Sombras

sirocco

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21 Jul 2023
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Primer relato que publico en el foro, espero os guste:

Sombras

Capítulo I

El sol de la tarde se filtraba a través de las persianas a medio bajar del salón, proyectando rayas de luz sobre el suelo de parquet desgastado. Era un sábado cualquiera en el hogar de los Fernández, una casa modesta de dos plantas en un barrio tranquilo de las afueras de la ciudad. Habían pasado quince años desde que Laura y Miguel se dieron el "sí, quiero" en una iglesia pequeña, rodeados de familiares que ahora apenas veían. Quince años de risas, de peleas, de facturas compartidas y de noches en las que el silencio pesaba más que las palabras. A sus 40 años, Laura aún conservaba esa belleza que había hecho girar cabezas en su juventud, aunque ella ya no lo notaba. Era alta, de figura esbelta pero curvilínea, con un trasero que, incluso bajo los vaqueros más discretos, resultaba imposible de ignorar. Sus pechos, pequeños pero firmes y bien formados, se escondían bajo blusas recatadas que ella elegía con cuidado, como si quisiera pasar desapercibida. Su cabello rubio, largo y liso, caía sobre sus hombros, aunque a menudo lo llevaba recogido en una coleta práctica, reflejo de su carácter "modosito", como solía bromear Miguel. Sus ojos verdes, grandes y expresivos, tenían un brillo que a veces parecía apagado, como si cargaran con un cansancio que no era solo físico.

Laura estaba en la cocina, preparando un café mientras miraba por la ventana el jardín trasero, donde las malas hierbas empezaban a ganar terreno. Trabajaba como asistente administrativa en una empresa mediana de logística, un puesto que había conseguido hace cinco años tras mucho insistir. No era el trabajo de sus sueños, pero pagaba las facturas y le daba cierta estabilidad, algo que valoraba más que nunca en tiempos de incertidumbre. Últimamente, sin embargo, el ambiente en la oficina se había vuelto tenso. Rumores de recortes circulaban como un murmullo constante, y su jefe, un hombre de unos 50 años llamado Carlos, había estado más distante de lo habitual, aunque a veces la miraba de una manera que la ponía nerviosa, una mezcla de evaluación y algo más que no sabía cómo interpretar. Laura intentaba no pensar en eso; después de todo, tenía suficientes preocupaciones en casa.

Miguel, de 43 años, estaba sentado en el sofá del salón, con una lata de cerveza en la mano y la mirada perdida en la pantalla del televisor, donde un partido de fútbol se desarrollaba sin que él le prestara demasiada atención. Había engordado con los años, su barriga prominente asomaba por debajo de una camiseta gris que había visto mejores días. No era el hombre atlético que Laura había conocido en sus veintes, pero conservaba un cierto encanto rudo en su rostro, con una mandíbula marcada y una barba de tres días que le daba un aire descuidado. Lo que no había cambiado era su naturaleza morbosa, un rasgo que Laura conocía bien y que a veces la incomodaba. Miguel tenía una imaginación que a menudo se desviaba hacia lo prohibido, y no era raro que, en la intimidad, dejara caer comentarios o fantasías que la hacían sonrojar. "Imagínate que alguien te ve así, tan guapa, y no puede resistirse", le había dicho una vez, medio en broma, medio en serio, mientras sus manos recorrían su cuerpo. Laura siempre respondía con una risa nerviosa y un cambio de tema, pero esas palabras se quedaban flotando en el aire, como un eco que no sabía cómo interpretar.

Miguel trabajaba como técnico de mantenimiento en una fábrica local, un empleo físico que lo dejaba agotado al final del día, pero que no le ofrecía muchas satisfacciones. Últimamente, había estado más irritable, quejándose de dolores de espalda y de la monotonía de su rutina. Su vida con Laura, aunque estable, había perdido el fuego de los primeros años. Las noches de pasión eran ahora esporádicas, reemplazadas por conversaciones prácticas sobre el dinero, la casa o el coche que necesitaba una reparación. Sin embargo, en su mente, Miguel seguía alimentando pensamientos que no compartía del todo con ella, fantasías de verla deseada por otros, de imaginarla en situaciones que él no podía controlar. Era un morbo que lo avergonzaba y lo excitaba a partes iguales, un secreto que guardaba mientras fingía que todo estaba bien.

Laura salió de la cocina con dos tazas de café humeante y se acercó al sofá, sentándose a su lado con un suspiro. Le ofreció una taza a Miguel, quien la tomó sin apartar la vista del televisor por un momento antes de girarse hacia ella con una sonrisa cansada.

—Gracias, amor. ¿Qué tal tu día? —preguntó él, su voz grave pero con un tono rutinario, como si la respuesta no importara demasiado.

—Bien, lo de siempre. Mucho papeleo en la oficina. Y tú, ¿qué tal en la fábrica? —respondió Laura, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja. Su voz era suave, casi tímida, como si siempre midiera sus palabras.

—Un coñazo, como siempre. El jefe me tuvo media mañana subiendo y bajando escaleras para arreglar una máquina que al final no tenía nada. Me duele todo —se quejó Miguel, dando un sorbo al café y luego mirándola de reojo—. Aunque, mirándote a ti, se me olvida un poco el dolor. Estás guapa hoy, ¿sabes?

Laura soltó una risita nerviosa y bajó la mirada, sus mejillas tiñéndose de un leve rubor. Era un cumplido que Miguel le hacía a menudo, pero siempre la pillaba desprevenida, como si no estuviera acostumbrada a que la vieran de esa manera.

—Anda, no digas tonterías. Estoy hecha un desastre, no me he arreglado ni nada —replicó ella, tirando del borde de su camiseta ancha, como si quisiera esconderse.

—No hace falta que te arregles, Laura. Tienes algo que… no sé, que atrae. Ese culo tuyo, por ejemplo. Es un pecado que lo escondas tanto —dijo Miguel con una sonrisa pícara, inclinándose un poco hacia ella. Sus ojos tenían un brillo que ella conocía bien, una mezcla de broma y deseo que siempre la ponía en guardia.

—¡Miguel, por favor! — exclamó ella, dándole un leve empujón en el hombro, aunque no pudo evitar reírse. Sin embargo, había algo en su tono que delataba incomodidad, como si no supiera cómo manejar esa faceta de él.

Él se rió también, pero no insistió. Volvió a centrarse en el televisor, aunque su mente seguía divagando. Pensaba en cómo sería si alguien más notara lo que él veía en Laura, si alguien en esa oficina donde ella pasaba tantas horas se atreviera a cruzar una línea que él solo imaginaba. Era un pensamiento que lo inquietaba y lo excitaba a la vez, un juego mental que no sabía si quería que se hiciera realidad.

Laura, por su parte, tomó un sorbo de su café y dejó que su mirada se perdiera en la ventana. No le había contado a Miguel lo tensa que estaba en el trabajo. No quería preocuparlo, no cuando ya tenían suficientes problemas con las facturas y la hipoteca. Pero no podía evitar pensar en las miradas de Carlos, su jefe, en cómo la había llamado a su oficina el viernes pasado para "revisar unos informes" que no parecían tan urgentes. Había algo en su tono, en la forma en que se inclinaba sobre el escritorio, que la había hecho sentir vulnerable. "Laura, eres una pieza clave aquí, ¿lo sabes? No me gustaría tener que prescindir de ti si las cosas se complican", le había dicho con una sonrisa que no llegaba a ser amistosa. Ella había asentido, incómoda, y había salido de allí lo más rápido que pudo. Pero sus palabras seguían resonando en su cabeza, junto con los rumores de despidos que circulaban entre sus compañeros. ¿Y si realmente estaba en riesgo su puesto? ¿Y si tenía que hacer algo más que trabajar duro para mantenerlo?

En casa, la rutina seguía su curso. Miguel se levantó del sofá para ir al baño, dejando a Laura sola con sus pensamientos. Ella miró su reflejo en la pantalla apagada del televisor, preguntándose cómo había llegado a este punto: una vida cómoda pero predecible, un marido que la quería a su manera pero que a veces parecía vivir en un mundo de fantasías que ella no entendía, y un trabajo que, en lugar de ser un refugio, empezaba a sentirse como una trampa. Suspiró de nuevo, más profundamente esta vez, y se dijo a sí misma que todo estaría bien, que solo eran paranoias suyas. Pero en el fondo, una pequeña voz le susurraba que algo estaba a punto de cambiar, y no sabía si estaba lista para enfrentarlo.

Mientras tanto, en la fábrica, Miguel charlaba con un compañero durante el descanso del lunes siguiente. El tema de las mujeres y las infidelidades salió a relucir, como solía pasar en esas conversaciones de vestuario.

—Oye, Miguel, ¿tú qué harías si te enteraras de que tu señora anda con otro? —preguntó el compañero, un tipo joven y bromista, mientras se encendía un cigarrillo.

Miguel se rió, pero había algo forzado en su risa. Se rascó la nuca, mirando al suelo, y respondió con un tono que intentaba sonar despreocupado.

—Bah, Laura no es de esas. Es muy modosita, muy de su casa. Pero, no sé, a veces pienso… ¿y si alguien le entra? No sé si me cabrearía o… bueno, ya sabes —dijo, dejando la frase en el aire, con una sonrisa incómoda.

El compañero soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro. —¡Eres un caso, tío! Mira que pensar en eso… Pero oye, con una mujer como la tuya, no me extrañaría que alguien lo intentara. ¡Menudo bombón!

Miguel no respondió, pero las palabras se le quedaron grabadas. Volvió al trabajo con un nudo en el estómago, dividido entre el orgullo de que otros vieran a Laura como él la veía y un extraño cosquilleo de celos mezclado con curiosidad. No sabía que, a pocos kilómetros de allí, en la oficina de Laura, las cosas estaban a punto de tomar un rumbo que ni siquiera él, con toda su imaginación morbosa, podía prever.

La oficina de Logística Integral S.A. era un espacio gris y funcional, con cubículos separados por mamparas bajas, fluorescentes que parpadeaban de vez en cuando y un constante zumbido de impresoras y teclados. Laura llegaba cada mañana a las ocho en punto, con su bolso colgado del hombro y una sonrisa forzada para saludar a sus compañeros. Su escritorio, en una esquina cerca de la ventana, estaba ordenado con una precisión casi obsesiva: carpetas apiladas, un bote de bolígrafos y una foto de ella y Miguel en la playa, tomada hace años, cuando todavía se reían con facilidad. Pero últimamente, ese rincón que solía ser su refugio se sentía más como una jaula. Los rumores de despidos habían pasado de susurros a conversaciones abiertas en la hora del café, y la tensión se palpaba en el aire. Cada vez que alguien era llamado a la oficina del jefe, los demás intercambiaban miradas de preocupación, preguntándose quién sería el próximo en recibir la temida noticia.

Carlos, el jefe de Laura, era un hombre de 50 años, de estatura media pero con una presencia que llenaba cualquier habitación. Tenía el cabello canoso, peinado hacia atrás con un cuidado que rayaba en lo vanidoso, y unos ojos oscuros que parecían analizar todo con una mezcla de frialdad y astucia. Vestía trajes impecables, siempre con corbatas de colores sobrios, y su voz, grave y pausada, tenía un tono que podía ser tanto tranquilizador como intimidante, dependiendo de su intención. Había llegado a la empresa hacía dos años como director de operaciones, y desde entonces había implementado cambios que no todos veían con buenos ojos. Pero lo que más inquietaba a Laura no era su estilo de gestión, sino la forma en que la miraba. Al principio, pensó que eran imaginaciones suyas, que estaba proyectando sus propios nervios por la situación de la empresa. Pero con el tiempo, esas miradas se volvieron más evidentes, más prolongadas, acompañadas de sonrisas que no llegaban a ser amistosas, sino que parecían esconder algo más.

Todo empezó de manera sutil, casi imperceptible. Una mañana, unas semanas atrás, Carlos pasó por su escritorio mientras ella revisaba unos informes. Se detuvo a su lado, más cerca de lo necesario, y apoyó una mano en el respaldo de su silla mientras se inclinaba para mirar la pantalla de su ordenador.

—Laura, siempre tan dedicada. ¿Cómo vas con esos números? —preguntó, su voz baja, casi un murmullo, mientras su aliento rozaba su nuca.

Ella se tensó de inmediato, sintiendo un escalofrío que no supo si era de incomodidad o de nervios. Se giró ligeramente, forzando una sonrisa, y respondió con un tono que intentó sonar profesional.

—Bien, Carlos, estoy terminando de cuadrar las facturas de este mes. Si hay algún problema, te lo digo.

Él se enderezó, pero no se alejó de inmediato. Sus ojos se detuvieron en ella un segundo más de lo necesario antes de asentir. —Perfecto. Eres una pieza importante aquí, ¿sabes? No me gustaría tener que prescindir de alguien como tú. Sigue así.

Las palabras, en teoría, eran un cumplido, pero había algo en su tono que la hizo sentir expuesta, como si estuviera siendo evaluada de una manera que no tenía nada que ver con su trabajo. Laura asintió rápidamente y volvió a centrarse en la pantalla, esperando que él se marchara. Cuando finalmente lo hizo, ella soltó un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Intentó convencerse de que no había nada raro, de que solo estaba siendo amable, pero una pequeña voz en su cabeza le decía que no era tan simple.

Con los días, las interacciones con Carlos se volvieron más frecuentes. La llamaba a su oficina para "revisar detalles" de proyectos que no parecían tan urgentes, o le pedía que se quedara un poco más tarde para "ayudar con algo". Cada vez que entraba en ese despacho, con su escritorio de caoba y las persianas siempre a medio cerrar, sentía un nudo en el estómago. Carlos tenía una manera de hablar que era a la vez profesional y cargada de dobles sentidos, dejando caer comentarios que la ponían en una posición incómoda sin cruzar abiertamente ninguna línea.

Una tarde, mientras revisaban un informe de inventario, él se sentó en el borde de su escritorio, a pocos centímetros de ella, y cruzó los brazos con una sonrisa que parecía más un desafío que una expresión de simpatía.

—Laura, tienes un don para los detalles. Es una lástima que no todos aquí lo valoren como yo. ¿Sabes? En tiempos como estos, con la empresa en una situación delicada, necesito gente en quien pueda confiar… de verdad —dijo, enfatizando las últimas palabras mientras sus ojos se clavaban en los de ella.

Ella bajó la mirada, fingiendo concentrarse en los papeles que tenía en las manos, pero su corazón latía con fuerza. Sabía que había un trasfondo en lo que decía, una insinuación que no quería reconocer. —Gracias, Carlos. Hago lo que puedo para que todo salga bien —respondió, su voz más temblorosa de lo que le hubiera gustado.

Él se inclinó un poco más cerca, bajando la voz. —Eso espero. Porque, sinceramente, no me gustaría tener que tomar decisiones difíciles contigo. Eres demasiado valiosa… en más de un sentido. Piénsalo.

Laura sintió que el aire se volvía más pesado en la habitación. No sabía cómo responder sin sonar grosera o sin empeorar las cosas, así que simplemente asintió y murmuró un "claro" antes de excusarse para volver a su escritorio. Cuando salió de la oficina, sus manos temblaban ligeramente mientras guardaba sus cosas. No era tonta; sabía que Carlos estaba jugando con ella, tejiendo una red de palabras y gestos que la hacían sentir atrapada. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Denunciarlo sin pruebas claras y arriesgarse a perder su trabajo en un momento en que la empresa ya estaba despidiendo gente? ¿Ignorarlo y esperar que parara? Ninguna opción parecía segura, y la presión empezaba a pesar sobre sus hombros como una losa.

Mientras tanto, en casa, la tensión que Laura llevaba dentro no pasaba desapercibida, aunque ella hacía todo lo posible por ocultarla. Una noche, después de la cena, Miguel y ella estaban sentados en el sofá, cada uno perdido en sus pensamientos. Él había notado que Laura estaba más callada de lo habitual, que sus respuestas eran más cortas y que a veces parecía estar en otro mundo. La miró de reojo mientras ella jugueteaba con un mechón de su cabello rubio, con la mirada fija en la mesa de centro.

—¿Estás bien, amor? Te noto rara últimamente —dijo Miguel, intentando sonar casual, aunque había una chispa de preocupación en su voz. No quería presionarla, pero algo en su interior le decía que había más de lo que ella dejaba ver.

Laura se sobresaltó ligeramente, como si la pregunta la hubiera sacado de un trance. Forzó una sonrisa y se giró hacia él, encogiéndose de hombros. —Sí, estoy bien. Solo un poco cansada del trabajo, ya sabes cómo es. Mucho estrés con los informes y eso.

Miguel asintió, pero no estaba convencido. Conocía a Laura lo suficiente como para saber cuándo algo la inquietaba, pero también sabía que no era de las que se abrían fácilmente. Su lado morboso, siempre al acecho, le hizo imaginar por un momento que tal vez había algo más, algo que ella no quería contarle. Pero desechó la idea con una risa interna; era su imaginación otra vez, jugando con él. Decidió no insistir, aunque el silencio que siguió se sintió más pesado de lo normal.

—Vale, pero si necesitas hablar, aquí estoy, ¿eh? —añadió, dándole una palmada suave en la rodilla antes de volver a centrarse en el televisor.

Laura asintió, pero no dijo nada más. En su mente, las palabras de Carlos seguían resonando, junto con el miedo a lo que podría pasar si no encontraba una manera de manejar la situación. Quería contarle a Miguel, desahogarse, pedirle consejo, pero ¿cómo explicarle algo así sin que sonara mal? ¿Sin que él malinterpretara todo o, peor aún, se dejara llevar por esas fantasías suyas que a veces la incomodaban? No, era mejor callar, al menos por ahora. Se dijo a sí misma que podía manejarlo sola, que solo necesitaba ser más firme con Carlos. Pero en el fondo, sabía que estaba caminando por una cuerda floja.

Unos días después, otra escena en casa reflejó la misma dinámica. Laura llegó más tarde de lo habitual, con el rostro pálido y los ojos cansados. Miguel, que ya estaba cenando solo en la cocina, levantó la vista al verla entrar. Notó de inmediato que algo no estaba bien: sus movimientos eran más lentos, como si cargara un peso invisible, y apenas lo miró al saludar.

—¿Otra vez horas extras? —preguntó él, intentando mantener un tono ligero, aunque sus ojos la estudiaban con atención.

—Sí, había que terminar unas cosas urgentes —respondió ella rápidamente, dejando su bolso en una silla y yendo directo al fregadero para lavarse las manos, como si quisiera evitar su mirada.

Miguel frunció el ceño, pero no dijo nada. Había algo en su voz, en la forma en que evitaba el contacto visual, que lo ponía en alerta. Su mente, siempre propensa a divagar, empezó a tejer escenarios que no quería considerar del todo. ¿Y si alguien en esa oficina estaba molestándola? ¿O algo peor? Pero no se atrevió a preguntar más, no quería parecer paranoico ni hacerla sentir que no confiaba en ella. Se limitó a murmurar un "vale" y siguió comiendo, aunque el silencio entre ellos se sentía como un muro que crecía cada día.

En la oficina, la situación con Carlos no hacía más que empeorar. Una tarde, hacia el final de la semana, él la llamó de nuevo a su despacho. Esta vez, las persianas estaban completamente cerradas, y la luz de la lámpara de escritorio creaba sombras que hacían que la habitación pareciera más pequeña, más opresiva. Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una carpeta abierta frente a él, pero no parecía estar prestándole mucha atención. Cuando Laura entró, él levantó la vista y le dedicó una sonrisa que la hizo estremecer.

—Cierra la puerta, Laura. Esto es… privado —dijo, su voz calmada pero con un matiz que no dejaba lugar a discusión.

Ella obedeció, aunque cada fibra de su cuerpo le decía que no quería estar allí. Se quedó de pie, a unos pasos del escritorio, con los brazos cruzados como si quisiera protegerse. —¿De qué se trata, Carlos? Tengo un montón de cosas pendientes en mi escritorio —intentó sonar firme, pero su voz traicionó un leve temblor.

Él se recostó en su silla, entrelazando los dedos sobre el escritorio, y la miró de arriba abajo de una manera que no intentó disimular

—Tranquila, no te voy a quitar mucho tiempo. Solo quería hablar de tu futuro aquí. La empresa está en una situación complicada, como sabes. Hay que hacer recortes, y estoy peleando por mantener a los mejores. A gente como tú. Pero necesito saber que estás dispuesta a hacer un esfuerzo extra… que puedo contar contigo para lo que sea.

Las palabras "lo que sea" se quedaron suspendidas en el aire, cargadas de un significado que Laura no podía ignorar. Sintió que su rostro se calentaba, una mezcla de vergüenza y miedo, y bajó la mirada al suelo.

—Yo… siempre he dado lo mejor de mí en el trabajo, Carlos. No sé a qué te refieres con eso de "lo que sea" —dijo, intentando mantener la compostura, aunque su voz era apenas un susurro.

Carlos se levantó de su silla y rodeó el escritorio, deteniéndose a pocos pasos de ella. No la tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerla sentir atrapada.

—Vamos, Laura, no seas ingenua. Sabes que en tiempos difíciles hay que hacer sacrificios. Y yo puedo asegurarme de que tu puesto esté a salvo, de que no tengas que preocuparte por nada. Solo tienes que… demostrarme que estás de mi lado. Piénsalo bien. No quiero que tomes una decisión apresurada, pero necesito esa seguridad en la gente que trabaja conmigo.

Ella levantó la vista, sus ojos verdes llenos de una mezcla de indignación y desesperación, pero no encontró las palabras para responder. Carlos dio un paso atrás, como si quisiera darle espacio, y señaló la puerta con un gesto casual.

—Puedes irte. Pero no olvides lo que te dije. Estoy aquí si cambias de opinión… o si no tienes otra opción.

Laura salió del despacho con el corazón latiendo a mil por hora, sus manos temblando mientras cerraba la puerta detrás de sí. Caminó de vuelta a su escritorio como si estuviera en piloto automático, sintiendo las miradas de algunos compañeros que parecían notar su estado, aunque nadie dijo nada. Se sentó y escondió el rostro entre las manos por un momento, intentando calmarse. Sabía que estaba en una encrucijada, que Carlos no iba a parar hasta que ella cediera o hasta que la situación explotara de alguna manera. Pero también sabía que no podía permitirse perder su trabajo, no cuando ella y Miguel dependían de ese ingreso para llegar a fin de mes. La idea de ceder, aunque fuera solo un poco, le revolvía el estómago, pero la alternativa era igual de aterradora. Estaba al borde de un precipicio, y cada palabra de Carlos la empujaba un poco más cerca del borde.

El reloj de pared en la oficina marcaba las 6:30 de la tarde, y el silencio se había apoderado del espacio. La mayoría de los compañeros de Laura ya se habían ido, dejando tras de sí un eco de pasos y conversaciones que se desvanecía en el pasillo. Ella estaba en su escritorio, con los dedos tamborileando nerviosamente sobre una pila de papeles que no había tocado en la última hora. Su mente estaba en otro lugar, atrapada en un torbellino de pensamientos sobre las palabras de Carlos, sus miradas, sus insinuaciones. Había intentado ignorarlo, convencerse de que podía manejar la situación con profesionalidad, pero cada día que pasaba sentía que el nudo en su estómago se apretaba más. No podía seguir así, necesitaba claridad, necesitaba saber de una vez por todas qué estaba pasando y ponerle un límite, si es que aún era posible.

Con un suspiro tembloroso, se levantó de su silla y caminó hacia el despacho de Carlos, al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, y la luz de la lámpara de escritorio se filtraba por la rendija, proyectando una sombra alargada en el suelo. Laura llamó con los nudillos, un golpe seco que resonó más fuerte de lo que esperaba en el silencio de la oficina vacía.

—Adelante —respondió la voz grave de Carlos desde el interior, con un tono que parecía anticipar su llegada.

Ella empujó la puerta y entró, cerrándola detrás de sí con un movimiento casi instintivo, aunque inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. La habitación estaba como siempre, con las persianas a medio cerrar y el aire cargado de una tensión que parecía palpable. Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una pluma en la mano y una carpeta abierta frente a él, pero sus ojos se alzaron de inmediato hacia ella, y una sonrisa lenta se dibujó en su rostro.

—Laura, qué sorpresa. ¿A qué debo el honor a esta hora? —preguntó, recostándose en su silla con una calma que contrastaba con los nervios que ella apenas podía contener.

Laura se quedó de pie, a unos pasos del escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho como si quisiera protegerse. Su corazón latía con fuerza, pero se obligó a mantener la compostura, a no dejar que él viera cuánto la afectaba estar allí. Tomó aire profundamente antes de hablar, su voz más firme de lo que esperaba.

—Carlos, necesito que hablemos. De verdad. No puedo seguir con esta… incertidumbre. Quiero saber qué es lo que quieres de mí. Sé claro, por favor. Basta de rodeos.

Carlos levantó una ceja, como si la franqueza de ella lo hubiera sorprendido, pero su sonrisa no vaciló. Dejó la pluma sobre el escritorio y entrelazó los dedos, inclinándose ligeramente hacia adelante, sus ojos oscuros clavados en los de ella con una intensidad que la hizo estremecer.

—Vaya, Laura, no esperaba que fueras tan directa. Me gusta eso. Pero, ¿de verdad no lo tienes claro? Pensé que mis palabras habían sido… lo suficientemente sugerentes. Quiero que estés de mi lado, que demuestres un compromiso real con la empresa… y conmigo. Algo que me garantice que puedo confiar en ti, pase lo que pase.

Ella frunció el ceño, confundida, aunque una parte de su mente ya empezaba a intuir por dónde iba la conversación. Sacudió la cabeza ligeramente, intentando aferrarse a la lógica, a lo profesional.

—¿Compromiso? Carlos, no entiendo. Ya trabajo duro, me quedo horas extras, hago todo lo que me pides. Si necesitas que eche más horas o que asuma más responsabilidades, lo haré. Dime qué quieres exactamente y lo haré.

Carlos soltó una risa baja, casi un bufido, y se levantó de su silla, rodeando el escritorio con pasos lentos hasta detenerse a pocos pasos de ella. No la tocó, pero su cercanía era suficiente para hacerla sentir atrapada, como si el espacio entre ellos se hubiera reducido a nada. Bajó la voz, adoptando un tono más íntimo, casi conspirador.

—No, Laura, no se trata de horas extras ni de más informes. Estoy hablando de un compromiso de otro tipo. Algo… personal. Algo que nos una de una manera que vaya más allá de lo que pasa en esta oficina. Un vínculo que me asegure que estás conmigo al cien por cien.

Laura sintió que un escalofrío recorría su espalda, y sus ojos se abrieron de par en par por un instante antes de entrecerrarse con una mezcla de incredulidad y desconcierto. Dio un pequeño paso atrás, instintivamente, mientras su mente intentaba procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Personal? ¿Qué significa eso? Carlos, no estoy entendiendo… o no quiero entender. ¿De qué estás hablando?

Él inclinó la cabeza, como si estuviera evaluando su reacción, y su sonrisa se volvió más afilada, más calculadora. Dio otro paso hacia ella, reduciendo aún más la distancia, y habló con una calma que contrastaba con la tormenta que se desataba dentro de Laura.

—Vamos, Laura, no seas ingenua. Sabes que en este mundo, a veces, hay que hacer cosas que no están en el manual de la empresa. Quiero que haya algo entre nosotros, algo que solo tú y yo entendamos. Un gesto, una conexión… algo que me demuestre que tu implicación es total, que estás dispuesta a todo por mantener tu lugar aquí. Y créeme, puedo hacer que valga la pena. Puedo asegurarme de que no tengas que preocuparte por los recortes, de que tu puesto esté a salvo. Incluso podría haber beneficios extras… si juegas bien tus cartas.

Laura sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Sus mejillas se encendieron, no de vergüenza, sino de una furia que crecía dentro de ella, aunque no se permitió manifestarla. Sus manos se cerraron en puños a sus costados, pero su voz salió más baja de lo que esperaba, temblorosa por la mezcla de emociones que la atravesaban. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? Porque si es así, Carlos, estás muy equivocado. No soy ese tipo de persona. No voy a… no voy a hacer algo así por un trabajo.

Carlos levantó las manos en un gesto de aparente rendición, aunque sus ojos no mostraban ni un ápice de arrepentimiento. —Tranquila, no estoy diciendo que tengas que hacer nada que no quieras. Solo digo que hay maneras de llegar a un entendimiento. No todo tiene que ser tan… extremo como piensas. Hay formas de demostrar compromiso sin llegar a los límites que estás imaginando. Piénsalo. No estoy pidiendo el mundo, solo un gesto, algo que me muestre que estás conmigo.

Ella lo miró fijamente, su respiración agitada, mientras su mente corría a mil por hora. La furia inicial empezaba a mezclarse con una resignación amarga, un reconocimiento de que no tenía muchas opciones. Perder su trabajo no era una posibilidad; ella y Miguel dependían de ese ingreso, y la idea de volver a casa y decirle que no podía pagar las facturas era insoportable. Pero, al mismo tiempo, la idea de ceder a lo que Carlos insinuaba le revolvía el estómago. Intentó buscar una salida, una manera de negociar sin cruzar esa línea que sabía que no podría borrar.

—Carlos, no voy a acostarme contigo. Eso no va a pasar. Si es eso lo que buscas, estás perdiendo el tiempo. No soy así, y no lo voy a ser nunca —dijo, su voz más firme ahora, aunque sus ojos evitaban los de él, como si temiera lo que pudiera ver en ellos.

Carlos soltó otra risa baja, casi divertida, y negó con la cabeza. —No estoy pidiendo eso, Laura. No seas tan dramática. Hay otras maneras, formas más… discretas de llegar a un acuerdo. Algo que nos beneficie a los dos sin que tengas que sentir que estás vendiendo tu alma. Un pequeño gesto de confianza, eso es todo. Algo entre nosotros, aquí, ahora, que me demuestre que estás dispuesta a jugar en mi equipo.

Laura sintió que su garganta se cerraba, pero las palabras de Carlos, aunque vagas, empezaban a tomar forma en su mente. No quería admitirlo, pero sabía por dónde iba, sabía que lo que él llamaba "un pequeño gesto" no tenía nada de inocente. Miró al suelo, sus pensamientos enredados entre el miedo, la culpa y una desesperación que la empujaba a considerar lo impensable. Finalmente, levantó la vista, con los ojos brillantes por una mezcla de resignación y desafío.

—¿Qué quieres exactamente, Carlos? Dilo de una vez. Si no vas a ser claro, no puedo seguir con esta conversación. Pero te advierto que no voy a hacer nada que me haga sentir… sucia. Así que, si tienes algo en mente, dilo, y veremos si puedo… si puedo considerarlo. Pero tiene que ser algo que no cruce ciertos límites.

Carlos la observó durante un largo momento, como si estuviera midiendo hasta dónde podía empujar. Internamente, una voz triunfante resonaba en su cabeza: había roto la primera barrera, había logrado que ella considerara ceder, aunque fuera un poco. Sabía que esto era solo el principio, que una vez que Laura diera el primer paso, sería más fácil llevarla más lejos. Pero no lo mostró; mantuvo su expresión calmada, casi comprensiva, mientras respondía.

—No te preocupes, Laura. No voy a pedirte nada que no puedas manejar. Algo simple, algo privado. Digamos que… un gesto de intimidad, algo que solo pase entre nosotros aquí, en este momento. No tiene que ser más de lo que estés dispuesta a dar. Por ejemplo, algo tan básico como… ayudarme a relajarme un poco. Nada más. Y con eso, te aseguro que tu puesto estará a salvo. Es un trato justo, ¿no crees?

Laura sintió que su rostro se calentaba, y un nudo se formó en su pecho. Ahora lo entendía, o al menos creía entenderlo, y la idea la golpeó como un puñetazo. Pero, al mismo tiempo, una parte de ella, la parte que estaba desesperada por mantener su vida en orden, empezaba a ceder. Miró a Carlos, sus ojos verdes llenos de una mezcla de asco y resignación, y finalmente habló, su voz apenas un susurro.

—Está bien… Si eso es lo que quieres, si con eso me dejas en paz y aseguras mi trabajo… puedo… puedo hacerlo. Puedo… ayudarte, como dices. Pero que quede claro que esto es lo máximo a lo que voy a llegar. Nada más, Carlos. ¿Entendido? Lo hago ahora, aquí, y se acaba. No habrá más.

Carlos sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos, mientras asentía lentamente. En su mente, sabía que esto era solo el comienzo, que una vez que Laura cruzara esa línea, sería más fácil empujarla un poco más cada vez. Pero no dijo nada de eso; simplemente señaló una silla al lado del escritorio y se sentó de nuevo, con una calma que contrastaba con la tormenta que rugía dentro de ella.

—Entendido, Laura. Solo esto, y estaremos en paz. Ven, siéntate aquí. Hagamos esto rápido y discreto, como debe ser.

Laura dio un paso adelante, sus piernas temblando ligeramente, mientras su mente gritaba que se detuviera, que saliera corriendo de allí. Pero otra voz, más fría, más pragmática, le decía que no tenía opción, que esto era lo único que podía hacer para proteger su estabilidad, su hogar, a Miguel. Se detuvo a medio camino, su mano apoyada en el respaldo de la silla, mientras sentía que el mundo se reducía a ese momento, a esa decisión que cambiaría todo. No quería mirar a Carlos, no quería ver la satisfacción en su rostro, pero sabía que ya no había vuelta atrás.

La oficina de Carlos parecía más pequeña que nunca, como si las paredes se hubieran cerrado a su alrededor. Laura estaba de pie junto a la silla que él le había indicado, con el respaldo bajo su mano temblorosa, sintiendo que el aire se volvía denso, casi irrespirable. El silencio entre ellos era pesado, cargado de una tensión que le apretaba el pecho. Carlos, sentado detrás de su escritorio, la observaba con una calma calculadora, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de triunfo y deseo contenido. Había logrado llevarla hasta este punto, y aunque no lo decía en voz alta, sabía que esto era solo el comienzo de lo que planeaba obtener de ella.

—Vamos, Laura, no te quedes ahí parada. Siéntate. Hagamos esto rápido, como acordamos. Nadie tiene que saber nada, solo tú y yo —dijo, su voz grave y pausada, con un tono que intentaba sonar tranquilizador pero que no podía ocultar la avidez subyacente.

Laura tragó saliva, su garganta seca como papel de lija. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias: asco, miedo, resignación, y una furia sorda que no podía permitirse expresar. Quería gritar, salir corriendo, decirle a Carlos que se fuera al infierno, pero la realidad de su situación la anclaba al suelo. Perder su trabajo no era una opción; no podía volver a casa y decirle a Miguel que no podían pagar las facturas, no podía soportar la idea de fallarle. Este "gesto", como Carlos lo había llamado, era el precio que tenía que pagar por mantener su vida en orden, aunque sabía que la mancharía de una manera que no podría borrar. Con un movimiento rígido, se sentó en la silla, sus manos apretadas sobre su regazo, los ojos fijos en el suelo para no tener que mirarlo.

Carlos se inclinó hacia atrás en su silla, ajustándose con un movimiento deliberado que hizo que Laura sintiera un nudo en el estómago. Desabrochó el cinturón de su pantalón con una lentitud casi teatral, el sonido del metal resonando en el silencio de la habitación como un disparo. Luego, bajó la cremallera, dejando que el bulto en su ropa interior se hiciera evidente, una protuberancia que no intentó ocultar. Su mirada no se apartó de ella ni un segundo, como si quisiera grabar cada reacción, cada gesto de incomodidad en su rostro.

—Solo relájame un poco, Laura. Nada más. Usa tu mano, y terminamos con esto. Es simple, ¿no? —dijo, su voz ahora más baja, más cruda, mientras se bajaba los calzoncillos lo justo para liberar su polla, ya medio erecta, gruesa y venosa, apuntando hacia arriba con una urgencia que hizo que Laura apartara la vista por instinto.

Ella sintió que su rostro ardía, una mezcla de vergüenza y repulsión que le revolvía el estómago. No quería mirar, no quería tocarlo, pero sabía que no había vuelta atrás. En su mente, se repetía que esto era lo máximo a lo que llegaría, que después de esto Carlos la dejaría en paz, que podría volver a su vida como si nada hubiera pasado. Pero otra voz, más oscura, le susurraba que esto cambiaría todo, que una vez que cruzara esta línea, no habría manera de deshacerlo. Cerró los ojos por un momento, respirando hondo, antes de obligarse a extender la mano, sus dedos temblando mientras se acercaban a él.

Carlos soltó un suspiro de satisfacción cuando la mano de Laura finalmente lo rozó, sus dedos fríos y vacilantes envolviendo su miembro con una torpeza que delataba su falta de voluntad. Internamente, él estaba exultante; había roto la barrera, había logrado que esta mujer, tan recatada, tan "modosita", se doblegara ante él. Pero no era suficiente. En su mente, esto era solo el primer paso; sabía que, con el tiempo, podría empujarla más lejos, hacerla ceder a más, hasta que no quedara nada de su resistencia. Por ahora, se contentaba con esto, con sentir su mano sobre él, con ver la mezcla de asco y resignación en su rostro mientras lo tocaba.

—Eso es, Laura. No es tan difícil, ¿verdad? Solo sigue así —murmuró, su voz cargada de un placer que no intentó disimular, mientras se recostaba aún más en la silla, dejando que ella hiciera el trabajo.

Laura apretó los dientes, sus movimientos mecánicos, casi robóticos, mientras su mano subía y bajaba por su longitud, sintiendo la piel caliente y dura bajo sus dedos. Cada roce era una puñalada a su dignidad, cada jadeo que escapaba de la boca de Carlos era un recordatorio de lo bajo que había caído. En su cabeza, intentaba desconectarse, pensar en otra cosa, en Miguel, en su casa, en cualquier cosa que no fuera el hombre frente a ella y lo que estaba haciendo. Pero no podía evitar sentir la textura de su polla, la manera en que se endurecía más con cada movimiento, la forma en que sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con su mano. Quería que terminara ya, que todo acabara de una vez, pero al mismo tiempo temía lo que vendría después, el momento en que tuviera que enfrentarse a lo que había hecho.

Carlos, por su parte, estaba perdido en la sensación, en el poder que sentía al tenerla así, sometida, haciendo algo que claramente la repugnaba pero que no podía evitar. Sus ojos se entrecerraron, su respiración se volvió más pesada, y un gruñido bajo escapó de su garganta mientras sentía que se acercaba al clímax. Imaginaba todo lo que podría venir después, las veces que podría llevarla a este punto y más allá, cómo podría moldearla hasta que no quedara nada de su resistencia.

—Más rápido, Laura. Estoy cerca. No pares ahora —ordenó, su voz ronca, mientras su mano se alzaba para rozar el brazo de ella, un gesto que la hizo estremecer de asco pero que no se atrevió a rechazar.

Ella obedeció, acelerando el ritmo, sus dedos apretando un poco más, deseando desesperadamente que terminara. Su mente era un caos; se sentía sucia, usada, como si cada segundo que pasaba en esa habitación la despojara de una parte de sí misma. Pero también había una determinación fría en ella, un pensamiento que repetía como un mantra: "Esto es lo máximo. No habrá más. Después de esto, se acaba". No sabía si era verdad, si Carlos cumpliría su palabra, pero necesitaba creerlo para seguir adelante.

Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se tensó en la silla, su cuerpo convulsionando mientras llegaba al orgasmo. El semen caliente brotó con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo de la oficina. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, y por un momento pensó que iba a vomitar, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza.

Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, aunque intentó suavizarla con un tono más neutral.

—Buen trabajo, Laura. Ves que no era tan complicado. Tu puesto está seguro, como te prometí. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo? —dijo, como si acabaran de cerrar un trato de negocios y no algo que la había destrozado por dentro.

Laura no respondió. No podía mirarlo, no podía soportar la idea de ver esa satisfacción en su rostro. Se levantó de la silla con movimientos rígidos, su mano aún pegajosa y temblorosa, colgando a su lado como si no le perteneciera. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, sus pasos rápidos pero inestables, como si temiera derrumbarse antes de salir de allí.

—Nos vemos mañana, Laura. Descansa —añadió Carlos, su voz cargada de una falsa amabilidad que la hizo estremecer, pero ella no se giró, no le dio la satisfacción de una respuesta.

Salió del despacho y caminó por el pasillo vacío hacia el baño de mujeres, su mente en blanco, su cuerpo actuando por inercia. Empujó la puerta con el hombro, evitando usar la mano manchada, y se dirigió directamente al lavabo. Abrió el grifo con un movimiento brusco, dejando que el agua fría corriera sobre su piel, frotando con fuerza, casi con desesperación, como si pudiera borrar no solo el semen sino también el recuerdo de lo que había hecho. El jabón formó espuma entre sus dedos, y ella siguió fregando, más allá de lo necesario, hasta que su piel estuvo enrojecida y dolorida.

Mientras el agua seguía corriendo, Laura se miró en el espejo, pero no reconoció del todo a la mujer que le devolvía la mirada. Sus ojos verdes estaban vacíos, rodeados de ojeras que no había notado antes, y su rostro parecía más pálido de lo normal. "¿Qué acabo de hacer?", pensó, su voz interna quebrándose mientras las lágrimas amenazaban con salir, aunque se obligó a contenerlas. Se sentía sucia, no solo en la piel, sino en un lugar más profundo, un lugar que no sabía cómo limpiar. Se dijo a sí misma que esto era el final, que no habría más, que había pagado el precio y ahora podría seguir adelante. Pero una parte de ella, una parte que no quería escuchar, sabía que Carlos no se detendría, que esto era solo el principio de algo que no podía controlar.

Apagó el grifo con un movimiento brusco y se secó las manos con una toalla de papel, evitando volver a mirarse en el espejo. Salió del baño sin mirar atrás, recogió su bolso de su escritorio y abandonó la oficina, el eco de sus pasos resonando en el silencio. No sabía cómo enfrentaría a Miguel esa noche, cómo fingiría que todo estaba bien, pero sabía que no podía contarle nada. Este secreto, esta mancha, era algo que tendría que cargar sola, al menos por ahora.

La noche había caído sobre el barrio cuando Laura llegó a casa, el cielo teñido de un gris opaco que reflejaba el caos dentro de ella. Sus pasos eran pesados mientras subía los escalones de la entrada, el bolso colgando de su hombro como un peso muerto. Sus manos, aunque las había lavado una y otra vez en el baño de la oficina, aún se sentían sucias, como si el tacto de Carlos, la viscosidad de su semen, se hubiera grabado en su piel de una manera que el agua no podía borrar. Su mente era un torbellino de culpa y autodesprecio; cada pensamiento era un recordatorio de lo que había hecho, de cómo había cedido, de cómo había traicionado no solo a Miguel, sino a sí misma. Quería contárselo todo, desahogarse, dejar que el peso saliera de su pecho, pero sabía que no podía. ¿Cómo explicarle algo así? ¿Cómo mirarlo a los ojos y decirle que había tocado a otro hombre, que había vendido una parte de sí misma por un maldito trabajo?

Al abrir la puerta, el aroma de la cena —un guiso sencillo que Miguel solía preparar los martes— la golpeó, y por un momento sintió una punzada de normalidad que solo hizo que su culpa se intensificara. Miguel estaba en la cocina, removiendo una olla con una cuchara de madera, y levantó la vista al escucharla entrar. Su rostro, marcado por el cansancio de un día largo en la fábrica, se iluminó con una sonrisa que ella no sintió que merecía.

—Hey, amor, llegas tarde otra vez. ¿Todo bien en la oficina? —preguntó, su voz cargada de una preocupación casual mientras dejaba la cuchara y se limpiaba las manos en un trapo.

Laura forzó una sonrisa, aunque sabía que no llegaba a sus ojos. Dejó el bolso en una silla y se quitó la chaqueta con movimientos lentos, evitando mirarlo directamente.

—Sí, todo bien. Solo… mucho trabajo, ya sabes. Estoy agotada —respondió, su voz más plana de lo que pretendía, mientras se dirigía al fregadero para lavarse las manos de nuevo, un gesto casi compulsivo.

Miguel frunció el ceño, notando de inmediato que algo no estaba bien. No era solo que llegara tarde, ni que su tono fuera apagado; había algo en su postura, en la forma en que evitaba su mirada, que le decía que algo más profundo la estaba afectando. Su mente, siempre propensa a divagar hacia lo morboso, empezó a tejer ideas que no quería considerar del todo. ¿Y si alguien la estaba molestando en el trabajo? ¿Y si había algo que no le estaba contando? Pero no se atrevió a preguntar más; no quería parecer paranoico ni hacerla sentir que no confiaba en ella. En lugar de eso, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro, un gesto que pretendía ser reconfortante pero que la hizo tensarse.

—Vale, pero si necesitas hablar, aquí estoy, ¿eh? Vamos a cenar, que te vendrá bien descansar —dijo, intentando sonar despreocupado, aunque sus ojos la estudiaban con atención.

Laura asintió sin mirarlo, murmurando un "gracias" apenas audible mientras se sentaba a la mesa. La cena transcurrió en un silencio incómodo, interrumpido solo por el sonido de los cubiertos y algún comentario trivial de Miguel sobre su día. Ella apenas probó bocado, su estómago cerrado por la culpa que la carcomía. Cada vez que levantaba la vista y veía el rostro de Miguel, sentía una puñalada en el pecho, como si él pudiera leer en sus ojos lo que había hecho. Pero no dijo nada, no podía decir nada. Este secreto era suyo, un peso que tendría que cargar sola.

Más tarde, cuando estaban en la cama, Laura sintió que no podía soportar más el silencio, la distancia que ella misma había creado. Quería hacer algo, cualquier cosa, para sentirse conectada a Miguel, para borrar aunque fuera por un momento el recuerdo de Carlos. Se giró hacia él, que estaba recostado leyendo una revista bajo la luz tenue de la lámpara de noche, y deslizó una mano sobre su pecho, un gesto que pretendía ser seductor pero que se sentía forzado, casi desesperado.

—¿Y si… dejamos de leer un rato? —susurró, su voz temblorosa, mientras se acercaba más, presionando su cuerpo contra el de él.

Miguel levantó una ceja, sorprendido por la iniciativa, pero no rechazó la oferta. Dejó la revista a un lado y se giró hacia ella, su mano encontrando su cintura con una familiaridad que alguna vez había sido reconfortante.

—Vaya, ¿qué te pasa hoy? No me quejo, eh —dijo con una sonrisa pícara, inclinándose para besarla.

Pero el beso fue torpe, carente de pasión real. Laura cerró los ojos, intentando perderse en el momento, pero su mente no la dejaba. Mientras las manos de Miguel recorrían su cuerpo, desabrochando los botones de su pijama y deslizándose bajo la tela para acariciar sus pechos pequeños pero firmes, ella no podía dejar de pensar en Carlos, en su oficina, en el tacto de su polla bajo sus dedos, en el semen pegajoso manchando su piel. Cada caricia de Miguel era un recordatorio de lo que había hecho, de cómo había traicionado este momento, esta intimidad que alguna vez había sido solo de ellos. Su cuerpo respondía por inercia, dejando que él la desnudara, que sus manos bajaran por su vientre hasta llegar a su entrepierna, pero su mente estaba en otro lugar, atrapada en un bucle de culpa y asco.

Miguel, por su parte, notó de inmediato que algo no estaba bien. Aunque Laura estaba allí, físicamente presente, sentía que no estaba con él. Sus movimientos eran mecánicos, sus gemidos forzados, apenas un susurro que no llegaba a sonar real. Mientras la penetraba, con un ritmo lento pero constante, su polla dura deslizándose dentro de ella, húmeda pero sin la pasión que solía haber entre ellos, no podía evitar preguntarse qué le pasaba. La miró a los ojos, buscando alguna conexión, pero ella los mantenía cerrados, su rostro tenso, como si estuviera soportando algo en lugar de disfrutarlo.

—¿Estás bien, amor? Te noto… ausente —murmuró, deteniéndose por un momento, su voz cargada de preocupación.

Laura abrió los ojos, forzando otra sonrisa que no llegó a convencerlo.

—Sí, estoy bien. Solo cansada. Sigue, por favor —respondió, su voz plana, mientras lo atraía hacia ella de nuevo, como si quisiera terminar lo antes posible.

El sexo continuó, pero fue un acto vacío, carente de emoción. Miguel se movía dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Laura con un ritmo monótono, mientras sus manos agarraban sus muslos, intentando encontrar algo de la chispa que alguna vez habían tenido. Ella se dejaba hacer, sus piernas abiertas, su cuerpo inmóvil salvo por los pequeños movimientos que hacía para seguirle el ritmo, pero su mente seguía atrapada en la oficina, en el recuerdo de Carlos jadeando bajo su mano, en la sensación de su semen goteando entre sus dedos. Cuando Miguel finalmente llegó al clímax, gruñendo mientras se vaciaba dentro de ella, Laura apenas lo sintió; estaba demasiado perdida en su propia cabeza para notar el calor de su semen o el peso de su cuerpo sobre el suyo.

Se separaron en silencio, Miguel rodando a un lado de la cama, jadeando ligeramente, mientras Laura se giraba de espaldas, tirando de la sábana para cubrirse. No hubo palabras, no hubo caricias post-sexo como solía haber. Él sabía que algo estaba mal, pero no sabía cómo abordarlo; su mente, siempre inclinada a lo morboso, empezó a imaginar cosas que no quería considerar. Ella, por su parte, sintió que las lágrimas amenazaban con salir, pero las contuvo. No podía dejar que Miguel viera cuánto la estaba destrozando esto. Cerró los ojos, deseando que el sueño la llevara lejos de todo, pero sabía que no habría descanso esa noche.

Habían pasado unos días desde aquel primer encuentro en la oficina de Carlos, pero para Laura, cada hora parecía una eternidad. Era viernes por la tarde, pasadas las 6:30, y la oficina de Logística Integral S.A. estaba casi desierta. Solo quedaban un par de compañeros terminando tareas en el otro extremo del pasillo, y el silencio era tan opresivo como el peso que cargaba en su pecho. Estaba en el despacho de Carlos, con la puerta cerrada y las persianas bajadas, sentada en la misma silla que había ocupado la primera vez. Sus manos temblaban ligeramente mientras envolvían la polla de Carlos, ya dura y caliente bajo sus dedos, moviéndose arriba y abajo con un ritmo que se había vuelto demasiado familiar. Era la tercera vez esa semana que lo hacía, la tercera vez que cedía a sus demandas, y cada vez que lo hacía sentía que una parte de sí misma se desvanecía.

En su mente, Laura era un torbellino de pensamientos oscuros. Sabía que había cometido un error al decir "sí" la primera vez; había roto una barrera que ahora no podía cerrar, por mucho que lo intentara. Había pensado que sería algo de una sola vez, que después de ese primer "gesto" Carlos la dejaría en paz, pero no había sido así. Cada día, él encontraba una excusa para llamarla a su oficina después de horas, cada día le pedía lo mismo con una sonrisa que no admitía un no por respuesta. Ella había intentado darle largas, inventar excusas, decir que tenía que irse a casa, pero al final siempre terminaba cediendo, atrapada por el miedo a perder su trabajo y por la resignación de que ya no había vuelta atrás. Mientras su mano se movía, sintiendo la piel venosa y dura de su miembro, el calor de su erección contra su palma, no podía evitar pensar en cómo había llegado a esto, en cómo se había convertido en alguien que no reconocía. Quería parar, quería gritarle que la dejara en paz, pero cada vez que abría la boca para protestar, las palabras se le atoraban en la garganta. "Solo esto", se repetía, "solo esto y se acabará". Pero sabía que era una mentira, que Carlos no se detendría, que cada vez que lo hacía se hundía más en un pozo del que no sabía cómo salir.

Carlos, por su parte, estaba recostado en su silla, con los ojos entrecerrados y una sonrisa de satisfacción en los labios mientras observaba a Laura trabajar sobre él. Su polla palpitaba bajo su mano, dura como una roca, mientras sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con cada movimiento, buscando más fricción, más presión. El placer era intenso, pero no era solo físico; lo que realmente lo excitaba era el poder que tenía sobre ella, la manera en que la había doblegado, en que había transformado a esta mujer recatada y "modosita" en alguien que hacía lo que él quería, aunque fuera con el rostro lleno de asco y resignación. Cada jadeo que escapaba de su boca, cada gota de precum que goteaba de la punta de su polla y manchaba los dedos de Laura, era una victoria para él. Pero mientras disfrutaba de la sensación de su mano apretándolo, de la forma en que sus dedos se deslizaban por su longitud con una mezcla de torpeza y determinación, su mente estaba en otra cosa. ¿Era momento de dar el siguiente paso? ¿De empujarla un poco más allá, de pedirle algo más que una simple paja? Sabía que tenía que ser cuidadoso, que si la presionaba demasiado rápido podría romper el frágil control que había establecido. Pero también sabía que cada vez que ella cedía, se volvía más vulnerable, más maleable. Imaginaba su boca en lugar de su mano, sus labios rodeando su polla, o incluso más, su cuerpo bajo el suyo, desnudo y sumiso en este mismo despacho. La idea lo hizo gruñir, su respiración volviéndose más pesada mientras sentía que se acercaba al clímax.

—Joder, Laura, no pares. Lo haces tan bien… tan jodidamente bien —murmuró, su voz ronca, mientras sus ojos se clavaban en ella, buscando alguna reacción, algún signo de que pudiera empujarla más allá.

Laura no respondió, no lo miró. Sus ojos estaban fijos en el suelo, su rostro una máscara de vacío mientras su mano seguía moviéndose, más rápido ahora, deseando que terminara de una vez. Sentía la humedad del precum en sus dedos, la forma en que su polla se tensaba, lista para explotar, y el asco la golpeaba en oleadas. Pero no podía parar, no podía permitirse parar. En su mente, se repetía que esto era lo máximo, que no habría más, que no dejaría que Carlos la llevara más lejos. Pero una parte de ella, una parte que no quería escuchar, sabía que él no se detendría, que cada vez que lo hacía se volvía más débil, más incapaz de resistir.

Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se corrió, su semen caliente brotando con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza mientras se levantaba de la silla, sus movimientos rígidos y rápidos.

Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, y cuando habló, su voz estaba cargada de una falsa amabilidad.

—Gracias, Laura. Sabes que esto nos beneficia a los dos. Tu puesto está seguro, como te prometí. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?

Ella no respondió, no lo miró. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, su mano aún pegajosa colgando a su lado, mientras sentía que el peso de lo que había hecho la aplastaba. No sabía cuánto tiempo más podría seguir así, cuánto tiempo más podría soportar esto antes de que algo dentro de ella se rompiera por completo. Pero por ahora, solo podía salir de allí, lavar sus manos una vez más, y fingir que todo estaba bien, aunque sabía que nunca volvería a estarlo.
 
Capitulo 2

El taller de la fábrica Metalúrgica del Sur era un lugar ruidoso y polvoriento, un enorme hangar lleno de maquinaria pesada, olor a aceite y metal, y el constante estruendo de martillos y soldadoras. Era un entorno de trabajo duro, donde el sudor y las manos callosas eran la norma, y donde los hombres que lo habitaban habían creado una camaradería ruda, forjada en horas interminables de esfuerzo físico y bromas que no conocían límites. Miguel, a sus 43 años, encajaba perfectamente en este mundo. Como técnico de mantenimiento, pasaba sus días revisando máquinas, ajustando piezas y lidiando con averías bajo la supervisión de capataces que siempre parecían estar de mal humor. Su cuerpo, aunque fondón y con una barriga que delataba los años de cervezas y comidas copiosas, aún tenía la fuerza necesaria para cargar herramientas pesadas y trepar por andamios. Vestía un mono azul lleno de manchas de grasa, con el nombre de la empresa bordado en el pecho, y una gorra gastada que apenas contenía su cabello desordenado.

La fábrica era un bastión masculino; no había mujeres en el turno de Miguel, ni en la mayoría de los departamentos de producción. Esto creaba un ambiente donde las conversaciones giraban a menudo alrededor de temas crudos: fútbol, coches, y, sobre todo, mujeres. En los descansos, los trabajadores se reunían en el comedor o en el patio trasero, fumando cigarrillos y soltando comentarios subidos de tono sobre sus esposas, novias o cualquier mujer que pasara por sus cabezas. Era un ritual casi diario, una forma de desahogo en un entorno donde la delicadeza no tenía cabida. "Mi Mari ayer me puso a cien, tíos, con un vestido que madre mía, qué culazo", decía uno mientras los demás reían y añadían sus propias anécdotas. "Pues la mía no se queda atrás, que el otro día la pillé en la ducha y casi no salgo vivo", respondía otro, acompañado de carcajadas y palmadas en la espalda. Miguel solía participar en estas charlas con una sonrisa pícara, dejando caer algún comentario sobre Laura y su "excelso culo", aunque siempre con un toque de orgullo más que de grosería. Pero últimamente, se había mantenido más callado, perdido en sus pensamientos sobre lo rara que la notaba.

Uno de sus mejores amigos en la fábrica era Santi, un tipo de su misma edad, compañero de cuadrilla y con quien compartía el descanso del desayuno todas las mañanas. Santi era más bajo que Miguel, pero más corpulento, con brazos como troncos y una risa estruendosa que resonaba en todo el taller. Tenía el pelo corto, casi rapado, y una barba descuidada que le daba un aire de tipo duro, aunque en el fondo era un bonachón. Trabajaba como soldador, y su mono siempre estaba lleno de marcas de quemaduras y chispas. Él y Miguel se conocían desde hacía años, y su amistad se había forjado en largas jornadas de trabajo y confidencias compartidas entre bocadillos y termos de café.

Esa mañana, como de costumbre, se sentaron en una de las mesas del comedor, un espacio cutre con sillas de plástico y una máquina de café que siempre estaba averiada. Miguel tenía un bocadillo de tortilla en la mano, pero apenas le daba mordiscos, su mirada perdida en la mesa mientras Santi devoraba el suyo con ganas, hablando entre bocado y bocado sobre una avería que había tenido que arreglar esa mañana.

—Joder, tío, casi me quedo sin dedos con esa puta máquina. Menos mal que le di un martillazo a tiempo. ¿Y tú qué, Miguel? Te veo más callado que de costumbre. ¿Qué te pasa, que no sueltas ni una broma sobre tu Laura? —dijo Santi, limpiándose la boca con el dorso de la mano y dándole un trago a su café.

Miguel suspiró, dejando el bocadillo sobre la mesa y rascándose la nuca con una mano. Miró a su alrededor, asegurándose de que no había nadie más cerca, antes de hablar en un tono más bajo, casi como si le costara sacar las palabras.

—No sé, Santi. La verdad es que estoy un poco rayado. Laura está… rara últimamente. Llega tarde del trabajo, casi no habla, y cuando lo hace parece que está en otro mundo. Hasta en la cama, tío, está como ausente. No sé qué le pasa, y no me lo quiere contar.

Santi levantó una ceja, dejando su taza sobre la mesa y recostándose en la silla con una expresión de curiosidad.

—Hostia, ¿rara cómo? ¿Te refieres a que no te da bola o qué? Porque si es eso, igual es solo estrés del curro, ¿no? Las tías a veces se rayan por cualquier cosa.

Miguel negó con la cabeza, frunciendo el ceño mientras jugaba con un trozo de pan entre los dedos.

—No, no es solo eso. Es como si escondiera algo, no sé. La noto distante, como si no quisiera ni mirarme a los ojos. Y no sé si es cosa mía, que me estoy montando películas, o si de verdad pasa algo. Me da cosa preguntarle directo, no quiero que piense que no confío en ella, pero joder, me está comiendo la cabeza.

Santi soltó una risa baja, dándole una palmada en el hombro a Miguel con una mano que parecía un martillo.

—Tío, no te rayes tanto. Las mujeres son un misterio, ya lo sabes. A lo mejor solo está hasta el coño del trabajo o de la rutina. Mira, mi Carmen también tuvo una época así, y al final era que se sentía atrapada en el día a día, ¿sabes? Lo mismo le pasa a tu Laura. Es un mujeron, joder, con ese cuerpo que tiene, ese culo que siempre estás presumiendo… Hay que darle alegría al cuerpo, Miguel. La rutina mata, y si no le pones chispa, se apaga la cosa.

Miguel se rió a medias, aunque la preocupación no desapareció de su rostro. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, y miró a Santi con una mezcla de curiosidad y escepticismo.

—Ya, pero ¿qué hago, tío? No es tan fácil. No sé ni por dónde empezar. ¿Tú cómo lo hiciste con Carmen cuando estaba así?

Santi sonrió de oreja a oreja, una sonrisa que tenía un toque de picardía, y se inclinó también hacia adelante, bajando la voz como si estuviera a punto de compartir un gran secreto.

—Bueno, hablando de eso… ¿Puedo contarte algo, Miguel? Pero tiene que quedar entre nosotros, ¿eh? Nada de ir soltándolo por ahí.

Miguel levantó una ceja, intrigado, y asintió con un gesto de la cabeza.

—Claro, tío, adelante. ¿Qué pasa? ¿Qué secretazo tienes?

Santi se rió por lo bajo, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba, antes de continuar.

—Mira, desde hace unos años, Carmen y yo hacemos una cosa. Cada verano, dejamos a los críos una semana con los abuelos y nos piramos los dos solos a la playa. A desconectar, ¿sabes? Como si fuéramos novios otra vez.

Miguel soltó una carcajada, recostándose en la silla y cruzándose de brazos. —Menudo secreto, cabrón. ¿Eso es todo? ¿Irse de vacaciones? Joder, yo también me iría con Laura si tuviera pasta para eso.

Santi negó con la cabeza, su sonrisa ensanchándose aún más, y levantó una mano para interrumpirlo.

—No, no, espera, que no he terminado. No es una playa cualquiera, tío. Nos vamos a una playa nudista, ¿sabes? De esas donde todo el mundo va en pelotas, sin vergüenzas ni nada. Y los últimos dos años… bueno, nos hemos alojado en un hotel swinger, en Vera, en Almería. Ya sabes, de esos sitios donde la gente… pues eso, se intercambia y tal.

Miguel se quedó con la boca entreabierta, parpadeando como si no hubiera escuchado bien. Su rostro pasó de la sorpresa a una mezcla de incredulidad y curiosidad en cuestión de segundos. Se inclinó de nuevo hacia adelante, casi susurrando, como si temiera que alguien más lo oyera.

—¿Qué cojones dices, Santi? ¿Un hotel swinger? ¿Tú y Carmen? Joder, no me lo creo. ¿En serio hacéis… eso? Cuéntame más, cabrón, no me dejes así.

Santi soltó una carcajada estruendosa, dándose una palmada en el muslo antes de seguir, claramente disfrutando de la reacción de su amigo.

—¡Te lo juro, tío! Mira, el primer año fue más de probar, ¿sabes? Llegamos al hotel, que es un sitio de puta madre, todo muy discreto, y al principio solo mirábamos. Había parejas por todos lados, algunas follando en las zonas comunes, otras buscando rollo en el bar. Carmen y yo nos quedamos flipados, pero al segundo día nos animamos y… bueno, acabamos intercambiando con una pareja de Valencia. Fue una locura, tío, pero joder, qué subidón. El segundo año ya íbamos con las ideas claras, y repetimos con otra pareja, unos ingleses que estaban de vacaciones. Es como… no sé, como si volvieras a tener veinte años, pero con más morbo. Y Carmen, que parece una santa, se suelta ahí como una fiera.

Miguel escuchaba con los ojos abiertos de par en par, su mente corriendo a mil por hora. Conocía a Carmen, la mujer de Santi, desde hacía años; era todo lo contrario a Laura físicamente, una mujer rotunda, con unas tetas enormes que siempre parecían a punto de reventar cualquier camiseta, y unas caderas anchas que llenaban cualquier pantalón. La idea de ella en un entorno así, desnuda, follando con desconocidos mientras Santi miraba o participaba, lo puso cachondo de una manera que no esperaba. Su lado morboso, siempre al acecho, se disparó, y no pudo evitar imaginarse a Carmen en esas situaciones, su cuerpo rebotando mientras otro tío la agarraba. Pero al mismo tiempo, su mente se fue a Laura, a cómo sería si ellos hicieran algo así. Sacudió la cabeza, intentando volver a la conversación, y soltó una risa nerviosa.

—Joder, Santi, no me lo puedo creer. ¿Carmen en un sitio de esos? Hostia, si la veo, no sé ni cómo mirarla a la cara ahora. ¿Y no os da cosa? ¿No os ponéis celosos o algo? Porque yo no sé si podría ver a Laura con otro, aunque… bueno, no sé, es una locura.

Santi se encogió de hombros, dando otro trago a su café antes de responder con una sonrisa confiada.

—Al principio sí, tío, da un poco de cosa. Pero luego te das cuenta de que es solo sexo, ¿sabes? No hay sentimientos ni hostias. Es como un juego, y cuando lo haces con tu pareja, es como si os uniera más, porque lo hacéis juntos. Además, ver a Carmen con otro, joder, me pone a mil. Y ella igual, le mola verme con otra tía. Es un rollo que no entiendes hasta que lo pruebas. Deberías pensarlo, Miguel. Laura es un bombón, seguro que ahí arrasabais.

Miguel se rió de nuevo, aunque había un toque de incomodidad en su risa. Se rascó la nuca, mirando la mesa mientras procesaba lo que Santi le estaba contando.

—No sé, tío. Laura no es de esas, es muy modosita, muy de su casa. No creo que se apuntara a algo así ni de coña. Pero… joder, no sé, me has dejado rayado. ¿Y si se lo planteo? ¿Qué hago si me manda a la mierda?

Santi le dio otra palmada en el hombro, riéndose.

—Planteáselo con calma, cabrón. No le sueltes de golpe que quieres ir a un hotel swinger. Empieza por algo más light, como una escapada los dos solos, y luego ya ves cómo lo llevas. Pero te digo una cosa: la rutina mata, y si no le das caña a la relación, se va al garete. Piénsalo.

La sirena que marcaba el fin del descanso sonó, y ambos se levantaron, recogiendo sus cosas para volver al taller. Pero mientras Miguel caminaba de regreso a su puesto, con el ruido de las máquinas llenando el aire y el olor a metal pegado a su ropa, no podía dejar de pensar en lo que Santi le había contado. Su mente, siempre inclinada a lo morboso, se llenó de imágenes de Laura y él en un lugar como ese, desnudos en una playa, rodeados de otras parejas, explorando cosas que nunca había considerado seriamente. ¿Y si lo hicieran? ¿Y si Laura, con ese cuerpo que siempre lo volvía loco, se soltara como Carmen? La idea lo excitaba, pero al mismo tiempo lo llenaba de dudas. No sabía si ella estaría dispuesta, no sabía si él mismo podría manejar algo así sin que los celos lo comieran por dentro. Pero una cosa estaba clara: no podía sacárselo de la cabeza.

Durante el resto del día, mientras ajustaba tuercas y revisaba motores, Miguel le dio vueltas y más vueltas a la conversación. Cada vez que tenía un momento de pausa, su mente volvía a Vera, a ese hotel swinger, a las historias de Santi. Imaginaba a Laura caminando desnuda por una playa, su culo perfecto al aire, su cabello rubio cayendo sobre sus hombros mientras otros la miraban con deseo. Imaginaba intercambios, sus manos en otra mujer mientras Laura estaba con otro hombre, y aunque la idea lo ponía cachondo, también lo inquietaba. ¿Qué pasaría si se lo planteara? ¿Se reiría de él? ¿Se enfadaría? ¿O, tal vez, en el fondo, habría una parte de ella que lo considerara?

De camino a casa después del turno, mientras conducía su viejo coche por las calles oscurecidas, Miguel no podía pensar en otra cosa. La radio sonaba de fondo, pero él apenas la escuchaba. Su mente estaba atrapada en una sola pregunta: ¿y si se lo planteara a Laura? ¿Qué diría? Sabía que no era el momento, no con lo rara que la notaba últimamente, pero la semilla estaba plantada. Y su lado morboso, ese que siempre había estado ahí, no dejaba de susurrarle que tal vez, solo tal vez, esto podría ser la chispa que necesitaba su relación. O el desastre que lo arruinaría todo.

El reloj de la oficina marcaba las 6:45 de la tarde, y el silencio se había apoderado del espacio de Logística Integral S.A. Los pasillos, que durante el día estaban llenos de voces y pasos apresurados, ahora estaban vacíos, salvo por el eco ocasional de una puerta cerrándose en la distancia. Laura estaba en su escritorio, organizando unos papeles con movimientos mecánicos, su mente ya anticipando lo que sabía que vendría. Había intentado mantenerse ocupada, retrasar lo inevitable, pero cuando el teléfono interno sonó y la voz de Carlos resonó a través del auricular, su estómago se contrajo con una mezcla de resignación y asco.

—Laura, ¿puedes venir un momento a mi despacho? Necesito que revisemos algo antes de que te vayas —dijo, su tono falsamente profesional, aunque ambos sabían que no había nada de trabajo en esa invitación.

Ella apretó el auricular con fuerza, sus nudillos blanqueándose mientras buscaba una excusa, cualquier cosa que la sacara de esa situación. Su voz salió más temblorosa de lo que quería, pero intentó sonar firme.

—Carlos, estoy terminando unos informes importantes. ¿No puede esperar a mañana? De verdad, tengo que irme pronto, Miguel me está esperando en casa.

Hubo una pausa al otro lado de la línea, y luego una risa baja, casi un bufido, que hizo que un escalofrío recorriera su espalda.

—Vamos, Laura, no me vengas con esas. Sabes que esto no tomará mucho. Solo unos minutos. Ven, no me hagas insistir.

Laura cerró los ojos, su respiración agitada mientras sentía que el nudo en su pecho se apretaba más. Quería colgar, quería salir corriendo de la oficina y no volver nunca, pero la realidad de su situación la anclaba al suelo. Perder su trabajo no era una opción; no podía permitirse ese lujo, no con las facturas acumulándose y la mirada de preocupación que Miguel ya empezaba a dedicarle. Finalmente, soltó un suspiro derrotado y murmuró un "está bien" apenas audible antes de colgar. Se levantó de su silla con piernas temblorosas, alisándose la falda con un gesto nervioso, y caminó hacia el despacho de Carlos al final del pasillo, cada paso sintiéndose como una condena.

Cuando entró, la escena era la misma de siempre: la puerta entreabierta, las persianas a medio cerrar, y Carlos sentado detrás de su escritorio con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Cerró la puerta detrás de sí con un movimiento instintivo, aunque inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. El aire en la habitación era denso, cargado de una tensión que le revolvía el estómago. Carlos se recostó en su silla, sus manos entrelazadas sobre el regazo, y la miró de arriba abajo con una intensidad que la hizo estremecer.

—Gracias por venir, Laura. Sabes que aprecio tu… disposición. Vamos, siéntate. Solo quiero que me relajes un poco, como siempre. Ha sido un día largo —dijo, su voz grave y pausada, mientras señalaba la silla frente a él con un gesto de la cabeza.

Laura se quedó de pie por un momento, sus brazos cruzados sobre el pecho como si quisiera protegerse. Su rostro era una máscara de resignación, pero había un destello de desafío en sus ojos verdes mientras intentaba, una vez más, resistirse.

—Carlos, por favor, hoy no. Estoy agotada, de verdad. No puedo seguir haciendo esto cada día. Dijimos que sería algo puntual, y ya… ya ha sido demasiadas veces. No puedo más.

Carlos levantó una ceja, su sonrisa ensanchándose con un toque de burla. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el escritorio, y bajó la voz a un tono más íntimo, casi conspirador.

—Vamos, Laura, no seas así. Sabes que esto nos beneficia a los dos. Solo unos minutos, y te dejo ir a casa con tu Miguel. No me hagas rogar, que no es mi estilo. Ven, siéntate. No compliques las cosas.

Ella sintió que su garganta se cerraba, la furia y la impotencia luchando dentro de ella mientras lo miraba fijamente. Quería gritarle, decirle que se fuera al infierno, pero las palabras se le atoraban. Finalmente, con un suspiro tembloroso, se sentó en la silla, sus manos apretadas sobre su regazo, los ojos fijos en el suelo para no tener que mirarlo. Carlos soltó una risa baja de satisfacción y se levantó, rodeando el escritorio hasta detenerse frente a ella. Desabrochó su cinturón con una lentitud deliberada, el sonido del metal resonando en el silencio, y bajó la cremallera de su pantalón, dejando que el bulto en su ropa interior se hiciera evidente antes de bajársela lo justo para liberar su polla, ya medio erecta, gruesa y venosa, apuntando hacia ella con una urgencia que la hizo apartar la vista.

—Solo relájame, Laura. Como siempre. Usa tu mano, y terminamos rápido —murmuró, su voz cargada de un deseo que no intentó disimular, mientras se sentaba de nuevo en su silla, dejando que ella hiciera el resto.

Laura tragó saliva, su rostro ardiendo de vergüenza y asco mientras extendía la mano con dedos temblorosos, envolviendo su miembro con una torpeza que delataba su falta de voluntad. Cada roce era una puñalada a su dignidad, cada movimiento mecánico un recordatorio de lo bajo que había caído. Su mano subía y bajaba por su longitud, sintiendo la piel caliente y dura bajo sus dedos, mientras intentaba desconectarse, pensar en otra cosa, en cualquier cosa que no fuera el hombre frente a ella y lo que estaba haciendo.

Carlos, por su parte, estaba perdido en la sensación, sus ojos entrecerrados mientras observaba a Laura trabajar sobre él. Su polla palpitaba bajo su mano, endureciéndose más con cada movimiento, mientras sus caderas se alzaban ligeramente para encontrarse con ella, buscando más fricción. El placer era intenso, pero su mente estaba en otra cosa. Había llegado el momento de dar un paso más, de empujarla un poco más allá de lo que ya había logrado. Sabía que tenía que ser cuidadoso, que si la presionaba demasiado rápido podría romper el frágil control que había establecido, pero la idea de sentir sus labios en él, de verla doblegarse aún más, lo excitaba de una manera que no podía ignorar. Con una voz ronca, cargada de deseo, habló, inclinándose ligeramente hacia ella.

—Laura, ¿sabes qué me encantaría? Solo un pequeño gesto más… un beso. Solo un beso en la punta, nada más. Sería… joder, sería increíble. ¿No crees que nos acercaría más?

Laura detuvo su mano de inmediato, retirándola como si quemara, y levantó la vista hacia él con los ojos abiertos de par en par, llenos de una mezcla de incredulidad y furia. Su rostro se endureció, y su voz salió más alta de lo que esperaba, temblorosa pero cargada de enfado.

—¿Qué coño dices, Carlos? ¡Dijimos que solo esto, nada más! ¡Solo mi mano, y ya está! ¿Qué mierda te pasa? Si sigues por ahí, me voy ahora mismo, te lo juro.

Carlos levantó las manos en un gesto de aparente rendición, aunque sus ojos no mostraban ni un ápice de arrepentimiento. Su sonrisa no vaciló, y su tono se suavizó, intentando calmarla mientras su polla seguía dura, expuesta, esperando.

—Vale, vale, tranquila. No te enfades. Sigue, no pasa nada. Solo era una idea, ¿sabes? Me encantaría sentir tus labios en mi polla, sería maravilloso, algo que nos uniría más. Pero si no quieres, no pasa nada. Sigue con la mano, venga.

Laura lo miró fijamente, su respiración agitada, mientras sentía que la furia y la impotencia la consumían. Sus manos temblaban a sus costados, pero sabía que no podía irse, no podía arriesgarse a las consecuencias. Finalmente, con un gruñido de frustración, volvió a extender la mano, envolviendo su miembro de nuevo, sus movimientos más bruscos ahora, como si quisiera terminar lo antes posible.

—No, Carlos. Eso no va a pasar nunca. ¿Entendido? Esto es lo máximo, y punto. No me pidas más, porque no lo voy a hacer.

Carlos soltó un suspiro, fingiendo decepción, pero su mente seguía trabajando, buscando formas de desgastar su resistencia. Mientras sentía su mano apretándolo, deslizándose por su longitud con una mezcla de torpeza y determinación, continuó hablando, su voz baja y sugerente, como si estuviera plantando semillas que esperaba que germinaran con el tiempo.

—Está bien, Laura, lo entiendo. Pero piénsalo, sería solo un pequeño pasito más en la confianza que ya tenemos. Algo tan simple, un beso, y podría incluso revisar tu sueldo, darte un pequeño aumento. No sería nada del otro mundo, solo un gesto más íntimo. Imagínatelo, tus labios en mí, solo un segundo… sería increíble.

Ella apretó los dientes, sus movimientos volviéndose más rápidos, casi agresivos, mientras intentaba ignorar sus palabras. Su rostro estaba rojo de furia y vergüenza, y su voz salió como un siseo mientras seguía trabajando sobre él, sintiendo la humedad del precum en sus dedos.

—Te he dicho que no, Carlos. Para de una puta vez. No voy a chupártela, ni ahora ni nunca. Esto es lo máximo, y si sigues insistiendo, te juro que me voy y no vuelvo.

Carlos se rió por lo bajo, un sonido que la hizo estremecer, y se recostó aún más en la silla, dejando que ella continuara mientras seguía soltando pequeñas insinuaciones, cada una más directa que la anterior.

—Vale, vale, no insisto. Pero joder, Laura, no sabes lo que me haces pensar. Esos labios tuyos, tan bonitos, tan cerca… Solo un roce, un besito en la punta, y te prometo que no pido más. Sería nuestro secreto, algo especial. Piénsalo, ¿eh? No te cierres tanto.

Laura no respondió, no lo miró. Sus ojos estaban fijos en el suelo, su mente un caos mientras su mano seguía moviéndose, sintiendo cómo su polla se tensaba más, cómo su respiración se volvía más pesada. Quería que terminara ya, que todo acabara de una vez, pero cada palabra de Carlos era un golpe, un recordatorio de que no se detendría, de que siempre querría más. Finalmente, con un gemido gutural, Carlos se corrió, su semen caliente brotando con fuerza, manchando la mano de Laura, goteando entre sus dedos y cayendo en pequeñas gotas sobre el suelo. El olor acre llenó el aire, y ella retiró la mano de inmediato, como si quemara, mirando con horror la viscosidad blanca que cubría su piel. Su estómago se revolvió, pero se contuvo, apretando los labios con fuerza mientras se levantaba de la silla con movimientos rígidos.

Carlos dejó escapar un suspiro largo, satisfecho, mientras se recomponía, subiendo su ropa interior y abrochándose el pantalón con una lentitud deliberada. Su rostro mostraba una sonrisa de triunfo, y cuando habló, su voz estaba cargada de una falsa amabilidad.

—Gracias, Laura. Sabes que esto nos beneficia a los dos. Piénsate lo que te dije, ¿eh? Solo un pasito más, y podríamos hacer grandes cosas juntos. Nos vemos mañana.

Ella no respondió, no lo miró. Sin decir una palabra, se dirigió hacia la puerta, su mano aún pegajosa colgando a su lado, mientras sentía que el peso de lo que había hecho la aplastaba. Salió del despacho y caminó rápidamente por el pasillo vacío hacia el baño de mujeres, su mente en blanco, su cuerpo actuando por inercia. Empujó la puerta con el hombro, evitando usar la mano manchada, y se dirigió directamente al lavabo. Abrió el grifo con un movimiento brusco, dejando que el agua fría corriera sobre su piel, frotando con fuerza, casi con desesperación, como si pudiera borrar no solo el semen sino también el recuerdo de lo que había hecho. El jabón formó espuma entre sus dedos, y ella siguió fregando, más allá de lo necesario, hasta que su piel estuvo enrojecida y dolorida.

Mientras el agua seguía corriendo, Laura se miró en el espejo, pero no reconoció del todo a la mujer que le devolvía la mirada. Sus ojos verdes estaban vacíos, rodeados de ojeras que no había notado antes, y su rostro parecía más pálido de lo normal. En su mente, una verdad que no quería escuchar se hacía cada vez más clara: Carlos no iba a parar. Siempre querría un punto más, un paso más allá, y ella no sabía cómo detenerlo. Había pensado que esto sería algo puntual, que podría poner un límite, pero cada día que pasaba se sentía más atrapada, más incapaz de resistir. "¿Hasta dónde va a llegar esto?", pensó, su voz interna quebrándose mientras las lágrimas amenazaban con salir, aunque se obligó a contenerlas. Se sentía sucia, no solo en la piel, sino en un lugar más profundo, un lugar que no sabía cómo limpiar. Y lo peor de todo era saber que, aunque se negara una y otra vez, Carlos seguiría insistiendo, desgastándola hasta que no quedara nada de su voluntad.

Apagó el grifo con un movimiento brusco y se secó las manos con una toalla de papel, evitando volver a mirarse en el espejo. Salió del baño sin mirar atrás, recogió su bolso de su escritorio y abandonó la oficina, el eco de sus pasos resonando en el silencio. No sabía cuánto tiempo más podría seguir así, cuánto tiempo más podría soportar esto antes de que algo dentro de ella se rompiera por completo. Pero por ahora, solo podía seguir adelante, fingiendo que todo estaba bien, aunque sabía que nunca volvería a estarlo.

La noche había caído sobre el barrio cuando Laura y Miguel llegaron a casa, casi al mismo tiempo, como si el universo hubiera conspirado para que sus caminos se cruzaran en ese momento exacto. Laura bajó del autobús con pasos pesados, su bolso colgando de un hombro y su rostro pálido, marcado por el cansancio y la carga emocional de otro día en la oficina. Miguel, por su parte, llegó en su viejo coche, el motor rugiendo antes de apagarse frente a la entrada, su mono de trabajo aún manchado de grasa mientras salía con una expresión pensativa. Se encontraron en la puerta, intercambiando un saludo breve y un beso en la mejilla que carecía de la calidez de antaño. Ambos cargaban con algo que querían decir, algo que pesaba en sus pechos, pero ninguno sabía cómo empezar.

Dentro de la casa, el ambiente era tranquilo, casi opresivo, con el tictac del reloj de la cocina como único sonido mientras se quitaban los abrigos y dejaban sus cosas. Laura se dirigió al fregadero para lavarse las manos, un gesto que se había vuelto casi compulsivo después de cada encuentro con Carlos, aunque esta vez no había semen que borrar, solo la sensación de suciedad que no podía quitarse de encima. Miguel, mientras tanto, se sentó en el sofá del salón, soltando un suspiro largo mientras se quitaba las botas y dejaba caer la cabeza hacia atrás, mirando el techo con una mezcla de cansancio y nerviosismo. Sabía que quería hablar con Laura, contarle lo que Santi le había dicho, pero no sabía cómo abordarlo sin que sonara extraño o fuera de lugar, especialmente con lo rara que la notaba últimamente.

Laura salió de la cocina, secándose las manos con un trapo, y se sentó en el sofá junto a él, aunque dejó un espacio entre ellos, como si necesitara esa distancia para sentirse segura. Sus ojos verdes evitaban los de Miguel, fijos en un punto indefinido de la mesa de centro, mientras su mente giraba en torno a lo sucedido con Carlos esa tarde, a sus insinuaciones, a su insistencia en llevar las cosas más allá. Quería contárselo todo, descargar el peso de su culpa, pero el miedo la paralizaba. ¿Qué diría Miguel? ¿La juzgaría? ¿Se enfadaría? ¿O, peor aún, se sentiría traicionado de una manera que no podrían reparar? Su corazón latía con fuerza, pero no encontraba las palabras.

Miguel rompió el silencio primero, girándose ligeramente hacia ella y rascándose la nuca con una mano, un gesto nervioso que siempre hacía cuando no sabía cómo empezar una conversación.

—Bueno, amor, ¿qué tal tu día? ¿Todo bien en la oficina? —preguntó, su voz intentando sonar casual, aunque había un trasfondo de preocupación que no podía ocultar.

Laura forzó una sonrisa, aunque no llegó a sus ojos, y se encogió de hombros, jugando con el borde del trapo que aún sostenía.

—Bien, lo de siempre. Mucho trabajo, ya sabes. ¿Y el tuyo? ¿Cómo te fue en la fábrica? —respondió, su tono plano, casi mecánico, mientras intentaba desviar la atención de sí misma.

Miguel suspiró, recostándose en el sofá y cruzando los brazos sobre el pecho. Miró al techo por un momento antes de responder, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.

—Pues… normal, currando como un cabrón, como siempre. Pero… no sé, hoy tuve una charla con Santi, en el descanso del desayuno, y me dejó un poco rayado, la verdad. No sé si contártelo o no, porque es una locura, pero… joder, no sé, creo que necesito sacarlo.

Laura levantó la vista hacia él, sorprendida por el tono de su voz, y por un momento olvidó su propia tormenta interna. Sus cejas se fruncieron ligeramente, y aunque una parte de ella temía lo que pudiera decir, otra parte estaba aliviada de que la conversación no girara en torno a ella.

—¿Con Santi? ¿Qué te dijo? Cuéntamelo, no pasa nada —dijo, su voz más suave ahora, aunque su corazón seguía latiendo con fuerza, como si temiera que Miguel pudiera leer en su rostro lo que ella no se atrevía a confesar.

Miguel se rió nerviosamente, rascándose la nuca de nuevo antes de inclinarse hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas y mirando al suelo.

—Bueno, es una tontería, pero… estábamos hablando de cómo a veces las relaciones se enfrían, ¿sabes? De la rutina y eso. Y le conté que te notaba rara últimamente, que no sé qué te pasa, que estás como ausente. No se lo dije para mal, eh, solo porque necesitaba desahogarme con alguien. Y entonces él me soltó que a lo mejor lo que nos falta es… no sé, chispa, algo que rompa la monotonía.

Laura sintió que un nudo se formaba en su estómago, pero no dijo nada, solo asintió ligeramente, instándolo a continuar mientras su mente empezaba a girar. ¿Rara? ¿Ausente? Sabía que Miguel lo había notado, pero escucharlo de su boca hacía que su culpa se intensificara. Quería interrumpirlo, contarle todo sobre Carlos, pero las palabras se le atoraban en la garganta. En lugar de eso, murmuró un "sigue" apenas audible, sus manos apretándose sobre su regazo.

Miguel tomó aire, como si estuviera reuniendo valor, y continuó, su voz un poco más baja ahora, casi como si temiera su reacción.

—Entonces, Santi me contó algo… flipante, la verdad. Me dijo que él y Carmen, cada verano, dejan a los críos con los abuelos y se van una semana solos a la playa. Pero no a cualquier playa, ¿eh? A una nudista, de esas donde todo el mundo va en pelotas. Y los últimos dos años, se han alojado en un hotel en Vera, en Almería… un hotel swinger, ya sabes, de esos donde las parejas… pues eso, se intercambian y hacen cosas. Me quedé a cuadros, tía, no me lo esperaba para nada de Santi y Carmen.

Laura parpadeó, su rostro mostrando una mezcla de sorpresa y desconcierto mientras procesaba lo que Miguel le estaba contando. Por un momento, su propia carga emocional quedó en segundo plano, reemplazada por la imagen de Santi y Carmen, una pareja que siempre había considerado "normal", en un entorno tan fuera de lo común. No dijo nada de inmediato, solo lo miró fijamente, esperando a que continuara, mientras su mente empezaba a divagar hacia lugares que no esperaba.

Miguel se rió de nuevo, un sonido nervioso que llenó el silencio, y se giró hacia ella, buscando alguna reacción en su rostro.

—Ya, ya sé que suena a locura. Pero me lo contó todo, cómo el primer año solo miraban y luego se animaron a… bueno, a intercambiar con otras parejas. Y el segundo año igual, con unos ingleses o no sé qué. Dice que es como un juego, que no hay sentimientos ni nada, solo sexo, y que les ha unido más como pareja. Me dejó flipado, la verdad. No sé ni qué pensar.

Laura tragó saliva, sus manos temblando ligeramente mientras intentaba encontrar algo que decir. Su mente era un caos; por un lado, estaba sorprendida por lo que Miguel le estaba contando, pero por otro, una parte de ella no podía evitar relacionarlo con su propia situación. ¿Qué diría Miguel si le contara lo de Carlos? ¿Se enfadaría, o, como Santi, lo vería como algo… diferente? Finalmente, habló, su voz más baja de lo que pretendía.

—¿Y tú qué le dijiste? ¿Qué piensas de eso? Porque… joder, es una locura, ¿no?

Miguel se encogió de hombros, mirando al suelo de nuevo mientras jugaba con sus dedos, claramente incómodo pero decidido a seguir hablando.

—Pues… no sé, al principio me reí, le dije que no me lo creía. Pero luego me puse a pensar, ¿sabes? Toda la tarde estuve dándole vueltas. No es que esté diciendo que nosotros tengamos que hacer algo así, eh, no me malinterpretes. Pero… no sé, a veces pienso que me gusta imaginar cosas, que tengo un lado… morboso, digamos. Y mientras sea algo que hagamos los dos, como un juego, algo nuestro, pues… no me disgustaría probar algo diferente. No digo que sea con otra gente ni nada, solo… no sé, algo que nos saque de la rutina. ¿Me entiendes?

Laura sintió que su corazón se aceleraba mientras escuchaba a Miguel, sus palabras resonando en su cabeza de una manera que no esperaba. No era directo, no estaba diciendo explícitamente que quisiera verla con otro, pero la insinuación estaba ahí, flotando entre ellos como una bomba a punto de estallar. Internamente, su mente se disparó en mil direcciones. Siempre había sabido que Miguel tenía un lado morboso; lo había visto en pequeñas cosas, en comentarios subidos de tono, en la forma en que a veces fantaseaba en la cama. Pero nunca había imaginado que llegara a este punto, que pudiera siquiera considerar algo como lo que Santi y Carmen hacían. Y mientras él hablaba, una idea oscura y perturbadora se coló en su cabeza: ¿qué diría Miguel si le contara lo de Carlos? ¿Se enfadaría, o, joder, igual hasta le gustaba? La posibilidad la golpeó como un puñetazo, haciendo que su estómago se revolviera. Había estado tan segura de que confesarle lo que pasaba en la oficina destruiría todo, pero ahora, escuchándolo, empezaba a dudar. ¿Y si no era así? ¿Y si, en el fondo, una parte de él lo encontraba… excitante?

Pero al mismo tiempo, esa idea la llenaba de miedo y confusión. Si Miguel realmente tenía ese lado tan abierto, tan dispuesto a explorar, ¿qué significaba eso para su relación? ¿En qué se basaban los pilares de su vida juntos si algo tan fundamental como la exclusividad podía ser cuestionado? Laura sintió que el suelo bajo sus pies se tambaleaba, como si todo lo que había dado por sentado —su matrimonio, su idea de lo que era "normal"— estuviera siendo puesto en duda. No sabía si estaba lista para enfrentar esa conversación, no sabía si podía manejar las consecuencias de abrir esa puerta, especialmente con el peso de su propio secreto aplastándola.

Externamente, intentó mantener la compostura, forzando una sonrisa débil mientras lo miraba, aunque sus ojos evitaban los de él.

—Ya… te entiendo. Es… es raro, la verdad. No sé, nunca había pensado en algo así. Supongo que cada pareja es un mundo, ¿no? Santi y Carmen hacen lo que les funciona, pero… no sé si eso es para nosotros.

Miguel asintió, aliviado de que no hubiera reaccionado mal, aunque notó la tensión en su voz, la forma en que evitaba mirarlo directamente. Se inclinó hacia ella, intentando cerrar un poco la distancia entre ellos, y puso una mano sobre su rodilla, un gesto que pretendía ser reconfortante pero que la hizo tensarse ligeramente.

—Claro, amor, no estoy diciendo que lo hagamos. Solo… no sé, me hizo pensar, nada más. A lo mejor lo que necesitamos es una escapada los dos solos, sin llegar a nada loco. Algo para reconectar, ¿sabes? Porque te noto lejos, Laura, y no sé cómo acercarme. Si hay algo que te pasa, quiero que me lo cuentes. Estoy aquí.

Laura sintió que las lágrimas amenazaban con salir al escuchar esas palabras, la culpa y el miedo apretando su pecho con más fuerza que nunca. Quería contárselo todo, dejar que el peso saliera, pero no podía. No ahora, no cuando su mente estaba tan confundida por lo que él acababa de decir. En lugar de eso, puso su mano sobre la de él, apretándola ligeramente, y forzó otra sonrisa, aunque sabía que no era convincente.

—Gracias, Miguel. Lo sé. Solo… estoy cansada, ha sido un día largo. Pero lo pensaré, ¿vale? Lo de la escapada, digo. A lo mejor nos vendría bien.

Miguel asintió, aunque no estaba del todo convencido. Sabía que había algo más, algo que ella no le estaba contando, pero no quería presionarla. En su mente, la conversación con Santi seguía dando vueltas, y aunque había intentado ser sutil, una parte de él no podía evitar imaginar cómo sería si Laura se abriera a algo más… atrevido. No era solo el morbo de verla con otro; era la idea de compartir algo nuevo con ella, de romper las barreras que sentía que se habían alzado entre ellos. Pero también tenía miedo, miedo de que ella lo rechazara, de que pensara que estaba loco, o de que lo que fuera que la tenía tan distante fuera algo más serio de lo que imaginaba. Durante el resto de la noche, mientras cenaban en un silencio incómodo, su mente siguió divagando, preguntándose si alguna vez podrían hablar de esto con total honestidad, si alguna vez podrían enfrentar juntos lo que fuera que los estaba separando.

Laura, por su parte, se retiró a la cama esa noche con la cabeza hecha un lío. Mientras se acostaba junto a Miguel, mirando el techo en la oscuridad, no podía dejar de pensar en lo que él había dicho, en cómo su lado morboso parecía ir más allá de lo que había imaginado. La idea de que pudiera aceptar, o incluso disfrutar, algo como lo que pasaba con Carlos la llenaba de una mezcla de alivio y terror. ¿Y si se lo contaba? ¿Y si, en lugar de destruirlo todo, abría una puerta que no sabía si quería cruzar? Pero al mismo tiempo, dudaba de todo: de su matrimonio, de lo que significaba ser fiel, de lo que realmente querían el uno del otro. Los pilares de su vida, esos cimientos que siempre había dado por sentados, parecían tambalearse, y no sabía si tenía la fuerza para enfrentarse a lo que vendría si todo se derrumbaba.

La tarde siguiente, sabado ya de finales de junio, el calor ya empezaba a apretar, anunciando la llegada del verano. Laura y Miguel estaban en la cocina de su casa, sentados a la mesa después de cenar, con los platos ya recogidos y un par de cervezas abiertas frente a ellos. La ventana estaba abierta, dejando entrar una brisa tibia que apenas aliviaba el bochorno. Miguel había estado dándole vueltas a la idea desde su conversación con Santi, y después haber hablado con Laura y pensarlo, decidió que era el momento de planteárselo. Quería reconectar con ella, sí, pero también había una parte de él, esa parte morbosa que no podía acallar, que sentía curiosidad por ese mundo que Santi le había descrito.

Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, y tomó un trago de su cerveza antes de hablar, intentando sonar casual aunque había un brillo de entusiasmo en sus ojos.

—Oye, amor, ¿y si nos tomamos unos días libres ahora que empieza julio? He estado mirando, y podríamos irnos tres días a Almería, a la costa. Solo tú y yo, para desconectar un poco, reconectar, ¿sabes? Nos vendría bien salir de la rutina, pasar tiempo juntos sin pensar en el curro ni en nada.

Laura levantó la vista de su botella, sorprendida por la propuesta. Sus dedos jugaban con la etiqueta de la cerveza, despegándola poco a poco mientras procesaba lo que Miguel decía. La idea de una escapada sonaba tentadora; necesitaba desesperadamente un respiro, algo que la sacara de la pesadilla que vivía en la oficina con Carlos. Pero al mismo tiempo, sentía una punzada de ansiedad. ¿Podría dejar atrás todo eso, aunque fuera por unos días? Miró a Miguel, buscando en su rostro alguna pista de sus intenciones, y respondió con cautela.

—¿A Almería? ¿Así, de repente? No sé, Miguel, es un poco caro, ¿no? Y con el trabajo… no estoy segura de poder pedir días ahora.

Miguel sonrió, inclinándose un poco más hacia ella y poniendo una mano sobre la suya, un gesto que pretendía ser reconfortante.

—Tranquila, he estado ahorrando un poco, y no tiene que ser nada caro. Un hostal sencillo, algo cerca de la playa. Y en el trabajo, joder, te mereces un descanso, Laura. Llevas semanas que parece que cargas el mundo encima. Vamos, di que sí. Tres días, nada más. Solo para estar juntos, como antes.

Laura suspiró, mirando su mano bajo la de él, y por un momento se permitió imaginarlo: tres días lejos de la oficina, lejos de Carlos, solo con Miguel, intentando recuperar algo de lo que habían perdido. Pero había algo en el tono de Miguel, un entusiasmo que iba más allá de una simple escapada, que la hacía dudar. Frunció el ceño ligeramente y lo miró a los ojos.

—¿Y por qué Almería, exactamente? Hay playas más cerca. ¿Qué tienes en mente?

Miguel se rió, un sonido un poco nervioso, y se rascó la nuca antes de responder, bajando la voz como si estuviera compartiendo un pequeño secreto.

—Bueno, ya que lo preguntas… ¿Te acuerdas de lo que te conté de Santi y Carmen? Ese hotel en Vera, el… ya sabes, el especial. No digo que vayamos a hacer nada, eh, ni siquiera a entrar. Solo pensé que podría ser curioso pasar por ahí, verlo de lejos, ¿sabes? Como una anécdota. Pero lo importante es estar juntos, reconectar. Eso es lo que quiero, de verdad.

Laura sintió que un nudo se formaba en su estómago al escuchar eso. La mención del hotel swinger trajo de vuelta la conversación que habían tenido el día anterior, y con ella, las dudas y los pensamientos oscuros sobre lo que Miguel podría aceptar o incluso desear. No le gustaba la idea de acercarse a ese lugar, no con todo lo que ya cargaba en su conciencia, pero al mismo tiempo, no podía negar que necesitaba desesperadamente un cambio, una oportunidad para estar con Miguel sin el peso de la oficina aplastándola. Se quedó en silencio por un momento, mirando su cerveza mientras su mente giraba. Finalmente, levantó la vista hacia él y asintió lentamente, su voz más baja de lo que pretendía.

—Está bien, Miguel. Vamos. Tres días. Pero solo para reconectar, ¿eh? Nada de… cosas raras. Necesito esto, necesito estar contigo sin pensar en nada más.

Miguel sonrió de oreja a oreja, claramente aliviado y emocionado, y apretó su mano con más fuerza.

—¡Eso es, amor! Te prometo que será genial. Solo tú y yo, la playa, unas cervezas… y bueno, si pasamos por ese sitio, será solo una curiosidad, nada más. Vamos a pasarlo bien, ya verás.

Laura forzó una sonrisa, aunque no llegó a sus ojos, y asintió de nuevo. En su interior, sentía una mezcla de alivio y ansiedad. Quería creer que este viaje podría ayudarlos a reconectar, a dejar atrás, aunque fuera por unos días, la pesadilla que vivía con Carlos. Pero la insinuación de Miguel sobre el hotel swinger seguía resonando en su cabeza, recordándole que había cosas de las que no podían escapar, secretos y deseos que tal vez nunca podrían enfrentar del todo. Por ahora, solo podía esperar que estos tres días fueran un respiro, un pequeño parche para una relación que sentía que se desmoronaba bajo sus pies.
 
Parece uno de esos relatos que escribe una IA y no una persona... Y solo digo "parece" por cortesía.
 
Parece uno de esos relatos que escribe una IA y no una persona... Y solo digo "parece" por cortesía.
No lo niego, me he ayudado de una para escribirlo, si...pero oye si eso incumple alguna regla del foro, lo retiro, por mi no hay problema.
 
Capitulo 3

El viernes por la mañana llegó con un cielo despejado y un calor que ya se hacía notar a primera hora. Laura y Miguel se levantaron temprano, con una mezcla de entusiasmo y nerviosismo flotando en el aire mientras preparaban todo para su escapada de tres días a Almería. La casa estaba llena de un ajetreo inusual; Miguel cargaba una pequeña maleta con ropa para ambos, metiendo camisetas, pantalones cortos y trajes de baño en un desorden que Laura no pudo evitar reorganizar con un suspiro. Mientras tanto, ella preparaba una bolsa con cosas esenciales: protector solar, toallas, un par de botellas de agua y algunos snacks para el camino. Miguel, con su mono de trabajo ya guardado y vestido con una camiseta vieja y unos vaqueros gastados, llevaba las cosas al coche, un viejo Seat Toledo que había visto mejores días. El maletero estaba abierto, y él colocaba las maletas con cuidado, asegurándose de que todo cupiera, mientras tarareaba una canción que apenas recordaba.

—¿Seguro que no se nos olvida nada? —preguntó, asomándose por la puerta de la cocina donde Laura revisaba una lista mental, con el ceño fruncido por la concentración.

—No, creo que lo tenemos todo. Solo… asegúrate de que el coche no nos deje tirados, ¿eh? No quiero quedarme en medio de la carretera con este calor —respondió ella, forzando una sonrisa mientras doblaba una toalla y la metía en la bolsa. Aunque intentaba parecer relajada, había una tensión en su voz, un eco de la ansiedad que no podía sacudirse después de todo lo que había pasado en la oficina. Este viaje era una oportunidad para desconectar, pero no podía evitar preguntarse si realmente podría dejar atrás el peso de Carlos, aunque fuera por unos días.

Miguel se rió, dándole una palmada al marco de la puerta antes de salir de nuevo al coche.

—Tranquila, este cacharro es un guerrero. Nos llevará a Garrucha sin problema. ¡Venga, que nos vamos de aventura!

El viaje por carretera fue largo, unas cuatro horas desde su ciudad hasta la costa de Almería, pero el ambiente dentro del coche era más ligero de lo que Laura esperaba. Miguel había puesto una lista de reproducción de canciones de los 80 y 90 en un viejo USB conectado al radio, y cantaba a todo pulmón temas de Los Rodríguez y Héroes del Silencio, haciendo que Laura soltara alguna risa ocasional a pesar de sí misma. El paisaje fuera de la ventana cambiaba de campos secos a colinas áridas y, finalmente, al azul del Mediterráneo que empezaba a asomarse en el horizonte. Hablaron de cosas triviales —el calor, los planes para la playa, qué comerían al llegar— pero ambos evitaban tocar los temas más profundos que pesaban en sus mentes. Laura miraba por la ventana, intentando perderse en el paisaje, mientras Miguel tamborileaba los dedos en el volante, su mente divagando hacia lo que Santi le había contado y la posibilidad de ver ese hotel en Vera, aunque fuera de lejos.

Llegaron a Garrucha alrededor del mediodía, el sol en lo alto castigando sin piedad mientras aparcaban frente al pequeño hotel que Miguel había reservado. Era un lugar modesto, de tres estrellas, con una fachada blanca y un cartel algo descolorido que anunciaba "Hotel Mar y Sol". La recepción olía a ambientador de limón, y el recepcionista, un hombre mayor con una sonrisa amable, les entregó las llaves de una habitación en el segundo piso con vistas parciales al mar. Subieron con sus maletas, descargando todo en una habitación sencilla pero limpia, con una cama doble, un armario pequeño y un balcón desde el que se podía ver un trozo de playa entre los edificios. Laura dejó su bolso sobre la cama y abrió la ventana del balcón, dejando que la brisa salada llenara la habitación, mientras Miguel se quitaba la camiseta empapada de sudor y se echaba en la cama con un suspiro.

—Joder, qué ganas de playa, amor. Pero primero, a comer algo, que me muero de hambre —dijo, dándole una palmada al colchón para que se sentara a su lado.

Comieron en el restaurante del hotel, un espacio sencillo con mesas de madera y un menú del día que incluía gazpacho, pescado frito y una ensalada. La comida fue tranquila, con una conversación ligera sobre el viaje y lo bonito que era Garrucha, aunque había una tensión subyacente que ninguno mencionaba. Laura intentaba parecer relajada, riendo ante los comentarios de Miguel sobre el tamaño de las gambas en su plato, pero su mente seguía volviendo a la oficina, a Carlos, a la sensación de suciedad que no podía lavar. Miguel, por su parte, estaba más animado, emocionado por la idea de pasar tiempo con ella y, en el fondo, por la posibilidad de explorar algo nuevo, aunque no lo decía en voz alta.

Después de comer, decidieron bajar a la playa. Laura se cambió en el baño de la habitación, poniéndose un bikini azul oscuro que resaltaba su figura esbelta pero curvilínea, con un top que dejaba ver justo lo suficiente de su pecho pequeño pero firme, y una braguita que marcaba su culo de una manera que siempre había vuelto loco a Miguel. Cuando salió, él no pudo evitar mirarla de arriba abajo, una sonrisa pícara dibujándose en su rostro mientras silbaba bajito.

—Joder, estás que quitas el hipo. Vas a hacer que medio Garrucha se gire a mirarte —dijo, acercándose para darle un beso en el cuello mientras ella se reía nerviosamente y lo apartaba con un gesto juguetón.

La playa estaba a pocos pasos del hotel, una extensión de arena dorada bordeada por un paseo marítimo lleno de bares y tiendas. Extendieron sus toallas bajo una sombrilla alquilada, y mientras Laura se untaba protector solar en los brazos y las piernas, Miguel no podía quitarle los ojos de encima, admirando cómo la luz del sol hacía brillar su piel y cómo el bikini se ajustaba a cada curva de su cuerpo. Había otras personas alrededor, familias, parejas y grupos de amigos, y Miguel notó que más de un hombre echaba un vistazo disimulado hacia Laura mientras pasaba o se sentaba. En lugar de molestarlo, eso lo excitaba, despertando ese lado morboso que siempre había tenido. Se inclinó hacia ella, bajando la voz para que solo ella lo oyera, y murmuró con una sonrisa:

—Mira cómo te miran. No me extraña, estás impresionante. Me gusta que se fijen en ti, ¿sabes?

Laura se ruborizó, dándole un pequeño empujón en el hombro mientras intentaba ocultar una sonrisa.

—Calla, tonto, no digas eso. Me da vergüenza —respondió, aunque había un toque de coquetería en su voz que no pasó desapercibido para Miguel. Por un momento, se permitió disfrutar de la atención, del sol, del sonido de las olas, intentando dejar atrás todo lo que la atormentaba. Pero la sensación de culpa seguía ahí, como una sombra que no podía sacudirse.

Pasaron la tarde entre baños en el mar y ratos tumbados bajo la sombrilla, hablando de cosas triviales y riendo por tonterías. Cuando el sol empezó a descender, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados, Miguel se incorporó sobre un codo y miró a Laura con una chispa de entusiasmo en los ojos.

—Oye, ¿y si damos un paseo por la playa antes de cenar? Hace una tarde de puta madre, y podemos explorar un poco más allá. ¿Qué dices?

Laura, que estaba recostada leyendo una revista, levantó la vista y asintió con una sonrisa suave.

—Vale, me parece bien. Vamos a caminar un rato, pero no muy lejos, ¿eh? Que luego tengo hambre —dijo, levantándose y sacudiéndose la arena de las piernas mientras se ponía un pareo ligero sobre el bikini.

Caminaron por la orilla, con el agua lamiendo sus pies y la brisa refrescando el calor del día. Miguel llevaba una mano en el bolsillo de sus bermudas, la otra rozando ocasionalmente la de Laura, mientras dirigía sus pasos hacia el norte, hacia una zona de la playa que sabía que era nudista, aunque no lo mencionó directamente. Había investigado un poco antes del viaje, y sabía que estaba cerca de Garrucha, justo al lado de la playa principal. Quería ver cómo reaccionaba Laura, y en el fondo, su lado morboso estaba deseando echar un vistazo, aunque fuera de lejos.

Al cabo de unos minutos, la playa empezó a cambiar; había menos gente con ropa de baño y más personas desnudas, caminando o tumbadas en la arena sin ninguna vergüenza. Laura lo notó de inmediato, sus mejillas enrojeciéndose mientras bajaba la mirada, claramente incómoda. Tiró del brazo de Miguel, deteniéndose en seco, y habló en un susurro nervioso.

—Miguel, creo que esta es la zona nudista. No me siento cómoda yendo más allá. Vámonos, por favor.

Miguel se giró hacia ella, con una sonrisa tranquilizadora, y asintió sin insistir.

—Vale, vale, no pasa nada. No vamos más lejos. Mira, ahí hay un banco en las dunas, junto a la playa. ¿Nos sentamos un rato a ver el atardecer y luego volvemos? —propuso, señalando un banco de madera algo desgastado que estaba a unos metros, en una zona elevada con vistas al mar.

Laura suspiró, aliviada de que no insistiera, y asintió.

—Está bien, pero solo un rato —dijo, siguiéndolo hasta el banco y sentándose a su lado, con el pareo ajustado alrededor de su cintura como si quisiera protegerse de las miradas.

Desde allí, podían ver el mar y parte de la playa nudista, aunque estaban lo suficientemente lejos como para no sentirse expuestos. El silencio entre ellos era cómodo al principio, con el sonido de las olas y las gaviotas llenando el aire, pero había una tensión subyacente, una curiosidad que Miguel no podía reprimir y una incomodidad que Laura intentaba ignorar.

Después de unos minutos, mientras el sol seguía descendiendo, Miguel notó algo extraño detrás de las dunas, a unos metros de donde estaban sentados. Había un movimiento, un sonido apenas audible de jadeos y risas bajas que llamó su atención. Miró a Laura de reojo, asegurándose de que no se diera cuenta de su interés, y luego volvió a mirar hacia las dunas, entrecerrando los ojos para distinguir mejor. Había algo pasando, algo que no podía ignorar. Se inclinó hacia ella, bajando la voz, y murmuró:

—Oye, aLaura, ¿no notas algo raro ahí detrás? Como… no sé, un ruido. ¿Vamos a echar un vistazo? Solo un segundo, disimuladamente.

Laura frunció el ceño, siguiendo su mirada, y aunque al principio quiso negarse, la curiosidad también la picó. Asintió con un gesto pequeño, casi a regañadientes, y ambos se levantaron del banco, moviéndose con cuidado para no llamar la atención. Se acercaron a las dunas, medio ocultos tras unos arbustos secos, y lo que vieron los dejó paralizados. A pocos metros, en un claro entre la arena y la vegetación, había una pareja teniendo sexo sin ningún pudor. La chica, joven, de unos veintitantos, con el cabello largo y oscuro cayendo sobre su espalda desnuda, estaba de rodillas, chupándole la polla a un hombre mayor, de unos cincuenta, con el cuerpo bronceado y algo fondón. Sus labios se movían con una intensidad casi desesperada, mientras él gemía bajito, con las manos en su cabeza, guiándola. A un lado, otro chico joven, probablemente la pareja de la chica, estaba sentado en la arena, completamente desnudo, masturbándose mientras los miraba con una mezcla de excitación y sumisión en el rostro. El aire estaba cargado de jadeos, del sonido húmedo de la felación, y de una tensión sexual que golpeó a Laura y Miguel como una ola.

Miguel sintió que su respiración se aceleraba de inmediato, su polla endureciéndose bajo sus bermudas mientras observaba la escena con los ojos abiertos de par en par. Su lado morboso, ese que siempre había estado ahí, se disparó al máximo, y por un momento se imaginó que la chica era Laura, arrodillada frente a él, sus labios rodeando su miembro con esa misma intensidad, mientras otro hombre los miraba. La idea lo puso a mil, y tuvo que ajustar su postura para ocultar la erección que crecía. Miró a Laura de reojo, preguntándose qué estaría pensando, pero no dijo nada, temiendo romper el momento. En su mente, deseaba que ella también lo sintiera, que compartiera aunque fuera un poco de esa excitación que lo consumía.

Laura, por su parte, sintió que su rostro ardía de vergüenza al principio, sus manos apretándose contra su pareo mientras intentaba apartar la mirada. Estaba escandalizada, no podía creer que estuvieran presenciando algo tan íntimo, tan crudo, en un lugar público. Quería irse, decirle a Miguel que volvieran al banco, pero sus pies no se movían. Poco a poco, mientras observaba a la chica pasar de la felación a montarse sobre el hombre mayor, sus caderas moviéndose con un ritmo frenético mientras sus pechos rebotaban y sus gemidos se hacían más fuertes, algo cambió dentro de ella. La escena, aunque al principio la había repelido, empezó a despertar algo que no esperaba: un calor que se extendía por su cuerpo, una humedad entre sus piernas que la sorprendió y la avergonzó a partes iguales. Miró al chico joven que se masturbaba, su polla dura y brillante de precum mientras observaba a su pareja follar con otro, y no pudo evitar imaginar, por un instante, cómo sería estar en el lugar de esa chica, sentir esa libertad, esa falta de inhibiciones. La culpa y el asco que siempre la acompañaban por lo de Carlos seguían ahí, pero ahora se mezclaban con una excitación que no podía negar.

Miguel notó el cambio en la respiración de Laura, la forma en que sus mejillas estaban enrojecidas no solo de vergüenza, y decidió arriesgarse. Sin apartar la vista de la escena, donde la chica ahora estaba a cuatro patas, siendo penetrada con fuerza por el hombre mayor mientras su pareja gemía y se corría en la arena, deslizó una mano hacia la cintura de Laura, rozando su piel justo por encima del pareo. Ella se tensó por un instante, pero no lo apartó, y él tomó eso como una señal para seguir. Sus dedos se deslizaron un poco más abajo, presionando suavemente contra su cadera, y susurró, apenas audible:

—Joder, esto es una locura, ¿verdad? Pero… no sé, me pone a mil.

Laura no respondió, pero tampoco se retiró. Su respiración era rápida, y cuando Miguel movió su mano un poco más, rozando el borde de su bikini bajo el pareo, ella lo dejó hacer, sus ojos aún fijos en la escena mientras la chica llegaba al clímax con un grito ahogado, su cuerpo temblando mientras el hombre mayor gruñía y se vaciaba dentro de ella. La intensidad del momento, la crudeza de lo que estaban viendo, había derribado una barrera dentro de Laura, y aunque no lo admitiría en voz alta, estaba cachonda, su cuerpo respondiendo de una manera que su mente aún luchaba por aceptar.

La escena terminó poco después, con los tres participantes recomponiéndose, riendo bajito mientras se limpiaban con toallas y se vestían parcialmente. Miguel y Laura, aún ocultos tras los arbustos, se miraron por un instante, pero no dijeron nada. Había una tensión eléctrica entre ellos, una mezcla de excitación y incomodidad que ninguno sabía cómo abordar. Sin una palabra, retrocedieron con cuidado hasta el banco y luego volvieron a la playa principal, recogiendo sus toallas y pertenencias en un silencio pesado. El sol ya se había escondido tras el horizonte, dejando un cielo púrpura que contrastaba con la tormenta de emociones que ambos cargaban.

De regreso al hotel, se ducharon por separado, evitando mirarse demasiado mientras se cambiaban para la cena. En el restaurante del hotel, se sentaron frente a frente, comiendo un plato de paella y bebiendo vino en un silencio que pesaba como una losa. Miguel quería decir algo, comentar lo que habían visto, pero temía la reacción de Laura, temía que ella lo juzgara por cómo había reaccionado. Laura, por su parte, estaba perdida en sus pensamientos, la culpa por lo de Carlos mezclándose con la excitación que había sentido en las dunas y la confusión sobre lo que eso significaba para ella y para su relación con Miguel. Ninguno habló de lo sucedido, pero ambos sabían que algo había cambiado, que habían cruzado una línea invisible al presenciar esa escena juntos, y que lo que viniera después, fuera lo que fuera, no sería fácil de ignorar.

La cena en el restaurante del hotel había transcurrido en un silencio pesado, con Laura y Miguel apenas intercambiando palabras mientras comían su paella y bebían vino. La escena que habían presenciado en las dunas seguía flotando entre ellos como un elefante en la habitación, una mezcla de excitación y incomodidad que ninguno sabía cómo abordar. Después de pagar la cuenta, subieron a su habitación en el segundo piso del Hotel Mar y Sol, el sonido de sus pasos resonando en el pasillo vacío. La brisa salada entraba por el balcón entreabierto, pero no lograba disipar la tensión que cargaban.

Dentro de la habitación, Laura se quitó las sandalias y se sentó en el borde de la cama, con un vestido ligero de verano que apenas cubría sus muslos, mientras Miguel se desabrochaba la camisa y se dejaba caer a su lado, vestido solo con unos bermudas y una camiseta gastada. Encendieron la televisión, un viejo aparato de tubo que ofrecía pocos canales, y se quedaron viendo un programa de concursos sin prestarle demasiada atención. La luz parpadeante de la pantalla iluminaba sus rostros, pero sus mentes estaban en otro lugar, atrapadas en las imágenes de la playa nudista, en los jadeos y los cuerpos desnudos que habían presenciado horas antes.

Miguel, incapaz de seguir ignorando lo que sentía, cambió de posición, apoyando un codo en la cama y girándose hacia Laura. Su respiración era un poco más rápida de lo normal, y había un brillo de nerviosismo y deseo en sus ojos mientras buscaba las palabras adecuadas. Finalmente, rompió el silencio, su voz baja pero cargada de curiosidad.

—Oye, cariño ¿qué te pareció lo que vimos esta tarde en las dunas? Sé que no hemos hablado de eso, pero… joder, no puedo sacármelo de la cabeza. ¿Tú qué piensas?

Laura sintió que su rostro se calentaba de inmediato, sus manos apretándose sobre el borde del vestido mientras evitaba mirarlo directamente. La pregunta la pilló desprevenida, aunque sabía que tarde o temprano tendrían que enfrentarlo. Tragó saliva, mirando la televisión como si pudiera encontrar una respuesta en la pantalla, y respondió con un murmullo inseguro.

—No sé, Miguel. Fue… raro. No esperaba ver algo así, la verdad. Me dio vergüenza, no sé qué pensar.

Miguel se rió por lo bajo, un sonido nervioso pero honesto, y se acercó un poco más a ella, su rodilla rozando la de Laura mientras se inclinaba para verla mejor.

—Ya, entiendo que te diera corte al principio. A mí también me sorprendió, pero… joder, te voy a ser sincero. Me gustó. Me puso cachondo, mucho. Ver a esa chica, que claramente era la novia del chaval joven, follando con ese tío mayor mientras el otro miraba y se pajeaba… no sé, fue como una película porno en vivo. ¿De verdad no sentiste nada?

Laura sintió que su corazón se aceleraba, sus mejillas enrojeciendo aún más mientras intentaba procesar la franqueza de Miguel. Quería negarlo, decir que no había sentido nada más que incomodidad, pero la verdad era que no podía mentirle, no del todo. Bajó la mirada a sus manos, jugando con el dobladillo de su vestido, y finalmente murmuró, casi en un susurro:

—Bueno… un poco, sí. Al principio me escandalicé, pero… no sé, al final también me puso un poco caliente. No lo esperaba, la verdad. Me siento rara admitiéndolo.

Miguel sonrió, una mezcla de alivio y excitación cruzando su rostro mientras se acercaba aún más, su mano deslizándose lentamente hacia la pierna de Laura, rozando su piel desnuda con las yemas de los dedos.

—No tienes que sentirte rara. Es normal, ¿sabes? Es algo… diferente, algo que no vemos todos los días. Y me alegra que lo admitas, porque joder, estoy que no puedo más de pensarlo —dijo, su voz más grave ahora, cargada de deseo mientras sus dedos subían un poco más por su muslo, probando su reacción.

Laura se tensó por un instante, pero no lo apartó. El calor de su mano, combinado con el recuerdo de lo que habían visto, reavivó esa chispa que había sentido en las dunas, esa humedad entre sus piernas que no podía ignorar. Estaba un poco caliente todavía, y aunque una parte de ella se sentía culpable por ceder tan fácilmente, otra parte deseaba dejarse llevar, olvidar todo lo demás por un momento. Giró la cabeza hacia él, sus ojos verdes encontrándose con los de Miguel, y asintió ligeramente, un gesto pequeño pero suficiente para darle luz verde.

Miguel no perdió el tiempo. Se inclinó hacia ella, capturando sus labios en un beso hambriento, sus manos deslizándose por su cintura para atraerla más cerca mientras la televisión seguía sonando de fondo, olvidada. Laura respondió al beso, sus manos subiendo a los hombros de él, sintiendo la urgencia en su toque, la necesidad que había estado conteniendo todo el día. Sus lenguas se entrelazaron, y el calor entre ellos creció rápidamente, sus respiraciones volviéndose más pesadas mientras las manos de Miguel bajaban por su espalda, levantando el vestido para rozar la piel de sus muslos y su culo.

Se separaron por un momento, jadeando, y Miguel se quitó la camiseta con un movimiento rápido, dejando al descubierto su torso fondón pero fuerte, mientras Laura se deslizaba fuera del vestido, quedando solo en ropa interior, un conjunto negro sencillo pero que resaltaba su figura. Él la miró de arriba abajo, sus ojos oscurecidos por el deseo, y murmuró con una voz ronca:

—Joder, estás increíble. Me has tenido loco todo el día con ese bikini, pero ahora… ahora pienso en esa chica de las dunas, cómo se la chupaba a ese tío, cómo follaba con él mientras su novio miraba. Me puso burro perdido, no te imaginas cuánto.

Laura sintió una punzada de incomodidad al escuchar eso, pero al mismo tiempo, sus palabras avivaron el calor que ya sentía. Se mordió el labio, dudando por un segundo, antes de inclinarse hacia él, sus manos deslizándose por su pecho mientras lo empujaba suavemente para que se recostara en la cama.

—Calla un poco, ¿vale? —susurró, aunque había un toque de juego en su voz mientras se posicionaba entre sus piernas, sus dedos desabrochando las bermudas de Miguel y bajándolas junto con su ropa interior, liberando su polla ya dura, gruesa y apuntando hacia arriba con una urgencia que la hizo tragar saliva.

Sin decir más, Laura bajó la cabeza, sus labios rozando la punta de su miembro antes de tomarlo en su boca, su lengua lamiendo la piel caliente mientras Miguel soltaba un gemido gutural, sus manos enredándose en su cabello rubio.

—Joder, sí, así… como esa chica, ¿sabes? Me imaginé que eras tú, chupándosela a otro mientras yo miraba. Me puso a mil, no te miento —dijo, su voz entrecortada por el placer mientras sus caderas se alzaban ligeramente, buscando más de su boca.

Laura sintió otra punzada de molestia al escuchar eso, sus movimientos deteniéndose por un instante mientras levantaba la vista hacia él, con su polla aún entre sus labios. Pero al verlo, con los ojos entrecerrados y la respiración agitada, algo cambió. Sus palabras, aunque al principio la incomodaron, empezaron a encenderla más, a alimentar esa parte de ella que había sentido algo en las dunas. Volvió a bajar la cabeza, tomándolo más profundo, sus labios apretándose alrededor de su longitud mientras chupaba con más intensidad, dejando que los gemidos de Miguel y sus comentarios morbosos llenaran la habitación. El sabor salado de su precum en su lengua, la sensación de su polla palpitando en su boca, la llevaban a un lugar donde la culpa y la vergüenza empezaban a desvanecerse, reemplazadas por un deseo crudo y urgente.

Después de unos minutos, Miguel la detuvo, tirando suavemente de su cabello para que se incorporara. Sus ojos estaban oscuros de lujuria mientras la giraba, poniéndola a cuatro patas sobre la cama, sus manos bajando su ropa interior para dejar al descubierto su culo perfecto y su coño ya húmedo, brillante de excitación. Se posicionó detrás de ella, su polla rozando su entrada mientras se inclinaba para susurrarle al oído, su voz ronca y cargada de deseo.

—Joder, Laura, estoy que no puedo más. Me imaginé que eras tú con ese tío mayor, follando mientras yo miraba, pajeándome como el chaval ese. Me puso más burro de lo que pensé. Imagínate que no soy yo, amor, que es otro, alguien que no conoces, metiéndotela ahora mismo.

Laura sintió que su cuerpo se tensaba al escuchar eso, una mezcla de molestia y excitación luchando dentro de ella. Quería protestar, decirle que parara con esos comentarios, pero antes de que pudiera hablar, Miguel la penetró con un movimiento lento pero firme, su polla gruesa deslizándose dentro de ella, llenándola por completo mientras soltaba un gemido bajo. La sensación la abrumó, y por un instante, su mente se fue a un lugar que no esperaba: visualizó el pene gordo y venoso de Carlos, el que había tocado tantas veces en la oficina, entrando en ella en lugar del de Miguel. La imagen la excitó de una manera que no podía entender, pero al mismo tiempo la asqueó, llenándola de una sensación rara, morbosa, que la hizo jadear mientras sus caderas se movían instintivamente contra él. Odiaba que su mente fuera allí, odiaba que el recuerdo de Carlos pudiera mezclarse con este momento, pero no podía evitarlo; el morbo y el asco se entrelazaban, haciendo que su coño se apretara alrededor de Miguel con más fuerza.

Miguel, ajeno a los pensamientos de Laura, siguió embistiéndola, sus manos agarrando sus caderas con fuerza mientras el sonido de sus cuerpos chocando llenaba la habitación. Su voz seguía susurrando, insistiendo en la fantasía, cada palabra avivando el fuego dentro de ambos.

—Imagínatelo, tu allí, otro tío follándote así, duro, mientras yo miro y me pajeo. Ufff, me pondría loco verte así, gimiendo para otro. ¿Lo sientes? ¿Te gusta imaginarlo? —dijo, sus embestidas volviéndose más rápidas, más desesperadas, mientras sentía que se acercaba al clímax.

Laura, al principio incómoda con sus palabras, sintió que algo se rompía dentro de ella. Cada comentario, cada insinuación, la encendía más y más, llevándola a un nivel de excitación que no esperaba. Sus gemidos se volvieron más fuertes, sus manos agarrando las sábanas mientras su cuerpo temblaba bajo el de Miguel, la imagen de Carlos y la fantasía de otro hombre mezclándose en su mente de una manera que la asustaba pero también la llevaba al borde.

—Sí… joder, sí… —murmuró, apenas consciente de lo que decía, perdida en la sensación de su polla dentro de ella y en las palabras de Miguel que la empujaban más allá de sus límites.

Finalmente, Miguel salió de ella justo a tiempo, gruñendo mientras se corría con fuerza, su semen caliente cayendo sobre el culo y la espalda de Laura en chorros espesos, marcando su piel mientras su cuerpo convulsionaba de placer. Laura, al mismo tiempo, llegó al clímax con un grito ahogado, su coño contrayéndose mientras oleadas de placer la atravesaban, su mente en blanco por un momento, olvidando todo lo demás. Fue un orgasmo abrumador, más intenso de lo que recordaba haber sentido en años, y mientras su cuerpo se relajaba, cayendo sobre la cama con la respiración agitada, una verdad la golpeó: este había sido, probablemente, el mejor orgasmo de su matrimonio.

Miguel se dejó caer a su lado, jadeando, su pecho subiendo y bajando mientras miraba el techo con una mezcla de satisfacción y sorpresa. En su mente, no podía creer lo que acababa de pasar, lo intenso que había sido, lo mucho que la fantasía de verla con otro había amplificado todo. Siempre había tenido un lado morboso, pero esto… esto era otro nivel. Mientras su respiración se normalizaba, se preguntó si habían desbloqueado algo nuevo, algo que podría cambiar su relación para siempre. La idea lo emocionaba, pero también lo hacía dudar; ¿hasta dónde podrían llegar con esto? ¿Era algo que Laura realmente quería explorar, o solo había sido el calor del momento? Mientras se quedaba dormido, con el cuerpo aún caliente y pegajoso de sudor, su mente seguía girando, llena de posibilidades que no sabía si se atrevería a perseguir.

Laura, tumbada a su lado, sentía el semen de Miguel enfriándose sobre su piel, pero no se movió para limpiarse de inmediato. Su mente era un caos, atrapada entre la euforia del orgasmo y un miedo creciente que no podía ignorar. Había sido el mejor clímax de su matrimonio, eso era innegable; la intensidad, la crudeza, la forma en que las palabras de Miguel y la imagen de Carlos se habían mezclado para llevarla al límite… era algo que no podía haber anticipado. Pero eso mismo la asustaba. ¿Qué significaba que pensar en Carlos, incluso con asco, la hubiera excitado tanto? ¿Qué significaba que las fantasías de Miguel, que al principio la molestaron, la hubieran llevado a un lugar tan intenso? Mientras miraba el techo en la oscuridad, con el sonido de la respiración de Miguel a su lado, sintió que los pilares de su vida seguían tambaleándose. Había algo nuevo entre ellos, algo peligroso y tentador a la vez, y no sabía si tenía la fuerza para enfrentarlo, especialmente con el peso de su secreto con Carlos todavía aplastándola. Mientras el sueño empezaba a alcanzarla, una parte de ella temía lo que vendría al día siguiente, lo que significaría despertar a esta nueva realidad que acababan de descubrir juntos.

El sábado amaneció con un cielo despejado y un calor que ya se hacía notar desde temprano en Garrucha. Laura y Miguel se levantaron con una mezcla de relajación y tensión residual de la noche anterior, el recuerdo de su intenso encuentro sexual todavía fresco en sus mentes. Después de un desayuno rápido en el comedor del Hotel Mar y Sol, con café y tostadas con tomate, decidieron aprovechar la mañana para explorar un poco más del pueblo. Miguel, vestido con una camiseta blanca y bermudas, parecía más animado de lo habitual, mientras Laura, con un vestido veraniego azul claro que dejaba sus hombros al descubierto, intentaba mantener una fachada de normalidad, aunque su cabeza seguía dando vueltas a lo que habían compartido en la cama y al peso de su secreto con Carlos.

Caminaron por las calles estrechas del centro de Garrucha hasta llegar al mercado local, un bullicioso espacio al aire libre lleno de puestos con frutas frescas, pescado recién capturado, y artesanías. El olor a sal y especias llenaba el aire, y el sonido de los vendedores pregonando sus productos se mezclaba con las risas de los turistas y lugareños. Miguel compró un par de melocotones maduros, bromeando con Laura sobre lo jugosos que estaban mientras le ofrecía un trozo, y ella sonrió, aunque su mente estaba a medias en otro lugar. Pasearon entre los puestos, deteniéndose a mirar collares de conchas y sombreros de paja, intercambiando comentarios triviales, pero había una corriente subyacente de algo no dicho, una curiosidad en Miguel que pronto se hizo evidente.

Después de una hora en el mercado, Miguel sugirió dar un paseo más largo, guiando sus pasos hacia Vera, una localidad cercana donde sabía que estaba el hotel del que Santi le había hablado. Había investigado la dirección antes del viaje, y aunque no lo admitió directamente, su intención era pasar por allí, aunque fuera solo para echar un vistazo. Laura, que caminaba a su lado con una botella de agua en la mano, notó que el rumbo no era casual y frunció el ceño, deteniéndose bajo la sombra de un árbol cuando vio el cartel del hotel a lo lejos, un edificio moderno con un diseño discreto pero elegante, rodeado de palmeras y con un aire de exclusividad que contrastaba con el entorno playero.

—¿En serio, Miguel? ¿Vamos a pasar por ese hotel? Te dije que no quería líos raros —dijo, cruzándose de brazos y mirándolo con una mezcla de incredulidad y reticencia, su voz baja para no llamar la atención de los transeúntes.

Miguel se rascó la nuca, con una sonrisa nerviosa pero insistente, y se acercó a ella, bajando también la voz.

—Venga, no vamos a hacer nada. Solo entramos un momento a la recepción, como si estuviéramos esperando a alguien, y echamos un vistazo. Es pura curiosidad, nada más. ¿Qué tiene de malo? Luego nos vamos a comer y listo. Porfa, solo un ratito.

Laura suspiró, mirando al suelo mientras se debatía internamente. No le gustaba la idea, no después de lo que habían visto en las dunas y de cómo eso había desatado cosas entre ellos que aún no entendía del todo. Pero al mismo tiempo, no quería discutir, no quería romper el frágil equilibrio que habían encontrado en este viaje. Finalmente, asintió a regañadientes, murmurando un "vale, pero solo un momento" mientras lo seguía hacia la entrada del hotel.

La recepción del hotel era un espacio amplio y luminoso, con suelos de mármol, muebles de diseño minimalista y un aire acondicionado que los golpeó como un alivio tras el calor exterior. Había un mostrador al fondo atendido por una mujer de mediana edad con una sonrisa profesional, y varias parejas entraban y salían, algunas vestidas con ropa de playa y otras con atuendos más elegantes, como si fueran a una fiesta. Laura y Miguel se sentaron en un sofá de cuero blanco en un rincón, fingiendo esperar a alguien mientras sus ojos recorrían el lugar. Sabían de qué iba este hotel, y eso hacía que cada persona que pasaba tuviera un aura de misterio, de posibilidad, que ambos comentaban en susurros.

—Mira esa pareja, la de la derecha. Él parece un tío normal, pero ella… joder, qué curvas. Seguro que aquí se lo pasan de puta madre —murmuró Miguel, inclinándose hacia Laura con una sonrisa pícara mientras señalaba discretamente a una mujer de cabello negro y un vestido ajustado que dejaba poco a la imaginación.

Laura puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una pequeña sonrisa mientras respondía en voz baja.

—Calla, no seas tan obvio. Pero sí, ella es guapa. Aunque mira a esos dos de ahí, los que acaban de entrar. Él es… no sé, tiene algo. —Se refería a un hombre rubio de pelo largo hasta los hombros, musculado, con una camiseta sin mangas que marcaba cada línea de sus brazos y pecho, y unos tatuajes que asomaban por su piel bronceada. Caminaba con una confianza que llamó la atención de Laura de inmediato, y aunque intentó disimularlo, sus ojos se detuvieron en él más de lo que pretendía.

Miguel notó su mirada y se rió por lo bajo, dándole un codazo suave.

—Vaya, te ha gustado el rubio, ¿eh? No me extraña, está como un tren. Imagínate lo que debe ser aquí con una pareja… seguro que no le falta acción. —Su tono era juguetón, pero había un brillo de morbo en sus ojos mientras observaba la reacción de Laura.

Ella se ruborizó, apartando la mirada y murmurando un "tonto" mientras intentaba cambiar de tema, pero la imagen del rubio se quedó en su mente, alimentando pensamientos que no quería admitir. Siguieron comentando a otras parejas, como una mujer de unos cuarenta con un cuerpo escultural y un hombre más joven que parecía colgado de ella, o un par de chicos que reían y se tocaban con una familiaridad que dejaba claro que estaban cómodos en este ambiente. Cada observación, cada susurro entre ellos, cargaba el aire con una tensión sexual que ambos sentían pero no nombraban.

Cuando se acercaba la hora de comer, decidieron irse, saliendo del hotel con una mezcla de alivio y curiosidad insatisfecha. Caminaron hasta un chiringuito en la playa de Vera, un lugar sencillo con mesas de plástico y un olor a sardinas a la brasa que les abrió el apetito. Comieron pescaíto frito y una ensalada, acompañados de un par de cervezas frías, mientras el sonido de las olas y las gaviotas llenaba el silencio entre ellos. Hablaron de cosas triviales, del mercado, del calor, pero evitaron mencionar el hotel, aunque ambos sabían que lo que habían visto y comentado seguía rondando sus cabezas.

De vuelta al Hotel Mar y Sol, se cambiaron para bajar a la playa de Garrucha. Laura se puso el mismo bikini azul oscuro del día anterior, mientras Miguel se enfundó unas bermudas y una camiseta sin mangas. La playa estaba llena de gente, familias y parejas disfrutando del sol de la tarde, y ellos extendieron sus toallas bajo una sombrilla alquilada, como el día anterior. Miguel, sin embargo, tenía algo en mente desde que habían llegado, y no tardó en sacarlo a colación mientras Laura se untaba protector solar en los brazos.

—Oye, ¿y si te quitas la parte de arriba del bikini? Hace calor, y aquí mucha gente lo hace. Además, estás preciosa, me encantaría verte así… y que otros te vean también —dijo, su voz baja pero cargada de un entusiasmo que no podía ocultar, mientras sus ojos recorrían su cuerpo con un deseo evidente.

Laura lo miró con incredulidad, negando con la cabeza mientras se reía nerviosamente.

—Ni loca, Miguel. Me da mucha vergüenza. No soy de esas, ya lo sabes. Déjalo, ¿vale? —respondió, ajustándose el top del bikini como para reafirmar su decisión.

Pero Miguel no se rindió tan fácilmente. A lo largo de la tarde, mientras se bañaban en el mar y descansaban bajo la sombrilla, volvió a insistir varias veces, siempre con un tono juguetón pero persistente.

—Venga, solo un ratito. Mira cómo lo hace esa chica de ahí, no pasa nada. Me pondría loco verte así, de verdad —decía, señalando a una mujer a unos metros que estaba en topless sin ninguna preocupación.

Laura se resistió cada vez, sintiéndose cada vez más incómoda con la idea, pero también notando cómo la insistencia de Miguel y la atmósfera relajada de la playa empezaban a desgastar su reticencia. Cuando el sol comenzó a decaer, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados, y la playa se fue vaciando un poco, finalmente cedió, más por cansancio que por convicción. Con un suspiro, se sentó en la toalla y, evitando mirar a Miguel directamente, se desató el top del bikini, dejándolo caer a un lado y exponiendo sus pechos pequeños pero firmes, con los pezones endurecidos por la brisa fresca del atardecer. Se cruzó de brazos al principio, claramente avergonzada, pero poco a poco se relajó, recostándose en la toalla mientras intentaba actuar con naturalidad.

Miguel sintió que su respiración se aceleraba de inmediato, su polla endureciéndose bajo las bermudas mientras la miraba, admirando cómo la luz del atardecer iluminaba su piel y cómo sus pechos atraían las miradas disimuladas de varios hombres y alguna mujer alrededor. Había un par de chicos jóvenes a unos metros que no podían evitar echar vistazos, y un hombre mayor con gafas de sol que claramente se había fijado en ella. En lugar de molestarlo, eso lo excitaba a un nivel que apenas podía controlar, su lado morboso disparándose mientras se inclinaba hacia Laura y susurraba con una voz ronca:

—Joder, estás increíble. Mira cómo te miran, me pone burro perdido que se fijen en ti así. Eres un espectáculo.

Laura se ruborizó intensamente, murmurando un "calla, por favor" mientras intentaba ignorar las miradas, pero no podía negar que una pequeña parte de ella, enterrada bajo la vergüenza, sentía un cosquilleo de excitación por la atención. No era algo que hubiera esperado disfrutar, pero la reacción de Miguel y el ambiente de la playa hacían que no pudiera evitarlo del todo.

Cuando el sol estaba a punto de desaparecer tras el horizonte, Miguel sugirió que era hora de irse, su voz cargada de una urgencia que Laura reconoció de inmediato. Recogieron sus cosas rápidamente, con ella volviendo a ponerse el top del bikini antes de caminar de regreso al hotel. El trayecto fue silencioso, pero la tensión sexual entre ellos era palpable, una corriente eléctrica que crecía con cada paso.

Una vez en la habitación, con la puerta cerrada y la brisa salada entrando por el balcón, Miguel no pudo contenerse más. Se acercó a Laura mientras ella dejaba su bolso en la cama, sus manos deslizándose por su cintura y atrayéndola hacia él con un movimiento posesivo. Sus labios buscaron los de ella en un beso hambriento, y su voz, ronca de deseo, murmuró contra su boca:

—Joder, me has puesto muy berraco en la playa. Verte en tetas, con todos mirándote… no puedo más. Me ha puesto cachondísimo saber que otros te deseaban.

Laura sintió que su cuerpo respondía al instante, un calor familiar extendiéndose por su piel mientras sus manos subían a los hombros de Miguel, dejándose llevar por el beso. Estaba un poco caliente también, la mezcla de la atención en la playa y la urgencia de Miguel avivando algo dentro de ella. Asintió ligeramente, sus mejillas enrojecidas, y murmuró un "vale" apenas audible mientras sus dedos empezaban a desabrochar la camiseta de él.

No perdieron tiempo. Miguel la desnudó rápidamente, quitándole el bikini y dejando su cuerpo al descubierto, mientras él se deshacía de sus bermudas y ropa interior, su polla ya dura y apuntando hacia arriba con una urgencia que no podía ocultar. La tumbó en la cama, posicionándose entre sus piernas mientras sus manos recorrían sus pechos, pellizcando sus pezones endurecidos y arrancándole un jadeo. Su voz seguía susurrando, cargada de morbo, mientras la miraba con ojos oscurecidos por el deseo.

—Imagínate que no soy yo. Imagínate que es otro, uno de esos tíos de la playa, follándote mientras yo miro. Joder, me pondría a mil verte así, gimiendo para otro.

Laura sintió una punzada de incomodidad al principio, como la noche anterior, pero el calor de su cuerpo y la intensidad del momento la arrastraron. Cerró los ojos mientras Miguel la penetraba con un movimiento lento pero firme, su polla gruesa llenándola por completo y arrancándole un gemido. Y entonces, como un flash inevitable, su mente se fue a Carlos, a su pene gordo y venoso, a la imagen de él entrando en ella en lugar de Miguel. La mezcla de excitación y asco volvió a golpearla, una sensación morbosa que la hacía jadear más fuerte, sus caderas moviéndose contra las de Miguel mientras intentaba luchar contra esos pensamientos pero no podía evitar que la encendieran. Odiaba que su mente fuera allí, odiaba que Carlos tuviera ese poder sobre ella incluso ahora, pero el morbo era innegable, haciendo que su coño se apretara alrededor de Miguel con más fuerza.

Miguel, ajeno a lo que pasaba por su cabeza, siguió embistiéndola, sus manos agarrando sus caderas mientras el sonido de sus cuerpos chocando llenaba la habitación. Sus palabras seguían alimentando la fantasía, cada una más intensa que la anterior.

—Sí, imagínatelo, otro tío metiéndotela así, duro, mientras yo miro y me pajeo. Buahr, sería tan de puta madre, me vuelve loco pensarlo —gruñó, sus embestidas volviéndose más rápidas, más desesperadas, mientras sentía que se acercaba al clímax.

Laura, perdida en la sensación y en las imágenes que su mente no podía apartar, llegó al orgasmo con un grito ahogado, su cuerpo temblando bajo el de Miguel mientras oleadas de placer la atravesaban. Él salió de ella justo a tiempo, corriéndose con un gemido gutural, su semen caliente cayendo sobre su vientre y pechos en chorros espesos mientras su cuerpo convulsionaba de placer. Ambos se quedaron jadeando, tumbados en la cama, con el sudor pegajoso en sus pieles y el sonido de sus respiraciones pesadas llenando el silencio.

Pero esta vez, algo era diferente. Mientras Laura miraba el techo, con el semen de Miguel enfriándose sobre su piel, sintió que no podía seguir cargando con el peso de su secreto, no después de todo lo que habían compartido en este viaje. Giró la cabeza hacia él, su voz temblorosa pero decidida mientras hablaba.

—Miguel… ¿quieres saber por qué he estado tan rara estos días? Creo que… creo que es hora de contártelo.

Miguel, aún recuperándose del clímax, se giró hacia ella con una mezcla de sorpresa y preocupación en los ojos. Se incorporó sobre un codo, mirándola fijamente, y asintió con seriedad.

—Sí, claro, dímelo, por favor. Llevo semanas notándote rara, y quiero saber qué te pasa. Cuéntamelo, estoy aquí.

Laura tragó saliva, su corazón latiendo con fuerza mientras buscaba las palabras. Quería contarle todo, descargar la verdad sobre Carlos, sobre lo que había pasado en la oficina, pero el miedo la paralizaba. Finalmente, decidió contarle solo una media verdad, algo que aliviara un poco el peso sin exponerlo todo.

—Es… es mi jefe. Creo que quiere algo conmigo. No es que me haya dicho nada directo, pero lo noto, ¿sabes? Me mira de una manera que me incomoda, y no sé cómo manejarlo. Por eso he estado tan distante, porque no me siento bien con eso.

Miguel frunció el ceño, procesando lo que ella decía, y su voz se volvió más seria mientras le preguntaba:

—¿Te está molestando? ¿Te está acosando de alguna forma? Porque si es así, voy y hablo con él, Laura. No voy a dejar que te hagan sentir así.

Laura dudó, su mente debatiéndose entre contarle la verdad —la presión de Carlos, las veces que la había obligado a masturbarlo— y seguir ocultándolo. Finalmente, mintió, bajando la mirada mientras negaba con la cabeza.

—No, no es eso. No me está acosando, solo… lo noto, ¿sabes? Es una sensación, y me incomoda. Pero no ha pasado nada, de verdad.

Miguel la miró por un momento, como si intentara leer en su rostro si había algo más, pero no insistió. Sin embargo, algo inesperado ocurrió: mientras procesaba lo que Laura le había contado, sintió que su polla empezaba a endurecerse de nuevo, una erección que no podía controlar mientras imaginaba a ese jefe desconocido deseando a su mujer. La idea, en lugar de enfadarlo, lo excitaba, alimentando ese lado morboso que había estado tan presente en este viaje.

Laura lo notó de inmediato, sus ojos bajando a su entrepierna con una mezcla de sorpresa y confusión.

—¿En serio, Miguel? ¿Te estás empalmando con esto? ¿Es que te gusta que sea así, que mi jefe me mire o qué? —preguntó, su voz llena de incredulidad mientras lo miraba fijamente, intentando entenderlo.

Miguel se rió nerviosamente, rascándose la nuca mientras intentaba encontrar las palabras, claramente avergonzado pero decidido a ser honesto.

—Es que no se, Laura, no sé cómo explicarlo sin que suene mal. Sí, me pone cachondo saber que otros te desean. No es que quiera que te sientas incómoda, ni que te acosen, eso no. Pero la idea de que alguien te mire, te quiera, y que tú sigas siendo mía… no sé, me vuelve loco. Es como lo de la playa hoy, o lo de las dunas. Me gusta imaginarte en esas situaciones, siempre que sea algo nuestro, algo que controlemos juntos. ¿Lo entiendes?

Laura lo escuchó en silencio, sus ojos fijos en él mientras su mente giraba a mil por hora. Sus palabras resonaban con lo que había pasado con Carlos, con la presión, con las cosas que había hecho bajo coacción. Pero también con lo que habían compartido en este viaje, con las fantasías de Miguel que, aunque al principio la incomodaban, habían terminado encendiéndola de una manera que no esperaba. Intentaba asimilar lo que él decía, preguntándose si esto significaba que podría contarle la verdad algún día, si él realmente podría aceptar lo que había pasado sin juzgarla, o si incluso lo encontraría excitante. Pero al mismo tiempo, el miedo seguía ahí, el temor de que todo se derrumbara si revelaba demasiado. Por ahora, solo asintió ligeramente, murmurando un "no sé, Miguel, es… raro para mí" mientras se tumbaba de nuevo, mirando el techo con una mezcla de confusión y reflexión.

Miguel no insistió más, sintiendo que había dicho lo suficiente por el momento. Se tumbó a su lado, su mano rozando la de ella en un gesto de apoyo, mientras ambos se quedaban en silencio, perdidos en sus pensamientos. Para él, este viaje había abierto una puerta que no sabía si podrían cerrar, una exploración de deseos que lo emocionaba pero también lo hacía dudar. Para Laura, cada palabra de Miguel era un recordatorio de su secreto, de la línea que había cruzado con Carlos, y de la posibilidad de que, tal vez, su relación pudiera sobrevivir a la verdad… o ser destruida por ella. Mientras la noche caía sobre Garrucha, ambos sabían que este viaje, y lo que habían descubierto el uno del otro, cambiaría las cosas para siempre.

El domingo llegó con un cielo ligeramente nublado, un alivio bienvenido después de los días de calor sofocante en Garrucha. Laura y Miguel se levantaron temprano en el Hotel Mar y Sol, con una mezcla de nostalgia por dejar atrás la costa y una tensión silenciosa por lo que habían vivido durante el fin de semana. Después de un desayuno sencillo de café y croissants en el comedor del hotel, recogieron sus cosas en la habitación, asegurándose de no olvidar nada. Laura doblaba la ropa con movimientos metódicos, guardando su bikini azul oscuro en la maleta mientras intentaba no pensar demasiado en los momentos en la playa y en las dunas. Miguel, por su parte, cargaba las bolsas con un aire más relajado, tarareando una melodía indefinida mientras echaba un último vistazo al balcón con vistas al mar.

Antes de partir, decidieron comer algo ligero en un bar cercano al hotel, un lugar pequeño con mesas al aire libre donde pidieron un par de bocadillos de tortilla y unas cervezas frías. La conversación fue tranquila, centrada en cosas banales como el buen tiempo que habían tenido, lo rico que estaba el pescado en Almería, y lo mucho que necesitaban este descanso. Pero bajo la superficie, ambos evitaban mencionar lo que realmente pesaba en sus mentes: las experiencias compartidas, las fantasías exploradas, y la confesión parcial de Laura sobre su jefe. Había un entendimiento tácito de que esas cosas se quedarían en Garrucha, al menos por ahora, aunque ambos sabían que no podían ignorarlas para siempre.

Después de comer, cargaron el viejo Seat Ibiza con sus maletas y bolsas, y emprendieron el viaje de regreso a casa. Eran unas cuatro horas de carretera, y el trayecto fue más silencioso que a la ida. Miguel conducía con una mano en el volante y la otra apoyada en la ventanilla abierta, dejando que la brisa le refrescara el rostro mientras la radio sonaba bajito con canciones pop de fondo. Laura, sentada a su lado, miraba por la ventana el paisaje que cambiaba de la costa a las colinas áridas y luego a los campos más familiares cerca de su ciudad. No había necesidad de hablar mucho; ambos estaban inmersos en sus propios pensamientos, procesando el fin de semana y lo que significaba para ellos. De vez en cuando, Miguel le echaba un vistazo a Laura, notando su expresión distante, y se preguntaba si debía sacar el tema de su jefe o de lo que habían vivido, pero algo en su postura le decía que no era el momento. Laura, por su parte, agradecía el silencio, usando el tiempo para intentar ordenar el caos en su cabeza, aunque sabía que no había respuestas fáciles.

El sol ya estaba bajo en el horizonte cuando llegaron a su barrio, el cielo teñido de tonos dorados y rosados mientras aparcaban frente a su casa. Descargaron las maletas en un silencio cómodo, cada uno llevando sus cosas al interior y deshaciendo el equipaje con movimientos automáticos. La casa olía a cerrado después de tres días fuera, y Laura abrió las ventanas para dejar entrar el aire fresco de la tarde mientras Miguel guardaba las toallas y los trajes de baño en el armario. Cenaron algo sencillo, un par de sándwiches y un poco de ensalada que había sobrado en la nevera, sentados en la cocina sin mucho que decir. El cansancio del viaje y la carga emocional del fin de semana empezaban a pesarles, y ambos sabían que la realidad de la semana laboral los esperaba al día siguiente.

Cuando llegó la hora de acostarse, se metieron en la cama después de una ducha rápida, el colchón familiar sintiéndose extrañamente diferente después de las noches en el hotel. Laura se puso un pijama ligero de algodón, tumbándose de lado con la mirada perdida en la pared, mientras Miguel, en calzoncillos y una camiseta vieja, se acostó a su lado, mirando el techo con las manos detrás de la cabeza. La luz de la lámpara de noche estaba apagada, y solo el tenue resplandor de la farola de la calle se colaba por las persianas, creando sombras suaves en la habitación. El silencio entre ellos era pesado, no incómodo pero sí cargado de pensamientos no expresados, y cada uno se sumió en sus reflexiones sobre lo que les esperaba con el inicio de la semana.

Miguel, con los ojos fijos en el techo, no podía evitar pensar en la nueva dinámica que había surgido entre él y Laura durante este viaje. Las imágenes de ella en topless en la playa, las fantasías compartidas en la cama, la escena en las dunas, y su confesión sobre su jefe giraban en su mente como un carrusel que no podía detener. Siempre había sabido que tenía un lado morboso, pero este fin de semana había llevado eso a un nivel que no esperaba. La idea de que otros desearan a Laura, de imaginarla con otro mientras él miraba, lo había excitado más de lo que podía admitir sin sentirse un poco avergonzado. Pero también lo hacía dudar. ¿Era esto algo que podían explorar juntos sin que se les fuera de las manos? ¿Era algo que Laura realmente quería, o solo se había dejado llevar por el calor del momento? Y luego estaba lo de su jefe; la sola mención de que alguien en su trabajo la miraba de esa manera había reavivado su deseo, pero también lo preocupaba. No quería que ella se sintiera incómoda, no quería que sufriera, pero no podía negar que la idea lo ponía a mil. Mientras su respiración se volvía más lenta, al borde del sueño, se preguntó cómo abordar esto en los días venideros. Quería hablar con Laura, ser honesto sobre lo que sentía, pero temía asustarla o empujarla más lejos de lo que ya estaba. La semana que empezaba al día siguiente sería un desafío, no solo por el trabajo en la fábrica, sino por cómo navegar esta nueva faceta de su relación, este terreno desconocido que los emocionaba y los asustaba a partes iguales.

Laura, tumbada de lado con las manos bajo la almohada, sentía un nudo en el estómago mientras pensaba en lo que le esperaba al día siguiente en la oficina. El viaje a Garrucha había sido un respiro, una burbuja temporal donde había podido, aunque fuera por momentos, dejar atrás el peso de Carlos y lo que había pasado. Pero ahora, de vuelta en casa, la realidad la golpeaba con fuerza. Sabía que el lunes tendría que enfrentarse a él de nuevo, a sus miradas, a sus insinuaciones, y probablemente a más presión para hacer cosas que la hacían sentir sucia y atrapada. La media verdad que le había contado a Miguel la noche anterior aliviaba un poco la carga, pero no lo suficiente; el secreto completo seguía pesando como una losa, y la reacción de Miguel, su excitación ante la idea de que su jefe la deseara, la había dejado más confundida que nunca. Por un lado, se preguntaba si podría contarle todo algún día, si su lado morboso significaba que podría aceptar lo que había pasado sin juzgarla. Pero por otro, temía que la verdad destruyera todo, que incluso su morbo tuviera límites que ella no podía prever. Y luego estaban los momentos en la cama, las fantasías que Miguel había compartido, y cómo su mente, traicionera, había ido a Carlos en los momentos más íntimos. Eso la asustaba más de lo que podía admitir; la mezcla de asco y excitación que sentía al pensar en él era algo que no entendía, algo que la hacía dudar de sí misma y de los pilares de su vida. Mientras el sueño empezaba a alcanzarla, su mente seguía girando, preguntándose cómo sobreviviría a la semana que comenzaba, cómo manejaría a Carlos, y si alguna vez encontraría el valor para ser completamente honesta con Miguel. La oficina, que una vez había sido solo un lugar de trabajo, ahora se sentía como una trampa, un campo minado emocional que no sabía si podría cruzar sin que todo se derrumbara.

En la oscuridad de la habitación, con el sonido de sus respiraciones como único ruido, Laura y Miguel se durmieron con sus pensamientos entrelazados pero no compartidos. El fin de semana en Garrucha había cambiado algo entre ellos, había abierto puertas que no sabían si estaban listos para cruzar, y la semana que empezaba al día siguiente sería una prueba de fuego para ambos. Para Miguel, era una oportunidad de explorar esta nueva conexión con Laura, de entender hasta dónde podían llegar juntos. Para Laura, era un recordatorio de la tormenta que la esperaba en la oficina, y de las decisiones que tarde o temprano tendría que tomar. Mientras la noche avanzaba, ambos soñaban con futuros inciertos, con deseos y miedos que aún no podían nombrar.
 
Lo de Laura es para hacérselo mirar.
Recibe acoso sexual por un cerdo como mi tocayo y ahora se pone a pensar en que es el quien la folla cuando lo hace con su marido.
Total, que está claro que el cerdo ese se la ca a follar cada vez que le dé la gana, con el consentimiento del marido y lo mismo en su presencia
No creo en estas cosas, pero cada cual lleva sus relaciones como quiere.
 
En todo los relatos hay un villano, yo ya he elegido el mío y no es otro que el impresentable de Carlos, estupendo relato ya me tiene impaciente esperando el priximo
 
Capitulo 4-A

El lunes amaneció con un cielo gris y una humedad pegajosa que anunciaba lluvia, un contraste sombrío con los días soleados que Laura y Miguel habían pasado en Garrucha. Laura se levantó con un nudo en el estómago, el peso de la vuelta a la rutina y, sobre todo, de la oficina, aplastándola antes incluso de salir de casa. Se vistió con una blusa blanca y una falda lápiz negra, un atuendo profesional pero ajustado que sabía que Carlos notaría, aunque no era su intención provocarlo. Miguel, ya vestido con su mono de trabajo para la fábrica, le dio un beso en la mejilla antes de salir, murmurando un "que tengas buen día, amor" que sonó más como una formalidad que como un deseo genuino. Laura forzó una sonrisa, pero mientras cerraba la puerta tras él, sintió que el aire se volvía más pesado. Sabía lo que le esperaba en la oficina, y aunque el viaje había sido un respiro, también había desatado algo en ella —y en su relación con Miguel— que no sabía cómo manejar.

El trayecto en autobús hasta el edificio de oficinas fue un borrón de pensamientos caóticos. Laura miraba por la ventana, viendo pasar las calles familiares, mientras su mente alternaba entre el recuerdo de las fantasías compartidas con Miguel en Garrucha y la repugnancia que sentía por lo que Carlos la había obligado a hacer antes del viaje. Pero también había algo más, algo que no quería admitir: una chispa de morbo, alimentada por las reacciones de Miguel y por su propia respuesta física en los momentos más oscuros. Se odiaba por sentir eso, por no poder apagar esa parte de sí misma que, a pesar de todo, se excitaba con la situación. Cuando bajó del autobús y caminó hacia la entrada del edificio, sus pasos eran pesados, como si cada uno la acercara más a una trampa de la que no podía escapar.

La mañana en la oficina transcurrió con una normalidad tensa. Laura se sentó en su escritorio, rodeada del zumbido de los teclados y las conversaciones banales de sus compañeros, intentando concentrarse en los informes que tenía que revisar. Pero su mirada se desviaba constantemente hacia la puerta del despacho de Carlos, al fondo del pasillo, sabiendo que en cualquier momento él la llamaría. Y así fue. A media mañana, mientras tomaba un sorbo de café insípido de la máquina expendedora, su teléfono interno sonó, y la voz de Carlos, grave y autoritaria, resonó a través del auricular.

—Laura, ven a mi despacho.

Ella tragó saliva, su corazón acelerándose mientras colgaba el teléfono y se levantaba, alisándose la falda con manos temblorosas. Sabía lo que quería Carlos, nunca era solo trabajo. Caminó por el pasillo, en el camino, creyó sentir las miradas de algunos compañeros, aunque probablemente solo era su paranoia, llamó a la puerta del despacho con un golpe suave. La voz de él, seca, le indicó que pasara.

Dentro del despacho, Carlos estaba sentado detrás de su escritorio, con una camisa azul claro que marcaba su figura robusta. Cerró la puerta tras ella, como siempre hacía, y el sonido del picaporte al encajarse resonó en los oídos de Laura como un martillo. Él se recostó en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho, y la miró de arriba abajo con una sonrisa que la hizo estremecerse.

—Vaya, Laura, parece que el fin de semana te ha sentado bien. Estás… radiante. ¿Dónde estuviste? ¿Con tu marido, supongo? —dijo, su tono cargado de una curiosidad que no era inocente.

Laura forzó una sonrisa tensa, quedándose de pie frente al escritorio mientras apretaba las manos frente a ella.

—Sí, estuvimos fuera, en la costa. Un pequeño descanso. —respondió, intentando mantener la conversación en terreno seguro, aunque sabía que no duraría.

Carlos se rió por lo bajo, levantándose de su silla y rodeando el escritorio con pasos lentos, deliberados, hasta quedar a pocos centímetros de ella. Su presencia era imponente.

—He estado pensando en ti estos días, me hiciste falta, ¿sabes? Te necesite y no estabas… —dijo, su voz bajando a un susurro mientras su mano se alzaba para rozar su brazo, un gesto que parecía casual pero que estaba cargado de intención.

Laura sintió que su estómago se revolvía, una mezcla de asco y miedo subiendo por su garganta mientras daba un paso atrás instintivamente.

—Carlos, por favor, no… no estoy cómoda con esto. Ya te lo dije antes —murmuró, su voz temblorosa pero con un hilo de resistencia que intentaba mantener.

Él sonrió de nuevo, una sonrisa que no llegó a sus ojos, y se acercó más, ignorando su protesta.

—Vamos, no seas así. Sé que te gusta, aunque no lo admitas. Y no querrás que las cosas se compliquen, ¿verdad? Solo quiero que me hagas un pequeño favor, algo que sabemos que haces muy bien. Nadie tiene que saberlo —dijo, su mano deslizándose ahora hacia su cintura, presionando con una firmeza que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.

Laura sintió que las lágrimas amenazaban con salir, su mente gritando que se resistiera, que saliera de allí, pero el miedo a las consecuencias —a que Carlos cumpliera sus amenazas, a que todo se supiera— la paralizaba…pero además ahora estaba esa otra parte de ella, esa que había despertado en Garrucha, esa que, a pesar del asco, sentía un cosquilleo de morbo ante la situación, alimentado por las fantasías de Miguel y por la idea de tener el control, aunque fuera en su mente. Había considerado, en algún rincón oscuro de su cabeza, que esto podría pasar, que podría llegar a algo más con Carlos, no porque lo deseara realmente, sino porque sabía que podía usarlo, girarlo a su favor si jugaba bien sus cartas. Tragó saliva, sus ojos bajando al suelo mientras murmuraba un "está bien " apenas audible, odiándose por ceder pero sabiendo que no veía otra salida en ese momento, aunque internamente ya había contemplado ir más allá.

Carlos no perdió tiempo. Con un movimiento rápido, la guió hacia un rincón del despacho, lejos de la ventana y de cualquier posible mirada, y se desabrochó el cinturón con una urgencia que no intentó ocultar. Su pantalón cayó lo suficiente para liberar su polla, ya dura, gruesa y venosa, apuntando hacia ella con una arrogancia que la hizo estremecerse.

—Vamos, Laura, ya sabes qué hacer. Tócamela como otras veces. Hazlo bien, y hazme disfrutar —ordenó, su voz ronca pero autoritaria, mientras se recostaba ligeramente contra la pared, esperando su movimiento.

Laura obedeció con reticencia aparente, sus rodillas temblando mientras se acercaba, sus manos alzándose con dedos inseguros para rodear su miembro, sintiendo el calor y la dureza bajo su piel. El asco la golpeó con fuerza, un punto de náusea subiendo por su garganta mientras lo tocaba, recordando todas las veces anteriores que había hecho esto bajo presión. Sus movimientos eran mecánicos al principio, subiendo y bajando por su longitud con una lentitud que intentaba prolongar el inevitable, mientras su mente luchaba entre la repugnancia y ese morbo oscuro que no podía apagar. Pero Carlos no estaba satisfecho con eso. Después de unos momentos, soltó un gruñido de impaciencia, sus manos agarrando su muñeca para detenerla mientras la miraba con ojos oscurecidos por el deseo.

—No, Laura, esto hoy no es bastante…Dame algo más….tu boca. Ponte de rodillas, no me hagas pedírtelo dos veces —dijo, su tono endureciéndose, cargado de una amenaza implícita mientras su otra mano se posaba en su hombro, empujándola hacia abajo con una presión que no dejaba lugar a discusión.

Laura sintió que su corazón se aceleraba, una mezcla de pánico y resignación cruzando su rostro mientras lo miraba, sus ojos llenos de una protesta silenciosa.

—Carlos, por favor, no… no estoy lista para eso. Es demasiado —murmuró, su voz quebrándose mientras intentaba resistirse, aunque en el fondo no sabía si realmente se estaba negando o solo estaba actuando, las imágenes de la chica de la playa de la Vera mamandosela al señor mayor delante de su novio acudieron a su mente, desde que asistió como espectadora a ese momento una parte de ella ya había considerado este paso con Carlos, quiza no tan inminente, pero si en el futuro, no por deseo como tal, sino por la necesidad de mantener un cierto control en la situación, de avanzar en este juego retorcido que su mente no muy lógica, era consciente, había comenzado a tejer después de Garrucha.

Carlos se rió por lo bajo, una risa oscura que la hizo estremecerse, y apretó más su agarre en su hombro, forzándola a arrodillarse con un movimiento firme.

—No te resistas, Laura. Sé que lo harás. No querrás que esto acabe así, ¿verdad? Vamos, sé buena, y hazlo, anuqe sea de manera rápida. Quedará entre nosotros, nadie tiene porque saberlo… —dijo, su voz ahora un susurro cargado de lujuria mientras su polla, aún dura y brillante de precum, quedaba a pocos centímetros de su rostro.

Laura cerró los ojos por un momento, asumiendo su derrota y a la vez conciendose de lo que estaba a punto de hacer, sus manos se alzaron temblando y lentamente se dirigieron hacia los muslos de Carlos, por un lado para mantener y controlar la distancia, pero tambien para mantener el equilibrio, por un momento parecía que claudicaba ante su presión, algo a lo que ayudaba que su rostro mostrara una mezcla de derrota y miedo que no era del todo fingida. Pero internamente, el asco la llenaba, pero junto a él había una chispa de algo más que poco a poco iba creciendo: una aceptación calculada, un reconocimiento interno de que ya había pensado en esto, de que igual podría usarlo para moldear la situación a su favor, para obtener cierto poder en su precaría situación, recordando incluso a su marido, para en cierta manera, alimentar las fantasías de Miguel y con ello girar el juego de poder con Carlos, quien ahora la estaba sometiendo, sin que él lo supiera.

En el torbellino de su mente, el asco se retorcía como una serpiente viscosa, enroscándose dentro de su ser. Sentía náuseas al pensar en lo que estaba a punto de hacer, en la cercanía de ese cuerpo que no deseaba, en el olor de su piel que ya imaginaba, acre y sudoroso, invadiendo sus sentidos. Su estómago se contraía con cada pensamiento, un rechazo visceral que le hacía desear gritar, huir, golpear a Carlos hasta que la soltara de esta prisión invisible que él había construido con sus amenazas y su arrogancia. Pero no había escapatoria, no en ese momento, no con el peso del chantaje aplastándola como una losa. Sus dedos, aún temblorosos sobre los muslos de él, se sentían como traidores, como si su propio cuerpo conspirara contra su voluntad, acercándola a un abismo del que no estaba segura de poder regresar.

"¿Cómo llegué aquí? ¿Cómo puedo estar considerando esto, arrodillarme ante este cerdo que me manipula, que me humilla con cada palabra? Quiero vomitar, quiero desaparecer", pensó, su respiración volviéndose más rápida, más superficial, mientras una gota de sudor frío recorría su nuca, un recordatorio de la realidad inescapable que la rodeaba.

Sin embargo, bajo esa repulsión, poco a poco se abría paso esa chispa de aceptación calculada y comenzaba a arder poco a poco con más fuerza, como una llama pequeña pero persistente que se negaba a apagarse. Laura sabía que resistirse ahora no cambiaría nada, que Carlos tenía el poder de destruir su vida con un solo movimiento, de exponerla de maneras que no podía soportar imaginar. Pero también sabía que ceder no tenía por qué significar rendirse por completo. En su mente, las piezas de un plan desesperado comenzaban a encajar, fragmentos de una estrategia nacida del instinto de supervivencia.

"Si lo hago, si me trago este asco y se la chupo, puedo darle la vuelta. Puedo hacer que esto sea mío, que no sea solo su victoria. Puedo usarlo, convertir esta humillación en un arma, en algo que me devuelva el control", reflexionó, sus pensamientos girando como un torbellino mientras sus manos se apretaban ligeramente contra los muslos de Carlos, no ya solo por equilibrio, sino como un ancla para su propia determinación. La idea de moldear la situación, de encontrar un resquicio de poder en este acto degradante, era un salvavidas al que se aferraba con uñas y dientes, incluso cuando cada fibra de su ser le gritaba que se detuviera.

Y luego estaba Miguel…

Su imagen irrumpió en su mente como un relámpago, un recordatorio de por qué, en algún rincón oscuro de su ser, esto no era solo una derrota. Había visto el deseo en los ojos de su marido cuando le hablaba de Carlos, cuando le confesaba las fantasías que lo consumían, esa curiosidad morbosa por verla con otro hombre, por imaginarla en situaciones que él no podía controlar pero que, no sabía por qué, lo encendían de una manera que ella no podía justificar. Recordó las noches en que sus palabras, susurradas en la penumbra de su dormitorio, habían encendido algo en ella también, una chispa de morbo que ahora, en este momento de absoluta vulnerabilidad, parecía crecer hasta convertirse en un fuego que no podía apagar.

"¿Y si esto es lo que él quiere? ¿Y si, de alguna manera retorcida, esto lo hace feliz, lo excita más allá de lo que admite? Joder, no sé si lo hago por él o por mí, pero pensar en su reacción, en cómo se endurecería al saber que estoy aquí, arrodillada, con la polla de otro en la boca… eso me quema, me quema de una manera que no soy capaz de entender", pensó, un calor traicionero asentándose poco a poco en su bajo vientre, mezclado con el asco y el miedo, creando una tormenta de emociones que la estaba desgarrando por dentro.

Pero no era solo el morbo lo que la empujaba hacia el borde. Era también la necesidad de proteger lo que tenía con Miguel, de mantenerlo a salvo de la verdad que Carlos podía desenterrar con una sola palabra. Si hacía esto, si cedía ahora, podía mantener el control de la narrativa, podía alimentar las fantasías de Miguel sin que él supiera nunca el trasfondo de coerción, el chantaje que la había llevado a este punto. Era un sacrificio, sí, pero uno que podía justificar si significaba proteger su matrimonio, si significaba girar el juego de poder con Carlos hasta que ella encontrara una salida.

"Si lo hago, puedo contárselo a Miguel como si fuera mi elección, como si fuera por él. Puedo hacer que esto sea nuestro, no de Carlos. Puedo quitarle el poder a este hijo de puta, incluso si eso significa tragarme mi orgullo, tragarme… todo", pensó, su mente tropezando con la crudeza de la imagen, su garganta apretándose ante la inevitabilidad de lo que estaba a punto de suceder.

El miedo seguía allí, apenas 10-15 segundos en el mundo real, pero todo estos pensamientos asolando su cabeza, era un monstruo que acechaba en cada rincón de su conciencia, susurrándole que esto la cambiaría para siempre, que una vez que cruzara esta línea, no habría vuelta atrás. Sentía el latido acelerado de su corazón, el temblor de sus manos, el nudo en su estómago que no se deshacía.

"¿Y si no puedo mirarme al espejo después de esto? ¿Y si Miguel lo descubre todo, no solo esto, sino por qué lo hice? ¿Y si me pierdo a mí misma en este juego enfermo?", se preguntó, sus pensamientos girando en un ciclo de pánico que la paralizaba. Pero junto a ese miedo, la aceptación calculada seguía creciendo, un escudo frío y pragmático que la protegía del colapso total. Sabía que no tenía otra opción, no en ese momento, no con tanto en juego. Y sabía, en algún lugar profundo y oscuro de su ser, que una parte de ella, por pequeña que fuera, estaba intrigada, atrapada por el morbo de lo prohibido, por el poder que podía reclamar si jugaba bien sus cartas.

Finalmente, con un suspiro que era más un sollozo contenido, Laura abrió los ojos, su mirada alzándose hacia Carlos con una mezcla de resignación y una determinación que no sabía que tenía. Sus manos, aún temblando, se deslizaron más arriba por sus muslos, acercándose al borde de su pantalón mientras su mente se rendía al acto que ya no podía evitar.

"Que sea rápido, que sea solo un medio para un fin. Lo hago por Miguel, por mí, por sobrevivir a este cabrón. Pero no puedo negar que una parte de mí quiere saber cómo se siente, cómo se siente ser esta versión de mí que nunca quise conocer", pensó, su respiración entrecortada mientras sus dedos alcanzaban la cremallera de Carlos, el sonido del metal deslizándose hacia abajo resonando como un disparo en el silencio de la habitación. Y con ese gesto, claudicó, no solo ante la presión de Carlos, sino ante la maraña de deseos, miedos y cálculos que la habían llevado a este momento, un punto de no retorno que sabía que la marcaría para siempre.

Sus manos, aún temblorosas, continuaron su tarea con una lentitud que parecía prolongar la agonía de su decisión, como si cada segundo fuera un intento desesperado de su mente por encontrar una salida que ya no existía. Bajó la cremallera por completo, el sonido áspero y seco llenando el aire como un eco de su rendición, y con un movimiento torpe pero inevitable, apartó la tela de los pantalones y el bóxer de Carlos, liberando su miembro frente a sus ojos. La visión la golpeó como un puñetazo, un impacto visceral que hizo que su aliento se atorara en su garganta. Allí estaba, la polla de Carlos, dura y pulsante, a pocos centímetros de su rostro, una presencia cruda y descarada que parecía burlarse de su resistencia, de cada pensamiento de rechazo que había albergado hasta ese instante. Era más gruesa de lo que había imaginado en sus peores pesadillas, con venas prominentes que recorrían su longitud como ríos oscuros bajo la piel, la cabeza hinchada y brillante por una gota de líquido preseminal que reflejaba la luz tenue de la habitación. La piel era de un tono más oscuro en la base, rodeada de un vello negro y rizado que desprendía un olor almizclado, invasivo, que llenó sus fosas nasales y avivó el asco que ya le revolvía el estómago. Era una imagen de pura carnalidad, un símbolo de la dominación que Carlos ejercía sobre ella, y al mismo tiempo, un recordatorio brutal de lo que estaba a punto de hacer, de lo bajo que había caído en este juego de poder que no había elegido jugar.

Internamente, su mente se fragmentó en un caos de emociones que chocaban como tormentas opuestas. El asco la inundó de nuevo, una ola nauseabunda que hizo que su garganta se apretara, que sus manos instintivamente quisieran retroceder, apartarse de esa cosa que parecía viva, hambrienta, exigiendo su sumisión.

"Joder, es repugnante. No quiero esto cerca de mí, no quiero olerlo, no quiero tocarlo, no quiero saber cómo se siente. Es como un arma, algo que me va a herir más allá de lo físico, algo que me va a manchar de una manera que no podré lavar nunca", pensó, su corazón latiendo con fuerza mientras una gota de sudor frío resbalaba por su sien, su respiración volviéndose más rápida, más superficial, como si intentara escapar de la realidad a través de cada exhalación. Pero no había escape, no con los ojos de Carlos fijos en ella, no con el peso de su chantaje aplastándola, no con la certeza de que si no lo hacía ahora, las consecuencias serían aún peores.

Sin embargo, bajo ese asco, esa repulsión que la desgarraba, seguía latiendo esa chispa de aceptación calculada, un mecanismo de defensa que se aferraba a la idea de control, por ilusorio que fuera. Sabía que no podía evitarlo, que este acto era inevitable, pero también sabía que podía decidir cómo enfrentarlo, cómo transformarlo en algo que no fuera solo una derrota.

"Si lo hago, si me trago este asco y lo hago bien, puedo terminar con esto rápido. Puedo hacer que él piense que tiene el poder, pero en realidad seré yo quien lo maneje. Puedo usar esto, contárselo a Miguel de una manera que lo encienda, que lo haga mío, que me devuelva algo de lo que estoy perdiendo aquí", reflexionó, sus pensamientos girando con una frialdad desesperada mientras sus ojos seguían fijos en la polla de Carlos, estudiándola no solo con repulsión, sino con una curiosidad clínica, como si fuera un obstáculo que debía superar con estrategia. Imaginó cómo se lo contaría a Miguel, cómo describiría este momento con un morbo que lo volvería loco, cómo podría convertir esta humillación en un regalo para su marido, en un arma contra Carlos, incluso cuando el mero pensamiento de tocarlo la hacía estremecerse de asco.

Y luego estaba esa otra parte de ella, esa sombra que no quería reconocer pero que no podía ignorar, esa chispa de morbo que crecía en su interior como un veneno dulce, susurrándole que había algo en esta situación, en esta vulnerabilidad extrema, que la intrigaba más de lo que estaba dispuesta a admitir

"¿Cómo se sentirá? ¿Cómo será tener esto en mi boca, sentir su calor, su peso, saber que estoy haciendo algo tan prohibido, tan sucio, que Miguel se volvería loco solo de imaginarlo? Joder, no debería pensar así, no debería sentir este calor entre las piernas, pero está ahí, y no puedo apagarlo", pensó, un rubor de vergüenza subiendo por su cuello mientras sentía un cosquilleo traicionero en su bajo vientre, una reacción física que contradecía cada grito de repulsión en su mente. Era como si su cuerpo y su mente estuvieran en guerra, uno empujándola hacia el abismo del deseo oscuro, la otra aferrándose a la náusea y al miedo, y en medio de esa batalla, ella sabía que no había victoria posible, solo una rendición que debía disfrazar de elección.

Con un suspiro que era más un jadeo de resignación, Laura decidió cómo lo haría. Sería rápida, eficiente, sin prolongar el contacto más de lo necesario. Usaría sus manos para controlar la profundidad, para mantener una barrera entre ella y él, para no dejar que esto se convirtiera en algo más invasivo de lo que ya era. "Lo tomaré solo con la boca, solo lo suficiente para que se corra rápido. Mantendré las manos en la base, no dejaré que me empuje más allá de lo que pueda soportar. No lo miraré a los ojos, no le daré esa satisfacción. Y cuando termine, me alejaré, me limpiaré, y fingiré que esto nunca pasó, incluso si sé que no podré olvidarlo", planeó, su mente trazando cada movimiento con una precisión casi mecánica, un intento de proteger lo poco de dignidad que le quedaba mientras se preparaba para el acto. Imaginó el sabor, salado y amargo, que llenaría su boca, el peso de su polla contra su lengua, la textura áspera de su piel, y cada imagen la hacía estremecerse, pero también la preparaba, como si ensayar mentalmente el horror pudiera hacerlo más soportable. Y en el fondo, sabía que una parte de ella, por pequeña que fuera, quería saber cómo sería, cómo se sentiría cruzar este límite, no solo por Miguel, no solo por sobrevivir, sino por una curiosidad oscura que no podía nombrar.

Sus manos, ahora más firmes aunque todavía temblorosas, se deslizaron por la base de su miembro, rodeándolo con una presión ligera pero decidida, un gesto que marcaba el inicio de su capitulación final. Su respiración se aceleró, su pecho subiendo y bajando con un ritmo errático mientras sus ojos se alzaban brevemente hacia Carlos, no para buscar su aprobación, sino para medir su reacción, para asegurarse de que podía manejar lo que venía. El aire entre ellos estaba cargado de una tensión que parecía vibrar, un silencio que pesaba como plomo mientras ella se preparaba para inclinar la cabeza hacia adelante, para cruzar el umbral del que no habría retorno.

Finalmente, con un suspiro que sonó como rendición, inclinó la cabeza hacia adelante, sus labios rozando la punta de su polla, el sabor salado de su precum invadiendo su boca mientras empezaba a chupar con movimientos lentos, casi mecánicos, dejando que él creyera que había ganado.

Carlos soltó un gemido bajo, sus manos enredándose en su cabello rubio mientras la guiaba, empujando sus caderas ligeramente para que lo tomara más profundo.

—Joder, sí, así, Laura. Sabía que lo harías bien. Mira cómo te queda mi polla en la boca, eres una puta maravilla —gruñó, su voz cargada de lujuria mientras sus ojos se fijaban en ella, disfrutando no solo del placer físico sino del poder que sentía sobre ella.

Laura sintió que las lágrimas se le escapaban, rodando por sus mejillas mientras sus labios se apretaban alrededor de su longitud, su lengua moviéndose por instinto mientras intentaba terminar lo antes posible. El sonido húmedo de su boca, los gemidos de Carlos, y el olor de su piel llenaban el aire, creando una atmósfera que la asfixiaba. Cada movimiento era una lucha interna: el asco la hacía querer parar, vomitar, salir corriendo, pero el morbo, ese maldito morbo que no podía apagar, la mantenía allí, haciendo que su cuerpo respondiera de una manera que su mente odiaba. Pensó en Miguel por un instante, en cómo reaccionaría si supiera esto, en cómo su lado morboso podría incluso excitarlo, y eso solo intensificó la confusión en su interior. Sus manos se apretaron en los muslos de Carlos, intentando mantener el control, mientras su boca seguía trabajando, tomándolo más profundo con cada embestida que él daba.

La sensación de su polla en su boca era abrumadora, una invasión cruda que llenaba cada rincón de su percepción con una intensidad que no podía ignorar. Era gruesa, más de lo que había anticipado, estirando sus labios hasta el límite mientras la cabeza hinchada rozaba el techo de su boca, dejando un rastro de un sabor salado y amargo que se pegaba a su lengua como una marca indeleble. La textura era áspera en algunos puntos, las venas prominentes pulsando bajo su piel, un recordatorio constante de la vida, del deseo animal que la atravesaba, mientras ella luchaba por mantener un ritmo que no la hiciera atragantarse. Cada vez que él empujaba sus caderas hacia adelante, la polla se deslizaba más profundo, golpeando el fondo de su garganta con una presión que la hacía jadear, sus ojos lagrimeando aún más mientras un hilo de saliva escapaba por la comisura de sus labios, cayendo por su barbilla en un goteo humillante que no podía controlar. El olor de su piel, almizclado y sudoroso, la envolvía como una nube tóxica, invadiendo sus fosas nasales con cada respiración entrecortada que lograba tomar, intensificando el asco que le revolvía el estómago, un nudo de náusea que amenazaba con hacerla colapsar en cualquier momento.

Los sonidos que llenaban la habitación eran una sinfonía grotesca de su degradación. El ruido húmedo y viscoso de su boca trabajando sobre él, un chasquido constante que resonaba como un eco de su rendición, se mezclaba con los gruñidos bajos y guturales de Carlos, cada gemido suyo una puñalada a su orgullo, una confirmación de su poder sobre ella.

—Joder, Laura, sí, así, chúpamela bien, sabía que tenías una boca hecha para esto —gruñó él, su voz ronca y cargada de una satisfacción arrogante mientras su mano se posaba en su nuca, no con violencia pero sí con una firmeza que le recordaba quién tenía el control.

Sus palabras eran como ácido, quemándola desde dentro, haciendo que las lágrimas cayeran más rápido, no solo por el esfuerzo físico, sino por la humillación que se asentaba en su pecho como un peso de plomo. Quería gritarle, escupirle, apartarlo con todas sus fuerzas, pero sus manos seguían aferradas a sus muslos, sus dedos clavándose en la tela de sus pantalones como si fueran lo único que la mantenía anclada a la realidad, lo único que evitaba que se derrumbara por completo bajo el peso de lo que estaba haciendo.

Internamente, su mente era un campo de batalla, un caos de emociones que chocaban con una violencia que la desgarraba. El asco era abrumador, una marea negra que la inundaba con cada movimiento de su boca, con cada sabor, cada olor, cada sonido que la rodeaba. Sentía que su cuerpo no le pertenecía, que se había convertido en un instrumento de la voluntad de Carlos, una herramienta para su placer que ella no podía reclamar como suya. "Esto es repugnante, no puedo seguir, quiero parar, quiero vomitar, quiero que esto termine ya. Cada segundo es una eternidad, cada embestida un recordatorio de lo bajo que he caído. ¿Cómo puedo estar haciendo esto, cómo puedo dejar que este cabrón me use así?", pensó, su respiración entrecortada mientras intentaba tragar el nudo en su garganta, sus lágrimas mezclándose con la saliva que goteaba por su barbilla, un retrato de su miseria que no podía borrar. Pero no había salida, no con el chantaje pendiendo sobre su cabeza como una guillotina, no con la certeza de que detenerse ahora solo traería consecuencias peores.

Y sin embargo, bajo ese asco, ese odio visceral hacia Carlos y hacia sí misma, seguía latiendo ese morbo oscuro, esa chispa maldita que no podía apagar, que crecía con cada gemido de él, con cada pensamiento de Miguel que irrumpía en su mente como un intruso no deseado. Imaginaba a su marido, sentado en su casa, ajeno a este momento, pero también lo imaginaba descubriéndolo, sus ojos oscureciéndose de deseo al escuchar cada detalle sórdido, al visualizarla arrodillada, con la polla de otro hombre en la boca, humillada pero poderosa en su capacidad de encenderlo. "¿Qué diría Miguel si me viera ahora? ¿Se pondría duro al instante, su respiración acelerándose mientras me imagina así, degradada, usada, pero suya de alguna manera retorcida? Joder, no debería pensar en esto, no debería sentir este calor entre las piernas, pero está ahí, y me está volviendo loca", reflexionó, un rubor de vergüenza subiendo por su cuello mientras sentía una humedad traicionera en su entrepierna, una reacción física que su mente rechazaba pero que no podía controlar. Era como si su cuerpo estuviera conspirando contra ella, respondiendo al morbo de la situación, al poder de saber que esto, de alguna manera, podía ser un regalo para Miguel, incluso cuando cada fibra de su ser le gritaba que se detuviera.

Intentó concentrarse en terminar rápido, en hacer lo necesario para que esto acabara de una vez. Sus manos, aferradas a los muslos de Carlos, se deslizaron hacia la base de su polla, rodeándola con una presión firme para controlar la profundidad, para evitar que él empujara demasiado lejos, que la ahogara con su urgencia. Su lengua, moviéndose por instinto más que por deseo, trazaba círculos alrededor de la cabeza cada vez que se retiraba, un movimiento mecánico diseñado para acelerar su clímax, para extraer cada gemido de él lo más rápido posible. Pero Carlos no se lo ponía fácil; sus caderas se movían con un ritmo errático, embistiendo hacia adelante con una fuerza que la hacía atragantarse, sus ojos lagrimeando aún más mientras un sonido ahogado escapaba de su garganta, un jadeo desesperado por aire que él ignoraba con una risa oscura.

—Vamos, Laura, trágatela más, sé que puedes, no seas tan tímida —gruñó, su mano en su nuca empujándola hacia abajo con más insistencia, su polla golpeando el fondo de su garganta con una intensidad que la hacía temblar, su cuerpo convulsionando por el esfuerzo de no colapsar bajo la presión.

Cada embestida era un recordatorio de su falta de control, de cómo, a pesar de sus intentos de manejar la situación, era Carlos quien dictaba el ritmo, quien la usaba como quería. Sus manos se apretaron con más fuerza en la base de su miembro, un intento desesperado de recuperar algo de poder, de limitar cuánto podía tomarla, pero incluso eso parecía inútil ante su urgencia. La saliva goteaba por su barbilla en hilos pegajosos, mezclándose con las lágrimas que no dejaban de caer, un retrato de su humillación que se grababa en su mente como una cicatriz que no sanaría nunca. "Solo un poco más, solo hasta que se corra, y esto terminará. Puedo soportarlo, tengo que soportarlo. Pero joder, cada segundo me rompe un poco más, cada gemido suyo es un clavo en mi orgullo", pensó, su mente girando entre la resignación y el asco mientras su boca seguía trabajando, sus labios apretándose alrededor de él con una determinación nacida del agotamiento, del deseo de escapar de este infierno lo antes posible.

Y en medio de todo, Miguel seguía allí, un espectro en su mente que no podía desterrar. Cada movimiento de su boca, cada sonido húmedo, cada gruñido de Carlos, lo imaginaba a través de sus ojos, a través de su deseo morboso, y eso, de alguna manera retorcida, la mantenía en marcha. "Si él supiera, si pudiera verme ahora, ¿me odiaría, o me desearía más que nunca? ¿Sería esto lo que siempre quiso, o lo que lo destruiría? No lo sé, pero pensar en él me da algo a lo que aferrarme, incluso si es solo una fantasía enferma", reflexionó, un sollozo contenido vibrando en su garganta mientras seguía, su cuerpo y su mente al límite, atrapados entre el asco más profundo y un morbo que no podía nombrar, un morbo que la mantenía arrodillada, trabajando con una intensidad que no quería reconocer como suya.

Después de unos minutos que a Laura le parecieron una eternidad, Carlos gruñó más fuerte, su agarre en su cabello apretándose mientras su cuerpo se tensaba.

—Joder, me voy a correr. Sacatela, sacatela, me corro… —dijo con una risa oscura, empujándola hacia atrás con un movimiento brusco. Laura se apartó justo a tiempo, jadeando, mientras él se masturbaba con un par de movimientos rápidos, su semen caliente cayendo en el suelo del despacho en chorros espesos, salpicando el linóleo a pocos centímetros de sus rodillas. El sonido de su respiración agitada llenó el silencio, y Laura se quedó allí, de rodillas, con las manos temblando y el sabor de él todavía en su boca, sintiéndose más sucia que nunca pero también, de una manera retorcida, más poderosa. Había cruzado otra línea, y aunque llena de asco, sabía que esto era algo que podía usar, algo que podía girar a su favor si jugaba bien sus cartas.

Carlos se recompuso rápidamente, subiéndose los pantalones y abrochándose el cinturón con una sonrisa satisfecha mientras la miraba desde arriba.

—Buen trabajo, Laura. Sabía que no me decepcionarías. Ahora, limpia eso antes de que alguien entre, y vuelve a tu escritorio.—dijo, su tono volviendo a ser frío y profesional, hasta cierto punto hiriente, como si nada hubiera pasado, mientras señalaba el charco en el suelo con un gesto despectivo.

Laura no respondió, solo asintió en silencio mientras se levantaba con gestos mecánicos, sus piernas temblando mientras tomaba un puñado de pañuelos de una caja en el escritorio y limpiaba el suelo con movimientos rápidos, queriendo borrar cualquier rastro de lo sucedido. Cuando salió del despacho, con el rostro enrojecido y los ojos bajos, sintió que el peso en su pecho era más grande que nunca, pero también había una chispa de algo nuevo: una determinación, una idea formándose en su mente sobre cómo podía usar esto, cómo podía contarle algo a Miguel y empezar a mover los hilos de esta situación retorcida.
 
Capítulo 4-B

El resto del día pasó en una niebla de culpa y reflexión. Laura apenas podía concentrarse en su trabajo, sus dedos tamborileando en el teclado mientras su mente giraba en torno a lo que había pasado y a lo que diría por la noche. Cuando llegó a casa, agotada y con la sensación de suciedad pegada a su piel a pesar de haberse lavado la cara mil veces, encontró a Miguel ya allí, sentado en el sofá con una cerveza en la mano y la televisión encendida en un partido de fútbol. La saludó con una sonrisa cansada, preguntándole cómo le había ido el día, y ella respondió con un "bien, lo de siempre" que no convenció a ninguno de los dos.

Después de una cena rápida de pasta recalentada, se sentaron juntos en el sofá, el silencio entre ellos cargado de algo no dicho. Laura, con una copa de vino en la mano para calmar sus nervios, decidió que era el momento de dar un paso más, de probar las aguas con Miguel y ver hasta dónde podía llevar esto. Se giró hacia él, sus ojos verdes buscando los suyos mientras hablaba en un tono bajo, casi tentativo.

—Oye, Miguel… ¿y si te dijera que hoy en la oficina pasó algo con mi jefe? No es que haya pasado nada serio, pero… no sé, a veces pienso en qué pasaría si lo dejara tocarme, o si yo lo tocara a él. Solo como una idea, ¿sabes? ¿Qué pensarías de eso?

Miguel, que estaba a punto de tomar un sorbo de su cerveza, se detuvo a medio camino, sus ojos abriéndose de par en par mientras la miraba con una mezcla de sorpresa y excitación. Su respiración se aceleró visiblemente, y una sonrisa pícara se dibujó en su rostro mientras dejaba la botella en la mesa y se inclinaba hacia ella, su voz ronca de deseo.

—Joder, ¿de verdad estás pensando en eso? Me volvería loco, no te miento. Imaginarte tocándolo, o dejando que te toque… me enciende un montón. Cuéntame más, ¿qué pasó hoy que estás pensando en eso?

Laura sintió una oleada de satisfacción al ver su reacción, al notar cómo sus palabras lo encendían de inmediato, cómo su lado morboso saltaba a la superficie sin dudar. Le gustaba eso, le gustaba tener ese poder sobre él, ver cómo sus ojos brillaban de deseo mientras imaginaba algo que ella podía controlar, algo que podía usar para mover los hilos de esta situación. Pero al mismo tiempo, había una contrapartida que la golpeaba con fuerza: que el otro fuera Carlos, el hombre que la había chantajeado, el hombre cuya polla había tenido en la boca esa misma mañana bajo presión. Esa realidad la repugnaba, la llenaba de asco y culpa, y aunque el morbo de la reacción de Miguel la excitaba, no podía evitar que una parte de ella quisiera gritar la verdad, confesar que no era un juego, que no era algo que ella había elegido libremente. En lugar de eso, forzó una sonrisa, inclinándose un poco hacia él mientras jugaba con el borde de su copa.

—No pasó nada, solo… lo pensé, ¿sabes? A veces me mira de una manera, y después de lo que hablamos en Garrucha, no sé, se me ocurrió. Pero no estoy segura, es raro.

Miguel se acercó más, su mano deslizándose hacia su rodilla mientras su voz bajaba aún más, cargada de entusiasmo.

—No es raro, amor. Es jodidamente caliente. Si alguna vez quieres probar algo, aunque sea solo un roce, un toque, me lo cuentas, ¿eh? Me volvería loco saberlo, imaginarlo. Madre mía, ya estoy que no puedo más solo de pensarlo.

Laura asintió, su sonrisa temblando un poco mientras sentía el calor de su mano en su rodilla y el peso de sus palabras en su pecho. Le gustaba verlo así, encendido, deseándola, alimentado por una fantasía que ella podía moldear. Pero la contrapartida de que fuera Carlos, de que todo esto estuviera construido sobre un chantaje y una verdad que no podía confesar, la llenaba de una inquietud que no podía sacudirse. Mientras la noche avanzaba y Miguel seguía hablando, sugiriendo detalles y fantaseando en voz alta, Laura se perdió en sus pensamientos, preguntándose hasta dónde podría llevar esto, cuánto podría controlar, y si alguna vez encontraría una salida a esta red de secretos y deseos que la atrapaba más con cada día que pasaba.

Los días posteriores al lunes en que Laura cruzó una línea más con Carlos en la oficina fueron un torbellino de emociones encontradas. Aunque el asco y la culpa seguían royéndola por dentro, también había una chispa de poder, una sensación de que podía moldear esta situación retorcida a su favor si jugaba bien sus cartas. Había decidido no contarle a Miguel lo que realmente había pasado en el despacho de Carlos, pero sí quería seguir alimentando su morbo, probando hasta dónde podía llevarlo, hasta dónde podía encenderlo con historias que, aunque inventadas, se sentían peligrosamente cercanas a la realidad. Quería ver cómo reaccionaba, cuánto podía empujarlo antes de que él mismo sugiriera algo más, algo que ella pudiera usar para avanzar en este juego de secretos y deseos.

La semana transcurrió con una rutina aparente, pero bajo la superficie, Laura comenzó a tejer sus relatos con cuidado, soltándolos en momentos estratégicos, generalmente por la noche, cuando ella y Miguel estaban relajados en casa, con la guardia baja y el ambiente cargado de una intimidad que facilitaba las confesiones. El martes por la noche, mientras estaban sentados en el sofá después de cenar, con un par de cervezas abiertas y la televisión apagada, Laura decidió empezar con algo sutil pero provocador. Se acurrucó contra Miguel, su cabeza apoyada en su hombro, y habló en un tono bajo, casi como si estuviera confesando un secreto.

—Oye, ¿sabes qué pasó hoy en la oficina? No es gran cosa, pero… me dejé abiertos dos botones de la camisa sin darme cuenta, y mi jefe, Carlos, lo notó. Me miró fijo, y joder, estoy segura de que vio mi sujetador negro, el de encaje que me gusta, y un buen pedazo de mis tetas. Me di cuenta, pero no los cerré de inmediato, no sé por qué. Me quedé ahí, dejando que mirara un rato antes de abotonarme. ¿Qué piensas de eso?

Miguel, bajo la cabeza y la miró, sus ojos abriéndose de par en par , una sonrisa lenta y pícara formándose en su rostro.

—Laura, ¿de verdad? ¿Lo dejaste mirar tus tetas así, sin más? Hostia, eso me pone a mil. Imaginarlo comiéndote con los ojos, viendo ese sujetador que te queda de puta madre… ¿Y no sentiste nada? ¿No te calentó un poco que te mirara así? —respondió, su voz ya ronca, su mano deslizándose instintivamente hacia su muslo, apretándolo con un deseo evidente.

Laura sonrió para sí misma, notando cómo sus palabras lo encendían al instante, cómo su respiración se volvía más pesada mientras imaginaba la escena. Le gustaba ese poder, esa capacidad de ponerlo en ese estado con solo unas palabras, aunque una parte de ella se retorcía de incomodidad al pensar que estaba construyendo estas fantasías sobre una base de verdades oscuras que no podía confesar.

—No sé, fue raro. Me sentí expuesta, pero… sí, supongo que hubo algo, un cosquilleo, no sé cómo explicarlo. Pero me abotoné rápido, no quería que pensara cosas raras —mintió, inclinándose más hacia él, dejando que su mano rozara su pecho mientras lo miraba con ojos juguetones, alimentando su imaginación.

Miguel soltó un gemido bajo, su mano subiendo por su muslo mientras se inclinaba para besarla en el cuello, murmurando contra su piel.

—Me encanta que me cuentes esto. Me imagino a ese cabrón babeando por ti, queriendo tocarte, y tú ahí, dejándolo mirar un poco. Si alguna vez pasa algo más, me lo cuentas, ¿eh? Me vuelve loco pensarlo. —Laura asintió, dejando que la conversación se desvaneciera en besos y caricias, pero sin ir más allá esa noche, queriendo mantenerlo en ese estado de calentura constante, de anticipación.

El jueves por la noche, después de un día largo para ambos, Laura decidió subir el tono un poco más. Estaban en la cocina, limpiando los platos de la cena, cuando ella se acercó a él por detrás, rodeándolo con los brazos mientras apoyaba la barbilla en su hombro. Su voz era un susurro provocador cuando habló.

—Amor, hoy pasó algo más…. Estaba en la fotocopiadora, haciendo unas copias, y Carlos estaba justo detrás de mí, esperando su turno. Me giré para agarrar unos papeles y, no sé, no lo hice a propósito, perp le rocé el paquete con mi mano. Fue solo un segundo, pero vaya, sentí que tenía algo duro ahí abajo. No dije nada, hice como si no hubiera pasado, pero estoy segura de que él también lo notó

Miguel dejó caer el plato que estaba secando en el fregadero con un ruido sordo, girándose hacia ella con los ojos brillando de excitación, su respiración ya agitada.

—Hostia puta, Laura, ¿le rozaste la polla así? Joder, eso es… eso es demasiado caliente. ¿Sentiste algo? ¿Te gustó tocarlo, aunque fuera un roce? Me estoy volviendo loco imaginándote ahí, tocándole la polla a ese tío en la oficina. Cuéntame más, ¿qué hizo él? —dijo, su voz cargada de deseo mientras la agarraba por la cintura, tirando de ella hacia él con una urgencia que no intentó ocultar.

Laura sintió una satisfacción oscura al verlo tan encendido, al notar cómo su cuerpo reaccionaba a sus palabras, cómo su imaginación volaba con cada detalle que ella inventaba. Pero también había una punzada de culpa, un recordatorio de que estas historias, aunque ficticias, estaban basadas en una realidad que la repugnaba, en momentos reales que no podía compartir. Aun así, siguió adelante, alimentando su morbo con una sonrisa traviesa.

—No hizo nada, solo se quedó quieto, pero estoy segura de que se puso duro. Me sentí… no sé, poderosa, pero también rara. No lo miré a la cara, solo seguí con lo mío. Pero sí, sentí algo, un calor, aunque no debería —susurró, dejando que sus palabras lo envolvieran mientras sus manos jugaban con el borde de su camiseta, manteniendo la tensión sin dejar que pasara a más en ese momento.

El viernes por la tarde, después de otro día de trabajo, Laura decidió llevar las cosas un paso más allá. Estaban en el salón, tumbados en el sofá con una película de fondo que ninguno veía realmente, cuando ella se giró hacia él, apoyando una mano en su pecho mientras hablaba en un tono más íntimo, más cargado.

—Miguel, hoy pasó algo más fuerte. Fue en el ascensor, volviendo del almuerzo, y había un montón de gente, todos apretados. Carlos estaba justo detrás de mí, y …, sentí cómo me apoyaba el paquete en el culo. No fue un roce cualquiera, estoy segura de que se empalmó, lo sentí duro contra mí. No me moví, no dije nada, solo dejé que pasara hasta que llegamos a mi piso. Pero fue… intenso.

Miguel prácticamente jadeó, su cuerpo tensándose bajo su toque mientras la miraba con una mezcla de incredulidad y deseo puro, sus manos agarrándola con más fuerza mientras se inclinaba hacia ella.

—¿Me estás diciendo que ese cabrón te puso la polla dura contra el culo en un puto ascensor lleno de gente? Hostia, eso me pone como una moto. Imaginarte ahí, sintiendo su polla dura contra tu culo, sin moverte, dejando que te toque así… joder, me estoy volviendo loco. ¿Te gustó? ¿Te calentó sentirlo? Dime la verdad —gruñó, su voz ronca mientras sus manos subían por su espalda, su excitación palpable en cada palabra, en cada movimiento.

Laura sintió una oleada de triunfo al verlo tan perdido en la fantasía, tan consumido por el morbo que ella estaba tejiendo con cada historia. Le gustaba verlo así, al borde, imaginando cosas que ella controlaba, pero también sentía el peso de la mentira, el recordatorio de que estas historias, aunque inventadas, tocaban una verdad que la asfixiaba. Aun así, siguió jugando, inclinándose para susurrarle al oído.

—Fue raro, incómodo, pero… sí, me gustó un poco, no voy a mentirte. Sentir algo tan duro contra mí, sabiendo que era por mí, fue… no sé cómo explicarlo. No hice nada, solo salí del ascensor y ya —dijo, dejando que sus palabras lo encendieran aún más mientras se apartaba un poco, manteniendo la tensión sin dejar que explotara todavía.

Mientras Laura alimentaba su morbo en casa, Miguel no podía evitar que estas fantasías lo persiguieran incluso en el trabajo. El viernes por la mañana, durante un descanso en la fábrica, se encontró con Santi, su compañero de siempre, en el área de fumadores. Santi estaba hablando de su propia vida, quejándose de cómo su mujer no le hacía caso últimamente, de cómo su vida sexual estaba más seca que el desierto. Miguel, con la cabeza llena de las historias de Laura, no pudo evitar indagar, buscando una válvula de escape para sus propios pensamientos. Encendió un cigarro, dándole una calada profunda antes de hablar en un tono casual, aunque con un trasfondo de curiosidad.

—Oye, Santi, ¿nunca has pensado en… no sé, en algo diferente con tu mujer? Como, no sé, que te haga cornudo, para darle vidilla a la cosa. A veces pienso que esas fantasías pueden calentar mucho, ¿no crees?

Santi lo miró con una ceja arqueada, soltando una risa seca mientras sacudía la ceniza de su cigarro.

—Joder, Miguel, ¿de dónde sacas esas ideas? ¿Imaginar a mi mujer con otro sin yo participar? No sé, tío, no me gusta mucho sin estar yo presente, aunque… bueno, supongo que si es solo una fantasía, podría molar. ¿Por qué lo dices? ¿Tú estás en algo de eso o qué? —respondió, su tono mitad burlón, mitad curioso, mientras le daba otra calada a su cigarro.

Miguel se rió, intentando mantenerlo ligero, aunque su mente estaba llena de imágenes de Laura y su jefe, de las historias que ella le había contado. Se encogió de hombros, mirando al suelo mientras hablaba.

—No, no, nada serio, tío. Solo que a veces uno piensa cosas, ¿sabes? Como imaginar algo morboso, algo que te ponga a mil, aunque no sea real. Es solo… no sé, una idea que se me cruza por la cabeza a veces. Pero nada, olvídalo, son tonterías —dijo, intentando cerrar el tema, aunque su voz traicionaba un entusiasmo que no podía ocultar del todo.

Santi soltó otra risa, dándole una palmada en el hombro mientras apagaba su cigarro.

—Ya, ya, tonterías, claro. Pero oye, si alguna vez tienes algo jugoso que contar, aquí estoy, ¿eh? Que la vida en la fábrica es un coñazo, y un poco de morbo no hace daño a nadie, yo te conte lo de Carmen y yo en Vera…—dijo, guiñándole un ojo antes de volver al taller, dejando a Miguel con una mezcla de alivio y nerviosismo, sabiendo que había rozado un tema que no podía compartir del todo, pero que no podía sacar de su cabeza.

Esa calentura constante que Laura había encendido en Miguel con sus historias llegó a un punto crítico el sábado por la noche. Habían cenado algo sencillo, unas pizzas y un par de copas de vino, y estaban en la cama, con la luz tenue de la lámpara de noche creando un ambiente íntimo y cargado. Laura, vestida solo con una camiseta vieja y unas braguitas, estaba tumbada junto a él, su mano deslizándose bajo las sábanas mientras le masturbaba con movimientos lentos y deliberados, su polla ya dura y caliente bajo sus dedos. Mientras lo tocaba, decidió contarle otro episodio inventado, subiendo el tono aún más para ver hasta dónde podía llevarlo. Su voz era un susurro seductor, cargado de morbo, mientras hablaba.

—Hoy pasó algo más…. Estábamos en la sala de reuniones, solos, revisando unos papeles, y me agaché para recoger algo del suelo. Mi falda se subió un poco, y…, estoy segura de que vio mis bragas, las rojas que te gustan. No dije nada, pero me quedé un rato así, dejando que mirara mi culo, sabiendo que se estaba poniendo duro. Incluso lo miré de reojo y vi cómo se ajustaba el pantalón.

Miguel soltó un gemido profundo, sus caderas moviéndose contra su mano mientras sus ojos se cerraban por un momento, perdido en la imagen que ella pintaba.

—Joder, Laura, ¿le enseñaste el culo así, con esas bragas rojas? Hostia, me estoy volviendo loco imaginándolo, ese cabrón viendo tu culo, queriendo tocarte, queriendo follarte ahí mismo. Me pones a mil, amor, no pares, sigue tocándome —gruñó, su voz ronca de deseo mientras su polla palpitaba bajo sus dedos, el precum goteando por su glande mientras ella seguía masturbándolo con un ritmo constante.

Laura sonrió para sí misma, viendo cómo lo tenía al borde, cómo cada palabra lo llevaba más lejos, y decidió dejar que la calentura hablara por él, esperando a ver qué salía de su boca en ese estado. Pero lo que dijo a continuación la tomó completamente por sorpresa. Miguel abrió los ojos, mirándola con una intensidad que no había visto antes, su voz entrecortada pero cargada de un deseo crudo mientras hablaba.

—Laura, joder, estoy tan caliente que… quiero que hagas algo con él, algo íntimo, algo sexual. Lo que te veas capaz, no sé, tocarlo de verdad, pajearlo, lo que sea, pero hazlo y cuéntamelo después. O mejor aún…grábalo, joder, grábalo con el móvil y enséñamelo. Quiero verlo, quiero ver cómo lo haces con ese cabrón. Por favor, hazlo por mí.

Laura se quedó helada, su mano deteniéndose por un segundo en su polla mientras lo miraba con los ojos abiertos de par en par, la sorpresa golpeándola como un balde de agua fría. No esperaba que llegara tan lejos, que le pidiera algo tan concreto, tan explícito, y mucho menos que involucrara grabarlo. Su mente se disparó en mil direcciones, el morbo de su petición chocando con el asco y la culpa que ya cargaba por lo que había pasado realmente con Carlos. Pero no dejó que su sorpresa se notara demasiado; en lugar de eso, reanudó sus movimientos, apretando un poco más su polla mientras lo llevaba al clímax, dejando que se corriera en su mano con un gemido gutural, su semen caliente derramándose por sus dedos mientras su cuerpo temblaba de placer.

Una vez que Miguel se relajó, jadeando en la cama con los ojos cerrados por un momento, Laura limpió su mano con un pañuelo, su corazón todavía latiendo con fuerza mientras procesaba lo que había dicho. Se tumbó a su lado, mirándolo con una calma aparente, aunque por dentro estaba hecha un nudo de emociones. Su voz era suave pero seria cuando habló.

—¿Lo decías en serio, Miguel? ¿De verdad quieres que haga algo con Carlos, algo sexual, y que lo grabe para enseñártelo? Dime la verdad, Miguel, porque esto no es cualquier cosa.

Miguel abrió los ojos, mirándola con una mezcla de vergüenza y vulnerabilidad, su respiración todavía agitada mientras se pasaba una mano por el cabello, claramente incómodo ahora que la calentura había pasado.

—Joder, Laura, no lo sé. Fue por la calentura del momento, ¿sabes? Estaba tan encendido que… no sé, se me fue la cabeza. No quiero perderte, amor, no quiero que hagas nada que no quieras, ni que esto se nos vaya de las manos. Olvídalo, ¿vale? Solo era una fantasía tonta —dijo, su voz más baja, casi arrepentida, mientras la miraba con una mezcla de amor y miedo, como si temiera haber cruzado una línea que no podía deshacer.

Laura lo escuchó en silencio, su mente girando a mil por hora mientras debatía internamente. Por un lado, estaba sorprendida, incluso asustada, por lo que él había pedido; la idea de grabar algo con Carlos, de llevar esto a un nivel tan real, la llenaba de pánico, especialmente porque ya había cruzado líneas que Miguel no conocía. El asco por lo que había pasado realmente con Carlos, por el chantaje que la había atrapado, seguía allí, royéndola por dentro. Pero también estaba el morbo, esa chispa oscura que no podía apagar, alimentada por el poder que sentía al encender a Miguel, por la idea de que podía controlar esta situación, de que podía usar su petición para avanzar en su propio juego, aunque fuera un terreno peligroso. Y luego estaba el amor que sentía por Miguel, el deseo de complacerlo, de mantenerlo cerca, incluso si eso significaba adentrarse más en esta red de secretos y deseos retorcidos.

Finalmente, después de un largo silencio, Laura lo miró a los ojos, su expresión seria pero cargada de una determinación que no estaba segura de sentir del todo. Su voz era baja, casi un susurro, pero firme mientras hablaba.

—Por ti, lo haría, Miguel. Si de verdad lo quieres, si esto es algo que necesitas, lo haría. Pero tenemos que hablarlo bien, no puede ser solo por la calentura del momento. Quiero que estés seguro.

Miguel la miró, sus ojos abriéndose un poco más, una mezcla de sorpresa y emoción cruzando su rostro antes de que se suavizara en algo más tierno. No respondió de inmediato, solo la atrajo hacia él, abrazándola con fuerza mientras murmuraba un "te quiero, amor" contra su cabello. Pero Laura, tumbada contra su pecho, no podía evitar que su mente siguiera girando, preguntándose si realmente podría hacer algo así, si podría controlar las consecuencias, y hasta dónde la llevaría este juego que, con cada día, se volvía más real, más peligroso, y más adictivo.

Un rato despues, en la penumbra de su dormitorio, Laura y Miguel seguían tumbados en la cama, el aire todavía cargado de la intensidad del momento que acababan de compartir. El cuerpo de Miguel aún temblaba ligeramente tras el clímax que Laura le había dado con su mano, y el silencio entre ellos era pesado, lleno de palabras no dichas y emociones crudas. Laura, con el corazón latiendo con fuerza, lo había mirado a los ojos momentos antes, diciéndole con una determinación que no estaba segura de sentir que "por ti, lo haría", refiriéndose a su petición de que hiciera algo sexual con Carlos y lo grabara. Miguel la había abrazado con fuerza, murmurando un "te quiero, amor" contra su cabello, pero la conversación no había terminado ahí.

Miguel se apartó un poco, apoyándose en un codo para mirarla directamente, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de deseo y vulnerabilidad mientras hablaba, su voz baja pero cargada de emoción.

—Laura, joder, si es por mí… te juro que me daría un morbo de la hostia que lo hicieras. Imaginarte con ese cabrón, haciendo algo íntimo, algo sexual, y luego verlo, tenerlo en un video… me pone a mil solo de pensarlo. Pero solo si tú quieres, amor. No quiero que hagas nada que te joda, nada que nos joda a nosotros. ¿De verdad lo harías? Dime qué piensas, por favor.

Laura sintió que su estómago se retorcía, una mezcla de sorpresa, miedo y un morbo oscuro que no podía apagar chocando dentro de ella. La idea de hacer algo con Carlos, de grabarlo, la llenaba de asco, especialmente porque ya había cruzado líneas que Miguel no conocía, líneas marcadas por el chantaje y la coerción. Pero también estaba el poder que sentía al encender a Miguel, al verlo tan consumido por el deseo, y una parte de ella, una parte que odiaba admitir, se excitaba con la idea de llevar esto más lejos, de controlar la situación a su manera. Además, estaba el amor que sentía por él, el deseo de complacerlo, de mantenerlo cerca, incluso si eso significaba adentrarse más en esta red de secretos y deseos retorcidos. Tragó saliva, sosteniendo su mirada mientras asentía lentamente, su voz firme aunque su interior era un caos.

—Sí, Miguel, lo haré. Por ti, lo haré. Vamos a hablarlo bien, a planearlo, pero si esto es lo que quieres, si te da tanto morbo, lo haré. Te lo prometo.

Miguel soltó un suspiro entrecortado, una sonrisa de incredulidad y excitación cruzando su rostro mientras la atraía hacia él de nuevo, besándola con una intensidad que mezclaba gratitud y deseo.

—Joder, Laura, no sabes lo que significa esto para mí. Pero lo haremos a tu ritmo, ¿vale? No quiero que te sientas presionada. Solo… joder, gracias. Te quiero tanto —murmuró contra sus labios, abrazándola con fuerza mientras Laura, en su interior, sentía el peso de su decisión, preguntándose si realmente podría controlar las consecuencias de lo que acababa de prometer.

El domingo por la mañana, Laura se despertó con una sensación de inquietud que no podía sacudirse. La conversación de la noche anterior resonaba en su mente mientras preparaba el café en la cocina, el aroma llenándola de una normalidad que contrastaba con el caos de sus pensamientos. Miguel aún dormía, y ella aprovechó el silencio para reflexionar sobre lo que había aceptado. Sabía que cumplir su promesa significaba enfrentarse a Carlos de nuevo, pero esta vez con un propósito propio, aunque el asco por lo que ya había pasado con él seguía royéndola por dentro. Decidió que lo haría pronto, la semana siguiente, para no darle tiempo a dudar demasiado. Pero antes, ese mismo lunes, tendría que lidiar con otro encuentro real con Carlos, uno que no había planeado pero que sabía que era inevitable.

El lunes, Laura llegó a la oficina con el corazón en un puño, sabiendo que Carlos no tardaría en buscarla. La mañana transcurrió con una tensión creciente, sus ojos desviándose constantemente hacia la puerta de su despacho mientras intentaba concentrarse en su trabajo. Y, como era de esperarse, a media mañana, su teléfono interno sonó, y la voz grave de Carlos resonó a través del auricular llamandola. Ella tragó saliva, sus manos temblando mientras colgaba y se levantaba, alisándose la falda gris que llevaba ese día, combinada con una blusa blanca de botones que sabía que él notaría. Caminó por el pasillo, sintiendo un nudo en el estómago, y llamó a la puerta con un golpe suave. La voz de Carlos, seca pero con un trasfondo de deseo, le indicó que pasara. Dentro, él estaba sentado detrás de su escritorio, con una camisa negra y una sonrisa que la hizo estremecerse mientras cerraba la puerta tras ella.

—Vaya, Laura, siempre tan puntual. Me gusta eso de ti.—dijo, su tono cargado de una intención que no intentó ocultar mientras se levantaba y rodeaba el escritorio, acercándose a ella con pasos lentos y deliberados. Su mirada recorriendo su cuerpo sin disimulo.

Laura sintió que su estómago se revolvía, el asco subiendo por su garganta mientras daba un paso atrás instintivamente.

—Carlos, por favor, ¿podemos centrarnos en el trabajo? No estoy cómoda con esto, ya lo sabes —murmuró, su voz temblorosa pero con un hilo de resistencia que intentaba mantener, aunque sabía que no duraría.

Carlos se rió por lo bajo, una risa oscura que la hizo estremecerse, y se acercó más, ignorando su protesta.

—Vamos, Laura, no me vengas con esas. Sabes que esto no es solo trabajo. Quítate la camisa, ahora. No me hagas pedírtelo dos veces —dijo, su voz endureciéndose, cargada de una amenaza implícita mientras su mano se posaba en su brazo, apretando con una firmeza que no dejaba lugar a discusión.

Laura sintió que las lágrimas amenazaban con salir, su mente gritando que se resistiera, que saliera de allí, pero el miedo a las consecuencias —a que Carlos cumpliera sus amenazas, a que todo se supiera— la paralizaba. Y luego estaba esa otra parte de ella, esa chispa de morbo que no podía apagar, alimentada por las fantasías de Miguel y por la idea de que podía usar esto, girarlo a su favor. Había cruzado líneas antes, y aunque el asco la consumía, sabía que ceder un poco más podría ser parte de su plan para cumplir lo que le había prometido a Miguel. Tragó saliva, sus ojos bajando al suelo mientras murmuraba un "por favor, no" apenas audible, pero sus manos, temblando, comenzaron a desabotonar su blusa lentamente, como si estuviera luchando consigo misma.

Carlos la observó con una sonrisa satisfecha, sus ojos oscurecidos por el deseo mientras se recostaba contra el escritorio, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Así me gusta, Laura. No seas tímida, quítatela del todo. Quiero verte bien, joder, quiero ver esas tetas con ese sujetador que seguro llevas puesto para mí —gruñó, su voz ronca mientras ella desabotonaba el último botón y dejaba que la blusa se deslizara por sus hombros, cayendo al suelo con un susurro suave.

Laura se quedó allí, de pie, con solo su sujetador blanco de encaje cubriendo sus pechos, sus brazos cruzando instintivamente sobre su pecho mientras sentía el aire frío del despacho contra su piel expuesta. El asco la golpeaba con fuerza, una náusea subiendo por su garganta mientras sentía los ojos de Carlos devorándola, pero también había un cosquilleo de morbo, un calor traicionero que no podía ignorar, alimentado por la idea de que esto era algo que podía usar, algo que podía moldear. Carlos se acercó más, su mano alzándose para rozar el borde de su sujetador, sus dedos ásperos contra su piel mientras murmuraba.

—Joder, qué buena estás. Pero esto no es suficiente. De rodillas, Laura. Quiero tu boca otra vez, y esta vez voy a correrme donde pueda verte bien.

Laura sintió que su corazón se aceleraba, el pánico y la resignación cruzando su rostro mientras lo miraba, sus ojos llenos de una protesta silenciosa.

—Carlos, por favor, no… esto es demasiado. No puedo —murmuró, su voz quebrándose mientras intentaba resistirse, aunque sabía que era inútil, que él no aceptaría un no, y que una parte de ella ya había aceptado que esto pasaría.

Carlos no respondió con palabras, solo la empujó hacia abajo con una mano firme en su hombro, forzándola a arrodillarse mientras se desabrochaba el cinturón con la otra, su pantalón cayendo lo suficiente para liberar su polla, ya dura, gruesa y venosa, apuntando hacia ella con una arrogancia que la hizo estremecerse.

—No me jodas con excusas, Laura. Chúpamela, ahora. Hazlo bien—ordenó, su voz ronca pero autoritaria mientras agarraba su cabello rubio, guiándola hacia su miembro con una urgencia que no intentó ocultar.

Laura obedeció, sus rodillas tocando el suelo frío del despacho mientras sentía que su rostro ardía de vergüenza. Sus manos temblaban mientras las alzaba, rodeando su polla con dedos inseguros, sintiendo el calor y la dureza bajo su piel. El asco la golpeó con fuerza, una náusea subiendo por su garganta mientras miraba su miembro, recordando las veces anteriores que había hecho esto bajo presión. Pero al mismo tiempo, había algo más, algo que no podía apagar: un morbo oscuro, una excitación retorcida que la hacía humedecerse a pesar de sí misma, alimentada por las palabras de Miguel, por la idea de que esto, de alguna manera, podría ser parte de un juego que ella controlaba. Cerró los ojos por un momento, intentando bloquear la realidad, antes de inclinarse hacia adelante, sus labios rozando la punta de su polla, el sabor salado de su precum invadiendo su boca mientras empezaba a chupar con movimientos lentos, casi mecánicos.

Carlos soltó un gemido bajo, sus manos enredándose más en su cabello mientras la guiaba, empujando sus caderas ligeramente para que lo tomara más profundo.

—Joder, sí, así, Laura. Sabía que lo harías bien. Mira cómo te queda mi polla en la boca, eres una puta maravilla. Sigue, no pares, quiero correrme sobre esas tetas tan ricas —gruñó, su voz cargada de lujuria mientras sus ojos se fijaban en ella, disfrutando no solo del placer físico sino del poder que sentía sobre ella.

Laura sintió que las lágrimas se le escapaban, rodando por sus mejillas mientras sus labios se apretaban alrededor de su longitud, su lengua moviéndose por instinto mientras intentaba terminar lo antes posible. El sonido húmedo de su boca, los gemidos de Carlos, y el olor de su piel llenaban el aire, creando una atmósfera que la asfixiaba. Cada movimiento era una lucha interna: el asco la hacía querer parar, vomitar, salir corriendo, pero el morbo, ese maldito morbo que no podía apagar, la mantenía allí, haciendo que su cuerpo respondiera de una manera que su mente odiaba. Pensó en Miguel por un instante, en cómo reaccionaría si supiera esto, en cómo su lado morboso podría incluso excitarlo, y eso solo intensificó la confusión en su interior. Sus manos se apretaron en los muslos de Carlos, mientras su boca seguía trabajando, tomándolo más profundo con cada embestida que él daba.

Después de unos minutos que a Laura le parecieron una eternidad, Carlos gruñó más fuerte, su agarre en su cabello apretándose mientras su cuerpo se tensaba.

—Joder, me voy a correr. Saca la boca, quiero correrme sobre ti, sobre ese sujetador de puta que llevas —dijo con una risa oscura, empujándola hacia atrás con un movimiento brusco. Laura se apartó justo a tiempo, jadeando, mientras él se masturbaba con un par de movimientos rápidos, su semen caliente cayendo en chorros espesos sobre sus pechos, salpicando el encaje blanco de su sujetador y goteando por su piel. El calor pegajoso de su corrida la hizo estremecerse, el olor fuerte invadiendo sus sentidos mientras sentía las gotas deslizarse por su escote, algunas cayendo hasta su estómago. Carlos jadeaba, mirándola con una sonrisa de satisfacción mientras se recomponía, subiéndose los pantalones y abrochándose el cinturón.

—Joder, qué vista, Laura. Estás hecha una obra de arte con mi lefa encima. Limpiate.—dijo como si nada hubiera pasado, mientras señalaba un paquete de pañuelos en su escritorio con un gesto despectivo.

Laura no respondió, solo asintió en silencio mientras se levantaba, sus piernas temblando mientras tomaba los pañuelos y limpiaba su pecho con movimientos rápidos, el asco consumiéndola mientras sentía la humedad pegajosa de su semen en su piel, incluso a través del sujetador. Se puso la blusa de nuevo, abotonándola con dedos torpes, queriendo borrar cualquier rastro de lo sucedido. Cuando salió del despacho, con el rostro enrojecido y los ojos bajos, sintió que el peso en su pecho era más grande que nunca, pero también había una chispa de determinación: sabía que tenía que cumplir lo que le había prometido a Miguel, y este encuentro, aunque repugnante, le había dado una idea de cómo podía hacerlo.

Sentada de nuevo en su escritorio, con el sabor de Carlos todavía en su boca y la sensación de su semen en su piel a pesar de haberse limpiado, Laura comenzó a trazar un plan para cumplir la petición de Miguel. Sabía que tenía que grabar algo con Carlos, algo sexual, pero no quería que fuera una felación de nuevo; el asco era demasiado, y quería mantener cierto control sobre la situación. Decidió que sería una masturbación, algo que podía manejar, algo que podía limitar. También decidió que lo haría al día siguiente, martes, para no darle tiempo a dudar, y que lo haría en un lugar más controlado, fuera de la oficina, donde pudiera justificar la grabación sin que Carlos sospechara demasiado.

Pensó en el almacén de archivos en el sótano del edificio, un lugar al que pocas personas iban y donde había una pequeña sala de descanso con un sofá viejo y una mesa, un espacio lo suficientemente privado pero que podía justificar como un "lugar para hablar sin interrupciones". Para convencer a Carlos de que fuera solo una paja y no una mamada, planeó decirle que estaba dispuesta a "hacer algo rápido" para mantenerlo contento, pero que no quería ir más allá porque se sentía incómoda con lo que había pasado hoy, apelando a su ego al decirle que "solo quería complacerlo un poco" sin cruzar más líneas. Para grabarlo, decidió usar su móvil, colocándolo discretamente en la mesa del almacén, apoyado contra una pila de carpetas, con la cámara apuntando al sofá donde lo haría. Le diría a Carlos que necesitaba tener el móvil a mano por si alguien la llamaba del trabajo, una excusa plausible para que no sospechara. Sabía que el riesgo era alto, pero también sabía que tenía que hacerlo por Miguel, por cumplir su promesa, aunque el asco y la culpa la consumieran.

El martes por la mañana, Laura llegó a la oficina con el plan claro en su mente, su móvil cargado y listo en su bolso. Durante la mañana, esperó el momento adecuado para hablar con Carlos, y a media mañana, cuando lo vio salir de su despacho, se acercó a él en el pasillo, su voz baja pero firme mientras hablaba.

—Carlos, necesito hablar contigo un momento, algo privado. ¿Podemos bajar al almacén de archivos en el sótano? Es rápido, pero no quiero que nos interrumpan aquí arriba.

Carlos la miró con una ceja arqueada, una sonrisa pícara formándose en su rostro mientras asentía, claramente intrigado.

—Claro, Laura, vamos. Siempre estoy dispuesto a algo privado contigo —dijo, su tono cargado de intención mientras la seguía hacia el ascensor, su presencia detrás de ella haciéndola estremecer de asco, aunque mantenía una fachada de calma.

Una vez en el almacén, en la pequeña sala de descanso, Laura cerró la puerta tras ellos, asegurándose de que no hubiera nadie más alrededor. Colocó su móvil en la mesa, apoyado contra unas carpetas, con la cámara apuntando al sofá, y pulsó grabar discretamente mientras fingía revisar algo en la pantalla. Luego se giró hacia Carlos, su voz temblorosa pero decidida mientras hablaba.

—Mira, Carlos, como se que me lo acabaras pidiendo, vamos a hacer algo rápido para… mantenerte contento, pero solo una paja, nada más. Lo de ayer fue demasiado, no estoy cómoda yendo tan lejos.

Carlos se rió por lo bajo, sentándose en el sofá mientras se desabrochaba el cinturón, su polla ya endureciéndose bajo su pantalón mientras la miraba con ojos hambrientos.

—Joder, hoy no iba a pedirte nada, asi que una paja está bien por ahora. Me gusta que quieras complacerme, eso es lo importante. Vamos, acércate,. Pero no creas que me voy a conformar con esto, ¿eh?..esto es solo para hoy —dijo, su tono autoritario pero con un trasfondo de satisfacción mientras liberaba su miembro, duro y grueso, apuntando hacia ella con esa arrogancia que la repugnaba.

Laura se acercó, sentándose a su lado en el sofá mientras sus manos temblaban al rodear su polla, sintiendo el calor y la dureza bajo sus dedos. El asco la golpeó de nuevo con fuerza, aunque esa fuerza cada vez era menor, la náusea subiendo por su garganta mientras lo tocaba, el olor de su piel y el sonido de su respiración agitada llenando el aire persistía, pero ya era familiar. Mientras sus manos subían y bajaban por su longitud con movimientos mecánicos, su mente estaba en otro lugar, girando en torno a cómo había cambiado, cómo había pasado de sentirse atrapada por el chantaje de Carlos a grabarse ahora masturbándolo, todo por Miguel. El asco seguía allí, ya familiar, la sensación de su polla caliente y venosa bajo sus dedos haciéndola querer acabar cuanto antes, pero también estaba el morbo, esa chispa oscura alimentada por la idea de que esto era para Miguel, de que podía usar este video para encenderlo, para cumplir su deseo, aunque fuera a costa de su propia dignidad. Pensó en cómo había llegado a este punto, en cómo el amor y el deseo de complacer a Miguel la habían llevado a grabar este acto repugnante, a sostener la polla de un hombre que la chantajeaba, a sentir su precum goteando por sus dedos mientras lo llevaba al clímax. Cada movimiento era una lucha interna, asco, morbo y la culpa chocando con el propósito que la mantenía allí, con la idea de que esto era por Miguel, todo por él.

Carlos soltó un gemido bajo, sus caderas moviéndose contra su mano mientras su respiración se volvía más agitada.

—Joder, Laura, sí, así, más rápido. Me voy a correr, joder, no pares —gruñó, su voz ronca mientras su cuerpo se tensaba. Laura aceleró sus movimientos, queriendo terminar lo antes posible, y momentos después, él se corrió con un gemido gutural, su semen caliente derramándose por sus manos y salpicando su pantalón, el olor fuerte invadiendo sus sentidos mientras ella se apartaba rápidamente, limpiándose con un pañuelo que había traído consigo.

Carlos jadeaba, recomponiéndose con una sonrisa satisfecha mientras la miraba.

—Buen trabajo, Laura. Cada vez lo haces mejor —dijo, su tono volviendo a ser frío mientras se subía los pantalones, levantándose para salir de la sala sin mirar atrás.

Laura esperó a que se fuera antes de detener la grabación en su móvil, su corazón latiendo con fuerza mientras guardaba el video en una carpeta oculta, asegurándose de que nadie más pudiera verlo. Sus manos todavía temblando mientras se limpiaba una y otra vez, pero también había una chispa de triunfo: lo había hecho, tenía el video para Miguel, y esa noche podría mostrárselo, cumplir su promesa, aunque el costo emocional fuera más alto de lo que podía soportar.

Esa noche, de vuelta en casa, Laura estaba en el salón con Miguel, su móvil en el bolso, el video guardado y listo para ser mostrado. La tensión en su interior era palpable, una mezcla de asco por lo que había hecho, culpa por los secretos que cargaba, y un morbo oscuro por lo que significaría mostrarle esto a Miguel. Sabía que la noche sería intensa, que cruzar este límite cambiaría algo entre ellos, pero también sabía que no había vuelta atrás. Mientras Miguel entraba al salón, sonriéndole con una mezcla de curiosidad y anticipación, Laura respiró hondo, preparándose para lo que vendría, preguntándose si realmente podría controlar las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer.

La noche transcurría con una tensión que Laura podía sentir en cada rincón de su cuerpo. Estaba en el salón de su casa, sentada en el sofá junto a Miguel, con una copa de vino en la mano para calmar los nervios que la carcomían por dentro. Su móvil descansaba en su regazo, dentro de una funda negra, pero su peso parecía el de una piedra, sabiendo que contenía el video que había grabado esa misma mañana en el almacén de archivos del sótano: ella masturbando a Carlos, un acto que la llenaba de asco y culpa, pero que había hecho por Miguel, por cumplir la promesa que le había hecho. El aire entre ellos estaba cargado, una mezcla de anticipación y ansiedad, mientras Miguel, con una cerveza en la mano, la miraba de reojo, claramente curioso pero sin atreverse a preguntar directamente.

Laura respiró hondo, sus dedos temblando ligeramente mientras dejaba la copa en la mesa y tomaba el móvil, desbloqueándolo con un movimiento rápido. Su voz era baja, casi un susurro, cuando finalmente habló, intentando sonar más segura de lo que se sentía.

—Miguel, tengo algo que mostrarte.

Miguel levantó la cabeza y la miró:

—¿El que?

—Lo hice… lo que me pediste.



Grabé algo con Carlos hoy. Es poco, pero lo hice por ti. ¿Quieres verlo?

Miguel, la observó, sus ojos abriéndose de par en par mientras la miraba con una mezcla de incredulidad y sorpresa. Soltó una risa nerviosa, Se dejo caer de nuevo en el sofa mientras se inclinaba hacia ella, su voz cargada de escepticismo.

—¿Me estás vacilando? ¿De verdad lo hiciste? No me lo creo. ¿Grabaste algo con ese cabrón? No puede ser, estás de coña, ¿no?

Laura no respondió con palabras, solo negó con la cabeza, su expresión seria mientras abría la carpeta oculta en su móvil y seleccionaba el video. El corazón le latía con fuerza mientras le pasaba el dispositivo, sus dedos rozando los de él mientras lo colocaba en sus manos.

—Míralo tú mismo, Miguel. No estoy de coña. Lo hice por ti. —dijo, su voz temblando un poco, una mezcla de nervios y una extraña satisfacción al ver su reacción inicial, aunque el asco por lo que había hecho seguía royéndola por dentro.

Miguel tomó el móvil con manos que parecían dudar, sus ojos fijos en la pantalla mientras pulsaba el botón de reproducir. El video comenzó, la imagen algo granulada pero clara, mostrando el sofá viejo del almacén de archivos, con Laura sentada junto a Carlos, cuya cara no se veía del todo por el ángulo, pero cuya polla dura y gruesa era inconfundible en el centro del encuadre. Las manos de Laura, visiblemente temblorosas, lo rodeaban, subiendo y bajando por su longitud con movimientos mecánicos pero efectivos, el sonido de su respiración agitada y los gemidos bajos de Carlos llenando el silencio del salón. Miguel no dijo una palabra, su rostro transformándose de la incredulidad a un shock absoluto, sus ojos pegados a la pantalla mientras su respiración se volvía más pesada, más rápida. Laura lo observaba de reojo, notando cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus manos apretaban el móvil con fuerza, y cómo, casi de inmediato, una erección evidente se marcaba bajo sus pantalones, su polla endureciéndose al instante ante la imagen de su mujer tocando a otro hombre.

El video duró apenas unos minutos, terminando con Carlos corriéndose, su semen derramándose por las manos de Laura y salpicando su pantalón, mientras ella se apartaba rápidamente. Cuando la pantalla se oscureció, Miguel se quedó en silencio, su mirada fija en el móvil como si no pudiera procesar lo que acababa de ver. Laura sintió un nudo en el estómago, preguntándose si había ido demasiado lejos, si esto cambiaría algo entre ellos de una manera que no podía prever. Pero antes de que pudiera decir algo, Miguel actuó sin palabras, dejando el móvil en la mesa con un movimiento brusco y girándose hacia ella con una intensidad animal en los ojos.

Sin mediar palabra, sus manos la agarraron por la cintura, tirando de ella hacia él con una fuerza que la tomó por sorpresa. Sus dedos se clavaron en su piel mientras la desnudaba con una urgencia casi desesperada, arrancándole la camiseta y las braguitas en cuestión de segundos, dejando su cuerpo expuesto bajo su mirada hambrienta. Laura jadeó, su corazón acelerándose mientras sentía la rudeza de sus movimientos, pero también un calor traicionero creciendo en su interior, un morbo que no podía apagar ante su reacción tan visceral. Miguel no perdió tiempo, desabrochándose el pantalón con una mano mientras con la otra la empujaba contra el sofá, posicionándola bajo él con una dominancia que no había mostrado antes. Su polla, dura como una roca, se liberó, y sin preámbulos, la penetró de un solo empujón, profundo y rudo, haciéndola gemir de una mezcla de sorpresa y placer mientras su cuerpo se arqueaba bajo el suyo.

—Joder, Laura, no lo creo, no me lo puto creo —gruñó finalmente, su voz ronca y entrecortada mientras la follaba con embestidas duras, implacables, cada una más profunda que la anterior, su pelvis chocando contra la de ella con un sonido húmedo y crudo que llenaba el salón. Sus manos agarraban sus caderas con fuerza, casi magullándola, mientras su respiración se volvía un jadeo animal, perdido en el deseo que el video había desatado. Laura, atrapada bajo su peso, sentía cada embestida como un asalto, pero también como una liberación, su cuerpo respondiendo a pesar de sí misma, su coño apretándose alrededor de su polla mientras el placer la recorría en oleadas, mezclado con el dolor de su rudeza. Gemía sin control, sus uñas clavándose en su espalda mientras lo sentía follarla con una intensidad que la llevaba al borde, su primer orgasmo golpeándola con fuerza, haciéndola temblar bajo él mientras gritaba su nombre.

Miguel no se detuvo, su ritmo implacable mientras seguía follándola, su polla deslizándose dentro y fuera de ella con una furia que parecía no tener fin, hasta que finalmente se corrió con un gruñido gutural, su semen caliente llenándola mientras su cuerpo se tensaba sobre el de ella. Pero no hubo pausa, no hubo ternura postcoital. En lugar de eso, Miguel se apartó, jadeando, y se sentó de nuevo en el sofá, su mirada volviendo al móvil en la mesa como si estuviera hipnotizado. Sin decir nada, tomó el dispositivo y pulsó reproducir de nuevo, sus ojos pegados a la pantalla mientras el video comenzaba otra vez, el sonido de los gemidos de Carlos y los movimientos de Laura llenando el aire. Laura, todavía jadeando y con el cuerpo temblando por el orgasmo y la rudeza, lo observó en silencio, notando cómo su polla, aún semidura, volvía a endurecerse rápidamente mientras veía el video por segunda vez, su respiración acelerándose de nuevo.

Cuando el video terminó por segunda vez, Miguel lo dejó en la mesa, su mirada volviendo a Laura con esa misma intensidad animal. Sin una palabra, la agarró de nuevo, esta vez poniéndola a cuatro patas sobre el sofá, su polla dura como el acero mientras la penetraba otra vez desde atrás, sus embestidas aún más duras, más brutales, como si quisiera reclamarla, marcarla después de haberla visto con otro hombre.

—Laura, no puedo parar, me pones demasiado, ver cómo le tocas la polla a ese cabrón… eres mía, pero esto me vuelve loco —gruñó, su voz entrecortada mientras la follaba sin piedad, sus manos agarrando su culo con fuerza, dándole palmadas que resonaban en el salón mientras ella gemía y jadeaba bajo él, su cuerpo al límite pero respondiendo con otro orgasmo que la hizo temblar, y luego otro, hasta que sintió que no podía más, su mente nublándose de placer y agotamiento.

Después de que Miguel se corriera de nuevo dentro de ella con un rugido, Laura colapsó en el sofá, su cuerpo exhausto, sudoroso, temblando tras los múltiples orgasmos que la habían destrozado. Apenas podía mantener los ojos abiertos, su respiración entrecortada mientras sentía el semen de Miguel goteando por sus muslos, el dolor y el placer mezclándose en una bruma que la envolvió. Finalmente, se durmió allí mismo, desnuda y vulnerable, su cuerpo rindiéndose al cansancio mientras su mente se apagaba, incapaz de procesar más.

Miguel, todavía jadeando, se sentó a su lado en el sofá, su polla aún semidura mientras miraba a Laura dormida, su cuerpo desnudo y marcado por la intensidad de lo que acababan de hacer. Sus ojos se desviaron al móvil de nuevo, y sin poder resistirse, pulsó reproducir una vez más, el video comenzando de nuevo mientras el sonido de los gemidos de Carlos y los movimientos de Laura llenaban el silencio de la noche. Lo vio una vez, luego otra, y otra más, incapaz de apartar la mirada, su mente girando en torno a lo que acababa de presenciar. Miró a Laura de nuevo, dormida a su lado, y un pensamiento lo golpeó con fuerza: no podía creer que su mujercita, que hasta hace poco era tan tímida, tan modosa, tan reservada en todo lo relacionado con el sexo, hubiera sido capaz de hacer algo así, de masturbar a su jefe y grabarlo para él. La imagen de ella en ese video, sus manos rodeando la polla de otro hombre, era algo que nunca hubiera imaginado de la Laura que conocía.

Por un momento, una leve sombra de duda cruzó su mente, un pensamiento fugaz pero punzante: ¿quién era realmente Laura? ¿Había algo más que no sabía, algo que ella no le estaba contando? ¿Era posible que esta mujer, que ahora parecía tan dispuesta a cruzar límites por él, tuviera un lado que no conocía, un lado que lo asustaba un poco? Pero tan rápido como vino, desechó esa duda, sacudiéndola de su cabeza mientras su mirada volvía al móvil, pulsando reproducir una vez más. No quería pensar en eso, no quería dejar que una sombra empañara el morbo abrumador que sentía, la excitación que lo consumía al ver ese video una y otra vez. Laura era suya, y lo que había hecho, lo había hecho por él. Eso era lo que importaba. Con un suspiro, se recostó en el sofá, el móvil en la mano, viendo el video de nuevo mientras Laura dormía a su lado, ajena a los pensamientos que cruzaban por su mente, ajena a la intensidad de lo que habían desatado esa noche.
 
Mi tocayo es un ser despreciable, un completo cerdo que se merece lo peor, pero Miguel es un consentidor lamentable que puede perder a su mujer por jugar con fuego. El sabra lo que hace.
 
Se abrió el melón, el impresentable de Carlos ( el del relato ) se sale con la suya y el marido a tragar, a ver como sigue esto, gracias por entretenerme
 

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