Una ilusión. Una devoción. Un sueño

luismi_zgz

Miembro
Desde
8 Ago 2025
Mensajes
23
Reputación
42
Ubicación
Zaragoza
El día había terminado. Una jornada larga, de esas que se arrastran con el peso de la semana. Era viernes, pero ni el calendario ni el cuerpo parecían celebrarlo. El gimnasio había dejado su huella, y al llegar a casa, la ducha caliente fue un bálsamo que me devolvió algo de humanidad.



La noche prometía ser simple: cena rápida, sofá, televisión de fondo y la espera silenciosa del sueño. Pero había algo más. Un ritual íntimo, secreto, que me ilusionaba más que cualquier plan. Escribirle a Ella. A la Señora. La mujer que me tiene rendido desde hace tiempo. La que habita mis pensamientos, mis fantasías, mis ganas de servir. La que me permitió conocerla en persona, aunque aún no he tenido el privilegio de entregarme por completo a su voluntad.



Llevaba toda la tarde dándole vueltas al mensaje perfecto. Uno que pudiera provocar una respuesta, una chispa, un gesto. Tal vez un audio. Escuchar su voz era un regalo que me dejaba temblando por dentro.



La cena fue una pizza al horno. Nada elaborado. No quería perder tiempo. Solo quería tumbarme en el sofá y pensar en Ella. Recordar nuestras primeras conversaciones, ese café donde por fin la vi frente a mí, tan real, tan inaccesible.



A las 21:05 me dejé caer en el sofá. Iba a ver un capítulo de la serie que había empezado días atrás, pero mi mente ya estaba en las 22:20. Esa era la hora en la que planeaba escribirle. Mis días giraban en torno a esos mensajes. Si había respuesta, el mundo brillaba un poco más. Si no, todo se volvía gris.



A las 21:11, el móvil vibró. Una notificación. Mi corazón se aceleró antes de mirar. Y entonces sonreí. Era Ella. Un audio.



Lo escuché con el pulso en la garganta.



—Hola, perrito. Te paso la ubicación. Exactamente a las 21:40 te quiero ahí para recogerme. Si llegas tarde… perderás tu oportunidad.



Contesto enseguida, con el corazón latiendo como si ya estuviera frente a Ella.



—Gracias, Señora. Ahí estaré. A sus pies, Señora.



Me quedaban 29 minutos. No sabía aún a dónde debía dirigirme, pero ya estaba en marcha. Recién duchado, depilado —como siempre—, aunque si lo hubiera sabido antes, habría repasado las piernas. Me miro rápido: no están mal. Pero la barba… pincha. No puedo presentarme así. Un afeitado exprés. No hay margen para errores ni retrasos.



Llega el mensaje. Una ubicación clara: Paseo Echegaray esquina con Avenida César Augusto. El hotel NH Ciudad de Zaragoza. Lo conozco perfectamente. Pero hay obras por la Avenida Navarra. El tráfico puede jugar en mi contra. No puedo fallar.



Abro el armario. Cojo lo primero: pantalón marrón y camisa. Otro mensaje. Esta vez, una orden.



—Quiero que vengas con vaquero, camiseta, sudadera y deportivas.



¡Mierda! Cambio de ropa. Busco las zapatillas, los calcetines, el vaquero. Me visto a toda prisa. Un poco de colonia. Llaves en mano. Cierro la puerta.

Otro audio. Sonrío. Su voz me atraviesa como un escalofrío dulce.



—Por cierto, perrito… no te lo he dicho, pero creo que lo habrás imaginado. Me encantaría que vinieras sin ropa interior.



Mi sonrisa se congela. Me excita. Me ilusiona. Pero también me retrasa. Vuelvo a entrar. Me quito las zapatillas, el vaquero, la ropa interior. La recojo, me visto de nuevo. El tiempo corre.



Bajo al garaje. El ascensor parece burlarse de mí, lento como nunca. Arranco el coche. Son las

21:28. Me quedan 12 minutos. Google Maps dice que tardaré 15. No puede ser. No debe ser.



Algunos semáforos los cruzo en ámbar que coquetea con el rojo. La aguja supera los 50 km/h. Rezo para que no me pare la policía. No creo que entiendan que corro para servir a mi Señora. No creo que lo vean como una causa noble.



Pero a veces los astros se alinean. A las 21:38 estoy aparcado. Mi corazón va a mil. Y más aún cuando la veo acercarse. A lo lejos, su silueta. Va de sport. Vaquero, zapatillas, sudadera, una pequeña mochila a la espalda. Imagino su sonrisa. Imagino su mirada.



Salgo. Le abro la puerta. Me inclino en una reverencia.



—Gracias, perrito. Has llegado como te dije. Te has ganado un premio.



Sus palabras me atraviesan como un bálsamo y una descarga. Estoy a punto de decirle que casi me mato quitándome la ropa interior a toda prisa, pero me callo. No quiero parecer torpe. No quiero disgustarla.



Me subo al coche. La luz interior se apaga lentamente. La miro. Ella mira al frente. Su voz vuelve a sonar. Y es música.



—Llévame a tu casa. Quiero conocerla.



El coche enfiló el mismo camino de antes, pero esta vez sin prisas. Semáforos respetados, velocidad contenida. No había necesidad de correr. Ella ya estaba conmigo. Y eso lo cambiaba todo.



Llegamos al garaje. Mientras caminábamos hacia el ascensor, su voz rompió el silencio con una firmeza que me erizó la piel.



—Quiero que vayas aprendiendo ciertos rituales que siempre haremos. Hoy te los explico, pero quiero que los aprendas. No me gusta repetir las cosas.



Asentí con la cabeza, sin atreverme a hablar.



—Cada vez que entremos en un ascensor, si estamos solos, te arrodillarás y besarás mis dos zapatos. Luego dejarás tus labios pegados en uno de ellos hasta que yo te diga que puedes levantarte. ¿Entendido?



—Sí, Señora.



La puerta del ascensor se cerró. El silencio se volvió denso. Me arrodillé. Besé una zapatilla. Luego la otra. Dejé mis labios pegados con devoción. El metal frío del vaquero presionaba mi erección, pero no me moví. Solo sentía su presencia. Su poder.



El ascensor subía lento. Cada segundo era una mezcla de excitación y miedo. ¿Y si alguien entraba? ¿Y si se abría la puerta antes de tiempo?

—Arriba, perrito.

Justo entonces, el ascensor anunció la cuarta planta. Me puse de pie. La puerta se abrió. Entramos en casa. Encendí la luz y la dejé pasar primero. Cerré la puerta tras nosotros. Su voz

volvió a sonar, como un mantra que me ataba más y más a su voluntad.



—Siempre que estemos solos, estarás de rodillas y desnudo, salvo que yo diga lo contrario. Quiero poder usarte cuando me plazca. Además, quiero comprobar si has cumplido… o me voy. Ten cuidado. No quiero un accidente.



Me desnudé con cuidado. Ella sonrió al ver que no llevaba ropa interior. Bajé la cremallera con lentitud, como si cada gesto fuera parte de un rito. Dejé la ropa sobre una silla del salón y me arrodillé a sus pies.

—Veo que aprendes rápido. Me gusta. Vamos a recorrer tu casa. Sígueme… de rodillas. Obedecí. La seguí por el suelo, sintiendo cada rugosidad, cada cambio de textura. Ella

inspeccionaba con calma: la cocina, la terraza del salón, el despacho desde donde suelo

escribir, la habitación con la terraza pequeña.



—Aquí creo que vamos a pasar muy buenos ratos.



Su tono era juguetón, pero cargado de intención. Continuó hacia los baños. Frunció un poco el ceño. Luego, por fin, entró al dormitorio principal. Dejó su mochila sobre la cama y se sentó con elegancia felina.



—Desabróchame las zapatillas. Descálzame. Luego túmbate boca arriba. Abre las piernas… y la boca.



Obedecí sin dudar. Cada orden suya era un regalo. Un privilegio.



Con sus pies, Ella comenzó a recorrer mi cuerpo. No había prisa. Cada gesto suyo era una declaración. Me excitaba, aunque lo único que sentía era la tela del calcetín. Aún no había probado su piel, pero la imaginaba suave, sedosa, dominante.



Sus pies bajaban por mis brazos, daban pequeños golpes sobre el pecho, como si tantearan el terreno. Luego, uno se deslizó dentro de mi boca, apenas rozando, como probando el espacio. Bajó por mis piernas, volvió a golpearlas con firmeza. Me miraba de arriba abajo. No decía nada. Y ese silencio me inquietaba. ¿Le gustaba lo que veía? ¿O no?



Entonces abrió su mochila.



—Mira, perrito. Te he traído un regalo por ser tan servicial.



Sacó su ropa interior. La de toda la semana. De trabajar, de pasear, de ir al gimnasio. Mientras me las mostraba, las pasaba por mi nariz. Cada prenda tenía su aroma, su historia, su poder.



—Quiero que las huelas. No las he lavado. Quiero que las tengas. A partir de ahora, las llevarás al trabajo cuando yo lo ordene. También te he traído estos calcetines que me han acompañado hoy en el gym… están muy sudados, pero sé que te encantarán.



Pasó uno por mi nariz. Lo estrujó para que lo aspirara bien. Me embriagué con su olor. El otro calcetín lo metió en mi boca.



—Quiero que lo mantengas ahí dentro. No se te escape.

Se puso de pie. Abrió sus piernas a ambos lados de mí. La imagen era hipnótica. Se quitó un calcetín. Luego el otro. Después la sudadera. Quedó en un sujetador negro, elegante, provocador. Mi cuerpo reaccionó. Ella lo notó. Con el pie, dio un pequeño golpe justo ahí. Era la primera vez que sentía su piel. Pero no como deseaba.



Se bajó el pantalón. Sus piernas eran largas, tersas, excitantes. Se quedó con un conjunto negro que parecía hecho para dominar. Para reinar.



—Quiero ver si realmente deseas servirme. Si eres obediente.



Asentí con la cabeza. Mi cuerpo hablaba por mí. Mi pene estaba despierto, alerta, deseoso. No quería otro golpe, pero tampoco podía ocultar lo que sentía.



Ella apoyó un pie sobre mi pecho. Aguanté. Luego el otro. Su peso era firme, pero no brutal. Era presencia. Era poder.



—Aguanta, perrito. No puede haber nada más lindo que servir de soporte para tu Señora,

¿verdad?



La excitación me daba fuerza. Ella bajaba lentamente, como si cada centímetro fuera una prueba. Su sexo, cubierto por la ropa interior negra, quedó a pocos centímetros de mi boca, aún ocupada por el calcetín.



—Quiero que aspires profundamente. Que sientas el olor de tu Dueña. Y que me sigas mirando con esos ojos de excitación.



Su mano acarició mi rostro con una suavidad que contrastaba con todo lo anterior. Un gesto breve, pero cargado de intención. Para mí, fue más que una caricia: fue una señal de aceptación, de pertenencia. Me estremecí.



—Ahora quiero que mantengas los ojos muy abiertos. No los cierres. No te muevas. Y deja la boca abierta.



Obedecí. El calcetín salió de mi boca, húmedo, tibio, como si aún guardara parte de Ella. Mi mandíbula se relajó, mis labios se abrieron, y mis ojos se clavaron en los suyos, esperando.



Ella se inclinó sobre mí con una lentitud que me hizo contener la respiración. Su rostro se acercó al mío, y entonces la vi hacerlo. Deliberadamente. Con placer.



La primera gota cayó desde sus labios, cálida, espesa, directa al centro de mi lengua. Sentí su sabor, su esencia. No era solo saliva. Era Ella. Era su voluntad líquida, su marca íntima.



La segunda gota tardó más. Ella la dejó formarse con calma, como si disfrutara del proceso. Me miraba fijamente, sin pestañear. Cuando cayó, la recibí como un segundo bautismo. Mi cuerpo tembló.



La tercera fue más abundante. Cayó con decisión, como una ofrenda. Y entonces, su voz.



—Trágala. Toda.



Tragué. Sin apartar la mirada. Sin cerrar la boca. Sentí cómo descendía por mi garganta, como si me llenara por dentro de Ella. Como si me purificara. Como si me reclamara.



—Este es tu premio por portarte tan bien hasta ahora.

No dije nada. No podía. No debía. Solo la miré. Con los ojos bien abiertos, como me había ordenado. Con la boca aún entreabierta, como un altar. Sentí que algo dentro de mí se sellaba. Que ese momento no era solo excitación. Era devoción. Era entrega.



Ella se incorporó con calma. Su cuerpo seguía siendo una visión. Su presencia, un universo. Yo seguía tumbado, desnudo, vulnerable, feliz.



Y aunque no lo dijo, su silencio me dejó claro que esto… apenas comenzaba.



De un salto ágil, casi felino, se tumbó en la cama. Abrió su mochila con calma y, para mi sorpresa, sacó mi novela. La sostuvo entre sus manos como si evaluara su peso simbólico. Sonrió.



—Creo que es un momento ideal para comenzar a leer —dijo con voz suave, pero firme—. Así que dedícate a acariciar mis piececitos, que están cansados. Lame cada centímetro, dedito a dedito, y no escatimes en tiempo. Tenemos toda la noche. No quiero que pares salvo que yo lo diga.



Fue, sin duda, la mejor orden que podía recibir. Me entregué por completo a la tarea. Mis manos comenzaron a recorrer sus pies con devoción, como si cada caricia fuera una plegaria. Mi lengua se deslizó por cada dedo, uno a uno, saboreándolos como si fueran manjares sagrados. Los introducía en mi boca con lentitud, sintiendo su textura, su temperatura, su esencia.



—Muy bien, me encanta, perrito. Recuerda que son diez deditos. Quiero lo mismo en todos. Uno a uno.



—Sí, Señora. Será todo un placer para mí.



Y lo fue. Perdí la noción del tiempo. Ella pasaba las páginas de mi novela con una serenidad hipnótica, sin decir palabra. Yo seguía recorriendo sus pies con la lengua, subiendo con mis manos por sus piernas, apenas unos centímetros, lo justo para sentir esa piel que tantas veces había imaginado en mis noches más solitarias.



Era un placer profundo, casi meditativo. Ella no me miraba, pero sabía que me sentía observado. Controlado. Guiado.



De pronto, un golpe seco me sacó del trance. El libro se cerró de golpe. El sonido fue como un látigo en el aire.



—Así da gusto leer —dijo con una sonrisa torcida—. Lo haces muy bien, pero una tiene otras necesidades. Y además… quiero echarte la bronca por algo que vi en el baño. Algo que no quiero que vuelva a suceder jamás.



Mi mente se aceleró. ¿Qué podía haber olvidado? ¿Una prenda fuera de lugar? ¿Una mancha?

¿Un detalle que no limpié bien?



Ella se puso de pie. Yo, instintivamente, me arrodillé para seguirla. Caminamos hacia el baño. Al llegar, se giró y me miró con severidad.



—¿Tú ves eso normal? ¿Así quieres tratarme? ¿Tú crees que yo me merezco eso?



—Disculpe, Señora… no sé a qué se refiere.



—Abre la boca. Saca la lengua.

Obedecí sin dudar, aunque no tenía ni idea de qué había hecho mal.



—¿Crees que es normal que me pongas ese papel higiénico para limpiarme cuando haga pis en tu casa?



Miré el rollo. Era de los buenos. Suave. De marca Scootex. No entendía.



—Con esa lengua tan suave… quiero que me limpies tú. Así que ya sabes: serás mi papel higiénico. No me insultes con eso tan vulgar. Vamos a comprobarlo ahora mismo.



Me quedé mirándola, sin saber qué hacer. Su mirada era clara: no había espacio para dudas.



—Ayúdame a bajarme las braguitas… Túmbate sobre la bañera y abre bien la boca. No quiero que desperdicies el néctar dorado de tu Dueña que te voy a regalar.



Obedecí de inmediato. Mi cuerpo vibraba de excitación. Me tumbé, abrí la boca, y esperé. Su pie, suave pero firme, volvió a darme un toque de atención. Un recordatorio de quién mandaba.



Ella se acomodó sobre mi rostro, a escasos centímetros de mi boca. La visión era sublime. Su piel, su aroma, su poder. Todo en ella me dominaba.



—Presta atención. Abre bien la boca y no desperdicies nada. Agradéceme este buen gesto que tengo contigo.



—Gracias, Señora, por permitirme tener el privilegio de disfrutar su néctar dorado.



Y entonces sucedió. Un primer chorro, cálido y descontrolado, me mojó la cara, el cabello, el cuello. Mi boca se esforzaba por recibirlo, por beberlo, por no perder ni una gota. Pero era difícil. Ella intentaba frenar el flujo para darme tiempo a tragar, pero volvía a regarme con generosidad. Su néctar dorado me empapaba, me marcaba, me bendecía.



—Muy bien, perrito. Ahora límpiame como debe ser. Sin ese papel higiénico.



Me incorporé con lentitud, con reverencia. Mi lengua comenzó a recorrer cada centímetro de su sexo, saboreando, limpiando, adorando. De abajo hacia arriba, con movimientos suaves, circulares, precisos. Su mano guiaba mi cabeza, deteniéndose en ciertos puntos donde me exigía más esmero. Yo obedecía. Yo servía.



—Así sí. Ahora quiero que te des una ducha rápida y vamos a la cama.



Me levanté, aún temblando. Pero antes de salir, su mirada se detuvo en mi cuerpo. En mi pene, erecto, húmedo, delatador.



—¿Qué es eso? —dijo con tono cortante—. ¿Te has corrido sin mi permiso?



—Lo siento, Señora… Yo…



No terminé la frase. Su pie se hundió en el semen esparcido sobre mi abdomen. Lo recogió con elegancia y lo llevó a mi boca.



—Vas a limpiarlo todo con tu lengua. Eres un marrano.



Luego, con su mano, recogió el resto. Me lo ofreció. Lamiendo sus dedos, uno a uno, hasta que quedaron limpios. Me sentía humillado. Me sentía suyo.



—Ahora dúchate y ven al dormitorio.

Su voz ya no era dulce. Era firme. Era ley. Le había fallado. Y lo sabía.



Cuando regresé al dormitorio, Ella ya estaba recostada, envuelta en las sábanas como una reina en su trono. Su mirada era serena, pero su voz no dejó lugar a dudas.



—Cógete una toalla y ponla al lado de la cama. Ahí dormirás, como los cerditos: en el suelo. Coge también una manta para taparte… y trae una botella de agua pequeña y un embudo.



Sus peticiones me sorprendieron, pero no las cuestioné. Obedecí. Cada gesto mío era una ofrenda. Cada paso, una muestra de devoción.



Ella tomó la botella y la bebió entera, sin prisa. Luego dejó el embudo sobre la mesilla. Me indicó que me colocara en el suelo, a cuatro patas.



Sentí un gel frío en mi culete. Señal inequívoca de lo que estaba por venir. Un pequeño plug anal comenzó a abrirse camino, con lentitud, con precisión. Mi cuerpo se tensó. Llevaba años sin recibir nada ahí, y Ella lo sabía. Lo hizo entrar despacio, hasta que quedó bien encajado.



—Que no se salga en toda la noche. Túmbate boca arriba.



Obedecí. Ella colocó una braguita suya sobre mi cara, como una bandera de conquista.



—Ni se te ocurra girarte. No quiero que la braguita se mueva de tu cara. No quiero que tu culito suelte el regalo que le he dado. Si me levanto a media noche, quiero que mis pies se apoyen en ti… y no en el suelo.



—¿Y si tengo que ir al baño? —me atreví a preguntar.



—Para eso tienes la botella pequeña. Ahí haces pis. Y ten cuidado… que no se salga. Buenas noches.



Su voz era firme, definitiva. Me quedé en silencio. Era imposible dormir. La excitación seguía palpitando en mi cuerpo. El plug me recordaba su presencia con cada movimiento. La braguita sobre mi rostro me envolvía en su aroma, en su esencia. Pero el roce de la tela, al cabo de un rato, se volvía una tortura dulce. Una noche en duermevela. Vigilante. Entregado.



No sé qué hora era cuando sentí algo apoyarse sobre mi tripa. Era Ella. Encendió la luz. Vio que la braguita seguía en su sitio. Sonrió.



—Ya ves, perrito. No debí beber esa agua antes de acostarme. Pero como no conozco bien la casa todavía… me da miedo ir hasta el cuarto de baño.



—No se preocupe, Señora. Yo la acompaño —dije, ingenuo.



—Tranquilo, perrito. Es algo más fácil.



Tomó el embudo y lo introdujo en mi boca con precisión.



—Más vale que acertemos todos. No querrás que el suelo se llene de mi néctar dorado… y tengas que seguir durmiendo húmedo toda la noche.



El néctar dorado me encantaba. Pero a través del plástico… se perdía parte de su magia. Parte de su sabor. Aun así, lo recibí con gratitud. Cuando terminó, me quitó el embudo y me permitió limpiarla con mi lengua, suave, delicadamente. Estuvimos un buen rato en esa operación. Su mano comprobó que el plug seguía en su sitio. Luego se subió a la cama y volvió a dormir.

La madrugada comenzaba a insinuarse cuando sentí sus pies sobre mi cuerpo. Su calor, su peso, su presencia. Me estremecí.



—Buenos días, perrito. Creo que lo estamos pasando muy bien, ¿verdad? Me he despertado juguetona. Creo que te va a gustar.



Mi mente aún estaba nublada. Apenas había dormido. Entre la excitación, el plug, la braguita sobre mi rostro… había vivido una noche de vigilia devota.



Sentí cómo me tapaba los ojos con una venda. Su voz era un susurro firme.



—Si te portas bien, te dejaré ver luego. Pero al principio… no.



La excitación se disparó. La oscuridad me envolvía. Cada sonido, cada roce, se volvía más intenso.



Sentí algo pequeño en mi boca. Luego una presión, una forma. Una máscara. Un arnés. No lo entendía del todo… hasta que lo sentí.



Un peso se acomodó sobre mi cara. Y entonces lo comprendí.



Ella se había sentado sobre el dildo que yo sujetaba con la boca. Su cuerpo comenzó a moverse, lento, rítmico. Pequeños gemidos escapaban de sus labios. Su placer era mi alimento.



Sus manos jugaban con el plug anal. Dentro. Fuera. Luego lo sacó. Y lo reemplazó por uno más grande. Esta vez entró con más facilidad. Mi cuerpo se abrió a su voluntad.



El ritmo se intensificó. Ella cabalgaba sobre mi rostro, mientras el plug entraba y salía con cadencia. Era un ritual. Era una danza. Era el placer absoluto.



El nuevo plug se quedó dentro, profundo, firme. Yo lo sentía como una llama encendida. Ella se levantó. Pero pronto volvió a sentarse. Esta vez al revés. Su espalda hacia mí. Su sexo sobre el dildo. Su dominio sobre mi boca.



El movimiento era más intenso. Más salvaje. Yo no podía ver, pero lo sentía todo. Cada gemido. Cada contracción. Cada gota de sudor.



Y entonces… se hizo la luz.



—Muy bien, perrito. Te mereces ver por lo bien que te estás portando. La venda cayó. Y la imagen fue apoteósica.

Ella, completamente desnuda, botando sobre mi rostro, sus pechos al aire, su cuerpo en éxtasis. Sonreía. Me miraba. Me cabalgaba.



El ritmo subía. Su voz se volvió fuego.



—Tu culito se ha portado muy bien. Tengo muchas ganas de follarlo con mi arnés… y hacerte disfrutar como la buena putita que eres.



Dos embestidas brutales. Y el clímax nos envolvió a ambos. Un grito ahogado. Un temblor compartido. Un silencio sagrado.



Ella se dejó caer, apoyada en la mesilla. Respiraba hondo. Yo no me movía.

—No quiero darme la vuelta… porque creo que me encontraré otra vez todo manchado,

¿verdad, perrito?



Mis ojos asintieron. No podía hablar. No debía.



—Cuando me recupere… te haré limpiarlo. Pero ahora… quiero descansar.


Si alguna Señora le gusta el relato y lo desea, podemos charlar por privado...
 
El día había terminado. Una jornada larga, de esas que se arrastran con el peso de la semana. Era viernes, pero ni el calendario ni el cuerpo parecían celebrarlo. El gimnasio había dejado su huella, y al llegar a casa, la ducha caliente fue un bálsamo que me devolvió algo de humanidad.



La noche prometía ser simple: cena rápida, sofá, televisión de fondo y la espera silenciosa del sueño. Pero había algo más. Un ritual íntimo, secreto, que me ilusionaba más que cualquier plan. Escribirle a Ella. A la Señora. La mujer que me tiene rendido desde hace tiempo. La que habita mis pensamientos, mis fantasías, mis ganas de servir. La que me permitió conocerla en persona, aunque aún no he tenido el privilegio de entregarme por completo a su voluntad.



Llevaba toda la tarde dándole vueltas al mensaje perfecto. Uno que pudiera provocar una respuesta, una chispa, un gesto. Tal vez un audio. Escuchar su voz era un regalo que me dejaba temblando por dentro.



La cena fue una pizza al horno. Nada elaborado. No quería perder tiempo. Solo quería tumbarme en el sofá y pensar en Ella. Recordar nuestras primeras conversaciones, ese café donde por fin la vi frente a mí, tan real, tan inaccesible.



A las 21:05 me dejé caer en el sofá. Iba a ver un capítulo de la serie que había empezado días atrás, pero mi mente ya estaba en las 22:20. Esa era la hora en la que planeaba escribirle. Mis días giraban en torno a esos mensajes. Si había respuesta, el mundo brillaba un poco más. Si no, todo se volvía gris.



A las 21:11, el móvil vibró. Una notificación. Mi corazón se aceleró antes de mirar. Y entonces sonreí. Era Ella. Un audio.



Lo escuché con el pulso en la garganta.



—Hola, perrito. Te paso la ubicación. Exactamente a las 21:40 te quiero ahí para recogerme. Si llegas tarde… perderás tu oportunidad.



Contesto enseguida, con el corazón latiendo como si ya estuviera frente a Ella.



—Gracias, Señora. Ahí estaré. A sus pies, Señora.



Me quedaban 29 minutos. No sabía aún a dónde debía dirigirme, pero ya estaba en marcha. Recién duchado, depilado —como siempre—, aunque si lo hubiera sabido antes, habría repasado las piernas. Me miro rápido: no están mal. Pero la barba… pincha. No puedo presentarme así. Un afeitado exprés. No hay margen para errores ni retrasos.



Llega el mensaje. Una ubicación clara: Paseo Echegaray esquina con Avenida César Augusto. El hotel NH Ciudad de Zaragoza. Lo conozco perfectamente. Pero hay obras por la Avenida Navarra. El tráfico puede jugar en mi contra. No puedo fallar.



Abro el armario. Cojo lo primero: pantalón marrón y camisa. Otro mensaje. Esta vez, una orden.



—Quiero que vengas con vaquero, camiseta, sudadera y deportivas.



¡Mierda! Cambio de ropa. Busco las zapatillas, los calcetines, el vaquero. Me visto a toda prisa. Un poco de colonia. Llaves en mano. Cierro la puerta.

Otro audio. Sonrío. Su voz me atraviesa como un escalofrío dulce.



—Por cierto, perrito… no te lo he dicho, pero creo que lo habrás imaginado. Me encantaría que vinieras sin ropa interior.



Mi sonrisa se congela. Me excita. Me ilusiona. Pero también me retrasa. Vuelvo a entrar. Me quito las zapatillas, el vaquero, la ropa interior. La recojo, me visto de nuevo. El tiempo corre.



Bajo al garaje. El ascensor parece burlarse de mí, lento como nunca. Arranco el coche. Son las

21:28. Me quedan 12 minutos. Google Maps dice que tardaré 15. No puede ser. No debe ser.



Algunos semáforos los cruzo en ámbar que coquetea con el rojo. La aguja supera los 50 km/h. Rezo para que no me pare la policía. No creo que entiendan que corro para servir a mi Señora. No creo que lo vean como una causa noble.



Pero a veces los astros se alinean. A las 21:38 estoy aparcado. Mi corazón va a mil. Y más aún cuando la veo acercarse. A lo lejos, su silueta. Va de sport. Vaquero, zapatillas, sudadera, una pequeña mochila a la espalda. Imagino su sonrisa. Imagino su mirada.



Salgo. Le abro la puerta. Me inclino en una reverencia.



—Gracias, perrito. Has llegado como te dije. Te has ganado un premio.



Sus palabras me atraviesan como un bálsamo y una descarga. Estoy a punto de decirle que casi me mato quitándome la ropa interior a toda prisa, pero me callo. No quiero parecer torpe. No quiero disgustarla.



Me subo al coche. La luz interior se apaga lentamente. La miro. Ella mira al frente. Su voz vuelve a sonar. Y es música.



—Llévame a tu casa. Quiero conocerla.



El coche enfiló el mismo camino de antes, pero esta vez sin prisas. Semáforos respetados, velocidad contenida. No había necesidad de correr. Ella ya estaba conmigo. Y eso lo cambiaba todo.



Llegamos al garaje. Mientras caminábamos hacia el ascensor, su voz rompió el silencio con una firmeza que me erizó la piel.



—Quiero que vayas aprendiendo ciertos rituales que siempre haremos. Hoy te los explico, pero quiero que los aprendas. No me gusta repetir las cosas.



Asentí con la cabeza, sin atreverme a hablar.



—Cada vez que entremos en un ascensor, si estamos solos, te arrodillarás y besarás mis dos zapatos. Luego dejarás tus labios pegados en uno de ellos hasta que yo te diga que puedes levantarte. ¿Entendido?



—Sí, Señora.



La puerta del ascensor se cerró. El silencio se volvió denso. Me arrodillé. Besé una zapatilla. Luego la otra. Dejé mis labios pegados con devoción. El metal frío del vaquero presionaba mi erección, pero no me moví. Solo sentía su presencia. Su poder.



El ascensor subía lento. Cada segundo era una mezcla de excitación y miedo. ¿Y si alguien entraba? ¿Y si se abría la puerta antes de tiempo?

—Arriba, perrito.

Justo entonces, el ascensor anunció la cuarta planta. Me puse de pie. La puerta se abrió. Entramos en casa. Encendí la luz y la dejé pasar primero. Cerré la puerta tras nosotros. Su voz

volvió a sonar, como un mantra que me ataba más y más a su voluntad.



—Siempre que estemos solos, estarás de rodillas y desnudo, salvo que yo diga lo contrario. Quiero poder usarte cuando me plazca. Además, quiero comprobar si has cumplido… o me voy. Ten cuidado. No quiero un accidente.



Me desnudé con cuidado. Ella sonrió al ver que no llevaba ropa interior. Bajé la cremallera con lentitud, como si cada gesto fuera parte de un rito. Dejé la ropa sobre una silla del salón y me arrodillé a sus pies.

—Veo que aprendes rápido. Me gusta. Vamos a recorrer tu casa. Sígueme… de rodillas. Obedecí. La seguí por el suelo, sintiendo cada rugosidad, cada cambio de textura. Ella

inspeccionaba con calma: la cocina, la terraza del salón, el despacho desde donde suelo

escribir, la habitación con la terraza pequeña.



—Aquí creo que vamos a pasar muy buenos ratos.



Su tono era juguetón, pero cargado de intención. Continuó hacia los baños. Frunció un poco el ceño. Luego, por fin, entró al dormitorio principal. Dejó su mochila sobre la cama y se sentó con elegancia felina.



—Desabróchame las zapatillas. Descálzame. Luego túmbate boca arriba. Abre las piernas… y la boca.



Obedecí sin dudar. Cada orden suya era un regalo. Un privilegio.



Con sus pies, Ella comenzó a recorrer mi cuerpo. No había prisa. Cada gesto suyo era una declaración. Me excitaba, aunque lo único que sentía era la tela del calcetín. Aún no había probado su piel, pero la imaginaba suave, sedosa, dominante.



Sus pies bajaban por mis brazos, daban pequeños golpes sobre el pecho, como si tantearan el terreno. Luego, uno se deslizó dentro de mi boca, apenas rozando, como probando el espacio. Bajó por mis piernas, volvió a golpearlas con firmeza. Me miraba de arriba abajo. No decía nada. Y ese silencio me inquietaba. ¿Le gustaba lo que veía? ¿O no?



Entonces abrió su mochila.



—Mira, perrito. Te he traído un regalo por ser tan servicial.



Sacó su ropa interior. La de toda la semana. De trabajar, de pasear, de ir al gimnasio. Mientras me las mostraba, las pasaba por mi nariz. Cada prenda tenía su aroma, su historia, su poder.



—Quiero que las huelas. No las he lavado. Quiero que las tengas. A partir de ahora, las llevarás al trabajo cuando yo lo ordene. También te he traído estos calcetines que me han acompañado hoy en el gym… están muy sudados, pero sé que te encantarán.



Pasó uno por mi nariz. Lo estrujó para que lo aspirara bien. Me embriagué con su olor. El otro calcetín lo metió en mi boca.



—Quiero que lo mantengas ahí dentro. No se te escape.

Se puso de pie. Abrió sus piernas a ambos lados de mí. La imagen era hipnótica. Se quitó un calcetín. Luego el otro. Después la sudadera. Quedó en un sujetador negro, elegante, provocador. Mi cuerpo reaccionó. Ella lo notó. Con el pie, dio un pequeño golpe justo ahí. Era la primera vez que sentía su piel. Pero no como deseaba.



Se bajó el pantalón. Sus piernas eran largas, tersas, excitantes. Se quedó con un conjunto negro que parecía hecho para dominar. Para reinar.



—Quiero ver si realmente deseas servirme. Si eres obediente.



Asentí con la cabeza. Mi cuerpo hablaba por mí. Mi pene estaba despierto, alerta, deseoso. No quería otro golpe, pero tampoco podía ocultar lo que sentía.



Ella apoyó un pie sobre mi pecho. Aguanté. Luego el otro. Su peso era firme, pero no brutal. Era presencia. Era poder.



—Aguanta, perrito. No puede haber nada más lindo que servir de soporte para tu Señora,

¿verdad?



La excitación me daba fuerza. Ella bajaba lentamente, como si cada centímetro fuera una prueba. Su sexo, cubierto por la ropa interior negra, quedó a pocos centímetros de mi boca, aún ocupada por el calcetín.



—Quiero que aspires profundamente. Que sientas el olor de tu Dueña. Y que me sigas mirando con esos ojos de excitación.



Su mano acarició mi rostro con una suavidad que contrastaba con todo lo anterior. Un gesto breve, pero cargado de intención. Para mí, fue más que una caricia: fue una señal de aceptación, de pertenencia. Me estremecí.



—Ahora quiero que mantengas los ojos muy abiertos. No los cierres. No te muevas. Y deja la boca abierta.



Obedecí. El calcetín salió de mi boca, húmedo, tibio, como si aún guardara parte de Ella. Mi mandíbula se relajó, mis labios se abrieron, y mis ojos se clavaron en los suyos, esperando.



Ella se inclinó sobre mí con una lentitud que me hizo contener la respiración. Su rostro se acercó al mío, y entonces la vi hacerlo. Deliberadamente. Con placer.



La primera gota cayó desde sus labios, cálida, espesa, directa al centro de mi lengua. Sentí su sabor, su esencia. No era solo saliva. Era Ella. Era su voluntad líquida, su marca íntima.



La segunda gota tardó más. Ella la dejó formarse con calma, como si disfrutara del proceso. Me miraba fijamente, sin pestañear. Cuando cayó, la recibí como un segundo bautismo. Mi cuerpo tembló.



La tercera fue más abundante. Cayó con decisión, como una ofrenda. Y entonces, su voz.



—Trágala. Toda.



Tragué. Sin apartar la mirada. Sin cerrar la boca. Sentí cómo descendía por mi garganta, como si me llenara por dentro de Ella. Como si me purificara. Como si me reclamara.



—Este es tu premio por portarte tan bien hasta ahora.

No dije nada. No podía. No debía. Solo la miré. Con los ojos bien abiertos, como me había ordenado. Con la boca aún entreabierta, como un altar. Sentí que algo dentro de mí se sellaba. Que ese momento no era solo excitación. Era devoción. Era entrega.



Ella se incorporó con calma. Su cuerpo seguía siendo una visión. Su presencia, un universo. Yo seguía tumbado, desnudo, vulnerable, feliz.



Y aunque no lo dijo, su silencio me dejó claro que esto… apenas comenzaba.



De un salto ágil, casi felino, se tumbó en la cama. Abrió su mochila con calma y, para mi sorpresa, sacó mi novela. La sostuvo entre sus manos como si evaluara su peso simbólico. Sonrió.



—Creo que es un momento ideal para comenzar a leer —dijo con voz suave, pero firme—. Así que dedícate a acariciar mis piececitos, que están cansados. Lame cada centímetro, dedito a dedito, y no escatimes en tiempo. Tenemos toda la noche. No quiero que pares salvo que yo lo diga.



Fue, sin duda, la mejor orden que podía recibir. Me entregué por completo a la tarea. Mis manos comenzaron a recorrer sus pies con devoción, como si cada caricia fuera una plegaria. Mi lengua se deslizó por cada dedo, uno a uno, saboreándolos como si fueran manjares sagrados. Los introducía en mi boca con lentitud, sintiendo su textura, su temperatura, su esencia.



—Muy bien, me encanta, perrito. Recuerda que son diez deditos. Quiero lo mismo en todos. Uno a uno.



—Sí, Señora. Será todo un placer para mí.



Y lo fue. Perdí la noción del tiempo. Ella pasaba las páginas de mi novela con una serenidad hipnótica, sin decir palabra. Yo seguía recorriendo sus pies con la lengua, subiendo con mis manos por sus piernas, apenas unos centímetros, lo justo para sentir esa piel que tantas veces había imaginado en mis noches más solitarias.



Era un placer profundo, casi meditativo. Ella no me miraba, pero sabía que me sentía observado. Controlado. Guiado.



De pronto, un golpe seco me sacó del trance. El libro se cerró de golpe. El sonido fue como un látigo en el aire.



—Así da gusto leer —dijo con una sonrisa torcida—. Lo haces muy bien, pero una tiene otras necesidades. Y además… quiero echarte la bronca por algo que vi en el baño. Algo que no quiero que vuelva a suceder jamás.



Mi mente se aceleró. ¿Qué podía haber olvidado? ¿Una prenda fuera de lugar? ¿Una mancha?

¿Un detalle que no limpié bien?



Ella se puso de pie. Yo, instintivamente, me arrodillé para seguirla. Caminamos hacia el baño. Al llegar, se giró y me miró con severidad.



—¿Tú ves eso normal? ¿Así quieres tratarme? ¿Tú crees que yo me merezco eso?



—Disculpe, Señora… no sé a qué se refiere.



—Abre la boca. Saca la lengua.

Obedecí sin dudar, aunque no tenía ni idea de qué había hecho mal.



—¿Crees que es normal que me pongas ese papel higiénico para limpiarme cuando haga pis en tu casa?



Miré el rollo. Era de los buenos. Suave. De marca Scootex. No entendía.



—Con esa lengua tan suave… quiero que me limpies tú. Así que ya sabes: serás mi papel higiénico. No me insultes con eso tan vulgar. Vamos a comprobarlo ahora mismo.



Me quedé mirándola, sin saber qué hacer. Su mirada era clara: no había espacio para dudas.



—Ayúdame a bajarme las braguitas… Túmbate sobre la bañera y abre bien la boca. No quiero que desperdicies el néctar dorado de tu Dueña que te voy a regalar.



Obedecí de inmediato. Mi cuerpo vibraba de excitación. Me tumbé, abrí la boca, y esperé. Su pie, suave pero firme, volvió a darme un toque de atención. Un recordatorio de quién mandaba.



Ella se acomodó sobre mi rostro, a escasos centímetros de mi boca. La visión era sublime. Su piel, su aroma, su poder. Todo en ella me dominaba.



—Presta atención. Abre bien la boca y no desperdicies nada. Agradéceme este buen gesto que tengo contigo.



—Gracias, Señora, por permitirme tener el privilegio de disfrutar su néctar dorado.



Y entonces sucedió. Un primer chorro, cálido y descontrolado, me mojó la cara, el cabello, el cuello. Mi boca se esforzaba por recibirlo, por beberlo, por no perder ni una gota. Pero era difícil. Ella intentaba frenar el flujo para darme tiempo a tragar, pero volvía a regarme con generosidad. Su néctar dorado me empapaba, me marcaba, me bendecía.



—Muy bien, perrito. Ahora límpiame como debe ser. Sin ese papel higiénico.



Me incorporé con lentitud, con reverencia. Mi lengua comenzó a recorrer cada centímetro de su sexo, saboreando, limpiando, adorando. De abajo hacia arriba, con movimientos suaves, circulares, precisos. Su mano guiaba mi cabeza, deteniéndose en ciertos puntos donde me exigía más esmero. Yo obedecía. Yo servía.



—Así sí. Ahora quiero que te des una ducha rápida y vamos a la cama.



Me levanté, aún temblando. Pero antes de salir, su mirada se detuvo en mi cuerpo. En mi pene, erecto, húmedo, delatador.



—¿Qué es eso? —dijo con tono cortante—. ¿Te has corrido sin mi permiso?



—Lo siento, Señora… Yo…



No terminé la frase. Su pie se hundió en el semen esparcido sobre mi abdomen. Lo recogió con elegancia y lo llevó a mi boca.



—Vas a limpiarlo todo con tu lengua. Eres un marrano.



Luego, con su mano, recogió el resto. Me lo ofreció. Lamiendo sus dedos, uno a uno, hasta que quedaron limpios. Me sentía humillado. Me sentía suyo.



—Ahora dúchate y ven al dormitorio.

Su voz ya no era dulce. Era firme. Era ley. Le había fallado. Y lo sabía.



Cuando regresé al dormitorio, Ella ya estaba recostada, envuelta en las sábanas como una reina en su trono. Su mirada era serena, pero su voz no dejó lugar a dudas.



—Cógete una toalla y ponla al lado de la cama. Ahí dormirás, como los cerditos: en el suelo. Coge también una manta para taparte… y trae una botella de agua pequeña y un embudo.



Sus peticiones me sorprendieron, pero no las cuestioné. Obedecí. Cada gesto mío era una ofrenda. Cada paso, una muestra de devoción.



Ella tomó la botella y la bebió entera, sin prisa. Luego dejó el embudo sobre la mesilla. Me indicó que me colocara en el suelo, a cuatro patas.



Sentí un gel frío en mi culete. Señal inequívoca de lo que estaba por venir. Un pequeño plug anal comenzó a abrirse camino, con lentitud, con precisión. Mi cuerpo se tensó. Llevaba años sin recibir nada ahí, y Ella lo sabía. Lo hizo entrar despacio, hasta que quedó bien encajado.



—Que no se salga en toda la noche. Túmbate boca arriba.



Obedecí. Ella colocó una braguita suya sobre mi cara, como una bandera de conquista.



—Ni se te ocurra girarte. No quiero que la braguita se mueva de tu cara. No quiero que tu culito suelte el regalo que le he dado. Si me levanto a media noche, quiero que mis pies se apoyen en ti… y no en el suelo.



—¿Y si tengo que ir al baño? —me atreví a preguntar.



—Para eso tienes la botella pequeña. Ahí haces pis. Y ten cuidado… que no se salga. Buenas noches.



Su voz era firme, definitiva. Me quedé en silencio. Era imposible dormir. La excitación seguía palpitando en mi cuerpo. El plug me recordaba su presencia con cada movimiento. La braguita sobre mi rostro me envolvía en su aroma, en su esencia. Pero el roce de la tela, al cabo de un rato, se volvía una tortura dulce. Una noche en duermevela. Vigilante. Entregado.



No sé qué hora era cuando sentí algo apoyarse sobre mi tripa. Era Ella. Encendió la luz. Vio que la braguita seguía en su sitio. Sonrió.



—Ya ves, perrito. No debí beber esa agua antes de acostarme. Pero como no conozco bien la casa todavía… me da miedo ir hasta el cuarto de baño.



—No se preocupe, Señora. Yo la acompaño —dije, ingenuo.



—Tranquilo, perrito. Es algo más fácil.



Tomó el embudo y lo introdujo en mi boca con precisión.



—Más vale que acertemos todos. No querrás que el suelo se llene de mi néctar dorado… y tengas que seguir durmiendo húmedo toda la noche.



El néctar dorado me encantaba. Pero a través del plástico… se perdía parte de su magia. Parte de su sabor. Aun así, lo recibí con gratitud. Cuando terminó, me quitó el embudo y me permitió limpiarla con mi lengua, suave, delicadamente. Estuvimos un buen rato en esa operación. Su mano comprobó que el plug seguía en su sitio. Luego se subió a la cama y volvió a dormir.

La madrugada comenzaba a insinuarse cuando sentí sus pies sobre mi cuerpo. Su calor, su peso, su presencia. Me estremecí.



—Buenos días, perrito. Creo que lo estamos pasando muy bien, ¿verdad? Me he despertado juguetona. Creo que te va a gustar.



Mi mente aún estaba nublada. Apenas había dormido. Entre la excitación, el plug, la braguita sobre mi rostro… había vivido una noche de vigilia devota.



Sentí cómo me tapaba los ojos con una venda. Su voz era un susurro firme.



—Si te portas bien, te dejaré ver luego. Pero al principio… no.



La excitación se disparó. La oscuridad me envolvía. Cada sonido, cada roce, se volvía más intenso.



Sentí algo pequeño en mi boca. Luego una presión, una forma. Una máscara. Un arnés. No lo entendía del todo… hasta que lo sentí.



Un peso se acomodó sobre mi cara. Y entonces lo comprendí.



Ella se había sentado sobre el dildo que yo sujetaba con la boca. Su cuerpo comenzó a moverse, lento, rítmico. Pequeños gemidos escapaban de sus labios. Su placer era mi alimento.



Sus manos jugaban con el plug anal. Dentro. Fuera. Luego lo sacó. Y lo reemplazó por uno más grande. Esta vez entró con más facilidad. Mi cuerpo se abrió a su voluntad.



El ritmo se intensificó. Ella cabalgaba sobre mi rostro, mientras el plug entraba y salía con cadencia. Era un ritual. Era una danza. Era el placer absoluto.



El nuevo plug se quedó dentro, profundo, firme. Yo lo sentía como una llama encendida. Ella se levantó. Pero pronto volvió a sentarse. Esta vez al revés. Su espalda hacia mí. Su sexo sobre el dildo. Su dominio sobre mi boca.



El movimiento era más intenso. Más salvaje. Yo no podía ver, pero lo sentía todo. Cada gemido. Cada contracción. Cada gota de sudor.



Y entonces… se hizo la luz.



—Muy bien, perrito. Te mereces ver por lo bien que te estás portando. La venda cayó. Y la imagen fue apoteósica.

Ella, completamente desnuda, botando sobre mi rostro, sus pechos al aire, su cuerpo en éxtasis. Sonreía. Me miraba. Me cabalgaba.



El ritmo subía. Su voz se volvió fuego.



—Tu culito se ha portado muy bien. Tengo muchas ganas de follarlo con mi arnés… y hacerte disfrutar como la buena putita que eres.



Dos embestidas brutales. Y el clímax nos envolvió a ambos. Un grito ahogado. Un temblor compartido. Un silencio sagrado.



Ella se dejó caer, apoyada en la mesilla. Respiraba hondo. Yo no me movía.

—No quiero darme la vuelta… porque creo que me encontraré otra vez todo manchado,

¿verdad, perrito?



Mis ojos asintieron. No podía hablar. No debía.



—Cuando me recupere… te haré limpiarlo. Pero ahora… quiero descansar.


Si alguna Señora le gusta el relato y lo desea, podemos charlar por privado...
Muy bueno, perrito.
Hay algo de real o es solo fantasia?
 
Muy bueno, perrito.
Hay algo de real o es solo fantasia?
Por desgracia... es fantasía....

En realidad he tenido otras experiencias, pero esto ha sido una fantasía

Me encantaría poder convertirlo en realidad....

Para eso necesito una Señora que le guste todo eso, estos gustos,.....
 
Atrás
Top Abajo