a su padre fijamente a los ojos. Después cogía la polla otra vez y mirándolo a los ojos le pasaba la lengua despacio desde la base hasta el capullo, dándose golpecitos en la lengua. La calidez de su boca lo envolvía, un contraste con el aire fresco del salón, y cada movimiento era una obra de arte, una mezcla de ternura y control que lo llevaba al límite. Sus manos descansaban en sus muslos, los dedos hundidos en la tela de los vaqueros, anclándolo mientras ella se la chupaba. Ramón podía sentir la suavidad de sus labios, la presión justa de su lengua, el calor de su aliento, y todo era demasiado, demasiado perfecto, demasiado equivocado. La culpa estaba ahí, una sombra al borde de su mente, pero se desvanecía bajo la intensidad del placer, bajo la visión de ella arrodillada ante él, su pelo rubio recogido en una desordenada coleta, sus ojos alzándose para encontrarse con los suyos con una mirada que era a la vez vulnerable y poderosa, mientras tenía la polla dentro de la boca.
Celia aceleró el ritmo, sus movimientos más seguros, más insistentes, como si pudiera sentir lo cerca que estaba. Sus labios se apretaron alrededor de él, su lengua moviéndose con una precisión que lo hacía temblar. Lamía con firmeza, alternando con succiones profundas que lo llevaban al límite, su boca cálida y húmeda creando una fricción que era casi insoportable. Pero entonces, justo cuando él sentía que estaba a punto de correrse, ella se detuvo, levantando la vista con una sonrisa traviesa que lo dejó sin aliento.
—Quiero hacer algo especial papi—susurró, con una voz suave pero cargada de intención.
Antes de que Ramón pudiera procesar sus palabras, Celia se inclinó hacia atrás, sus manos moviéndose a los tirantes de su camiseta. Con una lentitud deliberada, los bajó, dejando que la tela se deslizara por sus hombros. Desabrochó el sujetador de encaje con un movimiento fluido, y sus pechos quedaron al descubierto, grandes, firmes, con el canalillo brillante de babas, con los pezones rosados que él había chupado días antes. La luz de la tele proyectaba sombras suaves sobre su piel, haciendo que cada curva pareciera una invitación.
Ella se acercó de nuevo y cogió la polla, se acarició los pezones con ella haciéndolos brillar de saliva y líquido preseminal y después la metió entre sus tetas. Las presionó juntas, envolviendo la polla en su suavidad, escupió en el canalillo encima del capullo con un gesto casi obsceno y comenzó a moverse, un vaivén lento y sensual que lo hizo jadear. La piel de sus pechos era cálida, aterciopelada, y la fricción era una nueva forma de tortura, un placer que lo consumía. Sus movimientos eran rítmicos, controlados, y ella lo miraba, sus ojos verdes brillando con una mezcla de curiosidad y triunfo. Cada roce de sus tetas contra él era una caricia, una promesa, y Ramón sintió que el placer se acumulaba, que el orgasmo se acercaba imparable e intenso, una espiral apretada que lo llevaba al borde del éxtasis más profundo. Sus manos se movían con delicadeza, ajustando la presión, guiándolo entre sus pechos con una precisión que lo dejaba sin aliento. La suavidad de su piel, el calor de su cuerpo, la forma en que sus pechos lo envolvían, todo era demasiado, un torbellino que lo arrastraba hacia el clímax. Ella aceleró el ritmo, sus movimientos más rápidos, más firmes, y él sintió que perdía el control, que se deslizaba hacia el abismo.
El orgasmo lo golpeó como un relámpago que le hizo marearse de placer, una explosión de placer que lo dejó jadeando, su cuerpo estremeciéndose mientras se corría sobre sus tetas. El semen cayó en gotas calientes, resbalando por la curva de sus pechos, deslizándose lentamente por el canalillo, una imagen que se grabó en su mente como un cuadro prohibido. Celia no se apartó, no se cubrió. En cambio, sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y poderosa, mientras miraba cómo el líquido brillaba bajo la luz, escurriendo por su piel con una lentitud hipnótica.
—Es tu regalo, papá —susurró, con una voz suave que contrastaba con la intensidad del momento—. Espero que te haya gustado.
Ramón se quedó ahí, jadeando, con el corazón desbocado, la mente en un caos de culpa y éxtasis. La miraba, con los pechos desnudos, el semen brillando en su piel, y la culpa lo aplastó, una ola que amenazaba con ahogarlo. Pero también había algo más, una chispa que lo hacía sentirse vivo, una conexión secreta que lo ataba a ella.
—Joder, Celia… —empezó, con la voz ronca, las manos temblando mientras intentaba ajustar sus vaqueros.
Ella se puso de pie, mirando el semen escurrir por su canalillo con una calma que contrastaba con su tormenta interior. No se limpió, no todavía, dejando que el semen siguiera escurriendo por su canalillo bajando por su barriguita mientras se subía la camiseta manchada de semen, como si quisiera prolongar el momento.
—No pasa nada, papá —susurró, inclinándose hacia él, sus manos apoyadas en los brazos del sillón, encerrándolo—. Es nuestro secreto, ¿vale? Nadie tiene que saberlo. Y le dio un suave beso en la mejilla.
Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tener todo el poder. Quiso protestar, decir que tenían que parar, pero las palabras no salían. Porque una parte de él, la parte que odiaba, quería más, la quería a ella, quería esta conexión prohibida que lo hacía sentirse vivo.
—Nadie puede saberlo —dijo, con la voz baja, un pacto sellado en las sombras de la habitación.
Celia asintió, su sonrisa inquebrantable.
—Nadie lo sabrá —prometió, y las palabras eran un juramento, una cadena que los unía en un secreto que lo cambiaría todo.
Continuará…
El próximo capítulo, ya, al folleteo, ¿no? ¡jejeje!Capítulo 5
La casa era un escenario de falsa normalidad, un velo que cubría el torbellino que Ramón y Celia llevaban en secreto. Desde aquella noche en el sofá, cuando él había tocado y chupado las tetas de su hija, el mundo se había torcido, aunque nadie más lo notara. Ana seguía atrapada en su rutina de trabajo, facturas y quejas sobre Marcos, que vivía pegado a su ordenador gritando a sus amigos por el micrófono, o con la cabeza metida en el móvil con el puto TikTok. Pablo, el novio de Celia, seguía siendo el chico majo que llegaba los fines de semana con una sonrisa y una broma, ajeno al abismo que se abría bajo la superficie. Un chaval sencillo y agradable que se veía a la legua que amaba Celia. Pero para Ramón, cada día era una cuerda floja, un equilibrio imposible entre la culpa que lo carcomía y el deseo que lo consumía. Era su hija, su niña, pero también una mujer que lo miraba con ojos que prometían cosas que no debería querer. Celia, por su parte, parecía moverse por la casa con una nueva seguridad, como si el pacto silencioso que habían sellado le hubiera dado un poder que disfrutaba. Cómo si nada hubiese pasado. No era obvio, no para Ana ni Marcos, pero Ramón lo notaba en los detalles: una sonrisa cómplice cuando nadie miraba, un roce intencionado al pasar por el pasillo, una camiseta que se subía más de lo necesario al estirarse. Cada gesto era una chispa, un recordatorio de lo que había pasado, de lo que podía pasar. Y aunque Ramón intentaba resistirse, su cuerpo lo traicionaba, buscando su presencia, anhelando su cercanía.
Era mediados de octubre, y el cumpleaños de Ramón se acercaba. Cumpliría 48 años, una cifra que lo hacía sentirse más viejo de lo que era, con las arrugas en la frente más marcadas y el pelo canoso extendiéndose por las sienes. Ana hablaba de hacer una cena familiar, Marcos prometió no encerrarse en su habitación por una noche, y Celia, con esa sonrisa que lo desarmaba, decía que sería perfecto. Ramón fingía entusiasmo, pero por dentro estaba nervioso, atrapado en el torbellino de su deseo y su culpa. Una parte de él quería olvidarlo todo, como si nunca hubiera pasado, pero otra más oscura quería más, quería volver a disfrutar de su hija.
Los días previos al cumpleaños fueron una danza de tensión. Celia parecía más provocativa, como si supiera que cada gesto suyo era una prueba para él. Una mañana, mientras Ana estaba en la ducha y Marcos aún dormía, Ramón entró en la cocina y la encontró preparando café. Llevaba una camiseta corta que dejaba su ombligo al descubierto y una braguita de algodón gris que marcaba la curva de sus caderas. No era ropa interior sexy, no en el sentido clásico, pero en ella parecía una invitación. Se giró al verlo, con una sonrisa que era a la vez inocente y peligrosa.
—Buenos días, papá —dijo, vertiendo café en una taza—. ¿Quieres?
Ramón tragó saliva, intentando no mirar la forma en que la camiseta se ajustaba a sus pechos, la manera en que la braguita abrazaba sus muslos.
—Si, gracias —murmuró, quedándose en la puerta, como si entrar fuera demasiado arriesgado.
Ella se acercó, con la taza en la mano, y el roce de su brazo contra el suyo fue como un relámpago. Le dio la taza, mirándolo a los ojos, y por un segundo, el mundo se redujo a ellos dos.
—Estás muy callado últimamente —dijo, con un tono juguetón—. ¿Es por el cumple, o por…lo del otro día? ¿Te sientes viejo?
Ramón forzó una risa, intentando romper la tensión.
—Algo así. No todos los días se cumplen 48.
Celia se rió, un sonido suave que lo envolvió como una caricia. Se acercó un poco más, hasta que el olor de su champú —tan embriagador en ella— lo golpeó.
—No eres tan viejo, papá —dijo, con una sonrisa traviesa—. Todavía tienes cuerda para rato.
El comentario era inocente, o podría haberlo sido, pero en sus labios sonaba como una promesa. Ramón sintió que el aire se volvía más denso, que la cocina se convertía en un campo minado. Quiso decir algo, cambiar de tema, pero ella ya se estaba yendo, con un balanceo de caderas que lo dejó clavado en el sitio. Esa misma tarde, mientras Ana estaba en el supermercado y Marcos en casa de un amigo, Ramón y Celia se cruzaron en el salón. La tele estaba encendida con una serie que estaba de moda últimamente y ella estaba revisando su móvil, sentada en el sofá, con una camiseta holgada que resbalaba por un hombro, dejando ver el tirante de un sujetador blanco. Cuando lo vio, levantó la vista y sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y desafiante.
—Oye, papá, ¿qué quieres para tu cumpleaños? —preguntó, dejando el móvil en el cojín—. Algo especial, no la típica corbata o jersey.
Ramón sintió un nudo en el estómago. La pregunta era inocente, pero en sus labios sonaba como una invitación. Intentó mantener la calma, pero su voz salió más tensa de lo que quería.
—No sé, Celia, no necesito nada —dijo, pero sus ojos la traicionaron, deslizándose hacia el tirante del sujetador, hacia la curva de su hombro y a sus tetas que ya miraba con más confianza.
Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa que lo desarmó.
—Venga va, no seas tonto, algo querrás —insistió, inclinándose hacia él—. Dímelo, que soy buena con las sorpresas.
Ramón tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el borde. Miró a su alrededor, asegurándose de que estaban solos, y bajó la voz.
—No sé si debería decirlo —admitió, con la voz temblando—. Pero… si quieres hacerme un regalo, ponte algo para la cena… algo que me guste. Algo provocativo. Me gusta verte guapa.
Las palabras salieron solas, una confesión que lo sorprendió incluso a él. Se arrepintió al instante, pero Celia no se inmutó. En cambio, sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa.
—¿Provocativo? —preguntó, con un tono juguetón—. Puedo hacer eso, papá. Pero… ¿sólo quieres eso? ¿Que quieres, verme las tetas otra vez vestida sexy?.
El comentario era una broma, o podría haberlo sido, pero en sus labios sonaba como un pacto. Ramón asintió, incapaz de hablar, y ella se levantó, rozando su brazo al pasar, dejando un rastro de su aroma que lo persiguió el resto del día.
El día del cumpleaños llegó con una cena familiar que Ana había organizado con más esfuerzo que inspiración. Había preparado lasaña, la favorita de Ramón, una tarta de chocolate y una ensalada que nadie tocó. La mesa estaba decorada con un mantel viejo y unas velas que Ana había encontrado en un cajón. Marcos estaba ahí, milagrosamente sin auriculares, aunque no paraba de mirar el móvil. Pablo no pudo venir por su examen, y Ana había planeado salir a tomar unas cervezas con una amiga después de la cena, por una parte se sentía mal por dejar a su marido solo el día de su cumpleaños, pero por otra también le apetecía distraerse un poco y además, en unos días se iría con su marido a cenar y celebrarlo los dos solos por ahí. Esa noche se iría dejando a Ramón y Celia solos para la noche. Y Marcos se iría a pasar la noche con un primo suyo para jugar al ordenador en un maratón de juegos que hacen los chavales. La idea de estar a solas con ella lo ponía nervioso, pero también lo encendía, como una llama que no podía apagar. Por eso cuando su mujer dijo que saldría por ahí con su amiga un rato, él no puso ninguna objeción, es más, deseaba que se fuera para estar a solas con Celia.
Cuando Celia bajó a cenar vestida como le había pedido su padre, fue su madre fue la primera que reaccionó. Dejó el tenedor en el plato y miró a su hija con el ceño fruncido, esa expresión de madre que no admite réplica.
—Celia, ¿qué es esa forma de bajar a cenar? —dijo con tono seco—. Vas enseñando casi las tetas. Sube y ponte algo decente, por favor.
Celia se detuvo en seco al lado de la mesa, con las mejillas encendiéndose un poco, pero no de vergüenza, sino de una mezcla de enfado y desafío. Se cruzó de brazos bajo los pechos, lo que solo hizo que se marcaran más, y respondió con la voz medio alta, medio molesta.
—Mamá, no enseño nada. Es una camiseta normal, estamos en casa, en confianza. ¿Qué problema hay? Hace calor y es el cumpleaños de papá, no una cena formal.
Ana abrió la boca para replicar, pero Ramón intervino rápido, con la voz calmada aunque por dentro sentía que el corazón le iba a estallar.
—Ana, déjala. Es verdad, estamos en familia. No pasa nada —dijo, intentando sonar neutral, aunque sus ojos se habían desviado un segundo de más hacia el escote de Celia, hacia las tetas que hace unos días había devorado con lascivo deseo.
Marcos soltó una risita, mirando el plato para no meterse, y Ana suspiró, visiblemente molesta pero decidiendo no alargar la discusión delante de todos.
—Está bien, pero la próxima vez ponte algo encima que esas no son formas de estar vestida.—concedió al fin, volviendo a su lasaña.
Celia se sentó frente a él, cumpliendo su promesa. Llevaba una camiseta rosa de tirantes, ajustada, que marcaba sus pechos, y dejaba entrever el contorno de un sujetador de encaje con un marcado canalillo. Una falda corta, negra, abrazaba sus caderas y terminaba a medio muslo, revelando la piel suave de sus piernas. No era una ropa tan escandalosa como hacía ver su madre, no en el contexto de una cena familiar, pero en ella era una provocación, un regalo que solo él entendía. Cada vez que se movía, la camiseta se tensaba, y la falda subía ligeramente, mostrando más piel de la que debería. Ramón intentaba no mirarla, pero sus ojos lo traicionaban, robando vistazos a sus pechos, a sus muslos, a la forma en que sus labios brillaban al hablar.
—¿Qué tal los 48, Ramón? —preguntó Ana, sirviendo más lasaña—. ¿Algún plan para celebrarlo a lo grande con tus colegas o te sientes un viejales?
Ramón forzó una sonrisa, intentando ignorar la forma en que Celia lo miraba, con un brillo en los ojos que nadie más parecía notar.
—Nada, lo de siempre. Ya sabéis que yo no le doy mucha importancia a los cumpleaños —dijo, con una voz que sonaba más cansada de lo que quería.
Celia se rió, inclinándose hacia la mesa para tomar un sorbo de agua. La camiseta se ajustó aún más, y Ramón tuvo que clavar la vista en su plato para no mirarla.
—No es tan viejo, mamá —dijo, con un tono juguetón—. Todavía tiene cuerda para rato, es la segunda juventud.
Ana bufó, cortando un trozo de lasaña.
—Siempre tan soso. Deberías salir, divertirte un poco. No todos los días se cumplen medio siglo.
—No es medio siglo —dijo Marcos, levantando la vista del móvil por primera vez—. Todavía le quedan un par de años.
Todos se rieron, incluso Ramón, pero su risa era forzada. La miraba, atrapado en su sonrisa, en la forma en que sus pechos se movían al reír, en el recuerdo de su piel bajo sus labios. La culpa lo quemaba, pero también había una chispa, una conexión secreta que lo hacía sentirse vivo. Después de la cena, Ana se fue a casa de su amiga, y Marcos se marchó a casa de su primo, dejando la casa en un silencio que pesaba como una promesa. Ramón y Celia se quedaron solos en el salón, con la tele encendida en un programa de entrevistas que ninguno de los dos miraba. Ella estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, la falda subiendo ligeramente por sus muslos, dejando ver la piel suave que brillaba bajo la luz tenue. Él estaba en el sillón, intentando mantener la distancia, pero el aire entre ellos estaba cargado, como si el secreto que compartían hubiera creado un imán invisible.
—Feliz cumpleaños, papá —dijo ella, rompiendo el silencio. Su voz era suave, pero había un matiz juguetón que lo puso en alerta.
Ramón sonrió, forzando una calma que no sentía.
—Gracias, Celia. Ha sido un buen día. Muchas gracias por tu regalo.
Ella ladeó la cabeza, mirándolo con esos ojos verdes que parecían atravesarlo.
—¿Seguro? No pareces muy emocionado —dijo, con una sonrisa traviesa—. ¿No quieres un regalo algo más especial?
Ramón sintió un nudo en el estómago. La palabra “regalo especial” en sus labios sonaba como una promesa, un peligro que no debería aceptar. Intentó reírse, cambiar de tema, pero su voz salió entrecortada.
—Ya tengo bastante con la cena y tu ropa con ese escote tan bonito—dijo, pero sus ojos lo traicionaron, deslizándose hacia la forma en que la camiseta marcaba sus pechos, hacia la piel de sus muslos.
Celia se levantó, con una lentitud deliberada, y se acercó al sillón. Se sentó en el brazo, tan cerca que el olor de su champú lo envolvió, dulce, embriagador. Lo miró fijamente, con una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa. Las tetas le quedaban casi en la cara y Ramón sintió el crudo deseo de lanzarse a morderlas, a lamerlas otra vez, a disfrutar de ellas como aquel día.
—Venga, papá, dime la verdad —susurró, inclinándose hacia él—. ¿Qué quieres de verdad? Es tu cumpleaños. Pide lo que quieras que estamos solos.
Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. La miraba, atrapado en sus ojos, en la curva de sus labios, en la forma en que su cuerpo parecía llamarlo. Quiso decir que no quería nada, que pararan, pero las palabras no salían. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el borde.
—No sé, Celia… no deberíamos… —empezó, pero su voz carecía de convicción, como si una parte de él ya se hubiera rendido.
Ella se rió, un sonido suave que lo envolvió como una caricia. Se inclinó aún más, hasta que su aliento le rozó la mejilla, y su mano se posó en su brazo, un contacto leve pero suficiente para que él sintiera un escalofrío.
—No te hagas el duro, papá —dijo, con un tono provocador—. Sé que quieres algo. Venga tonto dímelo. Nadie va a saberlo.
Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tenerlo todo bajo control. La culpa lo aplastaba, pero también había una chispa, una necesidad que no podía ignorar. Cerró los ojos, respirando hondo, y cuando habló, su voz era apenas audible.
—Vale, pero no te enfades cariño. Quiero… quiero algo más —dijo, con la voz temblando—. Algo… como lo del otro día, pero… más. Celia… —siguió él, con la voz rota, temblorosa—. Como regalo especial… quiero… quiero que me la chupes. Cómeme la polla por favor cariño.
Las palabras salieron como un susurro avergonzado, casi un ruego. Se le encendieron las mejillas al instante, porque nunca, jamás, se hubiera atrevido a pedirle algo así. Temió una mala reacción de ella, temía haberse pasado al querer ir más allá e incluso se preparó por si le daba un merecido bofetón.
—Tu madre nunca lo hace —confesó, bajando la mirada, sintiéndose vulnerable y al ver que su hija no había reaccionado mal—. Ni una sola vez en todos estos años. Y yo… siempre lo he deseado tanto… Sobre todo contigo en la cabeza últimamente. Perdóname, hija, pero… es lo que más quiero hoy.
El silencio que siguió fue eléctrico. Celia no respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa lenta, profunda, casi felina.
—¿Eso es lo que deseas, papi? —susurró al fin, con una voz tan suave y caliente que parecía acariciar su piel—. ¿Que tu niña se arrodille y te chupe la polla despacito… hasta que te corras en mi boca?
Ramón tragó saliva con dificultad. La crudeza de sus palabras, pronunciada con esa dulzura suya, le provocó un latigazo de placer que le recorrió toda la columna.
—S-sí… —logró articular, apenas un hilo de voz.
Celia se mordió el labio inferior, disfrutando visiblemente de su nerviosismo. Se puso de rodillas entre sus piernas, se recogió el pelo en una coleta alta con una goma del pelo que llevaba en la muñeca y se inclinó un poco más entre sus piernas y empezó a desabrochar lentamente los pantalones, hasta que su aliento cálido rozó la tela tensa de los calzoncillos. Con una lentitud deliberada, casi ceremonial, bajó la prenda centímetro a centímetro, dejando que la polla de Ramón saltara libre, dura, palpitante, con la punta ya brillante de deseo. Ramón sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. El corazón le martilleaba tan fuerte que temía que ella pudiera oírlo. La culpa y el deseo se peleaban dentro de él, pero el deseo ganaba por goleada. Tragó saliva, con la garganta seca, y habló con una voz que no parecía la suya, temblorosa, casi suplicante.
—Celia… antes de… de nada, necesito hablar contigo —dijo, con la voz rota, incorporándose ligeramente en el sofá, aunque su cuerpo protestaba por la interrupción. Sus manos temblaban, y sintió un nudo en el estómago, como si las palabras que iba a decir fueran a romper algo para siempre.
Celia levantó la vista, parpadeando con sorpresa, pero no se apartó. Se sentó sobre sus talones, con las manos aún en sus rodillas, y lo miró con esos ojos verdes que parecían ver a través de él.
—Claro, papá. Dime —dijo, con una voz suave pero preocupada, inclinándose un poco hacia él—. ¿Qué pasa? Pareces… no sé, asustado. ¿Es que no quieres?
Ramón cerró los ojos un segundo, respirando hondo, intentando ordenar los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza como un tormenta. Cuando los abrió, la miró fijamente, sintiendo que cada palabra era un peso que necesitaba soltar, aunque doliera.
—Claro que quiero mi amor, pero… Es sobre… sobre todo esto que estamos haciendo —empezó, con la voz entrecortada, señalando vagamente entre ellos—. Sobre por qué… por qué he llegado a desearte así. No es solo porque seas guapa, Celia. Es… es porque mi vida con tu madre está… vacía. Muerta.
Celia frunció el ceño ligeramente, pero no lo interrumpió. Se limitó a asentir, animándolo a seguir, sus manos apretando suavemente sus rodillas, un gesto que era a la vez reconfortante y torturador. Ramón tragó saliva, sintiendo que el rubor le subía por el cuello, pero continuó, las palabras saliendo ahora en un torrente, crudas, sin filtros, como si una vez abierto el dique ya no pudiera pararlas.
—Tu madre y yo… hace años que no hay nada. El matrimonio es una rutina, un hábito. Nos queremos, supongo, pero no como antes. El sexo… joder, Celia, el sexo es un desastre. Lo hacemos una vez al mes, si llega, y es como un trámite. Sin pasión, sin besos, sin… sin nada. Ella no me toca como antes, no me mira como si me deseara. Y yo… yo me siento vacío, como si fuera invisible. Como si no existiera como hombre. Y entonces te miro a ti, y veo cómo me miras, cómo sonríes, cómo tu cuerpo… tu cuerpo me hace sentir vivo otra vez. Te deseo porque en ti encuentro lo que he perdido con ella. Lo que nunca tuve del todo.
Las palabras colgaban en el aire, tensas, crudas, como un cable a punto de romperse. Ramón sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero las contuvo, mirando al suelo, incapaz de sostenerle la mirada. La vergüenza lo aplastaba, como si hubiera confesado un crimen, pero también había un alivio fugaz, como si soltar la verdad lo liberara un poco del peso que llevaba dentro. Celia se quedó en silencio un momento, procesando sus palabras. Sus manos seguían en sus rodillas, mirando su polla dura, pero ahora apretaban con más fuerza, como si necesitara anclarse a algo. Finalmente, habló, con una voz suave pero temblorosa, cargada de una tensión que reflejaba la suya.
—Papá… no sabía que era así con mamá —dijo, con un tono que era a la vez comprensivo y doloroso—. O sea, lo intuía, pero oírlo… joder, debe de ser horrible. Pero… ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué has tenido que llegar a esto?
Ramón levantó la vista, con los ojos rojos, la voz quebrada.
—Porque eres mi hija, Celia. ¿Cómo te iba a decir que mi matrimonio está muerto? ¿Que me siento solo en mi propia cama? No quería cargarte con eso. Pero ahora… ahora te deseo a ti. Te deseo porque me miras como si yo importara, como si me quisieras de verdad. No como Ana, que me da un beso mecánico y se da la vuelta para dormir. Te deseo porque en ti veo lo que he perdido, lo que nunca tuve del todo. Pero es una mierda, Celia, porque sé que está mal. Sé que soy un monstruo por pensarlo siquiera.
Celia negó con la cabeza, con los ojos brillantes, y se acercó un poco más, sus manos subiendo por sus muslos, un gesto que era a la vez reconfortante y provocador.
—No eres un monstruo, papá —susurró, con la voz tensa, como si cada palabra le costara un esfuerzo—. Eres un hombre. Un hombre que se siente solo, que necesita sentir que alguien lo desea. Y mamá… mamá no te lo da. Lo sé, lo veo. Pero yo… yo sí puedo dártelo. A mí no me importa darte lo que ella no te da. No me importa ser lo que necesitas.
Las palabras lo golpearon como un puñetazo, crudas, tensas, llenas de una honestidad que lo dejó sin aliento. Ramón sintió que el salón se hacía más pequeño, que el aire se volvía más pesado, como si el peso de lo que decían los aplastara a ambos.
—Celia, no digas eso —dijo, con la voz rota, las manos temblando mientras intentaba apartarla, pero sin fuerza real—. No es justo para ti. No quieres esto de verdad. Lo dices para complacerme, para llenar mi vacío, pero… joder, eres mi hija. No puedes ser mi salvación.
—No lo digo para complacerte, papá —replicó, con la voz tensa, quebrada por la emoción—. Lo digo porque lo siento. Me gusta verte así, me gusta que me mires, que me desees. Me hace sentir… viva, especial. Mamá no te da lo que necesitas, pero yo sí puedo. Y quiero. Quiero ser la mujer que te haga sentir hombre otra vez. Aunque sea malo, aunque sea tenso, aunque me tiemblen las manos ahora mismo al decirlo.
El silencio que siguió fue ensordecedor, cargado de una tensión que podía cortarse con un cuchillo. Ramón la miró, con el rostro rojo, las venas del cuello hinchadas por la emoción, y sintió que el deseo y la culpa se enfrentaban en una batalla que no tenía ganador. Sus palabras eran crudas, directas, un espejo que reflejaba su propia oscuridad, y eso lo aterrorizaba.
—No sé si puedo, Celia —admitió, con la voz temblando, las manos ahora en las de ella, apretándolas como si fueran su salvavidas—. Te deseo tanto que me duele, pero… ¿qué pasa si nos arrepentimos? ¿Qué pasa si esto nos destruye?
Ella lo miró, con una sonrisa temblorosa, y se inclinó hacia él, su aliento rozando su rostro.
—Nos arrepentiremos más si no lo hacemos —susurró, con la voz cruda, llena de una tensión que lo dejó sin aliento—. Y si mamá no te lo da, yo sí. Déjame ser eso para ti, papá. Déjame llenar tu vacío. Déjame chuparte la polla esta noche.
Ramón cerró los ojos, sintiendo que el mundo se desmoronaba, pero cuando los abrió, la miró y asintió, un gesto pequeño pero definitivo. El deseo había ganado, aunque la tensión seguía ahí, un cable estirado al límite, listo para romperse en cualquier momento
—Mira como la tienes… —murmuró ella, admirándola sin tocarla aún, solo mirándola con los ojos entrecerrados—. Tan grande, tan dura… solo para mí.
Ramón soltó un gemido bajo, incapaz de contenerlo. Sus manos se aferraron a los brazos del sillón como si fueran su única ancla a la realidad. Celia levantó la mirada hacia él, sin dejar de sonreír.
—Tranquilo, papi… hoy es tu cumpleaños —susurró, acercando los labios hasta rozar apenas la piel sensible de la base—. Te voy la voy a chupar tan despacio, tan lento, tan profundo… que nunca vas a olvidar este regalo.
Y entonces, sin prisa, con una sensualidad que parecía infinita, la cogió con una mano y empezó a pajearlo muy muy despacio, bajando la piel y exponiendo el capullo, volviendo a subir pasando el dedo pulgar por la uretra haciendo que el líquido preseminal saliera e hiciera brillar su capullo, pasando el dedo índice de la otra mano por la punta, y jugando con la gotita de líquido que salía cada vez que subía la mano acariciando con suavidad la polla de su padre mientras lo miraba con esa cara de niña mala. Cuándo vio que estaba listo abrió su boca caliente y húmeda y se la metió en la boca por primera vez: despacio, saboreando cada centímetro, dejando que su lengua dibujara círculos lentos, muy, muy, muy lentos y húmedos alrededor del capullo mientras sus labios se cerraban con suavidad. Sus labios eran gentiles al principio, explorando, acariciando con una delicadeza que lo hacía temblar, jugando con los labios y la lengua con el líquido preseminal. Los movía con una lentitud deliberada, a la vez que lo pajeaba despacio, como si estuviera aprendiendo cada contorno, cada reacción de su cuerpo. Su lengua se unió al juego, trazando líneas suaves, húmedas en el capullo, que enviaban oleadas de placer a través de él. Era un baile, un ritmo que ella controlaba con una precisión que lo dejaba sin defensas.
Sus labios se deslizaban con una suavidad exquisita, envolviéndolo en un calor húmedo que lo hacía jadear. La punta de su lengua rozaba con delicadeza, trazando círculos lentos que se alternaban con lamidas más firmes, cada movimiento era calculado para intensificar el placer. Ella succionaba suavemente, con una presión justa que lo hacía estremecerse, y luego soltaba, dejando que su lengua tomara el control, lamiendo con una cadencia que era a la vez tierna y provocadora. De los labios de Celia caían unos hilos brillantes de babas y líquido preseminal que unían su boca con la polla de su padre. El contraste entre la suavidad de sus labios y la firmeza de su lengua era una tortura deliciosa, una danza que lo llevaba al borde de la locura.
Ramón apretó los brazos del sillón, sus nudillos blancos mientras luchaba por mantenerse anclado. Ella estaba guapísima así, —pensaba su padre— con la coleta desordenada, los labios brillantes y ese escote brutal de sus maravillosas tetas. El placer era intenso, casi doloroso, una escalada que crecía con cada movimiento de sus labios, cada roce de su lengua. Ella alternaba entre succiones profundas y lamidas rápidas, su lengua girando en patrones que lo hacían jadear. Para aumentar más aún la tortura visual que le estaba ofreciendo a su padre, de vez en cuando descansaba un poco de lamer y dejaba caer babas y líquido preseminal en su escote, dejando que el líquido se colara entre sus tetas mientras miraba a su padre fijamente a los ojos. Después cogía la polla otra vez y mirándolo a los ojos le pasaba la lengua despacio desde la base hasta el capullo, dándose golpecitos en la lengua. La calidez de su boca lo envolvía, un contraste con el aire fresco del salón, y cada movimiento era una obra de arte, una mezcla de ternura y control que lo llevaba al límite. Sus manos descansaban en sus muslos, los dedos hundidos en la tela de los vaqueros, anclándolo mientras ella se la chupaba. Ramón podía sentir la suavidad de sus labios, la presión justa de su lengua, el calor de su aliento, y todo era demasiado, demasiado perfecto, demasiado equivocado. La culpa estaba ahí, una sombra al borde de su mente, pero se desvanecía bajo la intensidad del placer, bajo la visión de ella arrodillada ante él, su pelo rubio recogido en una desordenada coleta, sus ojos alzándose para encontrarse con los suyos con una mirada que era a la vez vulnerable y poderosa, mientras tenía la polla dentro de la boca.
Celia aceleró el ritmo, sus movimientos más seguros, más insistentes, como si pudiera sentir lo cerca que estaba. Sus labios se apretaron alrededor de él, su lengua moviéndose con una precisión que lo hacía temblar. Lamía con firmeza, alternando con succiones profundas que lo llevaban al límite, su boca cálida y húmeda creando una fricción que era casi insoportable. Pero entonces, justo cuando él sentía que estaba a punto de correrse, ella se detuvo, levantando la vista con una sonrisa traviesa que lo dejó sin aliento.
—Quiero hacer algo especial papi—susurró, con una voz suave pero cargada de intención.
Antes de que Ramón pudiera procesar sus palabras, Celia se inclinó hacia atrás, sus manos moviéndose a los tirantes de su camiseta. Con una lentitud deliberada, los bajó, dejando que la tela se deslizara por sus hombros. Desabrochó el sujetador de encaje con un movimiento fluido, y sus pechos quedaron al descubierto, grandes, firmes, con el canalillo brillante de babas, con los pezones rosados que él había chupado días antes. La luz de la tele proyectaba sombras suaves sobre su piel, haciendo que cada curva pareciera una invitación.
Ella se acercó de nuevo y cogió la polla, se acarició los pezones con ella haciéndolos brillar de saliva y líquido preseminal y después la metió entre sus tetas. Las presionó juntas, envolviendo la polla en su suavidad, escupió en el canalillo encima del capullo con un gesto casi obsceno y comenzó a moverse, un vaivén lento y sensual que lo hizo jadear. La piel de sus pechos era cálida, aterciopelada, y la fricción era una nueva forma de tortura, un placer que lo consumía. Sus movimientos eran rítmicos, controlados, y ella lo miraba, sus ojos verdes brillando con una mezcla de curiosidad y triunfo. Cada roce de sus tetas contra él era una caricia, una promesa, y Ramón sintió que el placer se acumulaba, que el orgasmo se acercaba imparable e intenso, una espiral apretada que lo llevaba al borde del éxtasis más profundo. Sus manos se movían con delicadeza, ajustando la presión, guiándolo entre sus pechos con una precisión que lo dejaba sin aliento. La suavidad de su piel, el calor de su cuerpo, la forma en que sus pechos lo envolvían, todo era demasiado, un torbellino que lo arrastraba hacia el clímax. Ella aceleró el ritmo, sus movimientos más rápidos, más firmes, y él sintió que perdía el control, que se deslizaba hacia el abismo.
El orgasmo lo golpeó como un relámpago que le hizo marearse de placer, una explosión de placer que lo dejó jadeando, su cuerpo estremeciéndose mientras se corría sobre sus tetas. El semen cayó en gotas calientes, resbalando por la curva de sus pechos, deslizándose lentamente por el canalillo, una imagen que se grabó en su mente como un cuadro prohibido. Celia no se apartó, no se cubrió. En cambio, sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y poderosa, mientras miraba cómo el líquido brillaba bajo la luz, escurriendo por su piel con una lentitud hipnótica.
—Es tu regalo, papá —susurró, con una voz suave que contrastaba con la intensidad del momento—. Espero que te haya gustado.
Ramón se quedó ahí, jadeando, con el corazón desbocado, la mente en un caos de culpa y éxtasis. La miraba, con los pechos desnudos, el semen brillando en su piel, y la culpa lo aplastó, una ola que amenazaba con ahogarlo. Pero también había algo más, una chispa que lo hacía sentirse vivo, una conexión secreta que lo ataba a ella.
—Joder, Celia… —empezó, con la voz ronca, las manos temblando mientras intentaba ajustar sus vaqueros.
Ella se puso de pie, mirando el semen escurrir por su canalillo con una calma que contrastaba con su tormenta interior. No se limpió, no todavía, dejando que el semen siguiera escurriendo por su canalillo bajando por su barriguita mientras se subía la camiseta manchada de semen, como si quisiera prolongar el momento.
—No pasa nada, papá —susurró, inclinándose hacia él, sus manos apoyadas en los brazos del sillón, encerrándolo—. Es nuestro secreto, ¿vale? Nadie tiene que saberlo. Y le dio un suave beso en la mejilla.
Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tener todo el poder. Quiso protestar, decir que tenían que parar, pero las palabras no salían. Porque una parte de él, la parte que odiaba, quería más, la quería a ella, quería esta conexión prohibida que lo hacía sentirse vivo.
—Nadie puede saberlo —dijo, con la voz baja, un pacto sellado en las sombras de la habitación.
Celia asintió, su sonrisa inquebrantable.
—Nadie lo sabrá —prometió, y las palabras eran un juramento, una cadena que los unía en un secreto que lo cambiaría todo.
Continuará…
No creo que en la sección de incesto de un foro de porno pasen esas cosas incestuosas tan poco cristianas e indecentesCreo que la mujer tiene un amante casi seguro y que estos 2 van a terminar teniendo sexo, pero seguro.
Añádele 43 a la Coca Cola...Hay pocas cosas adorables en este mundo, pero @Putita18 lo es, al igual que el Halcón Milenario grande de Lego, un culito en pompa y una buena carrera de F1 comiendo la mejor pizza y Coca Cola con azúcar, cafeína y todos y cada uno de sus ingredientes.
Pues si, no hay que ser muy lince para saberlo.No creo que en la sección de incesto de un foro de porno pasen esas cosas incestuosas tan poco cristianas e indecentes![]()
Para el domingo por la tarde o lunes por la mañana másEl próximo capítulo, ya, al folleteo, ¿no? ¡jejeje!
Bueno, no te creas.Pues si, no hay que ser muy lince para saberlo.
Normal que este obsesionado,y más si con su mujer no tiene sexoEsto es lo que Ramón pudo disfrutar y por lo que perdió la razón. Lo qué vio en la ducha, cómo quedaron las tetas después del regalo de cumpleaños y como va en pijama Celia en su cuarto.
Pufff, pues entonces, normal que perdiera la cabeza!!Esto es lo que Ramón pudo disfrutar y por lo que perdió la razón. Lo qué vio en la ducha, cómo quedaron las tetas después del regalo de cumpleaños y como va en pijama Celia en su cuarto.
Utilizamos cookies esenciales para que este sitio funcione, y cookies opcionales para mejorar su experiencia.