Nunca maltrates al conserje

Luisignacio13

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12 Abr 2025
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Córdoba Argentina

En el lujoso edificio de cristal y acero que dominaba el centro de la ciudad, Nico, de 27 años, reinaba como dueño absoluto. Heredero de una fortuna colosal, su juventud estaba marcada por una arrogancia que destilaba en cada gesto. Trataba a todos con desprecio, pero su crueldad encontraba un blanco particular en Eduardo, el conserje de 60 años, un hombre de rostro curtido y manos callosas que soportaba las humillaciones diarias con una calma inquietante. Cada mañana, Nico pasaba por el vestíbulo, lanzando órdenes despectivas o burlas sobre el uniforme raído de Eduardo, mientras Clara, de 21 años, una inquilina de mirada esquiva, observaba desde un rincón, agachando la cabeza avergonzada. Clara, atrapada por deudas de alquiler, había caído en una relación perversa con Nico. Él le perdonaba los pagos a cambio de favores sexuales, tratándola cada vez más como su posesión, una novia que no tenía voz ni voluntad propia.


Pero Eduardo, tras años de soportar insultos, había tejido una telaraña invisible. Observaba, esperaba, y con una paciencia casi predatoria, planeaba. Sus ojos, de un gris acerado, seguían cada movimiento de Nico, cada palabra cruel, cada gesto que marcaba su dominio sobre Clara. Lentamente comenzó a recabar información, entrando a su departamento cuando no estaba, revisando su correspondencia y estando atento a cada visita, escribiendo nombres, características y horarios. Pasó poco tiempo en descubrir que todos los jueves a las 22 lo visitaba una hermosa milf que se parecía mucho a su madre. De hecho, pensó que era su madre hasta que una de esas noches se acercó a escuchar tras la puerta de Nico y oyó gemidos sexuales sin ninguna duda. Entonces tramó un lento plan y colocó cámaras ocultas en el dormitorio y el living de Nico para espiarlo con precisión.


El siguiente jueves, cuando el clon de su madre llegó, Eduardo se sentó frente a la computadora y pudo observar cómo Nico esperaba a la milf desnudo, solo con un collar de cuero. Cuando ella llegó, abrió con su propia llave y le dijo claramente (Eduardo grabó todo): “Hijo mío, ven a adorar a tu madre.” Nico se arrodilló y, en cuatro patas, fue directo a lamerle los zapatos como un perrito. La prostituta le acariciaba la cabeza y le decía: “¿Cómo te portaste hoy en la escuela, bebé?” Nico respondía: “Bien, mami, ya hice todos los deberes.” “Buen chico,” decía ella, siguiéndole la caricia. “A ver, muéstrame si ordenaste el cuarto.” Lo llevó de los pelos, con algo de violencia, hasta el cuarto, donde Nico empezó a llorar mientras la prostituta le gritaba: “¿Te parece que está ordenado esto, imbécil? Todo el día estoy chupándole la pija a tu papá para que no te falte nada, ¿y tú qué haces, puto? ¿Te haces la paja aquí todo el día?” En ese momento, le dio una fuerte bofetada que dejó a Nico en el piso, mientras él decía: “Perdón, mamá.”


Ella se sacó toda la ropa y, completamente desnuda, dijo: “Ahora vas a ver.” Lo puso boca abajo sobre su falda y empezó a darle palmadas en la cola, fuertes, pero no tanto, poniendo su culo rojo mientras le decía: “Sos un inservible,” “escoria,” y cosas así. Mientras, él seguía el juego, diciendo: “Mamá, por favor, no sigas, me voy a portar bien, duele.” Finalmente, ella lo dio vuelta y, mientras le decía “mi bebé,” ponía su teta en sus labios, y él comenzaba a mamarla. Luego, ella empezó a masturbarlo mientras él seguía tomando su teta, diciendo: “Me gusta, mami, que me hagas esto,” hasta que finalmente comenzó a acabar sobre sí mismo con gritos de placer: “Toma la leche, mamá, toma la leche.”


Eduardo no pudo evitar tocarse la pija (unos buenos 27 cm de carne gruesa) que se le puso dura como hacía tiempo no le pasaba, y acabó junto con Nico, mirando la escena llena de morbo. El parecido de la prostituta con su madre era tan evidente que la fantasía no necesitaba explicarse. Eduardo se frotó las manos y, luego de retirar las cámaras al día siguiente, le mandó un mensaje anónimo a Nico.




El primer mensaje llegó a medianoche, un número desconocido: “Sé lo que haces los jueves. Qué diría el mundo si viera a Nico, el gran heredero, lamiendo zapatos y llamando ‘mamá’ a una prostituta?” Adjunto, un fotograma borroso de Nico arrodillado, el collar de cuero brillando bajo la luz tenue. Nico leyó el mensaje en su ático, el rostro pálido, las manos temblando. Respondió con furia: “¿Quién carajo eres? Esto es un montaje.” Pero el siguiente mensaje llegó minutos después, con un video de 10 segundos: Nico gimiendo, la prostituta azotándolo. “No es un montaje. ¿Quieres que esto llegue a tus socios? A la prensa? Pórtate bien y tal vez no lo haga.”


Nico no durmió esa noche. Durante días, los mensajes continuaron, cada vez más íntimos, más exigentes. “Desnúdate y envíame una foto. Ahora.” Nico, sudando, obedeció, enviando una imagen temblorosa de sí mismo, vulnerable. Eduardo, desde su pequeño cuarto en el sótano del edificio, sonreía al ver las fotos, su poder creciendo con cada mensaje. “Buen chico. Ahora ven al ático esta noche. Solo. Si no, todos verán tu pequeño secreto.”


Nico llegó al ático a las 22, las piernas débiles, el orgullo hecho trizas. Eduardo lo esperaba, sentado en un sillón de cuero, con una calma que helaba la sangre. “Arrodíllate,” dijo, sin alzar la voz. Nico, con los ojos encendidos de rabia y miedo, dudó. Eduardo sacó su teléfono, el video listo para enviarse. “No me hagas repetirlo.” Nico cayó de rodillas, la cabeza gacha, su respiración entrecortada.


“¿Por qué?” murmuró Nico, la voz rota.


“Porque puedo,” respondió Eduardo, inclinándose hacia él. “Y porque tú me lo pusiste fácil.” Tomó su barbilla, obligándolo a mirarlo. “De ahora en adelante, haces lo que digo. ¿Entendido?” Nico asintió, las lágrimas quemándole los ojos.


La penumbra del ático de Nico envolvía los muebles de cuero negro, el aire cargado de un perfume amargo y el eco distante de la ciudad. En el centro, sobre una alfombra de terciopelo rojo, estaba Eduardo, con su camisa de conserje desabrochada, revelando un pecho aún firme pese a los años, sus ojos brillando con una autoridad feroz. Frente a él, arrodillado, estaba Nico, el intocable heredero, ahora con la cabeza gacha, el cabello desordenado cayendo sobre su rostro, las manos temblando sobre sus muslos desnudos. A un lado, casi invisible en un rincón, estaba Clara, con su vestido gris y su mirada baja, las piernas cruzadas con fuerza como si quisiera fundirse con las sombras.


Eduardo se acercó a Nico, sus pasos lentos resonando contra el suelo de madera. Se desabrochó el cinturón, dejando caer los pantalones para revelar su miembro erecto, grueso y venoso, una presencia imponente. Tomó a Nico por el cabello, tirando con fuerza. “Chúpala,” ordenó, su voz grave como un trueno. Nico, con los ojos abiertos de pánico y humillación, dudó, pero la mano de Eduardo lo empujó hacia adelante. “No me hagas repetirlo, pequeño heredero.” Nico, temblando, abrió la boca, sus labios rozando la piel caliente de Eduardo, quien gruñó de placer mientras lo guiaba con mano firme. “Así, putito, como si fuera tu ‘mamá’,” dijo, burlándose, mientras Nico se atragantaba, las lágrimas corriendo por sus mejillas.


Eduardo lo apartó con un gesto brusco y se giró hacia Clara, que seguía inmóvil, con las manos apretadas sobre el regazo. “Ven aquí,” dijo, chasqueando los dedos. Clara dudó, pero la mirada de Eduardo la obligó a levantarse. Caminó con pasos torpes, deteniéndose a unos metros. “Más cerca,” gruñó. Clara obedeció, temblando, hasta quedar a un paso de él. Eduardo le arrancó el vestido de un tirón, la tela cayendo en jirones al suelo, dejándola desnuda y vulnerable. “Qué frágil,” dijo, pasando un dedo por su clavícula, bajando hasta sus pechos, apretándolos con rudeza. Clara ahogó un gemido, su cuerpo rígido.


Eduardo la empujó al sofá, donde cayó con las piernas abiertas. Sin preámbulos, se posicionó entre sus muslos, su miembro rozando su entrada antes de penetrarla con una embestida profunda, arrancándole un grito. “Cállate y tómalo,” gruñó, moviéndose con una intensidad salvaje, sus manos sujetando las caderas de Clara con fuerza. Ella se aferró a los cojines, gimiendo, mientras Eduardo la dominaba, su cuerpo imponiéndose con cada movimiento. Nico, aún arrodillado, observaba, su rostro una mezcla de celos, humillación y deseo retorcido.


Eduardo alcanzó el clímax con un rugido, llenando a Clara con su semen, su cuerpo temblando de placer. Se retiró, dejando a Clara jadeante, con el cuerpo brillante de sudor. Miró a Nico, que seguía en el suelo, y sonrió con crueldad. “Ven aquí, heredero. Limpia lo que dejé.” Nico, con el rostro enrojecido, intentó resistirse, pero Eduardo lo agarró por el cuello, obligándolo a gatear hasta Clara. “Lame,” ordenó, empujando su cabeza entre los muslos de Clara. Nico, vencido, obedeció, su lengua recorriendo la piel de Clara, saboreando la mezcla de ella y Eduardo mientras este lo observaba, riendo. “Buen chico. Aprendes rápido.”


Eduardo no había terminado. Se acercó a Nico, levantándolo del suelo como si no pesara nada. “Ahora tú,” dijo, empujándolo contra el sofá, boca abajo. Nico intentó protestar, pero Eduardo lo silenció con una palmada fuerte en el culo. “Cállate,” gruñó, y sin más, lo penetró con una fuerza que hizo gritar a Nico, sus manos aferrándose al cuero del sofá. Eduardo se movió con un ritmo implacable, cada embestida un recordatorio de su dominio. “Esto es lo que querías, ¿no? Ser mío,” siseó, mientras Nico gemía, atrapado entre el dolor y un placer que no podía negar.


Cuando terminó, Eduardo se apartó, ajustándose la camisa como si nada hubiera pasado. Nico y Clara, exhaustos, humillados, yacían en el sofá, sus cuerpos marcados por la intensidad de Eduardo. Él los miró, su sonrisa fría y triunfante. “Descansen. Mañana seguimos.”


Y salió del ático, dejando tras de sí un silencio roto solo por las respiraciones entrecortadas de Nico y Clara, ahora unidas por algo más que el deseo: la certeza de que Eduardo, el conserje, siempre tendría el control.
 

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