Primer relato que publico en el foro, espero os guste:
Sombras
Capítulo I
El sol de la tarde se filtraba a través de las persianas a medio bajar del salón, proyectando rayas de luz sobre el suelo de parquet desgastado. Era un sábado cualquiera en el hogar de los Fernández, una casa modesta de dos plantas en un barrio tranquilo de las afueras de la ciudad. Habían pasado quince años desde que Laura y Miguel se dieron el "sí, quiero" en una iglesia pequeña, rodeados de familiares que ahora apenas veían. Quince años de risas, de peleas, de facturas compartidas y de noches en las que el silencio pesaba más que las palabras. A sus 40 años, Laura aún conservaba esa belleza que había hecho girar cabezas en su juventud, aunque ella ya no lo notaba. Era alta, de figura esbelta pero curvilínea, con un trasero que, incluso bajo los vaqueros más discretos, resultaba imposible de ignorar. Sus pechos, pequeños pero firmes y bien formados, se escondían bajo blusas recatadas que ella elegía con cuidado, como si quisiera pasar desapercibida. Su cabello rubio, largo y liso, caía sobre sus hombros, aunque a menudo lo llevaba recogido en una coleta práctica, reflejo de su carácter "modosito", como solía bromear Miguel. Sus ojos verdes, grandes y expresivos, tenían un brillo que a veces parecía apagado, como si cargaran con un cansancio que no era solo físico.
Laura estaba en la cocina, preparando un café mientras miraba por la ventana el jardín trasero, donde las malas hierbas empezaban a ganar terreno. Trabajaba como asistente administrativa en una empresa mediana de logística, un puesto que había conseguido hace cinco años tras mucho insistir. No era el trabajo de sus sueños, pero pagaba las facturas y le daba cierta estabilidad, algo que valoraba más que nunca en tiempos de incertidumbre. Últimamente, sin embargo, el ambiente en la oficina se había vuelto tenso. Rumores de recortes circulaban como un murmullo constante, y su jefe, un hombre de unos 50 años llamado Carlos, había estado más distante de lo habitual, aunque a veces la miraba de una manera que la ponía nerviosa, una mezcla de evaluación y algo más que no sabía cómo interpretar. Laura intentaba no pensar en eso; después de todo, tenía suficientes preocupaciones en casa.
Miguel, de 43 años, estaba sentado en el sofá del salón, con una lata de cerveza en la mano y la mirada perdida en la pantalla del televisor, donde un partido de fútbol se desarrollaba sin que él le prestara demasiada atención. Había engordado con los años, su barriga prominente asomaba por debajo de una camiseta gris que había visto mejores días. No era el hombre atlético que Laura había conocido en sus veintes, pero conservaba un cierto encanto rudo en su rostro, con una mandíbula marcada y una barba de tres días que le daba un aire descuidado. Lo que no había cambiado era su naturaleza morbosa, un rasgo que Laura conocía bien y que a veces la incomodaba. Miguel tenía una imaginación que a menudo se desviaba hacia lo prohibido, y no era raro que, en la intimidad, dejara caer comentarios o fantasías que la hacían sonrojar. "Imagínate que alguien te ve así, tan guapa, y no puede resistirse", le había dicho una vez, medio en broma, medio en serio, mientras sus manos recorrían su cuerpo. Laura siempre respondía con una risa nerviosa y un cambio de tema, pero esas palabras se quedaban flotando en el aire, como un eco que no sabía cómo interpretar.
Miguel trabajaba como técnico de mantenimiento en una fábrica local, un empleo físico que lo dejaba agotado al final del día, pero que no le ofrecía muchas satisfacciones. Últimamente, había estado más irritable, quejándose de dolores de espalda y de la monotonía de su rutina. Su vida con Laura, aunque estable, había perdido el fuego de los primeros años. Las noches de pasión eran ahora esporádicas, reemplazadas por conversaciones prácticas sobre el dinero, la casa o el coche que necesitaba una reparación. Sin embargo, en su mente, Miguel seguía alimentando pensamientos que no compartía del todo con ella, fantasías de verla deseada por otros, de imaginarla en situaciones que él no podía controlar. Era un morbo que lo avergonzaba y lo excitaba a partes iguales, un secreto que guardaba mientras fingía que todo estaba bien.
Laura salió de la cocina con dos tazas de café humeante y se acercó al sofá, sentándose a su lado con un suspiro. Le ofreció una taza a Miguel, quien la tomó sin apartar la vista del televisor por un momento antes de girarse hacia ella con una sonrisa cansada.
—Gracias, amor. ¿Qué tal tu día? —preguntó él, su voz grave pero con un tono rutinario, como si la respuesta no importara demasiado.
—Bien, lo de siempre. Mucho papeleo en la oficina. Y tú, ¿qué tal en la fábrica? —respondió Laura, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja. Su voz era suave, casi tímida, como si siempre midiera sus palabras.
—Un coñazo, como siempre. El jefe me tuvo media mañana subiendo y bajando escaleras para arreglar una máquina que al final no tenía nada. Me duele todo —se quejó Miguel, dando un sorbo al café y luego mirándola de reojo—. Aunque, mirándote a ti, se me olvida un poco el dolor. Estás guapa hoy, ¿sabes?
Laura soltó una risita nerviosa y bajó la mirada, sus mejillas tiñéndose de un leve rubor. Era un cumplido que Miguel le hacía a menudo, pero siempre la pillaba desprevenida, como si no estuviera acostumbrada a que la vieran de esa manera.
—Anda, no digas tonterías. Estoy hecha un desastre, no me he arreglado ni nada —replicó ella, tirando del borde de su camiseta ancha, como si quisiera esconderse.
—No hace falta que te arregles, Laura. Tienes algo que… no sé, que atrae. Ese culo tuyo, por ejemplo. Es un pecado que lo escondas tanto —dijo Miguel con una sonrisa pícara, inclinándose un poco hacia ella. Sus ojos tenían un brillo que ella conocía bien, una mezcla de broma y deseo que siempre la ponía en guardia.
—¡Miguel, por favor! — exclamó ella, dándole un leve empujón en el hombro, aunque no pudo evitar reírse. Sin embargo, había algo en su tono que delataba incomodidad, como si no supiera cómo manejar esa faceta de él.
Él se rió también, pero no insistió. Volvió a centrarse en el televisor, aunque su mente seguía divagando. Pensaba en cómo sería si alguien más notara lo que él veía en Laura, si alguien en esa oficina donde ella pasaba tantas horas se atreviera a cruzar una línea que él solo imaginaba. Era un pensamiento que lo inquietaba y lo excitaba a la vez, un juego mental que no sabía si quería que se hiciera realidad.
Laura, por su parte, tomó un sorbo de su café y dejó que su mirada se perdiera en la ventana. No le había contado a Miguel lo tensa que estaba en el trabajo. No quería preocuparlo, no cuando ya tenían suficientes problemas con las facturas y la hipoteca. Pero no podía evitar pensar en las miradas de Carlos, su jefe, en cómo la había llamado a su oficina el viernes pasado para "revisar unos informes" que no parecían tan urgentes. Había algo en su tono, en la forma en que se inclinaba sobre el escritorio, que la había hecho sentir vulnerable. "Laura, eres una pieza clave aquí, ¿lo sabes? No me gustaría tener que prescindir de ti si las cosas se complican", le había dicho con una sonrisa que no llegaba a ser amistosa. Ella había asentido, incómoda, y había salido de allí lo más rápido que pudo. Pero sus palabras seguían resonando en su cabeza, junto con los rumores de despidos que circulaban entre sus compañeros. ¿Y si realmente estaba en riesgo su puesto? ¿Y si tenía que hacer algo más que trabajar duro para mantenerlo?
En casa, la rutina seguía su curso. Miguel se levantó del sofá para ir al baño, dejando a Laura sola con sus pensamientos. Ella miró su reflejo en la pantalla apagada del televisor, preguntándose cómo había llegado a este punto: una vida cómoda pero predecible, un marido que la quería a su manera pero que a veces parecía vivir en un mundo de fantasías que ella no entendía, y un trabajo que, en lugar de ser un refugio, empezaba a sentirse como una trampa. Suspiró de nuevo, más profundamente esta vez, y se dijo a sí misma que todo estaría bien, que solo eran paranoias suyas. Pero en el fondo, una pequeña voz le susurraba que algo estaba a punto de cambiar, y no sabía si estaba lista para enfrentarlo.
Mientras tanto, en la fábrica, Miguel charlaba con un compañero durante el descanso del lunes siguiente. El tema de las mujeres y las infidelidades salió a relucir, como solía pasar en esas conversaciones de vestuario.
—Oye, Miguel, ¿tú qué harías si te enteraras de que tu señora anda con otro? —preguntó el compañero, un tipo joven y bromista, mientras se encendía un cigarrillo.
Miguel se rió, pero había algo forzado en su risa. Se rascó la nuca, mirando al suelo, y respondió con un tono que intentaba sonar despreocupado.
—Bah, Laura no es de esas. Es muy modosita, muy de su casa. Pero, no sé, a veces pienso… ¿y si alguien le entra? No sé si me cabrearía o… bueno, ya sabes —dijo, dejando la frase en el aire, con una sonrisa incómoda.
El compañero soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro. —¡Eres un caso, tío! Mira que pensar en eso… Pero oye, con una mujer como la tuya, no me extrañaría que alguien lo intentara. ¡Menudo bombón!
Miguel no respondió, pero las palabras se le quedaron grabadas. Volvió al trabajo con un nudo en el estómago, dividido entre el orgullo de que otros vieran a Laura como él la veía y un extraño cosquilleo de celos mezclado con curiosidad. No sabía que, a pocos kilómetros de allí, en la oficina de Laura, las cosas estaban a punto de tomar un rumbo que ni siquiera él, con toda su imaginación morbosa, podía prever.
La oficina de Logística Integral S.A. era un espacio gris y funcional, con cubículos separados por mamparas bajas, fluorescentes que parpadeaban de vez en cuando y un constante zumbido de impresoras y teclados. Laura llegaba cada mañana a las ocho en punto, con su bolso colgado del hombro y una sonrisa forzada para saludar a sus compañeros. Su escritorio, en una esquina cerca de la ventana, estaba ordenado con una precisión casi obsesiva: carpetas apiladas, un bote de bolígrafos y una foto de ella y Miguel en la playa, tomada hace años, cuando todavía se reían con facilidad. Pero últimamente, ese rincón que solía ser su refugio se sentía más como una jaula. Los rumores de despidos habían pasado de susurros a conversaciones abiertas en la hora del café, y la tensión se palpaba en el aire. Cada vez que alguien era llamado a la oficina del jefe, los demás intercambiaban miradas de preocupación, preguntándose quién sería el próximo en recibir la temida noticia.
Carlos, el jefe de Laura, era un hombre de 50 años, de estatura media pero con una presencia que llenaba cualquier habitación. Tenía el cabello canoso, peinado hacia atrás con un cuidado que rayaba en lo vanidoso, y unos ojos oscuros que parecían analizar todo con una mezcla de frialdad y astucia. Vestía trajes impecables, siempre con corbatas de colores sobrios, y su voz, grave y pausada, tenía un tono que podía ser tanto tranquilizador como intimidante, dependiendo de su intención. Había llegado a la empresa hacía dos años como director de operaciones, y desde entonces había implementado cambios que no todos veían con buenos ojos. Pero lo que más inquietaba a Laura no era su estilo de gestión, sino la forma en que la miraba. Al principio, pensó que eran imaginaciones suyas, que estaba proyectando sus propios nervios por la situación de la empresa. Pero con el tiempo, esas miradas se volvieron más evidentes, más prolongadas, acompañadas de sonrisas que no llegaban a ser amistosas, sino que parecían esconder algo más.
Todo empezó de manera sutil, casi imperceptible. Una mañana, unas semanas atrás, Carlos pasó por su escritorio mientras ella revisaba unos informes. Se detuvo a su lado, más cerca de lo necesario, y apoyó una mano en el respaldo de su silla mientras se inclinaba para mirar la pantalla de su ordenador.
—Laura, siempre tan dedicada. ¿Cómo vas con esos números? —preguntó, su voz baja, casi un murmullo, mientras su aliento rozaba su nuca.
Ella se tensó de inmediato, sintiendo un escalofrío que no supo si era de incomodidad o de nervios. Se giró ligeramente, forzando una sonrisa, y respondió con un tono que intentó sonar profesional.
—Bien, Carlos, estoy terminando de cuadrar las facturas de este mes. Si hay algún problema, te lo digo.
Él se enderezó, pero no se alejó de inmediato. Sus ojos se detuvieron en ella un segundo más de lo necesario antes de asentir. —Perfecto. Eres una pieza importante aquí, ¿sabes? No me gustaría tener que prescindir de alguien como tú. Sigue así.
Las palabras, en teoría, eran un cumplido, pero había algo en su tono que la hizo sentir expuesta, como si estuviera siendo evaluada de una manera que no tenía nada que ver con su trabajo. Laura asintió rápidamente y volvió a centrarse en la pantalla, esperando que él se marchara. Cuando finalmente lo hizo, ella soltó un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Intentó convencerse de que no había nada raro, de que solo estaba siendo amable, pero una pequeña voz en su cabeza le decía que no era tan simple.
Con los días, las interacciones con Carlos se volvieron más frecuentes. La llamaba a su oficina para "revisar detalles" de proyectos que no parecían tan urgentes, o le pedía que se quedara un poco más tarde para "ayudar con algo". Cada vez que entraba en ese despacho, con su escritorio de caoba y las persianas siempre a medio cerrar, sentía un nudo en el estómago. Carlos tenía una manera de hablar que era a la vez profesional y cargada de dobles sentidos, dejando caer comentarios que la ponían en una posición incómoda sin cruzar abiertamente ninguna línea.
Una tarde, mientras revisaban un informe de inventario, él se sentó en el borde de su escritorio, a pocos centímetros de ella, y cruzó los brazos con una sonrisa que parecía más un desafío que una expresión de simpatía.
—Laura, tienes un don para los detalles. Es una lástima que no todos aquí lo valoren como yo. ¿Sabes? En tiempos como estos, con la empresa en una situación delicada, necesito gente en quien pueda confiar… de verdad —dijo, enfatizando las últimas palabras mientras sus ojos se clavaban en los de ella.
Ella bajó la mirada, fingiendo concentrarse en los papeles que tenía en las manos, pero su corazón latía con fuerza. Sabía que había un trasfondo en lo que decía, una insinuación que no quería reconocer. —Gracias, Carlos. Hago lo que puedo para que todo salga bien —respondió, su voz más temblorosa de lo que le hubiera gustado.
Él se inclinó un poco más cerca, bajando la voz. —Eso espero. Porque, sinceramente, no me gustaría tener que tomar decisiones difíciles contigo. Eres demasiado valiosa… en más de un sentido. Piénsalo.
Laura sintió que el aire se volvía más pesado en la habitación. No sabía cómo responder sin sonar grosera o sin empeorar las cosas, así que simplemente asintió y murmuró un "claro" antes de excusarse para volver a su escritorio. Cuando salió de la oficina, sus manos temblaban ligeramente mientras guardaba sus cosas. No era tonta; sabía que Carlos estaba jugando con ella, tejiendo una red de palabras y gestos que la hacían sentir atrapada. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Denunciarlo sin pruebas claras y arriesgarse a perder su trabajo en un momento en que la empresa ya estaba despidiendo gente? ¿Ignorarlo y esperar que parara? Ninguna opción parecía segura, y la presión empezaba a pesar sobre sus hombros como una losa.
Mientras tanto, en casa, la tensión que Laura llevaba dentro no pasaba desapercibida, aunque ella hacía todo lo posible por ocultarla. Una noche, después de la cena, Miguel y ella estaban sentados en el sofá, cada uno perdido en sus pensamientos. Él había notado que Laura estaba más callada de lo habitual, que sus respuestas eran más cortas y que a veces parecía estar en otro mundo. La miró de reojo mientras ella jugueteaba con un mechón de su cabello rubio, con la mirada fija en la mesa de centro.
—¿Estás bien, amor? Te noto rara últimamente —dijo Miguel, intentando sonar casual, aunque había una chispa de preocupación en su voz. No quería presionarla, pero algo en su interior le decía que había más de lo que ella dejaba ver.
Laura se sobresaltó ligeramente, como si la pregunta la hubiera sacado de un trance. Forzó una sonrisa y se giró hacia él, encogiéndose de hombros. —Sí, estoy bien. Solo un poco cansada del trabajo, ya sabes cómo es. Mucho estrés con los informes y eso.
Miguel asintió, pero no estaba convencido. Conocía a Laura lo suficiente como para saber cuándo algo la inquietaba, pero también sabía que no era de las que se abrían fácilmente. Su lado morboso, siempre al acecho, le hizo imaginar por un momento que tal vez había algo más, algo que ella no quería contarle. Pero desechó la idea con una risa interna; era su imaginación otra vez, jugando con él. Decidió no insistir, aunque el silencio que siguió se sintió más pesado de lo normal.
—Vale, pero si necesitas hablar, aquí estoy, ¿eh? —añadió, dándole una palmada suave en la rodilla antes de volver a centrarse en el televisor.
Laura asintió, pero no dijo nada más. En su mente, las palabras de Carlos seguían resonando, junto con el miedo a lo que podría pasar si no encontraba una manera de manejar la situación. Quería contarle a Miguel, desahogarse, pedirle consejo, pero ¿cómo explicarle algo así sin que sonara mal? ¿Sin que él malinterpretara todo o, peor aún, se dejara llevar por esas fantasías suyas que a veces la incomodaban? No, era mejor callar, al menos por ahora. Se dijo a sí misma que podía manejarlo sola, que solo necesitaba ser más firme con Carlos. Pero en el fondo, sabía que estaba caminando por una cuerda floja.
Unos días después, otra escena en casa reflejó la misma dinámica. Laura llegó más tarde de lo habitual, con el rostro pálido y los ojos cansados. Miguel, que ya estaba cenando solo en la cocina, levantó la vista al verla entrar. Notó de inmediato que algo no estaba bien: sus movimientos eran más lentos, como si cargara un peso invisible, y apenas lo miró al saludar.
—¿Otra vez horas extras? —preguntó él, intentando mantener un tono ligero, aunque sus ojos la estudiaban con atención.
—Sí, había que terminar unas cosas urgentes —respondió ella rápidamente, dejando su bolso en una silla y yendo directo al fregadero para lavarse las manos, como si quisiera evitar su mirada.
Miguel frunció el ceño, pero no dijo nada. Había algo en su voz, en la forma en que evitaba el contacto visual, que lo ponía en alerta. Su mente, siempre propensa a divagar, empezó a tejer escenarios que no quería considerar del todo. ¿Y si alguien en esa oficina estaba molestándola? ¿O algo peor? Pero no se atrevió a preguntar más, no quería parecer paranoico ni hacerla sentir que no confiaba en ella. Se limitó a murmurar un "vale" y siguió comiendo, aunque el silencio entre ellos se sentía como un muro que crecía cada día.
En la oficina, la situación con Carlos no hacía más que empeorar. Una tarde, hacia el final de la semana, él la llamó de nuevo a su despacho. Esta vez, las persianas estaban completamente cerradas, y la luz de la lámpara de escritorio creaba sombras que hacían que la habitación pareciera más pequeña, más opresiva. Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una carpeta abierta frente a él, pero no parecía estar prestándole mucha atención. Cuando Laura entró, él levantó la vista y le dedicó una sonrisa que la hizo estremecer.
—Cierra la puerta, Laura. Esto es… privado —dijo, su voz calmada pero con un matiz que no dejaba lugar a discusión.
Ella obedeció, aunque cada fibra de su cuerpo le decía que no quería estar allí. Se quedó de pie, a unos pasos del escritorio, con los brazos cruzados como si quisiera protegerse. —¿De qué se trata, Carlos? Tengo un montón de cosas pendientes en mi escritorio —intentó sonar firme, pero su voz traicionó un leve temblor.
Él se recostó en su silla, entrelazando los dedos sobre el escritorio, y la miró de arriba abajo de una manera que no intentó disimular
—Tranquila, no te voy a quitar mucho tiempo. Solo quería hablar de tu futuro aquí. La empresa está en una situación complicada, como sabes. Hay que hacer recortes, y estoy peleando por mantener a los mejores. A gente como tú. Pero necesito saber que estás dispuesta a hacer un esfuerzo extra… que puedo contar contigo para lo que sea.
Las palabras "lo que sea" se quedaron suspendidas en el aire, cargadas de un significado que Laura no podía ignorar. Sintió que su rostro se calentaba, una mezcla de vergüenza y miedo, y bajó la mirada al suelo.
—Yo… siempre he dado lo mejor de mí en el trabajo, Carlos. No sé a qué te refieres con eso de "lo que sea" —dijo, intentando mantener la compostura, aunque su voz era apenas un susurro.
Carlos se levantó de su silla y rodeó el escritorio, deteniéndose a pocos pasos de ella. No la tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerla sentir atrapada.
—Vamos, Laura, no seas ingenua. Sabes que en tiempos difíciles hay que hacer sacrificios. Y yo puedo asegurarme de que tu puesto esté a salvo, de que no tengas que preocuparte por nada. Solo tienes que… demostrarme que estás de mi lado. Piénsalo bien. No quiero que tomes una decisión apresurada, pero necesito esa seguridad en la gente que trabaja conmigo.
Ella levantó la vista, sus ojos verdes llenos de una mezcla de indignación y desesperación, pero no encontró las palabras para responder. Carlos dio un paso atrás, como si quisiera darle espacio, y señaló la puerta con un gesto casual.
—Puedes irte. Pero no olvides lo que te dije. Estoy aquí si cambias de opinión… o si no tienes otra opción.
Laura salió del despacho con el corazón latiendo a mil por hora, sus manos temblando mientras cerraba la puerta detrás de sí. Caminó de vuelta a su escritorio como si estuviera en piloto automático, sintiendo las miradas de algunos compañeros que parecían notar su estado, aunque nadie dijo nada. Se sentó y escondió el rostro entre las manos por un momento, intentando calmarse. Sabía que estaba en una encrucijada, que Carlos no iba a parar hasta que ella cediera o hasta que la situación explotara de alguna manera. Pero también sabía que no podía permitirse perder su trabajo, no cuando ella y Miguel dependían de ese ingreso para llegar a fin de mes. La idea de ceder, aunque fuera solo un poco, le revolvía el estómago, pero la alternativa era igual de aterradora. Estaba al borde de un precipicio, y cada palabra de Carlos la empujaba un poco más cerca del borde.
El reloj de pared en la oficina marcaba las 6:30 de la tarde, y el silencio se había apoderado del espacio. La mayoría de los compañeros de Laura ya se habían ido, dejando tras de sí un eco de pasos y conversaciones que se desvanecía en el pasillo. Ella estaba en su escritorio, con los dedos tamborileando nerviosamente sobre una pila de papeles que no había tocado en la última hora. Su mente estaba en otro lugar, atrapada en un torbellino de pensamientos sobre las palabras de Carlos, sus miradas, sus insinuaciones. Había intentado ignorarlo, convencerse de que podía manejar la situación con profesionalidad, pero cada día que pasaba sentía que el nudo en su estómago se apretaba más. No podía seguir así, necesitaba claridad, necesitaba saber de una vez por todas qué estaba pasando y ponerle un límite, si es que aún era posible.
Con un suspiro tembloroso, se levantó de su silla y caminó hacia el despacho de Carlos, al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, y la luz de la lámpara de escritorio se filtraba por la rendija, proyectando una sombra alargada en el suelo. Laura llamó con los nudillos, un golpe seco que resonó más fuerte de lo que esperaba en el silencio de la oficina vacía.
—Adelante —respondió la voz grave de Carlos desde el interior, con un tono que parecía anticipar su llegada.
Ella empujó la puerta y entró, cerrándola detrás de sí con un movimiento casi instintivo, aunque inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. La habitación estaba como siempre, con las persianas a medio cerrar y el aire cargado de una tensión que parecía palpable. Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una pluma en la mano y una carpeta abierta frente a él, pero sus ojos se alzaron de inmediato hacia ella, y una sonrisa lenta se dibujó en su rostro.
—Laura, qué sorpresa. ¿A qué debo el honor a esta hora? —preguntó, recostándose en su silla con una calma que contrastaba con los nervios que ella apenas podía contener.
Laura se quedó de pie, a unos pasos del escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho como si quisiera protegerse. Su corazón latía con fuerza, pero se obligó a mantener la compostura, a no dejar que él viera cuánto la afectaba estar allí. Tomó aire profundamente antes de hablar, su voz más firme de lo que esperaba.
—Carlos, necesito que hablemos. De verdad. No puedo seguir con esta… incertidumbre. Quiero saber qué es lo que quieres de mí. Sé claro, por favor. Basta de rodeos.
Carlos levantó una ceja, como si la franqueza de ella lo hubiera sorprendido, pero su sonrisa no vaciló. Dejó la pluma sobre el escritorio y entrelazó los dedos, inclinándose ligeramente hacia adelante, sus ojos oscuros clavados en los de ella con una intensidad que la hizo estremecer.
—Vaya, Laura, no esperaba que fueras tan directa. Me gusta eso. Pero, ¿de verdad no lo tienes claro? Pensé que mis palabras habían sido… lo suficientemente sugerentes. Quiero que estés de mi lado, que demuestres un compromiso real con la empresa… y conmigo. Algo que me garantice que puedo confiar en ti, pase lo que pase.
Ella frunció el ceño, confundida, aunque una parte de su mente ya empezaba a intuir por dónde iba la conversación. Sacudió la cabeza ligeramente, intentando aferrarse a la lógica, a lo profesional.
—¿Compromiso? Carlos, no entiendo. Ya trabajo duro, me quedo horas extras, hago todo lo que me pides. Si necesitas que eche más horas o que asuma más responsabilidades, lo haré. Dime qué quieres exactamente y lo haré.
Carlos soltó una risa baja, casi un bufido, y se levantó de su silla, rodeando el escritorio con pasos lentos hasta detenerse a pocos pasos de ella. No la tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerla sentir atrapada, como si el espacio entre ellos se hubiera reducido a nada. Bajó la voz, adoptando un tono más íntimo, casi conspirador.
—No, Laura, no se trata de horas extras ni de más informes. Estoy hablando de un compromiso de otro tipo. Algo… personal. Algo que nos una de una manera que vaya más allá de lo que pasa en esta oficina. Un vínculo que me asegure que estás conmigo al cien por cien.
Laura sintió que un escalofrío recorría su espalda, y sus ojos se abrieron de par en par por un instante antes de entrecerrarse con una mezcla de incredulidad y desconcierto. Dio un pequeño paso atrás, instintivamente, mientras su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Personal? ¿Qué significa eso? Carlos, no estoy entendiendo… o no quiero entender. ¿De qué estás hablando?
Él inclinó la cabeza, como si estuviera evaluando su reacción, y su sonrisa se volvió más afilada, más calculadora. Dio otro paso hacia ella, reduciendo aún más la distancia, y habló con una calma que contrastaba con la tormenta que se desataba dentro de Laura.
—Vamos, Laura, no seas ingenua. Sabes que en este mundo, a veces, hay que hacer cosas que no están en el manual de la empresa. Quiero que haya algo entre nosotros, algo que solo tú y yo entendamos. Un gesto, una conexión… algo que me demuestre que tu implicación es total, que estás dispuesta a todo por mantener tu lugar aquí. Y créeme, puedo hacer que valga la pena. Puedo asegurarme de que no tengas que preocuparte por los recortes, de que tu puesto esté a salvo. Incluso podría haber beneficios extras… si juegas bien tus cartas.
Laura sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Sus mejillas se encendieron, no de vergüenza, sino de una furia que crecía dentro de ella, aunque no se permitió manifestarla. Sus manos se cerraron en puños a sus costados, pero su voz salió más baja de lo que esperaba, temblorosa por la mezcla de emociones que la atravesaban. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? Porque si es así, Carlos, estás muy equivocado. No soy ese tipo de persona. No voy a… no voy a hacer algo así por un trabajo.
Carlos levantó las manos en un gesto de aparente rendición, aunque sus ojos no mostraban ni un ápice de arrepentimiento. —Tranquila, no estoy diciendo que tengas que hacer nada que no quieras. Solo digo que hay maneras de llegar a un entendimiento. No todo tiene que ser tan… extremo como piensas. Hay formas de demostrar compromiso sin llegar a los límites que estás imaginando. Piénsalo. No estoy pidiendo el mundo, solo un gesto, algo que me muestre que estás conmigo.
Ella lo miró fijamente, su respiración agitada, mientras su mente corría a mil por hora. La furia inicial empezaba a mezclarse con una resignación amarga, un reconocimiento de que no tenía muchas opciones. Perder su trabajo no era una posibilidad; ella y Miguel dependían de ese ingreso, y la idea de volver a casa y decirle que no podía pagar las facturas era insoportable. Pero, al mismo tiempo, la idea de ceder a lo que Carlos insinuaba le revolvía el estómago. Intentó buscar una salida, una manera de negociar sin cruzar esa línea que sabía que no podría borrar.
—Carlos, no voy a acostarme contigo. Eso no va a pasar. Si es eso lo que buscas, estás perdiendo el tiempo. No soy así, y no lo voy a ser nunca —dijo, su voz más firme ahora, aunque sus ojos evitaban los de él, como si temiera lo que pudiera ver en ellos.
Carlos soltó otra risa baja, casi divertida, y negó con la cabeza. —No estoy pidiendo eso, Laura. No seas tan dramática. Hay otras maneras, formas más… discretas de llegar a un acuerdo. Algo que nos beneficie a los dos sin que tengas que sentir que estás vendiendo tu alma. Un pequeño gesto de confianza, eso es todo. Algo entre nosotros, aquí, ahora, que me demuestre que estás dispuesta a jugar en mi equipo.
Laura sintió que su garganta se cerraba, pero las palabras de Carlos, aunque vagas, empezaban a tomar forma en su mente. No quería admitirlo, pero sabía por dónde iba, sabía que lo que él llamaba "un pequeño gesto" no tenía nada de inocente. Miró al suelo, sus pensamientos enredados entre el miedo, la culpa y una desesperación que la empujaba a considerar lo impensable. Finalmente, levantó la vista, con los ojos brillantes por una mezcla de resignación y desafío.
—¿Qué quieres exactamente, Carlos? Dilo de una vez. Si no vas a ser claro, no puedo seguir con esta conversación. Pero te advierto que no voy a hacer nada que me haga sentir… sucia. Así que, si tienes algo en mente, dilo, y veremos si puedo… si puedo considerarlo. Pero tiene que ser algo que no cruce ciertos límites.
Carlos la observó durante un largo momento, como si estuviera midiendo hasta dónde podía empujar. Internamente, una voz triunfante resonaba en su cabeza: había roto la primera barrera, había logrado que ella considerara ceder, aunque fuera un poco. Sabía que esto era solo el principio, que una vez que Laura diera el primer paso, sería más fácil llevarla más lejos. Pero no lo mostró; mantuvo su expresión calmada, casi comprensiva, mientras respondía.
—No te preocupes, Laura. No voy a pedirte nada que no puedas manejar. Algo simple, algo privado. Digamos que… un gesto de intimidad, algo que solo pase entre nosotros aquí, en este momento. No tiene que ser más de lo que estés dispuesta a dar. Por ejemplo, algo tan básico como… ayudarme a relajarme un poco. Nada más. Y con eso, te aseguro que tu puesto estará a salvo. Es un trato justo, ¿no crees?
Laura sintió que su rostro se calentaba, y un nudo se formó en su pecho. Ahora lo entendía, o al menos creía entenderlo, y la idea la golpeó como un puñetazo. Pero, al mismo tiempo, una parte de ella, la parte que estaba desesperada por mantener su vida en orden, empezaba a ceder. Miró a Carlos, sus ojos verdes llenos de una mezcla de asco y resignación, y finalmente habló, su voz apenas un susurro.
—Está bien… Si eso es lo que quieres, si con eso me dejas en paz y aseguras mi trabajo… puedo… puedo hacerlo. Puedo… ayudarte, como dices. Pero que quede claro que esto es lo máximo a lo que voy a llegar. Nada más, Carlos. ¿Entendido? Lo hago ahora, aquí, y se acaba. No habrá más.
Carlos sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos, mientras asentía lentamente. En su mente, sabía que esto era solo el comienzo, que una vez que Laura cruzara esa línea, sería más fácil empujarla un poco más cada vez. Pero no dijo nada de eso; simplemente señaló una silla al lado del escritorio y se sentó de nuevo, con una calma que contrastaba con la tormenta que rugía dentro de ella.
—Entendido, Laura. Solo esto, y estaremos en paz. Ven, siéntate aquí. Hagamos esto rápido y discreto, como debe ser.
Laura dio un paso adelante, sus piernas temblando ligeramente, mientras su mente gritaba que se detuviera, que saliera corriendo de allí. Pero otra voz, más fría, más pragmática, le decía que no tenía opción, que esto era lo único que podía hacer para proteger su estabilidad, su hogar, a Miguel. Se detuvo a medio camino, su mano apoyada en el respaldo de la silla, mientras sentía que el mundo se reducía a ese momento, a esa decisión que cambiaría todo. No quería mirar a Carlos, no quería ver la satisfacción en su rostro, pero sabía que ya no había vuelta atrás.
La oficina de Carlos parecía más pequeña que nunca, como si las paredes se hubieran cerrado a su alrededor. Laura estaba de pie junto a la silla que él le había indicado, con el respaldo bajo su mano temblorosa, sintiendo que el aire se volvía denso, casi irrespirable. El silencio entre ellos era pesado, cargado de una tensión que le apretaba el pecho. Carlos, sentado detrás de su escritorio, la observaba con una calma calculadora, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de triunfo y deseo contenido. Había logrado llevarla hasta este punto, y aunque no lo decía en voz alta, sabía que esto era solo el comienzo de lo que planeaba obtener de ella.
—Vamos, Laura, no te quedes ahí parada. Siéntate. Hagamos esto rápido, como acordamos. Nadie tiene que saber nada, solo tú y yo —dijo, su voz grave y pausada, con un tono que intentaba sonar tranquilizador pero que no podía ocultar la avidez subyacente.
Laura tragó saliva, su garganta seca como papel de lija. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias: asco, miedo, resignación, y una furia sorda que no podía permitirse expresar. Quería gritar, salir corriendo, decirle a Carlos que se fuera al infierno, pero la realidad de su situación la anclaba al suelo. Perder su trabajo no era una opción; no podía volver a casa y decirle a Miguel que no podían pagar las facturas, no podía soportar la idea de fallarle. Este "gesto", como Carlos lo había llamado, era el precio que tenía que pagar por mantener su vida en orden, aunque sabía que la mancharía de una manera que no podría borrar. Con un movimiento rígido, se sentó en la silla, sus manos apretadas sobre su regazo, los ojos fijos en el suelo para no tener que mirarlo.
Carlos se inclinó hacia atrás en su silla, ajustándose con un movimiento deliberado que hizo que Laura sintiera un nudo en el estómago. Desabrochó el cinturón de su pantalón con una lentitud casi teatral, el sonido del metal resonando en el silencio de la habitación como un disparo. Luego, bajó la cremallera, dejando que el bulto en su ropa interior se hiciera evidente, una protuberancia que no intentó ocultar. Su mirada no se apartó de ella ni un segundo, como si quisiera grabar cada reacción, cada gesto de incomodidad en su rostro.
—Solo relájame un poco, Laura. Nada más. Usa tu mano, y terminamos con esto. Es simple, ¿no? —dijo, su voz ahora más baja, más cruda, mientras se bajaba los calzoncillos lo justo para liberar su polla, ya medio erecta, gruesa y venosa, apuntando hacia arriba con una urgencia que hizo que Laura apartara la vista por instinto.
Ella sintió que su rostro ardía, una mezcla de vergüenza y repulsión que le revolvía el estómago. No quería mirar, no quería tocarlo, pero sabía que no había vuelta atrás. En su mente, se repetía que esto era lo máximo a lo que llegaría, que después de esto Carlos la dejaría en paz, que podría volver a su vida como si nada hubiera pasado. Pero otra voz, más oscura, le susurraba que esto cambiaría todo, que una vez que cruzara esta línea, no habría manera de deshacerlo. Cerró los ojos por un momento, respirando hondo, antes de obligarse a extender la mano, sus dedos temblando mientras se acercaban a él.
Carlos soltó un suspiro de satisfacción cuando la mano de Laura finalmente lo rozó, sus dedos fríos y vacilantes envolviendo su miembro con una torpeza que delataba su falta de voluntad. Internamente, él estaba exultante; había roto la barrera, había logrado que esta mujer, tan recatada, tan "modosita", se doblegara ante él. Pero no era suficiente. En su mente, esto era solo el primer paso; sabía que, con el tiempo, podría empujarla más lejos, hacerla ceder a más, hasta que no quedara nada de su resistencia. Por ahora, se contentaba con esto, con sentir su mano sobre él, con ver la mezcla de asco y resignación en su rostro mientras lo tocaba.
—Eso es, Laura. No es tan difícil, ¿verdad? Solo sigue así —murmuró, su voz cargada de un placer que no intentó disimular, mientras se recostaba aún más en la silla, dejando que ella hiciera el trabajo.
Laura apretó los dientes, sus movimientos mecánicos, casi robóticos, mientras su mano subía y bajaba por su longitud, sintiendo la piel caliente y dura bajo sus dedos. Cada roce era una puñalada a su dignidad, cada jadeo que escapaba de la boca de Carlos era un recordatorio de lo bajo que había caído. En su cabeza, intentaba desconectarse, pensar en otra cosa, en Miguel, en su casa, en cualquier cosa que no fuera el hombre frente a ella y lo que estaba haciendo. Pero no podía evitar sentir la textura de su polla, la manera en que se endurecía más con cada movimiento, la forma en que sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con su mano. Quería que terminara ya, que todo acabara de una vez, pero al mismo tiempo temía lo que vendría después, el momento en que tuviera que enfrentarse a lo que había hecho.
Carlos, por su parte, estaba perdido en la sensación, en el poder que sentía al tenerla así, sometida, haciendo algo que claramente la repugnaba pero que no podía evitar. Sus ojos se entrecerraron, su respiración se volvió más pesada, y un gruñido bajo escapó de su garganta mientras sentía que se acercaba al clímax. Imaginaba todo lo que podría venir después, las veces que podría llevarla a este punto y más allá, cómo podría moldearla hasta que no quedara nada de su resistencia.
—Más rápido, Laura. Estoy cerca. No pares ahora —ordenó, su voz ronca, mientras su mano se alzaba para rozar el brazo de ella, un gesto que la hizo estremecer de asco pero que no se atrevió a rechazar.
Ella obedeció, acelerando el ritmo, sus dedos apretando un poco más, deseando desesperadamente que terminara. Su mente era un caos; se sentía sucia, usada, como si cada segundo que pasaba en esa habitación la despojara de una parte de sí misma. Pero también había una determinación fría en ella, un pensamiento que repetía como un mantra: "Esto es lo máximo. No habrá más. Después de esto, se acaba". No sabía si era verdad, si Carlos cumpliría su palabra, pero necesitaba creerlo para seguir adelante.
Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se tensó en la silla, su cuerpo convulsionando mientras llegaba al orgasmo. El semen caliente brotó con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo de la oficina. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, y por un momento pensó que iba a vomitar, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza.
Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, aunque intentó suavizarla con un tono más neutral.
—Buen trabajo, Laura. Ves que no era tan complicado. Tu puesto está seguro, como te prometí. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo? —dijo, como si acabaran de cerrar un trato de negocios y no algo que la había destrozado por dentro.
Laura no respondió. No podía mirarlo, no podía soportar la idea de ver esa satisfacción en su rostro. Se levantó de la silla con movimientos rígidos, su mano aún pegajosa y temblorosa, colgando a su lado como si no le perteneciera. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, sus pasos rápidos pero inestables, como si temiera derrumbarse antes de salir de allí.
—Nos vemos mañana, Laura. Descansa —añadió Carlos, su voz cargada de una falsa amabilidad que la hizo estremecer, pero ella no se giró, no le dio la satisfacción de una respuesta.
Salió del despacho y caminó por el pasillo vacío hacia el baño de mujeres, su mente en blanco, su cuerpo actuando por inercia. Empujó la puerta con el hombro, evitando usar la mano manchada, y se dirigió directamente al lavabo. Abrió el grifo con un movimiento brusco, dejando que el agua fría corriera sobre su piel, frotando con fuerza, casi con desesperación, como si pudiera borrar no solo el semen sino también el recuerdo de lo que había hecho. El jabón formó espuma entre sus dedos, y ella siguió fregando, más allá de lo necesario, hasta que su piel estuvo enrojecida y dolorida.
Mientras el agua seguía corriendo, Laura se miró en el espejo, pero no reconoció del todo a la mujer que le devolvía la mirada. Sus ojos verdes estaban vacíos, rodeados de ojeras que no había notado antes, y su rostro parecía más pálido de lo normal. "¿Qué acabo de hacer?", pensó, su voz interna quebrándose mientras las lágrimas amenazaban con salir, aunque se obligó a contenerlas. Se sentía sucia, no solo en la piel, sino en un lugar más profundo, un lugar que no sabía cómo limpiar. Se dijo a sí misma que esto era el final, que no habría más, que había pagado el precio y ahora podría seguir adelante. Pero una parte de ella, una parte que no quería escuchar, sabía que Carlos no se detendría, que esto era solo el principio de algo que no podía controlar.
Apagó el grifo con un movimiento brusco y se secó las manos con una toalla de papel, evitando volver a mirarse en el espejo. Salió del baño sin mirar atrás, recogió su bolso de su escritorio y abandonó la oficina, el eco de sus pasos resonando en el silencio. No sabía cómo enfrentaría a Miguel esa noche, cómo fingiría que todo estaba bien, pero sabía que no podía contarle nada. Este secreto, esta mancha, era algo que tendría que cargar sola, al menos por ahora.
La noche había caído sobre el barrio cuando Laura llegó a casa, el cielo teñido de un gris opaco que reflejaba el caos dentro de ella. Sus pasos eran pesados mientras subía los escalones de la entrada, el bolso colgando de su hombro como un peso muerto. Sus manos, aunque las había lavado una y otra vez en el baño de la oficina, aún se sentían sucias, como si el tacto de Carlos, la viscosidad de su semen, se hubiera grabado en su piel de una manera que el agua no podía borrar. Su mente era un torbellino de culpa y autodesprecio; cada pensamiento era un recordatorio de lo que había hecho, de cómo había cedido, de cómo había traicionado no solo a Miguel, sino a sí misma. Quería contárselo todo, desahogarse, dejar que el peso saliera de su pecho, pero sabía que no podía. ¿Cómo explicarle algo así? ¿Cómo mirarlo a los ojos y decirle que había tocado a otro hombre, que había vendido una parte de sí misma por un maldito trabajo?
Al abrir la puerta, el aroma de la cena —un guiso sencillo que Miguel solía preparar los martes— la golpeó, y por un momento sintió una punzada de normalidad que solo hizo que su culpa se intensificara. Miguel estaba en la cocina, removiendo una olla con una cuchara de madera, y levantó la vista al escucharla entrar. Su rostro, marcado por el cansancio de un día largo en la fábrica, se iluminó con una sonrisa que ella no sintió que merecía.
—Hey, amor, llegas tarde otra vez. ¿Todo bien en la oficina? —preguntó, su voz cargada de una preocupación casual mientras dejaba la cuchara y se limpiaba las manos en un trapo.
Laura forzó una sonrisa, aunque sabía que no llegaba a sus ojos. Dejó el bolso en una silla y se quitó la chaqueta con movimientos lentos, evitando mirarlo directamente.
—Sí, todo bien. Solo… mucho trabajo, ya sabes. Estoy agotada —respondió, su voz más plana de lo que pretendía, mientras se dirigía al fregadero para lavarse las manos de nuevo, un gesto casi compulsivo.
Miguel frunció el ceño, notando de inmediato que algo no estaba bien. No era solo que llegara tarde, ni que su tono fuera apagado; había algo en su postura, en la forma en que evitaba su mirada, que le decía que algo más profundo la estaba afectando. Su mente, siempre propensa a divagar hacia lo morboso, empezó a tejer ideas que no quería considerar del todo. ¿Y si alguien la estaba molestando en el trabajo? ¿Y si había algo que no le estaba contando? Pero no se atrevió a preguntar más; no quería parecer paranoico ni hacerla sentir que no confiaba en ella. En lugar de eso, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro, un gesto que pretendía ser reconfortante pero que la hizo tensarse.
—Vale, pero si necesitas hablar, aquí estoy, ¿eh? Vamos a cenar, que te vendrá bien descansar —dijo, intentando sonar despreocupado, aunque sus ojos la estudiaban con atención.
Laura asintió sin mirarlo, murmurando un "gracias" apenas audible mientras se sentaba a la mesa. La cena transcurrió en un silencio incómodo, interrumpido solo por el sonido de los cubiertos y algún comentario trivial de Miguel sobre su día. Ella apenas probó bocado, su estómago cerrado por la culpa que la carcomía. Cada vez que levantaba la vista y veía el rostro de Miguel, sentía una puñalada en el pecho, como si él pudiera leer en sus ojos lo que había hecho. Pero no dijo nada, no podía decir nada. Este secreto era suyo, un peso que tendría que cargar sola.
Más tarde, cuando estaban en la cama, Laura sintió que no podía soportar más el silencio, la distancia que ella misma había creado. Quería hacer algo, cualquier cosa, para sentirse conectada a Miguel, para borrar aunque fuera por un momento el recuerdo de Carlos. Se giró hacia él, que estaba recostado leyendo una revista bajo la luz tenue de la lámpara de noche, y deslizó una mano sobre su pecho, un gesto que pretendía ser seductor pero que se sentía forzado, casi desesperado.
—¿Y si… dejamos de leer un rato? —susurró, su voz temblorosa, mientras se acercaba más, presionando su cuerpo contra el de él.
Miguel levantó una ceja, sorprendido por la iniciativa, pero no rechazó la oferta. Dejó la revista a un lado y se giró hacia ella, su mano encontrando su cintura con una familiaridad que alguna vez había sido reconfortante.
—Vaya, ¿qué te pasa hoy? No me quejo, eh —dijo con una sonrisa pícara, inclinándose para besarla.
Pero el beso fue torpe, carente de pasión real. Laura cerró los ojos, intentando perderse en el momento, pero su mente no la dejaba. Mientras las manos de Miguel recorrían su cuerpo, desabrochando los botones de su pijama y deslizándose bajo la tela para acariciar sus pechos pequeños pero firmes, ella no podía dejar de pensar en Carlos, en su oficina, en el tacto de su polla bajo sus dedos, en el semen pegajoso manchando su piel. Cada caricia de Miguel era un recordatorio de lo que había hecho, de cómo había traicionado este momento, esta intimidad que alguna vez había sido solo de ellos. Su cuerpo respondía por inercia, dejando que él la desnudara, que sus manos bajaran por su vientre hasta llegar a su entrepierna, pero su mente estaba en otro lugar, atrapada en un bucle de culpa y asco.
Miguel, por su parte, notó de inmediato que algo no estaba bien. Aunque Laura estaba allí, físicamente presente, sentía que no estaba con él. Sus movimientos eran mecánicos, sus gemidos forzados, apenas un susurro que no llegaba a sonar real. Mientras la penetraba, con un ritmo lento pero constante, su polla dura deslizándose dentro de ella, húmeda pero sin la pasión que solía haber entre ellos, no podía evitar preguntarse qué le pasaba. La miró a los ojos, buscando alguna conexión, pero ella los mantenía cerrados, su rostro tenso, como si estuviera soportando algo en lugar de disfrutarlo.
—¿Estás bien, amor? Te noto… ausente —murmuró, deteniéndose por un momento, su voz cargada de preocupación.
Laura abrió los ojos, forzando otra sonrisa que no llegó a convencerlo.
—Sí, estoy bien. Solo cansada. Sigue, por favor —respondió, su voz plana, mientras lo atraía hacia ella de nuevo, como si quisiera terminar lo antes posible.
El sexo continuó, pero fue un acto vacío, carente de emoción. Miguel se movía dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Laura con un ritmo monótono, mientras sus manos agarraban sus muslos, intentando encontrar algo de la chispa que alguna vez habían tenido. Ella se dejaba hacer, sus piernas abiertas, su cuerpo inmóvil salvo por los pequeños movimientos que hacía para seguirle el ritmo, pero su mente seguía atrapada en la oficina, en el recuerdo de Carlos jadeando bajo su mano, en la sensación de su semen goteando entre sus dedos. Cuando Miguel finalmente llegó al clímax, gruñendo mientras se vaciaba dentro de ella, Laura apenas lo sintió; estaba demasiado perdida en su propia cabeza para notar el calor de su semen o el peso de su cuerpo sobre el suyo.
Se separaron en silencio, Miguel rodando a un lado de la cama, jadeando ligeramente, mientras Laura se giraba de espaldas, tirando de la sábana para cubrirse. No hubo palabras, no hubo caricias post-sexo como solía haber. Él sabía que algo estaba mal, pero no sabía cómo abordarlo; su mente, siempre inclinada a lo morboso, empezó a imaginar cosas que no quería considerar. Ella, por su parte, sintió que las lágrimas amenazaban con salir, pero las contuvo. No podía dejar que Miguel viera cuánto la estaba destrozando esto. Cerró los ojos, deseando que el sueño la llevara lejos de todo, pero sabía que no habría descanso esa noche.
Habían pasado unos días desde aquel primer encuentro en la oficina de Carlos, pero para Laura, cada hora parecía una eternidad. Era viernes por la tarde, pasadas las 6:30, y la oficina de Logística Integral S.A. estaba casi desierta. Solo quedaban un par de compañeros terminando tareas en el otro extremo del pasillo, y el silencio era tan opresivo como el peso que cargaba en su pecho. Estaba en el despacho de Carlos, con la puerta cerrada y las persianas bajadas, sentada en la misma silla que había ocupado la primera vez. Sus manos temblaban ligeramente mientras envolvían la polla de Carlos, ya dura y caliente bajo sus dedos, moviéndose arriba y abajo con un ritmo que se había vuelto demasiado familiar. Era la tercera vez esa semana que lo hacía, la tercera vez que cedía a sus demandas, y cada vez que lo hacía sentía que una parte de sí misma se desvanecía.
En su mente, Laura era un torbellino de pensamientos oscuros. Sabía que había cometido un error al decir "sí" la primera vez; había roto una barrera que ahora no podía cerrar, por mucho que lo intentara. Había pensado que sería algo de una sola vez, que después de ese primer "gesto" Carlos la dejaría en paz, pero no había sido así. Cada día, él encontraba una excusa para llamarla a su oficina después de horas, cada día le pedía lo mismo con una sonrisa que no admitía un no por respuesta. Ella había intentado darle largas, inventar excusas, decir que tenía que irse a casa, pero al final siempre terminaba cediendo, atrapada por el miedo a perder su trabajo y por la resignación de que ya no había vuelta atrás. Mientras su mano se movía, sintiendo la piel venosa y dura de su miembro, el calor de su erección contra su palma, no podía evitar pensar en cómo había llegado a esto, en cómo se había convertido en alguien que no reconocía. Quería parar, quería gritarle que la dejara en paz, pero cada vez que abría la boca para protestar, las palabras se le atoraban en la garganta. "Solo esto", se repetía, "solo esto y se acabará". Pero sabía que era una mentira, que Carlos no se detendría, que cada vez que lo hacía se hundía más en un pozo del que no sabía cómo salir.
Carlos, por su parte, estaba recostado en su silla, con los ojos entrecerrados y una sonrisa de satisfacción en los labios mientras observaba a Laura trabajar sobre él. Su polla palpitaba bajo su mano, dura como una roca, mientras sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con cada movimiento, buscando más fricción, más presión. El placer era intenso, pero no era solo físico; lo que realmente lo excitaba era el poder que tenía sobre ella, la manera en que la había doblegado, en que había transformado a esta mujer recatada y "modosita" en alguien que hacía lo que él quería, aunque fuera con el rostro lleno de asco y resignación. Cada jadeo que escapaba de su boca, cada gota de precum que goteaba de la punta de su polla y manchaba los dedos de Laura, era una victoria para él. Pero mientras disfrutaba de la sensación de su mano apretándolo, de la forma en que sus dedos se deslizaban por su longitud con una mezcla de torpeza y determinación, su mente estaba en otra cosa. ¿Era momento de dar el siguiente paso? ¿De empujarla un poco más allá, de pedirle algo más que una simple paja? Sabía que tenía que ser cuidadoso, que si la presionaba demasiado rápido podría romper el frágil control que había establecido. Pero también sabía que cada vez que ella cedía, se volvía más vulnerable, más maleable. Imaginaba su boca en lugar de su mano, sus labios rodeando su polla, o incluso más, su cuerpo bajo el suyo, desnudo y sumiso en este mismo despacho. La idea lo hizo gruñir, su respiración volviéndose más pesada mientras sentía que se acercaba al clímax.
—Joder, Laura, no pares. Lo haces tan bien… tan jodidamente bien —murmuró, su voz ronca, mientras sus ojos se clavaban en ella, buscando alguna reacción, algún signo de que pudiera empujarla más allá.
Laura no respondió, no lo miró. Sus ojos estaban fijos en el suelo, su rostro una máscara de vacío mientras su mano seguía moviéndose, más rápido ahora, deseando que terminara de una vez. Sentía la humedad del precum en sus dedos, la forma en que su polla se tensaba, lista para explotar, y el asco la golpeaba en oleadas. Pero no podía parar, no podía permitirse parar. En su mente, se repetía que esto era lo máximo, que no habría más, que no dejaría que Carlos la llevara más lejos. Pero una parte de ella, una parte que no quería escuchar, sabía que él no se detendría, que cada vez que lo hacía se volvía más débil, más incapaz de resistir.
Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se corrió, su semen caliente brotando con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza mientras se levantaba de la silla, sus movimientos rígidos y rápidos.
Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, y cuando habló, su voz estaba cargada de una falsa amabilidad.
—Gracias, Laura. Sabes que esto nos beneficia a los dos. Tu puesto está seguro, como te prometí. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?
Ella no respondió, no lo miró. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, su mano aún pegajosa colgando a su lado, mientras sentía que el peso de lo que había hecho la aplastaba. No sabía cuánto tiempo más podría seguir así, cuánto tiempo más podría soportar esto antes de que algo dentro de ella se rompiera por completo. Pero por ahora, solo podía salir de allí, lavar sus manos una vez más, y fingir que todo estaba bien, aunque sabía que nunca volvería a estarlo.
Sombras
Capítulo I
El sol de la tarde se filtraba a través de las persianas a medio bajar del salón, proyectando rayas de luz sobre el suelo de parquet desgastado. Era un sábado cualquiera en el hogar de los Fernández, una casa modesta de dos plantas en un barrio tranquilo de las afueras de la ciudad. Habían pasado quince años desde que Laura y Miguel se dieron el "sí, quiero" en una iglesia pequeña, rodeados de familiares que ahora apenas veían. Quince años de risas, de peleas, de facturas compartidas y de noches en las que el silencio pesaba más que las palabras. A sus 40 años, Laura aún conservaba esa belleza que había hecho girar cabezas en su juventud, aunque ella ya no lo notaba. Era alta, de figura esbelta pero curvilínea, con un trasero que, incluso bajo los vaqueros más discretos, resultaba imposible de ignorar. Sus pechos, pequeños pero firmes y bien formados, se escondían bajo blusas recatadas que ella elegía con cuidado, como si quisiera pasar desapercibida. Su cabello rubio, largo y liso, caía sobre sus hombros, aunque a menudo lo llevaba recogido en una coleta práctica, reflejo de su carácter "modosito", como solía bromear Miguel. Sus ojos verdes, grandes y expresivos, tenían un brillo que a veces parecía apagado, como si cargaran con un cansancio que no era solo físico.
Laura estaba en la cocina, preparando un café mientras miraba por la ventana el jardín trasero, donde las malas hierbas empezaban a ganar terreno. Trabajaba como asistente administrativa en una empresa mediana de logística, un puesto que había conseguido hace cinco años tras mucho insistir. No era el trabajo de sus sueños, pero pagaba las facturas y le daba cierta estabilidad, algo que valoraba más que nunca en tiempos de incertidumbre. Últimamente, sin embargo, el ambiente en la oficina se había vuelto tenso. Rumores de recortes circulaban como un murmullo constante, y su jefe, un hombre de unos 50 años llamado Carlos, había estado más distante de lo habitual, aunque a veces la miraba de una manera que la ponía nerviosa, una mezcla de evaluación y algo más que no sabía cómo interpretar. Laura intentaba no pensar en eso; después de todo, tenía suficientes preocupaciones en casa.
Miguel, de 43 años, estaba sentado en el sofá del salón, con una lata de cerveza en la mano y la mirada perdida en la pantalla del televisor, donde un partido de fútbol se desarrollaba sin que él le prestara demasiada atención. Había engordado con los años, su barriga prominente asomaba por debajo de una camiseta gris que había visto mejores días. No era el hombre atlético que Laura había conocido en sus veintes, pero conservaba un cierto encanto rudo en su rostro, con una mandíbula marcada y una barba de tres días que le daba un aire descuidado. Lo que no había cambiado era su naturaleza morbosa, un rasgo que Laura conocía bien y que a veces la incomodaba. Miguel tenía una imaginación que a menudo se desviaba hacia lo prohibido, y no era raro que, en la intimidad, dejara caer comentarios o fantasías que la hacían sonrojar. "Imagínate que alguien te ve así, tan guapa, y no puede resistirse", le había dicho una vez, medio en broma, medio en serio, mientras sus manos recorrían su cuerpo. Laura siempre respondía con una risa nerviosa y un cambio de tema, pero esas palabras se quedaban flotando en el aire, como un eco que no sabía cómo interpretar.
Miguel trabajaba como técnico de mantenimiento en una fábrica local, un empleo físico que lo dejaba agotado al final del día, pero que no le ofrecía muchas satisfacciones. Últimamente, había estado más irritable, quejándose de dolores de espalda y de la monotonía de su rutina. Su vida con Laura, aunque estable, había perdido el fuego de los primeros años. Las noches de pasión eran ahora esporádicas, reemplazadas por conversaciones prácticas sobre el dinero, la casa o el coche que necesitaba una reparación. Sin embargo, en su mente, Miguel seguía alimentando pensamientos que no compartía del todo con ella, fantasías de verla deseada por otros, de imaginarla en situaciones que él no podía controlar. Era un morbo que lo avergonzaba y lo excitaba a partes iguales, un secreto que guardaba mientras fingía que todo estaba bien.
Laura salió de la cocina con dos tazas de café humeante y se acercó al sofá, sentándose a su lado con un suspiro. Le ofreció una taza a Miguel, quien la tomó sin apartar la vista del televisor por un momento antes de girarse hacia ella con una sonrisa cansada.
—Gracias, amor. ¿Qué tal tu día? —preguntó él, su voz grave pero con un tono rutinario, como si la respuesta no importara demasiado.
—Bien, lo de siempre. Mucho papeleo en la oficina. Y tú, ¿qué tal en la fábrica? —respondió Laura, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja. Su voz era suave, casi tímida, como si siempre midiera sus palabras.
—Un coñazo, como siempre. El jefe me tuvo media mañana subiendo y bajando escaleras para arreglar una máquina que al final no tenía nada. Me duele todo —se quejó Miguel, dando un sorbo al café y luego mirándola de reojo—. Aunque, mirándote a ti, se me olvida un poco el dolor. Estás guapa hoy, ¿sabes?
Laura soltó una risita nerviosa y bajó la mirada, sus mejillas tiñéndose de un leve rubor. Era un cumplido que Miguel le hacía a menudo, pero siempre la pillaba desprevenida, como si no estuviera acostumbrada a que la vieran de esa manera.
—Anda, no digas tonterías. Estoy hecha un desastre, no me he arreglado ni nada —replicó ella, tirando del borde de su camiseta ancha, como si quisiera esconderse.
—No hace falta que te arregles, Laura. Tienes algo que… no sé, que atrae. Ese culo tuyo, por ejemplo. Es un pecado que lo escondas tanto —dijo Miguel con una sonrisa pícara, inclinándose un poco hacia ella. Sus ojos tenían un brillo que ella conocía bien, una mezcla de broma y deseo que siempre la ponía en guardia.
—¡Miguel, por favor! — exclamó ella, dándole un leve empujón en el hombro, aunque no pudo evitar reírse. Sin embargo, había algo en su tono que delataba incomodidad, como si no supiera cómo manejar esa faceta de él.
Él se rió también, pero no insistió. Volvió a centrarse en el televisor, aunque su mente seguía divagando. Pensaba en cómo sería si alguien más notara lo que él veía en Laura, si alguien en esa oficina donde ella pasaba tantas horas se atreviera a cruzar una línea que él solo imaginaba. Era un pensamiento que lo inquietaba y lo excitaba a la vez, un juego mental que no sabía si quería que se hiciera realidad.
Laura, por su parte, tomó un sorbo de su café y dejó que su mirada se perdiera en la ventana. No le había contado a Miguel lo tensa que estaba en el trabajo. No quería preocuparlo, no cuando ya tenían suficientes problemas con las facturas y la hipoteca. Pero no podía evitar pensar en las miradas de Carlos, su jefe, en cómo la había llamado a su oficina el viernes pasado para "revisar unos informes" que no parecían tan urgentes. Había algo en su tono, en la forma en que se inclinaba sobre el escritorio, que la había hecho sentir vulnerable. "Laura, eres una pieza clave aquí, ¿lo sabes? No me gustaría tener que prescindir de ti si las cosas se complican", le había dicho con una sonrisa que no llegaba a ser amistosa. Ella había asentido, incómoda, y había salido de allí lo más rápido que pudo. Pero sus palabras seguían resonando en su cabeza, junto con los rumores de despidos que circulaban entre sus compañeros. ¿Y si realmente estaba en riesgo su puesto? ¿Y si tenía que hacer algo más que trabajar duro para mantenerlo?
En casa, la rutina seguía su curso. Miguel se levantó del sofá para ir al baño, dejando a Laura sola con sus pensamientos. Ella miró su reflejo en la pantalla apagada del televisor, preguntándose cómo había llegado a este punto: una vida cómoda pero predecible, un marido que la quería a su manera pero que a veces parecía vivir en un mundo de fantasías que ella no entendía, y un trabajo que, en lugar de ser un refugio, empezaba a sentirse como una trampa. Suspiró de nuevo, más profundamente esta vez, y se dijo a sí misma que todo estaría bien, que solo eran paranoias suyas. Pero en el fondo, una pequeña voz le susurraba que algo estaba a punto de cambiar, y no sabía si estaba lista para enfrentarlo.
Mientras tanto, en la fábrica, Miguel charlaba con un compañero durante el descanso del lunes siguiente. El tema de las mujeres y las infidelidades salió a relucir, como solía pasar en esas conversaciones de vestuario.
—Oye, Miguel, ¿tú qué harías si te enteraras de que tu señora anda con otro? —preguntó el compañero, un tipo joven y bromista, mientras se encendía un cigarrillo.
Miguel se rió, pero había algo forzado en su risa. Se rascó la nuca, mirando al suelo, y respondió con un tono que intentaba sonar despreocupado.
—Bah, Laura no es de esas. Es muy modosita, muy de su casa. Pero, no sé, a veces pienso… ¿y si alguien le entra? No sé si me cabrearía o… bueno, ya sabes —dijo, dejando la frase en el aire, con una sonrisa incómoda.
El compañero soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro. —¡Eres un caso, tío! Mira que pensar en eso… Pero oye, con una mujer como la tuya, no me extrañaría que alguien lo intentara. ¡Menudo bombón!
Miguel no respondió, pero las palabras se le quedaron grabadas. Volvió al trabajo con un nudo en el estómago, dividido entre el orgullo de que otros vieran a Laura como él la veía y un extraño cosquilleo de celos mezclado con curiosidad. No sabía que, a pocos kilómetros de allí, en la oficina de Laura, las cosas estaban a punto de tomar un rumbo que ni siquiera él, con toda su imaginación morbosa, podía prever.
La oficina de Logística Integral S.A. era un espacio gris y funcional, con cubículos separados por mamparas bajas, fluorescentes que parpadeaban de vez en cuando y un constante zumbido de impresoras y teclados. Laura llegaba cada mañana a las ocho en punto, con su bolso colgado del hombro y una sonrisa forzada para saludar a sus compañeros. Su escritorio, en una esquina cerca de la ventana, estaba ordenado con una precisión casi obsesiva: carpetas apiladas, un bote de bolígrafos y una foto de ella y Miguel en la playa, tomada hace años, cuando todavía se reían con facilidad. Pero últimamente, ese rincón que solía ser su refugio se sentía más como una jaula. Los rumores de despidos habían pasado de susurros a conversaciones abiertas en la hora del café, y la tensión se palpaba en el aire. Cada vez que alguien era llamado a la oficina del jefe, los demás intercambiaban miradas de preocupación, preguntándose quién sería el próximo en recibir la temida noticia.
Carlos, el jefe de Laura, era un hombre de 50 años, de estatura media pero con una presencia que llenaba cualquier habitación. Tenía el cabello canoso, peinado hacia atrás con un cuidado que rayaba en lo vanidoso, y unos ojos oscuros que parecían analizar todo con una mezcla de frialdad y astucia. Vestía trajes impecables, siempre con corbatas de colores sobrios, y su voz, grave y pausada, tenía un tono que podía ser tanto tranquilizador como intimidante, dependiendo de su intención. Había llegado a la empresa hacía dos años como director de operaciones, y desde entonces había implementado cambios que no todos veían con buenos ojos. Pero lo que más inquietaba a Laura no era su estilo de gestión, sino la forma en que la miraba. Al principio, pensó que eran imaginaciones suyas, que estaba proyectando sus propios nervios por la situación de la empresa. Pero con el tiempo, esas miradas se volvieron más evidentes, más prolongadas, acompañadas de sonrisas que no llegaban a ser amistosas, sino que parecían esconder algo más.
Todo empezó de manera sutil, casi imperceptible. Una mañana, unas semanas atrás, Carlos pasó por su escritorio mientras ella revisaba unos informes. Se detuvo a su lado, más cerca de lo necesario, y apoyó una mano en el respaldo de su silla mientras se inclinaba para mirar la pantalla de su ordenador.
—Laura, siempre tan dedicada. ¿Cómo vas con esos números? —preguntó, su voz baja, casi un murmullo, mientras su aliento rozaba su nuca.
Ella se tensó de inmediato, sintiendo un escalofrío que no supo si era de incomodidad o de nervios. Se giró ligeramente, forzando una sonrisa, y respondió con un tono que intentó sonar profesional.
—Bien, Carlos, estoy terminando de cuadrar las facturas de este mes. Si hay algún problema, te lo digo.
Él se enderezó, pero no se alejó de inmediato. Sus ojos se detuvieron en ella un segundo más de lo necesario antes de asentir. —Perfecto. Eres una pieza importante aquí, ¿sabes? No me gustaría tener que prescindir de alguien como tú. Sigue así.
Las palabras, en teoría, eran un cumplido, pero había algo en su tono que la hizo sentir expuesta, como si estuviera siendo evaluada de una manera que no tenía nada que ver con su trabajo. Laura asintió rápidamente y volvió a centrarse en la pantalla, esperando que él se marchara. Cuando finalmente lo hizo, ella soltó un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Intentó convencerse de que no había nada raro, de que solo estaba siendo amable, pero una pequeña voz en su cabeza le decía que no era tan simple.
Con los días, las interacciones con Carlos se volvieron más frecuentes. La llamaba a su oficina para "revisar detalles" de proyectos que no parecían tan urgentes, o le pedía que se quedara un poco más tarde para "ayudar con algo". Cada vez que entraba en ese despacho, con su escritorio de caoba y las persianas siempre a medio cerrar, sentía un nudo en el estómago. Carlos tenía una manera de hablar que era a la vez profesional y cargada de dobles sentidos, dejando caer comentarios que la ponían en una posición incómoda sin cruzar abiertamente ninguna línea.
Una tarde, mientras revisaban un informe de inventario, él se sentó en el borde de su escritorio, a pocos centímetros de ella, y cruzó los brazos con una sonrisa que parecía más un desafío que una expresión de simpatía.
—Laura, tienes un don para los detalles. Es una lástima que no todos aquí lo valoren como yo. ¿Sabes? En tiempos como estos, con la empresa en una situación delicada, necesito gente en quien pueda confiar… de verdad —dijo, enfatizando las últimas palabras mientras sus ojos se clavaban en los de ella.
Ella bajó la mirada, fingiendo concentrarse en los papeles que tenía en las manos, pero su corazón latía con fuerza. Sabía que había un trasfondo en lo que decía, una insinuación que no quería reconocer. —Gracias, Carlos. Hago lo que puedo para que todo salga bien —respondió, su voz más temblorosa de lo que le hubiera gustado.
Él se inclinó un poco más cerca, bajando la voz. —Eso espero. Porque, sinceramente, no me gustaría tener que tomar decisiones difíciles contigo. Eres demasiado valiosa… en más de un sentido. Piénsalo.
Laura sintió que el aire se volvía más pesado en la habitación. No sabía cómo responder sin sonar grosera o sin empeorar las cosas, así que simplemente asintió y murmuró un "claro" antes de excusarse para volver a su escritorio. Cuando salió de la oficina, sus manos temblaban ligeramente mientras guardaba sus cosas. No era tonta; sabía que Carlos estaba jugando con ella, tejiendo una red de palabras y gestos que la hacían sentir atrapada. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Denunciarlo sin pruebas claras y arriesgarse a perder su trabajo en un momento en que la empresa ya estaba despidiendo gente? ¿Ignorarlo y esperar que parara? Ninguna opción parecía segura, y la presión empezaba a pesar sobre sus hombros como una losa.
Mientras tanto, en casa, la tensión que Laura llevaba dentro no pasaba desapercibida, aunque ella hacía todo lo posible por ocultarla. Una noche, después de la cena, Miguel y ella estaban sentados en el sofá, cada uno perdido en sus pensamientos. Él había notado que Laura estaba más callada de lo habitual, que sus respuestas eran más cortas y que a veces parecía estar en otro mundo. La miró de reojo mientras ella jugueteaba con un mechón de su cabello rubio, con la mirada fija en la mesa de centro.
—¿Estás bien, amor? Te noto rara últimamente —dijo Miguel, intentando sonar casual, aunque había una chispa de preocupación en su voz. No quería presionarla, pero algo en su interior le decía que había más de lo que ella dejaba ver.
Laura se sobresaltó ligeramente, como si la pregunta la hubiera sacado de un trance. Forzó una sonrisa y se giró hacia él, encogiéndose de hombros. —Sí, estoy bien. Solo un poco cansada del trabajo, ya sabes cómo es. Mucho estrés con los informes y eso.
Miguel asintió, pero no estaba convencido. Conocía a Laura lo suficiente como para saber cuándo algo la inquietaba, pero también sabía que no era de las que se abrían fácilmente. Su lado morboso, siempre al acecho, le hizo imaginar por un momento que tal vez había algo más, algo que ella no quería contarle. Pero desechó la idea con una risa interna; era su imaginación otra vez, jugando con él. Decidió no insistir, aunque el silencio que siguió se sintió más pesado de lo normal.
—Vale, pero si necesitas hablar, aquí estoy, ¿eh? —añadió, dándole una palmada suave en la rodilla antes de volver a centrarse en el televisor.
Laura asintió, pero no dijo nada más. En su mente, las palabras de Carlos seguían resonando, junto con el miedo a lo que podría pasar si no encontraba una manera de manejar la situación. Quería contarle a Miguel, desahogarse, pedirle consejo, pero ¿cómo explicarle algo así sin que sonara mal? ¿Sin que él malinterpretara todo o, peor aún, se dejara llevar por esas fantasías suyas que a veces la incomodaban? No, era mejor callar, al menos por ahora. Se dijo a sí misma que podía manejarlo sola, que solo necesitaba ser más firme con Carlos. Pero en el fondo, sabía que estaba caminando por una cuerda floja.
Unos días después, otra escena en casa reflejó la misma dinámica. Laura llegó más tarde de lo habitual, con el rostro pálido y los ojos cansados. Miguel, que ya estaba cenando solo en la cocina, levantó la vista al verla entrar. Notó de inmediato que algo no estaba bien: sus movimientos eran más lentos, como si cargara un peso invisible, y apenas lo miró al saludar.
—¿Otra vez horas extras? —preguntó él, intentando mantener un tono ligero, aunque sus ojos la estudiaban con atención.
—Sí, había que terminar unas cosas urgentes —respondió ella rápidamente, dejando su bolso en una silla y yendo directo al fregadero para lavarse las manos, como si quisiera evitar su mirada.
Miguel frunció el ceño, pero no dijo nada. Había algo en su voz, en la forma en que evitaba el contacto visual, que lo ponía en alerta. Su mente, siempre propensa a divagar, empezó a tejer escenarios que no quería considerar del todo. ¿Y si alguien en esa oficina estaba molestándola? ¿O algo peor? Pero no se atrevió a preguntar más, no quería parecer paranoico ni hacerla sentir que no confiaba en ella. Se limitó a murmurar un "vale" y siguió comiendo, aunque el silencio entre ellos se sentía como un muro que crecía cada día.
En la oficina, la situación con Carlos no hacía más que empeorar. Una tarde, hacia el final de la semana, él la llamó de nuevo a su despacho. Esta vez, las persianas estaban completamente cerradas, y la luz de la lámpara de escritorio creaba sombras que hacían que la habitación pareciera más pequeña, más opresiva. Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una carpeta abierta frente a él, pero no parecía estar prestándole mucha atención. Cuando Laura entró, él levantó la vista y le dedicó una sonrisa que la hizo estremecer.
—Cierra la puerta, Laura. Esto es… privado —dijo, su voz calmada pero con un matiz que no dejaba lugar a discusión.
Ella obedeció, aunque cada fibra de su cuerpo le decía que no quería estar allí. Se quedó de pie, a unos pasos del escritorio, con los brazos cruzados como si quisiera protegerse. —¿De qué se trata, Carlos? Tengo un montón de cosas pendientes en mi escritorio —intentó sonar firme, pero su voz traicionó un leve temblor.
Él se recostó en su silla, entrelazando los dedos sobre el escritorio, y la miró de arriba abajo de una manera que no intentó disimular
—Tranquila, no te voy a quitar mucho tiempo. Solo quería hablar de tu futuro aquí. La empresa está en una situación complicada, como sabes. Hay que hacer recortes, y estoy peleando por mantener a los mejores. A gente como tú. Pero necesito saber que estás dispuesta a hacer un esfuerzo extra… que puedo contar contigo para lo que sea.
Las palabras "lo que sea" se quedaron suspendidas en el aire, cargadas de un significado que Laura no podía ignorar. Sintió que su rostro se calentaba, una mezcla de vergüenza y miedo, y bajó la mirada al suelo.
—Yo… siempre he dado lo mejor de mí en el trabajo, Carlos. No sé a qué te refieres con eso de "lo que sea" —dijo, intentando mantener la compostura, aunque su voz era apenas un susurro.
Carlos se levantó de su silla y rodeó el escritorio, deteniéndose a pocos pasos de ella. No la tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerla sentir atrapada.
—Vamos, Laura, no seas ingenua. Sabes que en tiempos difíciles hay que hacer sacrificios. Y yo puedo asegurarme de que tu puesto esté a salvo, de que no tengas que preocuparte por nada. Solo tienes que… demostrarme que estás de mi lado. Piénsalo bien. No quiero que tomes una decisión apresurada, pero necesito esa seguridad en la gente que trabaja conmigo.
Ella levantó la vista, sus ojos verdes llenos de una mezcla de indignación y desesperación, pero no encontró las palabras para responder. Carlos dio un paso atrás, como si quisiera darle espacio, y señaló la puerta con un gesto casual.
—Puedes irte. Pero no olvides lo que te dije. Estoy aquí si cambias de opinión… o si no tienes otra opción.
Laura salió del despacho con el corazón latiendo a mil por hora, sus manos temblando mientras cerraba la puerta detrás de sí. Caminó de vuelta a su escritorio como si estuviera en piloto automático, sintiendo las miradas de algunos compañeros que parecían notar su estado, aunque nadie dijo nada. Se sentó y escondió el rostro entre las manos por un momento, intentando calmarse. Sabía que estaba en una encrucijada, que Carlos no iba a parar hasta que ella cediera o hasta que la situación explotara de alguna manera. Pero también sabía que no podía permitirse perder su trabajo, no cuando ella y Miguel dependían de ese ingreso para llegar a fin de mes. La idea de ceder, aunque fuera solo un poco, le revolvía el estómago, pero la alternativa era igual de aterradora. Estaba al borde de un precipicio, y cada palabra de Carlos la empujaba un poco más cerca del borde.
El reloj de pared en la oficina marcaba las 6:30 de la tarde, y el silencio se había apoderado del espacio. La mayoría de los compañeros de Laura ya se habían ido, dejando tras de sí un eco de pasos y conversaciones que se desvanecía en el pasillo. Ella estaba en su escritorio, con los dedos tamborileando nerviosamente sobre una pila de papeles que no había tocado en la última hora. Su mente estaba en otro lugar, atrapada en un torbellino de pensamientos sobre las palabras de Carlos, sus miradas, sus insinuaciones. Había intentado ignorarlo, convencerse de que podía manejar la situación con profesionalidad, pero cada día que pasaba sentía que el nudo en su estómago se apretaba más. No podía seguir así, necesitaba claridad, necesitaba saber de una vez por todas qué estaba pasando y ponerle un límite, si es que aún era posible.
Con un suspiro tembloroso, se levantó de su silla y caminó hacia el despacho de Carlos, al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, y la luz de la lámpara de escritorio se filtraba por la rendija, proyectando una sombra alargada en el suelo. Laura llamó con los nudillos, un golpe seco que resonó más fuerte de lo que esperaba en el silencio de la oficina vacía.
—Adelante —respondió la voz grave de Carlos desde el interior, con un tono que parecía anticipar su llegada.
Ella empujó la puerta y entró, cerrándola detrás de sí con un movimiento casi instintivo, aunque inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. La habitación estaba como siempre, con las persianas a medio cerrar y el aire cargado de una tensión que parecía palpable. Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una pluma en la mano y una carpeta abierta frente a él, pero sus ojos se alzaron de inmediato hacia ella, y una sonrisa lenta se dibujó en su rostro.
—Laura, qué sorpresa. ¿A qué debo el honor a esta hora? —preguntó, recostándose en su silla con una calma que contrastaba con los nervios que ella apenas podía contener.
Laura se quedó de pie, a unos pasos del escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho como si quisiera protegerse. Su corazón latía con fuerza, pero se obligó a mantener la compostura, a no dejar que él viera cuánto la afectaba estar allí. Tomó aire profundamente antes de hablar, su voz más firme de lo que esperaba.
—Carlos, necesito que hablemos. De verdad. No puedo seguir con esta… incertidumbre. Quiero saber qué es lo que quieres de mí. Sé claro, por favor. Basta de rodeos.
Carlos levantó una ceja, como si la franqueza de ella lo hubiera sorprendido, pero su sonrisa no vaciló. Dejó la pluma sobre el escritorio y entrelazó los dedos, inclinándose ligeramente hacia adelante, sus ojos oscuros clavados en los de ella con una intensidad que la hizo estremecer.
—Vaya, Laura, no esperaba que fueras tan directa. Me gusta eso. Pero, ¿de verdad no lo tienes claro? Pensé que mis palabras habían sido… lo suficientemente sugerentes. Quiero que estés de mi lado, que demuestres un compromiso real con la empresa… y conmigo. Algo que me garantice que puedo confiar en ti, pase lo que pase.
Ella frunció el ceño, confundida, aunque una parte de su mente ya empezaba a intuir por dónde iba la conversación. Sacudió la cabeza ligeramente, intentando aferrarse a la lógica, a lo profesional.
—¿Compromiso? Carlos, no entiendo. Ya trabajo duro, me quedo horas extras, hago todo lo que me pides. Si necesitas que eche más horas o que asuma más responsabilidades, lo haré. Dime qué quieres exactamente y lo haré.
Carlos soltó una risa baja, casi un bufido, y se levantó de su silla, rodeando el escritorio con pasos lentos hasta detenerse a pocos pasos de ella. No la tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerla sentir atrapada, como si el espacio entre ellos se hubiera reducido a nada. Bajó la voz, adoptando un tono más íntimo, casi conspirador.
—No, Laura, no se trata de horas extras ni de más informes. Estoy hablando de un compromiso de otro tipo. Algo… personal. Algo que nos una de una manera que vaya más allá de lo que pasa en esta oficina. Un vínculo que me asegure que estás conmigo al cien por cien.
Laura sintió que un escalofrío recorría su espalda, y sus ojos se abrieron de par en par por un instante antes de entrecerrarse con una mezcla de incredulidad y desconcierto. Dio un pequeño paso atrás, instintivamente, mientras su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Personal? ¿Qué significa eso? Carlos, no estoy entendiendo… o no quiero entender. ¿De qué estás hablando?
Él inclinó la cabeza, como si estuviera evaluando su reacción, y su sonrisa se volvió más afilada, más calculadora. Dio otro paso hacia ella, reduciendo aún más la distancia, y habló con una calma que contrastaba con la tormenta que se desataba dentro de Laura.
—Vamos, Laura, no seas ingenua. Sabes que en este mundo, a veces, hay que hacer cosas que no están en el manual de la empresa. Quiero que haya algo entre nosotros, algo que solo tú y yo entendamos. Un gesto, una conexión… algo que me demuestre que tu implicación es total, que estás dispuesta a todo por mantener tu lugar aquí. Y créeme, puedo hacer que valga la pena. Puedo asegurarme de que no tengas que preocuparte por los recortes, de que tu puesto esté a salvo. Incluso podría haber beneficios extras… si juegas bien tus cartas.
Laura sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Sus mejillas se encendieron, no de vergüenza, sino de una furia que crecía dentro de ella, aunque no se permitió manifestarla. Sus manos se cerraron en puños a sus costados, pero su voz salió más baja de lo que esperaba, temblorosa por la mezcla de emociones que la atravesaban. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? Porque si es así, Carlos, estás muy equivocado. No soy ese tipo de persona. No voy a… no voy a hacer algo así por un trabajo.
Carlos levantó las manos en un gesto de aparente rendición, aunque sus ojos no mostraban ni un ápice de arrepentimiento. —Tranquila, no estoy diciendo que tengas que hacer nada que no quieras. Solo digo que hay maneras de llegar a un entendimiento. No todo tiene que ser tan… extremo como piensas. Hay formas de demostrar compromiso sin llegar a los límites que estás imaginando. Piénsalo. No estoy pidiendo el mundo, solo un gesto, algo que me muestre que estás conmigo.
Ella lo miró fijamente, su respiración agitada, mientras su mente corría a mil por hora. La furia inicial empezaba a mezclarse con una resignación amarga, un reconocimiento de que no tenía muchas opciones. Perder su trabajo no era una posibilidad; ella y Miguel dependían de ese ingreso, y la idea de volver a casa y decirle que no podía pagar las facturas era insoportable. Pero, al mismo tiempo, la idea de ceder a lo que Carlos insinuaba le revolvía el estómago. Intentó buscar una salida, una manera de negociar sin cruzar esa línea que sabía que no podría borrar.
—Carlos, no voy a acostarme contigo. Eso no va a pasar. Si es eso lo que buscas, estás perdiendo el tiempo. No soy así, y no lo voy a ser nunca —dijo, su voz más firme ahora, aunque sus ojos evitaban los de él, como si temiera lo que pudiera ver en ellos.
Carlos soltó otra risa baja, casi divertida, y negó con la cabeza. —No estoy pidiendo eso, Laura. No seas tan dramática. Hay otras maneras, formas más… discretas de llegar a un acuerdo. Algo que nos beneficie a los dos sin que tengas que sentir que estás vendiendo tu alma. Un pequeño gesto de confianza, eso es todo. Algo entre nosotros, aquí, ahora, que me demuestre que estás dispuesta a jugar en mi equipo.
Laura sintió que su garganta se cerraba, pero las palabras de Carlos, aunque vagas, empezaban a tomar forma en su mente. No quería admitirlo, pero sabía por dónde iba, sabía que lo que él llamaba "un pequeño gesto" no tenía nada de inocente. Miró al suelo, sus pensamientos enredados entre el miedo, la culpa y una desesperación que la empujaba a considerar lo impensable. Finalmente, levantó la vista, con los ojos brillantes por una mezcla de resignación y desafío.
—¿Qué quieres exactamente, Carlos? Dilo de una vez. Si no vas a ser claro, no puedo seguir con esta conversación. Pero te advierto que no voy a hacer nada que me haga sentir… sucia. Así que, si tienes algo en mente, dilo, y veremos si puedo… si puedo considerarlo. Pero tiene que ser algo que no cruce ciertos límites.
Carlos la observó durante un largo momento, como si estuviera midiendo hasta dónde podía empujar. Internamente, una voz triunfante resonaba en su cabeza: había roto la primera barrera, había logrado que ella considerara ceder, aunque fuera un poco. Sabía que esto era solo el principio, que una vez que Laura diera el primer paso, sería más fácil llevarla más lejos. Pero no lo mostró; mantuvo su expresión calmada, casi comprensiva, mientras respondía.
—No te preocupes, Laura. No voy a pedirte nada que no puedas manejar. Algo simple, algo privado. Digamos que… un gesto de intimidad, algo que solo pase entre nosotros aquí, en este momento. No tiene que ser más de lo que estés dispuesta a dar. Por ejemplo, algo tan básico como… ayudarme a relajarme un poco. Nada más. Y con eso, te aseguro que tu puesto estará a salvo. Es un trato justo, ¿no crees?
Laura sintió que su rostro se calentaba, y un nudo se formó en su pecho. Ahora lo entendía, o al menos creía entenderlo, y la idea la golpeó como un puñetazo. Pero, al mismo tiempo, una parte de ella, la parte que estaba desesperada por mantener su vida en orden, empezaba a ceder. Miró a Carlos, sus ojos verdes llenos de una mezcla de asco y resignación, y finalmente habló, su voz apenas un susurro.
—Está bien… Si eso es lo que quieres, si con eso me dejas en paz y aseguras mi trabajo… puedo… puedo hacerlo. Puedo… ayudarte, como dices. Pero que quede claro que esto es lo máximo a lo que voy a llegar. Nada más, Carlos. ¿Entendido? Lo hago ahora, aquí, y se acaba. No habrá más.
Carlos sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos, mientras asentía lentamente. En su mente, sabía que esto era solo el comienzo, que una vez que Laura cruzara esa línea, sería más fácil empujarla un poco más cada vez. Pero no dijo nada de eso; simplemente señaló una silla al lado del escritorio y se sentó de nuevo, con una calma que contrastaba con la tormenta que rugía dentro de ella.
—Entendido, Laura. Solo esto, y estaremos en paz. Ven, siéntate aquí. Hagamos esto rápido y discreto, como debe ser.
Laura dio un paso adelante, sus piernas temblando ligeramente, mientras su mente gritaba que se detuviera, que saliera corriendo de allí. Pero otra voz, más fría, más pragmática, le decía que no tenía opción, que esto era lo único que podía hacer para proteger su estabilidad, su hogar, a Miguel. Se detuvo a medio camino, su mano apoyada en el respaldo de la silla, mientras sentía que el mundo se reducía a ese momento, a esa decisión que cambiaría todo. No quería mirar a Carlos, no quería ver la satisfacción en su rostro, pero sabía que ya no había vuelta atrás.
La oficina de Carlos parecía más pequeña que nunca, como si las paredes se hubieran cerrado a su alrededor. Laura estaba de pie junto a la silla que él le había indicado, con el respaldo bajo su mano temblorosa, sintiendo que el aire se volvía denso, casi irrespirable. El silencio entre ellos era pesado, cargado de una tensión que le apretaba el pecho. Carlos, sentado detrás de su escritorio, la observaba con una calma calculadora, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de triunfo y deseo contenido. Había logrado llevarla hasta este punto, y aunque no lo decía en voz alta, sabía que esto era solo el comienzo de lo que planeaba obtener de ella.
—Vamos, Laura, no te quedes ahí parada. Siéntate. Hagamos esto rápido, como acordamos. Nadie tiene que saber nada, solo tú y yo —dijo, su voz grave y pausada, con un tono que intentaba sonar tranquilizador pero que no podía ocultar la avidez subyacente.
Laura tragó saliva, su garganta seca como papel de lija. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias: asco, miedo, resignación, y una furia sorda que no podía permitirse expresar. Quería gritar, salir corriendo, decirle a Carlos que se fuera al infierno, pero la realidad de su situación la anclaba al suelo. Perder su trabajo no era una opción; no podía volver a casa y decirle a Miguel que no podían pagar las facturas, no podía soportar la idea de fallarle. Este "gesto", como Carlos lo había llamado, era el precio que tenía que pagar por mantener su vida en orden, aunque sabía que la mancharía de una manera que no podría borrar. Con un movimiento rígido, se sentó en la silla, sus manos apretadas sobre su regazo, los ojos fijos en el suelo para no tener que mirarlo.
Carlos se inclinó hacia atrás en su silla, ajustándose con un movimiento deliberado que hizo que Laura sintiera un nudo en el estómago. Desabrochó el cinturón de su pantalón con una lentitud casi teatral, el sonido del metal resonando en el silencio de la habitación como un disparo. Luego, bajó la cremallera, dejando que el bulto en su ropa interior se hiciera evidente, una protuberancia que no intentó ocultar. Su mirada no se apartó de ella ni un segundo, como si quisiera grabar cada reacción, cada gesto de incomodidad en su rostro.
—Solo relájame un poco, Laura. Nada más. Usa tu mano, y terminamos con esto. Es simple, ¿no? —dijo, su voz ahora más baja, más cruda, mientras se bajaba los calzoncillos lo justo para liberar su polla, ya medio erecta, gruesa y venosa, apuntando hacia arriba con una urgencia que hizo que Laura apartara la vista por instinto.
Ella sintió que su rostro ardía, una mezcla de vergüenza y repulsión que le revolvía el estómago. No quería mirar, no quería tocarlo, pero sabía que no había vuelta atrás. En su mente, se repetía que esto era lo máximo a lo que llegaría, que después de esto Carlos la dejaría en paz, que podría volver a su vida como si nada hubiera pasado. Pero otra voz, más oscura, le susurraba que esto cambiaría todo, que una vez que cruzara esta línea, no habría manera de deshacerlo. Cerró los ojos por un momento, respirando hondo, antes de obligarse a extender la mano, sus dedos temblando mientras se acercaban a él.
Carlos soltó un suspiro de satisfacción cuando la mano de Laura finalmente lo rozó, sus dedos fríos y vacilantes envolviendo su miembro con una torpeza que delataba su falta de voluntad. Internamente, él estaba exultante; había roto la barrera, había logrado que esta mujer, tan recatada, tan "modosita", se doblegara ante él. Pero no era suficiente. En su mente, esto era solo el primer paso; sabía que, con el tiempo, podría empujarla más lejos, hacerla ceder a más, hasta que no quedara nada de su resistencia. Por ahora, se contentaba con esto, con sentir su mano sobre él, con ver la mezcla de asco y resignación en su rostro mientras lo tocaba.
—Eso es, Laura. No es tan difícil, ¿verdad? Solo sigue así —murmuró, su voz cargada de un placer que no intentó disimular, mientras se recostaba aún más en la silla, dejando que ella hiciera el trabajo.
Laura apretó los dientes, sus movimientos mecánicos, casi robóticos, mientras su mano subía y bajaba por su longitud, sintiendo la piel caliente y dura bajo sus dedos. Cada roce era una puñalada a su dignidad, cada jadeo que escapaba de la boca de Carlos era un recordatorio de lo bajo que había caído. En su cabeza, intentaba desconectarse, pensar en otra cosa, en Miguel, en su casa, en cualquier cosa que no fuera el hombre frente a ella y lo que estaba haciendo. Pero no podía evitar sentir la textura de su polla, la manera en que se endurecía más con cada movimiento, la forma en que sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con su mano. Quería que terminara ya, que todo acabara de una vez, pero al mismo tiempo temía lo que vendría después, el momento en que tuviera que enfrentarse a lo que había hecho.
Carlos, por su parte, estaba perdido en la sensación, en el poder que sentía al tenerla así, sometida, haciendo algo que claramente la repugnaba pero que no podía evitar. Sus ojos se entrecerraron, su respiración se volvió más pesada, y un gruñido bajo escapó de su garganta mientras sentía que se acercaba al clímax. Imaginaba todo lo que podría venir después, las veces que podría llevarla a este punto y más allá, cómo podría moldearla hasta que no quedara nada de su resistencia.
—Más rápido, Laura. Estoy cerca. No pares ahora —ordenó, su voz ronca, mientras su mano se alzaba para rozar el brazo de ella, un gesto que la hizo estremecer de asco pero que no se atrevió a rechazar.
Ella obedeció, acelerando el ritmo, sus dedos apretando un poco más, deseando desesperadamente que terminara. Su mente era un caos; se sentía sucia, usada, como si cada segundo que pasaba en esa habitación la despojara de una parte de sí misma. Pero también había una determinación fría en ella, un pensamiento que repetía como un mantra: "Esto es lo máximo. No habrá más. Después de esto, se acaba". No sabía si era verdad, si Carlos cumpliría su palabra, pero necesitaba creerlo para seguir adelante.
Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se tensó en la silla, su cuerpo convulsionando mientras llegaba al orgasmo. El semen caliente brotó con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo de la oficina. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, y por un momento pensó que iba a vomitar, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza.
Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, aunque intentó suavizarla con un tono más neutral.
—Buen trabajo, Laura. Ves que no era tan complicado. Tu puesto está seguro, como te prometí. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo? —dijo, como si acabaran de cerrar un trato de negocios y no algo que la había destrozado por dentro.
Laura no respondió. No podía mirarlo, no podía soportar la idea de ver esa satisfacción en su rostro. Se levantó de la silla con movimientos rígidos, su mano aún pegajosa y temblorosa, colgando a su lado como si no le perteneciera. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, sus pasos rápidos pero inestables, como si temiera derrumbarse antes de salir de allí.
—Nos vemos mañana, Laura. Descansa —añadió Carlos, su voz cargada de una falsa amabilidad que la hizo estremecer, pero ella no se giró, no le dio la satisfacción de una respuesta.
Salió del despacho y caminó por el pasillo vacío hacia el baño de mujeres, su mente en blanco, su cuerpo actuando por inercia. Empujó la puerta con el hombro, evitando usar la mano manchada, y se dirigió directamente al lavabo. Abrió el grifo con un movimiento brusco, dejando que el agua fría corriera sobre su piel, frotando con fuerza, casi con desesperación, como si pudiera borrar no solo el semen sino también el recuerdo de lo que había hecho. El jabón formó espuma entre sus dedos, y ella siguió fregando, más allá de lo necesario, hasta que su piel estuvo enrojecida y dolorida.
Mientras el agua seguía corriendo, Laura se miró en el espejo, pero no reconoció del todo a la mujer que le devolvía la mirada. Sus ojos verdes estaban vacíos, rodeados de ojeras que no había notado antes, y su rostro parecía más pálido de lo normal. "¿Qué acabo de hacer?", pensó, su voz interna quebrándose mientras las lágrimas amenazaban con salir, aunque se obligó a contenerlas. Se sentía sucia, no solo en la piel, sino en un lugar más profundo, un lugar que no sabía cómo limpiar. Se dijo a sí misma que esto era el final, que no habría más, que había pagado el precio y ahora podría seguir adelante. Pero una parte de ella, una parte que no quería escuchar, sabía que Carlos no se detendría, que esto era solo el principio de algo que no podía controlar.
Apagó el grifo con un movimiento brusco y se secó las manos con una toalla de papel, evitando volver a mirarse en el espejo. Salió del baño sin mirar atrás, recogió su bolso de su escritorio y abandonó la oficina, el eco de sus pasos resonando en el silencio. No sabía cómo enfrentaría a Miguel esa noche, cómo fingiría que todo estaba bien, pero sabía que no podía contarle nada. Este secreto, esta mancha, era algo que tendría que cargar sola, al menos por ahora.
La noche había caído sobre el barrio cuando Laura llegó a casa, el cielo teñido de un gris opaco que reflejaba el caos dentro de ella. Sus pasos eran pesados mientras subía los escalones de la entrada, el bolso colgando de su hombro como un peso muerto. Sus manos, aunque las había lavado una y otra vez en el baño de la oficina, aún se sentían sucias, como si el tacto de Carlos, la viscosidad de su semen, se hubiera grabado en su piel de una manera que el agua no podía borrar. Su mente era un torbellino de culpa y autodesprecio; cada pensamiento era un recordatorio de lo que había hecho, de cómo había cedido, de cómo había traicionado no solo a Miguel, sino a sí misma. Quería contárselo todo, desahogarse, dejar que el peso saliera de su pecho, pero sabía que no podía. ¿Cómo explicarle algo así? ¿Cómo mirarlo a los ojos y decirle que había tocado a otro hombre, que había vendido una parte de sí misma por un maldito trabajo?
Al abrir la puerta, el aroma de la cena —un guiso sencillo que Miguel solía preparar los martes— la golpeó, y por un momento sintió una punzada de normalidad que solo hizo que su culpa se intensificara. Miguel estaba en la cocina, removiendo una olla con una cuchara de madera, y levantó la vista al escucharla entrar. Su rostro, marcado por el cansancio de un día largo en la fábrica, se iluminó con una sonrisa que ella no sintió que merecía.
—Hey, amor, llegas tarde otra vez. ¿Todo bien en la oficina? —preguntó, su voz cargada de una preocupación casual mientras dejaba la cuchara y se limpiaba las manos en un trapo.
Laura forzó una sonrisa, aunque sabía que no llegaba a sus ojos. Dejó el bolso en una silla y se quitó la chaqueta con movimientos lentos, evitando mirarlo directamente.
—Sí, todo bien. Solo… mucho trabajo, ya sabes. Estoy agotada —respondió, su voz más plana de lo que pretendía, mientras se dirigía al fregadero para lavarse las manos de nuevo, un gesto casi compulsivo.
Miguel frunció el ceño, notando de inmediato que algo no estaba bien. No era solo que llegara tarde, ni que su tono fuera apagado; había algo en su postura, en la forma en que evitaba su mirada, que le decía que algo más profundo la estaba afectando. Su mente, siempre propensa a divagar hacia lo morboso, empezó a tejer ideas que no quería considerar del todo. ¿Y si alguien la estaba molestando en el trabajo? ¿Y si había algo que no le estaba contando? Pero no se atrevió a preguntar más; no quería parecer paranoico ni hacerla sentir que no confiaba en ella. En lugar de eso, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro, un gesto que pretendía ser reconfortante pero que la hizo tensarse.
—Vale, pero si necesitas hablar, aquí estoy, ¿eh? Vamos a cenar, que te vendrá bien descansar —dijo, intentando sonar despreocupado, aunque sus ojos la estudiaban con atención.
Laura asintió sin mirarlo, murmurando un "gracias" apenas audible mientras se sentaba a la mesa. La cena transcurrió en un silencio incómodo, interrumpido solo por el sonido de los cubiertos y algún comentario trivial de Miguel sobre su día. Ella apenas probó bocado, su estómago cerrado por la culpa que la carcomía. Cada vez que levantaba la vista y veía el rostro de Miguel, sentía una puñalada en el pecho, como si él pudiera leer en sus ojos lo que había hecho. Pero no dijo nada, no podía decir nada. Este secreto era suyo, un peso que tendría que cargar sola.
Más tarde, cuando estaban en la cama, Laura sintió que no podía soportar más el silencio, la distancia que ella misma había creado. Quería hacer algo, cualquier cosa, para sentirse conectada a Miguel, para borrar aunque fuera por un momento el recuerdo de Carlos. Se giró hacia él, que estaba recostado leyendo una revista bajo la luz tenue de la lámpara de noche, y deslizó una mano sobre su pecho, un gesto que pretendía ser seductor pero que se sentía forzado, casi desesperado.
—¿Y si… dejamos de leer un rato? —susurró, su voz temblorosa, mientras se acercaba más, presionando su cuerpo contra el de él.
Miguel levantó una ceja, sorprendido por la iniciativa, pero no rechazó la oferta. Dejó la revista a un lado y se giró hacia ella, su mano encontrando su cintura con una familiaridad que alguna vez había sido reconfortante.
—Vaya, ¿qué te pasa hoy? No me quejo, eh —dijo con una sonrisa pícara, inclinándose para besarla.
Pero el beso fue torpe, carente de pasión real. Laura cerró los ojos, intentando perderse en el momento, pero su mente no la dejaba. Mientras las manos de Miguel recorrían su cuerpo, desabrochando los botones de su pijama y deslizándose bajo la tela para acariciar sus pechos pequeños pero firmes, ella no podía dejar de pensar en Carlos, en su oficina, en el tacto de su polla bajo sus dedos, en el semen pegajoso manchando su piel. Cada caricia de Miguel era un recordatorio de lo que había hecho, de cómo había traicionado este momento, esta intimidad que alguna vez había sido solo de ellos. Su cuerpo respondía por inercia, dejando que él la desnudara, que sus manos bajaran por su vientre hasta llegar a su entrepierna, pero su mente estaba en otro lugar, atrapada en un bucle de culpa y asco.
Miguel, por su parte, notó de inmediato que algo no estaba bien. Aunque Laura estaba allí, físicamente presente, sentía que no estaba con él. Sus movimientos eran mecánicos, sus gemidos forzados, apenas un susurro que no llegaba a sonar real. Mientras la penetraba, con un ritmo lento pero constante, su polla dura deslizándose dentro de ella, húmeda pero sin la pasión que solía haber entre ellos, no podía evitar preguntarse qué le pasaba. La miró a los ojos, buscando alguna conexión, pero ella los mantenía cerrados, su rostro tenso, como si estuviera soportando algo en lugar de disfrutarlo.
—¿Estás bien, amor? Te noto… ausente —murmuró, deteniéndose por un momento, su voz cargada de preocupación.
Laura abrió los ojos, forzando otra sonrisa que no llegó a convencerlo.
—Sí, estoy bien. Solo cansada. Sigue, por favor —respondió, su voz plana, mientras lo atraía hacia ella de nuevo, como si quisiera terminar lo antes posible.
El sexo continuó, pero fue un acto vacío, carente de emoción. Miguel se movía dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Laura con un ritmo monótono, mientras sus manos agarraban sus muslos, intentando encontrar algo de la chispa que alguna vez habían tenido. Ella se dejaba hacer, sus piernas abiertas, su cuerpo inmóvil salvo por los pequeños movimientos que hacía para seguirle el ritmo, pero su mente seguía atrapada en la oficina, en el recuerdo de Carlos jadeando bajo su mano, en la sensación de su semen goteando entre sus dedos. Cuando Miguel finalmente llegó al clímax, gruñendo mientras se vaciaba dentro de ella, Laura apenas lo sintió; estaba demasiado perdida en su propia cabeza para notar el calor de su semen o el peso de su cuerpo sobre el suyo.
Se separaron en silencio, Miguel rodando a un lado de la cama, jadeando ligeramente, mientras Laura se giraba de espaldas, tirando de la sábana para cubrirse. No hubo palabras, no hubo caricias post-sexo como solía haber. Él sabía que algo estaba mal, pero no sabía cómo abordarlo; su mente, siempre inclinada a lo morboso, empezó a imaginar cosas que no quería considerar. Ella, por su parte, sintió que las lágrimas amenazaban con salir, pero las contuvo. No podía dejar que Miguel viera cuánto la estaba destrozando esto. Cerró los ojos, deseando que el sueño la llevara lejos de todo, pero sabía que no habría descanso esa noche.
Habían pasado unos días desde aquel primer encuentro en la oficina de Carlos, pero para Laura, cada hora parecía una eternidad. Era viernes por la tarde, pasadas las 6:30, y la oficina de Logística Integral S.A. estaba casi desierta. Solo quedaban un par de compañeros terminando tareas en el otro extremo del pasillo, y el silencio era tan opresivo como el peso que cargaba en su pecho. Estaba en el despacho de Carlos, con la puerta cerrada y las persianas bajadas, sentada en la misma silla que había ocupado la primera vez. Sus manos temblaban ligeramente mientras envolvían la polla de Carlos, ya dura y caliente bajo sus dedos, moviéndose arriba y abajo con un ritmo que se había vuelto demasiado familiar. Era la tercera vez esa semana que lo hacía, la tercera vez que cedía a sus demandas, y cada vez que lo hacía sentía que una parte de sí misma se desvanecía.
En su mente, Laura era un torbellino de pensamientos oscuros. Sabía que había cometido un error al decir "sí" la primera vez; había roto una barrera que ahora no podía cerrar, por mucho que lo intentara. Había pensado que sería algo de una sola vez, que después de ese primer "gesto" Carlos la dejaría en paz, pero no había sido así. Cada día, él encontraba una excusa para llamarla a su oficina después de horas, cada día le pedía lo mismo con una sonrisa que no admitía un no por respuesta. Ella había intentado darle largas, inventar excusas, decir que tenía que irse a casa, pero al final siempre terminaba cediendo, atrapada por el miedo a perder su trabajo y por la resignación de que ya no había vuelta atrás. Mientras su mano se movía, sintiendo la piel venosa y dura de su miembro, el calor de su erección contra su palma, no podía evitar pensar en cómo había llegado a esto, en cómo se había convertido en alguien que no reconocía. Quería parar, quería gritarle que la dejara en paz, pero cada vez que abría la boca para protestar, las palabras se le atoraban en la garganta. "Solo esto", se repetía, "solo esto y se acabará". Pero sabía que era una mentira, que Carlos no se detendría, que cada vez que lo hacía se hundía más en un pozo del que no sabía cómo salir.
Carlos, por su parte, estaba recostado en su silla, con los ojos entrecerrados y una sonrisa de satisfacción en los labios mientras observaba a Laura trabajar sobre él. Su polla palpitaba bajo su mano, dura como una roca, mientras sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con cada movimiento, buscando más fricción, más presión. El placer era intenso, pero no era solo físico; lo que realmente lo excitaba era el poder que tenía sobre ella, la manera en que la había doblegado, en que había transformado a esta mujer recatada y "modosita" en alguien que hacía lo que él quería, aunque fuera con el rostro lleno de asco y resignación. Cada jadeo que escapaba de su boca, cada gota de precum que goteaba de la punta de su polla y manchaba los dedos de Laura, era una victoria para él. Pero mientras disfrutaba de la sensación de su mano apretándolo, de la forma en que sus dedos se deslizaban por su longitud con una mezcla de torpeza y determinación, su mente estaba en otra cosa. ¿Era momento de dar el siguiente paso? ¿De empujarla un poco más allá, de pedirle algo más que una simple paja? Sabía que tenía que ser cuidadoso, que si la presionaba demasiado rápido podría romper el frágil control que había establecido. Pero también sabía que cada vez que ella cedía, se volvía más vulnerable, más maleable. Imaginaba su boca en lugar de su mano, sus labios rodeando su polla, o incluso más, su cuerpo bajo el suyo, desnudo y sumiso en este mismo despacho. La idea lo hizo gruñir, su respiración volviéndose más pesada mientras sentía que se acercaba al clímax.
—Joder, Laura, no pares. Lo haces tan bien… tan jodidamente bien —murmuró, su voz ronca, mientras sus ojos se clavaban en ella, buscando alguna reacción, algún signo de que pudiera empujarla más allá.
Laura no respondió, no lo miró. Sus ojos estaban fijos en el suelo, su rostro una máscara de vacío mientras su mano seguía moviéndose, más rápido ahora, deseando que terminara de una vez. Sentía la humedad del precum en sus dedos, la forma en que su polla se tensaba, lista para explotar, y el asco la golpeaba en oleadas. Pero no podía parar, no podía permitirse parar. En su mente, se repetía que esto era lo máximo, que no habría más, que no dejaría que Carlos la llevara más lejos. Pero una parte de ella, una parte que no quería escuchar, sabía que él no se detendría, que cada vez que lo hacía se volvía más débil, más incapaz de resistir.
Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se corrió, su semen caliente brotando con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza mientras se levantaba de la silla, sus movimientos rígidos y rápidos.
Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, y cuando habló, su voz estaba cargada de una falsa amabilidad.
—Gracias, Laura. Sabes que esto nos beneficia a los dos. Tu puesto está seguro, como te prometí. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?
Ella no respondió, no lo miró. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, su mano aún pegajosa colgando a su lado, mientras sentía que el peso de lo que había hecho la aplastaba. No sabía cuánto tiempo más podría seguir así, cuánto tiempo más podría soportar esto antes de que algo dentro de ella se rompiera por completo. Pero por ahora, solo podía salir de allí, lavar sus manos una vez más, y fingir que todo estaba bien, aunque sabía que nunca volvería a estarlo.