Lo siento tío, te hemos fallado. No estoy orgulloso.
Pero si volviese a tener ocasión lo volvería a hacer. Lo siento.
Siempre te he admirado como persona. Nunca te haría daño.
Nunca te faltaría al respeto, pero es que tu mujer…
Carta no escrita a mi tío Severino.
Pero si volviese a tener ocasión lo volvería a hacer. Lo siento.
Siempre te he admirado como persona. Nunca te haría daño.
Nunca te faltaría al respeto, pero es que tu mujer…
Carta no escrita a mi tío Severino.
Mi familia es, supongo, una familia normal. Eso sí, muy amplia. Mi padre tuvo cinco hermanos. Todos tuvieron hijos. De todos, Severino no es el más mayor ni el más pequeño, pero sí es el más admirable. El referente. El primero que estudió en una familia en la que no se contemplaba estudiar. El que demostró con hechos que se podía aspirar a una vida mejor, fuera del pueblo. El que consiguió ser director de una empresa, filial de una americana, que produce químicos en cadena. Más de mil empleados tiene a su cargo. Y, además, es un jefe honrado. Si estabas dando por hecho que es el típico jefe que explota a sus empleados ya te digo que no. Es el primero que se queda cuando es necesario, respeta los calendarios y las vacaciones a rajatabla, pide incentivos a los jefes americanos para intentar subir el sueldo a los suyos… Severino es un tío íntegro. Mi tío. Muchas veces me ha ayudado económicamente, me ha aconsejado, ha puesto a mi servicio ciertos contactos… y yo, el hijo de puta de su sobrino, me he follado a su mujer a cambio. No me río al decir esto, nunca quise nada malo para él. Y siento remordimientos cada vez que le veo, pero si te soy sincero, gran parte de la culpa es de Carmen, su mujer.
A mí, Carmen me ha puesto cachondo desde que tengo memoria. Y todo empezó de manera muy inocente. Severino y Carmen no viven en el pueblo como casi toda la familia. Se marcharon. Y vienen en las ocasiones especiales: en verano, en Navidad, en Semana Santa… Siempre les he tenido cariño, pero es un cariño extraño. No es el mismo que a otros hermanos que sí veía a diario. Severino se ganó mi aprecio con el trato que me ha dispensado desde que era un niño, el que ya he comentado. Así, cuando mis padres me decían que había venido mi tío Severino, no tardaba en ir a su casa de visita. Un año fui con especial interés, porque con Severino y Carmen vino también Julieta, su hija recién nacida a la que todavía no conocía.
El día que conocí a mi prima me llamaron la atención dos cosas: la ilusión de unos padres primerizos y las tetas de Carmen. Las vi en todo su esplendor. Y no de manera fugaz. Cuando amamantaba a Julieta sacaba los dos pechos sin pudor. La prenda que llevaba estaba diseñada para facilitarlo de esta manera. Y Julieta tenía hambre cada poco. Ya solo esa tarde fueron tres veces las que me regocijé. Los hombres podemos emocionarnos con facilidad y ser muy básicos algunas veces. Pero no sería justo dar ese argumento con las tetas de mi tía. Carmen es una mujer delgada, bastante delgada. Muy morena de pelo y algo menos de piel, pero es oscura también. Su culo es un culo carpeta. Un culo huesudo. Es bastante guapa. Resultona. Y sus tetas, ay, sus tetas son como un coche tuneado en el que se ha puesto un alerón y unas llantas tan grandes que nunca pensarías que vienen de serie. No te equivoques, no son de silicona. No lo digo por eso. Las tetas de Carmen son tan grandes que no parecen encajar en coherencia con lo demás.
Cuando las vi por primera vez me parecieron enormes, llenas de leche. Inexperto que era en ese momento, veía dos globos de carne maciza y redonda con pezones que parecían más duros que el diamante. Y grandes también. Del tamaño de un dedo pulgar.
Ese verano estuve de visita en esa casa a diario. Mas que nunca en mi vida. Ya te puedes imaginar por qué. Le veía todos los días las tetas a Carmen. Siendo el mocoso que era, no había nada más que pudiera hacer. Y ella, por cojones, tenía que notarlo. Pero nunca se cubrió. Ni siquiera se giró para ocultármelas. Ni un ápice de incomodidad. Sí, ese verano lo dediqué a ver tetas todos los días. De manera, casi, literal.
Desde entonces, cada vez que veía a Carmen echaba un vistazo a su pecho, para ver si seguían sus tetas ahí. Algunas veces aparecían totalmente tapadas y otras con escote. Más disimuladas o considerablemente marcadas seguían ahí. Las tetas seguían siempre con Carmen. Con Severino tuve siempre mucho trato, conversaciones, confianza. Con Carmen me ponía un poco nervioso por mis pensamientos impuros. Tenía pequeñas conversaciones sin importancia y nada más.
Y así, podría definir la relación con mis tíos, año tras año y sin mucha variación hasta hace cinco veranos. Aquel en el que cumplí mis 25.
Vinieron como siempre a principios de agosto. Fui a verlos como era costumbre. Estaban los dos en la parte alta, en una terraza que era huerto cuando la casa estaba habitada todo el año. Tomaban el sol en hamacas prácticamente pegadas. Hacía calor. Severino iba en bañador de bermudas, con su pecho ya algo canoso al aire. Carmen llevaba un bikini negro muy discreto. Amplio. Aunque en braguita me pareció que se marcaba la pelambrera del coño. Sus tetas, tapadas y en esa posición, tumbada bocarriba, no dejaba ver apenas nada.
No había pasado ni media hora cuando Severino anunció que se iba a buscar a Julieta. Estaba “de campamentos” y acababa ese día. Antes de la cena estarían aquí los dos de vuelta. Dada la escasa relación con Carmen, lo primero que pensé es que me iría yo también cuando se fuese él. Quedarme me resultaba hasta incómodo. No sabría ni de qué hablar y nunca tuve intención de mancillar el honor de mi tío. Fue ella la que me propuso que me quedase. Que estaba sola. Y fue mi tío el que insistió en que le hiciera compañía un rato. Que me quedara. Pues me quedé.
Severino se marchó y yo me tumbé en su hamaca. Al lado de la de Carmen. Disfrutando del Sol en silencio. Pasó un rato y empecé a sudar por el calor. Me estaba cociendo. Carmen, ante la evidencia, me dijo que era lo esperable si tomaba el Sol con ropa. Me quité la camiseta y después de dudar unos minutos, me quité el pantalón, quedando en calzoncillos. Al menos eran dignos, tipo bóxer. Carmen me miró de reojo, pero no dijo nada. Mucho más cómodo, me puse las gafas de Sol y, poco a poco, me quedé dormido.
No fue un sueño profundo. Diría que solo duró unos minutos, pero fue lo suficiente para que a Carmen le diera tiempo de quitarse la parte de arriba sin que me enterase. Cuando lo descubrí, me puse nervioso. Tenía las tetas al alcance de mi mano, expuestas, desafiantes. Ella lo notó y se burló. Me preguntó si pasaba algo y me hice el loco. Así provoqué que me contestara que llevaba toda la vida mirándolas, a ver si ahora me iba a poner nervioso. Hice como que no entendía lo que quería decir y me lo aclaró: “desde que eras un crío las mirabas embobado. Luego te volviste más discreto, pero siempre que puedes echas una mirada”. El zasca se oyó en Pekin. No sabía qué decir, así que no dije nada. Se reía.
Tenían preparada una piscina desmontable, algo más grande que una piscina hinchable, pero poco. Carmen se cansó de tomar el Sol y se metió en el agua. Yo solo observaba. Con cierto disfrute. Un rato después comentó que el agua estaba muy bien de temperatura. Le dije que no tenía bañador. Ella respondió tranquilamente que eso tenía fácil solución. Que yo me lo perdía. Dudé. No un minuto, ni dos. Al menos diez. Me acerqué a la piscina y me quité el bañador. Estaba ya estaba algo morcillón y, sin llegar a lucirme, entré con tranquilidad sabiendo que mi desnudez no me iba a dejar en mal lugar. Me metí rápido, eso sí. Intentando no exponerme más de lo necesario.
Me situé en el extremo opuesto. Nos mirábamos de frente y me dio la sensación de que ella sonreía con malicia. Metí la cabeza debajo del agua y descubrí que ella tampoco llevaba nada debajo. Tenía una pelambrera frondosa. Un coño de película erótica vintage. De los que salían en las cintas VHS de las películas que podías comprar en gasolineras en los años 90, a lo largo y ancho de la península ibérica. Un poco más arriba, me encontré unas tetas que seguían su propia coreografía acuática, moviéndose con cada movimiento de Carmen.
En esos tiempos, un poco tímido y bastante decente (o lo pretendía, al menos) ya era. Pero tonto no. Lo que estaba pasando aquí era evidente. Y que a mí me apetecía lo era todavía más. El hecho de que ella llevase la iniciativa desde el principio facilitó los acontecimientos. Seguramente, de no ser así, yo no habría provocado el desenlace.
Con picardía, provocándome, se fue acercando pegada a la pared de la piscina muy despacio. Cuando llegó a mi lado, se puso encima directamente. Jugueteamos un buen rato: caricia por aquí, roce por allá, estimulación por aquí, teta por allá… hasta que se dejó caer y le fue entrando, hasta el final. Notaba el agua, su mata de pelo poblada y poca fricción en la penetración. Si has tenido relaciones bajo el agua, sabrás que no es tan increíble como parece. Además, disuelve el lubricante natural. Dando por concluidos los preliminares, me puse en pie para salir y buscar un emplazamiento mejor. Al hacerlo, mi pene quedó a escasos centímetros de su cabeza y antes de tener un pie fuera ya se había aferrado a él. Comenzó a hacerme una felación que, aunque me pareció muy excitante, no fue muy placentera. Tuve la sensación de que no estaba muy cómoda haciéndolo y no tardamos en salir de ahí.
Intentamos encontrar la postura encima de una hamaca, pero fue imposible. Fue un momento totalmente anticlimático y, por qué no decirlo, un pelín ridículo. Por suerte no insistimos mucho. La llevé hasta la pared, se apoyó con las dos manos encorvándose, facilitando la penetración desde detrás. Y eso hice. Empecé a penetrarle despacio, acelerando el ritmo hasta la embestida. Al principio, no mostraba apenas respuesta, pero al aumentar la potencia empezó a gemir, coincidiendo con los momentos en los que la penetración era más intensa. Se movía intentando favorecer mis movimientos y veía sus tetas aparecer y desaparecer de mi vista. Nos daba el Sol y nos estábamos sofocando, sobre todo yo. Nos refrescamos con una manguera. Masturbándonos y acariciándonos al mismo tiempo.
Cogimos una de las toallas de la hamaca y la extendimos en el suelo, en una zona de sombra. Me tumbé y se sentó en mi cadera. Frotó su sexo con el mío y luego, agarrándolo, lo dirigió a su entrada, descendiendo lentamente. Se quedó unos segundos así sin moverse. Mirándome a los ojos con una sonrisa de satisfacción, o así lo interpreté yo. Empezó a subir y bajar. El movimiento de cadera sí se le daba muy bien. Se movía lo imprescindible para optimizar sus cabalgadas. Entraba entera y salía casi entera. Plof, plof, plof. Un débil sonido de chapoteo empezó a escucharse cuando sus nalgas o sus muslos chocaban con los míos. Sus tetas subían y bajaban en un balanceo frenético. Ya no eran las de hace dos décadas, habían menguado un poco, pero sus pezones seguían siendo bien grandes y me aferraba a ellos para estimularlos cada poco tiempo.
No lo vi venir. Sus músculos vaginales se contrajeron, se tensó y soltó un leve bufido. Se desmontó y sin perder el tiempo empezó a pajearme a toda velocidad. Esto también parecía dominarlo. No tardé en correrme. Cuando notó que iba a terminar puso la mano libre a modo de capucha, acariciando mi prepucio, y recibió todas mis descargas. Una técnica placentera, pero intuyo que su uso se basaba más en criterios de limpieza que de placer. Escurrió los restos de mi miembro en su mano y luego fue a lavarse. Fue mecánico. No tengo dudas de que ya lo había hecho cientos de veces antes.
Nos tumbamos en las hamacas. Hicimos algún comentario, pero no hablamos mucho más. En silencio, empecé a pensar en mi tío y a sentir culpa. Severino no se merecía esto y me pregunté si no habría sucedido con otros hombres antes ya. Amodorrado por el Sol y mis pensamientos, me quedé dormido.
No habría pasado ni media hora cuando desperté. Me giré para ver como dormía Carmen. O eso parecía. No veía sus ojos debajo de las gafas de sol. Seguía desnuda. Me fijé en su frondosa mata de pelo. Subí la mirada hasta llegar a su pecho. Subía y bajaba lentamente mientras sus pezones ahí seguían tiesos. Y yo sin poder quitarme de la cabeza a mi tío. Me hubiera ido sin decir nada, pero me parecía ridículo.
Ahí estaba yo con mis pensamientos, contemplándola, cuando una sonrisa se dibujó en su cara. Empezó a masturbarse lentamente. No le costó provocarme una nueva erección.
Y me olvidé de mi tío otra vez. Me arrodillé en el suelo a los pies de su hamaca, la recoloqué para que quedase al borde y le abrí las piernas. Esquivé esa jungla de pelo con las manos y hundí mi lengua en su raja. Tenía los labios mayores extragrandes, los zarandeé a lametazos un buen rato. Por lo visto, le gustaba bastante.
Cuando se me durmieron las piernas por estar de rodillas, buscamos otra posición. No había muchas opciones, pero no nos decidíamos. Tiró de mi brazo hacia la puerta de la terraza y entramos en casa. A falta de una, teníamos cuatro camas para elegir. Empezamos haciendo un 69 que, sin estar mal, no nos entusiasmó a ninguno. Pero sí tuve la sensación de que ahora estaba más cómoda y tenía una técnica más placentera cuando me realizaba la felación.
La coloqué a cuatro patas y se apartó un poco susurrando que por el culo no. No era mi intención. La incorporé, le besé el cuello por detrás mientras frotaba mi sexo en sus nalgas. Dediqué unos minutos a masajear sus tetas y, sobre todo, estimular sus pezonazos y volví a guiarla para que se pusiera en posición.
Cualquiera que haya probado esa postura sabe de sus ventajas. No era la perspectiva que más me motivaba, la de su esquelética espalda, pero entre la profundidad que permite y lo poco que pesa Carmen, que facilita alcanzar mucha velocidad si tenéis coordinación, el clímax no tardó en llegar. No esperaba que la cantidad de esperma fuese muy abundante, pero tuve cuidado por si acaso. Si antes puso atención para no manchar, ahora me parecía mucho más necesario. Me aseguré de que todo cayese en su espalda. No se derramó ni una sola gota en la colcha.
No sé si te has dado cuenta, pero no nos dimos ni un solo beso en la boca. Creo que los dos teníamos sentimientos encontrados. Queríamos y no. Puede que mi cabeza no fuese la única que había fantaseado previamente.
Salimos a la terraza y nos remojamos con la manguera para limpiarnos. Saciado pero incómodo, me despedí para irme cuanto antes. Ella no puso ninguna pega y me despachó con la misma diplomacia.
Desde entonces, he ido a visitarles con menos frecuencia. Hemos tenido algún roce, alguna mirada o gesto provocador, pero nada más. Me siento mal por mi tío y creo que ella también. Pero sé que, si la ocasión se da de manera imprevista, volveremos a follar.
A mí, Carmen me ha puesto cachondo desde que tengo memoria. Y todo empezó de manera muy inocente. Severino y Carmen no viven en el pueblo como casi toda la familia. Se marcharon. Y vienen en las ocasiones especiales: en verano, en Navidad, en Semana Santa… Siempre les he tenido cariño, pero es un cariño extraño. No es el mismo que a otros hermanos que sí veía a diario. Severino se ganó mi aprecio con el trato que me ha dispensado desde que era un niño, el que ya he comentado. Así, cuando mis padres me decían que había venido mi tío Severino, no tardaba en ir a su casa de visita. Un año fui con especial interés, porque con Severino y Carmen vino también Julieta, su hija recién nacida a la que todavía no conocía.
El día que conocí a mi prima me llamaron la atención dos cosas: la ilusión de unos padres primerizos y las tetas de Carmen. Las vi en todo su esplendor. Y no de manera fugaz. Cuando amamantaba a Julieta sacaba los dos pechos sin pudor. La prenda que llevaba estaba diseñada para facilitarlo de esta manera. Y Julieta tenía hambre cada poco. Ya solo esa tarde fueron tres veces las que me regocijé. Los hombres podemos emocionarnos con facilidad y ser muy básicos algunas veces. Pero no sería justo dar ese argumento con las tetas de mi tía. Carmen es una mujer delgada, bastante delgada. Muy morena de pelo y algo menos de piel, pero es oscura también. Su culo es un culo carpeta. Un culo huesudo. Es bastante guapa. Resultona. Y sus tetas, ay, sus tetas son como un coche tuneado en el que se ha puesto un alerón y unas llantas tan grandes que nunca pensarías que vienen de serie. No te equivoques, no son de silicona. No lo digo por eso. Las tetas de Carmen son tan grandes que no parecen encajar en coherencia con lo demás.
Cuando las vi por primera vez me parecieron enormes, llenas de leche. Inexperto que era en ese momento, veía dos globos de carne maciza y redonda con pezones que parecían más duros que el diamante. Y grandes también. Del tamaño de un dedo pulgar.
Ese verano estuve de visita en esa casa a diario. Mas que nunca en mi vida. Ya te puedes imaginar por qué. Le veía todos los días las tetas a Carmen. Siendo el mocoso que era, no había nada más que pudiera hacer. Y ella, por cojones, tenía que notarlo. Pero nunca se cubrió. Ni siquiera se giró para ocultármelas. Ni un ápice de incomodidad. Sí, ese verano lo dediqué a ver tetas todos los días. De manera, casi, literal.
Desde entonces, cada vez que veía a Carmen echaba un vistazo a su pecho, para ver si seguían sus tetas ahí. Algunas veces aparecían totalmente tapadas y otras con escote. Más disimuladas o considerablemente marcadas seguían ahí. Las tetas seguían siempre con Carmen. Con Severino tuve siempre mucho trato, conversaciones, confianza. Con Carmen me ponía un poco nervioso por mis pensamientos impuros. Tenía pequeñas conversaciones sin importancia y nada más.
Y así, podría definir la relación con mis tíos, año tras año y sin mucha variación hasta hace cinco veranos. Aquel en el que cumplí mis 25.
Vinieron como siempre a principios de agosto. Fui a verlos como era costumbre. Estaban los dos en la parte alta, en una terraza que era huerto cuando la casa estaba habitada todo el año. Tomaban el sol en hamacas prácticamente pegadas. Hacía calor. Severino iba en bañador de bermudas, con su pecho ya algo canoso al aire. Carmen llevaba un bikini negro muy discreto. Amplio. Aunque en braguita me pareció que se marcaba la pelambrera del coño. Sus tetas, tapadas y en esa posición, tumbada bocarriba, no dejaba ver apenas nada.
No había pasado ni media hora cuando Severino anunció que se iba a buscar a Julieta. Estaba “de campamentos” y acababa ese día. Antes de la cena estarían aquí los dos de vuelta. Dada la escasa relación con Carmen, lo primero que pensé es que me iría yo también cuando se fuese él. Quedarme me resultaba hasta incómodo. No sabría ni de qué hablar y nunca tuve intención de mancillar el honor de mi tío. Fue ella la que me propuso que me quedase. Que estaba sola. Y fue mi tío el que insistió en que le hiciera compañía un rato. Que me quedara. Pues me quedé.
Severino se marchó y yo me tumbé en su hamaca. Al lado de la de Carmen. Disfrutando del Sol en silencio. Pasó un rato y empecé a sudar por el calor. Me estaba cociendo. Carmen, ante la evidencia, me dijo que era lo esperable si tomaba el Sol con ropa. Me quité la camiseta y después de dudar unos minutos, me quité el pantalón, quedando en calzoncillos. Al menos eran dignos, tipo bóxer. Carmen me miró de reojo, pero no dijo nada. Mucho más cómodo, me puse las gafas de Sol y, poco a poco, me quedé dormido.
No fue un sueño profundo. Diría que solo duró unos minutos, pero fue lo suficiente para que a Carmen le diera tiempo de quitarse la parte de arriba sin que me enterase. Cuando lo descubrí, me puse nervioso. Tenía las tetas al alcance de mi mano, expuestas, desafiantes. Ella lo notó y se burló. Me preguntó si pasaba algo y me hice el loco. Así provoqué que me contestara que llevaba toda la vida mirándolas, a ver si ahora me iba a poner nervioso. Hice como que no entendía lo que quería decir y me lo aclaró: “desde que eras un crío las mirabas embobado. Luego te volviste más discreto, pero siempre que puedes echas una mirada”. El zasca se oyó en Pekin. No sabía qué decir, así que no dije nada. Se reía.
Tenían preparada una piscina desmontable, algo más grande que una piscina hinchable, pero poco. Carmen se cansó de tomar el Sol y se metió en el agua. Yo solo observaba. Con cierto disfrute. Un rato después comentó que el agua estaba muy bien de temperatura. Le dije que no tenía bañador. Ella respondió tranquilamente que eso tenía fácil solución. Que yo me lo perdía. Dudé. No un minuto, ni dos. Al menos diez. Me acerqué a la piscina y me quité el bañador. Estaba ya estaba algo morcillón y, sin llegar a lucirme, entré con tranquilidad sabiendo que mi desnudez no me iba a dejar en mal lugar. Me metí rápido, eso sí. Intentando no exponerme más de lo necesario.
Me situé en el extremo opuesto. Nos mirábamos de frente y me dio la sensación de que ella sonreía con malicia. Metí la cabeza debajo del agua y descubrí que ella tampoco llevaba nada debajo. Tenía una pelambrera frondosa. Un coño de película erótica vintage. De los que salían en las cintas VHS de las películas que podías comprar en gasolineras en los años 90, a lo largo y ancho de la península ibérica. Un poco más arriba, me encontré unas tetas que seguían su propia coreografía acuática, moviéndose con cada movimiento de Carmen.
En esos tiempos, un poco tímido y bastante decente (o lo pretendía, al menos) ya era. Pero tonto no. Lo que estaba pasando aquí era evidente. Y que a mí me apetecía lo era todavía más. El hecho de que ella llevase la iniciativa desde el principio facilitó los acontecimientos. Seguramente, de no ser así, yo no habría provocado el desenlace.
Con picardía, provocándome, se fue acercando pegada a la pared de la piscina muy despacio. Cuando llegó a mi lado, se puso encima directamente. Jugueteamos un buen rato: caricia por aquí, roce por allá, estimulación por aquí, teta por allá… hasta que se dejó caer y le fue entrando, hasta el final. Notaba el agua, su mata de pelo poblada y poca fricción en la penetración. Si has tenido relaciones bajo el agua, sabrás que no es tan increíble como parece. Además, disuelve el lubricante natural. Dando por concluidos los preliminares, me puse en pie para salir y buscar un emplazamiento mejor. Al hacerlo, mi pene quedó a escasos centímetros de su cabeza y antes de tener un pie fuera ya se había aferrado a él. Comenzó a hacerme una felación que, aunque me pareció muy excitante, no fue muy placentera. Tuve la sensación de que no estaba muy cómoda haciéndolo y no tardamos en salir de ahí.
Intentamos encontrar la postura encima de una hamaca, pero fue imposible. Fue un momento totalmente anticlimático y, por qué no decirlo, un pelín ridículo. Por suerte no insistimos mucho. La llevé hasta la pared, se apoyó con las dos manos encorvándose, facilitando la penetración desde detrás. Y eso hice. Empecé a penetrarle despacio, acelerando el ritmo hasta la embestida. Al principio, no mostraba apenas respuesta, pero al aumentar la potencia empezó a gemir, coincidiendo con los momentos en los que la penetración era más intensa. Se movía intentando favorecer mis movimientos y veía sus tetas aparecer y desaparecer de mi vista. Nos daba el Sol y nos estábamos sofocando, sobre todo yo. Nos refrescamos con una manguera. Masturbándonos y acariciándonos al mismo tiempo.
Cogimos una de las toallas de la hamaca y la extendimos en el suelo, en una zona de sombra. Me tumbé y se sentó en mi cadera. Frotó su sexo con el mío y luego, agarrándolo, lo dirigió a su entrada, descendiendo lentamente. Se quedó unos segundos así sin moverse. Mirándome a los ojos con una sonrisa de satisfacción, o así lo interpreté yo. Empezó a subir y bajar. El movimiento de cadera sí se le daba muy bien. Se movía lo imprescindible para optimizar sus cabalgadas. Entraba entera y salía casi entera. Plof, plof, plof. Un débil sonido de chapoteo empezó a escucharse cuando sus nalgas o sus muslos chocaban con los míos. Sus tetas subían y bajaban en un balanceo frenético. Ya no eran las de hace dos décadas, habían menguado un poco, pero sus pezones seguían siendo bien grandes y me aferraba a ellos para estimularlos cada poco tiempo.
No lo vi venir. Sus músculos vaginales se contrajeron, se tensó y soltó un leve bufido. Se desmontó y sin perder el tiempo empezó a pajearme a toda velocidad. Esto también parecía dominarlo. No tardé en correrme. Cuando notó que iba a terminar puso la mano libre a modo de capucha, acariciando mi prepucio, y recibió todas mis descargas. Una técnica placentera, pero intuyo que su uso se basaba más en criterios de limpieza que de placer. Escurrió los restos de mi miembro en su mano y luego fue a lavarse. Fue mecánico. No tengo dudas de que ya lo había hecho cientos de veces antes.
Nos tumbamos en las hamacas. Hicimos algún comentario, pero no hablamos mucho más. En silencio, empecé a pensar en mi tío y a sentir culpa. Severino no se merecía esto y me pregunté si no habría sucedido con otros hombres antes ya. Amodorrado por el Sol y mis pensamientos, me quedé dormido.
No habría pasado ni media hora cuando desperté. Me giré para ver como dormía Carmen. O eso parecía. No veía sus ojos debajo de las gafas de sol. Seguía desnuda. Me fijé en su frondosa mata de pelo. Subí la mirada hasta llegar a su pecho. Subía y bajaba lentamente mientras sus pezones ahí seguían tiesos. Y yo sin poder quitarme de la cabeza a mi tío. Me hubiera ido sin decir nada, pero me parecía ridículo.
Ahí estaba yo con mis pensamientos, contemplándola, cuando una sonrisa se dibujó en su cara. Empezó a masturbarse lentamente. No le costó provocarme una nueva erección.
Y me olvidé de mi tío otra vez. Me arrodillé en el suelo a los pies de su hamaca, la recoloqué para que quedase al borde y le abrí las piernas. Esquivé esa jungla de pelo con las manos y hundí mi lengua en su raja. Tenía los labios mayores extragrandes, los zarandeé a lametazos un buen rato. Por lo visto, le gustaba bastante.
Cuando se me durmieron las piernas por estar de rodillas, buscamos otra posición. No había muchas opciones, pero no nos decidíamos. Tiró de mi brazo hacia la puerta de la terraza y entramos en casa. A falta de una, teníamos cuatro camas para elegir. Empezamos haciendo un 69 que, sin estar mal, no nos entusiasmó a ninguno. Pero sí tuve la sensación de que ahora estaba más cómoda y tenía una técnica más placentera cuando me realizaba la felación.
La coloqué a cuatro patas y se apartó un poco susurrando que por el culo no. No era mi intención. La incorporé, le besé el cuello por detrás mientras frotaba mi sexo en sus nalgas. Dediqué unos minutos a masajear sus tetas y, sobre todo, estimular sus pezonazos y volví a guiarla para que se pusiera en posición.
Cualquiera que haya probado esa postura sabe de sus ventajas. No era la perspectiva que más me motivaba, la de su esquelética espalda, pero entre la profundidad que permite y lo poco que pesa Carmen, que facilita alcanzar mucha velocidad si tenéis coordinación, el clímax no tardó en llegar. No esperaba que la cantidad de esperma fuese muy abundante, pero tuve cuidado por si acaso. Si antes puso atención para no manchar, ahora me parecía mucho más necesario. Me aseguré de que todo cayese en su espalda. No se derramó ni una sola gota en la colcha.
No sé si te has dado cuenta, pero no nos dimos ni un solo beso en la boca. Creo que los dos teníamos sentimientos encontrados. Queríamos y no. Puede que mi cabeza no fuese la única que había fantaseado previamente.
Salimos a la terraza y nos remojamos con la manguera para limpiarnos. Saciado pero incómodo, me despedí para irme cuanto antes. Ella no puso ninguna pega y me despachó con la misma diplomacia.
Desde entonces, he ido a visitarles con menos frecuencia. Hemos tenido algún roce, alguna mirada o gesto provocador, pero nada más. Me siento mal por mi tío y creo que ella también. Pero sé que, si la ocasión se da de manera imprevista, volveremos a follar.