Mi mujer y yo. Su confesión

DeRiviaGerald69

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9 Ago 2023
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Hoy he salido de fiesta con mis amigos. Primero hemos cenado y después hemos ido a tomar unas copas. Quizá no debería haberme tomado la última; estoy un poco borracho y sé que es hora de regresar a casa.

Cuando entro, todo está en silencio. Mi mujer duerme ya. La veo tumbada en la cama, medio cubierta por una sábana ligera. El tejido apenas alcanza a taparle la cadera, dejando a la vista unas braguitas blancas de algodón que se ajustan a su culo redondo. La imagen me enciende todavía más.

Me tumbo a su lado con el pulso acelerado, sintiendo cómo mi erección me late bajo el pantalón. Me acerco, me pego a su cuerpo cálido y, con cuidado de no despertarla, bajo despacio sus braguitas. Quedan a medio camino en sus muslos, y mi miembro roza ya la curva suave de su culo.

Ella se mueve, se gira lentamente y me mira con los ojos entreabiertos, todavía envuelta en la niebla del sueño. Me sonríe con ternura.

—Cari, tengo sueño… —susurra, con una voz suave y adormilada.

Me inclino hacia ella y la beso, sintiendo el calor de sus labios contra los míos.

—Estoy muy cachondo… —le confieso, con un murmullo ronco.

Ella suspira y me responde sin abrir del todo los ojos:

—Hazte una paja… tengo sueño.

Sus palabras me sorprenden. No suele hablarme así, tan directa, y esa franqueza me excita más de lo que esperaba. Llevo la mano a sus pechos, suaves bajo la tela, y cuando la rozo me detiene con un gesto leve.

—No puedo… —dice, casi como un lamento.

Me quedo quieto un instante, dudando. Pienso en levantarme, ir al baño y correrme allí, pero entonces su voz me retiene:

—No te vayas… háztela aquí, si quieres

La miro con deseo y desconcierto, y en ese instante sé que la noche acaba de cambiar.

Me acomodo a su lado, con el corazón desbocado. La habitación está en penumbra, apenas iluminada por la luz anaranjada de una farola que se cuela por la persiana. El silencio se llena poco a poco con el sonido áspero de mi respiración.

Me bajo del todo los calzoncillos que habían y me quedo desnudo junto a ella. Su cuerpo cálido me roza la piel. Llevo la mano a mi miembro, lo envuelvo con fuerza y empiezo a moverla despacio, sintiendo cómo se endurece aún más bajo la presión de mis dedos.

El primer suspiro me escapa entre los labios: un ahh… que rompe la quietud. Cada movimiento me enciende, la piel tensa, caliente, palpitando en mi mano. La excitación sube rápido, pero intento controlarla, escuchando mis jadeos cada vez más irregulares.

Yo cierro los ojos un instante. Los músculos del abdomen se me tensan, la respiración se vuelve rápida, entrecortada: haa… haa… haa…


Cuando vuelvo a mirarla, sigue ahí, mirándome entre dormida y despierta, más despierta de lo que parece. Sus labios se curvan en una sonrisa tranquila, y ese gesto me lleva al borde.

El alcohol hace que todo se vuelva más lento. La excitación me abrasa por dentro, pero el clímax se resiste. Mi mano sigue el vaivén húmedo y en la penumbra solo se escucha mi respiración agitada y el chof, chof de mi polla resbalando al compás.

Ella mantiene los ojos cerrados, pero sonríe. Entre dientes murmura con dulzura burlona:

—Eres muy guarro…

Sus palabras me estremecen. Me muerdo el labio, jadeo más fuerte.

—Córrete… —me susurra.

—Dios… —jadeo.

Un escalofrío me recorre entero, la tensión se libera y me corro con un gemido ahogado, temblando hasta quedar rendido. Ella sonríe, me acaricia la cara como si nada, y se acurruca de nuevo contra mí.

Cuando despierto, ella ya no está en la cama. El aire conserva ese olor denso, inconfundible. Apenas puedo incorporarme; la luz entra por la ventana. Escucho la cadena del baño, pasos suaves. La puerta se abre, la luz se apaga y nuestras miradas se cruzan.

—Buenos días —dice, con una sonrisa ligera.

—Buenos días —respondo, ronco todavía.

—¿Quieres desayunar?

La miro, la deseo otra vez y murmuro:

—Ven.

Se acerca, con los ojos brillantes. Me mira, sabe lo que quiero, sonríe y pregunta juguetona:

—¿Y cómo te lo pasaste anoche?

—Me hubiera gustado follarte… —le confieso.

Ella ladea la cabeza, sonríe.

—Lo sé… pero estaba muerta.

Se sienta en el borde de la cama, me acaricia el pecho, y me susurra:

—Todavía puedes hacerlo…

Pero no se queda ahí. Inclina el rostro, me roza con la voz:

—¿Cómo es que viniste tan cachondo? ¿Alguna chica?

Respiro agitado, mis dedos se pierden entre sus muslos.

—Hubo una… —admito.

Ella suspira, se excita, sonríe con picardía.

—¿Era más guapa que yo? ¿Estaba más buena?

—No. Ninguna es como tú —le respondo mientras la penetro con un dedo.

Ella gime, húmeda, y sigue provocando:

—¿Te hubiera gustado llegar más lejos?

—No… solo pensaba en ti y que ojalá ella fueras tú.

Su sonrisa se vuelve traviesa, su cuerpo delata la excitación. Me tumba de espaldas y se coloca a mi lado. Recorre mi pecho con la lengua, baja hasta mi vientre, y me envuelve con su aliento caliente. Mi miembro late bajo su boca, pero no lo chupa; lo sujeta con la mano, firme, jugando con la espera.

Luego arquea la espalda, levanta el culo, abre las piernas y se ofrece con naturalidad. El sexo húmedo, los labios entreabiertos, palpitan con cada respiración puedo ver su ano, me excita. Yo le amaso las nalgas, le doy un azote que resuena excitante, y ella se arquea, dejándose hacer.

—Chúpamela… —le pido.

Ella sonríe:

—No… te lo tienes que ganar.

Se coloca a horcajadas dándome la espalda sobre mi cabeza, acercando su humedad a mi boca.

—Méteme la lengua —susurra.

Lo hago, pero enseguida me guía.

—No ahí… chúpame el culito un poquito.

Me sorprende no es lo habitual, apenas me deja que juegue con su culo, aunque la gusta no suele sentirse cómoda con eso.

Me aprieta contra ella, mueve las caderas, y jadea con cada roce húmedo de mi lengua. Su culito tiembla, palpita, se abre apenas, y cada espasmo suyo me excita aún más.

De pronto se aparta, baja hasta mí y envuelve mi miembro con su boca. El calor húmedo me arranca un gemido ronco. Me la chupa con ansia, intentando metérsela entera, pero no puede. Sonrío entre jadeos:

—Nunca has podido…

Ella se ríe con los ojos encendidos y vuelve a hundirse sobre mí.

El juego continúa hasta que, excitada, abre el cajón de la mesilla, saca un preservativo y un bote de lubricante. Me lo da mientras me chupa de nuevo, y cuando por fin me lo pongo, unta mi polla y su sexo con el líquido viscoso que sale del bote, se coloca encima, y gime al sentirme dentro.

—Dios… qué gorda la tienes… —jadea, bajando despacio.

Yo la sujeto fuerte, y al oído le susurro:

—¿Te gustaría sentir otra polla?

Acerco el bote a su culito y presiono. Ella grita, sorprendida y excitada a la vez, y apenas aguanta unos segundos antes de correrse con fuerza, temblando sobre mí, dejándose llevar por su orgasmo.

Cuando termina, exhausta, me aparta la mano para que saque el bote de su culo y se queda sobre mí, respirando entrecortada, con una sonrisa luminosa.

—Eres un guarro… —susurra.

Yo río, todavía dentro de ella. Duro aguantándome las ganas de follarla con fuerza.

—e ha puesto cachonda…

Se ríe conmigo. La miro a los ojos, provocador:

—¿Te gustaría que te follaran dos pollas?

Ella sonríe más, me clava la mirada y, con voz juguetona, me lanza:

—Ya lo han hecho.

No sé si habla en serio o en broma. La observo, intentando leerla, y ella se ríe, disfrutando de mi desconcierto, encendiendo aún más la chispa de un juego que sé que no ha terminado.
 
No siento celos, siento excitación. La duda me atraviesa como un escalofrío: ¿realmente lo ha hecho? ¿O solo quiere jugar conmigo, dejarme fuera de juego con sus provocaciones? Esa sonrisa suya, ese “más que tú…” que parece insinuar sin decir, me enciende todavía más.

La sujeto fuerte de las caderas y embisto dentro de ella. Su cuerpo me recibe con un jadeo profundo, y enseguida se ríe, como si disfrutara de tenerme descolocado. Me mira desde arriba, con los labios húmedos y entreabiertos, y parece decirme sin palabras: ¿eso es todo?

Sigo embistiendo, más fuerte, más profundo, queriendo demostrarle que no. Ella se agarra a mis hombros, me aprieta con sus muslos y sus pechos rebotan a la altura de mi cara. Los atrapo con la boca, los muerdo suave, escuchando su risa mezclada con gemidos.

La tensión se vuelve insoportable: entre sus risas, mis embestidas y el vaivén de su cuerpo, siento que la provocación se convierte en un desafío erótico, un pulso que ninguno de los dos quiere soltar.

—Joder… la tienes muy gorda… —me repite una y otra vez, entre risas y jadeos, hasta que de pronto me pide que pare.

Me detengo, salgo de ella despacio. Su gesto lo dice todo: mezcla de placer y de exceso.

—Uf… era demasiado —susurra, apartando el pelo de su cara con la mano.

Pero no quiere que me quede a medias. Me quita el preservativo con cuidado, y yo, cegado por el deseo, pienso en girarla, en penetrarla de nuevo. Estoy tan cachondo que olvido que por detrás casi nunca me deja; esta vez no es diferente.

—Sabes que después de correrme no puedo seguir… —me dice, con un tono suave, casi disculpándose.

—No te preocupes… —le respondo, acariciándole la espalda.

Nos quedamos tumbados, respirando juntos, y de pronto ella me toma la polla con la mano.

—Pero tienes que terminar… —susurra, empezando a masturbarme con lentitud.

—No te preocupes… —le repito, aunque el gesto me enciende.

Ella sonríe, me mira con esa picardía que nunca sé hasta dónde llega. Yo la observo un instante, y entonces me atrevo:

—¿De verdad te han follado dos tíos?

El aire se espesa entre nosotros. Me sostiene la mirada, seria por un segundo, y sé que es cierto.

—Sí… —responde al fin, bajando la voz—. Aún no éramos novios.

Su confesión me golpea, no como un reproche ni como una traición, sino como una imagen cargada de morbo que me atraviesa entero. La veo sonreír después, como si disfrutara de verme atrapado entre el deseo y la sorpresa.

Su mano sigue moviéndose despacio sobre mi miembro, húmedo y palpitante. Me mira a los ojos, saboreando mi impaciencia, y entonces suelta la bomba:

—Fue con dos chicos… una noche de fiesta.

Trago saliva, sin apartar mi mirada de la suya.

—¿Quiénes? —pregunto, con la voz ronca.

Ella sonríe, como si hubiera estado esperando que lo dijera.

—A uno de ellos lo conoces… —responde, casi en un susurro.

El corazón me late con fuerza en las sienes. Ella baja la mirada un segundo, como si dudara, pero enseguida vuelve a clavarme los ojos y lo dice:

—Con Iván.

Me quedo helado. Iván… un amigo, alguien con quien he compartido cervezas y risas, y de quien jamás imaginé esto. El contraste entre la sorpresa y el morbo me atraviesa entero.

—Es la primera vez que me lo cuentas… —digo, intentando contener el temblor en mi voz.

Ella sonríe más, con un punto de travesura, y acelera el ritmo de su mano sobre mí.

—Ya… porque sabía que te pondría así.

Su confesión me arde por dentro, me excita tanto como me desconcierta. Ella lo sabe, y disfruta de verme enredado en esa mezcla de deseo y celos convertidos en fuego.

No aguanto más y le pregunto, con la voz ronca:

—¿Te gustó?

Ella suspira, sin dejar de mover su mano sobre mí.

—Sí… —admite al fin—. Estábamos borrachos… nos fuimos a la casa de Iván. Allí me enrollé con él… y el otro chico se unió.

La miro fijo, más excitado que celoso, y le insisto:

—¿Quién era?

Ella duda, baja la mirada, como si le diera vergüenza decirlo. Yo espero en silencio, ardiendo por dentro. Finalmente lo suelta, en un susurro tembloroso:

—Era Diego.

El nombre me golpea de lleno. La imagen de ese chulo arrogante, siempre creyéndose el centro de todo, se cruza con la de mi mujer, joven, borracha, dejándose llevar. La contradicción me sacude.

—¿Con ese idiota? —escupo, sin poder evitarlo.

Ella sonríe, todavía masturbándome, y me mira con un brillo nuevo en los ojos.

—Sí… —responde, divertida, casi excitada de ver mi reacción.

Su tono me enciende más de lo que quiero reconocer. No es solo la confesión: es cómo el recuerdo la estremece, cómo sus mejillas se encienden y sus labios tiemblan entre el pudor y el deseo.

Yo ya no pienso, solo siento el fuego recorriéndome entero. La agarro fuerte de las caderas y gruño:

—Sigue… —le digo con voz ronca, apretando los dientes.

Ella sonríe, pero se lo piensa. Masturba mi miembro con ritmo constante, húmedo, y en la habitación solo resuena el chof, chof, chof de su mano deslizándose.

Me mira de reojo, como si disfrutara de la tensión, de hacerme esperar. Sus labios se curvan en una sonrisa juguetona mientras me provoca:

—Córrete… —susurra, casi como una orden.

Yo no aparto la mirada de sus ojos. Ella tiembla un poco, como si recordara cada detalle de lo que me está contando y a la vez luchara con el pudor de decirlo en voz alta. Esa mezcla me enloquece más que cualquier descripción.

Su respiración se acelera. La mía también. Y en ese cruce de miradas sé que me tiene al borde, atrapado entre su confesión, sus silencios y la manera en que me aprieta con cada movimiento.

—Venga… córrete —me dice, con esa voz rota entre risa y jadeo.

La manoseo, aprieto su culo con fuerza, los dedos hundidos en su piel, y siento que ya no aguanto más. Estoy demasiado cachondo.

—¿Puedo correrme en tu cara? —le pregunto, mirándola con los ojos encendidos.

Ella sonríe, traviesa, disfrutando de tenerme al límite.

—No…— responde entre sorprendida y asustada. No es algo que me deje hacer

El ritmo se vuelve frenético, el chof, chof más húmedo, más rápido. Un gemido me arranca del pecho y me corro con fuerza, manchando su mano y mi estómago en oleadas calientes que me dejan temblando.

Nos quedamos tumbados, exhaustos. El sudor nos cubre la piel, pegándonos a las sábanas, y aunque hemos descargado, la excitación sigue latente, vibrando en el aire como una chispa que no se apaga. Respiro agitado, con el corazón aún golpeando en el pecho, y siento una calma extraña: estoy a gusto, pero la curiosidad me corroe. No ha querido contármelo todo… y esa duda me late en la cabeza con la misma fuerza que el deseo en el cuerpo.

Antes de que pueda abrir la boca, ella me besa. Sus labios húmedos me callan cualquier pregunta, y en ese gesto me deja claro que sigue llevando el control. Luego se incorpora con una naturalidad que me enloquece.

La observo caminar desnuda hacia el baño. Su cuerpo brilla con el sudor, la piel enrojecida aún por el esfuerzo. La curva de sus caderas se mueve con una seguridad felina, el vaivén de su culo redondo me atrapa la mirada, y en cada paso hay algo hipnótico. Está espléndida, húmeda, desordenada, y al mismo tiempo inalcanzable.

Hay un misterio en ella que no me deja en paz. Esa sonrisa contenida, ese secreto que sé que guarda y que no termina de soltar, me enciende casi más que la confesión misma. Me la imagino desnuda en otra habitación, con otros dos hombres, y la mezcla de celos, morbo y deseo me aprieta el estómago.

La puerta del baño se abre, la luz la envuelve un instante, y la visión de su cuerpo sudado y desnudo me recuerda que aún no he terminado con ella, que todavía quiero más, y que tengo que descubrir ese secreto.
 
El dibujo podríamos decir que es ella: parte de una foto de este verano, retocada con filtros del móvil y con otra cara, pero buscando a alguien que se le pareciera. El personaje está inspirado en mi mujer; no es 100% real, pero sí recoge su personalidad, nuestros gustos y situaciones o conversaciones que en algún momento hemos vivido juntos. Espero que os guste la historia y os ponga cachondos y cachondas. Me encantaría saber qué es lo que más y lo que menos os gusta.
 

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Ha pasado ya una semana desde que me lo confesó. Podría decir que no he encontrado el momento para volver a preguntarle; que la vorágine del día a día me ha arrastrado, o quizá que no me he atrevido. Porque, ¿y si lo que me cuenta no me gusta?

No lo sé. Lo único cierto es que no he podido evitar imaginarla. No ha pasado de ser una fantasía, pero si alguna vez se hiciera realidad… sé que no estaría preparado.

Otra cosa es el pasado. Ese punto de ella que siempre me ha fascinado: esa frontera difusa entre la candidez y lo salvaje. Esa imagen de mujer casta y pura, envuelta en inocencia, que de repente se quiebra y deja ver a la otra, la que guarda oculta. Una mujer feroz, indomable, salvaje cuando se excita.

Y esa dualidad me tiene atrapado: la de mi mujer, que en la misma piel puede ser ángel y demonio, dulzura y pecado. Una mujer que me sonríe de día como si nada, y que por la noche me susurra secretos que me dejan sin aliento.

No es que se haya acostado con Iván, eso realmente no me importa. Lo que me pesa es lo de Diego. Diego siempre ha sido un bocazas, y ahora no puedo evitar que me venga algún recuerdo de cuando hemos hablado los tres. Alguna vez dejó caer cosas que parecían chulerías sin más, pero hoy, vistas desde aquí, cobran otro sentido.

Algo sabía de ella que yo no. Algo íntimo, demasiado íntimo. Y esa idea me remueve por dentro. Es extraño, nunca me lo había planteado así, pero hay algo que me molesta en pensar que Diego se haya follado a Vega.

No son celos, no es posesión… es otra cosa, una incomodidad sorda, como si me hubieran robado un secreto que me pertenece solo a mí. Y esa grieta, aunque pequeña, no puedo dejar de sentirla.

Y también pienso en Vega… en que no me lo contó. En que lo tenía guardado. No se lo reprocho, porque yo tampoco le he contado todo mi pasado. También hay cosas mías que no es que se oculten, simplemente se obvian, como si nunca hubieran tenido importancia o como si el silencio bastara para borrarlas.

Lo entiendo. Pero aun así, no puedo dejar de darle vueltas. Su secreto pesa distinto al mío: ella lo guarda en esa zona en la que conviven su candidez y su lado salvaje, como si hubiera querido proteger esa parte de sí misma, mantenerla a salvo del juicio, incluso del mío.

Y ahí estoy yo, atrapado entre comprenderla y sentir esa punzada incómoda que me recuerda que no todo lo que me excita me gusta.

Llego a casa mientras dejo las cosas del trabajo en su sitio. El simple gesto de soltar el maletín y aflojarme la camisa me da una sensación de descanso. En ese instante oigo la puerta y es ella quien entra.

Me gusta esa sensación de volver a estar juntos después de un día largo. Es como si la casa cobrara sentido solo cuando estamos los dos.

—Qué bien que ya es viernes —me dice sonriendo, mientras deja el bolso a un lado.

Su tono es ligero, cotidiano, pero me reconforta. Durante la semana habíamos hablado de cenar fuera, en ese restaurante que tanto nos gusta. La idea vuelve a mi cabeza y me arranca una sonrisa: un respiro compartido, un espacio solo para nosotros.

La puerta del baño se abre y el vapor sale con ella. Vega aparece envuelta apenas en una toalla, con el cabello húmedo cayéndole en ondas oscuras sobre los hombros. La tela blanca resbala sobre su piel dorada, brillante por el agua, y en ese momento me resulta imposible apartar la mirada.

Deja caer la toalla sobre la cama y queda desnuda frente a mí. Su cuerpo es exactamente esa contradicción que me enloquece: firme y delicado al mismo tiempo. Los hombros rectos dan paso a unos pechos naturales, redondeados, que se levantan al compás de su respiración. Los pezones, tensos aún por el contraste del agua, destacan sobre la suavidad tibia de su piel.

El vientre ya no tan plano, marcado de manera sutil, guía la vista hacia sus caderas amplias, femeninas, hechas para el abrazo. Entre ellas, el sexo húmedo y depilado con una línea fina, todavía tibio del calor de la ducha, late como un secreto compartido. Sus muslos fuertes, torneados, sostienen el conjunto con una seguridad casi felina.

Ella sonríe al notar cómo la miro. Se inclina hacia el cajón y saca la ropa interior: un conjunto negro de encaje que resalta aún más el tono cálido de su piel. El sujetador apenas contiene la curva de sus pechos, y la braguita pequeña se ajusta a la perfección a la redondez de su culo, dejando a la vista más de lo que cubre.

—¿Qué tal este modelito? —pregunta, girándose despacio para mostrármelo.

No necesito responder: su sonrisa me lo dice todo. Esta noche, después de la cena, habrá sexo. Los dos lo sabemos.

Se viste con un vestido rojo ajustado, que se ciñe a su cintura y resalta la plenitud de sus caderas. El escote, discreto pero sugerente, deja entrever apenas lo justo para mantenerme en vilo. Se gira hacia mí y, al pasar, me doy el gusto de darle un azote en el culo.

Ella ríe, se inclina y me besa rápido en la boca.

—Eres incorregible… —me dice, divertida—. Venga, vamos. Ya tendremos tiempo después.

Antes de apartarse, me acaricia el miembro erecto sobre el pantalón. Siento la sutil presión de sus dedos y el gesto me resulta tan placentero como torturador.

—Venga, vamos… que con poquito manchas el pantalón —se ríe, y salimos de la casa juntos.

Caminamos juntos por la calle, y no puedo dejar de mirarla. El vestido rojo le sienta de maravilla, ceñido a sus curvas, marcando cada movimiento de sus caderas con una cadencia hipnótica. Me gusta cómo se adivinan sus nalgas bajo la tela, redondas y firmes, y la certeza de que después serán mías me enciende por dentro.

Ella lo sabe. Lo noto en la manera en que gira la cabeza de vez en cuando para mirarme, con esa sonrisa traviesa que me provoca aún más. Sus ojos brillan con complicidad, como si todo lo que vendrá después ya estuviera pactado en secreto entre los dos.


Ella roza mi brazo con el suyo al caminar y su perfume, mezclado con el recuerdo reciente de verla desnuda, me tiene en un estado imposible.
 
El murmullo de las mesas alrededor apenas nos roza; estamos los dos metidos en nuestra propia burbuja. El vino nos ha soltado la lengua, las risas han sido fáciles, y ahora, mientras esperamos los postres, ella se inclina un poco sobre la mesa.

Me mira con esa sonrisa suya, traviesa, y con un tono que mezcla dulzura y provocación me suelta:

—No me has contado nada del otro día… de la chica esa que te puso cachondo.

El camarero deja dos copas nuevas y se aleja. Yo me quedo mirándola, con el corazón golpeando más fuerte de lo que debería. Ella sostiene la mirada, con los labios húmedos por el vino y esa chispa en los ojos que me hace saber que no va a soltar el tema fácilmente.

Sonríe, se muerde el labio y espera.

El camarero se aleja y me quedo mirándola. Doy un sorbo al vino, apoyo el codo en la mesa y sonrío con calma, como si no hubiera escuchado bien.

—¿Qué chica? —pregunto, fingiendo ingenuidad.

Ella me mira entrecerrando los ojos, como si viera a través de mi máscara. Se ríe suave, ladeando la cabeza.

—Ya sabes a quién me refiero… —dice, jugueteando con la copa.

Yo bajo la mirada hacia el mantel, esbozo una sonrisa traviesa y, encogiéndome de hombros, respondo:

—Bah… fue una tontería.

—¿Una tontería? —replica, alzando una ceja, divertida.

—Sí… ni vale la pena hablar de eso. —Le guiño un ojo, intentando esquivar la bala.

Ella se ríe, apoya la barbilla en su mano y me mira fija, con esa mezcla de dulzura y picardía que me desarma.

—Venga… ¿cómo era? —me dice, con una sonrisa traviesa.

La miro un instante en silencio, alargando la tensión mientras giro despacio la copa de vino entre los dedos. Ella me observa con los ojos brillantes, una ceja arqueada, esperando.

—Bueno… —digo al fin, con una sonrisa ladeada—, era joven, inocente…

Ella entrecierra los ojos, como si mi tono ya la picara de por sí.

—¿Ah, sí? —responde, apoyando el codo en la mesa y la barbilla en la mano, muy seria, aunque sus labios se curvan en una sonrisa que no puede contener.

—Sí… —continúo, bajando la voz un poco, como si compartiera un secreto—. Y me dijo: “Nunca he estado con un madurito”.

El vino casi se le sale por la risa. Se tapa la boca con la mano y me lanza una mirada de incredulidad.

—¡Anda ya! —exclama entre risas, agitando la cabeza—. No me lo creo.

Yo río con ella, disfrutando de su reacción, y alargo la mano por encima de la mesa para rozarle los dedos.

—Es verdad —insisto, divertido, acercándome un poco más—. Y lo decía en serio, con esos ojitos tímidos…

Ella me aparta la mano de un manotazo cariñoso, todavía riendo, y niega con la cabeza.

—Qué tonto eres… —me dice, aunque en su mirada hay un brillo distinto: mitad diversión, mitad curiosidad, como si quisiera que siguiera provocándola.

Ella se recuesta un poco en la silla, jugueteando con el tallo de la copa entre los dedos. La sonrisa no se le borra, pero ahora sus ojos brillan con algo más que simple diversión.

—¿Entonces…? —pregunta con un tono casi inocente—. ¿De verdad te gustan más jóvenes?

La forma en que lo dice me arranca una carcajada. Niego con la cabeza, pero sigo su juego, inclinándome un poco hacia adelante.

—No, no es eso… —respondo, sonriendo—. Solo me hizo gracia cómo lo dijo. Tan nerviosa… como si me estuviera confesando un pecado.

Ella me observa en silencio, con los labios húmedos por el vino y esa mirada que me atraviesa. Después inclina la cabeza, pícara:

—¿Y tú qué le dijiste?

Me muerdo el labio, exagerando el gesto para hacerla reír.

—Le dije que los maduritos sabemos cosas que los de su edad ni se imaginan.

Ella se ríe de nuevo, inclinándose hacia la mesa, como si no pudiera creérselo. Luego me señala con un dedo, divertida:

—Eres un sinvergüenza.

Yo me encojo de hombros, disfrutando de su risa, y me dejo caer contra el respaldo de la silla.

Reímos los dos a carcajadas, atrayendo alguna mirada curiosa de otras mesas. Ella se seca una lágrima de risa con la punta del dedo y me mira de frente, con esa chispa en los ojos que mezcla ternura y provocación.

—Eres un calienta bragas… —me suelta, aún riéndose.

Yo levanto las manos en señal de rendición, aunque mi sonrisa no se borra.

—¿Y tú te acabas de dar cuenta? —le respondo, guiñándole un ojo.

Seguimos bromeando un rato, jugando con los gestos y las palabras, hasta que su tono cambia apenas, más bajo, más directo. Se inclina hacia mí, los labios rozando la copa, y me pregunta:

—¿Así viniste de cachondo el otro día…? ¿Qué querías, follarme a mí pensando en ella?

El aire entre los dos se espesa de golpe. Me quedo quieto, con la copa en la mano, mirándola fijo. Ella sonríe, como si hubiera lanzado la pregunta solo para verme reaccionar, disfrutando de ponerme contra las cuerdas.

Me río, niego con la cabeza y acerco mi copa a la suya para chocar suavemente.

—Sabes que no… —le digo, con una sonrisa torcida—. Yo quiero follarte pensando en ti.

Ella baja la mirada un segundo, como si la frase le hubiera rozado más de lo que esperaba, y vuelve a sonreír, mordiéndose el labio.

Dejo la copa sobre la mesa, me inclino hacia ella y, con un tono más bajo, dejo caer la pregunta:

—Por cierto… ¿y tú? ¿No tienes más secretos que contarme?

Ella se reclina hacia atrás en la silla, jugando con el borde del vaso de agua, y me mira de reojo. La sonrisa que dibuja es lenta, ambigua, de esas que no sabes si esconden algo o solo buscan provocarte.

—¿Quieres saberlos todos? —pregunta, dejando la frase suspendida en el aire.

El silencio se llena de tensión, la misma que siento recorrerme el cuerpo mientras intento adivinar si va a hablar en serio o si solo quiere dejarme con la duda.

—De momento solo eso de… —empieza a decir, con esa sonrisa que promete más.

Pero justo en ese instante llega el camarero con los postres. Coloca los platos con un gesto mecánico, pregunta si queremos otra copa y se marcha sin más. El momento se rompe, aunque la chispa queda ahí, flotando entre los dos.

Me quedo mirándola. De pronto, algo me golpea la memoria, un detalle que había pasado por alto. Abro los ojos, sorprendido, y sin pensarlo lo suelto:

—Así que… fue Diego, ¿no?

Ella levanta la vista, desconcertada por mi tono. Yo apoyo los codos en la mesa, la miro fijo y añado, con voz más baja:

—Recuerdo que me contaste que solo te habían dado una vez por el culo… un tío que no conocías.

El aire parece haberse espesado otra vez. Ella no responde de inmediato, y ese silencio, cargado de misterio, me aprieta el estómago.

Ella sonríe al escucharme, se lleva la mano a la cara como si quisiera esconderse, pero en seguida aparta los dedos y me mira fijamente. Se muerde el labio inferior, y en un susurro que apenas llega a cruzar la mesa dice:

—Sí.

Mi pulso se acelera. Me echo un poco hacia delante, incapaz de contener la pregunta:

—Pero me dijiste que no te había gustado… que te dolió mucho.

Ella deja escapar una risa suave, mezcla de pudor y picardía, y vuelve a clavarme la mirada.

—Bueno… dejé que pensaras eso. —Hace una pausa, juega con la cucharilla del postre y luego añade, con una media sonrisa que me enciende—. Lo que realmente te dije fue que me dolió… pero no que no me gustara.

Sus palabras me atraviesan como un golpe de calor. Esa forma de confesar, entre inocencia y atrevimiento, me deja sin aire. Y sé, por la manera en que me sostiene la mirada, que disfruta viendo mi reacción.

Ella ve en mi cara la mezcla de sorpresa y excitación. Lo nota al instante, y sonríe con esa seguridad que me desarma. Se inclina un poco hacia mí, bajando la voz como si compartiera un secreto que llevaba demasiado tiempo guardado.

—Te lo cuento… —susurra—. Pero antes te digo una cosa.

Hace una pausa, clava la mirada en la copa de vino, como si buscara valor allí, y después vuelve a mí.

—Es de lo que más me arrepiento… por eso no te lo había contado antes.

Yo no aparto los ojos de los suyos. Ella suspira y añade, con un gesto de fastidio que en seguida se transforma en risa nerviosa:

—No sé cómo dejé que el idiota ese… —sacude la cabeza, y luego se corrige, sonriendo—. Bueno, sí lo sé… estaba borracha, cachonda…

Se muerde el labio y ríe otra vez, pero su voz baja un tono más íntimo, más provocador:

—Y no sabes lo que me puso en ese momento… verle la polla a Diego.

El calor me golpea en el pecho y bajo el estómago al mismo tiempo. Siento la excitación latirme en la piel, imposible de disimular. Ella lo ve, y disfruta del efecto que me produce cada palabra.

Ella me observa un instante, como calibrando si seguir o no. Sus dedos juegan con la cucharilla del postre, la gira despacio, y mientras lo hace me sostiene la mirada con un brillo distinto, mezcla de pudor y deseo.

—Fue en el sofá de Iván… —empieza, bajando la voz—. Yo estaba encima de él, todavía medio borracha, riéndome… y entonces Diego se acercó.

Hace una pausa, respira hondo.

—Me abrió las piernas sin preguntarme y… lo primero que vi fue su polla. —Se ríe con un punto de vergüenza y se tapa un momento la cara—. No sabes lo que me encendió en ese momento.

Yo trago saliva, la excitación me late en las sienes. Ella me mira y, al notar mi silencio, se inclina un poco hacia adelante, como si quisiera remarcar cada palabra:

—Era grande, muy dura… y me acuerdo de que pensé: quiero sentirla dentro.

Mi cuerpo reacciona antes que mi cabeza. Ella lo nota, me mira con picardía y sonríe, consciente de que cada detalle me enciende más.

—No me lo esperaba… —añade, bajando la voz hasta casi un susurro—. Pero cuando me la metió, por detrás… fue como si me atravesara. Me dolió, sí, pero al mismo tiempo me corrí como una loca.

Cierra los ojos un instante, como si lo reviviera en su cuerpo, y yo siento que me quedo sin aire.

Ella me mira fijo, como si quisiera asegurarse de que la escucho de verdad, y su sonrisa se ladea, más atrevida.

—No me lo esperaba —susurra—, pero cuando Diego me la metió… fue brutal. Yo estaba encima de Iván, él me agarraba de la cintura y me la follaba rápido… y de pronto siento a Diego detrás, empujando fuerte.

Hace una pausa, cierra los ojos como si lo sintiera otra vez, y continúa, sin bajar el tono:

—Me dolió, claro… me ardía, pero me tenía tan cachonda que no podía parar. Tenía la polla de Iván dentro, mojándome, y la de Diego entrando poco a poco en mi culo. Era como si me abrieran entera.

Se ríe, nerviosa, mordiéndose el labio.

—Iván me decía al oído: aguanta, déjate, mírate cómo lo estás disfrutando. Y Diego jadeaba detrás, pegado a mí, agarrándome las tetas mientras me embestía.

Yo noto mi respiración acelerarse, el estómago encogido de pura excitación. Ella lo ve, y se recrea más todavía.

—Me corrí como nunca —confiesa—, gritando, con los dos dentro. Iván en mi coño, Diego en mi culo… los dos follándome a la vez.

Se queda callada un momento, sus ojos verdes ardiendo al mirarme, y sonríe con esa mezcla de pudor y descaro que solo ella sabe manejar.

—¿Ves por qué no quería contártelo? —añade—. Porque sé lo que te hace imaginarlo.

—¿Y volviste a follar con él? —le pregunto, con la voz ronca, incapaz de evitarlo.

Ella me mira en silencio unos segundos. Luego sonríe, ladea la cabeza y se muerde el labio, disfrutando de tenerme en vilo.

—Qué guarro eres… —susurra—. Te lo has creído
 
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