La sobri

Capítulo 6



El verano había caído como un mazazo, con un calor pegajoso que convertía la ciudad en un horno. Eran finales de julio, y el aire olía a asfalto recalentado, mezclado con el perfume dulzón de los jazmines de los balcones y el olor de una ciudad y de una multitud que se arrastraba bajo el sol. Itziar caminaba por la calle con su novio, —Álvaro con el que llevaba apenas 20 días—, de la mano, mientras sus padres, Maite y Juan, iban unos pasos por delante, discutiendo sobre una factura que no le importaba una mierda. Llevaba unos pantalones tipo leggings, cortos y blancos que se le pegaban al culo como si fueran pintados, marcando cada curva de una forma que sabía que volvía locos a los tíos, y una camiseta de tirantes rosa que dejaba entrever el sujetador blanco por los bordes. El pelo castaño lo tenía recogido en una coleta alta, con mechones sueltos pegados al cuello por el sudor, y las gafas de sol le daban ese rollo de reina pija que dominaba como nadie. Álvaro, a su lado, iba con una camiseta de marca y unos vaqueros ajustados, con esa sonrisa de niño bueno que la había pillado desprevenida hacía un par de meses en una fiesta. Era mono, divertido, y follaba decente, pero Itziar no estaba pensando en él mientras se acercaban a la casa de Ricardo y Laura. Estaba pensando en Ricardo. En lo que pasó.

Laura había dado a luz a un niño, Pablo, hacía una semana, y la familia se había organizado para ir a visitarlos. Itziar no había visto a Ricardo desde el cumpleaños de su tía, cuando se cruzaron en el balcón y él le soltó esa frase que aún le retumbaba: “Si quieres otro capricho, ya sabes dónde estoy”. No habían hablado desde entonces, ni un mensaje, ni una palabra. Pero ahora, caminando hacia su casa, con Álvaro apretándole la mano y el calor haciéndole sudar la espalda, sentía un nudo en el estómago que no podía ignorar. No era culpa, no era miedo. Era algo más, algo que le hacía apretar los muslos cada vez que recordaba esa tarde: el vender su culo, el dinero que ahora era un bolso Michael Kors colgado en su armario.

Laura abrió la puerta antes de que pudieran tocar el timbre, con una sonrisa cansada pero cálida. —¡Ay, qué alegría que estéis aquí! —dijo, con el pelo rubio recogido en un moño deshecho y una camiseta ancha que no escondía del todo las ojeras de madre primeriza. Los hizo pasar al salón, que estaba más ordenado de lo que Itziar recordaba, aunque tenía ese caos acogedor de siempre: una manta doblada a medias en el sofá, un par de tazas sucias en la mesita, y un montón de pañales y cosas de bebé apilados en una esquina. La luz entraba por las persianas abiertas, llenando la habitación de un brillo cálido, y el aire acondicionado zumbaba, peleando sin éxito contra el calor de julio.

Ricardo estaba en el sofá, con una cerveza en la mano y una camiseta que se le pegaba al pecho, marcando los músculos que todavía conservaba a sus 43 años. Su barba estaba más larga, con un toque de canas que lo hacía parecer más serio, pero sus ojos tenían el mismo brillo cabrón de siempre, ese que Itziar conocía de sobra. Cuando la vio entrar, su mirada se detuvo un segundo de más en sus pantalones cortos, en cómo el culo se le marcaba, y ella lo pilló, aunque fingió que no. Pablo, el bebé, estaba en una cuna portátil al lado del sofá, envuelto en una fina manta blanca, durmiendo con esa calma que solo tienen los recién nacidos. Maite se lanzó hacia él con un “¡ay, qué cosita!” que hizo reír a Laura, mientras Juan se quedó de pie, mirando al bebé como si no supiera qué hacer con él.

Itziar se acercó al sofá, con Álvaro detrás, y se sentó justo en el sitio donde había pasado todo. No lo pensó, o quizás sí, pero cuando su culo tocó los cojines, sintió un escalofrío. Ahí estaba, la mancha. No se veía aunque algo se intuía claro, porque Ricardo había limpiado bien, pero ella sabía que estaba ahí, escondida en la tela, un recuerdo de lubricante, sudor y fluidos que nadie más podía imaginar. Los pantalones cortos se le subieron un poco, dejando más muslo a la vista, y cruzó las piernas, sintiendo la mirada de Ricardo desde el otro lado del sofá. Álvaro se sentó a su lado, ajeno a todo, con una mano en su rodilla como si quisiera marcar territorio.

—Oye, Ricardo, Laura, este es Álvaro, mi novio —dijo Itziar, con una sonrisa que era pura fachada. Señaló a Álvaro con un gesto casual, y él levantó una mano, con esa timidez de chico bueno que siempre colaba con los padres.

—Encantado—dijo Álvaro, mirando a Ricardo con una sonrisa abierta—. Y enhorabuena por el peque, debe ser una pasada.

Ricardo le devolvió la sonrisa, pero había algo en sus ojos, un destello que Itziar reconoció al instante. “Si supieras lo que hicimos tu novia y yo en este mismo sofá”, pensó, mientras estrechaba la mano de Álvaro con más fuerza de la necesaria. La idea lo golpeó como una cerveza fría, haciéndolo sonreír para sí mismo. Recordó a Itziar a cuatro patas, gimiendo, con el culo abierto y la polla entrando despacio, y tuvo que dar un trago largo a su cerveza para calmar el calor que le subía por el pecho. Ella estaba ahí, con su novio, con esos pantalones que parecían pintados, y él no podía evitar imaginarla otra vez, desnuda, entregada, con ese ojete rosado que aún soñaba con volverse a follar algún día.

—Gracias, Álvaro —respondió Ricardo, con una voz grave que sonó más controlada de lo que sentía—. Es un cambio, pero mola. Ya verás cuando te toque a ti ser padre.

La conversación fluyó, animada, como siempre en estas reuniones familiares. Maite y Laura hablaban del bebé, de los pañales, de las noches sin dormir, mientras Juan hacía preguntas prácticas sobre el hospital y los gastos. Itziar se mantenía al margen, bebiendo una Coca-Cola que Laura le había dado, con Álvaro a su lado contando alguna anécdota de la uni que nadie escuchaba del todo. Ricardo, desde su sitio, metía comentarios sarcásticos que hacían reír a todos, pero sus ojos se desviaban cada pocos minutos hacia Itziar, hacia su culo en esos pantalones, hacia la forma en que se movía en el sofá, como si supiera que estaba sentada en su secreto.

En un momento, Maite se levantó para ver al bebé más de cerca. Pablo había despertado y hacía ruiditos suaves, moviendo los brazos como si quisiera tocar el aire. Maite se agachó sobre la cuna, con una sonrisa que era puro amor, y el escote de su blusa se abrió, dejando ver unas tetas mucho más grandes que las de Itziar, redondas y llenas, empujadas por un sujetador que apenas las contenía. Ricardo, que estaba justo enfrente, no pudo evitar mirar. Fue un segundo, un reflejo, pero sus ojos se detuvieron en el escote, en la piel blanca que brillaba bajo la luz, y un pensamiento crudo le cruzó la mente: “Como me gustaría que me hiciera una cubana con esas tetas y correrme en ellas”. No era la primera vez que la miraba con deseo, pero hoy, con Itziar ahí, con el recuerdo de esa tarde todavía fresco, el contraste lo golpeó más fuerte, un deseo sucio que no se molestó en reprimir. Madre e hija, a una ya se la había follado y a su cuñada… no le importaría en absoluto metérsela también.

Itziar lo pilló. Sus ojos verdes, siempre alerta, captaron el momento exacto en que Ricardo miró a su madre, y una punzada de algo —no eran celos, no era rabia, era más bien desprecio— le apretó el estómago. “Puto cerdo”, pensó, apretando la lata de Coca-Cola hasta que el aluminio crujió. No le sorprendía, no realmente. Ricardo era así, un tío que miraba, que quería, que no se cortaba. Pero que mirara a Maite, a su madre, con esas tetas que siempre había odiado porque la hacían parecer una milf de película barata, le dio una mezcla de asco y rabia. “Eres patético”, pensó, aunque no dijo nada. En lugar de eso, se giró hacia Álvaro y le puso una mano en el muslo, apretando un poco, como si quisiera recordarse que tenía un novio, que tenía una vida fuera de ese sofá, de ese secreto.

Laura, ajena a todo, trajo una bandeja con patatas fritas y más cervezas, y la charla siguió, girando ahora hacia el bebé, los parecidos familiares, y las típicas bromas sobre quién sería el padrino. Itziar se recostó en el sofá, sintiendo la tela bajo sus muslos, y por un segundo cerró los ojos, dejando que el recuerdo de esa tarde la golpeara. El placer prohibido que había llegado a sentir, los gemidos, el escozor que había sentido al día siguiente. No lo había hablado con nadie, ni con Lucía, ni con Álvaro, y sabía que nunca lo haría. Pero estar ahí, en el mismo sitio, con Ricardo a dos metros y su novio a su lado, era como caminar por una cuerda floja. Una parte de ella quería levantarse y salir corriendo, pero otra, más oscura, disfrutaba del peligro, de saber algo que nadie más podía imaginar.

Ricardo, mientras tanto, tomaba otro trago de cerveza, mirando a Itziar por encima del borde de la botella. Esos pantalones cortos eran una provocación, y ella lo sabía. “Pequeña zorra”, pensó, con una sonrisa que escondió rápido. No era solo el culo, aunque joder, qué culo. Era la actitud, esa forma de sentarse como si fuera la reina del mundo, de mirar como si supiera que él estaba pensando en ella. Y luego estaba Maite, con esas tetas que no podía ignorar, un recordatorio de que el deseo no seguía reglas, no se apagaba, no se controlaba. Pero Itziar… Itziar era diferente. Era un secreto, un trofeo, un fuego que no se había apagado desde esa tarde.

La visita siguió, con más risas, más cervezas, más fotos del bebé que Laura enseñaba en el móvil, deslizando imágenes de Pablo durmiendo, bostezando o mirando al vacío con esos ojos de recién nacido. Maite se deshacía en halagos con cada una, mientras Juan asentía educadamente, claramente fuera de su elemento. Álvaro, intentando encajar, preguntó por el parto, y Laura se lanzó a contar una historia detallada sobre el hospital, las contracciones y cómo Ricardo casi se desmaya al ver la aguja de la epidural. Todos rieron, incluso Itziar, aunque su risa era más un reflejo que algo genuino, una forma de pasar desapercibida.

Pero bajo la superficie, la tensión entre Itziar y Ricardo era como un cable eléctrico, chispeando con cada mirada, cada gesto. Cada vez que ella se movía en el sofá, ajustando la postura, los pantalones cortos se subían más, y los ojos de Ricardo se desviaban hacia ella, rápidos pero intencionados. Ella lo notaba, claro —siempre lo notaba—, y eso le provocaba un cosquilleo, no porque lo quisiera, no exactamente, sino porque el poder de su secreto era adictivo. Podía sentirlo en la forma en que él la miraba, en cómo sus dedos apretaban la botella de cerveza, en cómo se inclinaba ligeramente hacia delante cuando ella hablaba. Y ella jugaba con ello, de forma sutil, cruzando y descruzando las piernas, dejando que su mano descansara en el muslo de Álvaro justo el tiempo suficiente para que la mandíbula de Ricardo se tensara.

En un momento, Itziar se levantó para ir al baño, pasando por delante de Ricardo mientras se dirigía al pasillo. Sus brazos se rozaron, un contacto fugaz que fue como una chispa, y sus ojos se encontraron por una fracción de segundo, un reconocimiento silencioso de todo lo que no decían. Ella siguió caminando, con las caderas balanceándose lo justo para saber que él la miraba, y él dio un trago largo a su cerveza, pensando: “Esta tía me va a joder vivo”. En el baño, Itziar cerró la puerta con pestillo y se apoyó en el lavabo, mirándose en el espejo. Sus mejillas estaban sonrojadas, no solo por el calor, y sus ojos tenían un brillo que no reconocía del todo. “¿Qué coño estás haciendo?”, murmuró, echándose agua fría en la cara. No era tonta. Sabía que este juego era peligroso, que cada mirada, cada roce, era jugar con fuego. Pero no podía parar. Todavía no.

De vuelta en el salón, la visita empezaba a decaer. Maite seguía embobada con Pablo, ahora en brazos de Laura que le estaba dando el pecho, y Juan miraba el móvil, probablemente deseando estar en casa. Álvaro, siempre el novio perfecto, se ofreció a ayudar a recoger la bandeja de aperitivos, y Laura lo rechazó con una risa. Ricardo, por su parte, se había ido a la cocina a por otra cerveza, y Itziar lo siguió, supuestamente para coger otra Coca-Cola del frigo. La cocina era pequeña, con armarios blancos y una encimera llena de biberones y latas de leche en polvo. Olía a café y a un toque de jabón de platos. Estaban solos por primera vez desde aquella tarde, y el espacio entre ellos parecía cargado, como el aire antes de una tormenta.

—Bonitos pantalones —dijo Ricardo, en voz baja para que solo ella lo oyera, mientras quitaba la chapa de su cerveza. Su tono era casual, pero sus ojos no, recorriendo sus piernas, su coño, antes de detenerse en su cara.

Itziar soltó una risita, cogiendo una lata del frigo y abriéndola con un siseo. —Gracias —respondió, con el mismo tono, su voz cargada de esa seguridad pija que usaba como arma—. Bonito bebé. Aunque parece que Laura hace todo el curro, ¿no?

Él se rió, un sonido grave que le puso la piel de gallina. —Ya me conoces, yo soy más de… meter mano en otras cosas —dijo, y el doble sentido quedó flotando entre ellos, pesado y deliberado.

Ella puso los ojos en blanco, pero el pulso se le aceleró. —Eres un cerdo —soltó, repitiendo el pensamiento que había tenido antes con lo de Maite, pero había un toque juguetón en su voz, un coqueteo que no podía reprimir del todo. Dio un sorbo a la Coca-Cola, dejando que el frío la anclara, y se apoyó en la encimera, con los pantalones cortos subiendo justo lo suficiente para mostrar la curva de su muslo y marcando perfectamente cómo le marcaban el coño.

Los ojos de Ricardo bajaron, luego subieron, y dio un paso más cerca, no lo bastante para tocarla, pero sí para que el aire se sintiera más pequeño. —Cuidado, sobri —murmuró, con una voz que era casi un gruñido—. Ese novio tuyo parece majo, pero no tiene ni idea de lo que eres capaz.

Itziar contuvo el aliento, pero no se echó atrás. Lo miró a los ojos, con los suyos verdes brillando con desafío. —¿Y tú sí? —replicó, en un susurro apenas audible—. No te flipes, Ricardo. Eso fue algo de una vez y no va a volver a pasar.

Él sonrió, dando otro trago a la cerveza, pero sin apartar la mirada. —Claro, claro —dijo, con un tono que rezumaba escepticismo—. Lo que tú digas, putita.

El momento se rompió cuando la voz de Laura llegó desde el salón, llamando a Ricardo para enseñarle a Juan algo sobre la cuna del bebé. Él le dio a Itziar una última mirada de deseo, y salió, dejándola sola en la cocina con el corazón latiéndole fuerte y la lata fría contra la palma. Se quedó allí un momento, respirando hondo, y pensó en Álvaro, en lo fácil que era, en lo normal. Y luego pensó en Ricardo, en el sofá, en cómo su cuerpo todavía reaccionaba a él, aunque no quisiera admitirlo. —Joder —murmuró, y volvió al salón, con la sonrisa de siempre, como si nada hubiera pasado.

La visita terminó poco después, con abrazos, promesas de volver pronto y más fotos del bebé. Itziar salió de la casa con Álvaro de la mano, Maite y Juan delante, y el calor de la calle golpeándola como un muro. Mientras caminaban hacia el coche, sintió los ojos de Ricardo en su espalda, aunque no se giró para comprobarlo. Sabía que estaba mirando, sabía que estaba pensando en ella, en el sofá, en todo. Y aunque una parte de ella quería odiarlo, otra, más pequeña pero más fuerte, disfrutaba del juego, del secreto, del poder que venía con saber algo que nadie más podía imaginar.

Cuando llegaron al coche, Álvaro le abrió la puerta, siempre el caballero, y ella se subió, con los pantalones cortos pegándose al asiento de cuero. Maite y Juan se sentaron delante, discutiendo si parar a comprar algo para la cena, y Álvaro se puso a hablar de una peli que quería ver. Itziar asentía, pero su mente estaba en otra parte. Estaba en el salón, en el sofá, en la mirada de Ricardo cuando le había dicho “putita”. Estaba en el bolso Michael Kors, en los cuatrocientos euros que se había ganado. Y mientras el coche arrancaba, con el aire acondicionado soltando un chorro frío que le dio en la cara, se preguntó cuánto tiempo podría seguir jugando a este juego antes de que todo se fuera a la mierda.

En el camino de vuelta, el silencio en el coche era roto solo por la radio, que sonaba una canción pop que Itziar apenas oía. Álvaro seguía parloteando, ahora sobre un colega que había montado una start-up, y Maite le respondía con monosílabos, claramente más interesada en el móvil. Juan conducía, con la mirada fija en la carretera, perdido en sus pensamientos ajeno a todo. Itziar miraba por la ventana, viendo pasar los edificios, las luces de los bares que empezaban a encenderse, y se permitió un momento de introspección. No estaba segura de qué sentía por Ricardo. Odio, tal vez, por ser tan cabrón, por mirar a su madre como si fuera una porno, por hacerla sentir como si todavía tuviera poder sobre ella. Pero también había algo más, un morbo que no podía apagar, una chispa que se encendía cada vez que sus ojos se cruzaban. Álvaro era perfecto, en teoría: guapo, atento, con un futuro que sus padres aprobaban. Pero Álvaro no sabía nada de ella, no de verdad. No sabía lo que había hecho en ese sofá, lo que había sentido, lo que todavía la hacía apretar los muslos cuando lo recordaba.

Cuando dejaron a Álvaro y llegaron a casa, el olor a lasaña que Maite había preparado esa mañana todavía flotaba en el aire, mezclado con el ambientador de lavanda que siempre usaban. Itziar fue a su cuarto sin decir mucho, murmurando un “estoy reventada” que nadie cuestionó. Cerró la puerta, dejó el bolso en la silla y se quitó los pantalones cortos, que cayeron al suelo junto a la camiseta. Se quedó en ropa interior, mirando el espejo de cuerpo entero que tenía en la pared. Su cuerpo seguía siendo el mismo: las tetas firmes, el culo redondo, la piel blanca aunque ahora más morena con ese brillo que siempre le había valido cumplidos. Pero ahora había algo más, una marca invisible que solo ella podía ver. Se pasó una mano por las tetas, pensando en Ricardo, en su voz, en sus manos. “Cerdo”, murmuró, pero la palabra no tenía la fuerza que quería. Se metió en la cama, sin bragas, como aquella noche después de la tarde con él, y se tumbó boca arriba, mirando el techo mientras sus dedos empezaban a jugar con su ya húmedo chochito y la imagen de Ricardo en su cabeza.

No podía quitárselo de la cabeza. No era amor por supuesto, ni siquiera deseo, no del todo. Era el secreto, el poder de tener algo que nadie más sabía, de haber cruzado una línea y salido ganando. El bolso estaba en su armario, un trofeo que usaba cada vez que salía con sus amigas, y cada vez que lo cogía, sentía una punzada de orgullo. Pero también estaba Álvaro, y la vida que se suponía que debía querer: las cenas románticas, los planes de viaje, las fotos en el insta que hacían que Lucía le pusiera corazones. Y luego estaba Ricardo, con su mirada, su sonrisa, su forma de hacerla sentir como si todavía fuera suya, aunque solo fuera en su cabeza. Un orgasmo corto pero intenso la sacudió con la imagen de Ricardo en su cabeza, mientras mordía la almohada para no gritar.

Cerró los ojos, dejando que el cansancio la envolviera, y mientras se dormía, pensó que este juego no había terminado. No sabía cómo seguiría, no sabía si quería que siguiera, pero una cosa tenía clara: Ricardo no era el único que sabía jugar.


Continuará…
 
Está claro que van a volver a repetir, los dos lo están deseando y va a pasar seguro. Y ella lo va a volver a disfrutar.
Por mucho que ella se quiera hacer creer así mismo que lo desprecia, lo que en realidad hay es un deseo sexual incontrolable.
Y vamos a ver si Maite no cae también.
 
Increíble y excitante relato. Muy bien escrito y descrito. Te hace imaginar lo buena que está Itziar. Y haces que uno se imagine ese culo tan duro y perfecto.

Todos lo queremos follar
 
Veneno. Ricardo ha inoculando el veneno a Itziar. Y el veneno mata en la dosis adecuada, mientras, es adictivo…Itziar lo ha probado…nada será igual.
Ojos que no ven, corazón que no siente ¿ verdad Alvaro?
 
Última edición:
Capítulo 7


El verano era un castigo sin fin, con un agosto que apretaba como si quisiera asfixiar la ciudad. Itziar, estaba en su cuarto, tirada en la cama con el ventilador zumbando a toda pastilla, mirando el techo como si ahí estuviera la clave de su vida. Llevaba una camiseta vieja de estar por casa, gris y deshilachada, y unas bragas sencillas de algodón blanco, con el pelo castaño suelto y pegajoso por el calor. El bolso Michael Kors colgaba en el armario, un trofeo que brillaba cada vez que lo miraba, recordándole lo que había hecho para conseguirlo: el polvo por el culo. Cada vistazo le traía un subidón de orgullo mezclado con un cosquilleo oscuro que la hacía apretar los muslos sin querer. Era poder, era control, pero también una sombra que no podía sacudirse.

Álvaro, su novio, le había mencionado un viaje a Ibiza para finales de mes, una semana de fiestas, playa y postureo que sonaba como el paraíso. Las fotos en bikini, las noches en Pacha, la envidia de Lucía y sus amigas del pueblo: Itziar lo necesitaba, no solo por Álvaro, sino por ella, por ser la reina que sabía que era. Pero había un problema: no tenía suficiente ahorrado. Maite, su madre, la reina de las ratas, se había negado a soltar un céntimo, con esa mierda de “tienes que aprender a ganarte las cosas”. Joder, como si no lo hubiera aprendido ya. Que se lo preguntara a su culo, a los billetes arrugados que Ricardo le había dado. Pensar en él le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje.

Esa tarde, Álvaro estaba en su casa, aprovechando que Maite y Juan habían ido a una barbacoa con amigos y su hermano estaba en un campamento. El salón olía a ambientador de lavanda y a la pizza de pepperoni que habían pedido, con cajas abiertas en la mesa de centro, migajas esparcidas y vasos de Coca-Cola. La tele estaba encendida, con una serie de Netflix que ninguno miraba, solo un murmullo de fondo que llenaba el silencio. Itziar estaba en el sofá, con una camiseta blanca ajustada que marcaba las tetas y unos shorts vaqueros cortos que dejaban ver las piernas bronceadas, con el pelo suelto cayendo en mechones desordenados. Álvaro, estaba encima, con una camiseta de manga corta azul y unos pantalones de chándal grises, besándola con esa mezcla de ternura y hambre que siempre la desarmaba. Sus manos, cálidas y un poco ásperas por el verano en la obra donde curraba, subían por sus caderas, arrugando la camiseta, mientras su boca bajaba por su cuello, dejando un rastro húmedo que brillaba bajo la luz de la lámpara de pie.

—Joder, Itzi, estás para comerte —murmuró Álvaro contra su piel, mordiéndole la clavícula suave, haciéndola jadear. Sus manos subieron más, metiéndose bajo la camiseta, para después quitársela y desabrochó el sujetador con un movimiento torpe pero rápido. Las tetas de Itziar quedaron al aire, firmes, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y la excitación, blancas contra el bronceado de su piel. Álvaro gruñó, bajando la boca, chupando el pezón derecho con una intensidad que la hizo arquear la espalda. Su lengua trazaba círculos, cálida, húmeda, mientras su barba incipiente le raspaba la piel, enviando pinchazos de placer que le bajaban hasta el coño, ya húmedo bajo el tanga negro.

—Álvaro, joder —gimió Itziar, con las manos en su pelo corto, tirando un poco, sintiendo cómo el calor le subía por el pecho. Él chupaba más fuerte, pasando al otro pezón, lamiéndolo con hambre, dejando un rastro de saliva que brillaba en la piel. Pero mientras su novio la devoraba, la mente de Itziar se escapó, traicionera, a otra escena: Ricardo en el sofá, semanas atrás, con sus manos abriéndole el culo, el lubricante frío goteando por su piel, sus dedos dilatándola con una paciencia cruel, la polla entrando despacio, abriéndola, llenándola hasta que el dolor se mezcló con un placer crudo que la hizo gemir como nunca. Recordó el sonido húmedo del lubricante, el gruñido de Ricardo diciendo “Joder, qué culo, zorra”, la sensación de estar al límite, de ser suya pero también de tenerlo en sus manos. El recuerdo la golpeó, haciendo que su coño se mojara más, que sus caderas se movieran contra Álvaro, aunque su mente estaba en otro hombre, en otro momento.

Álvaro levantó la cabeza, con los labios brillando por la saliva, y la miró, con los ojos oscurecidos por el deseo. —Itzi, te quiero follar ya —dijo, con la voz rota, metiendo una mano bajo los shorts, rozándole el tanga, sintiendo la humedad que empapaba la tela. Sus dedos presionaron, suaves pero firmes, haciéndola jadear más fuerte, con el cuerpo temblando bajo él.

—Espera gordi —dijo ella, jadeando, sentándose un poco en el sofá, con las tetas todavía al aire, sensibles por su boca, los pezones duros y rosados brillando bajo la luz. El recuerdo de Ricardo seguía ahí, como un eco, pero se obligó a volver al presente, a Álvaro, al chico que la miraba con una mezcla de lujuria y preocupación. La idea del viaje a Ibiza, que él había sacado en una llamada días antes, volvió a su cabeza, y con ella, el problema del dinero. No podía ignorarlo, no cuando estaba tan cerca de perderlo todo: las fotos, la envidia, el subidón de ser la reina.

—Oye, cari, hablemos un segundo—dijo, con la voz todavía entrecortada, ajustándose la camiseta para cubrirse un poco, aunque los pezones seguían marcados bajo la tela blanca, traicionando su excitación.

Álvaro frunció el ceño, sentándose a su lado en el sofá, con una mano todavía en su muslo, cálida y posesiva, el bulto en sus pantalones evidente. —¿Qué pasa, Itzi? ¿Estás bien? —preguntó, con un toque de preocupación que la hizo sentir una punzada de culpa. Su pelo estaba revuelto, sus mejillas sonrojadas, y la miraba con esos ojos castaños que siempre parecían querer arreglarlo todo.

Ella respiró hondo, mirando la mesa de centro, donde las cajas de pizza estaban abiertas, con restos de queso pegados al cartón. El olor a pepperoni y el zumbido de la tele llenaban el aire, anclándola al momento, aunque su mente seguía dando vueltas. —Es por lo de Ibiza —empezó, mirándolo a los ojos, verdes y brillantes, aunque ahora con un nudo en el estómago—. Me muero por ir, Álvaro, de verdad. Las fiestas, la playa, todo eso… joder, sería la hostia. Pero estoy tiesa. He intentado ahorrar, pero la pasta se va sin saber ni cómo, y mi madre, ya sabes, es una rata que no suelta ni un euro. Me tiene harta con su rollo de “ganártelo tú misma”.

Álvaro suspiró, rascándose la nuca, con un gesto que era puro él, como si quisiera encontrar una solución en el aire. —Ya, tía, sé que está jodido —dijo, con la voz suave, intentando calmarla—. Yo tampoco estoy sobrado, pero he pillado algo de curro este verano, así que puedo cubrir una parte. Pero, pensé que tendrías algo ahorrado. ¿No puedes pedir un préstamo o algo?

Itziar se rió, seca, sacudiendo la cabeza, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Un préstamo, dice. ¿Con qué, con mi cara bonita? —respondió, con una sonrisa que no llegó a los ojos—. Mis padres me cortarían el cuello antes de darme un céntimo más. No sé, estoy jodida.

Mientras hablaba, su mente volvió a Ricardo, como un imán. Recordó aquella tarde, su culo abierto, el lubricante resbalando, la sensación de ser follada por detrás, de cruzar una línea que la hacía sentir poderosa y sucia a la vez. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y tenía dinero. La idea de contactarlo le dio un vuelco al estómago, pero también un cosquilleo que la hizo apretar los muslos, con Álvaro todavía a su lado, ajeno a todo. El recuerdo de Ricardo la golpeó de nuevo: sus dedos abriéndola, la presión de su polla entrando, el dolor que se convirtió en placer, su voz gruñendo “Qué culo, zorra”. Joder, ¿por qué seguía pensando en eso?

—Oye, Itzi, no te rayes —dijo Álvaro, acercándose, poniendo una mano en su mejilla, cálida y suave, sacándola de sus pensamientos—. Encontraremos una forma, ¿vale? Igual puedes vender algo, no sé, ropa que no uses, o hacer algún curro extra. O, mira, mis padres a lo mejor pueden echarnos una mano, puedo hablar con ellos.

Itziar sonrió, débil, pero el nudo en el estómago no se iba. —Eres un cielo, Álvaro, en serio —dijo, inclinándose para besarlo, un beso suave que él respondió, metiendo la lengua, haciendo que el calor volviera a subir—. Pero no sé, déjame pensar, ¿vale? Igual se me ocurre algo.

—Venga, pues piensa, pero no te comas la cabeza —dijo él, con una sonrisa pícara que la hizo reír, y volvió a besarla, bajando la boca a su cuello, chupando suave, haciendo que ella jadeara otra vez—. Joder, Itzi, me tienes loco. Vamos a follar, anda, que no aguanto más.

Ella se rió, dejando que la tumbara en el sofá, con las manos de él subiendo por sus muslos, quitándole los shorts con un tirón que hizo que la tela crujiera. —Cállate, tonto —dijo, jadeando, mientras él volvía a chuparle las tetas, lamiendo los pezones con hambre, haciéndola gemir. Pero mientras Álvaro le besaba el estómago, bajando hacia el tanga, la mente de Itziar estaba en otro sitio. Ricardo. Un mensaje. Un café. Otra línea que cruzar. Joder, necesitaba ese viaje, y sabía cómo conseguirlo.

—Joder, Álvaro, eres un peligro —dijo, con un brillo en los ojos, intentando centrarse en él, pero con la idea de Ricardo quemándole la cabeza— Déjame un par de días, que seguro que encuentro una solución.

—Un par de días, dice —respondió él, levantando la cabeza, con los labios brillando, riendo—. Vale, pero no te escapes, que te quiero follar hasta que no puedas caminar. Álvaro siguió bajando la mano, rozándole el tanga, sintiendo la humedad Joder, estás empapada, Itzi. ¿Qué te pasa, eh?

—Nada, cielo, es que me pones —mintió ella, porque el recuerdo de Ricardo estaba ahí, intensificando todo, haciendo que su cuerpo reaccionara más de lo que quería admitir. Se mordió el labio, tirando de su camiseta para acercarlo—. Venga, fóllame, pero luego planeamos el viaje, ¿eh?

—Trato hecho, tía —dijo Álvaro, con una risa, volviendo a besarla, sus manos ya bajando el tanga, listo para seguir—. Pero ahora céntrate en mí, que te voy a hacer gritar.

El polvo fue rápido, intenso, con Itziar gimiendo bajo él, sus cuerpos sudando en el sofá, el olor a pizza y sexo llenando el salón. Pero cuando Álvaro se fue, con un beso y una promesa de hablar del viaje, ella se quedó tumbada, desnuda y sudorosa y el pelo revuelto.

Cogió el móvil, ignorando las notificaciones de Insta y los mensajes con gilipolleces de Lucía. Fue directa a WhatsApp, a la conversación con Ricardo. No había hablado con él desde aquella tarde en su casa, cuando se cruzaron en la cocina y él le soltó lo de “putita”. La idea de contactarlo le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también era su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje. No solo por Álvaro, sino por ella, por las fotos que subiría, por la cara de envidia de sus amigas, por sentirse la reina que sabía que era. Tecleó rápido, antes de que se arrepintiera: “Oye, te apetece un café? Quiero hablar de una cosa”. Pulsó enviar y tiró el móvil en el sofá, como si quemara.

La respuesta llegó en menos de cinco minutos: “Claro, princesa. Mañana a las 5 en el bar de la plaza? Qué quieres, otro bolso?”. Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa. “Cállate, capullo. Ahí nos vemos”, respondió, y dejó el móvil boca abajo, con el corazón latiéndole más rápido de lo que quería admitir.




Al día siguiente, la plaza estaba a reventar, con terrazas llenas de tíos en camiseta de tirantes y tías con vestidos veraniegos, bebiendo cañas y riendo bajo un sol que quemaba sin piedad. El bar era uno de esos sitios cutres con mesas de metal y sillas que cojeaban, con un toldo verde que apenas daba sombra. Itziar llegó con unos shorts vaqueros que dejaban poco a la imaginación, una camiseta blanca ajustada que marcaba el sujetador, y las gafas de sol puestas como si fuera una diva. Ricardo ya estaba ahí, sentado en una mesa al fondo, con una cerveza en la mano y una camiseta negra que se le pegaba al pecho, dejando claro que a sus 43 años todavía estaba en forma. Su barba tenía un toque de canas, y sus ojos ese brillo cabrón que Itziar conocía de sobra.

—Llegas tarde, sobri —dijo, con una sonrisa torcida, mientras ella se sentaba frente a él.

—Cállate, que he tenido que buscar parking —replicó Itziar, cruzando las piernas y quitándose las gafas para colgarlas en el escote. Pidió un café con hielo al camarero, un chaval que no le quitó los ojos de encima, y se recostó en la silla, mirándolo con esa mezcla de desafío y desprecio que siempre usaba con él.

—Venga, suelta —dijo Ricardo, dando un trago a la cerveza—. ¿Qué quieres? Porque no me creo que me hayas llamado para charlar de tus amigas.

Itziar suspiró, tamborileando los dedos en la mesa. —Necesito pasta —dijo, directa, sin rodeos—. Quiero irme de viaje con Álvaro, a Ibiza, y la ruin de mi madre no suelta un euro. Dice que me busque la vida, como si no supiera lo que es eso.

Ricardo alzó una ceja, con una risa baja que era puro sarcasmo. —¿Y vienes a mí? Joder, qué rápido te has olvidado de tu novio perfecto.

—Cállate, gilipollas —soltó ella, aunque no pudo evitar una sonrisa—. No es por Álvaro, es por mí. Quiero ese viaje, y tú… bueno, tú ya me has ayudado antes, ¿no? —Hizo una pausa, mirándolo con una ceja alzada—. Por cierto, hablando de mi madre, menuda payasa insoportable. Siempre con sus modelitos y su pose de reina y luego a mi me tiene sin pasta, dice que así no me gasto el dinero en caprichos. Aunque, joder, reconozco que me gustaría tener sus tetas. Y por cierto bien que se las mirabas en tu casa, que te pillé mirando.

Ricardo se rió, inclinándose hacia ella, con los ojos brillando de diversión. —Venga, Itziar, no te quejes. Las tuyas son muy bonitas. Más pequeñas, pero firmes, justo como me gustan —dijo, con un guiño que era mitad broma, mitad provocación.

Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una risita. —Eres un cerdo sabes—dijo, aunque la confianza entre ellos era más palpable, como si cada encuentro los acercara a un terreno donde las reglas eran más flexibles—. Pero en serio, te pillé mirándole las tetas en tu casa cuando fuimos a ver a tu bebé. Menudo espectáculo, babeando por mi madre. ¿Qué pasa, te la follarías o qué?

Ricardo no se inmutó. Se recostó en la silla, con una calma que era casi insultante, y sonrió. —Pues sí —dijo, sin dudar—. Es una pija como tú, pero con más curvas. Me encantaría metérsela, no te voy a mentir. Esas tetas… joder, son de otro nivel, como se tienen que mover al follar.

Itziar soltó una risa seca, aunque por dentro sintió una punzada de algo que no quiso nombrar. —Eres un guarro degenerado —dijo, dando un sorbo al café con hielo, que estaba más amargo de lo que esperaba—. En serio, ¿no te da vergüenza?

Él se rió, con ese sonido grave que siempre la descolocaba. —¿Vergüenza? Venga, Itziar, no me vengas con esas. Los tíos somos así. Y a ti, ¿no te da vergüenza follar por dinero? Eso te convierte en una zorra, y lo sabes. Si no, no estarías aquí, pidiéndome pasta con tu novio esperándote en casa.

—Vete a la mierda —soltó ella, pero no había veneno en su voz, solo un pique que era casi un juego. Se mordió el labio, mirando la mesa un segundo, y luego lo encaró—. Mira, necesito cien pavos. Con eso y lo que tengo ahorrado me apaño para el viaje. ¿Me los das o no?

Ricardo la miró, con los ojos entrecerrados, como si estuviera midiéndola. —Cien pavos, ¿eh? —dijo, tamborileando los dedos en la botella—. Puedo dártelos, pero ya sabes cómo va esto, niña. Nada es gratis. Una mamadita estaría bien.

Itziar lo miró fijamente, haciéndose la dura aunque sabía a lo que iba. —Joder, Ricardo, ¿en serio? Ya te la chupé una vez, ¿no te vale?

Él se rió, inclinándose más cerca, con la voz baja y cargada de intención. —Venga anda no me vengas con eso, si ya sabes lo que pasa cuando quieres dinero. La mamada de la otra vez fue un aperitivo, putita. Ese día el protagonista era tu culito. Quiero una mamada completa, de las buenas. Quiero correrme en tu boca, y que te lo tragues todo. Cien pavos, y estamos en paz.

Itziar sintió un calor subiéndole por el pecho, una mezcla de rabia, morbo y algo que no podía nombrar. Lo miró, con los ojos verdes brillando de desafío, y por un segundo pensó en levantarse y mandarlo a la mierda. Tragarse la leche, que asco. Pero luego pensó en Ibiza, en las fotos en la playa, en la cara de envidia de Lucía, en el bolso que ya tenía gracias a él. Y, joder, una parte de ella, la más oscura, quería volver a cruzar esa línea, sentir el poder de tenerlo en sus manos, aunque fuera por unos minutos.

—Eres un puto enfermo —dijo, pero su voz no tenía fuerza, y él lo notó. Se recostó en la silla, esperando, con esa sonrisa que decía que ya había ganado.

—¿Entonces qué, princesa? ¿Trato o no? —preguntó, dando un último trago a la cerveza.

Itziar respiró hondo, mirando la plaza, las mesas llenas, el sol que quemaba el asfalto. —Vale —dijo, casi en un susurro—. Pero que sea rápido, y en un sitio donde no nos vea nadie. Y si se te ocurre contarlo, te juro que te corto los huevos.

Ricardo se rió, con una satisfacción que era puro veneno. —Tranquila. Soy un caballero —dijo, guiñándole un ojo—. Mañana, a las ocho. Te paso la ubicación. Lleva algo bonito, que me gusta el espectáculo.

Ella le sacó el dedo, pero no dijo nada más. Terminó el café, —invítame al café anda— dijo, y se levantó, con los shorts marcando cada paso mientras se alejaba. Ricardo la miró irse, pensando que, joder, esta tía era un incendio, y él estaba más que dispuesto a quemarse.





Al día siguiente, el sol ya se estaba ocultando cuando Itziar salió de casa, con una excusa vaga sobre quedar con Lucía que Maite se tragó sin preguntar. Llevaba una falda vaquera corta que apenas le cubría el culo, una camiseta negra de tirantes ajustada que marcaba las tetas, y el pelo con una coleta, con un toque de gloss que brillaba bajo las farolas. Ricardo le había mandado una ubicación por WhatsApp: un descampado a las afueras, cerca de un polígono industrial donde no pasaba un alma después de las seis. Cuando llegó, el coche de Ricardo, un Audi negro que siempre le había parecido de macarra, estaba aparcado bajo un árbol, con las luces apagadas. El aire olía a tierra seca, a gasolina y a un toque de humedad, y el silencio solo lo rompía el zumbido de los grillos y el murmullo lejano de la autovía.

Itziar aparcó al lado su mercedes clase A y se acercó, con el corazón latiéndole en la garganta, y vio a Ricardo bajarse del coche. Estaba imponente bajo la luz tenue, con una camiseta blanca que se le pegaba al pecho, unos vaqueros que marcaban su paquete, y esa calma de quien sabe que tiene el control. —Venga, princesita aquí no nos ve nadie —dijo, con una sonrisa que era mitad burla, mitad deseo, apoyándose en la puerta del coche.

Itziar respiró hondo, con los nervios a flor de piel, y se acercó, deteniéndose a un metro de él. —Eres un cerdo —murmuró, pero su voz temblaba un poco, y él lo notó. Sin decir nada, se puso de cuclillas frente a él, con la falda subiéndose hasta dejar ver el tanga negro. El suelo estaba duro, con piedrecitas que se le clavaban en las rodillas, pero no le importó. Lo miró a los ojos, verdes y brillantes, con ese desafío que siempre lo desarmaba, y puso una mano en su muslo, sintiendo el calor de su piel a través de la tela.

Ricardo gruñó, desabrochándose el cinturón y bajándose la cremallera con un movimiento rápido. Sacó la polla, gruesa y ya medio dura, con las venas marcadas y la punta brillando bajo la luz de una farola lejana. —Venga, putita, a trabajar —dijo, con la voz ronca, enredando una mano en su pelo, no para empujarla, sino para marcar el ritmo.

Itziar lo miró, con una mezcla de rabia y morbo, y empezó despacio, cogiendo la polla con una mano, pajeándola con movimientos lentos, dejando que la piel se deslizara bajo sus dedos de uñas rosas perfectas. Era cálida, pesada, y cada roce hacía que Ricardo gruñera bajito, un sonido que llenaba el silencio del descampado. Ella se acercó más, besando la punta, suave, como si fuera un juego, dejando que sus labios hinchados por el lifting rozaran el capullo. El sabor era salado, con un toque amargo del líquido preseminal, y ella lo lamió, trazando círculos con la lengua, saboreándolo mientras lo miraba a los ojos, desafiante, como diciendo que, aunque estuviera de rodillas, ella seguía teniendo el control.

—Joder, qué boca —murmuró Ricardo, con los ojos oscurecidos por el deseo. Bajó la mano libre, tirando de la camiseta de Itziar para bajarle los tirantes por los hombros, y luego metió los dedos bajo el sujetador, empujándolo hacia abajo hasta dejar las tetas al aire. Eran firmes, con los pezones rosados y duros por el aire fresco y la tensión, estaban blancas por las marcas del bikini y con el contraste de su piel morena del verano. Las apretó, con una mezcla de rudeza y cuidado, pasando los pulgares por los pezones, haciéndola jadear contra su polla. —Qué tetas, sobrinita —gruñó, pellizcándolas justo lo bastante para que ella sintiera un pinchazo de placer y dolor.

Itziar siguió, pajeando despacio mientras lamía el capullo, dejando que la saliva le corriera por la barbilla y goteara al suelo. Besó la polla, desde la punta hasta la base, dejando un rastro húmedo, y luego la metió en la boca, chupando suave al principio, con la lengua trabajando la parte inferior, sintiendo cómo palpitaba contra su paladar. Ricardo gruñó más fuerte, con la mano en su pelo apretando un poco, y ella aceleró, chupando con más fuerza, metiéndosela hasta que sintió el roce en la garganta. Sus tetas perfectas relucían de la saliva que le caía, y él seguía tocándolas, apretándolas, pellizcando los pezones hasta que ella gimió, un sonido amortiguado por la polla en su boca.

—Sigue, zorra, no pares —dijo Ricardo, con la voz rota, las caderas moviéndose un poco, empujando contra su boca. Ella obedeció, pajeando más rápido ahora, con la mano resbalando por la saliva, mientras chupaba el capullo, lamiendo cada gota que salía, saboreando el calor y el peso de él. Después se la sacó de la boca y sacando la lengua se daba golpes en la lengua con la polla mientras miraba a Ricardo fijamente a los ojos y el extasiado, veía como su sobri le hacía posiblemente la mejor mamada de su vida. El descampado estaba en silencio, salvo por los grillos, el sonido húmedo de su boca y los gemidos de Ricardo, que subían de tono, más rápidos, más desesperados.

—Joder, me voy a correr —gruñó, y ella lo sintió, la polla palpitando más fuerte, el cuerpo de él tensándose como un cable. Se corrió con un gemido grave, un chorro caliente que le llenó la boca, salado y espeso, golpeándole la garganta. Itziar se apartó y abrió la boca y sacó la lengua enseñándole el semen y jugando con él con la lengua, después se lo tragó, no porque quisiera, sino porque era parte del trato, y lo hizo con una mueca de asco pero después siguió chupando suave, sacando hasta la última gota, con la saliva y el semen mezclándose en su barbilla. Se apartó, limpiándose con el dorso de la mano, y lo miró, con los ojos verdes todavía brillando, aunque ahora había algo más, una mezcla de triunfo y cansancio.

—Joder, putita, eres una puta crack —dijo Ricardo, jadeando, con una sonrisa que era puro veneno. Se subió el sujetador y la camiseta, ajustándolos con un gesto casi tierno, y él sacó dos billetes de cincuenta euros del bolsillo, dándoselos mientras ella se ponía de pie, con las rodillas rojas por el suelo—. Ahí tienes tu viaje. Disfruta de Ibiza. Mándame fotitos en bikini para que me haga una paja, eh sobri.

Itziar cogió el dinero, con una sonrisa torcida, y se limpió la boca con un pañuelo que sacó del bolso. —Eres un guarro —dijo, pero no había rabia en su voz, solo una resignación divertida. En lugar de irse, se quedó ahí, apoyada en el coche, con el dinero en la mano y el aire fresco aliviando el calor de su piel. Ricardo no se movió, mirándola con esa mezcla de deseo y diversión que siempre tenía después de sus encuentros.

—¿Qué, no te vas? —preguntó, encendiendo un cigarro que sacó del paquete en el salpicadero. El humo se elevó en el aire, con un olor acre que se mezcló con el de la tierra y la gasolina.

Itziar se encogió de hombros, cruzando los brazos bajo las tetas, todavía sensibles por sus manos. —No sé, igual me apetece hablar un rato —dijo, con una media sonrisa—. Total, ya estoy aquí, ¿no?

Él se rió, dando una calada al cigarro. —Joder, nena, eres un caso —dijo, mirándola de arriba abajo, como si todavía estuviera desnudándola con los ojos—. Sabes, algún día me gustaría follarte de verdad. Por el coño, digo. No solo el culo o la boca. Algo bien hecho, como te mereces.

Itziar alzó una ceja, con una sonrisa que era puro desafío. —Te lo tendrás que ganar ¿no?, capullo —dijo, inclinándose un poco hacia él, con la voz baja y juguetona—. No soy tan fácil, aunque lo parezca.

Ricardo soltó una carcajada, apagando el cigarro contra el suelo con un movimiento rápido. —Eres una zorra, tu eres la que me buscas—dijo, y le dio un cachete en el culo, no muy fuerte, pero lo bastante para que ella diera un respingo y riera. El sonido resonó en el descampado, rompiendo el silencio, y por un segundo, los dos se miraron, como si supieran que este juego estaba lejos de terminar.

Itziar se dio la vuelta, con la falda vaquera casi dejando ver su culo, y caminó hacia su coche, con los billetes arrugados en la mano y el sabor de él todavía en la boca. Mientras conducía de vuelta, pensó en Álvaro, en el viaje, en el bolso. Pero también pensó en Ricardo, en su confesión, en el cachete, en la forma en que su cuerpo seguía reaccionando a él, aunque no quisiera admitirlo. Y, joder, una parte de ella sabía que esto no había terminado.


Continuará…
 
Capítulo 7


El verano era un castigo sin fin, con un agosto que apretaba como si quisiera asfixiar la ciudad. Itziar, estaba en su cuarto, tirada en la cama con el ventilador zumbando a toda pastilla, mirando el techo como si ahí estuviera la clave de su vida. Llevaba una camiseta vieja de estar por casa, gris y deshilachada, y unas bragas sencillas de algodón blanco, con el pelo castaño suelto y pegajoso por el calor. El bolso Michael Kors colgaba en el armario, un trofeo que brillaba cada vez que lo miraba, recordándole lo que había hecho para conseguirlo: el polvo por el culo. Cada vistazo le traía un subidón de orgullo mezclado con un cosquilleo oscuro que la hacía apretar los muslos sin querer. Era poder, era control, pero también una sombra que no podía sacudirse.

Álvaro, su novio, le había mencionado un viaje a Ibiza para finales de mes, una semana de fiestas, playa y postureo que sonaba como el paraíso. Las fotos en bikini, las noches en Pacha, la envidia de Lucía y sus amigas del pueblo: Itziar lo necesitaba, no solo por Álvaro, sino por ella, por ser la reina que sabía que era. Pero había un problema: no tenía suficiente ahorrado. Maite, su madre, la reina de las ratas, se había negado a soltar un céntimo, con esa mierda de “tienes que aprender a ganarte las cosas”. Joder, como si no lo hubiera aprendido ya. Que se lo preguntara a su culo, a los billetes arrugados que Ricardo le había dado. Pensar en él le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje.

Esa tarde, Álvaro estaba en su casa, aprovechando que Maite y Juan habían ido a una barbacoa con amigos y su hermano estaba en un campamento. El salón olía a ambientador de lavanda y a la pizza de pepperoni que habían pedido, con cajas abiertas en la mesa de centro, migajas esparcidas y vasos de Coca-Cola. La tele estaba encendida, con una serie de Netflix que ninguno miraba, solo un murmullo de fondo que llenaba el silencio. Itziar estaba en el sofá, con una camiseta blanca ajustada que marcaba las tetas y unos shorts vaqueros cortos que dejaban ver las piernas bronceadas, con el pelo suelto cayendo en mechones desordenados. Álvaro, estaba encima, con una camiseta de manga corta azul y unos pantalones de chándal grises, besándola con esa mezcla de ternura y hambre que siempre la desarmaba. Sus manos, cálidas y un poco ásperas por el verano en la obra donde curraba, subían por sus caderas, arrugando la camiseta, mientras su boca bajaba por su cuello, dejando un rastro húmedo que brillaba bajo la luz de la lámpara de pie.

—Joder, Itzi, estás para comerte —murmuró Álvaro contra su piel, mordiéndole la clavícula suave, haciéndola jadear. Sus manos subieron más, metiéndose bajo la camiseta, para después quitársela y desabrochó el sujetador con un movimiento torpe pero rápido. Las tetas de Itziar quedaron al aire, firmes, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y la excitación, blancas contra el bronceado de su piel. Álvaro gruñó, bajando la boca, chupando el pezón derecho con una intensidad que la hizo arquear la espalda. Su lengua trazaba círculos, cálida, húmeda, mientras su barba incipiente le raspaba la piel, enviando pinchazos de placer que le bajaban hasta el coño, ya húmedo bajo el tanga negro.

—Álvaro, joder —gimió Itziar, con las manos en su pelo corto, tirando un poco, sintiendo cómo el calor le subía por el pecho. Él chupaba más fuerte, pasando al otro pezón, lamiéndolo con hambre, dejando un rastro de saliva que brillaba en la piel. Pero mientras su novio la devoraba, la mente de Itziar se escapó, traicionera, a otra escena: Ricardo en el sofá, semanas atrás, con sus manos abriéndole el culo, el lubricante frío goteando por su piel, sus dedos dilatándola con una paciencia cruel, la polla entrando despacio, abriéndola, llenándola hasta que el dolor se mezcló con un placer crudo que la hizo gemir como nunca. Recordó el sonido húmedo del lubricante, el gruñido de Ricardo diciendo “Joder, qué culo, zorra”, la sensación de estar al límite, de ser suya pero también de tenerlo en sus manos. El recuerdo la golpeó, haciendo que su coño se mojara más, que sus caderas se movieran contra Álvaro, aunque su mente estaba en otro hombre, en otro momento.

Álvaro levantó la cabeza, con los labios brillando por la saliva, y la miró, con los ojos oscurecidos por el deseo. —Itzi, te quiero follar ya —dijo, con la voz rota, metiendo una mano bajo los shorts, rozándole el tanga, sintiendo la humedad que empapaba la tela. Sus dedos presionaron, suaves pero firmes, haciéndola jadear más fuerte, con el cuerpo temblando bajo él.

—Espera gordi —dijo ella, jadeando, sentándose un poco en el sofá, con las tetas todavía al aire, sensibles por su boca, los pezones duros y rosados brillando bajo la luz. El recuerdo de Ricardo seguía ahí, como un eco, pero se obligó a volver al presente, a Álvaro, al chico que la miraba con una mezcla de lujuria y preocupación. La idea del viaje a Ibiza, que él había sacado en una llamada días antes, volvió a su cabeza, y con ella, el problema del dinero. No podía ignorarlo, no cuando estaba tan cerca de perderlo todo: las fotos, la envidia, el subidón de ser la reina.

—Oye, cari, hablemos un segundo—dijo, con la voz todavía entrecortada, ajustándose la camiseta para cubrirse un poco, aunque los pezones seguían marcados bajo la tela blanca, traicionando su excitación.

Álvaro frunció el ceño, sentándose a su lado en el sofá, con una mano todavía en su muslo, cálida y posesiva, el bulto en sus pantalones evidente. —¿Qué pasa, Itzi? ¿Estás bien? —preguntó, con un toque de preocupación que la hizo sentir una punzada de culpa. Su pelo estaba revuelto, sus mejillas sonrojadas, y la miraba con esos ojos castaños que siempre parecían querer arreglarlo todo.

Ella respiró hondo, mirando la mesa de centro, donde las cajas de pizza estaban abiertas, con restos de queso pegados al cartón. El olor a pepperoni y el zumbido de la tele llenaban el aire, anclándola al momento, aunque su mente seguía dando vueltas. —Es por lo de Ibiza —empezó, mirándolo a los ojos, verdes y brillantes, aunque ahora con un nudo en el estómago—. Me muero por ir, Álvaro, de verdad. Las fiestas, la playa, todo eso… joder, sería la hostia. Pero estoy tiesa. He intentado ahorrar, pero la pasta se va sin saber ni cómo, y mi madre, ya sabes, es una rata que no suelta ni un euro. Me tiene harta con su rollo de “ganártelo tú misma”.

Álvaro suspiró, rascándose la nuca, con un gesto que era puro él, como si quisiera encontrar una solución en el aire. —Ya, tía, sé que está jodido —dijo, con la voz suave, intentando calmarla—. Yo tampoco estoy sobrado, pero he pillado algo de curro este verano, así que puedo cubrir una parte. Pero, pensé que tendrías algo ahorrado. ¿No puedes pedir un préstamo o algo?

Itziar se rió, seca, sacudiendo la cabeza, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Un préstamo, dice. ¿Con qué, con mi cara bonita? —respondió, con una sonrisa que no llegó a los ojos—. Mis padres me cortarían el cuello antes de darme un céntimo más. No sé, estoy jodida.

Mientras hablaba, su mente volvió a Ricardo, como un imán. Recordó aquella tarde, su culo abierto, el lubricante resbalando, la sensación de ser follada por detrás, de cruzar una línea que la hacía sentir poderosa y sucia a la vez. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y tenía dinero. La idea de contactarlo le dio un vuelco al estómago, pero también un cosquilleo que la hizo apretar los muslos, con Álvaro todavía a su lado, ajeno a todo. El recuerdo de Ricardo la golpeó de nuevo: sus dedos abriéndola, la presión de su polla entrando, el dolor que se convirtió en placer, su voz gruñendo “Qué culo, zorra”. Joder, ¿por qué seguía pensando en eso?

—Oye, Itzi, no te rayes —dijo Álvaro, acercándose, poniendo una mano en su mejilla, cálida y suave, sacándola de sus pensamientos—. Encontraremos una forma, ¿vale? Igual puedes vender algo, no sé, ropa que no uses, o hacer algún curro extra. O, mira, mis padres a lo mejor pueden echarnos una mano, puedo hablar con ellos.

Itziar sonrió, débil, pero el nudo en el estómago no se iba. —Eres un cielo, Álvaro, en serio —dijo, inclinándose para besarlo, un beso suave que él respondió, metiendo la lengua, haciendo que el calor volviera a subir—. Pero no sé, déjame pensar, ¿vale? Igual se me ocurre algo.

—Venga, pues piensa, pero no te comas la cabeza —dijo él, con una sonrisa pícara que la hizo reír, y volvió a besarla, bajando la boca a su cuello, chupando suave, haciendo que ella jadeara otra vez—. Joder, Itzi, me tienes loco. Vamos a follar, anda, que no aguanto más.

Ella se rió, dejando que la tumbara en el sofá, con las manos de él subiendo por sus muslos, quitándole los shorts con un tirón que hizo que la tela crujiera. —Cállate, tonto —dijo, jadeando, mientras él volvía a chuparle las tetas, lamiendo los pezones con hambre, haciéndola gemir. Pero mientras Álvaro le besaba el estómago, bajando hacia el tanga, la mente de Itziar estaba en otro sitio. Ricardo. Un mensaje. Un café. Otra línea que cruzar. Joder, necesitaba ese viaje, y sabía cómo conseguirlo.

—Joder, Álvaro, eres un peligro —dijo, con un brillo en los ojos, intentando centrarse en él, pero con la idea de Ricardo quemándole la cabeza— Déjame un par de días, que seguro que encuentro una solución.

—Un par de días, dice —respondió él, levantando la cabeza, con los labios brillando, riendo—. Vale, pero no te escapes, que te quiero follar hasta que no puedas caminar. Álvaro siguió bajando la mano, rozándole el tanga, sintiendo la humedad Joder, estás empapada, Itzi. ¿Qué te pasa, eh?

—Nada, cielo, es que me pones —mintió ella, porque el recuerdo de Ricardo estaba ahí, intensificando todo, haciendo que su cuerpo reaccionara más de lo que quería admitir. Se mordió el labio, tirando de su camiseta para acercarlo—. Venga, fóllame, pero luego planeamos el viaje, ¿eh?

—Trato hecho, tía —dijo Álvaro, con una risa, volviendo a besarla, sus manos ya bajando el tanga, listo para seguir—. Pero ahora céntrate en mí, que te voy a hacer gritar.

El polvo fue rápido, intenso, con Itziar gimiendo bajo él, sus cuerpos sudando en el sofá, el olor a pizza y sexo llenando el salón. Pero cuando Álvaro se fue, con un beso y una promesa de hablar del viaje, ella se quedó tumbada, desnuda y sudorosa y el pelo revuelto.

Cogió el móvil, ignorando las notificaciones de Insta y los mensajes con gilipolleces de Lucía. Fue directa a WhatsApp, a la conversación con Ricardo. No había hablado con él desde aquella tarde en su casa, cuando se cruzaron en la cocina y él le soltó lo de “putita”. La idea de contactarlo le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también era su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje. No solo por Álvaro, sino por ella, por las fotos que subiría, por la cara de envidia de sus amigas, por sentirse la reina que sabía que era. Tecleó rápido, antes de que se arrepintiera: “Oye, te apetece un café? Quiero hablar de una cosa”. Pulsó enviar y tiró el móvil en el sofá, como si quemara.

La respuesta llegó en menos de cinco minutos: “Claro, princesa. Mañana a las 5 en el bar de la plaza? Qué quieres, otro bolso?”. Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa. “Cállate, capullo. Ahí nos vemos”, respondió, y dejó el móvil boca abajo, con el corazón latiéndole más rápido de lo que quería admitir.




Al día siguiente, la plaza estaba a reventar, con terrazas llenas de tíos en camiseta de tirantes y tías con vestidos veraniegos, bebiendo cañas y riendo bajo un sol que quemaba sin piedad. El bar era uno de esos sitios cutres con mesas de metal y sillas que cojeaban, con un toldo verde que apenas daba sombra. Itziar llegó con unos shorts vaqueros que dejaban poco a la imaginación, una camiseta blanca ajustada que marcaba el sujetador, y las gafas de sol puestas como si fuera una diva. Ricardo ya estaba ahí, sentado en una mesa al fondo, con una cerveza en la mano y una camiseta negra que se le pegaba al pecho, dejando claro que a sus 43 años todavía estaba en forma. Su barba tenía un toque de canas, y sus ojos ese brillo cabrón que Itziar conocía de sobra.

—Llegas tarde, sobri —dijo, con una sonrisa torcida, mientras ella se sentaba frente a él.

—Cállate, que he tenido que buscar parking —replicó Itziar, cruzando las piernas y quitándose las gafas para colgarlas en el escote. Pidió un café con hielo al camarero, un chaval que no le quitó los ojos de encima, y se recostó en la silla, mirándolo con esa mezcla de desafío y desprecio que siempre usaba con él.

—Venga, suelta —dijo Ricardo, dando un trago a la cerveza—. ¿Qué quieres? Porque no me creo que me hayas llamado para charlar de tus amigas.

Itziar suspiró, tamborileando los dedos en la mesa. —Necesito pasta —dijo, directa, sin rodeos—. Quiero irme de viaje con Álvaro, a Ibiza, y la ruin de mi madre no suelta un euro. Dice que me busque la vida, como si no supiera lo que es eso.

Ricardo alzó una ceja, con una risa baja que era puro sarcasmo. —¿Y vienes a mí? Joder, qué rápido te has olvidado de tu novio perfecto.

—Cállate, gilipollas —soltó ella, aunque no pudo evitar una sonrisa—. No es por Álvaro, es por mí. Quiero ese viaje, y tú… bueno, tú ya me has ayudado antes, ¿no? —Hizo una pausa, mirándolo con una ceja alzada—. Por cierto, hablando de mi madre, menuda payasa insoportable. Siempre con sus modelitos y su pose de reina y luego a mi me tiene sin pasta, dice que así no me gasto el dinero en caprichos. Aunque, joder, reconozco que me gustaría tener sus tetas. Y por cierto bien que se las mirabas en tu casa, que te pillé mirando.

Ricardo se rió, inclinándose hacia ella, con los ojos brillando de diversión. —Venga, Itziar, no te quejes. Las tuyas son muy bonitas. Más pequeñas, pero firmes, justo como me gustan —dijo, con un guiño que era mitad broma, mitad provocación.

Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una risita. —Eres un cerdo sabes—dijo, aunque la confianza entre ellos era más palpable, como si cada encuentro los acercara a un terreno donde las reglas eran más flexibles—. Pero en serio, te pillé mirándole las tetas en tu casa cuando fuimos a ver a tu bebé. Menudo espectáculo, babeando por mi madre. ¿Qué pasa, te la follarías o qué?

Ricardo no se inmutó. Se recostó en la silla, con una calma que era casi insultante, y sonrió. —Pues sí —dijo, sin dudar—. Es una pija como tú, pero con más curvas. Me encantaría metérsela, no te voy a mentir. Esas tetas… joder, son de otro nivel, como se tienen que mover al follar.

Itziar soltó una risa seca, aunque por dentro sintió una punzada de algo que no quiso nombrar. —Eres un guarro degenerado —dijo, dando un sorbo al café con hielo, que estaba más amargo de lo que esperaba—. En serio, ¿no te da vergüenza?

Él se rió, con ese sonido grave que siempre la descolocaba. —¿Vergüenza? Venga, Itziar, no me vengas con esas. Los tíos somos así. Y a ti, ¿no te da vergüenza follar por dinero? Eso te convierte en una zorra, y lo sabes. Si no, no estarías aquí, pidiéndome pasta con tu novio esperándote en casa.

—Vete a la mierda —soltó ella, pero no había veneno en su voz, solo un pique que era casi un juego. Se mordió el labio, mirando la mesa un segundo, y luego lo encaró—. Mira, necesito cien pavos. Con eso y lo que tengo ahorrado me apaño para el viaje. ¿Me los das o no?

Ricardo la miró, con los ojos entrecerrados, como si estuviera midiéndola. —Cien pavos, ¿eh? —dijo, tamborileando los dedos en la botella—. Puedo dártelos, pero ya sabes cómo va esto, niña. Nada es gratis. Una mamadita estaría bien.

Itziar lo miró fijamente, haciéndose la dura aunque sabía a lo que iba. —Joder, Ricardo, ¿en serio? Ya te la chupé una vez, ¿no te vale?

Él se rió, inclinándose más cerca, con la voz baja y cargada de intención. —Venga anda no me vengas con eso, si ya sabes lo que pasa cuando quieres dinero. La mamada de la otra vez fue un aperitivo, putita. Ese día el protagonista era tu culito. Quiero una mamada completa, de las buenas. Quiero correrme en tu boca, y que te lo tragues todo. Cien pavos, y estamos en paz.

Itziar sintió un calor subiéndole por el pecho, una mezcla de rabia, morbo y algo que no podía nombrar. Lo miró, con los ojos verdes brillando de desafío, y por un segundo pensó en levantarse y mandarlo a la mierda. Tragarse la leche, que asco. Pero luego pensó en Ibiza, en las fotos en la playa, en la cara de envidia de Lucía, en el bolso que ya tenía gracias a él. Y, joder, una parte de ella, la más oscura, quería volver a cruzar esa línea, sentir el poder de tenerlo en sus manos, aunque fuera por unos minutos.

—Eres un puto enfermo —dijo, pero su voz no tenía fuerza, y él lo notó. Se recostó en la silla, esperando, con esa sonrisa que decía que ya había ganado.

—¿Entonces qué, princesa? ¿Trato o no? —preguntó, dando un último trago a la cerveza.

Itziar respiró hondo, mirando la plaza, las mesas llenas, el sol que quemaba el asfalto. —Vale —dijo, casi en un susurro—. Pero que sea rápido, y en un sitio donde no nos vea nadie. Y si se te ocurre contarlo, te juro que te corto los huevos.

Ricardo se rió, con una satisfacción que era puro veneno. —Tranquila. Soy un caballero —dijo, guiñándole un ojo—. Mañana, a las ocho. Te paso la ubicación. Lleva algo bonito, que me gusta el espectáculo.

Ella le sacó el dedo, pero no dijo nada más. Terminó el café, —invítame al café anda— dijo, y se levantó, con los shorts marcando cada paso mientras se alejaba. Ricardo la miró irse, pensando que, joder, esta tía era un incendio, y él estaba más que dispuesto a quemarse.





Al día siguiente, el sol ya se estaba ocultando cuando Itziar salió de casa, con una excusa vaga sobre quedar con Lucía que Maite se tragó sin preguntar. Llevaba una falda vaquera corta que apenas le cubría el culo, una camiseta negra de tirantes ajustada que marcaba las tetas, y el pelo con una coleta, con un toque de gloss que brillaba bajo las farolas. Ricardo le había mandado una ubicación por WhatsApp: un descampado a las afueras, cerca de un polígono industrial donde no pasaba un alma después de las seis. Cuando llegó, el coche de Ricardo, un Audi negro que siempre le había parecido de macarra, estaba aparcado bajo un árbol, con las luces apagadas. El aire olía a tierra seca, a gasolina y a un toque de humedad, y el silencio solo lo rompía el zumbido de los grillos y el murmullo lejano de la autovía.

Itziar aparcó al lado su mercedes clase A y se acercó, con el corazón latiéndole en la garganta, y vio a Ricardo bajarse del coche. Estaba imponente bajo la luz tenue, con una camiseta blanca que se le pegaba al pecho, unos vaqueros que marcaban su paquete, y esa calma de quien sabe que tiene el control. —Venga, princesita aquí no nos ve nadie —dijo, con una sonrisa que era mitad burla, mitad deseo, apoyándose en la puerta del coche.

Itziar respiró hondo, con los nervios a flor de piel, y se acercó, deteniéndose a un metro de él. —Eres un cerdo —murmuró, pero su voz temblaba un poco, y él lo notó. Sin decir nada, se puso de cuclillas frente a él, con la falda subiéndose hasta dejar ver el tanga negro. El suelo estaba duro, con piedrecitas que se le clavaban en las rodillas, pero no le importó. Lo miró a los ojos, verdes y brillantes, con ese desafío que siempre lo desarmaba, y puso una mano en su muslo, sintiendo el calor de su piel a través de la tela.

Ricardo gruñó, desabrochándose el cinturón y bajándose la cremallera con un movimiento rápido. Sacó la polla, gruesa y ya medio dura, con las venas marcadas y la punta brillando bajo la luz de una farola lejana. —Venga, putita, a trabajar —dijo, con la voz ronca, enredando una mano en su pelo, no para empujarla, sino para marcar el ritmo.

Itziar lo miró, con una mezcla de rabia y morbo, y empezó despacio, cogiendo la polla con una mano, pajeándola con movimientos lentos, dejando que la piel se deslizara bajo sus dedos de uñas rosas perfectas. Era cálida, pesada, y cada roce hacía que Ricardo gruñera bajito, un sonido que llenaba el silencio del descampado. Ella se acercó más, besando la punta, suave, como si fuera un juego, dejando que sus labios hinchados por el lifting rozaran el capullo. El sabor era salado, con un toque amargo del líquido preseminal, y ella lo lamió, trazando círculos con la lengua, saboreándolo mientras lo miraba a los ojos, desafiante, como diciendo que, aunque estuviera de rodillas, ella seguía teniendo el control.

—Joder, qué boca —murmuró Ricardo, con los ojos oscurecidos por el deseo. Bajó la mano libre, tirando de la camiseta de Itziar para bajarle los tirantes por los hombros, y luego metió los dedos bajo el sujetador, empujándolo hacia abajo hasta dejar las tetas al aire. Eran firmes, con los pezones rosados y duros por el aire fresco y la tensión, estaban blancas por las marcas del bikini y con el contraste de su piel morena del verano. Las apretó, con una mezcla de rudeza y cuidado, pasando los pulgares por los pezones, haciéndola jadear contra su polla. —Qué tetas, sobrinita —gruñó, pellizcándolas justo lo bastante para que ella sintiera un pinchazo de placer y dolor.

Itziar siguió, pajeando despacio mientras lamía el capullo, dejando que la saliva le corriera por la barbilla y goteara al suelo. Besó la polla, desde la punta hasta la base, dejando un rastro húmedo, y luego la metió en la boca, chupando suave al principio, con la lengua trabajando la parte inferior, sintiendo cómo palpitaba contra su paladar. Ricardo gruñó más fuerte, con la mano en su pelo apretando un poco, y ella aceleró, chupando con más fuerza, metiéndosela hasta que sintió el roce en la garganta. Sus tetas perfectas relucían de la saliva que le caía, y él seguía tocándolas, apretándolas, pellizcando los pezones hasta que ella gimió, un sonido amortiguado por la polla en su boca.

—Sigue, zorra, no pares —dijo Ricardo, con la voz rota, las caderas moviéndose un poco, empujando contra su boca. Ella obedeció, pajeando más rápido ahora, con la mano resbalando por la saliva, mientras chupaba el capullo, lamiendo cada gota que salía, saboreando el calor y el peso de él. Después se la sacó de la boca y sacando la lengua se daba golpes en la lengua con la polla mientras miraba a Ricardo fijamente a los ojos y el extasiado, veía como su sobri le hacía posiblemente la mejor mamada de su vida. El descampado estaba en silencio, salvo por los grillos, el sonido húmedo de su boca y los gemidos de Ricardo, que subían de tono, más rápidos, más desesperados.

—Joder, me voy a correr —gruñó, y ella lo sintió, la polla palpitando más fuerte, el cuerpo de él tensándose como un cable. Se corrió con un gemido grave, un chorro caliente que le llenó la boca, salado y espeso, golpeándole la garganta. Itziar se apartó y abrió la boca y sacó la lengua enseñándole el semen y jugando con él con la lengua, después se lo tragó, no porque quisiera, sino porque era parte del trato, y lo hizo con una mueca de asco pero después siguió chupando suave, sacando hasta la última gota, con la saliva y el semen mezclándose en su barbilla. Se apartó, limpiándose con el dorso de la mano, y lo miró, con los ojos verdes todavía brillando, aunque ahora había algo más, una mezcla de triunfo y cansancio.

—Joder, putita, eres una puta crack —dijo Ricardo, jadeando, con una sonrisa que era puro veneno. Se subió el sujetador y la camiseta, ajustándolos con un gesto casi tierno, y él sacó dos billetes de cincuenta euros del bolsillo, dándoselos mientras ella se ponía de pie, con las rodillas rojas por el suelo—. Ahí tienes tu viaje. Disfruta de Ibiza. Mándame fotitos en bikini para que me haga una paja, eh sobri.

Itziar cogió el dinero, con una sonrisa torcida, y se limpió la boca con un pañuelo que sacó del bolso. —Eres un guarro —dijo, pero no había rabia en su voz, solo una resignación divertida. En lugar de irse, se quedó ahí, apoyada en el coche, con el dinero en la mano y el aire fresco aliviando el calor de su piel. Ricardo no se movió, mirándola con esa mezcla de deseo y diversión que siempre tenía después de sus encuentros.

—¿Qué, no te vas? —preguntó, encendiendo un cigarro que sacó del paquete en el salpicadero. El humo se elevó en el aire, con un olor acre que se mezcló con el de la tierra y la gasolina.

Itziar se encogió de hombros, cruzando los brazos bajo las tetas, todavía sensibles por sus manos. —No sé, igual me apetece hablar un rato —dijo, con una media sonrisa—. Total, ya estoy aquí, ¿no?

Él se rió, dando una calada al cigarro. —Joder, nena, eres un caso —dijo, mirándola de arriba abajo, como si todavía estuviera desnudándola con los ojos—. Sabes, algún día me gustaría follarte de verdad. Por el coño, digo. No solo el culo o la boca. Algo bien hecho, como te mereces.

Itziar alzó una ceja, con una sonrisa que era puro desafío. —Te lo tendrás que ganar ¿no?, capullo —dijo, inclinándose un poco hacia él, con la voz baja y juguetona—. No soy tan fácil, aunque lo parezca.

Ricardo soltó una carcajada, apagando el cigarro contra el suelo con un movimiento rápido. —Eres una zorra, tu eres la que me buscas—dijo, y le dio un cachete en el culo, no muy fuerte, pero lo bastante para que ella diera un respingo y riera. El sonido resonó en el descampado, rompiendo el silencio, y por un segundo, los dos se miraron, como si supieran que este juego estaba lejos de terminar.

Itziar se dio la vuelta, con la falda vaquera casi dejando ver su culo, y caminó hacia su coche, con los billetes arrugados en la mano y el sabor de él todavía en la boca. Mientras conducía de vuelta, pensó en Álvaro, en el viaje, en el bolso. Pero también pensó en Ricardo, en su confesión, en el cachete, en la forma en que su cuerpo seguía reaccionando a él, aunque no quisiera admitirlo. Y, joder, una parte de ella sabía que esto no había terminado.


Continuará…
Buen relato y buena zorrita caprichosa...
 
Puede decir lo que quiera de Ricardo pero lo cierto es que lo está disfrutando muchísimo y encima ganándose dinero. Está claro que esto aquí no acaba y que van a tener sexo. está cantado. Y más de una vez.
 
Capítulo 7


El verano era un castigo sin fin, con un agosto que apretaba como si quisiera asfixiar la ciudad. Itziar, estaba en su cuarto, tirada en la cama con el ventilador zumbando a toda pastilla, mirando el techo como si ahí estuviera la clave de su vida. Llevaba una camiseta vieja de estar por casa, gris y deshilachada, y unas bragas sencillas de algodón blanco, con el pelo castaño suelto y pegajoso por el calor. El bolso Michael Kors colgaba en el armario, un trofeo que brillaba cada vez que lo miraba, recordándole lo que había hecho para conseguirlo: el polvo por el culo. Cada vistazo le traía un subidón de orgullo mezclado con un cosquilleo oscuro que la hacía apretar los muslos sin querer. Era poder, era control, pero también una sombra que no podía sacudirse.

Álvaro, su novio, le había mencionado un viaje a Ibiza para finales de mes, una semana de fiestas, playa y postureo que sonaba como el paraíso. Las fotos en bikini, las noches en Pacha, la envidia de Lucía y sus amigas del pueblo: Itziar lo necesitaba, no solo por Álvaro, sino por ella, por ser la reina que sabía que era. Pero había un problema: no tenía suficiente ahorrado. Maite, su madre, la reina de las ratas, se había negado a soltar un céntimo, con esa mierda de “tienes que aprender a ganarte las cosas”. Joder, como si no lo hubiera aprendido ya. Que se lo preguntara a su culo, a los billetes arrugados que Ricardo le había dado. Pensar en él le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje.

Esa tarde, Álvaro estaba en su casa, aprovechando que Maite y Juan habían ido a una barbacoa con amigos y su hermano estaba en un campamento. El salón olía a ambientador de lavanda y a la pizza de pepperoni que habían pedido, con cajas abiertas en la mesa de centro, migajas esparcidas y vasos de Coca-Cola. La tele estaba encendida, con una serie de Netflix que ninguno miraba, solo un murmullo de fondo que llenaba el silencio. Itziar estaba en el sofá, con una camiseta blanca ajustada que marcaba las tetas y unos shorts vaqueros cortos que dejaban ver las piernas bronceadas, con el pelo suelto cayendo en mechones desordenados. Álvaro, estaba encima, con una camiseta de manga corta azul y unos pantalones de chándal grises, besándola con esa mezcla de ternura y hambre que siempre la desarmaba. Sus manos, cálidas y un poco ásperas por el verano en la obra donde curraba, subían por sus caderas, arrugando la camiseta, mientras su boca bajaba por su cuello, dejando un rastro húmedo que brillaba bajo la luz de la lámpara de pie.

—Joder, Itzi, estás para comerte —murmuró Álvaro contra su piel, mordiéndole la clavícula suave, haciéndola jadear. Sus manos subieron más, metiéndose bajo la camiseta, para después quitársela y desabrochó el sujetador con un movimiento torpe pero rápido. Las tetas de Itziar quedaron al aire, firmes, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y la excitación, blancas contra el bronceado de su piel. Álvaro gruñó, bajando la boca, chupando el pezón derecho con una intensidad que la hizo arquear la espalda. Su lengua trazaba círculos, cálida, húmeda, mientras su barba incipiente le raspaba la piel, enviando pinchazos de placer que le bajaban hasta el coño, ya húmedo bajo el tanga negro.

—Álvaro, joder —gimió Itziar, con las manos en su pelo corto, tirando un poco, sintiendo cómo el calor le subía por el pecho. Él chupaba más fuerte, pasando al otro pezón, lamiéndolo con hambre, dejando un rastro de saliva que brillaba en la piel. Pero mientras su novio la devoraba, la mente de Itziar se escapó, traicionera, a otra escena: Ricardo en el sofá, semanas atrás, con sus manos abriéndole el culo, el lubricante frío goteando por su piel, sus dedos dilatándola con una paciencia cruel, la polla entrando despacio, abriéndola, llenándola hasta que el dolor se mezcló con un placer crudo que la hizo gemir como nunca. Recordó el sonido húmedo del lubricante, el gruñido de Ricardo diciendo “Joder, qué culo, zorra”, la sensación de estar al límite, de ser suya pero también de tenerlo en sus manos. El recuerdo la golpeó, haciendo que su coño se mojara más, que sus caderas se movieran contra Álvaro, aunque su mente estaba en otro hombre, en otro momento.

Álvaro levantó la cabeza, con los labios brillando por la saliva, y la miró, con los ojos oscurecidos por el deseo. —Itzi, te quiero follar ya —dijo, con la voz rota, metiendo una mano bajo los shorts, rozándole el tanga, sintiendo la humedad que empapaba la tela. Sus dedos presionaron, suaves pero firmes, haciéndola jadear más fuerte, con el cuerpo temblando bajo él.

—Espera gordi —dijo ella, jadeando, sentándose un poco en el sofá, con las tetas todavía al aire, sensibles por su boca, los pezones duros y rosados brillando bajo la luz. El recuerdo de Ricardo seguía ahí, como un eco, pero se obligó a volver al presente, a Álvaro, al chico que la miraba con una mezcla de lujuria y preocupación. La idea del viaje a Ibiza, que él había sacado en una llamada días antes, volvió a su cabeza, y con ella, el problema del dinero. No podía ignorarlo, no cuando estaba tan cerca de perderlo todo: las fotos, la envidia, el subidón de ser la reina.

—Oye, cari, hablemos un segundo—dijo, con la voz todavía entrecortada, ajustándose la camiseta para cubrirse un poco, aunque los pezones seguían marcados bajo la tela blanca, traicionando su excitación.

Álvaro frunció el ceño, sentándose a su lado en el sofá, con una mano todavía en su muslo, cálida y posesiva, el bulto en sus pantalones evidente. —¿Qué pasa, Itzi? ¿Estás bien? —preguntó, con un toque de preocupación que la hizo sentir una punzada de culpa. Su pelo estaba revuelto, sus mejillas sonrojadas, y la miraba con esos ojos castaños que siempre parecían querer arreglarlo todo.

Ella respiró hondo, mirando la mesa de centro, donde las cajas de pizza estaban abiertas, con restos de queso pegados al cartón. El olor a pepperoni y el zumbido de la tele llenaban el aire, anclándola al momento, aunque su mente seguía dando vueltas. —Es por lo de Ibiza —empezó, mirándolo a los ojos, verdes y brillantes, aunque ahora con un nudo en el estómago—. Me muero por ir, Álvaro, de verdad. Las fiestas, la playa, todo eso… joder, sería la hostia. Pero estoy tiesa. He intentado ahorrar, pero la pasta se va sin saber ni cómo, y mi madre, ya sabes, es una rata que no suelta ni un euro. Me tiene harta con su rollo de “ganártelo tú misma”.

Álvaro suspiró, rascándose la nuca, con un gesto que era puro él, como si quisiera encontrar una solución en el aire. —Ya, tía, sé que está jodido —dijo, con la voz suave, intentando calmarla—. Yo tampoco estoy sobrado, pero he pillado algo de curro este verano, así que puedo cubrir una parte. Pero, pensé que tendrías algo ahorrado. ¿No puedes pedir un préstamo o algo?

Itziar se rió, seca, sacudiendo la cabeza, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Un préstamo, dice. ¿Con qué, con mi cara bonita? —respondió, con una sonrisa que no llegó a los ojos—. Mis padres me cortarían el cuello antes de darme un céntimo más. No sé, estoy jodida.

Mientras hablaba, su mente volvió a Ricardo, como un imán. Recordó aquella tarde, su culo abierto, el lubricante resbalando, la sensación de ser follada por detrás, de cruzar una línea que la hacía sentir poderosa y sucia a la vez. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y tenía dinero. La idea de contactarlo le dio un vuelco al estómago, pero también un cosquilleo que la hizo apretar los muslos, con Álvaro todavía a su lado, ajeno a todo. El recuerdo de Ricardo la golpeó de nuevo: sus dedos abriéndola, la presión de su polla entrando, el dolor que se convirtió en placer, su voz gruñendo “Qué culo, zorra”. Joder, ¿por qué seguía pensando en eso?

—Oye, Itzi, no te rayes —dijo Álvaro, acercándose, poniendo una mano en su mejilla, cálida y suave, sacándola de sus pensamientos—. Encontraremos una forma, ¿vale? Igual puedes vender algo, no sé, ropa que no uses, o hacer algún curro extra. O, mira, mis padres a lo mejor pueden echarnos una mano, puedo hablar con ellos.

Itziar sonrió, débil, pero el nudo en el estómago no se iba. —Eres un cielo, Álvaro, en serio —dijo, inclinándose para besarlo, un beso suave que él respondió, metiendo la lengua, haciendo que el calor volviera a subir—. Pero no sé, déjame pensar, ¿vale? Igual se me ocurre algo.

—Venga, pues piensa, pero no te comas la cabeza —dijo él, con una sonrisa pícara que la hizo reír, y volvió a besarla, bajando la boca a su cuello, chupando suave, haciendo que ella jadeara otra vez—. Joder, Itzi, me tienes loco. Vamos a follar, anda, que no aguanto más.

Ella se rió, dejando que la tumbara en el sofá, con las manos de él subiendo por sus muslos, quitándole los shorts con un tirón que hizo que la tela crujiera. —Cállate, tonto —dijo, jadeando, mientras él volvía a chuparle las tetas, lamiendo los pezones con hambre, haciéndola gemir. Pero mientras Álvaro le besaba el estómago, bajando hacia el tanga, la mente de Itziar estaba en otro sitio. Ricardo. Un mensaje. Un café. Otra línea que cruzar. Joder, necesitaba ese viaje, y sabía cómo conseguirlo.

—Joder, Álvaro, eres un peligro —dijo, con un brillo en los ojos, intentando centrarse en él, pero con la idea de Ricardo quemándole la cabeza— Déjame un par de días, que seguro que encuentro una solución.

—Un par de días, dice —respondió él, levantando la cabeza, con los labios brillando, riendo—. Vale, pero no te escapes, que te quiero follar hasta que no puedas caminar. Álvaro siguió bajando la mano, rozándole el tanga, sintiendo la humedad Joder, estás empapada, Itzi. ¿Qué te pasa, eh?

—Nada, cielo, es que me pones —mintió ella, porque el recuerdo de Ricardo estaba ahí, intensificando todo, haciendo que su cuerpo reaccionara más de lo que quería admitir. Se mordió el labio, tirando de su camiseta para acercarlo—. Venga, fóllame, pero luego planeamos el viaje, ¿eh?

—Trato hecho, tía —dijo Álvaro, con una risa, volviendo a besarla, sus manos ya bajando el tanga, listo para seguir—. Pero ahora céntrate en mí, que te voy a hacer gritar.

El polvo fue rápido, intenso, con Itziar gimiendo bajo él, sus cuerpos sudando en el sofá, el olor a pizza y sexo llenando el salón. Pero cuando Álvaro se fue, con un beso y una promesa de hablar del viaje, ella se quedó tumbada, desnuda y sudorosa y el pelo revuelto.

Cogió el móvil, ignorando las notificaciones de Insta y los mensajes con gilipolleces de Lucía. Fue directa a WhatsApp, a la conversación con Ricardo. No había hablado con él desde aquella tarde en su casa, cuando se cruzaron en la cocina y él le soltó lo de “putita”. La idea de contactarlo le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también era su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje. No solo por Álvaro, sino por ella, por las fotos que subiría, por la cara de envidia de sus amigas, por sentirse la reina que sabía que era. Tecleó rápido, antes de que se arrepintiera: “Oye, te apetece un café? Quiero hablar de una cosa”. Pulsó enviar y tiró el móvil en el sofá, como si quemara.

La respuesta llegó en menos de cinco minutos: “Claro, princesa. Mañana a las 5 en el bar de la plaza? Qué quieres, otro bolso?”. Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa. “Cállate, capullo. Ahí nos vemos”, respondió, y dejó el móvil boca abajo, con el corazón latiéndole más rápido de lo que quería admitir.




Al día siguiente, la plaza estaba a reventar, con terrazas llenas de tíos en camiseta de tirantes y tías con vestidos veraniegos, bebiendo cañas y riendo bajo un sol que quemaba sin piedad. El bar era uno de esos sitios cutres con mesas de metal y sillas que cojeaban, con un toldo verde que apenas daba sombra. Itziar llegó con unos shorts vaqueros que dejaban poco a la imaginación, una camiseta blanca ajustada que marcaba el sujetador, y las gafas de sol puestas como si fuera una diva. Ricardo ya estaba ahí, sentado en una mesa al fondo, con una cerveza en la mano y una camiseta negra que se le pegaba al pecho, dejando claro que a sus 43 años todavía estaba en forma. Su barba tenía un toque de canas, y sus ojos ese brillo cabrón que Itziar conocía de sobra.

—Llegas tarde, sobri —dijo, con una sonrisa torcida, mientras ella se sentaba frente a él.

—Cállate, que he tenido que buscar parking —replicó Itziar, cruzando las piernas y quitándose las gafas para colgarlas en el escote. Pidió un café con hielo al camarero, un chaval que no le quitó los ojos de encima, y se recostó en la silla, mirándolo con esa mezcla de desafío y desprecio que siempre usaba con él.

—Venga, suelta —dijo Ricardo, dando un trago a la cerveza—. ¿Qué quieres? Porque no me creo que me hayas llamado para charlar de tus amigas.

Itziar suspiró, tamborileando los dedos en la mesa. —Necesito pasta —dijo, directa, sin rodeos—. Quiero irme de viaje con Álvaro, a Ibiza, y la ruin de mi madre no suelta un euro. Dice que me busque la vida, como si no supiera lo que es eso.

Ricardo alzó una ceja, con una risa baja que era puro sarcasmo. —¿Y vienes a mí? Joder, qué rápido te has olvidado de tu novio perfecto.

—Cállate, gilipollas —soltó ella, aunque no pudo evitar una sonrisa—. No es por Álvaro, es por mí. Quiero ese viaje, y tú… bueno, tú ya me has ayudado antes, ¿no? —Hizo una pausa, mirándolo con una ceja alzada—. Por cierto, hablando de mi madre, menuda payasa insoportable. Siempre con sus modelitos y su pose de reina y luego a mi me tiene sin pasta, dice que así no me gasto el dinero en caprichos. Aunque, joder, reconozco que me gustaría tener sus tetas. Y por cierto bien que se las mirabas en tu casa, que te pillé mirando.

Ricardo se rió, inclinándose hacia ella, con los ojos brillando de diversión. —Venga, Itziar, no te quejes. Las tuyas son muy bonitas. Más pequeñas, pero firmes, justo como me gustan —dijo, con un guiño que era mitad broma, mitad provocación.

Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una risita. —Eres un cerdo sabes—dijo, aunque la confianza entre ellos era más palpable, como si cada encuentro los acercara a un terreno donde las reglas eran más flexibles—. Pero en serio, te pillé mirándole las tetas en tu casa cuando fuimos a ver a tu bebé. Menudo espectáculo, babeando por mi madre. ¿Qué pasa, te la follarías o qué?

Ricardo no se inmutó. Se recostó en la silla, con una calma que era casi insultante, y sonrió. —Pues sí —dijo, sin dudar—. Es una pija como tú, pero con más curvas. Me encantaría metérsela, no te voy a mentir. Esas tetas… joder, son de otro nivel, como se tienen que mover al follar.

Itziar soltó una risa seca, aunque por dentro sintió una punzada de algo que no quiso nombrar. —Eres un guarro degenerado —dijo, dando un sorbo al café con hielo, que estaba más amargo de lo que esperaba—. En serio, ¿no te da vergüenza?

Él se rió, con ese sonido grave que siempre la descolocaba. —¿Vergüenza? Venga, Itziar, no me vengas con esas. Los tíos somos así. Y a ti, ¿no te da vergüenza follar por dinero? Eso te convierte en una zorra, y lo sabes. Si no, no estarías aquí, pidiéndome pasta con tu novio esperándote en casa.

—Vete a la mierda —soltó ella, pero no había veneno en su voz, solo un pique que era casi un juego. Se mordió el labio, mirando la mesa un segundo, y luego lo encaró—. Mira, necesito cien pavos. Con eso y lo que tengo ahorrado me apaño para el viaje. ¿Me los das o no?

Ricardo la miró, con los ojos entrecerrados, como si estuviera midiéndola. —Cien pavos, ¿eh? —dijo, tamborileando los dedos en la botella—. Puedo dártelos, pero ya sabes cómo va esto, niña. Nada es gratis. Una mamadita estaría bien.

Itziar lo miró fijamente, haciéndose la dura aunque sabía a lo que iba. —Joder, Ricardo, ¿en serio? Ya te la chupé una vez, ¿no te vale?

Él se rió, inclinándose más cerca, con la voz baja y cargada de intención. —Venga anda no me vengas con eso, si ya sabes lo que pasa cuando quieres dinero. La mamada de la otra vez fue un aperitivo, putita. Ese día el protagonista era tu culito. Quiero una mamada completa, de las buenas. Quiero correrme en tu boca, y que te lo tragues todo. Cien pavos, y estamos en paz.

Itziar sintió un calor subiéndole por el pecho, una mezcla de rabia, morbo y algo que no podía nombrar. Lo miró, con los ojos verdes brillando de desafío, y por un segundo pensó en levantarse y mandarlo a la mierda. Tragarse la leche, que asco. Pero luego pensó en Ibiza, en las fotos en la playa, en la cara de envidia de Lucía, en el bolso que ya tenía gracias a él. Y, joder, una parte de ella, la más oscura, quería volver a cruzar esa línea, sentir el poder de tenerlo en sus manos, aunque fuera por unos minutos.

—Eres un puto enfermo —dijo, pero su voz no tenía fuerza, y él lo notó. Se recostó en la silla, esperando, con esa sonrisa que decía que ya había ganado.

—¿Entonces qué, princesa? ¿Trato o no? —preguntó, dando un último trago a la cerveza.

Itziar respiró hondo, mirando la plaza, las mesas llenas, el sol que quemaba el asfalto. —Vale —dijo, casi en un susurro—. Pero que sea rápido, y en un sitio donde no nos vea nadie. Y si se te ocurre contarlo, te juro que te corto los huevos.

Ricardo se rió, con una satisfacción que era puro veneno. —Tranquila. Soy un caballero —dijo, guiñándole un ojo—. Mañana, a las ocho. Te paso la ubicación. Lleva algo bonito, que me gusta el espectáculo.

Ella le sacó el dedo, pero no dijo nada más. Terminó el café, —invítame al café anda— dijo, y se levantó, con los shorts marcando cada paso mientras se alejaba. Ricardo la miró irse, pensando que, joder, esta tía era un incendio, y él estaba más que dispuesto a quemarse.





Al día siguiente, el sol ya se estaba ocultando cuando Itziar salió de casa, con una excusa vaga sobre quedar con Lucía que Maite se tragó sin preguntar. Llevaba una falda vaquera corta que apenas le cubría el culo, una camiseta negra de tirantes ajustada que marcaba las tetas, y el pelo con una coleta, con un toque de gloss que brillaba bajo las farolas. Ricardo le había mandado una ubicación por WhatsApp: un descampado a las afueras, cerca de un polígono industrial donde no pasaba un alma después de las seis. Cuando llegó, el coche de Ricardo, un Audi negro que siempre le había parecido de macarra, estaba aparcado bajo un árbol, con las luces apagadas. El aire olía a tierra seca, a gasolina y a un toque de humedad, y el silencio solo lo rompía el zumbido de los grillos y el murmullo lejano de la autovía.

Itziar aparcó al lado su mercedes clase A y se acercó, con el corazón latiéndole en la garganta, y vio a Ricardo bajarse del coche. Estaba imponente bajo la luz tenue, con una camiseta blanca que se le pegaba al pecho, unos vaqueros que marcaban su paquete, y esa calma de quien sabe que tiene el control. —Venga, princesita aquí no nos ve nadie —dijo, con una sonrisa que era mitad burla, mitad deseo, apoyándose en la puerta del coche.

Itziar respiró hondo, con los nervios a flor de piel, y se acercó, deteniéndose a un metro de él. —Eres un cerdo —murmuró, pero su voz temblaba un poco, y él lo notó. Sin decir nada, se puso de cuclillas frente a él, con la falda subiéndose hasta dejar ver el tanga negro. El suelo estaba duro, con piedrecitas que se le clavaban en las rodillas, pero no le importó. Lo miró a los ojos, verdes y brillantes, con ese desafío que siempre lo desarmaba, y puso una mano en su muslo, sintiendo el calor de su piel a través de la tela.

Ricardo gruñó, desabrochándose el cinturón y bajándose la cremallera con un movimiento rápido. Sacó la polla, gruesa y ya medio dura, con las venas marcadas y la punta brillando bajo la luz de una farola lejana. —Venga, putita, a trabajar —dijo, con la voz ronca, enredando una mano en su pelo, no para empujarla, sino para marcar el ritmo.

Itziar lo miró, con una mezcla de rabia y morbo, y empezó despacio, cogiendo la polla con una mano, pajeándola con movimientos lentos, dejando que la piel se deslizara bajo sus dedos de uñas rosas perfectas. Era cálida, pesada, y cada roce hacía que Ricardo gruñera bajito, un sonido que llenaba el silencio del descampado. Ella se acercó más, besando la punta, suave, como si fuera un juego, dejando que sus labios hinchados por el lifting rozaran el capullo. El sabor era salado, con un toque amargo del líquido preseminal, y ella lo lamió, trazando círculos con la lengua, saboreándolo mientras lo miraba a los ojos, desafiante, como diciendo que, aunque estuviera de rodillas, ella seguía teniendo el control.

—Joder, qué boca —murmuró Ricardo, con los ojos oscurecidos por el deseo. Bajó la mano libre, tirando de la camiseta de Itziar para bajarle los tirantes por los hombros, y luego metió los dedos bajo el sujetador, empujándolo hacia abajo hasta dejar las tetas al aire. Eran firmes, con los pezones rosados y duros por el aire fresco y la tensión, estaban blancas por las marcas del bikini y con el contraste de su piel morena del verano. Las apretó, con una mezcla de rudeza y cuidado, pasando los pulgares por los pezones, haciéndola jadear contra su polla. —Qué tetas, sobrinita —gruñó, pellizcándolas justo lo bastante para que ella sintiera un pinchazo de placer y dolor.

Itziar siguió, pajeando despacio mientras lamía el capullo, dejando que la saliva le corriera por la barbilla y goteara al suelo. Besó la polla, desde la punta hasta la base, dejando un rastro húmedo, y luego la metió en la boca, chupando suave al principio, con la lengua trabajando la parte inferior, sintiendo cómo palpitaba contra su paladar. Ricardo gruñó más fuerte, con la mano en su pelo apretando un poco, y ella aceleró, chupando con más fuerza, metiéndosela hasta que sintió el roce en la garganta. Sus tetas perfectas relucían de la saliva que le caía, y él seguía tocándolas, apretándolas, pellizcando los pezones hasta que ella gimió, un sonido amortiguado por la polla en su boca.

—Sigue, zorra, no pares —dijo Ricardo, con la voz rota, las caderas moviéndose un poco, empujando contra su boca. Ella obedeció, pajeando más rápido ahora, con la mano resbalando por la saliva, mientras chupaba el capullo, lamiendo cada gota que salía, saboreando el calor y el peso de él. Después se la sacó de la boca y sacando la lengua se daba golpes en la lengua con la polla mientras miraba a Ricardo fijamente a los ojos y el extasiado, veía como su sobri le hacía posiblemente la mejor mamada de su vida. El descampado estaba en silencio, salvo por los grillos, el sonido húmedo de su boca y los gemidos de Ricardo, que subían de tono, más rápidos, más desesperados.

—Joder, me voy a correr —gruñó, y ella lo sintió, la polla palpitando más fuerte, el cuerpo de él tensándose como un cable. Se corrió con un gemido grave, un chorro caliente que le llenó la boca, salado y espeso, golpeándole la garganta. Itziar se apartó y abrió la boca y sacó la lengua enseñándole el semen y jugando con él con la lengua, después se lo tragó, no porque quisiera, sino porque era parte del trato, y lo hizo con una mueca de asco pero después siguió chupando suave, sacando hasta la última gota, con la saliva y el semen mezclándose en su barbilla. Se apartó, limpiándose con el dorso de la mano, y lo miró, con los ojos verdes todavía brillando, aunque ahora había algo más, una mezcla de triunfo y cansancio.

—Joder, putita, eres una puta crack —dijo Ricardo, jadeando, con una sonrisa que era puro veneno. Se subió el sujetador y la camiseta, ajustándolos con un gesto casi tierno, y él sacó dos billetes de cincuenta euros del bolsillo, dándoselos mientras ella se ponía de pie, con las rodillas rojas por el suelo—. Ahí tienes tu viaje. Disfruta de Ibiza. Mándame fotitos en bikini para que me haga una paja, eh sobri.

Itziar cogió el dinero, con una sonrisa torcida, y se limpió la boca con un pañuelo que sacó del bolso. —Eres un guarro —dijo, pero no había rabia en su voz, solo una resignación divertida. En lugar de irse, se quedó ahí, apoyada en el coche, con el dinero en la mano y el aire fresco aliviando el calor de su piel. Ricardo no se movió, mirándola con esa mezcla de deseo y diversión que siempre tenía después de sus encuentros.

—¿Qué, no te vas? —preguntó, encendiendo un cigarro que sacó del paquete en el salpicadero. El humo se elevó en el aire, con un olor acre que se mezcló con el de la tierra y la gasolina.

Itziar se encogió de hombros, cruzando los brazos bajo las tetas, todavía sensibles por sus manos. —No sé, igual me apetece hablar un rato —dijo, con una media sonrisa—. Total, ya estoy aquí, ¿no?

Él se rió, dando una calada al cigarro. —Joder, nena, eres un caso —dijo, mirándola de arriba abajo, como si todavía estuviera desnudándola con los ojos—. Sabes, algún día me gustaría follarte de verdad. Por el coño, digo. No solo el culo o la boca. Algo bien hecho, como te mereces.

Itziar alzó una ceja, con una sonrisa que era puro desafío. —Te lo tendrás que ganar ¿no?, capullo —dijo, inclinándose un poco hacia él, con la voz baja y juguetona—. No soy tan fácil, aunque lo parezca.

Ricardo soltó una carcajada, apagando el cigarro contra el suelo con un movimiento rápido. —Eres una zorra, tu eres la que me buscas—dijo, y le dio un cachete en el culo, no muy fuerte, pero lo bastante para que ella diera un respingo y riera. El sonido resonó en el descampado, rompiendo el silencio, y por un segundo, los dos se miraron, como si supieran que este juego estaba lejos de terminar.

Itziar se dio la vuelta, con la falda vaquera casi dejando ver su culo, y caminó hacia su coche, con los billetes arrugados en la mano y el sabor de él todavía en la boca. Mientras conducía de vuelta, pensó en Álvaro, en el viaje, en el bolso. Pero también pensó en Ricardo, en su confesión, en el cachete, en la forma en que su cuerpo seguía reaccionando a él, aunque no quisiera admitirlo. Y, joder, una parte de ella sabía que esto no había terminado.


Continuará…
Con ganas de más...
 
Capítulo 7


El verano era un castigo sin fin, con un agosto que apretaba como si quisiera asfixiar la ciudad. Itziar, estaba en su cuarto, tirada en la cama con el ventilador zumbando a toda pastilla, mirando el techo como si ahí estuviera la clave de su vida. Llevaba una camiseta vieja de estar por casa, gris y deshilachada, y unas bragas sencillas de algodón blanco, con el pelo castaño suelto y pegajoso por el calor. El bolso Michael Kors colgaba en el armario, un trofeo que brillaba cada vez que lo miraba, recordándole lo que había hecho para conseguirlo: el polvo por el culo. Cada vistazo le traía un subidón de orgullo mezclado con un cosquilleo oscuro que la hacía apretar los muslos sin querer. Era poder, era control, pero también una sombra que no podía sacudirse.

Álvaro, su novio, le había mencionado un viaje a Ibiza para finales de mes, una semana de fiestas, playa y postureo que sonaba como el paraíso. Las fotos en bikini, las noches en Pacha, la envidia de Lucía y sus amigas del pueblo: Itziar lo necesitaba, no solo por Álvaro, sino por ella, por ser la reina que sabía que era. Pero había un problema: no tenía suficiente ahorrado. Maite, su madre, la reina de las ratas, se había negado a soltar un céntimo, con esa mierda de “tienes que aprender a ganarte las cosas”. Joder, como si no lo hubiera aprendido ya. Que se lo preguntara a su culo, a los billetes arrugados que Ricardo le había dado. Pensar en él le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje.

Esa tarde, Álvaro estaba en su casa, aprovechando que Maite y Juan habían ido a una barbacoa con amigos y su hermano estaba en un campamento. El salón olía a ambientador de lavanda y a la pizza de pepperoni que habían pedido, con cajas abiertas en la mesa de centro, migajas esparcidas y vasos de Coca-Cola. La tele estaba encendida, con una serie de Netflix que ninguno miraba, solo un murmullo de fondo que llenaba el silencio. Itziar estaba en el sofá, con una camiseta blanca ajustada que marcaba las tetas y unos shorts vaqueros cortos que dejaban ver las piernas bronceadas, con el pelo suelto cayendo en mechones desordenados. Álvaro, estaba encima, con una camiseta de manga corta azul y unos pantalones de chándal grises, besándola con esa mezcla de ternura y hambre que siempre la desarmaba. Sus manos, cálidas y un poco ásperas por el verano en la obra donde curraba, subían por sus caderas, arrugando la camiseta, mientras su boca bajaba por su cuello, dejando un rastro húmedo que brillaba bajo la luz de la lámpara de pie.

—Joder, Itzi, estás para comerte —murmuró Álvaro contra su piel, mordiéndole la clavícula suave, haciéndola jadear. Sus manos subieron más, metiéndose bajo la camiseta, para después quitársela y desabrochó el sujetador con un movimiento torpe pero rápido. Las tetas de Itziar quedaron al aire, firmes, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y la excitación, blancas contra el bronceado de su piel. Álvaro gruñó, bajando la boca, chupando el pezón derecho con una intensidad que la hizo arquear la espalda. Su lengua trazaba círculos, cálida, húmeda, mientras su barba incipiente le raspaba la piel, enviando pinchazos de placer que le bajaban hasta el coño, ya húmedo bajo el tanga negro.

—Álvaro, joder —gimió Itziar, con las manos en su pelo corto, tirando un poco, sintiendo cómo el calor le subía por el pecho. Él chupaba más fuerte, pasando al otro pezón, lamiéndolo con hambre, dejando un rastro de saliva que brillaba en la piel. Pero mientras su novio la devoraba, la mente de Itziar se escapó, traicionera, a otra escena: Ricardo en el sofá, semanas atrás, con sus manos abriéndole el culo, el lubricante frío goteando por su piel, sus dedos dilatándola con una paciencia cruel, la polla entrando despacio, abriéndola, llenándola hasta que el dolor se mezcló con un placer crudo que la hizo gemir como nunca. Recordó el sonido húmedo del lubricante, el gruñido de Ricardo diciendo “Joder, qué culo, zorra”, la sensación de estar al límite, de ser suya pero también de tenerlo en sus manos. El recuerdo la golpeó, haciendo que su coño se mojara más, que sus caderas se movieran contra Álvaro, aunque su mente estaba en otro hombre, en otro momento.

Álvaro levantó la cabeza, con los labios brillando por la saliva, y la miró, con los ojos oscurecidos por el deseo. —Itzi, te quiero follar ya —dijo, con la voz rota, metiendo una mano bajo los shorts, rozándole el tanga, sintiendo la humedad que empapaba la tela. Sus dedos presionaron, suaves pero firmes, haciéndola jadear más fuerte, con el cuerpo temblando bajo él.

—Espera gordi —dijo ella, jadeando, sentándose un poco en el sofá, con las tetas todavía al aire, sensibles por su boca, los pezones duros y rosados brillando bajo la luz. El recuerdo de Ricardo seguía ahí, como un eco, pero se obligó a volver al presente, a Álvaro, al chico que la miraba con una mezcla de lujuria y preocupación. La idea del viaje a Ibiza, que él había sacado en una llamada días antes, volvió a su cabeza, y con ella, el problema del dinero. No podía ignorarlo, no cuando estaba tan cerca de perderlo todo: las fotos, la envidia, el subidón de ser la reina.

—Oye, cari, hablemos un segundo—dijo, con la voz todavía entrecortada, ajustándose la camiseta para cubrirse un poco, aunque los pezones seguían marcados bajo la tela blanca, traicionando su excitación.

Álvaro frunció el ceño, sentándose a su lado en el sofá, con una mano todavía en su muslo, cálida y posesiva, el bulto en sus pantalones evidente. —¿Qué pasa, Itzi? ¿Estás bien? —preguntó, con un toque de preocupación que la hizo sentir una punzada de culpa. Su pelo estaba revuelto, sus mejillas sonrojadas, y la miraba con esos ojos castaños que siempre parecían querer arreglarlo todo.

Ella respiró hondo, mirando la mesa de centro, donde las cajas de pizza estaban abiertas, con restos de queso pegados al cartón. El olor a pepperoni y el zumbido de la tele llenaban el aire, anclándola al momento, aunque su mente seguía dando vueltas. —Es por lo de Ibiza —empezó, mirándolo a los ojos, verdes y brillantes, aunque ahora con un nudo en el estómago—. Me muero por ir, Álvaro, de verdad. Las fiestas, la playa, todo eso… joder, sería la hostia. Pero estoy tiesa. He intentado ahorrar, pero la pasta se va sin saber ni cómo, y mi madre, ya sabes, es una rata que no suelta ni un euro. Me tiene harta con su rollo de “ganártelo tú misma”.

Álvaro suspiró, rascándose la nuca, con un gesto que era puro él, como si quisiera encontrar una solución en el aire. —Ya, tía, sé que está jodido —dijo, con la voz suave, intentando calmarla—. Yo tampoco estoy sobrado, pero he pillado algo de curro este verano, así que puedo cubrir una parte. Pero, pensé que tendrías algo ahorrado. ¿No puedes pedir un préstamo o algo?

Itziar se rió, seca, sacudiendo la cabeza, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Un préstamo, dice. ¿Con qué, con mi cara bonita? —respondió, con una sonrisa que no llegó a los ojos—. Mis padres me cortarían el cuello antes de darme un céntimo más. No sé, estoy jodida.

Mientras hablaba, su mente volvió a Ricardo, como un imán. Recordó aquella tarde, su culo abierto, el lubricante resbalando, la sensación de ser follada por detrás, de cruzar una línea que la hacía sentir poderosa y sucia a la vez. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y tenía dinero. La idea de contactarlo le dio un vuelco al estómago, pero también un cosquilleo que la hizo apretar los muslos, con Álvaro todavía a su lado, ajeno a todo. El recuerdo de Ricardo la golpeó de nuevo: sus dedos abriéndola, la presión de su polla entrando, el dolor que se convirtió en placer, su voz gruñendo “Qué culo, zorra”. Joder, ¿por qué seguía pensando en eso?

—Oye, Itzi, no te rayes —dijo Álvaro, acercándose, poniendo una mano en su mejilla, cálida y suave, sacándola de sus pensamientos—. Encontraremos una forma, ¿vale? Igual puedes vender algo, no sé, ropa que no uses, o hacer algún curro extra. O, mira, mis padres a lo mejor pueden echarnos una mano, puedo hablar con ellos.

Itziar sonrió, débil, pero el nudo en el estómago no se iba. —Eres un cielo, Álvaro, en serio —dijo, inclinándose para besarlo, un beso suave que él respondió, metiendo la lengua, haciendo que el calor volviera a subir—. Pero no sé, déjame pensar, ¿vale? Igual se me ocurre algo.

—Venga, pues piensa, pero no te comas la cabeza —dijo él, con una sonrisa pícara que la hizo reír, y volvió a besarla, bajando la boca a su cuello, chupando suave, haciendo que ella jadeara otra vez—. Joder, Itzi, me tienes loco. Vamos a follar, anda, que no aguanto más.

Ella se rió, dejando que la tumbara en el sofá, con las manos de él subiendo por sus muslos, quitándole los shorts con un tirón que hizo que la tela crujiera. —Cállate, tonto —dijo, jadeando, mientras él volvía a chuparle las tetas, lamiendo los pezones con hambre, haciéndola gemir. Pero mientras Álvaro le besaba el estómago, bajando hacia el tanga, la mente de Itziar estaba en otro sitio. Ricardo. Un mensaje. Un café. Otra línea que cruzar. Joder, necesitaba ese viaje, y sabía cómo conseguirlo.

—Joder, Álvaro, eres un peligro —dijo, con un brillo en los ojos, intentando centrarse en él, pero con la idea de Ricardo quemándole la cabeza— Déjame un par de días, que seguro que encuentro una solución.

—Un par de días, dice —respondió él, levantando la cabeza, con los labios brillando, riendo—. Vale, pero no te escapes, que te quiero follar hasta que no puedas caminar. Álvaro siguió bajando la mano, rozándole el tanga, sintiendo la humedad Joder, estás empapada, Itzi. ¿Qué te pasa, eh?

—Nada, cielo, es que me pones —mintió ella, porque el recuerdo de Ricardo estaba ahí, intensificando todo, haciendo que su cuerpo reaccionara más de lo que quería admitir. Se mordió el labio, tirando de su camiseta para acercarlo—. Venga, fóllame, pero luego planeamos el viaje, ¿eh?

—Trato hecho, tía —dijo Álvaro, con una risa, volviendo a besarla, sus manos ya bajando el tanga, listo para seguir—. Pero ahora céntrate en mí, que te voy a hacer gritar.

El polvo fue rápido, intenso, con Itziar gimiendo bajo él, sus cuerpos sudando en el sofá, el olor a pizza y sexo llenando el salón. Pero cuando Álvaro se fue, con un beso y una promesa de hablar del viaje, ella se quedó tumbada, desnuda y sudorosa y el pelo revuelto.

Cogió el móvil, ignorando las notificaciones de Insta y los mensajes con gilipolleces de Lucía. Fue directa a WhatsApp, a la conversación con Ricardo. No había hablado con él desde aquella tarde en su casa, cuando se cruzaron en la cocina y él le soltó lo de “putita”. La idea de contactarlo le revolvía el estómago, pero también le daba un subidón que no podía ignorar. Era un cabrón, un cerdo, pero también era su atajo para conseguir pasta. Y, joder, necesitaba ese viaje. No solo por Álvaro, sino por ella, por las fotos que subiría, por la cara de envidia de sus amigas, por sentirse la reina que sabía que era. Tecleó rápido, antes de que se arrepintiera: “Oye, te apetece un café? Quiero hablar de una cosa”. Pulsó enviar y tiró el móvil en el sofá, como si quemara.

La respuesta llegó en menos de cinco minutos: “Claro, princesa. Mañana a las 5 en el bar de la plaza? Qué quieres, otro bolso?”. Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa. “Cállate, capullo. Ahí nos vemos”, respondió, y dejó el móvil boca abajo, con el corazón latiéndole más rápido de lo que quería admitir.




Al día siguiente, la plaza estaba a reventar, con terrazas llenas de tíos en camiseta de tirantes y tías con vestidos veraniegos, bebiendo cañas y riendo bajo un sol que quemaba sin piedad. El bar era uno de esos sitios cutres con mesas de metal y sillas que cojeaban, con un toldo verde que apenas daba sombra. Itziar llegó con unos shorts vaqueros que dejaban poco a la imaginación, una camiseta blanca ajustada que marcaba el sujetador, y las gafas de sol puestas como si fuera una diva. Ricardo ya estaba ahí, sentado en una mesa al fondo, con una cerveza en la mano y una camiseta negra que se le pegaba al pecho, dejando claro que a sus 43 años todavía estaba en forma. Su barba tenía un toque de canas, y sus ojos ese brillo cabrón que Itziar conocía de sobra.

—Llegas tarde, sobri —dijo, con una sonrisa torcida, mientras ella se sentaba frente a él.

—Cállate, que he tenido que buscar parking —replicó Itziar, cruzando las piernas y quitándose las gafas para colgarlas en el escote. Pidió un café con hielo al camarero, un chaval que no le quitó los ojos de encima, y se recostó en la silla, mirándolo con esa mezcla de desafío y desprecio que siempre usaba con él.

—Venga, suelta —dijo Ricardo, dando un trago a la cerveza—. ¿Qué quieres? Porque no me creo que me hayas llamado para charlar de tus amigas.

Itziar suspiró, tamborileando los dedos en la mesa. —Necesito pasta —dijo, directa, sin rodeos—. Quiero irme de viaje con Álvaro, a Ibiza, y la ruin de mi madre no suelta un euro. Dice que me busque la vida, como si no supiera lo que es eso.

Ricardo alzó una ceja, con una risa baja que era puro sarcasmo. —¿Y vienes a mí? Joder, qué rápido te has olvidado de tu novio perfecto.

—Cállate, gilipollas —soltó ella, aunque no pudo evitar una sonrisa—. No es por Álvaro, es por mí. Quiero ese viaje, y tú… bueno, tú ya me has ayudado antes, ¿no? —Hizo una pausa, mirándolo con una ceja alzada—. Por cierto, hablando de mi madre, menuda payasa insoportable. Siempre con sus modelitos y su pose de reina y luego a mi me tiene sin pasta, dice que así no me gasto el dinero en caprichos. Aunque, joder, reconozco que me gustaría tener sus tetas. Y por cierto bien que se las mirabas en tu casa, que te pillé mirando.

Ricardo se rió, inclinándose hacia ella, con los ojos brillando de diversión. —Venga, Itziar, no te quejes. Las tuyas son muy bonitas. Más pequeñas, pero firmes, justo como me gustan —dijo, con un guiño que era mitad broma, mitad provocación.

Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una risita. —Eres un cerdo sabes—dijo, aunque la confianza entre ellos era más palpable, como si cada encuentro los acercara a un terreno donde las reglas eran más flexibles—. Pero en serio, te pillé mirándole las tetas en tu casa cuando fuimos a ver a tu bebé. Menudo espectáculo, babeando por mi madre. ¿Qué pasa, te la follarías o qué?

Ricardo no se inmutó. Se recostó en la silla, con una calma que era casi insultante, y sonrió. —Pues sí —dijo, sin dudar—. Es una pija como tú, pero con más curvas. Me encantaría metérsela, no te voy a mentir. Esas tetas… joder, son de otro nivel, como se tienen que mover al follar.

Itziar soltó una risa seca, aunque por dentro sintió una punzada de algo que no quiso nombrar. —Eres un guarro degenerado —dijo, dando un sorbo al café con hielo, que estaba más amargo de lo que esperaba—. En serio, ¿no te da vergüenza?

Él se rió, con ese sonido grave que siempre la descolocaba. —¿Vergüenza? Venga, Itziar, no me vengas con esas. Los tíos somos así. Y a ti, ¿no te da vergüenza follar por dinero? Eso te convierte en una zorra, y lo sabes. Si no, no estarías aquí, pidiéndome pasta con tu novio esperándote en casa.

—Vete a la mierda —soltó ella, pero no había veneno en su voz, solo un pique que era casi un juego. Se mordió el labio, mirando la mesa un segundo, y luego lo encaró—. Mira, necesito cien pavos. Con eso y lo que tengo ahorrado me apaño para el viaje. ¿Me los das o no?

Ricardo la miró, con los ojos entrecerrados, como si estuviera midiéndola. —Cien pavos, ¿eh? —dijo, tamborileando los dedos en la botella—. Puedo dártelos, pero ya sabes cómo va esto, niña. Nada es gratis. Una mamadita estaría bien.

Itziar lo miró fijamente, haciéndose la dura aunque sabía a lo que iba. —Joder, Ricardo, ¿en serio? Ya te la chupé una vez, ¿no te vale?

Él se rió, inclinándose más cerca, con la voz baja y cargada de intención. —Venga anda no me vengas con eso, si ya sabes lo que pasa cuando quieres dinero. La mamada de la otra vez fue un aperitivo, putita. Ese día el protagonista era tu culito. Quiero una mamada completa, de las buenas. Quiero correrme en tu boca, y que te lo tragues todo. Cien pavos, y estamos en paz.

Itziar sintió un calor subiéndole por el pecho, una mezcla de rabia, morbo y algo que no podía nombrar. Lo miró, con los ojos verdes brillando de desafío, y por un segundo pensó en levantarse y mandarlo a la mierda. Tragarse la leche, que asco. Pero luego pensó en Ibiza, en las fotos en la playa, en la cara de envidia de Lucía, en el bolso que ya tenía gracias a él. Y, joder, una parte de ella, la más oscura, quería volver a cruzar esa línea, sentir el poder de tenerlo en sus manos, aunque fuera por unos minutos.

—Eres un puto enfermo —dijo, pero su voz no tenía fuerza, y él lo notó. Se recostó en la silla, esperando, con esa sonrisa que decía que ya había ganado.

—¿Entonces qué, princesa? ¿Trato o no? —preguntó, dando un último trago a la cerveza.

Itziar respiró hondo, mirando la plaza, las mesas llenas, el sol que quemaba el asfalto. —Vale —dijo, casi en un susurro—. Pero que sea rápido, y en un sitio donde no nos vea nadie. Y si se te ocurre contarlo, te juro que te corto los huevos.

Ricardo se rió, con una satisfacción que era puro veneno. —Tranquila. Soy un caballero —dijo, guiñándole un ojo—. Mañana, a las ocho. Te paso la ubicación. Lleva algo bonito, que me gusta el espectáculo.

Ella le sacó el dedo, pero no dijo nada más. Terminó el café, —invítame al café anda— dijo, y se levantó, con los shorts marcando cada paso mientras se alejaba. Ricardo la miró irse, pensando que, joder, esta tía era un incendio, y él estaba más que dispuesto a quemarse.





Al día siguiente, el sol ya se estaba ocultando cuando Itziar salió de casa, con una excusa vaga sobre quedar con Lucía que Maite se tragó sin preguntar. Llevaba una falda vaquera corta que apenas le cubría el culo, una camiseta negra de tirantes ajustada que marcaba las tetas, y el pelo con una coleta, con un toque de gloss que brillaba bajo las farolas. Ricardo le había mandado una ubicación por WhatsApp: un descampado a las afueras, cerca de un polígono industrial donde no pasaba un alma después de las seis. Cuando llegó, el coche de Ricardo, un Audi negro que siempre le había parecido de macarra, estaba aparcado bajo un árbol, con las luces apagadas. El aire olía a tierra seca, a gasolina y a un toque de humedad, y el silencio solo lo rompía el zumbido de los grillos y el murmullo lejano de la autovía.

Itziar aparcó al lado su mercedes clase A y se acercó, con el corazón latiéndole en la garganta, y vio a Ricardo bajarse del coche. Estaba imponente bajo la luz tenue, con una camiseta blanca que se le pegaba al pecho, unos vaqueros que marcaban su paquete, y esa calma de quien sabe que tiene el control. —Venga, princesita aquí no nos ve nadie —dijo, con una sonrisa que era mitad burla, mitad deseo, apoyándose en la puerta del coche.

Itziar respiró hondo, con los nervios a flor de piel, y se acercó, deteniéndose a un metro de él. —Eres un cerdo —murmuró, pero su voz temblaba un poco, y él lo notó. Sin decir nada, se puso de cuclillas frente a él, con la falda subiéndose hasta dejar ver el tanga negro. El suelo estaba duro, con piedrecitas que se le clavaban en las rodillas, pero no le importó. Lo miró a los ojos, verdes y brillantes, con ese desafío que siempre lo desarmaba, y puso una mano en su muslo, sintiendo el calor de su piel a través de la tela.

Ricardo gruñó, desabrochándose el cinturón y bajándose la cremallera con un movimiento rápido. Sacó la polla, gruesa y ya medio dura, con las venas marcadas y la punta brillando bajo la luz de una farola lejana. —Venga, putita, a trabajar —dijo, con la voz ronca, enredando una mano en su pelo, no para empujarla, sino para marcar el ritmo.

Itziar lo miró, con una mezcla de rabia y morbo, y empezó despacio, cogiendo la polla con una mano, pajeándola con movimientos lentos, dejando que la piel se deslizara bajo sus dedos de uñas rosas perfectas. Era cálida, pesada, y cada roce hacía que Ricardo gruñera bajito, un sonido que llenaba el silencio del descampado. Ella se acercó más, besando la punta, suave, como si fuera un juego, dejando que sus labios hinchados por el lifting rozaran el capullo. El sabor era salado, con un toque amargo del líquido preseminal, y ella lo lamió, trazando círculos con la lengua, saboreándolo mientras lo miraba a los ojos, desafiante, como diciendo que, aunque estuviera de rodillas, ella seguía teniendo el control.

—Joder, qué boca —murmuró Ricardo, con los ojos oscurecidos por el deseo. Bajó la mano libre, tirando de la camiseta de Itziar para bajarle los tirantes por los hombros, y luego metió los dedos bajo el sujetador, empujándolo hacia abajo hasta dejar las tetas al aire. Eran firmes, con los pezones rosados y duros por el aire fresco y la tensión, estaban blancas por las marcas del bikini y con el contraste de su piel morena del verano. Las apretó, con una mezcla de rudeza y cuidado, pasando los pulgares por los pezones, haciéndola jadear contra su polla. —Qué tetas, sobrinita —gruñó, pellizcándolas justo lo bastante para que ella sintiera un pinchazo de placer y dolor.

Itziar siguió, pajeando despacio mientras lamía el capullo, dejando que la saliva le corriera por la barbilla y goteara al suelo. Besó la polla, desde la punta hasta la base, dejando un rastro húmedo, y luego la metió en la boca, chupando suave al principio, con la lengua trabajando la parte inferior, sintiendo cómo palpitaba contra su paladar. Ricardo gruñó más fuerte, con la mano en su pelo apretando un poco, y ella aceleró, chupando con más fuerza, metiéndosela hasta que sintió el roce en la garganta. Sus tetas perfectas relucían de la saliva que le caía, y él seguía tocándolas, apretándolas, pellizcando los pezones hasta que ella gimió, un sonido amortiguado por la polla en su boca.

—Sigue, zorra, no pares —dijo Ricardo, con la voz rota, las caderas moviéndose un poco, empujando contra su boca. Ella obedeció, pajeando más rápido ahora, con la mano resbalando por la saliva, mientras chupaba el capullo, lamiendo cada gota que salía, saboreando el calor y el peso de él. Después se la sacó de la boca y sacando la lengua se daba golpes en la lengua con la polla mientras miraba a Ricardo fijamente a los ojos y el extasiado, veía como su sobri le hacía posiblemente la mejor mamada de su vida. El descampado estaba en silencio, salvo por los grillos, el sonido húmedo de su boca y los gemidos de Ricardo, que subían de tono, más rápidos, más desesperados.

—Joder, me voy a correr —gruñó, y ella lo sintió, la polla palpitando más fuerte, el cuerpo de él tensándose como un cable. Se corrió con un gemido grave, un chorro caliente que le llenó la boca, salado y espeso, golpeándole la garganta. Itziar se apartó y abrió la boca y sacó la lengua enseñándole el semen y jugando con él con la lengua, después se lo tragó, no porque quisiera, sino porque era parte del trato, y lo hizo con una mueca de asco pero después siguió chupando suave, sacando hasta la última gota, con la saliva y el semen mezclándose en su barbilla. Se apartó, limpiándose con el dorso de la mano, y lo miró, con los ojos verdes todavía brillando, aunque ahora había algo más, una mezcla de triunfo y cansancio.

—Joder, putita, eres una puta crack —dijo Ricardo, jadeando, con una sonrisa que era puro veneno. Se subió el sujetador y la camiseta, ajustándolos con un gesto casi tierno, y él sacó dos billetes de cincuenta euros del bolsillo, dándoselos mientras ella se ponía de pie, con las rodillas rojas por el suelo—. Ahí tienes tu viaje. Disfruta de Ibiza. Mándame fotitos en bikini para que me haga una paja, eh sobri.

Itziar cogió el dinero, con una sonrisa torcida, y se limpió la boca con un pañuelo que sacó del bolso. —Eres un guarro —dijo, pero no había rabia en su voz, solo una resignación divertida. En lugar de irse, se quedó ahí, apoyada en el coche, con el dinero en la mano y el aire fresco aliviando el calor de su piel. Ricardo no se movió, mirándola con esa mezcla de deseo y diversión que siempre tenía después de sus encuentros.

—¿Qué, no te vas? —preguntó, encendiendo un cigarro que sacó del paquete en el salpicadero. El humo se elevó en el aire, con un olor acre que se mezcló con el de la tierra y la gasolina.

Itziar se encogió de hombros, cruzando los brazos bajo las tetas, todavía sensibles por sus manos. —No sé, igual me apetece hablar un rato —dijo, con una media sonrisa—. Total, ya estoy aquí, ¿no?

Él se rió, dando una calada al cigarro. —Joder, nena, eres un caso —dijo, mirándola de arriba abajo, como si todavía estuviera desnudándola con los ojos—. Sabes, algún día me gustaría follarte de verdad. Por el coño, digo. No solo el culo o la boca. Algo bien hecho, como te mereces.

Itziar alzó una ceja, con una sonrisa que era puro desafío. —Te lo tendrás que ganar ¿no?, capullo —dijo, inclinándose un poco hacia él, con la voz baja y juguetona—. No soy tan fácil, aunque lo parezca.

Ricardo soltó una carcajada, apagando el cigarro contra el suelo con un movimiento rápido. —Eres una zorra, tu eres la que me buscas—dijo, y le dio un cachete en el culo, no muy fuerte, pero lo bastante para que ella diera un respingo y riera. El sonido resonó en el descampado, rompiendo el silencio, y por un segundo, los dos se miraron, como si supieran que este juego estaba lejos de terminar.

Itziar se dio la vuelta, con la falda vaquera casi dejando ver su culo, y caminó hacia su coche, con los billetes arrugados en la mano y el sabor de él todavía en la boca. Mientras conducía de vuelta, pensó en Álvaro, en el viaje, en el bolso. Pero también pensó en Ricardo, en su confesión, en el cachete, en la forma en que su cuerpo seguía reaccionando a él, aunque no quisiera admitirlo. Y, joder, una parte de ella sabía que esto no había terminado.


Continuará…
Hola, buenas tardes.

Me encanta. Como describes las dudas de Itziar, el no querer aceptar que desea algo y como se busca una justificación... Las escenas de sexo están bien escritas y la redacción es muy buena. Sí, me encanta.

Si me permites una crítica... Muy barato viaja Itziar, con 100€ ahora mismo no se va a ningún lado....

Saludos y gracias.

Hotam
 
Hola, buenas tardes.

Me encanta. Como describes las dudas de Itziar, el no querer aceptar que desea algo y como se busca una justificación... Las escenas de sexo están bien escritas y la redacción es muy buena. Sí, me encanta.

Si me permites una crítica... Muy barato viaja Itziar, con 100€ ahora mismo no se va a ningún lado....

Saludos y gracias.

Hotam
Es verdad jajaja que con 100 hoy día no te da ni para un vaso de agua. Bueno la idea era que ella contara que tenía algo ahorrado y con eso le bastaba.
Me alegro mucho que te guste como va el relato.
Un abrazo 🤗
 
Capítulo 8


La Navidad había caído sobre la ciudad como un manto de luces, villancicos y postureo desenfrenado. Las calles estaban llenas de un frío húmedo que se colaba por las rendijas, mezclado con el olor a castañas asadas, perfume caro y el bullicio de las multitudes en los centros comerciales. Itziar, igual de caprichosa y un armario repleto de trofeos como el bolso Michael Kors, seguía siendo la reina pija que sabía cómo salirse con la suya. El verano, con sus fiestas en Ibiza, las fotos en la playa que habían reventado el insta, y los billetes arrugados de Ricardo, era ya un recuerdo lejano. Ahora, en diciembre, con los escaparates brillando y las listas de regalos circulando, Itziar tenía un nuevo capricho: unas gafas de sol Gucci, negras, con cristales polarizados y un logo dorado que gritaba lujo. Costaban 350 euros, más de lo que podía sacar de su cuenta o de los morros de Maite, su madre, que seguía con su rollo de “gánatelo tú”. Joder, siempre la misma historia, le gustaría ver la cara de su madre cuando se enterara de que su cuerpo pagaba sus caprichos, que se follaba a su cuñado y que su niña es una zorrita.

Estaba en su cuarto, sentada en la cama con un pijama de satén rosa, mirando las fotos de las gafas en la web de la tienda. Eran perfectas para el postureo, perfectas para ella. Pero la pasta no caía del cielo, y Álvaro, aunque era un cielo, no tenía ni idea de cómo financiar sus caprichos y llegaba donde llegaba. Itziar suspiró, mordiéndose el labio, y abrió WhatsApp. La conversación con Ricardo estaba ahí, con el último mensaje de hacía meses, después de aquella noche en el descampado. “Eres una zorra”, le había dicho, con un cachete en el culo que todavía le resonaba. La idea de escribirle le daba un nudo en el estómago, pero también un cosquilleo que no podía ignorar. Era un cerdo, pero útil. Y, joder, cada vez que hablaban, sentía ese subidón de poder, de saber que lo tenía en la palma de la mano, aunque él pensara lo contrario. Era un juego donde ambos ganaban, ella la pasta y el su cuerpo.

Tecleó rápido, sin pensarlo demasiado: “Oye, Richi, te apetece un café? Necesito hablar de una cosa”. Pulsó enviar y dejó el móvil en la mesilla, con el corazón latiéndole un poco más rápido. La respuesta llegó en diez minutos: “Joder, princesa, cuánto tiempo. Mañana a las 4 en el bar de siempre? Qué quieres, otro bolso?”. Itziar sonrió, mordiéndose el labio cómo hacía siempre. “Cállate, gilipollas. Ahí estaré”, respondió, y se metió bajo las sábanas, con la sensación de que algo nuevo y morboso se avecinaba.


Al día siguiente, el bar estaba más tranquilo que en verano, con las mesas medio vacías y un árbol de Navidad cutre en una esquina, parpadeando con luces de colores. El aire olía a café, a canela de los postres navideños y al humo de los cigarros que algunos fumaban fuera. Itziar llegó con un abrigo negro que le llegaba a las rodillas, unos vaqueros ajustados que marcaban el culo, y un jersey rojo que dejaba un hombro al aire, con la tira del sujetador negro asomando justo lo suficiente. Ricardo estaba en la misma mesa de siempre, con una cerveza en la mano, una cazadora de cuero y un jersey que se le pegaba al pecho. Su barba seguía con ese toque de canas, y sus ojos tenían el mismo brillo cabrón, aunque ahora había algo más, una familiaridad que hacía que sus piques fueran casi cómodos.

—Llegas tarde, reina —dijo, con una sonrisa torcida, mientras ella se sentaba frente a él.

—Cállate, que he tenido que pelearme con el tráfico, cada vez es más difícil aparcar en el centro —replicó Itziar, quitándose el abrigo y colgándolo en la silla. Pidió un café con leche al camarero, un tío con pinta de aburrido, y se recostó, cruzando los brazos bajo las tetas, sabiendo que él lo notaría.

—Estás guapa sobri —dijo Ricardo, dando un trago a la cerveza—. ¿Qué tal tu novio? ¿Sigue siendo el niño bueno que no sabe lo que tienes entre manos?

Itziar se rió, mirándolo con esa cara que ponía que a Ricardo le ponía malo. —Álvaro está bien. Es majo, me lleva a cenar, me hace reír. Pero, joder, no tiene ni idea de cómo pagar mis caprichos, llega donde llega —dijo, con una sonrisa que era mitad broma, mitad verdad—. ¿Y tú? ¿Cómo está el bebé? ¿Ya te tiene loco? Espero que no sea un cabrón como su padre.

Ricardo sonrió, con un brillo de orgullo que no esperaba. —Pablo es un terremoto. No duerme una mierda, pero es una pasada. Laura está todo el día con él, así que yo me escapo cuando puedo —dijo, guiñándole un ojo—. Aunque, joder, ser padre es un curro. ¿Y tú, qué tal? Además de querer sacarme pasta, claro.

Itziar se rió, dando un sorbo al café. —Pues mira, me estoy haciendo el láser —dijo, señalándose las piernas con un gesto casual—. Adiós al pelo para siempre. Es un coñazo, pero merece la pena. Ya voy por la tercera sesión, y se nota. Después me haré el coño y el culo.

—Joder, nena, siempre perfeccionándote —dijo Ricardo, con una risa grave—. Aunque no te hace falta, que ya estás para comerte.

—Cállate, cerdo —replicó ella, pero la confianza entre ellos era palpable, como si cada encuentro los hubiera llevado a un terreno donde podían hablar de cualquier cosa, desde el láser hasta el bebé, sin perder el filo de sus piques—. Venga, suelta, ¿qué tal te va con Laura? ¿O sigues babeando por las tetas de mi madre?

Ricardo se rió, inclinándose hacia ella. —Tu madre es un chotazo, no lo niego. La vi el otro día en el súper, con sus tacones y su escote. Joder, esas tetas son de otro nivel ¿que talla de sujetador lleva? —dijo, con un guiño—. Pero tu tía, ya sabes, es un cielo. Aunque, ya sabes, a veces necesito un poco de… diversión.

Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una risita. —Eres un guarro degenerado —dijo, tamborileando los dedos en la mesa—. Mi madre lleva una 105 o 110 de tetas, dependiendo del suje. Pero hablando de diversión, necesito pasta. Quiero unas gafas de sol Gucci, son una pasada, pero valen un ojo de la cara. Trescientos pavos, más o menos. Y mi madre, la reina de las ratas, no suelta ni un euro.

Ricardo alzó una ceja, con una sonrisa que era puro morbo. —Trescientos pavos, ¿eh? Puedo dártelos, pero ya sabes cómo va esto, princesita. Nada es gratis. Sabes que tu chochito aún no me lo he follado.

Itziar suspiró, aunque el corazón le dio un vuelco, aunque se lo esperaba porque ya se lo dijo en el descampado.

Él se rió, inclinándose más cerca, con la voz baja y cargada de intención. Le encantaba cuando se hacía la dura. —Pues eso, quiero tu coño, putita. Quiero follarte como está mandado, no solo mamadas o por detrás. Trescientos pavos, y me dejas metértela.

Itziar sintió un calor subiéndole por el pecho, una mezcla de rabia, morbo y algo que no podía nombrar. Lo miró, con los ojos verdes brillando de desafío. —Vale, pero con condón —dijo, firme—. No quiero problemas, ni embarazos ni hostias. ¿Entendido?

Ricardo sonrió, con esa calma de quien sabe que puede negociar. —Sin condón, guapa. Termino fuera, te lo juro. Quiero sentirte de verdad, nada de goma. Y si no, no hay gafas.

—Venga va, no me jodas. ¿Y si te corres sin querer?. Con globo Ricardo.

—Sin globo niña, de verdad te lo prometo que tengo cuidado, hazme caso. No voy a apurar hasta el final, cuando noté que me corro me salgo antes.

Ella lo miró, con la mandíbula tensa, y por un segundo pensó en mandarlo a la mierda. Pero luego pensó en las gafas, en el brillo del logo Gucci, en la cara de envidia de Lucía, en el bolso que ya tenía gracias a él. Y, joder, una parte de ella quería saber cómo sería, quería sentirlo, aunque fuera por el dinero. —Eres un puto enfermo —dijo, pero su voz no tenía fuerza, y él lo notó—. Vale, me follas sin condón, pero como no te corras fuera, te juro que te mato.

Ricardo se rió, con una satisfacción que era puro veneno. —Trato hecho —dijo, levantando la cerveza como si brindara—. Pero antes, tengo un regalito para ti. Entonces, Ricardo sacó una cajita negra del bolsillo de la cazadora y la deslizó por la mesa, con una sonrisa que era pura provocación.

Itziar frunció el ceño, cogiendo la caja con dedos cuidadosos, como si pudiera morder. La abrió y encontró un vibrador pequeño, rosa, con un diseño elegante, hecho de silicona suave con un acabado mate. Sus ojos se abrieron, y un calor le subió por las mejillas, mezcla de incredulidad y un morbo que no podía ignorar.

—¿Qué coño es esto? —preguntó, aunque ya lo sabía, cerrando la caja rápido y mirando alrededor, asegurándose de que nadie en las mesas cercanas —una pareja mayor y un tío leyendo el periódico— hubiera visto nada.

Ricardo se rió, sacando su móvil y enseñándole una app con un diseño minimalista, con controles de intensidad y patrones de vibración. —Es un vibrador. Se conecta a mi móvil —dijo, deslizando el dedo por la pantalla, con un guiño que era puro veneno—. Quiero que te lo metas ahora mismo. En el baño. Y vamos a jugar mientras estamos aquí, en la cafetería.

Itziar lo miró, con la boca entreabierta, atrapada entre la indignación y un cosquilleo que le bajaba por el vientre. —Eres un puto enfermo —siseó, pero su voz temblaba un poco, y él lo notó. La idea era una locura, pero también un desafío, y ella nunca había sido de las que se echaban atrás. Además, el vibrador, con su promesa de placer controlado por él, en un sitio donde cualquiera podía sospechar, le daba un subidón que no podía negar. Se mordió el labio, mirando la caja, y luego a Ricardo, cuyos ojos brillaban con una mezcla de diversión y lujuria.

—Que cabrón —murmuró, cogiendo la caja y metiéndola en el bolso con un movimiento rápido—. Pero como alguien se dé cuenta, me muero de vergüenza, capullo.

Ricardo se rió, dando un trago a la cerveza. —Tranquila, peque. Disfruta sobre —dijo, abriendo la app y apoyando el móvil en la mesa, como si fuera lo más normal del mundo.

Itziar se levantó, con el corazón latiéndole en la garganta, y caminó hacia el baño, con los vaqueros marcando cada paso y el jersey rojo resbalándole un poco más por el hombro. El baño era un cubículo pequeño, con azulejos blancos que olían a desinfectante y un jabón líquido barato en el lavabo. Cerró la puerta con pestillo, sintiendo el aire frío contra la piel, y se apoyó en la pared, respirando hondo. Sacó el vibrador, suave y frío al tacto, y se bajó los vaqueros y las braguitas negras hasta los tobillos, sentándose en el váter, con el plástico frío contra su culo. El coño ya estaba húmedo, solo por la idea de lo que iba a pasar, y el vibrador entró fácil, ajustándose contra su clítoris y la pared interna, con una presión que le arrancó un jadeo bajo. Lo colocó bien, asegurándose de que no se moviera, y se subió la ropa, con el corazón latiéndole tan fuerte que lo sentía en los oídos. Se lavó las manos, se miró en el espejo —el eyeliner perfecto, el gloss brillando— y salió, con una calma fingida que no engañaba a nadie, mucho menos a Ricardo.

—Listo —dijo, sentándose frente a él, cruzando las piernas con cuidado, sintiendo el vibrador dentro, una presencia constante que la mantenía al borde. Cogió su café con leche, que ya estaba tibio, y dio un sorbo, intentando actuar normal, aunque el calor en sus mejillas la delataba.

Ricardo sonrió, con una calma que era casi insultante, y cogió su móvil. —A ver qué tal, nena —dijo, pulsando la pantalla con el dedo. El vibrador cobró vida, con una vibración suave, un zumbido bajo que le golpeó el clítoris, haciéndola tensarse en la silla. Contuvo un jadeo, apretando los muslos bajo la mesa, y lo miró, con los ojos verdes brillando de rabia y algo más, algo que él reconoció al instante.

—Joder, Ricardo —siseó, con la voz baja, clavando las uñas en la mesa, donde una servilleta de papel se arrugó un poco. La cafetería seguía con su ruido de fondo: tazas chocando, la pareja mayor hablando de las noticias, el camarero limpiando la barra con un trapo. Pero para Itziar, el mundo se reducía a la vibración, a la presión en su coño, a la mirada de Ricardo, que deslizaba el dedo por la pantalla como si estuviera tocando su piel.

—Qué cara, putita —dijo él, con la voz baja, casi un susurro, inclinándose un poco hacia ella—. ¿Te gusta?

—Cállate, cerdo —murmuró, pero su voz temblaba, y el vibrador subió de intensidad, un pulso constante que le hacía apretar los dientes para no gemir. Se recostó en la silla, intentando mantener la postura, con una mano en el café y la otra en el regazo, apretando el muslo para controlarse. La vibración era precisa, golpeando justo donde más lo sentía, y el calor le subía por el pecho, haciéndole la piel sensible, los pezones duros bajo el jersey. Miró alrededor, paranoica, pero nadie parecía notar nada: la pareja seguía charlando, el tío del periódico pasaba una página, el camarero tarareaba una canción navideña.

Ricardo, con una sonrisa que era puro veneno, cambió el patrón en la app, haciendo que el vibrador alternara entre pulsos rápidos y una vibración más lenta, profunda, que le llegaba hasta el alma. Itziar se mordió el labio, tan fuerte que temió hacerse sangre, y bajó la mirada al café, fingiendo interés en la taza, aunque sus manos temblaban ligeramente. —Para, joder —siseó, pero no había fuerza en su voz, solo una súplica que él ignoró.

—No pienso parar —dijo, subiendo la intensidad otra vez, con los ojos fijos en su cara, buscando cada microexpresión: el rubor en las mejillas, el brillo en los ojos, la forma en que su boca se entreabría un instante antes de cerrarse. Itziar apretó los muslos más fuerte, cruzando las piernas con tanta fuerza que la silla crujió, y se llevó la mano a la boca, fingiendo un bostezo para tapar un jadeo que se le escapó. El vibrador pulsaba ahora en un ritmo rápido, como un latido, y el placer crecía, un calor que le subía por el vientre, haciendo que su coño se contrajera alrededor del juguete.

—Ricardo, por favor —murmuró, con la voz rota, inclinándose hacia adelante, como si quisiera acercarse al café, pero en realidad intentando esconder el temblor de sus hombros. Él sonrió, deslizando el dedo por la pantalla, y el vibrador cambió a un patrón de olas, subiendo y bajando, llevándola al borde y luego retrocediendo, una tortura que la hacía sudar bajo el jersey. Itziar cerró los ojos un segundo, respirando hondo, intentando contar hasta diez, pero el placer era demasiado, y su cuerpo la traicionaba. Abrió los ojos, mirando a Ricardo, con una mezcla de odio y súplica, y él subió la intensidad al máximo, sin piedad.

—Vamos, princesita, córrete para mí —susurró, con la voz baja, asegurándose de que solo ella lo oyera. Itziar sintió el orgasmo acercarse, un tsunami que no podía parar, y se agarró a la mesa. Intentó disimular, cogiendo el café con una mano temblorosa, llevándoselo a los labios, pero el líquido se derramó un poco, salpicando la mesa. Su cuerpo se tensó, los muslos apretados, el coño palpitando alrededor del vibrador, y el orgasmo la golpeó, un calor que le explotó en el vientre, subiéndole por el pecho, haciéndola jadear. Cubrió el sonido con una tos fingida, fuerte, que hizo que el tío del periódico levantara la vista un segundo antes de volver a su lectura.

Itziar se inclinó hacia adelante, con la frente casi tocando la mesa, respirando entrecortada, con el pelo castaño cayéndole sobre la cara, escondiendo el rubor que le quemaba las mejillas. Sus piernas temblaban bajo la mesa, y el vibrador seguía zumbando, sacándole espasmos pequeños que la hacían morderse el labio para no gemir. Miró a Ricardo, con los ojos vidriosos, y siseó: —Apaga eso, joder, ya está.

Ricardo se rió, pulsando un botón en la app para bajar la intensidad hasta detenerlo, dejando solo un leve cosquilleo que la mantenía sensible. —Joder, qué espectáculo —dijo, con una satisfacción que era puro veneno, recostándose en la silla como si acabara de ganar una partida—. Nadie se ha dado cuenta, tranquila. Eres una actriz de Oscar.

Itziar respiró hondo, enderezándose, con el cuerpo todavía temblando, y se ajustó el jersey, sintiendo la humedad en las bragas, que lo mismo hasta habría mojado los pantalones, menos mal que llevaba un abrigo largo. El vibrador todavía dentro, una presencia que la hacía consciente de cada movimiento. —Eres un hijo de puta —dijo, con la voz baja, pero no había rabia, solo esa complicidad que se había colado entre ellos. Cogió una servilleta, limpiando el café derramado, y lo miró, con una sonrisa torcida que era puro desafío—. De esto te acuerdas, cerdo.

Ricardo alzó la cerveza, con un guiño. —¿Te ha gustado,eh? —dijo, guardando el móvil—. Te escribo luego para concretar lo nuestro. Disfruta del juguetito. Es mi regalo de Navidad.

Ella le sacó el dedo, pero no dijo nada más. Se quedó un momento en la cafetería, con el café frío y el cuerpo sensible, intentando recomponerse, con el vibrador todavía dentro y el recuerdo del orgasmo quemándole la piel. Joder, Ricardo era un cerdo, pero sabía cómo jugar. Y ella, aunque no lo admitiera, también.


Esa noche, Itziar estaba en su cuarto, con el móvil para escribir a Ricardo.

Itziar (21:03): Oye, capullo, dónde lo hacemos? Tu casa o qué? Quiero esos 300 pavos, así que no me falles.

Ricardo (21:05): Joder, princesa, qué directa. En mi casa no puede ser, Laura y el crío están siempre. Qué tal en la tuya? En tu cama, para que tenga más morbo. 😈

Itziar (21:07): Eres un puto enfermo, lo sabías? Vale, en mi casa, pero mis padres no pueden enterarse. Y en mi cama, joder, qué obsesión tienes. 😒 Prepárate, que te voy a dejar seco por esos 300.

Ricardo (21:09): Seco, dice. Zorra, te voy a follar tan duro que vas a suplicar más. Tengo unas ganas de metértela que no me aguanto. Ese coño tuyo me tiene loco desde que lo vi. 😏

Itziar (21:11): Cállate, guarro, que te embalas. 😆 Mira, este sábado no puede ser, me tiene que bajar la regla. Tiene que ser otro día. Elige uno y no me hagas esperar, que quiero mis gafas Gucci ya.

Ricardo (21:13): ¿La regla? Joder, me la suda. Te follaría hasta con la regla, putita. Ese coño tiene que estar igual de rico, rojo o no. 😈 Venga, dime que sí y lo hacemos el sábado, que estoy que me subo por las paredes.

Itziar (21:15): Eres un guarro degenerado, Ricardo, en serio. 🤮 Ni de coña, con la regla no, que es un puto desastre. Espera al viernes que viene, a las 7. Mis padres se van al pueblo y la casa está libre. Pero te lo digo ya: sin condón, vale, pero te corres fuera, ¿entendido?

Ricardo (21:17): Joder, qué mandona. Vale, el viernes a las 7, en tu cama. Y tranquila que me correré fuera. No quiero ser otra vez papá. ¿dónde quieres que me corra? En esas tetas ricas, en el la rajita del culete, en la cara? 😏 Dime, que me estoy poniendo malo solo de pensarlo.

Itziar (21:20): Madre mía, eres un cerdo nivel experto. 😆 Me da igual donde, pero fuera del coño, que no quiero líos. En la cara, en las tetas, en el culo, donde te dé la gana, pero ni una gota dentro, ¿vale? Y ponte colonia, que la última vez olías a tabaco.

Ricardo (21:22): Ja ja, qué pija eres, cabrona. Tranquila, me echaré la colonia buena, la que te pone cachonda. 😏 Y vale, me correré en… tu cara, que me va a flipar verte con mi leche. Prepárate, zorra, que el viernes te voy a abrir ese coño como nunca. Vas a gemir tan alto que despertarás al vecino.

Itziar (21:24): Vete a la mierda, capullo. 😜 Vas a flipar tú cuando me folles. Pero te lo repito: fuera, Ricardo, o te corto los huevos. Nos vemos el viernes, no llegues tarde, que odio esperar. 😘

Ricardo (21:26): Joder, qué carácter. Vale, el viernes a las 7, puntual como un reloj. Ponte algo sexy, que quiero babear antes de follarte. Y depiladita que te quiero bien limpia. 😈 Nos vemos, zorra.

Itziar (21:28): Eres lo peor, en serio. 😆 Nos vemos, cerdo. Y dúchate, que no quiero oler a gimnasio. 😝

El viernes estaba a la vuelta de la esquina, y con él, la promesa de los trescientos euros, las gafas Gucci, y un nuevo límite que Itziar estaba a punto de cruzar. Pero por ahora, se quedó en su cuarto, con el vibrador guardado en la mesilla y el recuerdo del orgasmo en la cafetería todavía fresco. Ricardo era un cerdo, pero joder, sabía cómo jugar. Y ella, aunque no lo admitiera, también.


Continuará…
 
Capítulo 8


La Navidad había caído sobre la ciudad como un manto de luces, villancicos y postureo desenfrenado. Las calles estaban llenas de un frío húmedo que se colaba por las rendijas, mezclado con el olor a castañas asadas, perfume caro y el bullicio de las multitudes en los centros comerciales. Itziar, igual de caprichosa y un armario repleto de trofeos como el bolso Michael Kors, seguía siendo la reina pija que sabía cómo salirse con la suya. El verano, con sus fiestas en Ibiza, las fotos en la playa que habían reventado el insta, y los billetes arrugados de Ricardo, era ya un recuerdo lejano. Ahora, en diciembre, con los escaparates brillando y las listas de regalos circulando, Itziar tenía un nuevo capricho: unas gafas de sol Gucci, negras, con cristales polarizados y un logo dorado que gritaba lujo. Costaban 350 euros, más de lo que podía sacar de su cuenta o de los morros de Maite, su madre, que seguía con su rollo de “gánatelo tú”. Joder, siempre la misma historia, le gustaría ver la cara de su madre cuando se enterara de que su cuerpo pagaba sus caprichos, que se follaba a su cuñado y que su niña es una zorrita.

Estaba en su cuarto, sentada en la cama con un pijama de satén rosa, mirando las fotos de las gafas en la web de la tienda. Eran perfectas para el postureo, perfectas para ella. Pero la pasta no caía del cielo, y Álvaro, aunque era un cielo, no tenía ni idea de cómo financiar sus caprichos y llegaba donde llegaba. Itziar suspiró, mordiéndose el labio, y abrió WhatsApp. La conversación con Ricardo estaba ahí, con el último mensaje de hacía meses, después de aquella noche en el descampado. “Eres una zorra”, le había dicho, con un cachete en el culo que todavía le resonaba. La idea de escribirle le daba un nudo en el estómago, pero también un cosquilleo que no podía ignorar. Era un cerdo, pero útil. Y, joder, cada vez que hablaban, sentía ese subidón de poder, de saber que lo tenía en la palma de la mano, aunque él pensara lo contrario. Era un juego donde ambos ganaban, ella la pasta y el su cuerpo.

Tecleó rápido, sin pensarlo demasiado: “Oye, Richi, te apetece un café? Necesito hablar de una cosa”. Pulsó enviar y dejó el móvil en la mesilla, con el corazón latiéndole un poco más rápido. La respuesta llegó en diez minutos: “Joder, princesa, cuánto tiempo. Mañana a las 4 en el bar de siempre? Qué quieres, otro bolso?”. Itziar sonrió, mordiéndose el labio cómo hacía siempre. “Cállate, gilipollas. Ahí estaré”, respondió, y se metió bajo las sábanas, con la sensación de que algo nuevo y morboso se avecinaba.


Al día siguiente, el bar estaba más tranquilo que en verano, con las mesas medio vacías y un árbol de Navidad cutre en una esquina, parpadeando con luces de colores. El aire olía a café, a canela de los postres navideños y al humo de los cigarros que algunos fumaban fuera. Itziar llegó con un abrigo negro que le llegaba a las rodillas, unos vaqueros ajustados que marcaban el culo, y un jersey rojo que dejaba un hombro al aire, con la tira del sujetador negro asomando justo lo suficiente. Ricardo estaba en la misma mesa de siempre, con una cerveza en la mano, una cazadora de cuero y un jersey que se le pegaba al pecho. Su barba seguía con ese toque de canas, y sus ojos tenían el mismo brillo cabrón, aunque ahora había algo más, una familiaridad que hacía que sus piques fueran casi cómodos.

—Llegas tarde, reina —dijo, con una sonrisa torcida, mientras ella se sentaba frente a él.

—Cállate, que he tenido que pelearme con el tráfico, cada vez es más difícil aparcar en el centro —replicó Itziar, quitándose el abrigo y colgándolo en la silla. Pidió un café con leche al camarero, un tío con pinta de aburrido, y se recostó, cruzando los brazos bajo las tetas, sabiendo que él lo notaría.

—Estás guapa sobri —dijo Ricardo, dando un trago a la cerveza—. ¿Qué tal tu novio? ¿Sigue siendo el niño bueno que no sabe lo que tienes entre manos?

Itziar se rió, mirándolo con esa cara que ponía que a Ricardo le ponía malo. —Álvaro está bien. Es majo, me lleva a cenar, me hace reír. Pero, joder, no tiene ni idea de cómo pagar mis caprichos, llega donde llega —dijo, con una sonrisa que era mitad broma, mitad verdad—. ¿Y tú? ¿Cómo está el bebé? ¿Ya te tiene loco? Espero que no sea un cabrón como su padre.

Ricardo sonrió, con un brillo de orgullo que no esperaba. —Pablo es un terremoto. No duerme una mierda, pero es una pasada. Laura está todo el día con él, así que yo me escapo cuando puedo —dijo, guiñándole un ojo—. Aunque, joder, ser padre es un curro. ¿Y tú, qué tal? Además de querer sacarme pasta, claro.

Itziar se rió, dando un sorbo al café. —Pues mira, me estoy haciendo el láser —dijo, señalándose las piernas con un gesto casual—. Adiós al pelo para siempre. Es un coñazo, pero merece la pena. Ya voy por la tercera sesión, y se nota. Después me haré el coño y el culo.

—Joder, nena, siempre perfeccionándote —dijo Ricardo, con una risa grave—. Aunque no te hace falta, que ya estás para comerte.

—Cállate, cerdo —replicó ella, pero la confianza entre ellos era palpable, como si cada encuentro los hubiera llevado a un terreno donde podían hablar de cualquier cosa, desde el láser hasta el bebé, sin perder el filo de sus piques—. Venga, suelta, ¿qué tal te va con Laura? ¿O sigues babeando por las tetas de mi madre?

Ricardo se rió, inclinándose hacia ella. —Tu madre es un chotazo, no lo niego. La vi el otro día en el súper, con sus tacones y su escote. Joder, esas tetas son de otro nivel ¿que talla de sujetador lleva? —dijo, con un guiño—. Pero tu tía, ya sabes, es un cielo. Aunque, ya sabes, a veces necesito un poco de… diversión.

Itziar puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una risita. —Eres un guarro degenerado —dijo, tamborileando los dedos en la mesa—. Mi madre lleva una 105 o 110 de tetas, dependiendo del suje. Pero hablando de diversión, necesito pasta. Quiero unas gafas de sol Gucci, son una pasada, pero valen un ojo de la cara. Trescientos pavos, más o menos. Y mi madre, la reina de las ratas, no suelta ni un euro.

Ricardo alzó una ceja, con una sonrisa que era puro morbo. —Trescientos pavos, ¿eh? Puedo dártelos, pero ya sabes cómo va esto, princesita. Nada es gratis. Sabes que tu chochito aún no me lo he follado.

Itziar suspiró, aunque el corazón le dio un vuelco, aunque se lo esperaba porque ya se lo dijo en el descampado.

Él se rió, inclinándose más cerca, con la voz baja y cargada de intención. Le encantaba cuando se hacía la dura. —Pues eso, quiero tu coño, putita. Quiero follarte como está mandado, no solo mamadas o por detrás. Trescientos pavos, y me dejas metértela.

Itziar sintió un calor subiéndole por el pecho, una mezcla de rabia, morbo y algo que no podía nombrar. Lo miró, con los ojos verdes brillando de desafío. —Vale, pero con condón —dijo, firme—. No quiero problemas, ni embarazos ni hostias. ¿Entendido?

Ricardo sonrió, con esa calma de quien sabe que puede negociar. —Sin condón, guapa. Termino fuera, te lo juro. Quiero sentirte de verdad, nada de goma. Y si no, no hay gafas.

—Venga va, no me jodas. ¿Y si te corres sin querer?. Con globo Ricardo.

—Sin globo niña, de verdad te lo prometo que tengo cuidado, hazme caso. No voy a apurar hasta el final, cuando noté que me corro me salgo antes.

Ella lo miró, con la mandíbula tensa, y por un segundo pensó en mandarlo a la mierda. Pero luego pensó en las gafas, en el brillo del logo Gucci, en la cara de envidia de Lucía, en el bolso que ya tenía gracias a él. Y, joder, una parte de ella quería saber cómo sería, quería sentirlo, aunque fuera por el dinero. —Eres un puto enfermo —dijo, pero su voz no tenía fuerza, y él lo notó—. Vale, me follas sin condón, pero como no te corras fuera, te juro que te mato.

Ricardo se rió, con una satisfacción que era puro veneno. —Trato hecho —dijo, levantando la cerveza como si brindara—. Pero antes, tengo un regalito para ti. Entonces, Ricardo sacó una cajita negra del bolsillo de la cazadora y la deslizó por la mesa, con una sonrisa que era pura provocación.

Itziar frunció el ceño, cogiendo la caja con dedos cuidadosos, como si pudiera morder. La abrió y encontró un vibrador pequeño, rosa, con un diseño elegante, hecho de silicona suave con un acabado mate. Sus ojos se abrieron, y un calor le subió por las mejillas, mezcla de incredulidad y un morbo que no podía ignorar.

—¿Qué coño es esto? —preguntó, aunque ya lo sabía, cerrando la caja rápido y mirando alrededor, asegurándose de que nadie en las mesas cercanas —una pareja mayor y un tío leyendo el periódico— hubiera visto nada.

Ricardo se rió, sacando su móvil y enseñándole una app con un diseño minimalista, con controles de intensidad y patrones de vibración. —Es un vibrador. Se conecta a mi móvil —dijo, deslizando el dedo por la pantalla, con un guiño que era puro veneno—. Quiero que te lo metas ahora mismo. En el baño. Y vamos a jugar mientras estamos aquí, en la cafetería.

Itziar lo miró, con la boca entreabierta, atrapada entre la indignación y un cosquilleo que le bajaba por el vientre. —Eres un puto enfermo —siseó, pero su voz temblaba un poco, y él lo notó. La idea era una locura, pero también un desafío, y ella nunca había sido de las que se echaban atrás. Además, el vibrador, con su promesa de placer controlado por él, en un sitio donde cualquiera podía sospechar, le daba un subidón que no podía negar. Se mordió el labio, mirando la caja, y luego a Ricardo, cuyos ojos brillaban con una mezcla de diversión y lujuria.

—Que cabrón —murmuró, cogiendo la caja y metiéndola en el bolso con un movimiento rápido—. Pero como alguien se dé cuenta, me muero de vergüenza, capullo.

Ricardo se rió, dando un trago a la cerveza. —Tranquila, peque. Disfruta sobre —dijo, abriendo la app y apoyando el móvil en la mesa, como si fuera lo más normal del mundo.

Itziar se levantó, con el corazón latiéndole en la garganta, y caminó hacia el baño, con los vaqueros marcando cada paso y el jersey rojo resbalándole un poco más por el hombro. El baño era un cubículo pequeño, con azulejos blancos que olían a desinfectante y un jabón líquido barato en el lavabo. Cerró la puerta con pestillo, sintiendo el aire frío contra la piel, y se apoyó en la pared, respirando hondo. Sacó el vibrador, suave y frío al tacto, y se bajó los vaqueros y las braguitas negras hasta los tobillos, sentándose en el váter, con el plástico frío contra su culo. El coño ya estaba húmedo, solo por la idea de lo que iba a pasar, y el vibrador entró fácil, ajustándose contra su clítoris y la pared interna, con una presión que le arrancó un jadeo bajo. Lo colocó bien, asegurándose de que no se moviera, y se subió la ropa, con el corazón latiéndole tan fuerte que lo sentía en los oídos. Se lavó las manos, se miró en el espejo —el eyeliner perfecto, el gloss brillando— y salió, con una calma fingida que no engañaba a nadie, mucho menos a Ricardo.

—Listo —dijo, sentándose frente a él, cruzando las piernas con cuidado, sintiendo el vibrador dentro, una presencia constante que la mantenía al borde. Cogió su café con leche, que ya estaba tibio, y dio un sorbo, intentando actuar normal, aunque el calor en sus mejillas la delataba.

Ricardo sonrió, con una calma que era casi insultante, y cogió su móvil. —A ver qué tal, nena —dijo, pulsando la pantalla con el dedo. El vibrador cobró vida, con una vibración suave, un zumbido bajo que le golpeó el clítoris, haciéndola tensarse en la silla. Contuvo un jadeo, apretando los muslos bajo la mesa, y lo miró, con los ojos verdes brillando de rabia y algo más, algo que él reconoció al instante.

—Joder, Ricardo —siseó, con la voz baja, clavando las uñas en la mesa, donde una servilleta de papel se arrugó un poco. La cafetería seguía con su ruido de fondo: tazas chocando, la pareja mayor hablando de las noticias, el camarero limpiando la barra con un trapo. Pero para Itziar, el mundo se reducía a la vibración, a la presión en su coño, a la mirada de Ricardo, que deslizaba el dedo por la pantalla como si estuviera tocando su piel.

—Qué cara, putita —dijo él, con la voz baja, casi un susurro, inclinándose un poco hacia ella—. ¿Te gusta?

—Cállate, cerdo —murmuró, pero su voz temblaba, y el vibrador subió de intensidad, un pulso constante que le hacía apretar los dientes para no gemir. Se recostó en la silla, intentando mantener la postura, con una mano en el café y la otra en el regazo, apretando el muslo para controlarse. La vibración era precisa, golpeando justo donde más lo sentía, y el calor le subía por el pecho, haciéndole la piel sensible, los pezones duros bajo el jersey. Miró alrededor, paranoica, pero nadie parecía notar nada: la pareja seguía charlando, el tío del periódico pasaba una página, el camarero tarareaba una canción navideña.

Ricardo, con una sonrisa que era puro veneno, cambió el patrón en la app, haciendo que el vibrador alternara entre pulsos rápidos y una vibración más lenta, profunda, que le llegaba hasta el alma. Itziar se mordió el labio, tan fuerte que temió hacerse sangre, y bajó la mirada al café, fingiendo interés en la taza, aunque sus manos temblaban ligeramente. —Para, joder —siseó, pero no había fuerza en su voz, solo una súplica que él ignoró.

—No pienso parar —dijo, subiendo la intensidad otra vez, con los ojos fijos en su cara, buscando cada microexpresión: el rubor en las mejillas, el brillo en los ojos, la forma en que su boca se entreabría un instante antes de cerrarse. Itziar apretó los muslos más fuerte, cruzando las piernas con tanta fuerza que la silla crujió, y se llevó la mano a la boca, fingiendo un bostezo para tapar un jadeo que se le escapó. El vibrador pulsaba ahora en un ritmo rápido, como un latido, y el placer crecía, un calor que le subía por el vientre, haciendo que su coño se contrajera alrededor del juguete.

—Ricardo, por favor —murmuró, con la voz rota, inclinándose hacia adelante, como si quisiera acercarse al café, pero en realidad intentando esconder el temblor de sus hombros. Él sonrió, deslizando el dedo por la pantalla, y el vibrador cambió a un patrón de olas, subiendo y bajando, llevándola al borde y luego retrocediendo, una tortura que la hacía sudar bajo el jersey. Itziar cerró los ojos un segundo, respirando hondo, intentando contar hasta diez, pero el placer era demasiado, y su cuerpo la traicionaba. Abrió los ojos, mirando a Ricardo, con una mezcla de odio y súplica, y él subió la intensidad al máximo, sin piedad.

—Vamos, princesita, córrete para mí —susurró, con la voz baja, asegurándose de que solo ella lo oyera. Itziar sintió el orgasmo acercarse, un tsunami que no podía parar, y se agarró a la mesa. Intentó disimular, cogiendo el café con una mano temblorosa, llevándoselo a los labios, pero el líquido se derramó un poco, salpicando la mesa. Su cuerpo se tensó, los muslos apretados, el coño palpitando alrededor del vibrador, y el orgasmo la golpeó, un calor que le explotó en el vientre, subiéndole por el pecho, haciéndola jadear. Cubrió el sonido con una tos fingida, fuerte, que hizo que el tío del periódico levantara la vista un segundo antes de volver a su lectura.

Itziar se inclinó hacia adelante, con la frente casi tocando la mesa, respirando entrecortada, con el pelo castaño cayéndole sobre la cara, escondiendo el rubor que le quemaba las mejillas. Sus piernas temblaban bajo la mesa, y el vibrador seguía zumbando, sacándole espasmos pequeños que la hacían morderse el labio para no gemir. Miró a Ricardo, con los ojos vidriosos, y siseó: —Apaga eso, joder, ya está.

Ricardo se rió, pulsando un botón en la app para bajar la intensidad hasta detenerlo, dejando solo un leve cosquilleo que la mantenía sensible. —Joder, qué espectáculo —dijo, con una satisfacción que era puro veneno, recostándose en la silla como si acabara de ganar una partida—. Nadie se ha dado cuenta, tranquila. Eres una actriz de Oscar.

Itziar respiró hondo, enderezándose, con el cuerpo todavía temblando, y se ajustó el jersey, sintiendo la humedad en las bragas, que lo mismo hasta habría mojado los pantalones, menos mal que llevaba un abrigo largo. El vibrador todavía dentro, una presencia que la hacía consciente de cada movimiento. —Eres un hijo de puta —dijo, con la voz baja, pero no había rabia, solo esa complicidad que se había colado entre ellos. Cogió una servilleta, limpiando el café derramado, y lo miró, con una sonrisa torcida que era puro desafío—. De esto te acuerdas, cerdo.

Ricardo alzó la cerveza, con un guiño. —¿Te ha gustado,eh? —dijo, guardando el móvil—. Te escribo luego para concretar lo nuestro. Disfruta del juguetito. Es mi regalo de Navidad.

Ella le sacó el dedo, pero no dijo nada más. Se quedó un momento en la cafetería, con el café frío y el cuerpo sensible, intentando recomponerse, con el vibrador todavía dentro y el recuerdo del orgasmo quemándole la piel. Joder, Ricardo era un cerdo, pero sabía cómo jugar. Y ella, aunque no lo admitiera, también.


Esa noche, Itziar estaba en su cuarto, con el móvil para escribir a Ricardo.

Itziar (21:03): Oye, capullo, dónde lo hacemos? Tu casa o qué? Quiero esos 300 pavos, así que no me falles.

Ricardo (21:05): Joder, princesa, qué directa. En mi casa no puede ser, Laura y el crío están siempre. Qué tal en la tuya? En tu cama, para que tenga más morbo. 😈

Itziar (21:07): Eres un puto enfermo, lo sabías? Vale, en mi casa, pero mis padres no pueden enterarse. Y en mi cama, joder, qué obsesión tienes. 😒 Prepárate, que te voy a dejar seco por esos 300.

Ricardo (21:09): Seco, dice. Zorra, te voy a follar tan duro que vas a suplicar más. Tengo unas ganas de metértela que no me aguanto. Ese coño tuyo me tiene loco desde que lo vi. 😏

Itziar (21:11): Cállate, guarro, que te embalas. 😆 Mira, este sábado no puede ser, me tiene que bajar la regla. Tiene que ser otro día. Elige uno y no me hagas esperar, que quiero mis gafas Gucci ya.

Ricardo (21:13): ¿La regla? Joder, me la suda. Te follaría hasta con la regla, putita. Ese coño tiene que estar igual de rico, rojo o no. 😈 Venga, dime que sí y lo hacemos el sábado, que estoy que me subo por las paredes.

Itziar (21:15): Eres un guarro degenerado, Ricardo, en serio. 🤮 Ni de coña, con la regla no, que es un puto desastre. Espera al viernes que viene, a las 7. Mis padres se van al pueblo y la casa está libre. Pero te lo digo ya: sin condón, vale, pero te corres fuera, ¿entendido?

Ricardo (21:17): Joder, qué mandona. Vale, el viernes a las 7, en tu cama. Y tranquila que me correré fuera. No quiero ser otra vez papá. ¿dónde quieres que me corra? En esas tetas ricas, en el la rajita del culete, en la cara? 😏 Dime, que me estoy poniendo malo solo de pensarlo.

Itziar (21:20): Madre mía, eres un cerdo nivel experto. 😆 Me da igual donde, pero fuera del coño, que no quiero líos. En la cara, en las tetas, en el culo, donde te dé la gana, pero ni una gota dentro, ¿vale? Y ponte colonia, que la última vez olías a tabaco.

Ricardo (21:22): Ja ja, qué pija eres, cabrona. Tranquila, me echaré la colonia buena, la que te pone cachonda. 😏 Y vale, me correré en… tu cara, que me va a flipar verte con mi leche. Prepárate, zorra, que el viernes te voy a abrir ese coño como nunca. Vas a gemir tan alto que despertarás al vecino.

Itziar (21:24): Vete a la mierda, capullo. 😜 Vas a flipar tú cuando me folles. Pero te lo repito: fuera, Ricardo, o te corto los huevos. Nos vemos el viernes, no llegues tarde, que odio esperar. 😘

Ricardo (21:26): Joder, qué carácter. Vale, el viernes a las 7, puntual como un reloj. Ponte algo sexy, que quiero babear antes de follarte. Y depiladita que te quiero bien limpia. 😈 Nos vemos, zorra.

Itziar (21:28): Eres lo peor, en serio. 😆 Nos vemos, cerdo. Y dúchate, que no quiero oler a gimnasio. 😝

El viernes estaba a la vuelta de la esquina, y con él, la promesa de los trescientos euros, las gafas Gucci, y un nuevo límite que Itziar estaba a punto de cruzar. Pero por ahora, se quedó en su cuarto, con el vibrador guardado en la mesilla y el recuerdo del orgasmo en la cafetería todavía fresco. Ricardo era un cerdo, pero joder, sabía cómo jugar. Y ella, aunque no lo admitiera, también.


Continuará…
Esperando la follada en su cama..
 

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