Entre la Enfermedad y el Engaño

Buenas, me puedes decir cuál es ese relato que publica a diario, gracias
Y como buscar más relatos de este autor.
Es "Reencuentro con Elena", un relato que publicó Keranos por años, lo terminó por Febrero de este año, fueron más de 900 capítulos publicados de lunes a viernes, tal dedicación parece sobrehumana.:oops::cool:
 
Habrá segunda parte. ¡Saludos y gracias por los comentarios!
Ha pasado largamente más de un año y aún no sabemos si Ana y Edgar han logrado salirse con la suya, en una de esas nuestro enfermo protagonista ha logrado revertir su suerte y ni nos hemos enterado. :oops::rolleyes::cool:
 
Por unos comentarios volví a este hilo y luego de releer este olvidado y espero no despreciado relato, no puedo dejar de comentar el comportamiento de nuestro anónimo protagonista.
Entiendo que su avanzado cáncer lo tenga en un estado de vulnerabilidad anormal, pero ni con eso se justifica su total inacción antes de descubrirlos en pleno acto, pasó por alto una serie de descubrimientos y circunstancias que le mostraron a su esposa en situaciones injustificables, nunca fue capaz de abordarlas con algo de firmeza.
La gran cantidad de llamadas y mensajes cifrados a un mismo número en horarios poco habituales era suficiente motivo para enfrentarla con pruebas irrefutables, y lo de la boleta con nueva ropa y joyas fue sencillamente absurdo, para conformarse le bastó que Ana mostrara los estados financieros sin ningún gasto indebido, sin preocuparle el origen del dinero usado para esas compras, asumiendo que no fueron un regalo.
El tipo claramente tiene un carácter débil e inseguro, y la enfermedad ha aumentado esta condición, una lástima. :oops::cool:
 
Última edición:
¡¡Esto no puede terminar así!! ¿Para cuando esa segunda parte prometida?
 
2.

El sonido de mi propio gemido me despertó. No, no era un gemido, era algo más gutural, un quejido atrapado en una garganta que no respondía. La luz era una agresión blanca y difusa, punzante incluso a través de mis párpados cerrados. Todo olía a desinfectante, a limpieza estéril y muerte aplazada.

Mi cuerpo era una presencia extraña, pesada e insensible, anclada a la cama por tubos y cables. Intenté mover un dedo y solo conseguí un espasmo imperceptible. El pánico, frío y espeso, empezó a subir desde el estómago. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?

La finca. La pantalla. Edgar. Ana.

Los fragmentos llegaron como cuchilladas, el destello del vino en las copas, la risa ahogada de ella, la espalda sudorosa de él, la imagen nítida y obscena de su traición proyectada en mi computadora. El dolor en el pecho, un dolor que no era del corazón roto, sino físico, opresivo, como si un elefante se hubiera sentado sobre mi esternón. La dificultad para respirar, el mundo girando, el suelo de la habitación de la finca acercándose a mi cara a toda velocidad… y luego, nada.

Un zumbido agudo persistía en mis oídos, sobreponiéndose al pitido monótono de una máquina. Lentamente, forzando mis ojos a adaptarse, el blanco del techo se resolvió en un cielorraso de hospital. El giro de la cabeza fue una hazaña monumental. Vi el brazo conectado a un suero, la silla vacía junto a la ventana, las cortinas beige.

Entonces, como si una compuerta cediera bajo la presión, otro recuerdo irrumpió, completo y devastador. No eran imágenes sueltas, era una escena.

Estaba en casa, de pie en el salón. El teléfono ardía en mi mano. Frente a mí, Ana, con la boca ligeramente abierta, los ojos empezando a dilatarse en un entendimiento aterrado. Le estaba mostrando algo. Un video. El video. Su rostro se descompuso de una manera que nunca había visto. No era solo miedo a ser descubierta, era el horror de ver la prueba tangible de su infamia expuesta ante los ojos de quien menos debía verla.

Las palabras empezaron a regresar, envolviéndome en la atmósfera cargada de esa tarde.

“¿Qué… qué es esto?” había dicho ella, un hilito de voz.

“Tu final”, había respondido la mía, plana, fría, como si ya estuviera muerto por dentro. Y entonces, todo había estallado. No recuerdo exactamente lo que dije, ni el orden. Solo sé que fue un torrente de veneno, de dolor convertido en proyectiles. Le escupí cada detalle que mis ojos habían grabado, cada gemido que mis oídos habían captado desde aquel servidor oculto. Le hablé del dinero de Edgar, de su compasión comprada, de su hipocresía de acero. Grité hasta que me quedé sin aire, hasta que la rabia blanca se convirtió en un vértigo negro.

La expresión de Ana pasó del miedo a la desesperación, luego a una furia defensiva. “¡Estabas muriéndote!”, había gritado, pero sus palabras sonaban huecas, insignificantes frente a la evidencia visual de su lujuria. Recuerdo la presión en mi pecho intensificándose, un dolor agudo que me dobló por la mitad. Recuerdo su cara, por un instante, reflejando algo parecido al pánico genuino antes de que el rencor volviera a cubrirla. Recuerdo mi propia mano extendiéndose, no hacia ella, sino buscando apoyo en el aire que de repente se había vuelto demasiado denso para respirar.

Y después… después solo había un vacío. Un agujero negro en mi memoria donde antes había estado el mundo.

Ese vacío era en lo que había despertado. Pero el recuerdo de la discusión, del estallido final, ya no estaba ausente. Había vuelto, y con él, una lucidez fría y pesada como una losa.

Mis dedos, ahora un poco más obedientes, se cerraron sobre la áspera sábana de hospital. No había confusión, solo una certeza absoluta y devastadora. Sabía. Sabía todo.

Un ruido en la puerta me hizo volver la cabeza, un movimiento lento y doloroso.

Era Clara. Mi hermana. Sus ojos estaban enrojecidos, con profundas ojeras, pero se iluminaron al ver los míos abiertos. “Dios mío…”, susurró, acercándose de un salto y tomando mi mano libre con fuerza. “Estás aquí. Gracias a Dios.”

Abrí la boca. Mis labios estaban agrietados. “A… na”, logré raspar, no como una pregunta, sino como una declaración amarga.

El rostro de Clara se ensombreció. “Ella… ha estado yendo y viniendo. Está… destrozada.”

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La siguiente vez que la conciencia se aferró a mí, fue a un ritmo diferente. Había voces, un murmullo profesional y bajo. Sentí el frío de un estetoscopio en mi pecho, la presión de un brazalete en mi brazo. Parpadeé, alejando la niebla. Un hombre con bata blanca y una tableta digital estaba a mi lado, sus dedos navegaban por la pantalla. Era de mediana edad, con una calvicie incipiente y una mirada cansada pero atenta.

“Buenos días”, dijo, notando mi mirada. “Me alegra verlo más despierto. Soy el Dr. Rojas. Ha estado con nosotros un tiempo.” Su voz era calmada, impersonal. Hablaba con la suavidad que se usa con los convalecientes, pero sin la carga emocional que había habido en la voz de Clara. Me examinó las pupilas con una pequeña linterna. “La presión arterial ha mejorado. La resonancia muestra que la inflamación ha cedido considerablemente. El episodio fue severo, pero parece que lo peor ha pasado.”

Asentí, o al menos lo intenté. Mi vista vagó más allá de su hombro. La silla junto a la ventana estaba vacía. Clara no estaba. Una sensación de vulnerabilidad, fría y punzante, me recorrió. Estaba completamente expuesto, despojado incluso de la frágil protección de mi hermana.

Fue entonces cuando los oí.

Los pasos en el pasillo. Un taconeo familiar, mesurado, que se detuvo justo antes de la puerta. Un perfume que una vez asocié al hogar, a la intimidad de nuestro dormitorio, y que ahora olía a engaño, a secretos compartidos en otro lugar.

El doctor terminó de anotar algo, murmuró algo sobre regresar más tarde y salió, dejando la puerta entreabierta. En el umbral, como si hubiera estado esperando su salida, apareció Ana.

Llevaba un jersey sencillo, jeans, el pelo recogido con descuido. En sus manos sostenía un vaso de café de papel. Su entrada era estudiada: la de la esposa abnegada, exhausta por la vigilia, sobrecargada pero serena. Sus ojos, inflamados por lo que podía ser llanto o falta de sueño, buscaron los míos con una mezcla de cautela y expectativa. Preparé mi rostro, no para recibirla, sino como un escudo. La debilidad física era una cosa; la rendición emocional, otra muy distinta.

Pero ella se detuvo. No cruzó el umbral corriendo. No soltó un sollozo aliviado ni dijo mi nombre con voz quebrada por la emoción. Se quedó allí, congelada a dos metros de mi cama, y sus ojos—esos ojos que creí conocer tan bien—se clavaron en los míos con la fuerza de un impacto.

Y lo vio. Lo vio de inmediato.

“Tú…” La palabra salió como un gruñido, cargada de un odio que me sorprendió a mí mismo. Intenté incorporarme, pero los cables y mi propia debilidad me lo impidieron. El esfuerzo solo avivó la furia. “¡Sal! ¡Sal de aquí, puta!”

Ana dio un paso atrás, como si las palabras fueran físicas. El vaso de café cayó de sus manos, estrellándose contra el suelo y salpicando su pantalón y las paredes con un líquido marrón. “No… por favor Rubén…” tartamudeó, sus ojos llenándose de lágrimas instantáneas, pero esta vez no me conmovieron. Solo las vi como el siguiente acto de su obra.

“¡Por favor, qué!” grité, la voz ronca pero potente, desgarrando la falsa paz de la habitación. “¿Por favor no te diga lo que eres? ¡Te vi! ¡Te vi encima de él, gimiendo como una perra en celo en nuestro sofá! ¿Ese era el ‘apoyo’ que te daba Edgar? ¿Apoyarte contra la pared? ¿Contra el sofá?”

“¡Rubén no lo entiendes!” gritó ella a su vez, pero su llanto ahogaba las palabras, convirtiéndolas en un sollozo histérico.

“¡Sé perfectamente lo que digo! ¡Sé que usaste el dinero de mi enfermedad para comprarte lencería para él! ¡Sé que cada vez que decías que ibas a trabajar, ibas a chuparle la polla a ese cabrón!” Las palabras soeces, crudas, salían de mí como un exorcismo violento. Cada insulto era un cuchillo que quería clavarle, para que sintiera una fracción de mi dolor. “¡Eras mi esposa! ¡Y te convertiste en su puta!”

Ana se cubrió el rostro con las manos, hundiéndose contra la puerta, los hombros sacudidos por sollozos violentos. “Fue un error… estaba asustada… tú te estabas muriendo…” balbuceaba entre lágrimas, pero sus excusas eran combustible para mi fuego.

“¡Y decidiste acelerarlo! ¡Darme el disgusto que me faltaba! ¡PUTA! ¡TRAIDORA!” Rugí. La opresión en mi pecho regresó, un puño de hierro que se cerraba. El monitor a mi lado empezó a pitar con insistencia, la línea de mi ritmo cardíaco se volvió una serie de picos violentos en la pantalla.

El alboroto atrajo la atención inmediatamente. La puerta se abrió de golpe y el Dr. Rojas entró de nuevo, seguido de una enfermera. Su mirada profesional evaluó la escena en un instante: a mí, rojo de ira, jadeante, aferrado a los barrotes de la cama; a Ana, deshecha y temblorosa contra la pared.

“Señora, tiene que salir. Ahora”, dijo el médico con una voz firme y autoritaria, sin lugar a discusión. Le hizo una sección a la enfermera, quien se acercó a Ana y, con suavidad pero determinación, la tomó del brazo y la guió fuera de la habitación. Los sollozos de Ana se fueron apagando por el pasillo.

El doctor se acercó a mí rápidamente. “Señor, necesita calmarse. Está poniendo en riesgo su recuperación. Su presión arterial se ha disparado y su corazón está bajo un estrés extremo.”

“¡Que se pudra todo!” intenté gritar, pero ya me faltaba el aire. El dolor en el pecho era agudo, real.

“Lo siento, pero no puedo permitirlo”, dijo con calma, pero sus manos eran rápidas. “Voy a administrarle algo para ayudarlo a descansar. Es por su bien.”

Sentí un frío que subía por el brazo desde el punto de la inyección, seguido de una pesadez instantánea y avasalladora. La rabia, aunque aún ardía en mi mente, ya no podía expresarse. Los músculos se soltaron, la tensión se esfumó. La voz del doctor se volvió distante, un eco bajo el agua.

“Descanse ahora. Hablemos cuando esté más estable.”

La oscuridad que esta vez me envolvió no fue la del coma ni la del sueño natural. Era la de un ahogamiento químico, una prisión de calma forzada. La última sensación, antes de perder el conocimiento, no fue alivio, sino una profunda e impotente amargura. Incluso mi furia me había sido arrebatada.

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Desperté en la cama, pero no en la del hospital. El techo era el nuestro, el de nuestro dormitorio. Una luz tenue, quizá del atardecer, se filtraba por las persianas cerradas. Mi cuerpo era un saco de arena, pesado, ajeno. La mente nadaba en un agua turbia y espesa, sin poder formar un pensamiento claro, mucho menos una emoción. La sedación aún tenía sus garras hundidas en mi sistema. Solo era capaz de percibir: la textura de nuestras sábanas, el leve olor a limpio de la habitación, el silencio opresivo de la casa.

Oyendo pasos. Suaves, vacilantes. La puerta se abrió y Ana entró. No la miré directamente, pero la percibí en el borde de mi visión, como una sombra familiar. Se sentó en el borde de la cama, muy cerca, pero sin tocarme. Su respiración era entrecortada, como si hubiera estado llorando en silencio durante horas.

Al principio, solo hubo un silencio cargado. Luego, un sollozo contenido, que rompió el aire quieto.

“No puedes oírme, ¿verdad?” murmuró, su voz rasgada por las lágrimas. “O sí… pero no puedes responder. El doctor dijo que estarías así unas horas.”

Hizo una pausa, y el sonido de su llanto se hizo más presente, un llanto fatigado, de raíz profunda.

“Tienes que saber… tienes que saber aunque me odies más.” Tragó saliva. “Cuando me dijiste lo del cáncer… mi mundo se vino abajo. Por fuera, intentaba ser fuerte. Por ti. Te prometí que estaría ahí, y quería ser de acero. Pero por dentro… por dentro me estaba desintegrando. El amor de mi vida se me iba a ir. Iba a tener que aprender a vivir en un mundo donde tú no estabas”

“Sabes… lo más difícil… no fue la noticia. Fue verte empeorar.” Hizo una pausa, tragando aire como si se ahogara. “Ver cómo se te iba el color de la piel, cómo esos moretones que nunca sanaban se volvían parte de ti. Ver cómo te costaba levantarte de la cama por las mañanas, cómo una caminata al baño era una expedición. Y yo ahí, a tu lado, con una sonrisa pegada en la cara que me quemaba por lo falsa que era.”

Un llanto silencioso sacudió sus hombros por un momento antes de poder continuar.

“Por dentro… por dentro gritaba. Gritaba cada vez que veías en el espejo y te sorprendías de tu propio reflejo, como si no reconocieras al hombre flaco y pálido que te devolvía la mirada. Yo quería romper ese espejo. Quería abrazarte y no soltarte nunca, pero tenía que hacerlo suave, por si te dolía. Tenía que ser fuerte. Siempre fuerte.”

Su mano se acercó temblorosa y rozó la mía, sin tomararla, solo sintiendo su calor.

“Te llevaba al baño cuando las piernas te flaqueaban y te limpiaba después de que vomitabas hasta la bilis. Y tú, incluso entonces, con los ojos llorosos por el esfuerzo, me decías ‘gracias, mi amor’ con una dignidad que me partía el alma. Y yo sonreía. ‘No es nada, cariño’, decía. Pero por dentro… por dentro era todo. Era un tormento ver al hombre más fuerte que conocía reducirse a eso. Y no poder llorar. No delante de ti. No podía añadir mi dolor al tuyo. Mi miedo era mío solo, una carga que tenía que esconder en algún lugar donde tú no lo vieras.”

Las lágrimas caían ahora sobre la colcha, haciendo pequeñas manchas oscuras.

“Había noches… noches en las que te quedabas dormido exhausto, y yo me deslizaba al baño, encendía el extractor para ahogar el ruido, y me dejaba caer en el suelo a llorar. A morderme el puño para no gritar. A preguntarle a Dios, al universo, a la nada, por qué a ti. Por qué te robaban el futuro a pedazos frente a mis ojos. Y al amanecer, me lavaba la cara, me ponía hielo en los ojos hinchados, y volvía a la cama con mi sonrisa de ‘todo va a estar bien’, cuando nada estaba bien.”

Su voz se quebró en un sonido desgarrador.

“Me estaba deshaciendo. Pedazo a pedazo. Por eso… por eso empecé a ir al psicólogo. Porque si no, iba a estallar frente a ti, y eso no podía pasarte. No podías cargar con mi derrumbe.”

Las lágrimas caían ahora libremente, manchando la colcha. Su voz era un hilo de dolor.

“Los tratamientos… las consultas privadas, los medicamentos que no cubría el seguro… Era una avalancha. Gastamos nuestros ahorros en un abrir y cerrar de ojos. Yo no te lo dije… ¿para qué? ¿Para que además de luchar por vivir, tuvieras que preocuparte por el dinero? Pedí ayuda a mi familia, a los pocos amigos que sabían… pero no era suficiente. Nada era suficiente. Y la deuda crecía… y yo veía cómo, además de perderte, lo perderíamos todo.”

Hizo una pausa larga, jadeando, como si sacar estas palabras le costara un esfuerzo físico inmenso.

“Y entonces… apareció Edgar.” El nombre cayó entre nosotros como una losa. Su voz se quebró aún más. “Él se dio cuenta. No sé cómo, pero lo notó. Un día me preguntó, directamente, cómo estábamos llevando todo… lo económico. Y yo… yo me desmoroné. Le conté. Todo. El miedo, la deuda, la desesperación. Y él… sin dudarlo, ofreció ayuda. Dinero. Un préstamo sin intereses, dijo. Al principio me resistí, pero… ¿qué otra opción tenía? ¿Dejarte sin la quimioterapia más nueva? ¿Negarte la chance, por mínima que fuera?” Su tono era de una angustia auténtica, la de alguien arrinconado.

“Gracias a él… pudimos seguir. Pagamos las deudas atrasadas, el tratamiento especial. Cada vez que veía una mejoría en ti, aunque fuera pequeña, sabía que, en parte, era porque él había ayudado. Y me sentía… tan increíblemente agradecida”

Ahora los sollozos eran casi incontrolables, su cuerpo se encogía sobre sí mismo.

“Empecé a desahogarme con él. Porque él era el único que lo sabía todo, el único que no me decía ‘anímate’ sino ‘esto es una mierda, es normal que quieras rendirte’. Y yo… muchas veces quise rendirme. El peso era demasiado. Contigo intentaba ser luz, y con él… podía ser la oscuridad que realmente sentía. Fue un error… un error gigantesco, estúpido, imperdonable. La línea se volvió borrosa… la gratitud se enredó con la desesperación, con el miedo abismal a la soledad que se acercaba…”

Calló, ahogándose en su propio llanto. No pedía perdón. Solo estaba vaciando un veneno que ella también llevaba dentro.

“No me estoy justificando… no hay justificación. Solo… quería que supieras que no fue por desprecio. No fue porque no te amara. Fue… porque el mundo se me vino encima, y me agarré de la única tabla que veía, aunque supiera que me estaba arrastrando a un lugar peor. Te he fallado… de la manera más horrible. Pero también… también me he estado muriendo, día a día, desde que escuché la palabra ‘cáncer’ salir de tu boca.”

Se levantó entonces, como si el peso de su propia confesión la hubiera agotado por completo. Me miró, con mis ojos probablemente vidriosos y perdidos, sin saber cuánto de esto estaba registrando.

“Duerme”, susurró, con una ternura devastada que sonó más genuina que cualquier otra cosa en semanas. Y salió de la habitación, dejando tras de sí un silencio aún más profundo, ahora envenenado con una verdad mucho más complicada y desgarradora que la simple traición que yo había creído ver. En mi estupor químico, sus palabras se hundieron en mi conciencia como cuchillos sin filo, dejando una herida distinta, confusa y terriblemente triste.

El tiempo, en ese estado de pesadez química, era un líquido espeso sin forma. No sabía si habían pasado horas o días desde la confesión de Ana. Solo era consciente de los ciclos de luz tenue que se filtraban por las persianas y del peso inmóvil de mi cuerpo en nuestra cama.

Los sonidos de la casa eran diferentes. Ya no estaba el pitido de los monitores, sino el rumor lejano de la ciudad y el crujido ocasional de la madera. Fue uno de esos crujidos, más cercano, el que anunció una nueva presencia. No eran los pasos cautelosos y angustiados de Ana. Eran más firmes, más pesados, con una vacilación que no era por dolor, sino por incomodidad.

La puerta se abrió lentamente. La silueta que se recortó en el marco no era la de ella. Era más ancha, más familiar en un contexto que ahora parecía de otra vida. Edgar. Se quedó parado un momento, observándome. Yo mantenía los ojos entrecerrados, la mirada perdida en una mancha del techo, imitando la inercia total del sedado. Respiré lenta y profundamente, adoptando el ritmo del sueño artificial.

Él entró y cerró la puerta sin hacer ruido. No se sentó en la cama. Se puso a un costado, junto a la ventana, apoyando una mano en el alféizar. Su respiración era audible, un poco tensa. El silencio se extendió por un largo minuto, como si evaluara si estaba realmente dormido.

“No sé si puedes oírme”, comenzó, su voz era baja, pero carecía del temblor emocional de la de Ana. Era una voz de hombre haciendo un cálculo, tratando de encontrar el tono adecuado. “Probablemente no. Y tal vez sea mejor.”

Se acercó un poco más, sus ojos escudriñando mi rostro, buscando tal vez un signo de conciencia.

Se dirigió al ventanal, separó ligeramente una de las láminas de la persiana con dos dedos y miró hacia el jardín, como si comprobara algo. Su postura era relajada, casi de propietario.

“Qué irónico”, murmuró, su voz un tono bajo y uniforme, dirigida más al cristal que a mí. “Siempre fuiste el fuerte. El que tenía todo bajo control. La carrera perfecta, la casa perfecta… la mujer perfecta.”

Hubo una pausa cargada. Soltó la persiana y se volvió, apoyando los lomos contra el alféizar, cruzando los brazos. Me miraba ahora directamente, con una curiosidad fría.

“Cuando me contó lo del diagnóstico… fue raro. Sentí pena, claro. Pero también… una especie de claridad.” Sus palabras eran medidas, cada una elegida con cuidado, pero había un dejo de algo áspero bajo la superficie, como el filo de un cuchillo envuelto en seda. “Vi la oportunidad, te seré honesto, de ser el hombre fuerte que ella necesitaba. Algo que tú, en tu condición, ya no podías ser.”

Caminó un par de pasos hacia el centro de la habitación, sus ojos recorrieron los cuadros en la pared, los libros en el estante, los pequeños detalles que hacían de este cuarto nuestro santuario. Su mirada no era nostálgica; era analítica, casi de apreciación.

“Al principio, fue solo apoyo. Un hombro donde llorar. Pero verla así… vulnerable, deshecha… era una versión de Ana que nadie más veía. Ni siquiera tú, en tu propio dolor, la veías así. Tan… dependiente.” La palabra la dijo con un énfasis sutil, casi saboreándola. “Yo se lo proporcionaba. El dinero era la excusa perfecta, ¿sabes? Un gesto de amistad tan generoso que no podía rechazarse. Y con cada transferencia, con cada ‘no te preocupes, yo me encargo’, la línea entre el amigo leal y… el hombre en quien ella realmente podía apoyarse, se hacía más delgada.”

Se acercó un poco más a la cama, pero no lo suficiente como para estar al alcance. Se detuvo junto a la mesilla de noche, donde había una foto de Ana y yo sonriendo, tomada años antes, en una playa. La tomó entre sus manos, no con ternura, sino con una especulativa atención.

“Ella empezó a buscarme. No solo para el dinero. Para hablar. Para que la escuchara. Y yo la escuchaba. Atentamente. Más de lo que tú podías hacerlo, sumido en tus propios tratamientos y tu lucha.” Puso la foto boca abajo, suavemente, sin ruido. “Fui construyendo, ladrillo a ladrillo, un espacio a tu lado en su vida. Un espacio donde yo era la solución, no el problema. Donde yo era alivio, no otra carga.”

Ahora su voz adquirió un tono ligeramente más íntimo, confidencial, como si compartiera un secreto sucio que, en el fondo, le enorgullecía.

“Cuidar de ella, de los detalles que tú dejabas pasar por obvios… pagar esa factura, recordarle esa cita, escuchar su miedo a la noche… fue creando una complicidad. Una intimidad. Empezamos a tener nuestros propios chistes, nuestras propias referencias. Un mundo paralelo al de tu enfermedad.”

Finalmente, sus ojos se encontraron con los míos. Yo mantenía la respiración lenta y profunda, los párpados pesados. Él sostuvo la mirada un instante más de lo normal.

“Duele decirlo, pero en cierto modo, tu enfermedad lo cambió todo. Para ti, para ella… y para mí. Me puso en un lugar donde nunca debí estar, pero una vez que estás ahí… es difícil recordar cómo se veía el mundo desde afuera.”

Dio media vuelta para irse. En el umbral, se volvió lo justo para lanzar una última mirada hacia la cama.

"Descansa, Rubén. A tu salud."

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La luz de la mañana era demasiado brillante, demasiado normal, filtrándose a través de las cortinas de nuestro dormitorio. El peso de la sedación había menguado, dejando a cambio una debilidad profunda, como si mis huesos fueran de cristal y mis músculos de algodón. Pero la mente, por primera vez desde el coma, estaba clara. Dolorosamente clara.

Moverse fue una hazaña. Cada gesto requería una concentración feroz. Logré sentarme al borde de la cama, el mundo girando levemente. Con esfuerzo titánico, me puse de pie, aferrándome a la mesilla de noche. Las piernas temblaban bajo mi peso. Tomé mi bata, una concesión a la decencia que me pareció irónica, y me envolví con ella.

El pasillo frente a nuestra habitación parecía interminable. Avancé apoyándome en la pared, la respiración entrecortada ya por el esfuerzo. El sonido de mis propios latidos resonaba en mis oídos. Cuando llegué al descanso de la escalera, una oleada de mareo me obligó a detenerme, a cerrar los ojos y aferrarme al pasamanos.

Fue entonces cuando los oí.

Voces. Abajo, en la sala de estar. No eran claras, pero sí reconocibles. La de Ana, un tono que pretendía ser ligero pero que sonaba tenso. Y la de él. Edgar. Un murmullo bajo, confidente, que producía un eco instantáneo de repulsión en mi estómago.

Conteniendo la respiración, bajé los primeros peldaños con una lentitud agonizante. El corazón, ya no solo de esfuerzo, sino de un presentimiento nauseabundo, golpeaba contra mis costillas. Me detuve en el quinto escalón, desde donde, a través de la barandilla de madera, tenía una vista parcial del salón.

Ana estaba de pie, de espaldas a mí, frente a la repisa de la chimenea. Llevaba unos shorts y una vieja camiseta holgada de algodón, la que solía usar para limpiar. Tenía un trapo en la mano y frotaba distraídamente un jarrón. Edgar estaba sentado en el sofá, con una taza de café en la mano.

“Deberías descansar más”, decía Ana, su voz forzadamente casual, mientras frotaba el mismo punto del jarrón una y otra vez.

“Trataré”, respondió Edgar desde el sofá. Dejó la taza de café en la mesa con un clic deliberado. “Pero ver esto lo vale” Su mirada, pesada y calculadora, recorrió el cuerpo de Ana, desde los tobillos descalzos hasta la nuca, deteniéndose en el lugar donde el shorts ajustado se encontraba con sus muslos. “Tu espectáculo matutino es bastante… energizante.”

Ana se rió, un sonido corto y nervioso. "Deja de decir tonterías."

Hubo un silencio. Edgar dejó la taza en la mesa de centro con un clic suave. Se levantó. Sus movimientos eran fluidos, seguros. Se acercó a ella por detrás, despacio, como un depredador que sabe que su presa no va a huir.

“No son tonterías”, murmuró, su voz ahora más cerca, un susurro grasiento que se colaba hasta mi escondite. “Me encanta tu culo en esos shorts. Siempre me ha encantado.”

Antes de que Ana pudiera reaccionar, sus brazos la rodearon por la cintura, apretándola contra él. Ella se puso rígida.

“Edgar, no…”, dijo intentando escapar.

“Shhh…”, susurró él, enterrando la nariz en su cuello. La besó allí, un beso húmedo que hizo que Ana contuviera la respiración. "Aquí no… Rubén está arriba."

“Está dormido. Y drogado. No se enterará de nada”, murmuró Edgar contra su piel, y sus manos subieron por su torso, deslizándose por debajo de la holgada camiseta.

“Por favor, para… aquí no…”, insistió Ana, pero su cuerpo, traicionero, se arqueó levemente hacia atrás, hacia él. Una de sus manos soltó el trapo, que cayó al suelo sin sonido.

Edgar no hizo caso. Con un movimiento brusco, le levantó la camiseta por la espalda, revelando la piel desnuda de su cintura, la curva de su espalda… y la ausencia total de un sostén. La tela de algodón se arremolinó alrededor de sus hombros, y desde mi ángulo, pude ver el perfil de sus pechos, desnudos, un poco más caídos que en mi memoria, pero aún llenos, con los pezones oscuros y erectos contra el aire fresco de la mañana.

Un sonido gutural se ahogó en mi garganta. Me mordí el labio con fuerza hasta sentir el sabor a cobre, aferrándome al pasamanos para no derrumbarme.

Edgar gruñó de satisfacción. Sus manos, grandes y toscas, se apoderaron de ellos, manoseándolos con posesividad. Ana dejó escapar un gemido ahogado, un sonido que conocía demasiado bien, pero que nunca había imaginado dirigido a otro hombre, y mucho menos en mi propia casa.

“Edgar… por favor…”, jadeó ella, pero sus propias manos subieron y se entrelazaron con las de él en su carne, no para apartarlas, sino para guiarlas, para presionarlas más contra sí. “Aquí no… es peligroso…”

“Más emocionante”, respiró él contra su oído, y continuó su asalto, besando su hombro, su nuca, mientras sus dedos pellizcaban y torcían sus pezones con una familiaridad que me hizo ver negro por un instante.

La escena era obscena, vulgar, y sobre todo, profundamente humillante. No era el video granulado de la finca. Esto era real, en tiempo presente, a escasos metros de mí. El olor a café y a trapo de polvo se mezclaba con la palpable lujuria que emanaba de ellos. Vi cómo la espalda de Ana se enrojecía bajo los besos de Edgar, cómo sus caderas se movían imperceptiblemente, buscando el contacto con el cuerpo de él.

La impotencia me inundó, más paralizante que cualquier medicamento. Quería gritar, bajar corriendo, arrancarle las manos de encima a ella y partirle la cara a él. Pero mis piernas eran de gelatina, mis pulmones apenas podían aspirar suficiente aire. Lo único que podía hacer era presenciar, convertido en un fantasma en mi propio hogar, cómo mi vida, mi matrimonio, mi dignidad, eran pisoteadas con una naturalidad aterradora.

Con un último gemido de rendición que me atravesó como un puñal, Ana giró la cabeza y buscó la boca de Edgar. El beso fue profundo, hambriento, cargado de una intimidad que ya no me pertenecía.

El sonido de sus bocas unidas era húmedo y obsceno, un chasquido bajo que cortaba el silencio de la casa como un latigazo. Desde mi escondite en las escaleras, cada músculo de mi cuerpo, ya de por sí débil, se tensó hasta doler. La visión se me nubló por un instante, pero el instinto macabro, el mismo que me había hecho bajar, me obligó a mantener los ojos abiertos, clavados en la escena de mi propia ejecución emocional.

Edgar no se detuvo en el beso. Sus manos, que hasta entonces acariciaban los pechos desnudos de Ana, bajaron con brusquedad y se aferraron a su culo, apretándolo a través de la tela fina de los shorts. Un gruñido gutural salió de su garganta.

“Cómo me encanta este culo”, masculló contra su boca, y comenzó a sobarle el culo con movimientos circulares, brutales, como amasando masa. Su cadera se empujó hacia adelante, y pude ver, con una claridad que me quemó la retina, el bulto de su entrepierna, ya prominente y duro, frotándose contra el centro de ella, contra ese mismo lugar que una vez creí exclusivo mío.

Ana gimió, un sonido entre la protesta y el placer, y su cabeza cayó hacia atrás sobre el hombro de él. “Edgar… para…”, jadeó.

“No digas que no quieres”, respiró él, y soltó su culo para desabrochar su propio pantalón. El sonido del cierre fue obscenamente alto en la quietud. Sin ningún pudor, se bajó el pantalón y los calzoncillos de un solo movimiento, hasta las rodillas. Su erección, ya completa, surgió gruesa y vulgar. Se la agarró con la mano y se la meneó un par de veces, un gesto de una familiaridad y una arrogancia que me heló la sangre.

“Mírala”, le susurró a Ana, guiando su mano hacia atrás para que la tocara. Ella retiró la mano como si la hubiera quemado, pero su cuerpo no se apartó. “Es toda tuya, nena. Siempre lo ha sido.”

Luego, con la otra mano, agarró la cintura de los shorts de Ana y, sin ningún preámbulo, se los bajó hasta la mitad de sus muslos. Quedaron reveladas sus bragas, unas sencillas de algodón blanco, humildes, las que usaba para estar en casa. La vista del culo de mi esposa, medio cubierto por esa tela, ofrecido a otro hombre, fue un puñetazo en el estómago. Edgar aplaudió suavemente una de las nalgas, dejando una marca rosada en la piel pálida.

“Perfecto”, murmuró, extasiado. Luego, su mano se deslizó por la tela de las bragas, buscando la entrada. Ana tensó todo el cuerpo. “No… así no… sin quitármelas…”

"Me gusta así", cortó él, y su voz ya no tenía rastro de persuasión, solo de dominio. Con los dedos, apartó con rudeza la tela de la entrepierna, estirándola hacia un lado, exponiendo apenas lo necesario. No hubo preliminares, ni cuidado. Él se posicionó, su polla dura restregándose contra la piel desnuda de su culo un momento, dejando un rastro húmedo. Luego, con un empuje brusco de sus caderas, se introdujo en su coño.

Ana lanzó un grito ahogado, un sonido que era pura carnalidad, un “¡Ah!” que se estranguló en su garganta. Su cuerpo se arqueó violentamente contra él, no en retirada, sino en recepción. Edgar la sujetó con fuerza por las caderas, y comenzó a moverla. Él permanecía de pie, anclado, usándola a ella como un objeto, follándola contra su propio cuerpo mientras la aplastaba ligeramente contra el borde de la repisa de la chimenea. Era una cópula rápida, animal, los jadeos de ambos mezclándose con el leve crujido de la madera y el ruido húmedo y repulsivo de sus cuerpos unidos.

Edgar gemía, su rostro contra el cuello de ella, sus ojos cerrados en concentración egoísta. Ana no decía nada coherente, solo emitía pequeños quejidos con cada embestida. La camiseta seguía enrollada bajo sus axilas, sus pechos colgaban y se balanceaban con el ritmo brutal que él imprimía.

Aferrándome al pasamanos con una fuerza que me nacía únicamente de la desesperación, descendí. Cada peldaño era una montaña. El mundo oscilaba. El zumbido en mis oídos rivalizaba con los jadeos que ahora se filtraban desde el salón sin ninguna vergüenza. Ya no hablaban. Solo había sonidos animales, el crujido del sofá, la respiración entrecortada de ella, los gruñidos bajos y satisfechos de él.

Al llegar al último escalón, el cuadro se desplegó ante mí, completo y obsceno. Edgar, de pie detrás de Ana, la tenía doblada sobre el respaldo del sofá. Los shorts yazgan en un montón en el suelo. Sus bragas, de algodón blanco, estaban corridas a un lado, enredadas en un muslo. La falda de la camiseta le cubría solo parte de la espalda. El movimiento de él era rápido, posesivo, cada embestida un anuncio de conquista. Las manos de Ana aferraban el cuero del sofá, sus nudillos blancos, la cabeza vuelta de lado, los ojos cerrados, la boca entreabierta en un rictus de placer que me desgarró el alma.

Di un paso titubeante hacia el arco del salón. El suelo pareció inclinarse. Un dolor punzante, como un clavo de hielo, se hundió en mi sien, seguido de una oleada de calor enfermizo que me subió por el cuello hasta la cara. Sentí un sabor a cobre y a bilis en la parte posterior de la garganta.. Me llevé una mano a la cabeza, pero seguí avanzando. No tenía aire para gritar. Solo un hilillo de voz, ronca y quebrada, logró escapar de mis labios.

“Basta…”

No fue un grito. Fue un susurro arrastrado, cargado con todo el peso de mi enfermedad y mi dolor. Pero fue suficiente.

Ana abrió los ojos. Su mirada, vidriosa y perdida en la sensación, barrió el vacío y se clavó en mí. En mi figura esquelética envuelta en una bata, tambaleándome en el umbral, la cara contraída por el sufrimiento físico y moral. El placer se evaporó de su rostro, reemplazado por un puro, auténtico y paralizante horror.

"¡Dios mío!", gritó, un chillido agudo de terror. "¡Edgar, PARA! ¡Para ya, es Rubén!"

Ella se retorció, tratando de liberarse, empujándolo con fuerzas repentinas. Edgar, sorprendido, dio un respingo y se separó de ella con una brusquedad torpe, maldiciendo entre dientes mientras se subía apresuradamente el pantalón. Su expresión, primero de irritación por la interrupción, se transformó en una mezcla de sorpresa y de un desprecio apenas disimulado al verme allí, más muerto que vivo.

Yo intenté hablar, reprenderlos, maldecirlos, pero el dolor en mi cabeza estalló en una supernova blanca y silenciosa. Las piernas, que apenas me sostenían, se doblaron. Caí de rodillas en el suelo de madera, con un golpe sordo. El mundo se estrechó a un túnel borroso. Vi las piernas desnudas de Ana corriendo hacia mí, su rostro distorsionado por el pánico. Vi a Edgar ajustándose el cinturón, quieto, como un espectador.

"¡Rubén!" El grito de Ana me llegó desde muy lejos, ahogado, desgarrado. Era el último sonido que registré antes de que la oscuridad, esta vez no química, sino del puro y absoluto colapso, me envolviera por completo. Su voz gritando mi nombre fue lo último que escuché antes de que el suelo se viniera arriba y todo se apagara. No hubo pensamiento, solo un apagón brutal, y la certeza de que, esta vez, tal vez no despertaría.
 
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Hay que ser miserable y mala persona para seguir trayéndote a ese cerdo y sinvergüenza que tiene por amante a tú propia casa.
Espero que Rubén cuando se recupere mande a paseo a esa mala mujer.
Mandarla a paseo es hacerla un favor....hay que golpear las costillas de los dos, hasta que les suene la cabeza a calderilla!
 
Es que además la mujer tiene pocas luces.
Si tú quieres que te perdone, lo primero es romper todo tipo de contacto con ese sinvergüenza y mal tipo que es Edgar, no tener la poca vergüenza de llevártelo a tú propia casa.
Evidentemente, este matrimonio está más que terminado y espero que el se vengue de ese miserable de Edgar y mande bien lejos a Ana.
 
La verdad es que es duro , ya que ni siquiera son discretos , estoy de acuerdo con Mangante, están acelerando su muerte, en fin está resultando duro de leer, a ver por dónde va el relato, pero un milagro tendría que ocurrir para que muriera en paz y tranquilo, y mira que he intentado ser comprensivo con Ana y entender sus razones, sus sentimientos son lógicos pero una vez descubiertos, parad no sigáis, eso último se lo podían hacer ahorrado y tener paciencia y esperar, pero no ess humillación gratuita.
Sobre Edgar.. un buitre, eso me parece, un carroñero esperando su oportunidad.
 
Ana es lo que es, lo que parece y lo que hace. Sin disimulos y con excusas. Lo más ruin del género humano….
Lo peor de todo es que esta gentuza ( por no ensuciarme la lengua) no tiene ni su merecido ni su recompensa. Ni en la ficción ni en a vida real.
 
Diablos, cuánto maltrato. Esa mujer es una psicópata, todo ese discurso, hasta casi me la creo, pero al segundo todo se borró de un plumazo y en su propia casa.

Que habrá hecho en su otra vida para que lo castiguen así?

P.D.: Seremos castigados también y leer el siguiente capítulo para el 2027?
 
Última edición:
yo he tenido la suerte de poder leer ahora del tirón las dos partes.
espero, mas bien deseo, que de alguna manera el pobre Ruben pueda tener su desquite.


lo único que me consuela es que si muere, Ana tendrá en su conciencia su muerte.

Y aunque intente escapar de eso y tener una vida nueva junto a Edgar o al pelele que encuentre, al final del día, quizás no pronto pero si seguro, esas imágenes de ser la causante de la muerte de su esposo perseguirán a ese alma negra por siempre.
 
yo he tenido la suerte de poder leer ahora del tirón las dos partes.
espero, mas bien deseo, que de alguna manera el pobre Ruben pueda tener su desquite.


lo único que me consuela es que si muere, Ana tendrá en su conciencia su muerte.

Y aunque intente escapar de eso y tener una vida nueva junto a Edgar o al pelele que encuentre, al final del día, quizás no pronto pero si seguro, esas imágenes de ser la causante de la muerte de su esposo perseguirán a ese alma negra por siempre.
Causante no, pero acelerante por supuesto, yo de este relato solo espero que el hombre pueda morir en paz, pero ya lo veo difícil.
 
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