Volver después de mucho..

EscritorFrustrado

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Capítulo 1: Choque de carros
Antonio acababa de llegar al barrio. Llevaba diez años fuera. Cuando su constructora quebró por la crisis, solo le quedó la opción de cruzar el charco y seguir ganándose el pan con lo único que sabía hacer: trabajar en la obra. Pero jamás dejó de mirar atrás. Siempre tenía en su mente el barrio, los amigos de siempre y una vida en España que, por mucho que se esforzó, jamás logró tener en el Perú que lo acogió desde el primer día. Alquiló un piso y encontró empleo en una fábrica cercana. Todo empezaba a acomodarse.
Fue una mañana de sábado, mientras hacía la compra en Mercadona, cuando un choque contra un carro desencadenaría una aventura que superaría cualquier idea que hubiese rondado jamás por su mente. Cruzaba el pasillo donde se apilaban de diferente manera bollería industrial y pan de molde mientras consultaba en la pantalla de su móvil la lista de la compra, cuando notó un fuerte golpe. Levantó la cabeza y la vio. Tenía alguna arruga, sí, pero se seguía conservando tan guapa como siempre. Maite lo miró sin creérselo.
—¿Cuándo has vuelto? —le dijo con cara de sorpresa mientras reprimía un gesto de sorpresa.
—Llevo apenas un mes. Quería empezar a escribiros o saber de vosotros, pero entre arreglar la mudanza, el nuevo trabajo y empezar a echar a rodar no lo he podido hacer.
Ambos se dieron un abrazo sentido.
—¿Qué tal estáis? ¿Cómo le va a José? ¿Al final encontró algo? —Las preguntas de Antonio salían disparadas sin que apenas tuviese tiempo de respirar. Quería saberlo todo. Aquel encuentro le había hecho tremenda ilusión.
Maite cambió la cara. No a tristeza, pero sí le daba un aspecto más comedido. Hizo una breve pausa, como si estuviese pensando qué palabras escoger para contarle a aquel viejo amigo varios episodios de su vida que se había perdido.
—Ya no estamos juntos, Antonio. Cuando quebró la constructora y os quedasteis en la calle, lo pasamos bastante mal. Al principio no lo notamos apenas. Con el paro y mi sueldo, además de la indemnización que os dieron, podíamos vivir holgados. Pero José no quería estar viviendo de mí. Le entró en la cabeza una paranoia de que no podía permitir que su hogar lo mantuviese la mujer. No me lo tomé a mal. Supuse que era normal aquel alarde de rebeldía y rabia por perder su condición de proveedor de sustento familiar. Con el tiempo, planteó montar un negocio. Abrió una casa rural en el pueblo, en la vieja casa de sus padres. Acondicionó una parte para vivienda y dejó el resto para arrendar por temporadas. Ganaba bastante dinero, pero tenía que vivir a diario a bastantes kilómetros de nosotros. Los primeros meses venía todos los fines de semana a dormir a casa. Se las arreglaba para dejar todo limpio y perfecto para que los huéspedes pasasen apenas dos días sin nadie por allí. Pero más adelante las visitas se empezaron a escalonar bastante. Primero cada quince días, después una vez al mes. Hubo temporadas en las que mis hijos apenas veían a su padre dos horas al mes.
Hizo una breve pausa para tomar aire.
—Pero bueno, ya nos hemos hecho a ello. Ya han pasado cinco años de aquello. —Recuperó una sonrisa, como quien abre un paraguas de colores en mitad de una tormenta, dando un punto colorido a un día gris.— Ahora estamos las dos solitas. —Movió la mirada hacia su izquierda. Hacia una chica menudita, de no más de 1,60 de altura, con dos ojos marrones como platos que miraban queriéndose comer el mundo y una sonrisa cariñosa adornada por dos labios gruesos que salían con elegancia hacia fuera. Vestía muy informal, sin maquillaje que disimulase las marcas que el acné le había dejado de por vida. Dejaba caer una melena despeinada, enorme y voluminosa, de color castaño con toques rubios cuando los focos del supermercado se reflejaban en ella.
—No me digas que tú eres...
—Sí, es Alicia. Mi niña.
—Madre mía, si eras una cría cuando me fui. Me acuerdo de que siempre andabas con tu bolsito, muy presumida, y querías que te comprasen pintalabios de estos brillantes.
Ella empezó a sonreír y sonrojarse de manera tímida.
—Qué vergüenza. Vaya vicio tenía con el gloss.
—Oye, ¿y falta otro, no? —Miré a Maite.
—Sí, falta mi José. Este año ha empezado la carrera y se ha ido a estudiar fuera. Por eso te digo que estamos solas. Y tan a gusto. —Madre e hija se miraron con gesto cómplice, sonriendo. Antonio no podía dejar de mirar la expresividad que Alicia tenía en la cara.
—Dos mujeres solas en casa, qué peligro.
Los tres rieron.
Antonio alternaba la mirada entre ambas, pero inconscientemente se frenaba y le costaba más separar la vista de Alicia. Había algo en ella que transmitía demasiado. No encontraba el porqué, pero no podía dejar de mirarla. Se sorprendió manteniendo la vista demasiado tiempo en ella y dejando de prestar atención a lo que Maite le estaba diciendo. Se puso nervioso. Maite lo notó.
—¿Te estoy aburriendo, no? —Fue lo más nítido que escuchó en ese rato.
—No, no, de verdad. Es que aún sigo dándole vueltas a lo de José. —Acertó con la excusa.— Todavía no me explico la situación. Nunca fuisteis una pareja que hubiese salido en las quinielas de divorcio.
Los nervios de Antonio, aunque por un motivo distinto, reforzaron su versión. Daba la impresión de querer preguntar, pero de estar mordiéndose la lengua, aunque por su cabeza pasase una situación completamente ajena a aquellos líos matrimoniales.
Maite apenó su gesto.
—Ya, bueno. La vida da muchas vueltas.
Notó también tristeza en la mirada de Alicia.
—¿Te apetece que nos veamos el viernes? Te invitamos a cenar en casa.
La proposición de Maite le pilló de sorpresa. No sabía cómo tomársela. Aunque el hecho de que incluyese un plural, que sugiriese la presencia de Alicia, suavizaba el hecho de quedar con la exmujer de un amigo suyo.
 
Capítulo 1: Choque de carros
Antonio acababa de llegar al barrio. Llevaba diez años fuera. Cuando su constructora quebró por la crisis, solo le quedó la opción de cruzar el charco y seguir ganándose el pan con lo único que sabía hacer: trabajar en la obra. Pero jamás dejó de mirar atrás. Siempre tenía en su mente el barrio, los amigos de siempre y una vida en España que, por mucho que se esforzó, jamás logró tener en el Perú que lo acogió desde el primer día. Alquiló un piso y encontró empleo en una fábrica cercana. Todo empezaba a acomodarse.
Fue una mañana de sábado, mientras hacía la compra en Mercadona, cuando un choque contra un carro desencadenaría una aventura que superaría cualquier idea que hubiese rondado jamás por su mente. Cruzaba el pasillo donde se apilaban de diferente manera bollería industrial y pan de molde mientras consultaba en la pantalla de su móvil la lista de la compra, cuando notó un fuerte golpe. Levantó la cabeza y la vio. Tenía alguna arruga, sí, pero se seguía conservando tan guapa como siempre. Maite lo miró sin creérselo.
—¿Cuándo has vuelto? —le dijo con cara de sorpresa mientras reprimía un gesto de sorpresa.
—Llevo apenas un mes. Quería empezar a escribiros o saber de vosotros, pero entre arreglar la mudanza, el nuevo trabajo y empezar a echar a rodar no lo he podido hacer.
Ambos se dieron un abrazo sentido.
—¿Qué tal estáis? ¿Cómo le va a José? ¿Al final encontró algo? —Las preguntas de Antonio salían disparadas sin que apenas tuviese tiempo de respirar. Quería saberlo todo. Aquel encuentro le había hecho tremenda ilusión.
Maite cambió la cara. No a tristeza, pero sí le daba un aspecto más comedido. Hizo una breve pausa, como si estuviese pensando qué palabras escoger para contarle a aquel viejo amigo varios episodios de su vida que se había perdido.
—Ya no estamos juntos, Antonio. Cuando quebró la constructora y os quedasteis en la calle, lo pasamos bastante mal. Al principio no lo notamos apenas. Con el paro y mi sueldo, además de la indemnización que os dieron, podíamos vivir holgados. Pero José no quería estar viviendo de mí. Le entró en la cabeza una paranoia de que no podía permitir que su hogar lo mantuviese la mujer. No me lo tomé a mal. Supuse que era normal aquel alarde de rebeldía y rabia por perder su condición de proveedor de sustento familiar. Con el tiempo, planteó montar un negocio. Abrió una casa rural en el pueblo, en la vieja casa de sus padres. Acondicionó una parte para vivienda y dejó el resto para arrendar por temporadas. Ganaba bastante dinero, pero tenía que vivir a diario a bastantes kilómetros de nosotros. Los primeros meses venía todos los fines de semana a dormir a casa. Se las arreglaba para dejar todo limpio y perfecto para que los huéspedes pasasen apenas dos días sin nadie por allí. Pero más adelante las visitas se empezaron a escalonar bastante. Primero cada quince días, después una vez al mes. Hubo temporadas en las que mis hijos apenas veían a su padre dos horas al mes.
Hizo una breve pausa para tomar aire.
—Pero bueno, ya nos hemos hecho a ello. Ya han pasado cinco años de aquello. —Recuperó una sonrisa, como quien abre un paraguas de colores en mitad de una tormenta, dando un punto colorido a un día gris.— Ahora estamos las dos solitas. —Movió la mirada hacia su izquierda. Hacia una chica menudita, de no más de 1,60 de altura, con dos ojos marrones como platos que miraban queriéndose comer el mundo y una sonrisa cariñosa adornada por dos labios gruesos que salían con elegancia hacia fuera. Vestía muy informal, sin maquillaje que disimulase las marcas que el acné le había dejado de por vida. Dejaba caer una melena despeinada, enorme y voluminosa, de color castaño con toques rubios cuando los focos del supermercado se reflejaban en ella.
—No me digas que tú eres...
—Sí, es Alicia. Mi niña.
—Madre mía, si eras una cría cuando me fui. Me acuerdo de que siempre andabas con tu bolsito, muy presumida, y querías que te comprasen pintalabios de estos brillantes.
Ella empezó a sonreír y sonrojarse de manera tímida.
—Qué vergüenza. Vaya vicio tenía con el gloss.
—Oye, ¿y falta otro, no? —Miré a Maite.
—Sí, falta mi José. Este año ha empezado la carrera y se ha ido a estudiar fuera. Por eso te digo que estamos solas. Y tan a gusto. —Madre e hija se miraron con gesto cómplice, sonriendo. Antonio no podía dejar de mirar la expresividad que Alicia tenía en la cara.
—Dos mujeres solas en casa, qué peligro.
Los tres rieron.
Antonio alternaba la mirada entre ambas, pero inconscientemente se frenaba y le costaba más separar la vista de Alicia. Había algo en ella que transmitía demasiado. No encontraba el porqué, pero no podía dejar de mirarla. Se sorprendió manteniendo la vista demasiado tiempo en ella y dejando de prestar atención a lo que Maite le estaba diciendo. Se puso nervioso. Maite lo notó.
—¿Te estoy aburriendo, no? —Fue lo más nítido que escuchó en ese rato.
—No, no, de verdad. Es que aún sigo dándole vueltas a lo de José. —Acertó con la excusa.— Todavía no me explico la situación. Nunca fuisteis una pareja que hubiese salido en las quinielas de divorcio.
Los nervios de Antonio, aunque por un motivo distinto, reforzaron su versión. Daba la impresión de querer preguntar, pero de estar mordiéndose la lengua, aunque por su cabeza pasase una situación completamente ajena a aquellos líos matrimoniales.
Maite apenó su gesto.
—Ya, bueno. La vida da muchas vueltas.
Notó también tristeza en la mirada de Alicia.
—¿Te apetece que nos veamos el viernes? Te invitamos a cenar en casa.
La proposición de Maite le pilló de sorpresa. No sabía cómo tomársela. Aunque el hecho de que incluyese un plural, que sugiriese la presencia de Alicia, suavizaba el hecho de quedar con la exmujer de un amigo suyo.
Espero que sigas con el relato, me da que se va a poner interesante. 😉
 
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