Aquel año, mis padres decidieron alquilar una casa de campo para desconectar.
Desconectar ellos, claro. Porque para mí, fue desconectar del mundo: sin wifi, sin amigas, sin nada. Solo mosquitos, calor, y una especie de acequia mugrienta donde decían que nos podíamos bañar.
La casa tenía lo justo. Y al lado, otra más vieja, medio reformada, donde vivía un chico de mi edad.
Rubio, gordo, con camiseta sin mangas y ese andar de los que no se lavan las manos pero saben mirar.
Fue mi único entretenimiento aquel verano.
—¿Quieres salir a andar? —me decía.
Y yo, que estaba más caliente que aburrida, asentaba sin pensarlo.
Nos íbamos al campo. Caminábamos entre matojos, caminos polvorientos, y esa mezcla de tensión y aburrimiento que solo da el verano y las hormonas desatadas.
Desconectar ellos, claro. Porque para mí, fue desconectar del mundo: sin wifi, sin amigas, sin nada. Solo mosquitos, calor, y una especie de acequia mugrienta donde decían que nos podíamos bañar.
La casa tenía lo justo. Y al lado, otra más vieja, medio reformada, donde vivía un chico de mi edad.
Rubio, gordo, con camiseta sin mangas y ese andar de los que no se lavan las manos pero saben mirar.
Fue mi único entretenimiento aquel verano.
—¿Quieres salir a andar? —me decía.
Y yo, que estaba más caliente que aburrida, asentaba sin pensarlo.
Nos íbamos al campo. Caminábamos entre matojos, caminos polvorientos, y esa mezcla de tensión y aburrimiento que solo da el verano y las hormonas desatadas.
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