Picadero... de caballos

ikarusulu

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Mi trabajo en un picadero de caballos no era muy complicado, es duro, se trabajan los músculos pero no es un gran desafío intelectual, por lo menos en cuanto a los animales se refiere. Era un curro de verano mientras volvía a empezar los cursos en la universidad.


La cosa cambia cuando llegan los clientes, nunca sabes como van a reaccionar. Supongo que cualquier oficio en que que haya que tratar con público es así, hay que estar atento a cualquier reacción de la persona a la que tratas. Empiezo a pensar que los animales son más fáciles.


Aquel día apretaba el calor así que me quité la camisa y me quedé solo con las botas y los vaqueros. Estaba colocando balas de paja recién llegadas en un camión, así que aunque sudado no estaba sucio ni olía mal del todo.


El suv de lujo que aparcó no dejaba dudas, a la dueña le salía el dinero por las orejas. Pagaba el mantenimiento de dos caballos y un pony de su propiedad. Montaban ella, su hija y el pequeño animal era para su nieta, una pizpireta niña de unos diez años. Ya las había visto más veces por allí a las tres. Pero esa tarde solo venía ella.


Se presentó con un pantalón de montar tan ajustado que parecía pintado sobre su piel marcando un mínimo tanga. Y una blusa blanca bajo la que no parecía llevar nada mas que sus dos enormes y preciosas tetas. Maquillada como si fuera a una fiesta de postín, verla mover el pandero mientras iba caminando hacia las cuadras era todo un espectáculo.


Eran evidentes las muchas horas de gimnasio que la señora se dedicaba. Probablemente también ayudaba a mantenerla así un buen cirujano plástico y por supuesto esteticistas, peluqueros y vendedores de ropa que se ajustaba a su cuerpo como un guante de látex.


Así que la impresión que daban las tres cuando venían juntas eran de una niña, su hermana mayor y su madre. En vez de la abuela, la hija y la nieta. Eso que la buena mujer, por lo buenorra que está, discúlpenme la grosería, los cincuenta ya no los cumplía y puede que ni los sesenta.


El jefe siempre pendiente de los deseos de sus adinerados clientes me hizo una seña para que fuera a atenderla de inmediato. A estas alturas creo que sabía perfectamente los deseos de la señora y lo que buscaba en concreto.


Creo, estoy seguro, que la boca se me quedó abierta al verla así y más al ver lo que el jefe me pedía. Pensaba que la atendería él. Y la polla se me puso dura al pensar en esas tetas botando al ritmo del trote del caballo. Mientras iba detrás de ella bien atento al movimiento de sus nalgas. Me sonrió como siempre, simpática y me acompañó al interior de la cuadra a buscar la yegua que solía montar.


En el tiempo que ensillé al animal un botón mas de su escote apareció abierto. Tan cerca estaba ella que su caro perfume casi podía con el olor de sudor del caballo. Pude echarle un buen vistazo a las dos preciosas tetas que peleaban por escapar del escote de la blanca camisa. Su melena rubia teñida me rozaba los hombros y brazos desnudos cada vez que movía la cabeza, casi como las crines de la jaca que iba a montar.


Al ayudarla a subir a la silla ella hizo un movimiento como de pedida del equilibrio. La sujeté para que no cayera. Apoyé las dos manos en su rotundo culo, disfruté unos segundos mas de lo necesario de sus duras nalgas. Y una vez encima del animal me sonrió descubriendo sus blancos dientes. Un sonrisa de depredadora.


Busqué mi caballo en cuanto la vi salir por la puerta. Era evidente que el jefe no me iba a detener y mandarme continuar mi trabajo anterior. Sin la camisa, montando a pelo, la seguí entre los árboles. Mi garañón volaba sobre la hierba hasta ponerme a su lado.


Hablamos de los caballos, de montar. De pronto, sin que yo supiera como habíamos llegado a ese punto, nos vimos charlando de lo erótico que es sentir el poderoso animal entre las piernas. De la sensación del movimiento de la cabalgada en la pelvis, en la cadera y en el sexo.


Supongo que ella se refería al suyo. A los labios de la vulva casi directamente sobre el cuero repujado de una silla que casi merecería estar en un museo por su antigüedad, belleza y precio. Vaya usted a saber que honorables culos habrían cabalgado en esa albarda. Por que si yo no tenía buen cuidado de colocar la polla en el slip podía machacarme los huevos en un bote del caballo.


Notaba el rabo, el que tengo delante, duro en los vaqueros. Siguiendo el bamboleo de sus duras tetas dentro de la blusa casi abierta del todo a esas alturas. Se habían abierto más botones de su camisa, no se si adrede o por el movimiento de la abundancia que tenía que contener. Pero a ella parecía no importarle que de vez en cuando pudiera contemplar uno de sus grandes y oscuros pezones.


Paramos junto a un arroyo para que pudieran beber los animales. Me arrodillé al lado del agua. Yo me lavé un poco el sudor. Ella no perdía de vista mis manos recorriendo la nuca, mi pecho lampiño y las depiladas axilas. Igual que mis ojos espiaban sus pechos por el escote abierto de la blusa. Ella no se molestaba en ocultármelos.


Nos acercamos el uno al otro despacio notando el deseo como una corriente de aire aún más caliente entre los dos. Una de sus manos descansó suave sobre mi pecho acariciando mi pezón con suavidad con uno de sus dedos de perfecta manicura. Por fin besé suya labios rojos y clavé mi lengua entre ellos lamiendo los dientes perfectos, buscando su lengua.


Ella no me la negó. Sacó la suya de la boca, lasciva, dejando que las dos lenguas se juntarán a medio camino unidas por los hilos de saliva que segregaban nuestras bocas. El juego de las sin hueso nos fue calentando aún más. Sujeté su cintura aproximándola a mi cuerpo hasta que sus poderosos pechos se apretaron contra el mío.


Arranqué la blusa de su cuerpo para poder ver y amasar por fin las tetas que llevaba todo el día siguiendo. Grandes, suaves, un poco caídas, solo lo justo, así era como bailaban con el trote del caballo. Morenas de hacer top less o rayos uva, el pezón inmenso, oscuro saliendo. Se frotaban con mi torso mientras nos abrazábamos disfrutando del beso.


Me agaché a lamerlos, comerlos mientras separaba su ajustado pantalón de montar de su portentoso culo y bajarlo por sus muslos llevándome de paso el diminuto tanga. Apenas pude pasar de sus rodillas pues los dos conservabamos aún las botas.


Tenía claro que ella mandaba, sabía lo que quería y cómo conseguirlo de mí. Aún así no me dominaba, solo tenía que hacer leves indicaciones para hacerme saber sus deseos. Yo no soy tonto del todo, sabía que si colaboraba lo iba a pasar muy bien.


No importaba, ante mí tenía la depilada vulva humedecida por los abundantes jugos. Aproveché un momento para darle los primeros lametones y eso que ella no podía separar mucho los muslos. Gemía sin cortarse aunque por allí no había nadie que pudiera oirnos.


Me apoderé de sus nalgas, amasándolas con mis manos, mientras lamía su vientre plano y musculado, jugando con el ombligo. Subiendo por su cuerpo, pasaba la legua por sus axilas, su cuello, el sudor de su piel mientras ella abría mis vaqueros y sacaba mi pollavenía dura.


Riéndonos caímos al suelo para sacarnos las botas el uno al otro y con ellas lo que quedaba de nuestra ropa. Sobre la fresca hierba, al lado del arroyo dimos rienda suelta a nuestra lujuria. Había desensillado su yegua para que el animal estuviera más cómodo. Y el bien aceitado cuero nos sirvió para apoyarnos y hacer más cómoda la postura.


Ella fue la que terminó encima, su coño depilado encima de mi cara, su culo sobre mi lengua. La comí entera, lamí sus labios saboreando sus jugos y oyendo sus suspiros allá arriba. Excitando el clítoris mientras ella jugaba con mi polla. Sus gemidos eran más fuertes todavía cuando clavaba la lengua en su ano y su xoxito destilaba más jugos.


Ella misma se amasaba las tetas pellizcando sus pezones con suavidad. Yo solo podía agarrar y separar sus nalgas. Mi polla bien dura casi desde que montábamos juntos, los caballos, no necesitaba mas atenciones para cumplir con sus necesidades. Aún así ella se inclinaba de vez en cuando y le daba suaves pasadas con la lengua al glande o los huevos.


Una vez bien excitada ella misma se desplazó sobre mi cuerpo hasta clavársela en el coño y botar. Toda ella experiencia y sabiduría en ese tema. Cabalgarme a mí como cabalgaba a su yegua. Hacer saltar sus pechos grandes y llenos. Los jugos resbalando por el tronco de mi pene y los huevos depilados.


En ese momento yo era su semental ella me follaba a mi controlando su placer y el mío. Por cómo gemía, apretaba mi tronco y suspiraba suponía que se estaba corriendo. Pero tampoco se molestó en aclarar mis dudas en ese aspecto, mal del todo no debía estar haciéndolo.


Con su edad no sabía si aún podía quedar embarazada o tomaba precauciones, el caso es que no le importó seguir botando sobre mi cadera hasta que llené su vulva con mi semen. Mi rabo empezó a aflojar pero estaba claro que no se iba a conformar con un solo polvo.


Me hizo girar y apoyar los antebrazos en la silla de montar. A cuatro patas levantando bien el culo fue ella la que empezó a hacerme un lascivo y bien guarro beso negro, me puso un dedo en la boca para que se lo lamiera y penetrarme con él. También bajaba un poco y me chupaba los testículos llegando a meterlos en la boca. Admito que me encantó la novedad. Nadie me había hecho eso.


Con tan tiernas atenciones mi polla volvió a ponerse dura el cuestión de segundos. No le importó. Siguió durante un rato degustando mis cuartos traseros, incluso mordisqueando mis duras nalgas. A poco más que hubiera seguido con la faena me hubiese corrido en la fresca hierba que llegaba a hacerme cosquillas en el glande.


Por supuesto no estaba dispuesta a desperdiciar así mi semen. Sabía perfectamente cuando parar y tomar mi postura. Así pude ponerme detrás y volver a penetrarla. Ganas me dieron de follar su ano que parecía bien limpio y dispuesto, toda una tentación. Pero aunque pasé el glande por allí acariciando y tentando no era el momento. Ni estaba dilatado, ni excitado.


Me indicó que siguiera más abajo donde los labios chorreantes de su vulva esperaban mi nabo. Entró sin esfuerzo ni resistencia, de un solo empujón me vi clavado hasta que mis huevos rozaron su clítoris. Apretó el músculo pubococigeo exprimiendo mi polla mientras la tenía bien enfundada en su interior.


Así me indicó que empezará a moverme despacio al principio. Aumentando en ritmo poco a poco hasta llegar a un orgasmo casi simultáneo entre gemidos y suspiros de ambos. No la dejé moverse y mientras las últimas gotas de mi lefa se perdían en la tierra, cuando el rabo se me fue aflojando, me incliné a su espalda. Buscaba darle el mismo placer que ella me había proporcionado un rato antes.


Empecé a besar sus nalgas, pasar la lengua por la raja, clavar la sin hueso en su ano y bajar un poco más. Lamí su coñito del que rezumaba mi semen, recogiendo lo que iba saliendo. Esa mezcla de los sabores de los dos que pensaba compartir con ella en los últimos besos junto al arroyo.


Así fue ella volvió a darme de lasciva lengua desnuda tumbada sobre mi cuerpo. Era hora de volver a ensillar, vestirnos y regresar a las cuadras después de tan placentero paréntesis.










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