Regina

King Crimson

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26 Sep 2025
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Nos habíamos escrito durante semanas en la aplicación. Regina tenía un rostro ancho, de pómulos altos, ojos rasgados y piel morena, con ese aire incaico que no necesitaba adornos. En las fotos se veía delgada, con pechos pequeños que apenas llenaban el escote de una camiseta, y esa fragilidad engañosa que escondía una energía inquieta. Me sorprendió cuando la vi en persona en el centro: era aún más menudita de lo que imaginaba, pero con un andar firme, seguro.

Nos sentamos en una terraza y pedimos dos cervezas. Charlamos de todo y de nada: del trabajo precario, de música, de la ciudad que se nos volvía hostil. Había algo en su manera de reír, con la boca pequeña pero llena de dientes, que me atrapaba. Con cada gesto suyo, la atracción crecía como una corriente subterránea.

Cuando se hizo tarde, le propuse acercarla a casa. Me indicó un barrio periférico, y fuimos en el coche hablando a media voz, como si la intimidad ya nos rodeara. En un cruce oscuro encontré un rincón apartado donde aparcar. Ella no protestó; al contrario, se quedó mirándome en silencio, con los ojos brillando en la penumbra.

El primer beso fue torpe, chocando las narices, pero de inmediato se volvió intenso, con una urgencia que nos arrastró. Nos acariciábamos como si lleváramos meses esperando ese momento. Su boca era caliente, juguetona, y su lengua buscaba la mía con un hambre inesperada. Le pasé la mano por debajo de la camiseta y sentí sus pechos pequeños, blandos, con pezones oscuros que se endurecieron enseguida bajo mis dedos.

—Estás loca —le dije, riendo entre jadeos.

—No más que tú —me respondió, y me
mordió el labio.

Nos devorábamos dentro del coche, incómodos, chocando contra el freno de mano, pero sin poder parar. Le subí la falda y descubrí su pubis afeitado, liso, con el calor húmedo que me empapó los dedos. Regina respiraba fuerte, apoyada contra el asiento, con los ojos entrecerrados.

—No llevo condón —le confesé, deteniéndome un segundo.

Ella se mordió el labio.

—Entonces… otra cosa —dijo bajito, y me bajó la bragueta.

Se inclinó sobre mí y me la cogió con decisión. Sentí su mano pequeña, dura, y enseguida su boca, cálida, húmeda, envolviéndome. Me chupaba despacio, con la lengua rozando el glande, mirándome con esos ojos rasgados que brillaban en la penumbra. Tenía un ritmo paciente, casi meticuloso, y cada vez que se apartaba para respirar, volvía con un gemido tenue, como si también ella se excitara en el acto.

Yo estaba a punto de correrme, pero se me ocurrió otra idea. Le acaricié las nalgas, pequeñas y duras, y dejé que mis dedos resbalaran entre ellas. Noté el calor apretado de su ano, cerrado, tenso. Ella se estremeció y trató de apartarse, pero la sujeté suavemente.

—Tranquila… despacio. No quiero hacerte daño.

—Nunca lo he hecho por ahí —murmuró, con un temblor en la voz.

—¿Te atreves …?

Se quedó quieta unos segundos, mordiéndose el labio, dudando. Al final asintió, bajando la mirada.

La tumbé de bruces sobre el asiento trasero, incómodos pero dispuestos. Le abrí las nalgas con cuidado, observando el pequeño orificio tenso, arrugado, tan cerrado que parecía imposible. Pasé la lengua primero, un beso húmedo y lento que la hizo estremecerse. Ella se cubrió la cara con las manos y rio nerviosa, entre el pudor y la excitación.

—Estás loco de verdad —dijo, pero no me detuvo.

Seguí lamiendo, humedeciendo, acariciando con paciencia hasta que sentí que se relajaba. Metí un dedo, apenas la punta, y ella dio un respingo.

—Despacio… por favor.

—Despacio —le aseguré, y avancé un poco más.

Su ano era estrecho, prieto, como una muralla que cedía a regañadientes. La acariciaba mientras tanto, le acariciaba el coño empapado, deslizando mis dedos entre los labios húmedos, frotando su clítoris para que el placer la distrajera del dolor. Regina gemía bajo, con un tono nuevo, mezcla de resistencia y rendición.
La lubriqué todo lo que pude con mi saliva, a falta de algo mejor, y cuando la penetré por fin, ella soltó un grito ahogado, con las uñas clavadas en el asiento. Yo me quedé quieto, sintiéndome rodeado por una presión indescriptible, caliente y violenta. Era un lugar que no estaba hecho para entrar a contrapelo, pero que me acogía como una promesa prohibida, como un intruso malvenido pero inevitable.

—¿Estás bien? —pregunté, jadeando.

Ella asintió con la cabeza, el pelo cubriéndole la cara.

—Sí… sigue.

Avancé despacio, sintiendo cada milímetro, cada contracción. Ella se retorcía entre el dolor y el placer, llorando casi. Y sin embargo me pedía que no parara. La fricción era brutal, cruda, sin nada suave ni fácil. Era real, demasiado real.

Nos movimos así, torpemente, en el asiento trasero de un coche aparcado en un barrio periférico. El sudor nos empapaba, el aire se llenaba de olor a sexo, a miedo y a deseo.

—Ah… dios… —jadeó, la voz rota, mientras se dejaba abrir poco a poco—. Joder…

Seguí empujando, despacio al principio, luego con ritmo más firme, disfrutando del contraste entre su sufrimiento y el calor intenso de su cuerpo. Cada gemido, cada espasmo de sus piernas, cada sacudida de sus caderas me volvía loco.

Ella luchaba, pero inevitablemente cedía, y eso hacía que cada embestida fuera más poderosa, más excitante. Cuando finalmente me corrí dentro de ella, profundo, caliente, sentí cómo sus músculos se apretaban a mi alrededor, cómo temblaba de la cabeza a los pies, llorando y gimiendo al mismo tiempo.

Me quedé jadeando dentro de ella, empapado en sudor, con el corazón desbocado. Regina se dejó caer hacia adelante, respirando como si hubiera corrido una maratón. Su cuerpo pequeño temblaba, aún cerrado alrededor de mí.
Poco a poco me aparté, y ella dio un quejido suave, mezcla de alivio y vacío.

La luz tenue del coche dejaba ver el desastre: yo manchado, húmedo, ella con las nalgas abiertas, ruborizada, el ano enrojecido por el esfuerzo. Nos miramos, y de repente estallamos en una risa nerviosa.

—Mírate… —dijo, señalándome el miembro—. Estás hecho un cristo.

—Es culpa tuya —le respondí, riéndome.

Ella buscó en su bolso, sacó un pañuelo de papel y, todavía sonriendo, empezó a limpiarme con cuidado. Lo hacía despacio, con una mezcla rara de pudor y ternura. Yo me dejé hacer, mirándola a los ojos. Había complicidad en ese gesto, algo íntimo que iba más allá del sexo.

—Pensé que no me convencerías nunca —admitió, bajando la mirada mientras ella se limpiaba también suavemente, frunciendo el ceño.

—Yo también lo pensé. —Le acaricié la cara sudada, los pómulos altos.

—Fue… raro… —se detuvo, buscando las palabras, que no encontró.

Nos quedamos callados un rato. El silencio del coche era espeso, sólo roto por el golpeteo lejano de un tren nocturno. Ella seguía con el pañuelo en la mano hecho una pelota, apretándolo nerviosa.

—¿Cómo te sientes? —pregunté, sincero.

—Cansada. Sudada. Y muy viva.

Reímos otra vez, esta vez sin nervios. La abracé, la acerqué a mi pecho. Tenía el pelo húmedo, con ese olor fuerte a champú y a sudor. La besé en la frente, y ella cerró los ojos.

—¿Y ahora qué? —preguntó al cabo de un rato.

—Ahora te acompaño a casa. Y mañana veremos.

—Quiero volver a quedar… —dijo, con seguridad—. Pero no me vengas con cosas raras otra vez tan rápido.

—Trato hecho —le respondí, aunque ambos sabíamos que no iba a ser tan sencillo.

Le acompañé a su portal, después de que bajara del coche con el vestido mal arreglado y las piernas todavía temblorosas. Antes de cerrar la puerta, se inclinó y me dio un beso rápido, casi casto.

—Gracias —murmuró, y se fue caminando despacio, sin mirar atrás.

Yo me quedé un rato en el coche, con el olor de ella pegado a mi piel y el recuerdo de su cuerpo pequeño, fuerte, entregado de una forma tan inesperada. Era una escena que no iba a poder olvidar fácilmente.
 
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