King Crimson
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Cada mañana él bajaba al puerto con un libro nuevo que leer frente al agua. Cada tarde ella cruzaba el muelle con el mismo vestido mugriento y la misma prisa.
El puerto parecía una boca herrumbrosa que masticaba barcos muertos. Desde lejos, las grúas oxidadas se alzaban como esqueletos de animales prehistóricos, y el río, ancho y lento, se confundía con el cielo encapotado en un mismo tono parduzco, como si la ciudad entera estuviera sumergida en agua turbia. A esa hora —final de la tarde, cuando el sol no se animaba a morir del todo— los borrachos empezaban a ocupar los bancos de la costanera y las prostitutas a rotar de esquina, cansadas de esperar.
Él estaba ahí, como siempre. El estibador jubilado. Cincuenta y ocho años, aunque el cuerpo aparentaba más. Una espalda torcida por décadas de cargar sacos de harina y cajas de pescado. Manos enormes, callosas, que parecían todavía buscar un peso que levantar. Los vecinos decían que miraba el agua como si esperara a alguien, algún barco, un fantasma de otros tiempos. No hablaba mucho; apenas contestaba monosílabos a quien se atrevía a saludarlo. Pero cada tarde se sentaba en el mismo banco de cemento, frente al río, como si cuidara de un secreto, y leía libros gastados, amarillos de tan manoseados.
La ciudad había sido rica hacía medio siglo: puerto de entrada y salida de mercaderías, hoteles con alfombras rojas, clubes de baile, cantinas abiertas hasta el amanecer. Ahora quedaban sólo fachadas despintadas, prostíbulos baratos, almacenes con la mitad de las estanterías vacías. El aire olía a pescado podrido y a humo de motor viejo, y de tanto en tanto un silbato ferroviario recordaba que aún existía el mundo más allá de esa orilla.
Era en ese escenario que aparecía ella, cada tarde.
No caminaba con la cadencia nerviosa de las otras mujeres de la noche, ni con la mirada calculadora. Caminaba recto, como quien se acerca a cumplir una tarea. Tenía veintiún años, piel morena, un vestido gastado demasiado corto para el frío del río y un bolso de tela gastada que colgaba de un hombro. El viento le azotaba el cabello desordenado y ella no intentaba peinarlo: avanzaba como si ya no pudiera permitirse gestos de coquetería.
Aquella tarde de otoño se detuvo frente al estibador, y le miró sin hablar hasta que él levanto sus ojos del libro.
Él la reconoció de vista —sabía que trabajaba en la zona portuaria, que entraba y salía de la pensión de la esquina con clientes que apenas la miraban a los ojos—, pero nunca había cruzado palabra. Esperó un comentario, una oferta, un gesto. Nada.
Al fin, ella abrió la boca.
—Disculpe, ¿usted sabe escribir?
La pregunta sonó como un golpe en el aire húmedo. Él la miró con extrañeza, dudando si había escuchado bien. Ella insistió, sin titubear.
—Necesito que me ayude a escribir cartas.
No pidió cigarrillos, ni dinero, ni compañía. Pidió palabras.
Palabras que ella no sabía cómo ordenar.
Se sentó a su lado sin permiso. Abrió el bolso y sacó un cuaderno escolar de tapas azules, arrugado en las esquinas, y un bolígrafo mordido. Se lo entregó como si le ofreciera un cuchillo.
—Es para mi madre. Y para mi hermana —dijo, mirando el río—. Ellas creen que trabajo en una tienda de ropa. Que estoy bien. Que vivo en una pieza con ventana y flores en la mesa.
Hablaba rápido, con un castellano atravesado por un acento lejano, de más allá de las montañas y la selva. No levantaba la vista; era como si confesara un crimen. El estibador la escuchó en silencio. Sintió un calor extraño en la nuca. Hacía años que nadie le pedía nada, salvo monedas o favores menores.
Tomó el cuaderno con torpeza. La mano derecha le temblaba un poco, resabio de viejas lesiones. Pasó las páginas vacías y olió a papel húmedo. Se preguntó qué demonios iba a escribir ahí.
Ella se acomodó el vestido sobre las rodillas huesudas y añadió.
—No quiero que sepan la verdad. Quiero que lean otra vida. Una vida bonita.
El viento se llevó la última palabra y la disolvió en el rumor del río.
Él respiró hondo, como si tuviera que levantar un saco de harina otra vez, y clavó la mirada en el cuaderno. El puerto oxidado quedó atrás por un instante. El cuaderno en blanco era más pesado que cualquier carga.
*
Tomó el bolígrafo como si fuera un cincel. La mano le pesaba, pero la memoria todavía recordaba el pulso de cuando firmaba papeles de descarga y albaranes en la aduana. La punta chirrió un poco sobre la hoja húmeda.
—Dígame qué quiere poner —murmuró, con voz ronca, que parecía agarrotada de no usarse.
Ella cerró los ojos un momento, como si buscara dentro de sí una voz que no le pertenecía. Luego empezó a dictar:
—“Querida mamá…”
Él escribió, con letra grande, sorprendentemente recta, de hombre que nunca aprendió a adornar la caligrafía pero sí a dignificarla.
—“…espero que estés bien, y que la salud de la abuela también esté mejorando. Aquí todo va de maravilla.”
Él se detuvo. Levantó la cabeza y la miró, incrédulo.
—¿De maravilla?
Ella asintió con una mueca que era sonrisa y llanto al mismo tiempo.
—Sí. Ponga eso.
Él obedeció. El bolígrafo raspó la hoja: Aquí todo va de maravilla.
Ella siguió dictando, y la mentira empezó a tomar forma.
—“Conseguí trabajo en una boutique que vende vestidos elegantes. El dueño me trata bien y me paga puntual. Hasta me deja quedarme con la ropa que ya no se usa.”
El bolígrafo seguía su curso mientras, a pocos metros, un perro husmeaba restos de pescado podrido entre las piedras del malecón. El olor del río entraba en las narices de ambos, mezclado con humo de aceite quemado. El contraste era tan brutal que parecía una broma cruel del destino.
—“He hecho nuevas amigas. Una de ellas es peluquera, me arregla el pelo gratis. La otra estudia en la universidad y me enseña palabras difíciles.”
Él levantó la vista otra vez.
—¿No sospecharán? —preguntó—. ¿Si alguien se da cuenta de que inventa?
Ella encogió los hombros.
—Es mejor que sospechen de felicidad a que sepan la verdad.
La hoja iba llenándose de frases como si alguien soplara aire fresco dentro de un cuarto en ruinas. Cada mentira era un ladrillo nuevo en una casa imaginaria.
Ella pidió que cerrara la carta con algo sencillo.
—“No se preocupen por mí. Estoy ahorrando. Pronto podré volver a visitarlas. Las quiero mucho. Su hija.”
Él firmó obediente.
Dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y miró el río. Sentía en los dedos una mezcla de alivio y rabia. Alivio porque había cumplido, rabia porque sabía que esa mentira era lo más hermoso que había escrito en su vida.
Ella tomó la hoja con cuidado, la dobló en cuatro y la guardó en un sobre arrugado.
Luego le dio las gracias con un murmullo casi inaudible.
El estibador la observó mientras se levantaba. No caminaba con la gracia de una muchacha de veintiún años, sino con la rigidez de alguien que carga más peso del que se ve. Antes de alejarse, se giró un instante y le volvió a preguntar.
—Mañana… ¿puede escribirme otra?
Él no contestó. Solo asintió con un movimiento brusco de la cabeza.
*
El estibador despertaba siempre antes del amanecer, aunque ya no tenía horario que cumplir. El cuerpo había quedado marcado como un reloj de carga y descarga: a las cinco de la mañana los ojos se le abrían solos, con el recuerdo fantasma de sirenas y silbatos que ya no sonaban.
Su cuarto olía a humedad vieja. Las paredes estaban pintadas de un amarillo apagado que se había descascarillado en mapas irregulares de países imaginarios. El colchón, hundido en el centro, le dejaba un dolor constante en la espalda. En un rincón, sobre una mesa coja, descansaban dos tazas desportilladas, una botella de ron de caña a medio terminar y el cuaderno azul que ella le había dejado después de la primera carta. No lo había vuelto a abrir. Lo miraba como si dentro hubiera una trampa.
Desayunaba pan con café aguado, cuando lo había. Luego bajaba hasta el puerto, sin otra razón que ver morir el día. Se quedaba sentado en el banco de siempre, observando el río marrón que arrastraba bolsas de plástico, ramas y de vez en cuando un perro muerto, leyendo sobre lugares y personas que ni le importaban.
Mientras tanto, ella se despertaba en una pieza de pensión que compartía con otras dos mujeres. El techo estaba tan bajo que al estirarse podía tocarlo con la palma. La ventana no abría; de noche, el aire se espesaba con los ronquidos de las vecinas y el olor a sudor mezclado con perfume a granel.
Se lavaba con agua fría en un lavabo común del pasillo. Su vestido, el único decente, lo colgaba de un clavo en la pared. En el fondo de su bolso guardaba tres sobres arrugados: cartas que había recibido, y cartas que esperaba enviar. A veces los sacaba y los alisaba con la mano, como si fueran piel de un animal extraño pero familiar.
Durante el día vagaba entre bares y almacenes ofreciendo compañía a hombres con olor a cerveza rancia, para saldar una deuda que nunca dejaba de crecer. La mayoría la llevaban a cuartos oscuros, a callejones sin nombre, a zaguanes abandonados. Otros, los menos, solo querían conversar un rato, llenarle el estómago con empanadas baratas, una farsa de compañía. Había aprendido a sonreír en los momentos justos, a callar cuando correspondía, a endurecer el cuerpo como madera cuando la ternura no era posible.
Por la noche regresaba caminando por calles encharcadas, cruzando casas coloniales que se caían a pedazos, y cada tanto veía al estibador en el mismo banco. No siempre se detenía. A veces le bastaba con saber que estaba ahí, inmóvil, como un faro sin luz.
Él la miraba de reojo, sin llamarla. Había comprendido que en esa muchacha había una grieta que no podía tocarse sin romperla.
*
Ella llegó otro día un poco antes del anochecer, con el bolso apretado contra el pecho. El viento traía olor de nafta mezclado con humedad de río, algas y podredumbre. El estibador estaba, como siempre, en el banco. No dijo nada cuando la vio. Tampoco ella. Se sentó a su lado mientras él sacaba el cuaderno azul.
—Hoy quiero que pongamos más cosas —dijo en voz baja—. Que inventemos un novio.
Él frunció el ceño.
—¿Un novio?
—Sí. Mi mamá siempre pregunta si estoy de novia. Nunca sé qué responder. Mejor darle un nombre.
El estibador carraspeó, incómodo. Le dolía en el pecho inventar lo que sabía que nunca existiría. Pero abrió el cuaderno. La punta del bolígrafo arañó el papel.
Ella empezó a dictar:
—“Querida mamá: estoy muy feliz. Conocí a un hombre bueno. Se llama Gabriel. Trabaja en una librería. Es serio, me cuida. Dice que soy lo mejor que le ha pasado en la vida.”
El estibador escribió, tragando saliva con dificultad. La palabra librería le pareció absurda en esa ciudad donde la última había cerrado hacía más de diez años. Pero lo dejó correr.
—“Los domingos paseamos por la vereda del río. Tomamos helados de chocolate. Hablamos de cosas lindas, de planes. A veces me canta canciones antiguas que aprendió de su padre.”
El bolígrafo chirriaba. Afuera, un borracho vomitaba contra una pared descascarada. Ella se inclinó hacia él, con los ojos brillantes.
—Ponga también que me regaló un vestido rojo.
Él dudó. Miró su ropa gastada, el dobladillo deshilachado.
—¿Un vestido?
—Sí —dijo ella, tajante—. Rojo. Como los que se ven en las revistas.
El estibador obedeció. La palabra rojo quedó grande en la hoja, como una mancha de sangre.
La carta siguió creciendo: promesas de viajes, de fiestas y bailes, de una vida que no existía ni existiría. Cuando ella dijo escríbale que pronto voy a casarme, él levantó la vista, con una mezcla de furia y compasión.
—¿No es demasiado? —preguntó.
Ella lo miró fijo, sin pestañear.
—Nunca es demasiado para una mentira.
El silencio se cuajó entre los dos. Solo el río, con su vaivén, parecía acompañar la farsa.
Finalmente, cerraron la carta con un te extraño escrito en letra apretada. Ella dobló la hoja con cuidado, como si fuera un objeto frágil, y la guardó en otro sobre.
Después, por primera vez, no se levantó de inmediato. Se quedó ahí, al lado de él, con los brazos cruzados sobre el estómago.
—Tengo hambre —dijo, como quien lanza una piedra al agua.
El estibador tardó unos segundos en reaccionar. Luego se levantó con torpeza, lo invitó con un gesto de la cabeza.
Caminaron en silencio por calles húmedas, hasta una cantina de paredes enmohecidas donde todavía servían guisos espesos y pan recién salido del horno.
Pidieron un gran plato para compartir. El vapor del guiso les empañó la cara. Comieron con cucharas de aluminio, sin hablar, pasando de una mano a la otra los trozos de pan. Afuera, la ciudad se caía a pedazos. Adentro, durante un rato, hubo algo parecido a una amistad.
*
La tercera carta nació una tarde en que la humedad pesaba como un manto de plomo. El cielo estaba bajo, y el río parecía una sábana podrida que nadie quería tocar. Él la estaba esperando, aunque nunca lo admitiría. Ella llegó con el vestido arrugado, el cabello pegado a la frente, el bolso contra el cuerpo.
—Hoy necesito que sea larga —dijo apenas sentarse—. Una carta que haga llorar a mi hermana.
El estibador abrió el cuaderno. El bolígrafo ya dejaba manchas negras en sus dedos.
—Diga.
Ella se acomodó, respiró hondo, y empezó a dictar:
—“Querida mamá, querida hermana: aquí los días pasan hermosos. En las tardes, Gabriel y yo caminamos por la rambla y miramos el mar. Él dice que cuando ahorre suficiente me llevará a conocer otra ciudad, una grande, con teatros y cines por todas partes.”
El estibador escribió despacio. La palabra teatros le hizo pensar en el gran cine cerrado del centro, cubierto de pintadas, mugre y murciélagos.
—“He aprendido a cocinar. Preparo guisos y panes caseros. Gabriel siempre dice que tengo manos de ángel para la cocina.”
Ella sonrió al decirlo, con ironía amarga. Nunca había cocinado en su vida. Apenas calentaba agua para té en la pensión.
—“No me falta nada. La pieza donde vivimos tiene flores en la ventana, y una mesa blanca donde desayunamos. A veces nos reímos tanto que me duele la panza.”
El estibador levantó la vista. La vio apretando los labios, conteniendo un temblor.
—¿Está segura? —preguntó.
Ella asintió rápido, sin dejarle espacio para dudar.
—Ponga eso. Todo eso.
Escribió hasta que la hoja quedó completa, llena de frases como un mural inventado. Cuando terminó, dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y suspiró, como quien carga un saco demasiado pesado.
Ella recogió la carta, la dobló con precisión, y la guardó en su bolso. Se quedó un momento mirando al suelo, sin hablar. Después, metió la mano en el bolso y sacó un par de billetes arrugados.
—Quiero pagarle —dijo, sin mirarlo.
Él se quedó helado.
—¿Pagarme?
—Sí. Por escribir. Por prestarme las palabras.
El estibador sintió un nudo en el estómago. El dinero temblaba en su mano morena, como una ofensa, como un espejo sucio. Se le vinieron a la cabeza los años de cargar cajas, de cobrar al final de la semana, de vender su espalda por monedas. Pero esto era distinto.
Empujó despacio la mano de ella de vuelta hacia el bolso.
—No quiero plata.
Ella lo miró, desconfiada.
—Todo se paga.
Él negó con la cabeza, torpe, obstinado.
—Esto no.
Se quedaron en silencio, rodeados por el ruido del puerto: gaviotas, motores viejos, voces de parranderos tristes. Entre ellos, un vacío denso, como si acabaran de firmar un pacto que ninguno entendía del todo.
Ella guardó el dinero, pero no sonrió. Solo bajó la vista, y en su cara había algo parecido al miedo.
*
Aquella tarde, días después, la ciudad parecía aún más gastada que de costumbre. El viento levantaba polvo de los adoquines y la humedad tenía olor a óxido. El estibador esperaba en el banco, con el cuaderno azul en las rodillas. No la vio venir; la escuchó antes: un paso irregular, un arrastre de sandalia contra el suelo.
Cuando levantó la mirada, se le endureció el pecho. Ella estaba parada frente a él, los labios partidos, un moretón fresco bajo el ojo derecho, el vestido arrugado y con manchas que no quiso imaginar de qué eran.
—Tenemos que escribir —dijo con la voz ronca, como si nada.
Él se quedó mudo. Quiso preguntar, quiso gritar, pero solo abrió el cuaderno. El bolígrafo temblaba en sus dedos.
Ella dictó en un hilo de voz.
—“Querida mamá: sigo feliz. Gabriel me cuida como siempre. Esta semana fuimos al teatro. La obra fue tan bonita que lloré. Después, caminamos de la mano bajo las luces de la ciudad.”
El estibador apretaba los dientes al escribir. La vio llevarse una mano al costado del cuerpo, como si allí también ardiera un golpe
.
—¿Por qué me hace escribir esto? —preguntó al fin.
Ella lo miró con rabia y vergüenza mezcladas.
—Porque si no lo escribe para ellas, me muero.
El silencio se rompió con un ruido seco en el puerto: cadenas golpeando metal, alguien insultando a gritos. El estibador cerró el cuaderno de golpe.
—Ya basta.
Ella lo sostuvo con la mirada un segundo más, y luego bajó los ojos. Temblaba, pero no lloraba.
Él se levantó, la tomó del brazo con cuidado, y la hizo caminar. No hacia la pensión, no hacia la cantina, sino hacia su cuarto. Subieron por una escalera estrecha, la madera crujía como huesos viejos.
El cuarto estaba en penumbras. Había olor a humedad y tabaco apagado. En la mesa había una botella vacía, un vaso sucio y un par de camisas colgadas de un clavo.
La sentó en la cama, con torpeza. Ella se quejó apenas, un suspiro ahogado. Él buscó un paño en un balde de agua, lo exprimió y empezó a limpiar el rastro seco de sangre en su ceja.
Ella no se movió, solo lo miró fijamente. Los ojos oscuros, enormes, con un brillo febril.
—No estoy rota —dijo de pronto—. No se asuste.
Él no respondió. Se limitó a limpiar la herida, con movimientos lentos, obstinados. Después apoyó el paño en el moretón de su mejilla, y ella cerró los ojos.
El cuarto quedó en silencio, salvo por su respiración entrecortada. Afuera, el puerto seguía rugiendo. Adentro, por primera vez, había un contacto que no era de letras ni de papel.
El puerto parecía una boca herrumbrosa que masticaba barcos muertos. Desde lejos, las grúas oxidadas se alzaban como esqueletos de animales prehistóricos, y el río, ancho y lento, se confundía con el cielo encapotado en un mismo tono parduzco, como si la ciudad entera estuviera sumergida en agua turbia. A esa hora —final de la tarde, cuando el sol no se animaba a morir del todo— los borrachos empezaban a ocupar los bancos de la costanera y las prostitutas a rotar de esquina, cansadas de esperar.
Él estaba ahí, como siempre. El estibador jubilado. Cincuenta y ocho años, aunque el cuerpo aparentaba más. Una espalda torcida por décadas de cargar sacos de harina y cajas de pescado. Manos enormes, callosas, que parecían todavía buscar un peso que levantar. Los vecinos decían que miraba el agua como si esperara a alguien, algún barco, un fantasma de otros tiempos. No hablaba mucho; apenas contestaba monosílabos a quien se atrevía a saludarlo. Pero cada tarde se sentaba en el mismo banco de cemento, frente al río, como si cuidara de un secreto, y leía libros gastados, amarillos de tan manoseados.
La ciudad había sido rica hacía medio siglo: puerto de entrada y salida de mercaderías, hoteles con alfombras rojas, clubes de baile, cantinas abiertas hasta el amanecer. Ahora quedaban sólo fachadas despintadas, prostíbulos baratos, almacenes con la mitad de las estanterías vacías. El aire olía a pescado podrido y a humo de motor viejo, y de tanto en tanto un silbato ferroviario recordaba que aún existía el mundo más allá de esa orilla.
Era en ese escenario que aparecía ella, cada tarde.
No caminaba con la cadencia nerviosa de las otras mujeres de la noche, ni con la mirada calculadora. Caminaba recto, como quien se acerca a cumplir una tarea. Tenía veintiún años, piel morena, un vestido gastado demasiado corto para el frío del río y un bolso de tela gastada que colgaba de un hombro. El viento le azotaba el cabello desordenado y ella no intentaba peinarlo: avanzaba como si ya no pudiera permitirse gestos de coquetería.
Aquella tarde de otoño se detuvo frente al estibador, y le miró sin hablar hasta que él levanto sus ojos del libro.
Él la reconoció de vista —sabía que trabajaba en la zona portuaria, que entraba y salía de la pensión de la esquina con clientes que apenas la miraban a los ojos—, pero nunca había cruzado palabra. Esperó un comentario, una oferta, un gesto. Nada.
Al fin, ella abrió la boca.
—Disculpe, ¿usted sabe escribir?
La pregunta sonó como un golpe en el aire húmedo. Él la miró con extrañeza, dudando si había escuchado bien. Ella insistió, sin titubear.
—Necesito que me ayude a escribir cartas.
No pidió cigarrillos, ni dinero, ni compañía. Pidió palabras.
Palabras que ella no sabía cómo ordenar.
Se sentó a su lado sin permiso. Abrió el bolso y sacó un cuaderno escolar de tapas azules, arrugado en las esquinas, y un bolígrafo mordido. Se lo entregó como si le ofreciera un cuchillo.
—Es para mi madre. Y para mi hermana —dijo, mirando el río—. Ellas creen que trabajo en una tienda de ropa. Que estoy bien. Que vivo en una pieza con ventana y flores en la mesa.
Hablaba rápido, con un castellano atravesado por un acento lejano, de más allá de las montañas y la selva. No levantaba la vista; era como si confesara un crimen. El estibador la escuchó en silencio. Sintió un calor extraño en la nuca. Hacía años que nadie le pedía nada, salvo monedas o favores menores.
Tomó el cuaderno con torpeza. La mano derecha le temblaba un poco, resabio de viejas lesiones. Pasó las páginas vacías y olió a papel húmedo. Se preguntó qué demonios iba a escribir ahí.
Ella se acomodó el vestido sobre las rodillas huesudas y añadió.
—No quiero que sepan la verdad. Quiero que lean otra vida. Una vida bonita.
El viento se llevó la última palabra y la disolvió en el rumor del río.
Él respiró hondo, como si tuviera que levantar un saco de harina otra vez, y clavó la mirada en el cuaderno. El puerto oxidado quedó atrás por un instante. El cuaderno en blanco era más pesado que cualquier carga.
*
Tomó el bolígrafo como si fuera un cincel. La mano le pesaba, pero la memoria todavía recordaba el pulso de cuando firmaba papeles de descarga y albaranes en la aduana. La punta chirrió un poco sobre la hoja húmeda.
—Dígame qué quiere poner —murmuró, con voz ronca, que parecía agarrotada de no usarse.
Ella cerró los ojos un momento, como si buscara dentro de sí una voz que no le pertenecía. Luego empezó a dictar:
—“Querida mamá…”
Él escribió, con letra grande, sorprendentemente recta, de hombre que nunca aprendió a adornar la caligrafía pero sí a dignificarla.
—“…espero que estés bien, y que la salud de la abuela también esté mejorando. Aquí todo va de maravilla.”
Él se detuvo. Levantó la cabeza y la miró, incrédulo.
—¿De maravilla?
Ella asintió con una mueca que era sonrisa y llanto al mismo tiempo.
—Sí. Ponga eso.
Él obedeció. El bolígrafo raspó la hoja: Aquí todo va de maravilla.
Ella siguió dictando, y la mentira empezó a tomar forma.
—“Conseguí trabajo en una boutique que vende vestidos elegantes. El dueño me trata bien y me paga puntual. Hasta me deja quedarme con la ropa que ya no se usa.”
El bolígrafo seguía su curso mientras, a pocos metros, un perro husmeaba restos de pescado podrido entre las piedras del malecón. El olor del río entraba en las narices de ambos, mezclado con humo de aceite quemado. El contraste era tan brutal que parecía una broma cruel del destino.
—“He hecho nuevas amigas. Una de ellas es peluquera, me arregla el pelo gratis. La otra estudia en la universidad y me enseña palabras difíciles.”
Él levantó la vista otra vez.
—¿No sospecharán? —preguntó—. ¿Si alguien se da cuenta de que inventa?
Ella encogió los hombros.
—Es mejor que sospechen de felicidad a que sepan la verdad.
La hoja iba llenándose de frases como si alguien soplara aire fresco dentro de un cuarto en ruinas. Cada mentira era un ladrillo nuevo en una casa imaginaria.
Ella pidió que cerrara la carta con algo sencillo.
—“No se preocupen por mí. Estoy ahorrando. Pronto podré volver a visitarlas. Las quiero mucho. Su hija.”
Él firmó obediente.
Dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y miró el río. Sentía en los dedos una mezcla de alivio y rabia. Alivio porque había cumplido, rabia porque sabía que esa mentira era lo más hermoso que había escrito en su vida.
Ella tomó la hoja con cuidado, la dobló en cuatro y la guardó en un sobre arrugado.
Luego le dio las gracias con un murmullo casi inaudible.
El estibador la observó mientras se levantaba. No caminaba con la gracia de una muchacha de veintiún años, sino con la rigidez de alguien que carga más peso del que se ve. Antes de alejarse, se giró un instante y le volvió a preguntar.
—Mañana… ¿puede escribirme otra?
Él no contestó. Solo asintió con un movimiento brusco de la cabeza.
*
El estibador despertaba siempre antes del amanecer, aunque ya no tenía horario que cumplir. El cuerpo había quedado marcado como un reloj de carga y descarga: a las cinco de la mañana los ojos se le abrían solos, con el recuerdo fantasma de sirenas y silbatos que ya no sonaban.
Su cuarto olía a humedad vieja. Las paredes estaban pintadas de un amarillo apagado que se había descascarillado en mapas irregulares de países imaginarios. El colchón, hundido en el centro, le dejaba un dolor constante en la espalda. En un rincón, sobre una mesa coja, descansaban dos tazas desportilladas, una botella de ron de caña a medio terminar y el cuaderno azul que ella le había dejado después de la primera carta. No lo había vuelto a abrir. Lo miraba como si dentro hubiera una trampa.
Desayunaba pan con café aguado, cuando lo había. Luego bajaba hasta el puerto, sin otra razón que ver morir el día. Se quedaba sentado en el banco de siempre, observando el río marrón que arrastraba bolsas de plástico, ramas y de vez en cuando un perro muerto, leyendo sobre lugares y personas que ni le importaban.
Mientras tanto, ella se despertaba en una pieza de pensión que compartía con otras dos mujeres. El techo estaba tan bajo que al estirarse podía tocarlo con la palma. La ventana no abría; de noche, el aire se espesaba con los ronquidos de las vecinas y el olor a sudor mezclado con perfume a granel.
Se lavaba con agua fría en un lavabo común del pasillo. Su vestido, el único decente, lo colgaba de un clavo en la pared. En el fondo de su bolso guardaba tres sobres arrugados: cartas que había recibido, y cartas que esperaba enviar. A veces los sacaba y los alisaba con la mano, como si fueran piel de un animal extraño pero familiar.
Durante el día vagaba entre bares y almacenes ofreciendo compañía a hombres con olor a cerveza rancia, para saldar una deuda que nunca dejaba de crecer. La mayoría la llevaban a cuartos oscuros, a callejones sin nombre, a zaguanes abandonados. Otros, los menos, solo querían conversar un rato, llenarle el estómago con empanadas baratas, una farsa de compañía. Había aprendido a sonreír en los momentos justos, a callar cuando correspondía, a endurecer el cuerpo como madera cuando la ternura no era posible.
Por la noche regresaba caminando por calles encharcadas, cruzando casas coloniales que se caían a pedazos, y cada tanto veía al estibador en el mismo banco. No siempre se detenía. A veces le bastaba con saber que estaba ahí, inmóvil, como un faro sin luz.
Él la miraba de reojo, sin llamarla. Había comprendido que en esa muchacha había una grieta que no podía tocarse sin romperla.
*
Ella llegó otro día un poco antes del anochecer, con el bolso apretado contra el pecho. El viento traía olor de nafta mezclado con humedad de río, algas y podredumbre. El estibador estaba, como siempre, en el banco. No dijo nada cuando la vio. Tampoco ella. Se sentó a su lado mientras él sacaba el cuaderno azul.
—Hoy quiero que pongamos más cosas —dijo en voz baja—. Que inventemos un novio.
Él frunció el ceño.
—¿Un novio?
—Sí. Mi mamá siempre pregunta si estoy de novia. Nunca sé qué responder. Mejor darle un nombre.
El estibador carraspeó, incómodo. Le dolía en el pecho inventar lo que sabía que nunca existiría. Pero abrió el cuaderno. La punta del bolígrafo arañó el papel.
Ella empezó a dictar:
—“Querida mamá: estoy muy feliz. Conocí a un hombre bueno. Se llama Gabriel. Trabaja en una librería. Es serio, me cuida. Dice que soy lo mejor que le ha pasado en la vida.”
El estibador escribió, tragando saliva con dificultad. La palabra librería le pareció absurda en esa ciudad donde la última había cerrado hacía más de diez años. Pero lo dejó correr.
—“Los domingos paseamos por la vereda del río. Tomamos helados de chocolate. Hablamos de cosas lindas, de planes. A veces me canta canciones antiguas que aprendió de su padre.”
El bolígrafo chirriaba. Afuera, un borracho vomitaba contra una pared descascarada. Ella se inclinó hacia él, con los ojos brillantes.
—Ponga también que me regaló un vestido rojo.
Él dudó. Miró su ropa gastada, el dobladillo deshilachado.
—¿Un vestido?
—Sí —dijo ella, tajante—. Rojo. Como los que se ven en las revistas.
El estibador obedeció. La palabra rojo quedó grande en la hoja, como una mancha de sangre.
La carta siguió creciendo: promesas de viajes, de fiestas y bailes, de una vida que no existía ni existiría. Cuando ella dijo escríbale que pronto voy a casarme, él levantó la vista, con una mezcla de furia y compasión.
—¿No es demasiado? —preguntó.
Ella lo miró fijo, sin pestañear.
—Nunca es demasiado para una mentira.
El silencio se cuajó entre los dos. Solo el río, con su vaivén, parecía acompañar la farsa.
Finalmente, cerraron la carta con un te extraño escrito en letra apretada. Ella dobló la hoja con cuidado, como si fuera un objeto frágil, y la guardó en otro sobre.
Después, por primera vez, no se levantó de inmediato. Se quedó ahí, al lado de él, con los brazos cruzados sobre el estómago.
—Tengo hambre —dijo, como quien lanza una piedra al agua.
El estibador tardó unos segundos en reaccionar. Luego se levantó con torpeza, lo invitó con un gesto de la cabeza.
Caminaron en silencio por calles húmedas, hasta una cantina de paredes enmohecidas donde todavía servían guisos espesos y pan recién salido del horno.
Pidieron un gran plato para compartir. El vapor del guiso les empañó la cara. Comieron con cucharas de aluminio, sin hablar, pasando de una mano a la otra los trozos de pan. Afuera, la ciudad se caía a pedazos. Adentro, durante un rato, hubo algo parecido a una amistad.
*
La tercera carta nació una tarde en que la humedad pesaba como un manto de plomo. El cielo estaba bajo, y el río parecía una sábana podrida que nadie quería tocar. Él la estaba esperando, aunque nunca lo admitiría. Ella llegó con el vestido arrugado, el cabello pegado a la frente, el bolso contra el cuerpo.
—Hoy necesito que sea larga —dijo apenas sentarse—. Una carta que haga llorar a mi hermana.
El estibador abrió el cuaderno. El bolígrafo ya dejaba manchas negras en sus dedos.
—Diga.
Ella se acomodó, respiró hondo, y empezó a dictar:
—“Querida mamá, querida hermana: aquí los días pasan hermosos. En las tardes, Gabriel y yo caminamos por la rambla y miramos el mar. Él dice que cuando ahorre suficiente me llevará a conocer otra ciudad, una grande, con teatros y cines por todas partes.”
El estibador escribió despacio. La palabra teatros le hizo pensar en el gran cine cerrado del centro, cubierto de pintadas, mugre y murciélagos.
—“He aprendido a cocinar. Preparo guisos y panes caseros. Gabriel siempre dice que tengo manos de ángel para la cocina.”
Ella sonrió al decirlo, con ironía amarga. Nunca había cocinado en su vida. Apenas calentaba agua para té en la pensión.
—“No me falta nada. La pieza donde vivimos tiene flores en la ventana, y una mesa blanca donde desayunamos. A veces nos reímos tanto que me duele la panza.”
El estibador levantó la vista. La vio apretando los labios, conteniendo un temblor.
—¿Está segura? —preguntó.
Ella asintió rápido, sin dejarle espacio para dudar.
—Ponga eso. Todo eso.
Escribió hasta que la hoja quedó completa, llena de frases como un mural inventado. Cuando terminó, dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y suspiró, como quien carga un saco demasiado pesado.
Ella recogió la carta, la dobló con precisión, y la guardó en su bolso. Se quedó un momento mirando al suelo, sin hablar. Después, metió la mano en el bolso y sacó un par de billetes arrugados.
—Quiero pagarle —dijo, sin mirarlo.
Él se quedó helado.
—¿Pagarme?
—Sí. Por escribir. Por prestarme las palabras.
El estibador sintió un nudo en el estómago. El dinero temblaba en su mano morena, como una ofensa, como un espejo sucio. Se le vinieron a la cabeza los años de cargar cajas, de cobrar al final de la semana, de vender su espalda por monedas. Pero esto era distinto.
Empujó despacio la mano de ella de vuelta hacia el bolso.
—No quiero plata.
Ella lo miró, desconfiada.
—Todo se paga.
Él negó con la cabeza, torpe, obstinado.
—Esto no.
Se quedaron en silencio, rodeados por el ruido del puerto: gaviotas, motores viejos, voces de parranderos tristes. Entre ellos, un vacío denso, como si acabaran de firmar un pacto que ninguno entendía del todo.
Ella guardó el dinero, pero no sonrió. Solo bajó la vista, y en su cara había algo parecido al miedo.
*
Aquella tarde, días después, la ciudad parecía aún más gastada que de costumbre. El viento levantaba polvo de los adoquines y la humedad tenía olor a óxido. El estibador esperaba en el banco, con el cuaderno azul en las rodillas. No la vio venir; la escuchó antes: un paso irregular, un arrastre de sandalia contra el suelo.
Cuando levantó la mirada, se le endureció el pecho. Ella estaba parada frente a él, los labios partidos, un moretón fresco bajo el ojo derecho, el vestido arrugado y con manchas que no quiso imaginar de qué eran.
—Tenemos que escribir —dijo con la voz ronca, como si nada.
Él se quedó mudo. Quiso preguntar, quiso gritar, pero solo abrió el cuaderno. El bolígrafo temblaba en sus dedos.
Ella dictó en un hilo de voz.
—“Querida mamá: sigo feliz. Gabriel me cuida como siempre. Esta semana fuimos al teatro. La obra fue tan bonita que lloré. Después, caminamos de la mano bajo las luces de la ciudad.”
El estibador apretaba los dientes al escribir. La vio llevarse una mano al costado del cuerpo, como si allí también ardiera un golpe
.
—¿Por qué me hace escribir esto? —preguntó al fin.
Ella lo miró con rabia y vergüenza mezcladas.
—Porque si no lo escribe para ellas, me muero.
El silencio se rompió con un ruido seco en el puerto: cadenas golpeando metal, alguien insultando a gritos. El estibador cerró el cuaderno de golpe.
—Ya basta.
Ella lo sostuvo con la mirada un segundo más, y luego bajó los ojos. Temblaba, pero no lloraba.
Él se levantó, la tomó del brazo con cuidado, y la hizo caminar. No hacia la pensión, no hacia la cantina, sino hacia su cuarto. Subieron por una escalera estrecha, la madera crujía como huesos viejos.
El cuarto estaba en penumbras. Había olor a humedad y tabaco apagado. En la mesa había una botella vacía, un vaso sucio y un par de camisas colgadas de un clavo.
La sentó en la cama, con torpeza. Ella se quejó apenas, un suspiro ahogado. Él buscó un paño en un balde de agua, lo exprimió y empezó a limpiar el rastro seco de sangre en su ceja.
Ella no se movió, solo lo miró fijamente. Los ojos oscuros, enormes, con un brillo febril.
—No estoy rota —dijo de pronto—. No se asuste.
Él no respondió. Se limitó a limpiar la herida, con movimientos lentos, obstinados. Después apoyó el paño en el moretón de su mejilla, y ella cerró los ojos.
El cuarto quedó en silencio, salvo por su respiración entrecortada. Afuera, el puerto seguía rugiendo. Adentro, por primera vez, había un contacto que no era de letras ni de papel.