Mi hija, mi delirio

Cjbandolero

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Capítulo 1


Ramón empujó la puerta del baño con el hombro, los ojos fijos en el móvil. Un mensaje de trabajo, otro retraso en un pedido, la misma mierda de siempre. No oyó la música suave que emitía el altavoz portátil, ni notó el vapor que flotaba en el aire, ni escuchó los pasos suaves sobre el suelo. Solo levantó la vista cuando un jadeo corto, casi un grito, lo sacó de su burbuja. Celia estaba ahí, a dos pasos, con una toalla blanca a medio enrollar en la cintura. El pelo rubio, húmedo, le caía en mechones sobre los hombros. Sus pechos, grandes, naturales, talla 100 como él sabría después, estaban a la vista, brillando bajo la luz del baño, con gotas de agua deslizándose por la piel. Eran más grandes que los de Ana, su mujer, mucho más. Firmes, redondos, con unos pezones rosados que parecían gritarle algo que no quería escuchar. Ramón se quedó paralizado, el móvil casi se le cae de las manos.

—Joder, lo siento, Celia, yo… —balbuceó, dando un paso atrás, tropezando con el marco de la puerta.

Ella se cubrió rápido, subiendo la toalla con un movimiento torpe, pero no gritó ni se puso histérica. Solo lo miró, con esos ojos verdes que siempre parecían saber más de lo que decían.

—Tranquilo, papá, no pasa nada —dijo, con una calma que a Ramón le pareció fuera de lugar. Su voz era suave, casi divertida, como si él hubiera derramado café en la mesa y no como si acabara de verla medio desnuda.

Ramón cerró la puerta de un tirón, el corazón le latía en las sienes. Se apoyó contra la pared del pasillo, el móvil todavía en la mano, la pantalla ahora negra. “Mierda, mierda, mierda”, pensó. ¿Cómo no oyó la música? ¿Por qué no llamó antes de entrar? Pero, sobre todo, ¿por qué no podía quitarse de la cabeza la imagen de los pechos de su hija? Era como si se hubieran grabado a fuego en su retina, cada curva, cada gota de agua, cada detalle que no debería estar pensando. Bajó al salón, con las piernas temblándole un poco. La casa estaba en silencio, salvo por el murmullo lejano de la tele en la cocina, donde Ana, su mujer, preparaba algo para la cena. Ana, con su pelo castaño recogido en un moño descuidado, con la misma sudadera gris que usaba desde hace años, ya no era la mujer de la que se enamoró perdidamente. La chispa entre ellos se había apagado hacía tiempo, quizás después del nacimiento de Marcos, su hijo menor, o quizás antes, cuando las facturas y la rutina se comieron lo poco que quedaba de pasión. Hacían el amor de vez en cuando, como quien cumple un trámite, pero no era lo mismo, no había deseo, no había pasión, no había nada. Y ahora, esa imagen de Celia en el baño le quemaba por dentro.

Ramón se sentó en el sofá, fingiendo mirar el móvil, pero su cabeza estaba en otro lado. Intentó pensar en el trabajo, en el partido del fin de semana, en cualquier cosa. Pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Celia, su piel húmeda, sus tetas, su mirada tranquila. “Es tu hija, imbécil”, se repetía, apretando los dientes. Pero no era de piedra. Nadie lo era.



La casa era un caos organizado, como siempre. En la cocina, Ana cortaba cebollas con un cuchillo que necesitaba afilarse desde hacía meses. El olor picante llenaba el aire, mezclado con el del aceite calentándose en la sartén. No había notado nada raro en Ramón, no aún. Estaba demasiado metida en su propio mundo: el trabajo en la oficina, las facturas que no dejaban de llegar, las discusiones con Marcos porque no estudiaba lo suficiente. A sus 47 años, Ana se sentía agotada, como si la vida le hubiera chupado la energía sin pedir permiso. No se daba cuenta de que Ramón apenas la miraba, de que sus conversaciones eran cada vez más cortas, más vacías.

Marcos, de 17 años, estaba en su habitación, con los auriculares puestos y el ordenador encendido. Jugaba a algo online, gritando de vez en cuando a sus amigos por el micrófono. Era un chico flaco, desgarbado, que todavía no sabía muy bien quién era ni qué quería. En cambio Celia siempre había sido la estrella de la familia, la que sacaba buenas notas, la que sonreía y hacía que todo pareciera fácil. Marcos, en cambio, era el que llegaba tarde, el que olvidaba las cosas, el que siempre estaba a la sombra de su hermana. La dinámica familiar tenía sus ritmos, sus rituales. Los viernes por la noche, cuando no había planes, cenaban juntos en el salón, viendo alguna serie que Ana elegía y que Marcos criticaba sin parar. Celia solía sentarse en el sillón, con las piernas cruzadas, haciendo comentarios ingeniosos que hacían reír a todos, incluso a Ramón, que a veces se sorprendía mirándola más de lo necesario. No era algo nuevo, esa admiración por su hija. Siempre había sido una niña especial, lista, carismática. Pero ahora, a sus 24 años, ya era toda una mujer y esa admiración empezaba a mezclarse con algo que lo incomodaba, algo que no quería nombrar.

Celia bajó al salón unos minutos después del incidente en el baño, con una camiseta holgada y unos leggings negros que marcaban cada curva de su cuerpo. Había pasado de ser la niña gordita casi insegura que se escondía en sudaderas grandes a una mujer que sabía exactamente cómo moverse, cómo mirar, cómo ocupar el espacio. No era delgada como las modelos de las revistas, pero tenía la carne donde debía estar: caderas anchas, muslos firmes, y esos pechos que parecían desafiar la gravedad. Se sentó en el sillón frente a Ramón, cruzando las piernas, y sacó el móvil.

—¿Qué tal el curro, papá? —preguntó, sin levantar la vista de la pantalla como si el incidente del baño fuera lo más normal del mundo.

Ramón se tensó, como si la voz de Celia fuera un cable eléctrico. La miró de reojo, intentando no fijarse en cómo la camiseta se le ajustaba al pecho, en cómo los leggings marcaban la curva de sus muslos.

—Bien, lo de siempre —respondió, con la voz un poco ronca. Carraspeó, tratando de sonar normal—. ¿Y tú? ¿Qué tal la uni?

Celia sonrió, una sonrisa que era a la vez inocente y peligrosa.

—Agobiante, pero ya sabes, me las apaño. Tengo un profe que es un pesado, pero bueno le sigo el rollo.

Ramón asintió, sin saber qué decir. Quería levantarse, irse a la cocina, hacer algo que lo sacara de ese sofá, pero no podía moverse. Era como si la presencia de Celia lo anclara, como si su cuerpo, su voz, su olor a champú de coco lo atraparan en una red invisible.

Celia siempre había visto a su padre de una manera diferente. De pequeña, cuando era una niña regordeta que se sentía fuera de lugar, Ramón era su héroe. La llevaba a hombros al parque, le enseñaba a montar en bici, le decía que era guapa aunque ella no se lo creyera. Con los años, esa admiración se transformó en algo más complejo. A los 16, empezó a fijarse en hombres mayores: profesores, amigos de su padre o de sus amigas, incluso algún actor de series que le recordaba a él. No era algo que analizara demasiado, pero estaba ahí, como un murmullo en el fondo de su cabeza. Ramón, con su pelo canoso en las sienes, sus manos grandes, su manera de hablar tranquila pero firme, era el modelo de todo lo que le atraía. No le molestó que la viera en el baño. Bueno, quizás un poco, por la sorpresa, pero no se sintió avergonzada. Al contrario, una parte de ella, una parte que no quería admitir del todo, se sintió… poderosa. La forma en que los ojos de Ramón se abrieron, la manera en que tartamudeó, le dio una especie de control que no esperaba. No era algo que hubiera planeado, pero ahora que había pasado, no podía evitar pensar en ello. Cuando bajó al salón, se sentó con intención. No es que quisiera provocarlo, no exactamente, pero tampoco iba a esconderse. La camiseta holgada dejaba ver el contorno de sus tetas, y los leggings eran los que sabía que le quedaban bien. No lo miró directamente, no quería que fuera obvio, pero notó cómo él evitaba sus ojos, cómo sus manos se movían nerviosas sobre el móvil. “Pobrecito”, pensó, con una mezcla de ternura y diversión. Pero también había algo más, algo que le aceleraba el pulso, algo que no estaba segura de querer explorar.



La cena esa noche fue como cualquier otra, pero para Ramón fue una tortura. Ana había hecho tortilla de patatas cn cebolla, la favorita de Marcos, y había una ensalada que nadie tocó. La tele estaba encendida, mostrando un reality que Ana seguía con atención mientras comentaba lo absurdos que eran los concursantes.

—Esa tía no tiene dos dedos de frente —dijo Ana, señalando la pantalla con el tenedor—. ¿Quién se mete en una casa con desconocidos para pelearse por un microondas?

Marcos, con la boca llena, soltó una risa.

—Pues tú lo ves, mamá, así que tan tonta no será.

Ana le dio un manotazo suave en el brazo.

—No es lo mismo, listillo. Yo no me meto en la tele a hacer el ridículo.

Celia, que estaba sentada al lado de Ramón, se rió, inclinándose un poco hacia él sin darse cuenta. Su brazo rozó el de él, un contacto breve, pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío. Intentó concentrarse en la tortilla, en el comentario de Ana, en cualquier cosa que no fuera la imagen de Celia en el baño.

—¿Y tú, papá? ¿Qué harías si te metieran en un reality? —preguntó Celia, girándose hacia él con una sonrisa juguetona.

Ramón tragó saliva, sintiendo que todos los ojos estaban sobre él, aunque Ana seguía mirando la tele.

—No sé, supongo que me aburriría y me iría a dormir —dijo, intentando sonar casual. Pero su voz salió más tensa de lo que quería.

Celia se rió, y el sonido fue como un latigazo en su pecho.

—Qué soso eres, papá. Seguro que ganarías, con lo tranquilo que eres. Todo el mundo te votaría.

Ana levantó la vista, sonriendo por primera vez en la cena.

—Tu padre, tranquilo, dice. Si lo vieras en el trabajo, siempre gritando por el teléfono.

—No grito, Ana, hablo alto porque no me escuchan —respondió Ramón, agradecido por el cambio de tema.

La conversación siguió, con Marcos contando una anécdota del instituto y Ana quejándose de una compañera de trabajo. Pero Ramón apenas participaba. Cada vez que Celia hablaba, cada vez que se movía en su silla, él sentía su presencia como una corriente eléctrica. Intentaba no mirarla, pero sus ojos lo traicionaban. Un vistazo rápido a su camiseta, a la forma en que se ajustaba a sus pechos. Un vistazo a sus manos, que jugaban con el tenedor. Un vistazo a su boca, que sonreía mientras hablaba. “Para, joder”, se decía, pero no podía. Después de la cena, Marcos se encerró en su habitación, como siempre, y Ana se quedó fregando los platos. Ramón se ofreció a ayudar, pero ella lo despachó con un gesto.

—Ve a descansar, que tienes cara de muerto —dijo, sin mirarlo.

Ramón no discutió. Subió al baño, no porque necesitara ducharse, sino porque necesitaba estar solo. Cerró la puerta con pestillo, se quitó la camiseta y los vaqueros, y se metió bajo el chorro de agua caliente. El vapor llenó el aire, empañando el espejo, y por un momento, se sintió a salvo, como si el agua pudiera lavar no solo el sudor, sino también los pensamientos que lo atormentaban. Pero no fue así. Mientras el agua le caía por la espalda, cerró los ojos, y ahí estaba Celia. No podía evitarlo. La veía en el baño, con la toalla a medio subir, las tetas… joder que tetas, la piel brillante por el agua. Veía su sonrisa en el salón, la forma en que lo miraba, como si supiera algo que él no quería admitir. Veía sus curvas, su cuerpo, todo lo que no debería estar pensando. “Es tu hija”, se repetía, apoyando las manos contra los azulejos, dejando que el agua le golpeara la nuca. Pero no era de piedra. Nadie lo es.

Intentó pensar en Ana, en los primeros años, cuando todavía se reían juntos, cuando hacían el amor en el sofá del piso viejo sin preocuparse de si los vecinos oían. Pero la imagen de Ana se desvanecía, reemplazada por Celia, por su piel, por su voz. Se sentía como un traidor, como un monstruo, pero también sentía algo más, algo que lo hacía sentirse vivo por primera vez en años. Era deseo, puro, crudo, incontrolable. Abrió los ojos, jadeando, y cerró el grifo. Se quedó ahí, desnudo con la polla morcillona, con el agua goteando por su cuerpo, mirando su reflejo en el espejo empañado. “¿Qué coño te pasa?”, se preguntó. Era su hija. Su niña. La que había llevado al cole, la que había consolado cuando se caía de la bici. Pero ahora no era una niña. Era una mujer, una mujer que lo miraba de una manera que lo desarmaba, que lo hacía sentir cosas que no quería sentir. Esa noche, Ramón no durmió bien. Se quedó en el lado izquierdo de la cama, con Ana roncando suavemente a su lado. Intentó pensar en ella, en los buenos tiempos, pero no funcionó. Intentó pensar en el trabajo, en el partido del domingo, en cualquier cosa. Pero su cabeza volvía una y otra vez al baño, a Celia, a esas tetas que no tenían derecho a ser tan perfectas y que no sabía de quien las hubiera heredado, porque su mujer tenía el pecho muy pequeño. Se dio la vuelta, apretando los ojos, como si así pudiera borrar la imagen. Pero no podía.

A la mañana siguiente, el desayuno fue como siempre: Ana sirviendo café, Marcos comiendo cereales con la cabeza metida en el móvil con el tiktok de los cojones, Celia entrando tarde con una camiseta de tirantes que dejaba poco a la imaginación. Ramón intentó no mirarla, pero sus ojos lo traicionaron. Un vistazo rápido, suficiente para notar cómo la tela se ajustaba a su cuerpo, cómo sus pechos se movían ligeramente al sentarse. “Para, joder”, se dijo, clavando la vista en su taza de café.

—¿Estás bien, papá? —preguntó Celia, untando mantequilla en una tostada. Había un brillo en sus ojos, como si supiera algo que él no quería admitir.

—Si, sí, solo… cansado, no he dormido muy allá—murmuró Ramón, sintiendo que el calor le subía por el cuello.

Ana levantó la vista, frunciendo el ceño.

—Pues duerme más, que luego te quejas de que te duele la espalda —dijo, sin malicia, pero con ese tono de esposa que ya no se molesta en disimular la rutina.

Celia sonrió, solo un poco, y siguió comiendo. Ramón sintió que el aire en la cocina se volvía más denso, como si cada palabra, cada mirada, tuviera un peso que no podía ignorar.



El resto del día fue un infierno. En el trabajo, revisando facturas en la oficina de la fábrica, Ramón se sorprendía pensando en Celia. No solo en el baño, sino en cosas pequeñas: la forma en que se recogía el pelo, cómo se reía con los chistes malos de Marcos, cómo se sentaba en el sofá con las piernas cruzadas. Intentó distraerse, hablar con los compañeros, concentrarse en los números. Pero cada rato libre, su mente volvía a ella. En la pausa para el café, se sentó en la sala de descanso con Juan, un compañero que siempre tenía una historia que contar. Juan estaba hablando de su hijo pequeña, que había ganado un concurso de dibujo en el cole. Ramón asintió, sonriendo por cortesía, pero su cabeza estaba en otro lado.

—Oye, ¿tú qué tal con los tuyos? —preguntó Juan, dándole un codazo—. Celia ya es toda una mujer, ¿no? Debe de tener a los tíos haciendo cola.

Ramón se atragantó con el café, tosiendo para disimular.

—Si, bueno, ya sabes cómo es —dijo, con una risa forzada—. Siempre ocupada con la uni. Es muy responsable y toda una mujer, no como su hermano, que no tiene más mundo que los dichosos videojuegos.

Juan se rió, sin notar nada raro.

—Normal, con lo guapa que es. Pero cuidado, que luego te la roban y te quedas sin hija. Tu chico es un crio hombre, ya cambiará. —Dijo dándole una palmadita en el hombro—.

Ramón sonrió, pero por dentro se sentía como si le hubieran dado un puñetazo. “Guapa”. Claro que lo era. Demasiado. Y ese era el problema.



De vuelta en casa, la rutina siguió su curso. Ana estaba en el sofá, viendo una serie, con un cuaderno en el regazo donde apuntaba cosas del trabajo. Marcos estaba en su habitación, probablemente jugando. Celia llegó tarde, con una bolsa del súper en la mano.

—He traído helado —anunció, entrando en el salón con una sonrisa—. De chocolate, para variar.

Ana levantó la vista, agradecida.

—Eres un sol, Celia. Pero no comas mucho, que luego te quejas de que no te cabe la ropa.

Celia puso los ojos en blanco, riéndose.

—Mamá, relájate. Si me queda todo perfecto.

Ramón, que estaba en la cocina llenando un vaso de agua, sintió que el comentario le pegaba como un latigazo. “Perfecto”. Sí, todo en ella lo era. Demasiado perfecto. Se obligó a quedarse en la cocina, a no mirarla, a no pensar en cómo la ropa le marcaba las curvas.

Pero Celia entró, descalza, con la bolsa del helado todavía en la mano.

—¿Quieres un poco, papá? —preguntó, abriendo el congelador.

Ramón negó con la cabeza, sin mirarla.

—No, gracias cariño. Estoy lleno.

Ella se acercó, apoyándose en la encimera, tan cerca que él podía oler su perfume, una mezcla de coco y algo más dulce.

—Venga, no seas aburrido. Un poquito de helado no te va a matar.

Ramón la miró, solo un segundo, y fue un error. Sus ojos verdes, su sonrisa, la forma en que la camiseta se le pegaba al cuerpo. Todo en ella era una trampa, una que no sabía si quería evitar.

—Estoy bien, de verdad —dijo, dando un paso atrás, como si la encimera fuera un campo de minas.

Celia se encogió de hombros, pero no se movió.

—Tú te lo pierdes —dijo, y salió de la cocina con un balanceo de caderas que Ramón no pudo ignorar.

Esa noche, mientras Ana dormía a su lado, Ramón se quedó despierto, mirando el techo. La culpa lo carcomía, pero también había algo más, algo que lo hacía sentirse vivo, algo que no sentía desde hacía años. Era Celia. Su hija. Su niña. Pero también una mujer que lo miraba de una manera que lo desarmaba, que lo hacía cuestionarse todo. No sabía cuánto tiempo podría seguir así, luchando contra sí mismo, contra lo que sentía. No era de piedra. Y eso, precisamente, era el problema.

Continuará…
 
Capítulo 2


El sol se colaba por las persianas del salón, dibujando rayas de luz sobre el suelo. Habían pasado dos semanas desde aquel instante en el baño, pero para Ramón, el tiempo parecía haberse detenido en la imagen de Celia: su piel húmeda, sus pechos grandes y firmes, en la calma desconcertante de su mirada. Intentaba borrarlo, enterrarlo bajo la rutina, pero era como tratar de apagar un incendio con las manos. Cada mañana, al bajar a la cocina, sentía una mezcla de alivio y decepción si ella no estaba. Cada noche, al acostarse junto a Ana, cerraba los ojos y veía a su hija, no a su mujer. Se despreciaba por ello, pero el deseo era más fuerte que su voluntad. No era de piedra sencillamente. La casa seguía su curso, un engranaje doméstico que giraba sin pausa. Ana, con su moño deshecho y su sudadera gris, estaba atrapada en un bucle de trabajo, facturas y quejas sobre Marcos, que a sus 17 años vivía pegado al ordenador, gritando a sus amigos por el micrófono sin hacer ni caso a los libros. Celia, en cambio, era una presencia magnética, una chispa que iluminaba y quemaba al mismo tiempo. Sus pijamas ajustados, sus camisetas cortas, sus leggings que abrazaban cada curva de su cuerpo curvy: todo en ella parecía diseñado para atormentarlo. Ramón intentaba no mirar, pero sus ojos lo traicionaban, buscando el contorno de sus tetas, la curva de sus caderas o su generoso culo, el destello de su piel cuando se estiraba en el sofá, o cualquier detalle que para él era como un imán.

Celia tenía novio, Pablo, un chico de 26 años, estudiante de ingeniería con una sonrisa fácil y un carácter que hacía que todos lo quisieran. Venía a casa los fines de semana, se sentaba en el salón con una cerveza, hablaba de fútbol con Ramón y hacía reír a Ana con sus anécdotas. Era majo, demasiado majo, y eso a Ramón le revolvía el estómago. No eran celos, se repetía. No podían serlo. Pero cuando Pablo pasaba el brazo por los hombros de Celia, cuando ella se inclinaba para darle un beso rápido, Ramón sentía una punzada en el pecho, un calor que no tenía derecho a estar ahí. Era su hija. Su niña. Pero también una mujer que lo estaba volviendo loco y que le atormentaba la razón.



Una mañana, la rutina familiar se desplegó como un guion repetido. Ana servía café, con el pelo revuelto y los ojos cansados. Marcos comía cereales, con los auriculares puestos, ajeno al mundo. Celia entró tarde, con el pelo rubio suelto y una camiseta blanca de tirantes que usaba para estar por casa y que parecía una segunda piel. La tela era tan fina que los pezones se marcaban claramente, no solo el pezón en si, sino hasta la rugosidad de sus anchas areolas que eran como dos galletas porque no llevaba puesto el sujetador, dos puntos que atraían la mirada como un imán. Ramón intentó concentrarse en su tostada, en el café, en el periódico abierto sobre la mesa, pero fue inútil. Sus ojos se deslizaron hacia ella, un vistazo rápido, suficiente para grabar la imagen en su retina. Ella lo pilló. Sus ojos verdes se cruzaron con los suyos por un instante, y Ramón sintió que el aire se le escapaba. Pero Celia no dijo nada. Solo curvó los labios en una sonrisa mínima, casi secreta, y se sentó a la mesa.

—¿Qué tal el curro, papá? —preguntó cómo hacía cada mañana, untando mantequilla en una tostada con una lentitud que parecía deliberada.

Ramón carraspeó, sintiendo el calor subirle por el cuello. La voz le salió más ronca de lo que quería.

—Bien, lo de siempre. Mucho lío con los pedidos.

Ana, que fregaba una sartén en el fregadero, soltó un bufido.

—Siempre dices lo mismo, Ramón. A ver si un día te relajas. Es que eres tonto, ¿no te das cuenta? tus compañeros no hacen nada y todo te lo cargan a ti, y tu que no sabes ni imponerte ni quejarte te lo comes todo. Pero eso sí a la hora de cobrar todos cobráis igual.

Celia se rió, un sonido suave que hizo que Ramón apretara los dedos alrededor de la taza. Se inclinó un poco hacia él, y la camiseta se ajustó aún más, marcando cada detalle de sus pechos.

—No te preocupes, mamá, papá es así. Le gusta quejarse pero es un buenazo—dijo, con un tono juguetón que lo desarmó.

Ramón forzó una sonrisa, murmurando algo incoherente, y se levantó de la mesa con la excusa de ir al baño. Necesitaba escapar, poner distancia entre él y esa camiseta, esos pezones, esa mirada que parecía saber más de lo que decía. Cerró la puerta del baño y se apoyó contra el lavabo, mirándose en el espejo. Las arrugas en la frente, el pelo canoso en las sienes, los ojos cansados. “¿Qué te pasa?”, se preguntó. Pero no había respuesta, solo el eco de su deseo, un murmullo que no podía silenciar.



El día pasó en una bruma de rutina. En el trabajo, Ramón revisaba facturas, respondía correos, hablaba con los compañeros, pero su cabeza estaba en otro lado. Cada rato libre, cada momento de silencio, su mente volvía a Celia: aquel momento en la ducha, la camiseta blanca, la sonrisa en la cocina, la forma en que se movía por la casa como si no supiera el efecto que tenía. Intentaba distraerse, pero era como… si su mente solo pudiera procesar las tetas de su hija.

Por la noche, la casa estaba vacía. Ana tenía guardia en el turno de noche en la oficina donde trabajaba, una empresa de seguridad, trabajando en un proyecto que la tenía hasta las tantas. Marcos estaba en casa de un amigo, jugando videojuegos. Celia por su parte había salido con Pablo, probablemente al cine o a tomar algo. Ramón estaba solo, algo que no pasaba a menudo. Se sentó en el sofá, con la tele encendida, pero no prestaba atención. El murmullo de un anuncio llenaba el silencio, pero su cabeza estaba en otra parte. Inquieto, se levantó y abrió el portátil, que estaba en la mesa del comedor. No sabía por qué lo hacía, o al menos no quería admitirlo. Abrió el navegador en modo incógnito, con el corazón latiéndole fuerte. Tecleó “hombre maduro follando con chica joven” en la barra de búsqueda, y los resultados aparecieron como una avalancha. Eligió un vídeo al azar donde la chica se parecía a su hija: un hombre de unos 50 años, con pelo canoso y una mirada firme, y una chica rubia, curvy, con tetas grandes que podrían ser los de Celia. La escena era explícita, el tío se la follaba a cuatro patas mientras las tetas se movían al ritmo o de las embestidas, pero Ramón no se fijaba en los detalles. Se fijaba en la chica, en su cuerpo, en la forma en que gemía, en cómo miraba al hombre con una mezcla de deseo y sumisión. Era como ver a Celia, o al menos una versión de ella, una fantasía que lo consumía. Su mano buscó su polla y empezó a pajearse, pero un remordimiento le impidió seguir haciéndolo. Cerró el vídeo antes de que terminara, con las manos temblando y un nudo en el estómago. Borró el historial, como si alguien pudiera verlo, y cerró el portátil de un golpe.

Pero el deseo no se iba. Era como una fiebre, una necesidad que lo quemaba por dentro. Se levantó, con las piernas inestables, y bajó al lavadero. La lavadora estaba llena, lista para el próximo ciclo. Abrió la tapa y rebuscó, casi sin pensar, como si sus manos tuvieran vida propia. Encontró lo que no debería estar buscando: unas bragas de Celia, negras, sencillas, con una clara mancha de flujos y un sujetador a juego, con las copas todavía marcadas por la forma de sus pechos. Las sacó, con las manos temblando, y las llevó a la cara. El olor era embriagador, una mezcla de aroma de mujer y algo más íntimo, algo que era ella. Era dulce, cálido, con un toque almizclado que lo golpeó como una droga. Inhaló profundamente, cerrando los ojos, y la imagen de Celia llenó su cabeza: sus pechos, su piel, su sonrisa.

Subió al salón y se sentó en el sofá, con las bragas en una mano y el sujetador en la otra. Se desabrochó los vaqueros, llevado por un deseo irracional liberando la erección que lo atormentaba. Se tocó, lentamente al principio, oliendo las bragas, dejando que el aroma lo envolviera. Era como estar con ella, como tocarla, como cruzar una línea que no tenía vuelta atrás. Imaginó sus tetas, la forma en que se marcaban en la camiseta blanca, cómo se deberían de mover al follar, la mirada que le había dado esa mañana al pillarle mirando las tetas. El placer crecía, intenso, casi doloroso, mezclado con una culpa que lo desgarraba. Cuando llegó al clímax, eyaculó en las copas del sujetador, un acto que lo dejó jadeando, con el corazón desbocado y una sensación de éxtasis y asco al mismo tiempo por el bajón después de correrse. Las manchas blancas en la tela eran una prueba de su pecado, un recordatorio de lo que había hecho.

La realidad lo golpeó como un mazazo. “¿Qué coño has hecho imbécil?”, pensó, levantándose de un salto. Corrió al lavadero, con las bragas y el sujetador en las manos. Abrió el grifo y lavó las prendas a mano, frotándolas con jabón como si pudiera borrar no solo las manchas, sino también lo que sentía. El agua fría le quemaba las manos, pero no paró hasta que no quedó rastro. Las metió en la lavadora, asegurándose de que todo estuviera en orden, y cerró la tapa con un golpe. Pero la culpa no se iba. Era una sombra que lo seguía, un peso que no podía soltar. Se dejó caer en el sofá, con la cabeza entre las manos. Se sentía sucio, roto, le dolía hasta la cabeza, como si hubiera traicionado todo lo que era. Era su hija. Su niña. La que había llevado al parque, la que había consolado cuando lloraba. Pero ahora era una mujer, una mujer que lo miraba de una manera que lo desarmaba, que lo hacía cuestionarse todo. No sabía cuánto tiempo podría seguir así, luchando contra sí mismo, contra lo que sentía.



A la mañana siguiente, Celia estaba en la cocina, haciendo café. Llevaba un pijama holgado, de algodón, que no debería ser provocador, pero que a Ramón le parecía insoportable. La tela caía suavemente sobre sus curvas, insinuando lo que él ya conocía demasiado bien. Tarareaba una canción, moviendo las caderas al ritmo, y Ramón entró, intentando actuar normal.

—¿Dormiste bien, papá, o sigues dandole vueltas al curro? —preguntó, sin mirarlo, mientras vertía el café en una taza.

Ramón asintió, evitando sus ojos. La culpa de la noche anterior lo aplastaba, como si cada palabra suya pudiera delatarlo.

—Si, bueno, más o menos. Mucho curro en la cabeza —dijo, con la voz entrecortada.

Celia se giró, con la taza en la mano, y lo miró fijamente. Había algo en su expresión, una mezcla de curiosidad y algo más, algo que lo ponía nervioso.

—Últimamente estás raro, ¿sabes? —dijo, con un tono que no era acusador, pero tampoco inocente—. Como si estuvieras en otro planeta.

Ramón sintió que el suelo se movía bajo sus pies. “¿Lo sabe?”, pensó, pero se obligó a calmarse. No podía saberlo. Era imposible.

—Nada, Celia, solo estoy cansado. Cosas del trabajo —murmuró, clavando la vista en la encimera.

Ella asintió, pero no parecía convencida. Se acercó, solo un paso, y el olor de su champú, ese aroma a coco que lo perseguía, lo golpeó de nuevo.

—Vale, pero si necesitas hablar, ya lo sabes, me cuentas tus problemas y yo te escucho, con confianza ¿eh? —dijo, y le dio un toque suave en el brazo antes de salir de la cocina.

El roce fue breve, pero suficiente para que Ramón sintiera que el mundo se tambaleaba. Se quedó ahí, con la taza de café en la mano, preguntándose cuánto tiempo podría seguir fingiendo que todo estaba bien.

Continuará…
 
Capítulo 3


El aire en la casa parecía más denso, como si cada rincón guardara un secreto que nadie quería nombrar. Habían pasado tres semanas desde el incidente en el baño, y para Ramón, el mundo se había torcido. La imagen de Celia, medio desnuda, con el pelo húmedo y los tetas mojadas brillando bajo la luz, lo perseguía como una sombra. Intentaba enterrarla bajo la rutina, bajo las facturas, el día a día en el trabajo, las cervezas con los compañeros y amigos, las noches insípidas junto a Ana, pero era inútil. Cada vez que veía a Celia —en la cocina, en el salón, cruzándose con ella en el pasillo—, sentía un nudo en el estómago, una mezcla de culpa, deseo y miedo que lo consumía. No era de piedra, y eso lo estaba destrozando. ¿Por qué le pasaba eso? Se repetía una y otra vez.

Era un sábado por la tarde, y la casa estaba inusualmente tranquila. Ana había salido a hacer la compra con Marcos, que se había quejado todo el camino porque prefería quedarse jugando online. Pablo, el novio de Celia, estaba en un cumpleaños familiar, así que no vendría hasta el domingo. Ramón estaba solo en el salón, sentado en el sofá, con la tele encendida en un canal de deportes que no miraba. El murmullo de los comentaristas llenaba el silencio, pero su cabeza estaba en otro lado, atrapada en el recuerdo de la tarde en el lavadero, cuando había cruzado una línea que aún lo hacía estremecerse de vergüenza. Las bragas de Celia, el sujetador, el olor que lo había llevado al borde de la locura. Había lavado las pruebas, pero no podía lavar la culpa.

Celia bajó las escaleras, descalza, con un paso ligero que apenas hacía ruido. Llevaba una camiseta ajustada, negra, que usaba para estar por casa cuando estudiaba en su cuarto y que marcaba cada curva de su cuerpo curvy. La tela se adhería a sus pechos, grandes y naturales, y dejaba poco a la imaginación. Unos leggings grises completaban el conjunto, abrazando sus caderas y muslos como una segunda piel. Se dejó caer en el sofá, a medio metro de Ramón, cruzando las piernas con una naturalidad que lo desarmó. Sacó el móvil y empezó a teclear, pero su presencia era como un imán, un calor que lo atraía aunque él luchara por resistirse.

—¿Qué ves, papá? —preguntó, sin levantar la vista del móvil. Su voz era suave, con un toque de curiosidad que escondía algo más.

Ramón carraspeó, apretando el mando de la tele como si fuera un salvavidas.

—Nada, un partido de balonmano. No estoy muy metido, no se ni quien juega —dijo, con la voz más tensa de lo que quería.

Ella asintió, todavía mirando la pantalla del móvil. El silencio se instaló entre ellos, pero no era cómodo. Había una electricidad en el aire, una tensión que Ramón podía sentir en la piel. Intentó concentrarse en la tele, en los jugadores corriendo por la pista, pero sus ojos se deslizaron hacia Celia. La camiseta negra se ajustaba a sus pechos, marcando su forma, y los leggings resaltaban la curva de sus muslos. Se obligó a apartar la mirada, pero era como si su cuerpo tuviera vida propia. Celia dejó el móvil en el cojín y se giró hacia él, apoyando un codo en el respaldo del sofá. La postura hizo que la camiseta se tensara aún más, y Ramón sintió que el aire se le atascaba en la garganta.

—Oye, papá, ¿puedo preguntarte algo? —dijo, con un tono que era a la vez serio y juguetón.

Ramón tragó saliva, sintiendo que el corazón le latía demasiado rápido.

—Claro, dime —respondió, intentando sonar casual, pero su voz salió entrecortada.

Ella lo miró fijamente, con esos ojos verdes que parecían atravesarlo. Había una intensidad en su mirada, una mezcla de empatía y algo más, algo que lo ponía nervioso.

—Estás raro desde… bueno, desde lo del baño —dijo, sin rodeos, pero sin acusarlo—. No sé, es como si evitaras mirarme o algo. ¿Es por eso?

Ramón sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Quiso negarlo, reírse, decir que eran imaginaciones suyas, pero las palabras no salían. Su mente era un torbellino: la imagen de sus pechos, el olor de sus bragas, el vídeo porno que había visto en el portátil imaginando que era ella. Todo lo que había intentado enterrar salió a la superficie, y se sintió desnudo, expuesto. El calor le subió de golpe a la cara.

—No, no es… —empezó, pero se detuvo, pasándose una mano por el pelo canoso—. Joder, Celia, no sé qué decirte.

Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi comprensiva.

—Ósea que es eso ¿no?. No pasa nada, papá. En serio. Fue un accidente sin más, ¿no? No tienes que hacerte mala sangre por eso.

Ramón la miró, buscando en su rostro alguna señal de enfado, de incomodidad, pero no había nada. Solo esa calma desconcertante, esa madurez que lo hacía sentir aún más perdido. Pero también había algo más, un brillo en sus ojos, una curva en sus labios que lo descolocaba.

—Es que… no está bien, Celia —dijo, con la voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, aunque estaban solos—. No debería haberte visto así. No debería… pensar en eso.

Las palabras salieron solas, una confesión que lo sorprendió incluso a él. Se arrepintió al instante, sintiendo que había cruzado una línea, que había dicho demasiado. Pero Celia no se inmutó. Se inclinó un poco hacia él, acortando la distancia entre ellos, y el olor de su champú, ese aroma tan suyo que lo perseguía, lo envolvió.

—¿Pensar en qué? —preguntó, con un tono que era a la vez inocente y provocador.

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar, sudaba. Joder, joder, joder. Quiso levantarse, huir, salir corriendo de allí, pero sus piernas no respondían. La miraba, atrapado en esos ojos verdes, en la forma en que la camiseta marcaba sus pechos, en la curva de su cuello. Era su hija, pero también una mujer, una mujer que lo estaba llevando al borde de algo que no podía nombrar.

—No sé, Celia, no sé cómo explicarlo —dijo, con la voz quebrada—. Me siento mal. Como si estuviera haciendo algo malo solo por… por haberte visto las... ya sabes.

Ella se quedó en silencio un momento, mirándolo con una intensidad que lo hizo estremecerse. Luego, lentamente, se acercó un poco más, hasta que sus rodillas casi se tocaron.

—Papá, no estás haciendo nada malo —dijo, con una voz suave pero firme—. Soy tu hija, vale, pero también soy una mujer con tetas. Y no me ha molestado que me veas. Es… normal, ¿no? Que te fijes digo. A todos los hombres os gustan las tetas y tú no vas a ser diferente.

Ramón sacudió la cabeza, como si quisiera sacarse esas palabras de la cabeza.

—No, no es normal. No debería serlo. Un padre no debería mirarle las tetas a su hija —murmuró, mirando al suelo, incapaz de sostenerle la mirada.

Celia suspiró, un sonido que era a la vez exasperado y tierno. Se inclinó aún más, y ahora sus manos estaban a centímetros de las de él, apoyadas en el sofá.

—Mira, papá, no sé qué tienes en la cabeza, pero no tienes que avergonzarte. Mi cuerpo es… bueno, pues es lo que es. Y si te llamó la atención, no pasa nada. No eres un bicho raro por eso.

Ramón levantó la vista, y fue un error. Sus ojos se encontraron, y por un segundo, el mundo se detuvo. Había algo en la forma en que ella lo miraba, una mezcla de empatía, curiosidad y algo más, algo peligroso. No era solo una hija tranquilizando a su padre. Era una mujer que sabía el poder que tenía, que lo intimidaba por decirlo de alguna manera, aunque quizás no del todo conscientemente.

—No sé cómo no pensar en ello, Celia —admitió, con la voz apenas audible—. Lo intento, pero… no puedo.

Las palabras colgaron en el aire, pesadas, irrevocables. Ramón sintió que había abierto una puerta que no podía cerrar, que había dado un paso hacia un abismo. Pero Celia no retrocedió. En cambio, sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y traviesa.

—Pues no te castigues por eso —dijo, encogiéndose de hombros como si fuera lo más simple del mundo—. Es solo un cuerpo, papá. Y si te gusta mirarlo, pues miras, no es el fin del mundo. No me molesta nada que me mires las tetas. La vista hay que alegrársela.

—Celia, no… no está bien —dijo, pero su voz carecía de convicción, como si una parte de él ya se hubiera rendido.

Ella se rió, un sonido suave que lo envolvió como una caricia.

—Relájate, papá. No estamos haciendo nada malo. Solo estamos hablando, ¿no?

Pero no era solo hablar. Había algo en el aire, una corriente eléctrica que los conectaba, un deseo que ninguno de los dos nombraba pero que ambos sentían. Celia se acercó un poco más, y ahora sus rodillas se tocaban, un contacto leve pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío. La camiseta negra parecía gritarle “mira que tetas”, y él tuvo que apretar los puños para no cometer una locura y atreverse a tocárselas allí mismo.

—Te prometo que yo no voy a hacer un drama por esto —dijo ella, con una voz que era a la vez tranquilizadora y provocadora—. Pero si quieres que hagas como si no hubiera pasado, lo haré. Tú decides.

Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que su cuerpo parecía llamarlo. Quiso decir que sí, que quería olvidarlo, que quería volver a ser solo su padre. Pero las palabras no salían. Porque una parte de él, una parte que lo aterrorizaba, no quería olvidar. Quería seguir mirando, seguir deseando, seguir cruzando líneas que no debería cruzar. Era una lucha interna entre el bien y el mal.

—No sé qué hacer, Celia —admitió, con la voz rota, como si estuviera confesando un crimen.

Ella ladeó la cabeza, con esa sonrisa que lo desarmaba.

—Pues no hagas nada, papá. Solo… déjalo estar. No tienes que pelearte contigo mismo por esto. Pero si quieres echar una miradita, pues me miras que no me voy a enfadar, ¿vale?

El silencio que siguió fue ensordecedor. Ramón sentía el peso de sus palabras, de su cercanía, del calor de su cuerpo a centímetros del suyo. Quiso levantarse, irse, romper el hechizo, pero no podía moverse. Estaba atrapado, no solo por ella, sino por lo que sentía, por lo que ambos estaban empezando a reconocer sin nombrarlo. Celia se levantó entonces, rompiendo el momento. Estiró los brazos, y la camiseta se levantó, dejando ver un destello de su cintura. Ramón apartó la mirada, pero no lo bastante rápido.

—Voy a por un vaso de agua y a seguir estudiando —dijo ella, con una naturalidad que contrastaba con la tensión del momento—. ¿Quieres algo?

Ramón negó con la cabeza, incapaz de hablar. Pero si quería algo, algo prohibido, quería comerse las tetas que lo estaban llevando a la locura. La vio alejarse hacia la cocina, con ese balanceo de caderas que lo perseguía en sus sueños. Se quedó solo en el sofá, con el corazón acelerado, la mente en caos, y la polla medio morcillona. La conversación había sido un alivio tenso, pero también una trampa. Le había dicho que podía mirar cuanto quisiera. Había abierto una puerta que no podía cerrar, una puerta que los llevaba a un lugar donde no deberían ir. Necesitaba hacerse una paja.




Ramón cerró la puerta del baño con pestillo, el corazón ya latiéndole fuerte antes de que empezara nada. Celia le acababa de decir que le mirara las tetas todo lo que quisiera, que no se iba a enfadar, Joder. Se bajó los pantalones hasta los tobillos, se sentó en el borde de la bañera y sacó el móvil con manos que ya temblaban. Abrió la carpeta privada, la que nadie sabía que existía, y pulsó el vídeo que había guardado de otras veces. La miniatura ya era suficiente para que se le endureciera: una rubia de pelo largo y ondulado, cuerpo curvilíneo, tetas grandes apretadas en un bikini negro diminuto, arrodillada frente a un hombre mayor, canoso, con barriga suave y polla gruesa y venosa. El vídeo empezó.

La chica sonreía con picardía, se lamía los labios y, sin dejar de mirar a cámara, se bajaba despacio las copas del bikini. Los tetas cayeron pesadas, naturales, con pezones grandes y rosados que se endurecieron al instante al contacto con el aire. Los apretó con sus propias manos, los levantó, los dejó caer, los hizo rebotar una y otra vez mientras se acercaba al hombre. Ramón sintió que se le secaba la boca. La rubia se colocó entre las piernas del hombre, le agarró la polla con las dos manos y empezó a masturbarlo con movimientos lentos y firmes, subiendo y bajando la piel, apretando justo debajo del glande, haciendo que el hombre gruñera. Cada vez que llegaba arriba, pasaba el pulgar por el frenillo, recogiendo la gota de líquido preseminal y llevándosela a la lengua con una sonrisa obscena.

Ramón ya se había sacado la suya, dura como una piedra, y empezó a acompasar sus movimientos al ritmo del vídeo. En su cabeza, la cara de la actriz se difuminaba y se convertía en la de Celia: la misma melena rubia cayendo sobre los hombros, los mismos pechos grandes y pesados que él había visto en el baño y ahora deseaba, los mismos labios carnosos que ahora se imaginaba lamiendo la punta de su polla. En la pantalla, la chica aceleró. Sus tetas botaban con cada movimiento de muñeca, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que el hombre avisó con un jadeo ronco. Ella sonrió más, apuntó la polla hacia sus pechos y dejó que el primer chorro le cayera sobre el escote, caliente y espeso. El segundo fue directo a un pezón, el tercero le cruzó la teta. Cuando terminó, la rubia recogió el semen con los dedos, lo extendió por sus tetas como si fuera crema, se llevó un poco a la boca, lo saboreó y miró a cámara con cara de niña traviesa.

Ramón ya no pudo más.

Se imaginó a Celia arrodillada en ese mismo baño, con el bikini negro, sacándose las tetas para él, masturbándolo con las dos manos mientras le susurraba «papi, córrete en mis tetas, quiero sentirte caliente». Imaginó el primer chorro cayendo sobre sus pezones rosados, el segundo resbalando por su escote, y el tercero… el tercero se lo imaginó en su propia lengua mientras ella lo miraba con esos ojos verdes que lo volvían loco. Gimió bajo, apretó los dientes y se corrió con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared. El semen salió en chorros largos, espesos, cayendo sobre su propia mano y el por el suelo. Cerró los ojos y dejó que la imagen se quedara ahí: Celia lamiendo sus dedos, recogiendo cada gota, sonriendo como la chica del vídeo, pero diciendo su nombre.

Cuando terminó, respiró hondo, temblando todavía. Guardó el móvil, limpió con papel las gotas del suelo y se miró al espejo. Tenía la cara roja, los ojos brillantes, la culpa y el placer mezclados en una sola expresión.

«Ojalá fuera ella de verdad», pensó.

Y esa idea fue suficiente para que la polla volviera a darle un pequeño latido, como si ya estuviera impaciente.

Pero a la vez que su padre se hacía una paja pensando en ella, Celia en su habitación no se puso a estudiar sino también necesitaba masturbarse. Le había dicho a su padre que podía mirarla cuanto quisiera porque se había dado cuenta de que efecto provocaba en él, y eso la encendía con un sentimiento mitad de obsceno mitad de placer. Celia cerró la puerta de su habitación con un clic suave, dejando atrás el mundo exterior que aún zumbaba en su cabeza con el deseo que había visto en los ojos de su padre. La habitación estaba en penumbra, con las cortinas entrecerradas filtrando la luz de la tarde en rayas doradas que se posaban sobre la cama medio deshecha. Se quitó las zapatillas de un puntapié, sintiendo el suelo fresco bajo sus pies, y se dejó caer en el colchón, con el cuerpo todavía vibrando de la tensión acumulada. El encuentro con él la tenía en tensión, pero ahora, sola, los pensamientos volvían con fuerza, como un río desbordado: su padre, la charla de esa tarde, el deseo que la había estado consumiendo durante días.

Se incorporó ligeramente, quitándose la camiseta con dedos temblorosos, dejando que la tela cayera a un lado. Sus pechos, grandes y naturales, quedaron al aire, con los pezones ya endurecidos por la anticipación que la recorría como una corriente eléctrica. Se quitó los leggins y las braguitas de un solo movimiento, quedándose completamente desnuda, expuesta ante sí misma. Se miró en el espejo del armario, de cuerpo entero, estudiando su figura curvy: sus caderas anchas, su vientre suave, sus pechos pesados que se movían con cada respiración. El vello púbico, recortado pero dejando los labios a la vista, parecía invitador, y sintió un calor subirle por el interior de los muslos.

Se tumbó de nuevo, abriendo las piernas lentamente, sintiendo el aire fresco rozar su piel húmeda. Su mano derecha bajó despacio, primero acariciando el monte de Venus, luego enredando los dedos en los pelitos suaves, tirando de ellos con delicadeza, sintiendo el tirón que enviaba pequeñas ondas de placer a su clítoris. Con la otra mano se agarró un pecho, apretándolo con fuerza, sintiendo el peso en la palma, el pezón endureciéndose entre sus dedos. Lo pellizcó, retorciéndolo ligeramente, y un suspiro escapó de sus labios. Bajó más la mano, separando los labios mayores con dos dedos, sintiendo la humedad que ya la empapaba, el flujo cálido y resbaladizo que se acumulaba. Introdujo el dedo medio primero, despacio, sintiendo cómo su interior lo acogía, caliente y apretado. Lo movió adentro y afuera, curvándolo ligeramente para rozar ese punto que la hacía arquear la espalda. Añadió el dedo índice, ahora dos dentro de ella, follando su coño con un ritmo lento pero constante, sintiendo cómo las paredes se contraían alrededor de sus dedos, cómo el placer crecía como una ola en su vientre. Con la otra mano alternaba entre sus pechos, apretando uno, pellizcando el pezón del otro, imaginando que eran las manos de su padre las que la tocaban, sus labios los que succionaban. Sacó los dedos, brillantes y empapados, y se los llevó a la boca, chupándolos despacio, saboreando su propio gusto salado y dulce, lamiéndolos como si fueran un caramelo prohibido. El sabor la excitó más, y volvió a meterlos dentro, más profundo esta vez, mientras con la mano libre se masajeaba las tetas con fuerza, apretándolas juntas, sintiendo el peso y la suavidad contra su palma.

El placer creció, y cuando sintió que el orgasmo se acercaba, se corrió con fuerza, los dedos hundidos hasta el fondo, el coño apretándolos en espasmos, el flujo saliéndole por los lados y resbalando por los muslos. Gritó bajo, mordiéndose la almohada para que su padre no la oyera gemir sin saber que en el baño de abajo su padre estaba corriéndose también pensando en ella, y se quedó temblando, tumbada en la cama con la respiración agitada.

Fue entonces, justo cuando el placer se desvanecía y la cabeza se le quedaba limpia, cuando la idea apareció clara y rotunda, como si siempre hubiera estado ahí esperando el momento perfecto para aparecer. Quería que su padre le viera las tetas. Pero no por accidente como aquella vez en el baño. Quería que fuera ella quien se las enseñara, a la cara, sin excusas tontas ni fingir que fue sin querer. Y no cualquier día, sino el próximo en que la casa estuviera completamente vacía. Ya se lo imaginaba con todo detalle: bajaría a la cocina con una camiseta vieja y muy fina, sin sujetador debajo, los pezones marcados apenas se mueva. Se acercaría a él con cara de preocupación sincera y le preguntaría si está bien, si sigue pensando en todo lo que hablaron sobre su deseo, si necesita hablar o desahogarse. Y cuando él intente quitarle hierro, como siempre, ella insistirá, se sentará muy cerca, le pondrá una mano en el brazo y le dirá bajito: “Papá… sé que me deseas. Y yo también te deseo. No hace falta que sigamos fingiendo”. Y entonces, sin más preámbulos, sin darle tiempo a reaccionar, se levantará la camiseta despacio, hasta dejar las tetas completamente al aire, grandes, pesadas, los pezones duros de puro deseo. Las sostendrá con las manos, las ofrecerá, y le mirará a los ojos mientras dice: “Mírame. Tócame si quieres. Aquí me tienes. Solo tú y yo”. Y se quedará así, quieta, respirando fuerte, con las tetas desnudas en sus manos y el corazón latiéndole tan fuerte que casi podrá oírlo él también, esperando que él dé el paso definitivo que los dos llevan semanas deseando dar. Porque ya no quiere casualidades. Quería que fuera ella quien lo hiciera, quien rompiera la última barrera, quien le enseñara sus tetas a su padre a propósito y sin vergüenza, porque los dos lo necesitan y porque ya no puede esperar más.

Continuará…
 
Capítulo 3


El aire en la casa parecía más denso, como si cada rincón guardara un secreto que nadie quería nombrar. Habían pasado tres semanas desde el incidente en el baño, y para Ramón, el mundo se había torcido. La imagen de Celia, medio desnuda, con el pelo húmedo y los tetas mojadas brillando bajo la luz, lo perseguía como una sombra. Intentaba enterrarla bajo la rutina, bajo las facturas, el día a día en el trabajo, las cervezas con los compañeros y amigos, las noches insípidas junto a Ana, pero era inútil. Cada vez que veía a Celia —en la cocina, en el salón, cruzándose con ella en el pasillo—, sentía un nudo en el estómago, una mezcla de culpa, deseo y miedo que lo consumía. No era de piedra, y eso lo estaba destrozando. ¿Por qué le pasaba eso? Se repetía una y otra vez.

Era un sábado por la tarde, y la casa estaba inusualmente tranquila. Ana había salido a hacer la compra con Marcos, que se había quejado todo el camino porque prefería quedarse jugando online. Pablo, el novio de Celia, estaba en un cumpleaños familiar, así que no vendría hasta el domingo. Ramón estaba solo en el salón, sentado en el sofá, con la tele encendida en un canal de deportes que no miraba. El murmullo de los comentaristas llenaba el silencio, pero su cabeza estaba en otro lado, atrapada en el recuerdo de la tarde en el lavadero, cuando había cruzado una línea que aún lo hacía estremecerse de vergüenza. Las bragas de Celia, el sujetador, el olor que lo había llevado al borde de la locura. Había lavado las pruebas, pero no podía lavar la culpa.

Celia bajó las escaleras, descalza, con un paso ligero que apenas hacía ruido. Llevaba una camiseta ajustada, negra, que usaba para estar por casa cuando estudiaba en su cuarto y que marcaba cada curva de su cuerpo curvy. La tela se adhería a sus pechos, grandes y naturales, y dejaba poco a la imaginación. Unos leggings grises completaban el conjunto, abrazando sus caderas y muslos como una segunda piel. Se dejó caer en el sofá, a medio metro de Ramón, cruzando las piernas con una naturalidad que lo desarmó. Sacó el móvil y empezó a teclear, pero su presencia era como un imán, un calor que lo atraía aunque él luchara por resistirse.

—¿Qué ves, papá? —preguntó, sin levantar la vista del móvil. Su voz era suave, con un toque de curiosidad que escondía algo más.

Ramón carraspeó, apretando el mando de la tele como si fuera un salvavidas.

—Nada, un partido de balonmano. No estoy muy metido, no se ni quien juega —dijo, con la voz más tensa de lo que quería.

Ella asintió, todavía mirando la pantalla del móvil. El silencio se instaló entre ellos, pero no era cómodo. Había una electricidad en el aire, una tensión que Ramón podía sentir en la piel. Intentó concentrarse en la tele, en los jugadores corriendo por la pista, pero sus ojos se deslizaron hacia Celia. La camiseta negra se ajustaba a sus pechos, marcando su forma, y los leggings resaltaban la curva de sus muslos. Se obligó a apartar la mirada, pero era como si su cuerpo tuviera vida propia. Celia dejó el móvil en el cojín y se giró hacia él, apoyando un codo en el respaldo del sofá. La postura hizo que la camiseta se tensara aún más, y Ramón sintió que el aire se le atascaba en la garganta.

—Oye, papá, ¿puedo preguntarte algo? —dijo, con un tono que era a la vez serio y juguetón.

Ramón tragó saliva, sintiendo que el corazón le latía demasiado rápido.

—Claro, dime —respondió, intentando sonar casual, pero su voz salió entrecortada.

Ella lo miró fijamente, con esos ojos verdes que parecían atravesarlo. Había una intensidad en su mirada, una mezcla de empatía y algo más, algo que lo ponía nervioso.

—Estás raro desde… bueno, desde lo del baño —dijo, sin rodeos, pero sin acusarlo—. No sé, es como si evitaras mirarme o algo. ¿Es por eso?

Ramón sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Quiso negarlo, reírse, decir que eran imaginaciones suyas, pero las palabras no salían. Su mente era un torbellino: la imagen de sus pechos, el olor de sus bragas, el vídeo porno que había visto en el portátil imaginando que era ella. Todo lo que había intentado enterrar salió a la superficie, y se sintió desnudo, expuesto. El calor le subió de golpe a la cara.

—No, no es… —empezó, pero se detuvo, pasándose una mano por el pelo canoso—. Joder, Celia, no sé qué decirte.

Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi comprensiva.

—Ósea que es eso ¿no?. No pasa nada, papá. En serio. Fue un accidente sin más, ¿no? No tienes que hacerte mala sangre por eso.

Ramón la miró, buscando en su rostro alguna señal de enfado, de incomodidad, pero no había nada. Solo esa calma desconcertante, esa madurez que lo hacía sentir aún más perdido. Pero también había algo más, un brillo en sus ojos, una curva en sus labios que lo descolocaba.

—Es que… no está bien, Celia —dijo, con la voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, aunque estaban solos—. No debería haberte visto así. No debería… pensar en eso.

Las palabras salieron solas, una confesión que lo sorprendió incluso a él. Se arrepintió al instante, sintiendo que había cruzado una línea, que había dicho demasiado. Pero Celia no se inmutó. Se inclinó un poco hacia él, acortando la distancia entre ellos, y el olor de su champú, ese aroma tan suyo que lo perseguía, lo envolvió.

—¿Pensar en qué? —preguntó, con un tono que era a la vez inocente y provocador.

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar, sudaba. Joder, joder, joder. Quiso levantarse, huir, salir corriendo de allí, pero sus piernas no respondían. La miraba, atrapado en esos ojos verdes, en la forma en que la camiseta marcaba sus pechos, en la curva de su cuello. Era su hija, pero también una mujer, una mujer que lo estaba llevando al borde de algo que no podía nombrar.

—No sé, Celia, no sé cómo explicarlo —dijo, con la voz quebrada—. Me siento mal. Como si estuviera haciendo algo malo solo por… por haberte visto las... ya sabes.

Ella se quedó en silencio un momento, mirándolo con una intensidad que lo hizo estremecerse. Luego, lentamente, se acercó un poco más, hasta que sus rodillas casi se tocaron.

—Papá, no estás haciendo nada malo —dijo, con una voz suave pero firme—. Soy tu hija, vale, pero también soy una mujer con tetas. Y no me ha molestado que me veas. Es… normal, ¿no? Que te fijes digo. A todos los hombres os gustan las tetas y tú no vas a ser diferente.

Ramón sacudió la cabeza, como si quisiera sacarse esas palabras de la cabeza.

—No, no es normal. No debería serlo. Un padre no debería mirarle las tetas a su hija —murmuró, mirando al suelo, incapaz de sostenerle la mirada.

Celia suspiró, un sonido que era a la vez exasperado y tierno. Se inclinó aún más, y ahora sus manos estaban a centímetros de las de él, apoyadas en el sofá.

—Mira, papá, no sé qué tienes en la cabeza, pero no tienes que avergonzarte. Mi cuerpo es… bueno, pues es lo que es. Y si te llamó la atención, no pasa nada. No eres un bicho raro por eso.

Ramón levantó la vista, y fue un error. Sus ojos se encontraron, y por un segundo, el mundo se detuvo. Había algo en la forma en que ella lo miraba, una mezcla de empatía, curiosidad y algo más, algo peligroso. No era solo una hija tranquilizando a su padre. Era una mujer que sabía el poder que tenía, que lo intimidaba por decirlo de alguna manera, aunque quizás no del todo conscientemente.

—No sé cómo no pensar en ello, Celia —admitió, con la voz apenas audible—. Lo intento, pero… no puedo.

Las palabras colgaron en el aire, pesadas, irrevocables. Ramón sintió que había abierto una puerta que no podía cerrar, que había dado un paso hacia un abismo. Pero Celia no retrocedió. En cambio, sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y traviesa.

—Pues no te castigues por eso —dijo, encogiéndose de hombros como si fuera lo más simple del mundo—. Es solo un cuerpo, papá. Y si te gusta mirarlo, pues miras, no es el fin del mundo. No me molesta nada que me mires las tetas. La vista hay que alegrársela.

—Celia, no… no está bien —dijo, pero su voz carecía de convicción, como si una parte de él ya se hubiera rendido.

Ella se rió, un sonido suave que lo envolvió como una caricia.

—Relájate, papá. No estamos haciendo nada malo. Solo estamos hablando, ¿no?

Pero no era solo hablar. Había algo en el aire, una corriente eléctrica que los conectaba, un deseo que ninguno de los dos nombraba pero que ambos sentían. Celia se acercó un poco más, y ahora sus rodillas se tocaban, un contacto leve pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío. La camiseta negra parecía gritarle “mira que tetas”, y él tuvo que apretar los puños para no cometer una locura y atreverse a tocárselas allí mismo.

—Te prometo que yo no voy a hacer un drama por esto —dijo ella, con una voz que era a la vez tranquilizadora y provocadora—. Pero si quieres que hagas como si no hubiera pasado, lo haré. Tú decides.

Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que su cuerpo parecía llamarlo. Quiso decir que sí, que quería olvidarlo, que quería volver a ser solo su padre. Pero las palabras no salían. Porque una parte de él, una parte que lo aterrorizaba, no quería olvidar. Quería seguir mirando, seguir deseando, seguir cruzando líneas que no debería cruzar. Era una lucha interna entre el bien y el mal.

—No sé qué hacer, Celia —admitió, con la voz rota, como si estuviera confesando un crimen.

Ella ladeó la cabeza, con esa sonrisa que lo desarmaba.

—Pues no hagas nada, papá. Solo… déjalo estar. No tienes que pelearte contigo mismo por esto. Pero si quieres echar una miradita, pues me miras que no me voy a enfadar, ¿vale?

El silencio que siguió fue ensordecedor. Ramón sentía el peso de sus palabras, de su cercanía, del calor de su cuerpo a centímetros del suyo. Quiso levantarse, irse, romper el hechizo, pero no podía moverse. Estaba atrapado, no solo por ella, sino por lo que sentía, por lo que ambos estaban empezando a reconocer sin nombrarlo. Celia se levantó entonces, rompiendo el momento. Estiró los brazos, y la camiseta se levantó, dejando ver un destello de su cintura. Ramón apartó la mirada, pero no lo bastante rápido.

—Voy a por un vaso de agua y a seguir estudiando —dijo ella, con una naturalidad que contrastaba con la tensión del momento—. ¿Quieres algo?

Ramón negó con la cabeza, incapaz de hablar. Pero si quería algo, algo prohibido, quería comerse las tetas que lo estaban llevando a la locura. La vio alejarse hacia la cocina, con ese balanceo de caderas que lo perseguía en sus sueños. Se quedó solo en el sofá, con el corazón acelerado, la mente en caos, y la polla medio morcillona. La conversación había sido un alivio tenso, pero también una trampa. Le había dicho que podía mirar cuanto quisiera. Había abierto una puerta que no podía cerrar, una puerta que los llevaba a un lugar donde no deberían ir. Necesitaba hacerse una paja.




Ramón cerró la puerta del baño con pestillo, el corazón ya latiéndole fuerte antes de que empezara nada. Celia le acababa de decir que le mirara las tetas todo lo que quisiera, que no se iba a enfadar, Joder. Se bajó los pantalones hasta los tobillos, se sentó en el borde de la bañera y sacó el móvil con manos que ya temblaban. Abrió la carpeta privada, la que nadie sabía que existía, y pulsó el vídeo que había guardado de otras veces. La miniatura ya era suficiente para que se le endureciera: una rubia de pelo largo y ondulado, cuerpo curvilíneo, tetas grandes apretadas en un bikini negro diminuto, arrodillada frente a un hombre mayor, canoso, con barriga suave y polla gruesa y venosa. El vídeo empezó.

La chica sonreía con picardía, se lamía los labios y, sin dejar de mirar a cámara, se bajaba despacio las copas del bikini. Los tetas cayeron pesadas, naturales, con pezones grandes y rosados que se endurecieron al instante al contacto con el aire. Los apretó con sus propias manos, los levantó, los dejó caer, los hizo rebotar una y otra vez mientras se acercaba al hombre. Ramón sintió que se le secaba la boca. La rubia se colocó entre las piernas del hombre, le agarró la polla con las dos manos y empezó a masturbarlo con movimientos lentos y firmes, subiendo y bajando la piel, apretando justo debajo del glande, haciendo que el hombre gruñera. Cada vez que llegaba arriba, pasaba el pulgar por el frenillo, recogiendo la gota de líquido preseminal y llevándosela a la lengua con una sonrisa obscena.

Ramón ya se había sacado la suya, dura como una piedra, y empezó a acompasar sus movimientos al ritmo del vídeo. En su cabeza, la cara de la actriz se difuminaba y se convertía en la de Celia: la misma melena rubia cayendo sobre los hombros, los mismos pechos grandes y pesados que él había visto en el baño y ahora deseaba, los mismos labios carnosos que ahora se imaginaba lamiendo la punta de su polla. En la pantalla, la chica aceleró. Sus tetas botaban con cada movimiento de muñeca, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que el hombre avisó con un jadeo ronco. Ella sonrió más, apuntó la polla hacia sus pechos y dejó que el primer chorro le cayera sobre el escote, caliente y espeso. El segundo fue directo a un pezón, el tercero le cruzó la teta. Cuando terminó, la rubia recogió el semen con los dedos, lo extendió por sus tetas como si fuera crema, se llevó un poco a la boca, lo saboreó y miró a cámara con cara de niña traviesa.

Ramón ya no pudo más.

Se imaginó a Celia arrodillada en ese mismo baño, con el bikini negro, sacándose las tetas para él, masturbándolo con las dos manos mientras le susurraba «papi, córrete en mis tetas, quiero sentirte caliente». Imaginó el primer chorro cayendo sobre sus pezones rosados, el segundo resbalando por su escote, y el tercero… el tercero se lo imaginó en su propia lengua mientras ella lo miraba con esos ojos verdes que lo volvían loco. Gimió bajo, apretó los dientes y se corrió con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared. El semen salió en chorros largos, espesos, cayendo sobre su propia mano y el por el suelo. Cerró los ojos y dejó que la imagen se quedara ahí: Celia lamiendo sus dedos, recogiendo cada gota, sonriendo como la chica del vídeo, pero diciendo su nombre.

Cuando terminó, respiró hondo, temblando todavía. Guardó el móvil, limpió con papel las gotas del suelo y se miró al espejo. Tenía la cara roja, los ojos brillantes, la culpa y el placer mezclados en una sola expresión.

«Ojalá fuera ella de verdad», pensó.

Y esa idea fue suficiente para que la polla volviera a darle un pequeño latido, como si ya estuviera impaciente.

Pero a la vez que su padre se hacía una paja pensando en ella, Celia en su habitación no se puso a estudiar sino también necesitaba masturbarse. Le había dicho a su padre que podía mirarla cuanto quisiera porque se había dado cuenta de que efecto provocaba en él, y eso la encendía con un sentimiento mitad de obsceno mitad de placer. Celia cerró la puerta de su habitación con un clic suave, dejando atrás el mundo exterior que aún zumbaba en su cabeza con el deseo que había visto en los ojos de su padre. La habitación estaba en penumbra, con las cortinas entrecerradas filtrando la luz de la tarde en rayas doradas que se posaban sobre la cama medio deshecha. Se quitó las zapatillas de un puntapié, sintiendo el suelo fresco bajo sus pies, y se dejó caer en el colchón, con el cuerpo todavía vibrando de la tensión acumulada. El encuentro con él la tenía en tensión, pero ahora, sola, los pensamientos volvían con fuerza, como un río desbordado: su padre, la charla de esa tarde, el deseo que la había estado consumiendo durante días.

Se incorporó ligeramente, quitándose la camiseta con dedos temblorosos, dejando que la tela cayera a un lado. Sus pechos, grandes y naturales, quedaron al aire, con los pezones ya endurecidos por la anticipación que la recorría como una corriente eléctrica. Se quitó los leggins y las braguitas de un solo movimiento, quedándose completamente desnuda, expuesta ante sí misma. Se miró en el espejo del armario, de cuerpo entero, estudiando su figura curvy: sus caderas anchas, su vientre suave, sus pechos pesados que se movían con cada respiración. El vello púbico, recortado pero dejando los labios a la vista, parecía invitador, y sintió un calor subirle por el interior de los muslos.

Se tumbó de nuevo, abriendo las piernas lentamente, sintiendo el aire fresco rozar su piel húmeda. Su mano derecha bajó despacio, primero acariciando el monte de Venus, luego enredando los dedos en los pelitos suaves, tirando de ellos con delicadeza, sintiendo el tirón que enviaba pequeñas ondas de placer a su clítoris. Con la otra mano se agarró un pecho, apretándolo con fuerza, sintiendo el peso en la palma, el pezón endureciéndose entre sus dedos. Lo pellizcó, retorciéndolo ligeramente, y un suspiro escapó de sus labios. Bajó más la mano, separando los labios mayores con dos dedos, sintiendo la humedad que ya la empapaba, el flujo cálido y resbaladizo que se acumulaba. Introdujo el dedo medio primero, despacio, sintiendo cómo su interior lo acogía, caliente y apretado. Lo movió adentro y afuera, curvándolo ligeramente para rozar ese punto que la hacía arquear la espalda. Añadió el dedo índice, ahora dos dentro de ella, follando su coño con un ritmo lento pero constante, sintiendo cómo las paredes se contraían alrededor de sus dedos, cómo el placer crecía como una ola en su vientre. Con la otra mano alternaba entre sus pechos, apretando uno, pellizcando el pezón del otro, imaginando que eran las manos de su padre las que la tocaban, sus labios los que succionaban. Sacó los dedos, brillantes y empapados, y se los llevó a la boca, chupándolos despacio, saboreando su propio gusto salado y dulce, lamiéndolos como si fueran un caramelo prohibido. El sabor la excitó más, y volvió a meterlos dentro, más profundo esta vez, mientras con la mano libre se masajeaba las tetas con fuerza, apretándolas juntas, sintiendo el peso y la suavidad contra su palma.

El placer creció, y cuando sintió que el orgasmo se acercaba, se corrió con fuerza, los dedos hundidos hasta el fondo, el coño apretándolos en espasmos, el flujo saliéndole por los lados y resbalando por los muslos. Gritó bajo, mordiéndose la almohada para que su padre no la oyera gemir sin saber que en el baño de abajo su padre estaba corriéndose también pensando en ella, y se quedó temblando, tumbada en la cama con la respiración agitada.

Fue entonces, justo cuando el placer se desvanecía y la cabeza se le quedaba limpia, cuando la idea apareció clara y rotunda, como si siempre hubiera estado ahí esperando el momento perfecto para aparecer. Quería que su padre le viera las tetas. Pero no por accidente como aquella vez en el baño. Quería que fuera ella quien se las enseñara, a la cara, sin excusas tontas ni fingir que fue sin querer. Y no cualquier día, sino el próximo en que la casa estuviera completamente vacía. Ya se lo imaginaba con todo detalle: bajaría a la cocina con una camiseta vieja y muy fina, sin sujetador debajo, los pezones marcados apenas se mueva. Se acercaría a él con cara de preocupación sincera y le preguntaría si está bien, si sigue pensando en todo lo que hablaron sobre su deseo, si necesita hablar o desahogarse. Y cuando él intente quitarle hierro, como siempre, ella insistirá, se sentará muy cerca, le pondrá una mano en el brazo y le dirá bajito: “Papá… sé que me deseas. Y yo también te deseo. No hace falta que sigamos fingiendo”. Y entonces, sin más preámbulos, sin darle tiempo a reaccionar, se levantará la camiseta despacio, hasta dejar las tetas completamente al aire, grandes, pesadas, los pezones duros de puro deseo. Las sostendrá con las manos, las ofrecerá, y le mirará a los ojos mientras dice: “Mírame. Tócame si quieres. Aquí me tienes. Solo tú y yo”. Y se quedará así, quieta, respirando fuerte, con las tetas desnudas en sus manos y el corazón latiéndole tan fuerte que casi podrá oírlo él también, esperando que él dé el paso definitivo que los dos llevan semanas deseando dar. Porque ya no quiere casualidades. Quería que fuera ella quien lo hiciera, quien rompiera la última barrera, quien le enseñara sus tetas a su padre a propósito y sin vergüenza, porque los dos lo necesitan y porque ya no puede esperar más.

Continuará…
¡¡Pufff, es muy bueno, deseando leer más!!
 
Capítulo 4

La noche se había deslizado tras las cortinas del salón, bañando la habitación en una penumbra suave, rota solo por el parpadeo azulado de la televisión. Era viernes por la noche, y la casa estaba tranquila, como si contuviera el aliento antes de un salto al vacío. Ana había salido con unas amigas del trabajo, una rara noche de libertad que aprovechaba para reír y beber vino barato olvidándose por un rato de la monotonía del día a día. Marcos, encerrado en su habitación con los auriculares puestos, estaba perdido en un videojuego, sus gritos ocasionales apenas audibles tras la puerta cerrada. Pablo, el novio de Celia, se acababa de ir después de haber pasado toda la tarde con ella, dejando a Ramón y Celia solos de nuevo en el salón, un escenario que él temía y anhelaba a partes iguales. Ramón al estar a solas con Celia sentía la tensión como el boxeador a punto de subir a pelear al ring o el torero justo antes de enfrentarse a un toro. Habían pedido una pizza, pepperoni con extra de queso, y la caja de cartón yacía abierta sobre la mesa de centro, con un par de porciones frías y una botella de Coca-Cola a medio vaciar. La televisión proyectaba una película de acción, con explosiones y diálogos gritados que ninguno de los dos seguía realmente. El murmullo de la pantalla llenaba el silencio, pero el aire entre ellos estaba cargado, como si cada respiración, cada movimiento, pudiera encender una chispa.

Ramón estaba hundido en el sofá, con un cojín en el regazo que apretaba como si fuera un salvavidas. Intentaba concentrarse en la película, en los coches que explotaban, en los héroes que disparaban sin fallar, pero su mente estaba en otro lado. Las últimas semanas habían sido una tortura. Desde el incidente en el baño, la imagen de Celia —su piel húmeda, sus tetas grandes y firmes, su mirada tranquila— lo perseguía como una sombra. La conversación de días atrás, cuando ella lo había enfrentado con esa mezcla de empatía y provocación, había abierto una grieta en su mundo, un abismo que lo atraía y lo aterrorizaba. “No tienes que pelearte contigo mismo por esto”, “puedes mirar lo que quieras” había dicho ella, y esas palabras resonaban en su cabeza como un permiso, un veneno dulce que no podía expulsar, como ese yonki resignado que sabe que la droga lo matará pero no puede dejarla. Aquella conversación le había llevado a pajearse con un vídeo de una chica pajeando a un tío que se imaginaba que eran ellos dos.

Celia estaba sentada a un metro de él, con las piernas cruzadas en el sofá, el cuerpo relajado pero perfectamente consciente de su presencia. Llevaba una camiseta gris ajustada, de manga corta, que se adhería a sus curvas como una segunda piel. La tela marcaba sus pechos, y dejaba entrever el contorno de un sujetador negro que Ramón no quería imaginar. Unos leggins negros abrazaban sus caderas y muslos, resaltando la carne curvy que había transformado a la niña gordita de su infancia en una mujer que lo desarmaba. Además para echar más leña al fuego le marcaban perfectamente el contorno de su carnoso coño. Su pelo rubio caía en ondas sueltas sobre los hombros, y cada vez que se movía, el aroma de su champú — dulce, embriagador— flotaba en el aire, golpeándolo como una caricia invisible. Recordaba mientras veía la tele, el dedo que se hizo pensando en su padre y en la decisión de que le viera las tetas otra vez con cualquier excusa.

Ramón intentaba no mirarla, pero era como pedirle a un náufrago que dejara de mirar el horizonte en busca de tierra. Sus ojos se deslizaban hacia ella, robando vistazos a la forma en que la camiseta se tensaba sobre sus pechos, a la curva suave de su cintura, a la manera en que sus muslos se apretaban al cruzar las piernas marcando su coño. Cada vistazo era una traición, un recordatorio de lo que había hecho en el lavadero, cuando había olido sus bragas para pajearse y manchado su sujetador con su deseo. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia un lugar donde no debería estar. Se estaba volviendo loco. Celia tomó un trozo de pizza, mordiéndolo con una lentitud que parecía deliberada. La salsa brillaba en sus labios, y cuando sacó la lengua y los lamió, Ramón tuvo que apartar la mirada, apretando el cojín con más fuerza. Ella dejó la pizza en la caja y se recostó en el sofá, con un suspiro que rompió el silencio.

—¿Esta peli no es un poco mala? —dijo, con una voz ligera, pero con un matiz juguetón que lo puso en alerta.

Ramón carraspeó, sintiendo el calor subirle por el cuello. La voz le salió más ronca de lo que quería.

—Si, no es gran cosa. Pero bueno, algo hay que ver, no echan nada decente en la tele últimamente —respondió, clavando los ojos en la tele, aunque no veía nada.

Ella se rió, un sonido suave, como el roce de una sábana contra la piel. Se inclinó hacia la mesa para tomar un sorbo de Coca-Cola, y la camiseta se levantó, dejando ver un destello de su cintura, una franja de piel suave que brillaba bajo la luz de la tele. Ramón apartó la mirada, pero no lo bastante rápido para evitar que ella lo pillara mirando. Su corazón latía con fuerza, y la culpa que lo había acompañado desde el baño se mezclaba con un deseo que no podía controlar. Celia se recostó de nuevo, mirándolo de reojo. Había una sonrisa en sus labios, pequeña, casi secreta, como si supiera exactamente lo que pasaba por su cabeza.

—Oye, papá, ¿te puedo preguntar algo? —dijo, girándose hacia él. Su postura era relajada, pero sus ojos verdes tenían una intensidad que lo atrapó.

Ramón tragó saliva, sintiendo un nudo en el estómago. La última vez que habían hablado así, solos, ella había abierto una puerta que aún lo tenía tambaleándose. Intentó mantener la compostura, pero su voz salió entrecortada.

—Claro cariño, dime —dijo, apretando el cojín como si fuera un escudo que pudiera protegerlo de lo que venía.

—Oye, papá, ¿sigues dándole vueltas a lo del otro día? —preguntó, con una voz suave pero directa, sin rodeos, como si estuviera hablando del tiempo. Pero había una chispa en su tono, un dejo de curiosidad que lo puso en guardia.

Ramón sintió que el rostro se le encendía, un rubor que se extendió por sus mejillas y cuello como un fuego incontrolable. La pregunta lo golpeó como un puñetazo, trayendo a la superficie todo lo que había intentado enterrar: la imagen de sus tetas desnudas en el baño, el brillo de su piel, el deseo que lo había consumido en secreto, la culpa que lo había mantenido despierto por noches. Quiso negarlo, reírse, fingir y decir que no, pero su garganta estaba seca, y sus manos temblaban ligeramente sobre el cojín.

—¿Qué? —logró decir, con la voz entrecortada, mirando al suelo, incapaz de enfrentarla—. No, yo… a ver, esto ya lo hablamos el otro día.

Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi comprensiva, pero sus ojos tenían una intensidad que lo atrapó. Se acercó un poco más, acortando la distancia entre ellos, hasta que sus rodillas estuvieron a centímetros de las suyas. La camiseta se tensó, marcando sus pechos aún más, y el olor de su champú lo envolvió, dulce, cálido, como una tentación que no podía ignorar.

—Vamos, papá —dijo, con una voz suave pero firme, inclinándose hacia él—. Se te nota que no paras de darle vueltas, como si estuvieras… no sé, asustado.

Ramón sintió que el suelo se abría bajo sus pies. El rubor en sus mejillas se intensificó, y sus manos apretaron el cojín hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Quiso mentir, decir que no, que todo estaba bien, pero las palabras no salían.

—No es… no es que le dé vueltas —mintió, con la voz quebrada, pasándose una mano por el pelo canoso—. Es solo que… joder, Celia, no deberíamos hablar de esto. No está bien.

Ella suspiró, un sonido que era a la vez exasperado y tierno, como si entendiera su lucha pero no compartiera su tormento. Se acercó un poco más, hasta que sus rodillas se tocaron, ella le cogió la mano un contacto leve pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. El calor de su cuerpo era una presencia tangible, una corriente que lo envolvía.

—Mira, papá, es normal, ¿sabes? —dijo, con una voz suave pero segura, como si estuviera explicando algo obvio—. Soy una mujer, tengo un cuerpo, y… bueno, los hombres lo miran. No es la primera vez que alguien me mira así, y no será la última. No tienes que sentirte mal por eso. Tu no eres diferente a otros hombres.

Ramón levantó la vista, sorprendido por su franqueza. La miraba, atrapado en esos ojos verdes, en la forma en que parecía tan tranquila, tan en control. Pero sus palabras lo descolocaban, lo llevaban a un terreno que no sabía cómo navegar.

—No es lo mismo, Celia —murmuró, con la voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, aunque estaban solos—. Eres mi hija. No debería… no debería fijarme en ti.

—¿Y qué si te fijas? —preguntó, con un tono que era a la vez inocente y desafiante—. No eres el primero, papá. Los tíos me miran todo el tiempo. En la uni, en la calle, donde sea. Y… bueno, mis tetas son grandes y no pasan desapercibidas, ¿sabes?

Las palabras lo golpearon como un relámpago, y el rubor en su rostro se intensificó. No podía creer que estuviera hablando así, con esa naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo hablar de las tetas de su hija. Pero también había algo en su tono, una mezcla de confianza y provocación, que lo desarmaba. Sus ojos se deslizaron, casi sin querer, hacia su camiseta, hacia la forma en que marcaba sus pechos, grandes, firmes, y sintió una oleada de deseo que lo avergonzó.

—Celia, no… no digas eso —dijo, con la voz temblando, mirando al suelo de nuevo, intentando aferrarse a la razón—. No está bien. Soy tu padre.

Ella se rió, un sonido suave pero cargado de intención, y se acercó aún más, hasta que sus labios estuvieron a un susurro de su cara. Su mano se posó de nuevo en la de él, cálida, firme, y su mirada era una red que lo atrapaba.

—Papá, relájate —dijo, con una voz que era a la vez tranquilizadora y seductora—. No estás haciendo nada malo. Solo miraste, ¿no? Y si te gustó lo que viste, no pasa nada. Es solo un cuerpo. Mis tetas son… bueno, son lo que son. Y no me molesta que las mires. De verdad. Ya te lo dije, que si te gustan pues que mires sin remordimiento.

Ramón sacudió la cabeza, como si quisiera sacarse sus palabras de la mente. Pero la imagen de sus pechos, desnudos en el baño, seguía grabada en su retina, y el contacto de su mano en la suya era un ancla que lo mantenía atrapado en el momento. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el abismo.

—No es solo mirar, Celia —admitió, con la voz apenas audible, sintiendo que cada palabra era una confesión—. No debería… no debería querer verte así. No debería pensar en ti.

Ella se quedó en silencio un momento, mirándolo con una intensidad que lo hizo estremecerse. Luego, lentamente, su sonrisa se amplió, una mezcla de dulzura y poder que lo dejó sin defensas. Se inclinó hacia adelante, hasta que sus rostros estuvieron a centímetros, y el olor de su champú lo envolvió, embriagador, irresistible.

—¿Y si te digo, si te repito que no me importa? —susurró, con una voz suave pero cargada de intención mientras le acariciaba la mano—. ¿Y si te digo que… no sé, que me gusta que me mires? Que me hace sentir… especial. ¿Qué harías entonces?

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. Sus palabras eran un veneno dulce, una tentación que lo llevaba al borde. Quiso levantarse, huir, romper el hechizo, pero sus piernas no respondían. La miraba, con la camiseta gris ajustada, los pechos marcados, los ojos verdes que parecían saberlo todo. Y el mundo se desvaneció, dejando solo el murmullo de la tentación. Celia, viendo su lucha, su rubor, su deseo oculto, decidió dar un paso más. Sus manos se movieron lentamente, posándose sobre su propia camiseta, sobre la curva de sus pechos. Los acarició con una lentitud deliberada, sus dedos trazando líneas suaves sobre la tela, como si estuviera invitándolo a imaginar lo que había debajo. La camiseta se tensó bajo su toque, marcando aún más sus pechos, y Ramón sintió que el aire se le atascaba en la garganta.

—Mira, papá, mis tetas son solo eso: tetas —dijo, con una voz suave pero provocadora, sus dedos continuando el movimiento, rozando los pezones a través de la tela, haciendo que se endurecieran ligeramente—. Son grandes, naturales, y los tíos las miran todo el tiempo. Me miran en la uni, cuando voy por la calle, cuando llevo algo ajustado. No es nada nuevo. Y si tú también las miras, no pasa nada. Es normal. Eres un hombre, al fin y al cabo. Y sabes qué, prefiero que me mires tu antes que cualquier baboso.

Ramón la miró, hipnotizado, con el rubor extendiéndose por su cuello, sus manos apretando el cojín como si fuera un salvavidas. Sus palabras lo desarmaban, pero el gesto de sus manos, acariciándose los pechos con esa naturalidad, era una tortura, una invitación que lo hacía cuestionarse todo. La culpa lo aplastaba, pero el deseo era una llama que crecía, alimentada por la visión de sus dedos trazando curvas sobre la tela, por el brillo en sus ojos que parecía decir “mírame”. Se estaba poniendo cardiaco.

—Celia, por favor… —susurró, con la voz quebrada, pero no podía apartar la mirada de las tetas de su hija, no podía detener el flujo de pensamientos que lo invadían.

Ella sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y poderosa, y sus manos se detuvieron, pero no se apartaron. Se inclinó un poco más, hasta que su rostro estuvo a centímetros del suyo, y su voz bajó a un susurro conspirador.

—¿Te gustaría verlas otra vez? —preguntó, con una voz suave pero cargada de audacia, sus ojos clavados en los de él—. Con calma, papá, sin prisas. Para que las mires todo lo que quieras. Será nuestro secreto, te lo prometo. Nadie tiene que saberlo.

Las palabras colgaron en el aire, pesadas, irrevocables. Ramón sintió que el mundo se detenía, que la culpa y el deseo se enfrentaban en una batalla que el no podía ganar. La miraba, con la camiseta ajustada, los pechos marcados por sus propias caricias, los ojos verdes que parecían saberlo todo. Quiso decir que no, que debían parar, que esto era una locura, pero las palabras no salían. En cambio, nervioso, con el corazón desbocado y el rubor ardiendo en su rostro, asintió, un gesto pequeño, casi imperceptible, pero suficiente para sellar el pacto. Celia sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y triunfante, como si hubiera ganado una batalla que ambos sabían que estaba perdida desde el principio. Se incorporó ligeramente, echó su pelo hacia atrás con una lentitud deliberada que parecía diseñada para prolongar la tensión, para hacer que cada segundo contara. Miró hacia las escaleras para comprobar que su hermano seguía en su cuarto y sus manos, aún posadas en su pecho, se movieron hacia el dobladillo de la camiseta gris. Los dedos jugaron con la tela, rozándola, como si estuviera saboreando el momento, como si supiera que cada gesto suyo era un latigazo para él. La camiseta era ajustada, de algodón suave, y se adhería a su piel como una segunda capa, marcando cada curva, cada detalle de sus pechos. Levantó el dobladillo lentamente, dejando al descubierto primero la piel lisa de su vientre con un michelín tremendamente sensual, una franja de piel que brillaba bajo la luz parpadeante de la tele, suave, invitadora. El movimiento era hipnótico, el tejido deslizándose por su cuerpo con un susurro apenas audible, revelando centímetro a centímetro la curva de su cintura, el contorno de sus costillas.

Ramón no podía apartar la mirada, con el corazón desbocado, el rubor extendiéndose por su cuello, sus manos apretando el cojín hasta que le dolían los dedos. La polla la tenía ya dura y le dolía la intensidad de la erección. La culpa lo quemaba, pero el deseo era una fuerza viva, un torrente que lo arrastraba. Celia continuó, con una sonrisa que no se borraba, sus ojos clavados en los de él, como si quisiera capturar cada reacción, cada parpadeo. La camiseta subió más, revelando el sujetador negro de encaje que abrazaba sus pechos, la tela fina marcando los pezones que se endurecían bajo la exposición. Sus manos se detuvieron un momento, como si estuviera prolongando la tortura, y luego, con un movimiento fluido pero lento, levantó la camiseta por completo, pasándola por sus brazos y cabeza, dejando que su pelo rubio cayera en ondas suaves sobre sus hombros. La camiseta cayó al sofá con un susurro, pero Ramón apenas lo notó; sus ojos estaban fijos en ella, en la forma en que la luz delineaba su torso, en la curva de sus tetas ahora cubiertas solo por el sujetador.

Pero Celia no se detuvo. Sus manos se movieron hacia su espalda, con una gracia que era a la vez natural y calculada, y desabrochó el cierre del sujetador con un chasquido suave. Los tirantes se deslizaron por sus hombros, lentos, como si el tiempo se hubiera ralentizado para saborear el momento. Primero un tirante, cayendo por su brazo derecho, revelando la curva superior de su pecho; luego el otro, deslizándose por el izquierdo, dejando que la tela se aflojara. Sus dedos sostuvieron el sujetador un instante más, como si quisiera prolongar la visión que estaba ofreciendo, y luego lo dejó caer, revelando sus tetas por completo. Grandes, naturales, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y el deseo que le puso la carne de gallina, con unas areolas grandes de un color muy claro y como una galleta María y algo asimétricas, tenía también unas pequeñas estrías donde nacen los pechos cerca del canalillo que las hacían tremendamente sensuales. La piel era suave, con las marcas de las costuras del sujetador marcadas, brillante bajo la luz parpadeante, y cada curva parecía una invitación, un secreto que ahora compartían. Eran dos maravillosos tetones.

—Míralas todo lo que quieras, papá —susurró, con una voz suave pero cargada de poder, sus ojos clavados en los de él—. ¿Te gustan papi?.

Ramón la miró, con el corazón desbocado, el rubor ardiendo en su rostro, la culpa y el deseo luchando en su interior. Pero en ese momento, solo podía ver a Celia, su hija, su mujer, y el mundo se desvaneció, dejando solo el murmullo de la tentación. El silencio que siguió fue ensordecedor. Ramón sentía el peso de sus palabras, de su cercanía, del calor de su cuerpo a centímetros del suyo. Quiso levantarse, irse, romper el hechizo, pero no podía moverse. Estaba atrapado, no solo por ella, sino por lo que sentía, por lo que ambos estaban empezando a reconocer sin nombrarlo.

Celia estaba sentada frente a Ramón, con la camiseta gris y el sujetador ya descartados con las tetas al aire. Sus tetas, grandes, firmes, eran una visión que lo desarmaba: la curva suave de su piel, los pezones rosados que lo miraban como un desafío. Ella lo observaba, con una mezcla de curiosidad y poder en sus ojos verdes, su respiración ligeramente acelerada, un indicio de que el momento también la afectaba. Había desabrochado su sujetador con una lentitud deliberada, dejando caer los tirantes uno a uno, como si estuviera desvelando un secreto, y ahora estaba ahí, expuesta, vulnerable pero en control. Ramón sentía que el corazón le latía con fuerza, un tambor que resonaba en su pecho. La culpa lo aplastaba, una losa que le recordaba que ella era su hija, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el abismo. La miraba, atrapado en la suavidad de su piel, en la forma en que la luz delineaba sus curvas, en el olor de su champú —coco, dulce, embriagador— que llenaba el aire. Celia inclinó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi tímida, que contrastaba con la intensidad de su mirada. Sus manos descansaban ahora en sus propios muslos, pero su cuerpo estaba ligeramente inclinado hacia él, una invitación silenciosa que lo desarmaba.

—¿Quieres… chuparlas un poquito papi? —preguntó, con una voz suave, apenas un susurro, pero cargada de un matiz provocador que lo golpeó como una caricia. Sus palabras eran un puente, una línea que lo invitaba a cruzarla, y su sonrisa, dulce pero poderosa, parecía prometer que no había vuelta atrás. Ramón tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. La pregunta lo atravesó, una mezcla de tentación y condena. Quiso decir que no, que debían parar, que esto era una locura, pero las palabras no salían. Sus ojos se deslizaron hacia sus pechos, a la piel suave que brillaba bajo la luz, a los pezones rosados que parecían llamarlo. La culpa lo quemaba, pero el deseo era una llama que lo consumía, una necesidad que no podía ignorar.

—Si —susurró, con la voz rota, como si estuviera confesando un pecado. Su mano temblaba mientras se alzaba, vacilante, como si temiera que el contacto lo quemara. Pero no podía detenerse, no ahora, no cuando ella lo miraba así, con esos ojos que parecían verlo de verdad, no solo como su padre, sino como un hombre.

Celia asintió, con una sonrisa pequeña que era a la vez permiso y desafío. Se acercó un poco más, ofreciéndoselas y el movimiento hizo que sus pechos se balancearan ligeramente, un gesto que lo dejó sin aliento. Ramón extendió las manos, con una mezcla de reverencia y desesperación, y tocó su piel. Sus dedos rozaron la curva de sus pechos, suaves, cálidos, con una textura aterciopelada que lo hizo estremecerse. Los acarició con cuidado al principio, como si temiera romper algo frágil, sus pulgares trazando círculos lentos alrededor de los pezones, sintiendo cómo se endurecían bajo su toque. La sensación era abrumadora, un placer que lo inundaba y lo condenaba al mismo tiempo.

—¿Te gustan papi? —preguntó ella, con una voz suave, casi un susurro, pero cargada de una curiosidad que lo desarmó. Sus manos se alzaron, posándose en el pelo de él, acariciándolo con una ternura que contrastaba con la intensidad del momento.

Ramón no respondió, no podía. Sus manos se movieron con más confianza, explorando la plenitud de sus pechos, apretándolos suavemente clavando los dedos en la carne blanda, sintiendo el peso y la suavidad en sus palmas. Cada caricia era un acto de devoción, un deseo que lo consumía, y la culpa, aunque seguía ahí, se desvanecía bajo la intensidad de lo que sentía. Se inclinó hacia adelante, casi sin querer, y sus labios encontraron uno de sus pezones. Lo besó con una delicadeza que rayaba en la adoración, sus labios cálidos contra la piel fresca, y luego lo lamió, con una lentitud que era a la vez reverencia y hambre. El sabor de su piel, dulce, cálido, con un leve matiz salado, lo inundó, y por un momento, el mundo desapareció, reemplazado por el placer que lo consumía. Celia dejó escapar un suspiro al notar la lengua húmeda y caliente acariciar su pezón, un sonido suave que lo envolvió como una sábana. Sus manos se hundieron en su pelo, guiándolo con una ternura que lo desarmaba. Sus dedos se movían en círculos lentos, acariciando su cuero cabelludo, animándolo a continuar.

—Disfruta de ellas, papá —susurró, con una voz que era a la vez dulce y provocadora—. Son para ti.

Las palabras lo golpearon como un relámpago, una mezcla de permiso y condena que lo hizo estremecerse. Sus labios se cerraron alrededor del pezón, succionando suavemente, sintiendo cómo se endurecía aún más bajo su lengua. La lamía con una precisión casi instintiva, trazando círculos lentos, alternando con succiones más firmes que arrancaban pequeños suspiros de Celia. Cada sonido que ella hacía era una chispa, un eco que resonaba en su interior, alimentando el deseo que lo consumía. Sus manos seguían explorando, una sosteniendo el pecho que lamía, la otra acariciando el otro, apretándolo con una mezcla de suavidad y urgencia, sus dedos rozando el pezón con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de su deseo.

—Así, papá… —murmuró ella, con la voz entrecortada, sus dedos enredándose más en su pelo, guiándolo con una mezcla de ternura y control—. ¿Te gustan, verdad? Puedes tenerlas todo lo que quieras.

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. La culpa estaba ahí, un eco lejano, pero el placer era más fuerte, una corriente que lo arrastraba. Cambió a la otra teta, sus labios encontrando el otro pezón, besándolo con la misma reverencia, lamiéndolo con una lentitud que era casi una tortura. Su lengua trazaba patrones, círculos, líneas, explorando cada detalle, saboreando la textura suave, el calor de su piel. Succionaba con más intensidad ahora, dejando que sus dientes rozaran ligeramente el rugoso pezón, un toque que arrancaba un gemido suave de Celia, un sonido que lo hacía temblar. Los pezones le brillaban de saliva. Sus manos no se detenían, acariciando, apretando, sintiendo el peso de sus pechos, la forma en que respondían a su lengua, la manera en que ella se arqueaba ligeramente hacia él, como si quisiera darle más. Los minutos pasaron, lentos, eternos, cada uno lleno de sensaciones que lo abrumaban. Diez minutos, tal vez más, se perdieron en el acto, en la danza de sus labios y sus manos, en los suspiros de ella, en las palabras que lo envolvían como una caricia. Celia seguía acariciándole el pelo, sus dedos moviéndose con una ternura que lo desarmaba, sus susurros llenando el silencio del salón.

—Te sabes comer unas tetas eh papi. Disfruta, no te preocupes… solo disfruta.

Ramón se recreaba en cada detalle, en la suavidad de su piel, en el sabor de sus pezones, en la forma en que ella respondía a cada caricia, a cada lamida. Sus manos exploraban con más audacia, apretando con una mezcla de deseo y reverencia, sus dedos rozando los pezones con una precisión que arrancaba más suspiros de Celia. La sentía temblar ligeramente, su respiración acelerándose, y eso solo alimentaba su deseo, una necesidad que lo consumía. Su lengua se movía con más intensidad, succionando, lamiendo, alternando entre los dos pechos, como si no pudiera decidirse, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria. Celia lo guiaba, sus manos en su pelo, sus suspiros marcando el ritmo. Miraba a su vez de vez en cuando a las escaleras atenta a que no saliera su hermano de la habitación. Cada palabra suya era un permiso, una invitación, y él se dejaba llevar, perdido en la sensación, en la conexión que los unía. La culpa seguía ahí, un eco lejano, pero el placer era más fuerte, un sueño del que no quería despertar. Por un instante, todo fue perfecto, un momento suspendido en el tiempo, donde solo existían ellos dos, su piel, sus susurros, su deseo, a punto de correrse en los pantalones sin siquiera tocarse. Pero la realidad volvió, como un mazazo. Ramón se apartó, jadeando, con el corazón desbocado. La miró, con los pechos desnudos, la piel brillante de saliva bajo la luz de la tele, y la culpa lo aplastó como una losa. Sus manos temblaban, y se pasó una por la cara, como si pudiera borrar lo que había hecho.

—Joder, Celia, no podemos… no deberíamos —dijo, con la voz rota, mirando al suelo, incapaz de enfrentarla.

Ella se cubrió lentamente, recogiendo el sujetador y la camiseta del sofá. Sus movimientos eran calmados, casi rituales, como si quisiera prolongar el momento. Se puso la camiseta, ajustándola con una naturalidad que contrastaba con el caos de él.

—No pasa nada, papá —dijo, con una voz suave pero firme—. Nadie tiene que saberlo. Es… nuestro secreto, ¿vale?

Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tenerlo todo bajo control. Quiso protestar, decir que no, que tenían que parar, pero las palabras no salían. Porque una parte de él, una parte que lo aterrorizaba, quería seguir, quería más. La culpa lo quemaba, pero también había algo más, algo que lo hacía sentirse vivo, algo que no podía ignorar.

—Nadie puede saberlo —dijo, con la voz baja, como si estuviera sellando un pacto con el diablo.

Celia asintió, con una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa.

—Nadie lo sabrá —prometió, y su voz era como un juramento, un lazo que los unía en un secreto que cambiaría todo.

Se levantaron del sofá, como si nada hubiera pasado, pero el mundo era diferente. La pizza seguía en la mesa, la película seguía en la tele, pero el aire entre ellos estaba cargado, impregnado de un deseo que ninguno de los dos podía negar. Ramón sintió que había cruzado una línea irreversible, que había entrado en un territorio donde no podía volver atrás. La culpa lo acompañaría, pero también lo haría el recuerdo de su piel, de su sabor, de la forma en que ella lo había mirado. Más tarde, cuando Ana volvió a casa, la rutina se reanudó como si nada hubiera cambiado. Ana hablaba de su noche, riendo por una broma de su amiga, mientras Marcos se quejaba de que había perdido la partida online. Celia estaba en la cocina, lavando los platos de la pizza, con la misma camiseta gris que ahora parecía gritarle a Ramón. Él fingió leer algo en el móvil, pero sus ojos se deslizaban hacia ella, buscando el contorno de sus pechos, el movimiento de sus caderas. La culpa lo carcomía, pero también había una chispa nueva, una conexión secreta que lo ataba a ella.

Esa noche, cuando se acostó junto a Ana, no pudo dormir. La miraba roncar suavemente, con el pelo castaño desparramado en la almohada, y se sintió como un traidor. Además, pensaba que como pudo ser tan estúpido de haberle chupado las tetas a su hija mientras su hijo estaba en su cuarto ajeno a todo. ¿Y si los llega a haber pillado? Hubiera sido un desastre familiar. Pero su mente no estaba con su esposa. Estaba con Celia, con sus tetas, con el sabor de su piel, con la promesa de un secreto que nadie podía saber. Cerró los ojos, y la culpa se mezcló con el deseo, un torbellino que lo mantuvo despierto hasta el amanecer.

Continuará…
 
Capítulo 4

La noche se había deslizado tras las cortinas del salón, bañando la habitación en una penumbra suave, rota solo por el parpadeo azulado de la televisión. Era viernes por la noche, y la casa estaba tranquila, como si contuviera el aliento antes de un salto al vacío. Ana había salido con unas amigas del trabajo, una rara noche de libertad que aprovechaba para reír y beber vino barato olvidándose por un rato de la monotonía del día a día. Marcos, encerrado en su habitación con los auriculares puestos, estaba perdido en un videojuego, sus gritos ocasionales apenas audibles tras la puerta cerrada. Pablo, el novio de Celia, se acababa de ir después de haber pasado toda la tarde con ella, dejando a Ramón y Celia solos de nuevo en el salón, un escenario que él temía y anhelaba a partes iguales. Ramón al estar a solas con Celia sentía la tensión como el boxeador a punto de subir a pelear al ring o el torero justo antes de enfrentarse a un toro. Habían pedido una pizza, pepperoni con extra de queso, y la caja de cartón yacía abierta sobre la mesa de centro, con un par de porciones frías y una botella de Coca-Cola a medio vaciar. La televisión proyectaba una película de acción, con explosiones y diálogos gritados que ninguno de los dos seguía realmente. El murmullo de la pantalla llenaba el silencio, pero el aire entre ellos estaba cargado, como si cada respiración, cada movimiento, pudiera encender una chispa.

Ramón estaba hundido en el sofá, con un cojín en el regazo que apretaba como si fuera un salvavidas. Intentaba concentrarse en la película, en los coches que explotaban, en los héroes que disparaban sin fallar, pero su mente estaba en otro lado. Las últimas semanas habían sido una tortura. Desde el incidente en el baño, la imagen de Celia —su piel húmeda, sus tetas grandes y firmes, su mirada tranquila— lo perseguía como una sombra. La conversación de días atrás, cuando ella lo había enfrentado con esa mezcla de empatía y provocación, había abierto una grieta en su mundo, un abismo que lo atraía y lo aterrorizaba. “No tienes que pelearte contigo mismo por esto”, “puedes mirar lo que quieras” había dicho ella, y esas palabras resonaban en su cabeza como un permiso, un veneno dulce que no podía expulsar, como ese yonki resignado que sabe que la droga lo matará pero no puede dejarla. Aquella conversación le había llevado a pajearse con un vídeo de una chica pajeando a un tío que se imaginaba que eran ellos dos.

Celia estaba sentada a un metro de él, con las piernas cruzadas en el sofá, el cuerpo relajado pero perfectamente consciente de su presencia. Llevaba una camiseta gris ajustada, de manga corta, que se adhería a sus curvas como una segunda piel. La tela marcaba sus pechos, y dejaba entrever el contorno de un sujetador negro que Ramón no quería imaginar. Unos leggins negros abrazaban sus caderas y muslos, resaltando la carne curvy que había transformado a la niña gordita de su infancia en una mujer que lo desarmaba. Además para echar más leña al fuego le marcaban perfectamente el contorno de su carnoso coño. Su pelo rubio caía en ondas sueltas sobre los hombros, y cada vez que se movía, el aroma de su champú — dulce, embriagador— flotaba en el aire, golpeándolo como una caricia invisible. Recordaba mientras veía la tele, el dedo que se hizo pensando en su padre y en la decisión de que le viera las tetas otra vez con cualquier excusa.

Ramón intentaba no mirarla, pero era como pedirle a un náufrago que dejara de mirar el horizonte en busca de tierra. Sus ojos se deslizaban hacia ella, robando vistazos a la forma en que la camiseta se tensaba sobre sus pechos, a la curva suave de su cintura, a la manera en que sus muslos se apretaban al cruzar las piernas marcando su coño. Cada vistazo era una traición, un recordatorio de lo que había hecho en el lavadero, cuando había olido sus bragas para pajearse y manchado su sujetador con su deseo. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia un lugar donde no debería estar. Se estaba volviendo loco. Celia tomó un trozo de pizza, mordiéndolo con una lentitud que parecía deliberada. La salsa brillaba en sus labios, y cuando sacó la lengua y los lamió, Ramón tuvo que apartar la mirada, apretando el cojín con más fuerza. Ella dejó la pizza en la caja y se recostó en el sofá, con un suspiro que rompió el silencio.

—¿Esta peli no es un poco mala? —dijo, con una voz ligera, pero con un matiz juguetón que lo puso en alerta.

Ramón carraspeó, sintiendo el calor subirle por el cuello. La voz le salió más ronca de lo que quería.

—Si, no es gran cosa. Pero bueno, algo hay que ver, no echan nada decente en la tele últimamente —respondió, clavando los ojos en la tele, aunque no veía nada.

Ella se rió, un sonido suave, como el roce de una sábana contra la piel. Se inclinó hacia la mesa para tomar un sorbo de Coca-Cola, y la camiseta se levantó, dejando ver un destello de su cintura, una franja de piel suave que brillaba bajo la luz de la tele. Ramón apartó la mirada, pero no lo bastante rápido para evitar que ella lo pillara mirando. Su corazón latía con fuerza, y la culpa que lo había acompañado desde el baño se mezclaba con un deseo que no podía controlar. Celia se recostó de nuevo, mirándolo de reojo. Había una sonrisa en sus labios, pequeña, casi secreta, como si supiera exactamente lo que pasaba por su cabeza.

—Oye, papá, ¿te puedo preguntar algo? —dijo, girándose hacia él. Su postura era relajada, pero sus ojos verdes tenían una intensidad que lo atrapó.

Ramón tragó saliva, sintiendo un nudo en el estómago. La última vez que habían hablado así, solos, ella había abierto una puerta que aún lo tenía tambaleándose. Intentó mantener la compostura, pero su voz salió entrecortada.

—Claro cariño, dime —dijo, apretando el cojín como si fuera un escudo que pudiera protegerlo de lo que venía.

—Oye, papá, ¿sigues dándole vueltas a lo del otro día? —preguntó, con una voz suave pero directa, sin rodeos, como si estuviera hablando del tiempo. Pero había una chispa en su tono, un dejo de curiosidad que lo puso en guardia.

Ramón sintió que el rostro se le encendía, un rubor que se extendió por sus mejillas y cuello como un fuego incontrolable. La pregunta lo golpeó como un puñetazo, trayendo a la superficie todo lo que había intentado enterrar: la imagen de sus tetas desnudas en el baño, el brillo de su piel, el deseo que lo había consumido en secreto, la culpa que lo había mantenido despierto por noches. Quiso negarlo, reírse, fingir y decir que no, pero su garganta estaba seca, y sus manos temblaban ligeramente sobre el cojín.

—¿Qué? —logró decir, con la voz entrecortada, mirando al suelo, incapaz de enfrentarla—. No, yo… a ver, esto ya lo hablamos el otro día.

Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi comprensiva, pero sus ojos tenían una intensidad que lo atrapó. Se acercó un poco más, acortando la distancia entre ellos, hasta que sus rodillas estuvieron a centímetros de las suyas. La camiseta se tensó, marcando sus pechos aún más, y el olor de su champú lo envolvió, dulce, cálido, como una tentación que no podía ignorar.

—Vamos, papá —dijo, con una voz suave pero firme, inclinándose hacia él—. Se te nota que no paras de darle vueltas, como si estuvieras… no sé, asustado.

Ramón sintió que el suelo se abría bajo sus pies. El rubor en sus mejillas se intensificó, y sus manos apretaron el cojín hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Quiso mentir, decir que no, que todo estaba bien, pero las palabras no salían.

—No es… no es que le dé vueltas —mintió, con la voz quebrada, pasándose una mano por el pelo canoso—. Es solo que… joder, Celia, no deberíamos hablar de esto. No está bien.

Ella suspiró, un sonido que era a la vez exasperado y tierno, como si entendiera su lucha pero no compartiera su tormento. Se acercó un poco más, hasta que sus rodillas se tocaron, ella le cogió la mano un contacto leve pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. El calor de su cuerpo era una presencia tangible, una corriente que lo envolvía.

—Mira, papá, es normal, ¿sabes? —dijo, con una voz suave pero segura, como si estuviera explicando algo obvio—. Soy una mujer, tengo un cuerpo, y… bueno, los hombres lo miran. No es la primera vez que alguien me mira así, y no será la última. No tienes que sentirte mal por eso. Tu no eres diferente a otros hombres.

Ramón levantó la vista, sorprendido por su franqueza. La miraba, atrapado en esos ojos verdes, en la forma en que parecía tan tranquila, tan en control. Pero sus palabras lo descolocaban, lo llevaban a un terreno que no sabía cómo navegar.

—No es lo mismo, Celia —murmuró, con la voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, aunque estaban solos—. Eres mi hija. No debería… no debería fijarme en ti.

—¿Y qué si te fijas? —preguntó, con un tono que era a la vez inocente y desafiante—. No eres el primero, papá. Los tíos me miran todo el tiempo. En la uni, en la calle, donde sea. Y… bueno, mis tetas son grandes y no pasan desapercibidas, ¿sabes?

Las palabras lo golpearon como un relámpago, y el rubor en su rostro se intensificó. No podía creer que estuviera hablando así, con esa naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo hablar de las tetas de su hija. Pero también había algo en su tono, una mezcla de confianza y provocación, que lo desarmaba. Sus ojos se deslizaron, casi sin querer, hacia su camiseta, hacia la forma en que marcaba sus pechos, grandes, firmes, y sintió una oleada de deseo que lo avergonzó.

—Celia, no… no digas eso —dijo, con la voz temblando, mirando al suelo de nuevo, intentando aferrarse a la razón—. No está bien. Soy tu padre.

Ella se rió, un sonido suave pero cargado de intención, y se acercó aún más, hasta que sus labios estuvieron a un susurro de su cara. Su mano se posó de nuevo en la de él, cálida, firme, y su mirada era una red que lo atrapaba.

—Papá, relájate —dijo, con una voz que era a la vez tranquilizadora y seductora—. No estás haciendo nada malo. Solo miraste, ¿no? Y si te gustó lo que viste, no pasa nada. Es solo un cuerpo. Mis tetas son… bueno, son lo que son. Y no me molesta que las mires. De verdad. Ya te lo dije, que si te gustan pues que mires sin remordimiento.

Ramón sacudió la cabeza, como si quisiera sacarse sus palabras de la mente. Pero la imagen de sus pechos, desnudos en el baño, seguía grabada en su retina, y el contacto de su mano en la suya era un ancla que lo mantenía atrapado en el momento. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el abismo.

—No es solo mirar, Celia —admitió, con la voz apenas audible, sintiendo que cada palabra era una confesión—. No debería… no debería querer verte así. No debería pensar en ti.

Ella se quedó en silencio un momento, mirándolo con una intensidad que lo hizo estremecerse. Luego, lentamente, su sonrisa se amplió, una mezcla de dulzura y poder que lo dejó sin defensas. Se inclinó hacia adelante, hasta que sus rostros estuvieron a centímetros, y el olor de su champú lo envolvió, embriagador, irresistible.

—¿Y si te digo, si te repito que no me importa? —susurró, con una voz suave pero cargada de intención mientras le acariciaba la mano—. ¿Y si te digo que… no sé, que me gusta que me mires? Que me hace sentir… especial. ¿Qué harías entonces?

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. Sus palabras eran un veneno dulce, una tentación que lo llevaba al borde. Quiso levantarse, huir, romper el hechizo, pero sus piernas no respondían. La miraba, con la camiseta gris ajustada, los pechos marcados, los ojos verdes que parecían saberlo todo. Y el mundo se desvaneció, dejando solo el murmullo de la tentación. Celia, viendo su lucha, su rubor, su deseo oculto, decidió dar un paso más. Sus manos se movieron lentamente, posándose sobre su propia camiseta, sobre la curva de sus pechos. Los acarició con una lentitud deliberada, sus dedos trazando líneas suaves sobre la tela, como si estuviera invitándolo a imaginar lo que había debajo. La camiseta se tensó bajo su toque, marcando aún más sus pechos, y Ramón sintió que el aire se le atascaba en la garganta.

—Mira, papá, mis tetas son solo eso: tetas —dijo, con una voz suave pero provocadora, sus dedos continuando el movimiento, rozando los pezones a través de la tela, haciendo que se endurecieran ligeramente—. Son grandes, naturales, y los tíos las miran todo el tiempo. Me miran en la uni, cuando voy por la calle, cuando llevo algo ajustado. No es nada nuevo. Y si tú también las miras, no pasa nada. Es normal. Eres un hombre, al fin y al cabo. Y sabes qué, prefiero que me mires tu antes que cualquier baboso.

Ramón la miró, hipnotizado, con el rubor extendiéndose por su cuello, sus manos apretando el cojín como si fuera un salvavidas. Sus palabras lo desarmaban, pero el gesto de sus manos, acariciándose los pechos con esa naturalidad, era una tortura, una invitación que lo hacía cuestionarse todo. La culpa lo aplastaba, pero el deseo era una llama que crecía, alimentada por la visión de sus dedos trazando curvas sobre la tela, por el brillo en sus ojos que parecía decir “mírame”. Se estaba poniendo cardiaco.

—Celia, por favor… —susurró, con la voz quebrada, pero no podía apartar la mirada de las tetas de su hija, no podía detener el flujo de pensamientos que lo invadían.

Ella sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y poderosa, y sus manos se detuvieron, pero no se apartaron. Se inclinó un poco más, hasta que su rostro estuvo a centímetros del suyo, y su voz bajó a un susurro conspirador.

—¿Te gustaría verlas otra vez? —preguntó, con una voz suave pero cargada de audacia, sus ojos clavados en los de él—. Con calma, papá, sin prisas. Para que las mires todo lo que quieras. Será nuestro secreto, te lo prometo. Nadie tiene que saberlo.

Las palabras colgaron en el aire, pesadas, irrevocables. Ramón sintió que el mundo se detenía, que la culpa y el deseo se enfrentaban en una batalla que el no podía ganar. La miraba, con la camiseta ajustada, los pechos marcados por sus propias caricias, los ojos verdes que parecían saberlo todo. Quiso decir que no, que debían parar, que esto era una locura, pero las palabras no salían. En cambio, nervioso, con el corazón desbocado y el rubor ardiendo en su rostro, asintió, un gesto pequeño, casi imperceptible, pero suficiente para sellar el pacto. Celia sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y triunfante, como si hubiera ganado una batalla que ambos sabían que estaba perdida desde el principio. Se incorporó ligeramente, echó su pelo hacia atrás con una lentitud deliberada que parecía diseñada para prolongar la tensión, para hacer que cada segundo contara. Miró hacia las escaleras para comprobar que su hermano seguía en su cuarto y sus manos, aún posadas en su pecho, se movieron hacia el dobladillo de la camiseta gris. Los dedos jugaron con la tela, rozándola, como si estuviera saboreando el momento, como si supiera que cada gesto suyo era un latigazo para él. La camiseta era ajustada, de algodón suave, y se adhería a su piel como una segunda capa, marcando cada curva, cada detalle de sus pechos. Levantó el dobladillo lentamente, dejando al descubierto primero la piel lisa de su vientre con un michelín tremendamente sensual, una franja de piel que brillaba bajo la luz parpadeante de la tele, suave, invitadora. El movimiento era hipnótico, el tejido deslizándose por su cuerpo con un susurro apenas audible, revelando centímetro a centímetro la curva de su cintura, el contorno de sus costillas.

Ramón no podía apartar la mirada, con el corazón desbocado, el rubor extendiéndose por su cuello, sus manos apretando el cojín hasta que le dolían los dedos. La polla la tenía ya dura y le dolía la intensidad de la erección. La culpa lo quemaba, pero el deseo era una fuerza viva, un torrente que lo arrastraba. Celia continuó, con una sonrisa que no se borraba, sus ojos clavados en los de él, como si quisiera capturar cada reacción, cada parpadeo. La camiseta subió más, revelando el sujetador negro de encaje que abrazaba sus pechos, la tela fina marcando los pezones que se endurecían bajo la exposición. Sus manos se detuvieron un momento, como si estuviera prolongando la tortura, y luego, con un movimiento fluido pero lento, levantó la camiseta por completo, pasándola por sus brazos y cabeza, dejando que su pelo rubio cayera en ondas suaves sobre sus hombros. La camiseta cayó al sofá con un susurro, pero Ramón apenas lo notó; sus ojos estaban fijos en ella, en la forma en que la luz delineaba su torso, en la curva de sus tetas ahora cubiertas solo por el sujetador.

Pero Celia no se detuvo. Sus manos se movieron hacia su espalda, con una gracia que era a la vez natural y calculada, y desabrochó el cierre del sujetador con un chasquido suave. Los tirantes se deslizaron por sus hombros, lentos, como si el tiempo se hubiera ralentizado para saborear el momento. Primero un tirante, cayendo por su brazo derecho, revelando la curva superior de su pecho; luego el otro, deslizándose por el izquierdo, dejando que la tela se aflojara. Sus dedos sostuvieron el sujetador un instante más, como si quisiera prolongar la visión que estaba ofreciendo, y luego lo dejó caer, revelando sus tetas por completo. Grandes, naturales, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y el deseo que le puso la carne de gallina, con unas areolas grandes de un color muy claro y como una galleta María y algo asimétricas, tenía también unas pequeñas estrías donde nacen los pechos cerca del canalillo que las hacían tremendamente sensuales. La piel era suave, con las marcas de las costuras del sujetador marcadas, brillante bajo la luz parpadeante, y cada curva parecía una invitación, un secreto que ahora compartían. Eran dos maravillosos tetones.

—Míralas todo lo que quieras, papá —susurró, con una voz suave pero cargada de poder, sus ojos clavados en los de él—. ¿Te gustan papi?.

Ramón la miró, con el corazón desbocado, el rubor ardiendo en su rostro, la culpa y el deseo luchando en su interior. Pero en ese momento, solo podía ver a Celia, su hija, su mujer, y el mundo se desvaneció, dejando solo el murmullo de la tentación. El silencio que siguió fue ensordecedor. Ramón sentía el peso de sus palabras, de su cercanía, del calor de su cuerpo a centímetros del suyo. Quiso levantarse, irse, romper el hechizo, pero no podía moverse. Estaba atrapado, no solo por ella, sino por lo que sentía, por lo que ambos estaban empezando a reconocer sin nombrarlo.

Celia estaba sentada frente a Ramón, con la camiseta gris y el sujetador ya descartados con las tetas al aire. Sus tetas, grandes, firmes, eran una visión que lo desarmaba: la curva suave de su piel, los pezones rosados que lo miraban como un desafío. Ella lo observaba, con una mezcla de curiosidad y poder en sus ojos verdes, su respiración ligeramente acelerada, un indicio de que el momento también la afectaba. Había desabrochado su sujetador con una lentitud deliberada, dejando caer los tirantes uno a uno, como si estuviera desvelando un secreto, y ahora estaba ahí, expuesta, vulnerable pero en control. Ramón sentía que el corazón le latía con fuerza, un tambor que resonaba en su pecho. La culpa lo aplastaba, una losa que le recordaba que ella era su hija, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el abismo. La miraba, atrapado en la suavidad de su piel, en la forma en que la luz delineaba sus curvas, en el olor de su champú —coco, dulce, embriagador— que llenaba el aire. Celia inclinó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi tímida, que contrastaba con la intensidad de su mirada. Sus manos descansaban ahora en sus propios muslos, pero su cuerpo estaba ligeramente inclinado hacia él, una invitación silenciosa que lo desarmaba.

—¿Quieres… chuparlas un poquito papi? —preguntó, con una voz suave, apenas un susurro, pero cargada de un matiz provocador que lo golpeó como una caricia. Sus palabras eran un puente, una línea que lo invitaba a cruzarla, y su sonrisa, dulce pero poderosa, parecía prometer que no había vuelta atrás. Ramón tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. La pregunta lo atravesó, una mezcla de tentación y condena. Quiso decir que no, que debían parar, que esto era una locura, pero las palabras no salían. Sus ojos se deslizaron hacia sus pechos, a la piel suave que brillaba bajo la luz, a los pezones rosados que parecían llamarlo. La culpa lo quemaba, pero el deseo era una llama que lo consumía, una necesidad que no podía ignorar.

—Si —susurró, con la voz rota, como si estuviera confesando un pecado. Su mano temblaba mientras se alzaba, vacilante, como si temiera que el contacto lo quemara. Pero no podía detenerse, no ahora, no cuando ella lo miraba así, con esos ojos que parecían verlo de verdad, no solo como su padre, sino como un hombre.

Celia asintió, con una sonrisa pequeña que era a la vez permiso y desafío. Se acercó un poco más, ofreciéndoselas y el movimiento hizo que sus pechos se balancearan ligeramente, un gesto que lo dejó sin aliento. Ramón extendió las manos, con una mezcla de reverencia y desesperación, y tocó su piel. Sus dedos rozaron la curva de sus pechos, suaves, cálidos, con una textura aterciopelada que lo hizo estremecerse. Los acarició con cuidado al principio, como si temiera romper algo frágil, sus pulgares trazando círculos lentos alrededor de los pezones, sintiendo cómo se endurecían bajo su toque. La sensación era abrumadora, un placer que lo inundaba y lo condenaba al mismo tiempo.

—¿Te gustan papi? —preguntó ella, con una voz suave, casi un susurro, pero cargada de una curiosidad que lo desarmó. Sus manos se alzaron, posándose en el pelo de él, acariciándolo con una ternura que contrastaba con la intensidad del momento.

Ramón no respondió, no podía. Sus manos se movieron con más confianza, explorando la plenitud de sus pechos, apretándolos suavemente clavando los dedos en la carne blanda, sintiendo el peso y la suavidad en sus palmas. Cada caricia era un acto de devoción, un deseo que lo consumía, y la culpa, aunque seguía ahí, se desvanecía bajo la intensidad de lo que sentía. Se inclinó hacia adelante, casi sin querer, y sus labios encontraron uno de sus pezones. Lo besó con una delicadeza que rayaba en la adoración, sus labios cálidos contra la piel fresca, y luego lo lamió, con una lentitud que era a la vez reverencia y hambre. El sabor de su piel, dulce, cálido, con un leve matiz salado, lo inundó, y por un momento, el mundo desapareció, reemplazado por el placer que lo consumía. Celia dejó escapar un suspiro al notar la lengua húmeda y caliente acariciar su pezón, un sonido suave que lo envolvió como una sábana. Sus manos se hundieron en su pelo, guiándolo con una ternura que lo desarmaba. Sus dedos se movían en círculos lentos, acariciando su cuero cabelludo, animándolo a continuar.

—Disfruta de ellas, papá —susurró, con una voz que era a la vez dulce y provocadora—. Son para ti.

Las palabras lo golpearon como un relámpago, una mezcla de permiso y condena que lo hizo estremecerse. Sus labios se cerraron alrededor del pezón, succionando suavemente, sintiendo cómo se endurecía aún más bajo su lengua. La lamía con una precisión casi instintiva, trazando círculos lentos, alternando con succiones más firmes que arrancaban pequeños suspiros de Celia. Cada sonido que ella hacía era una chispa, un eco que resonaba en su interior, alimentando el deseo que lo consumía. Sus manos seguían explorando, una sosteniendo el pecho que lamía, la otra acariciando el otro, apretándolo con una mezcla de suavidad y urgencia, sus dedos rozando el pezón con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de su deseo.

—Así, papá… —murmuró ella, con la voz entrecortada, sus dedos enredándose más en su pelo, guiándolo con una mezcla de ternura y control—. ¿Te gustan, verdad? Puedes tenerlas todo lo que quieras.

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. La culpa estaba ahí, un eco lejano, pero el placer era más fuerte, una corriente que lo arrastraba. Cambió a la otra teta, sus labios encontrando el otro pezón, besándolo con la misma reverencia, lamiéndolo con una lentitud que era casi una tortura. Su lengua trazaba patrones, círculos, líneas, explorando cada detalle, saboreando la textura suave, el calor de su piel. Succionaba con más intensidad ahora, dejando que sus dientes rozaran ligeramente el rugoso pezón, un toque que arrancaba un gemido suave de Celia, un sonido que lo hacía temblar. Los pezones le brillaban de saliva. Sus manos no se detenían, acariciando, apretando, sintiendo el peso de sus pechos, la forma en que respondían a su lengua, la manera en que ella se arqueaba ligeramente hacia él, como si quisiera darle más. Los minutos pasaron, lentos, eternos, cada uno lleno de sensaciones que lo abrumaban. Diez minutos, tal vez más, se perdieron en el acto, en la danza de sus labios y sus manos, en los suspiros de ella, en las palabras que lo envolvían como una caricia. Celia seguía acariciándole el pelo, sus dedos moviéndose con una ternura que lo desarmaba, sus susurros llenando el silencio del salón.

—Te sabes comer unas tetas eh papi. Disfruta, no te preocupes… solo disfruta.

Ramón se recreaba en cada detalle, en la suavidad de su piel, en el sabor de sus pezones, en la forma en que ella respondía a cada caricia, a cada lamida. Sus manos exploraban con más audacia, apretando con una mezcla de deseo y reverencia, sus dedos rozando los pezones con una precisión que arrancaba más suspiros de Celia. La sentía temblar ligeramente, su respiración acelerándose, y eso solo alimentaba su deseo, una necesidad que lo consumía. Su lengua se movía con más intensidad, succionando, lamiendo, alternando entre los dos pechos, como si no pudiera decidirse, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria. Celia lo guiaba, sus manos en su pelo, sus suspiros marcando el ritmo. Miraba a su vez de vez en cuando a las escaleras atenta a que no saliera su hermano de la habitación. Cada palabra suya era un permiso, una invitación, y él se dejaba llevar, perdido en la sensación, en la conexión que los unía. La culpa seguía ahí, un eco lejano, pero el placer era más fuerte, un sueño del que no quería despertar. Por un instante, todo fue perfecto, un momento suspendido en el tiempo, donde solo existían ellos dos, su piel, sus susurros, su deseo, a punto de correrse en los pantalones sin siquiera tocarse. Pero la realidad volvió, como un mazazo. Ramón se apartó, jadeando, con el corazón desbocado. La miró, con los pechos desnudos, la piel brillante de saliva bajo la luz de la tele, y la culpa lo aplastó como una losa. Sus manos temblaban, y se pasó una por la cara, como si pudiera borrar lo que había hecho.

—Joder, Celia, no podemos… no deberíamos —dijo, con la voz rota, mirando al suelo, incapaz de enfrentarla.

Ella se cubrió lentamente, recogiendo el sujetador y la camiseta del sofá. Sus movimientos eran calmados, casi rituales, como si quisiera prolongar el momento. Se puso la camiseta, ajustándola con una naturalidad que contrastaba con el caos de él.

—No pasa nada, papá —dijo, con una voz suave pero firme—. Nadie tiene que saberlo. Es… nuestro secreto, ¿vale?

Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tenerlo todo bajo control. Quiso protestar, decir que no, que tenían que parar, pero las palabras no salían. Porque una parte de él, una parte que lo aterrorizaba, quería seguir, quería más. La culpa lo quemaba, pero también había algo más, algo que lo hacía sentirse vivo, algo que no podía ignorar.

—Nadie puede saberlo —dijo, con la voz baja, como si estuviera sellando un pacto con el diablo.

Celia asintió, con una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa.

—Nadie lo sabrá —prometió, y su voz era como un juramento, un lazo que los unía en un secreto que cambiaría todo.

Se levantaron del sofá, como si nada hubiera pasado, pero el mundo era diferente. La pizza seguía en la mesa, la película seguía en la tele, pero el aire entre ellos estaba cargado, impregnado de un deseo que ninguno de los dos podía negar. Ramón sintió que había cruzado una línea irreversible, que había entrado en un territorio donde no podía volver atrás. La culpa lo acompañaría, pero también lo haría el recuerdo de su piel, de su sabor, de la forma en que ella lo había mirado. Más tarde, cuando Ana volvió a casa, la rutina se reanudó como si nada hubiera cambiado. Ana hablaba de su noche, riendo por una broma de su amiga, mientras Marcos se quejaba de que había perdido la partida online. Celia estaba en la cocina, lavando los platos de la pizza, con la misma camiseta gris que ahora parecía gritarle a Ramón. Él fingió leer algo en el móvil, pero sus ojos se deslizaban hacia ella, buscando el contorno de sus pechos, el movimiento de sus caderas. La culpa lo carcomía, pero también había una chispa nueva, una conexión secreta que lo ataba a ella.

Esa noche, cuando se acostó junto a Ana, no pudo dormir. La miraba roncar suavemente, con el pelo castaño desparramado en la almohada, y se sintió como un traidor. Además, pensaba que como pudo ser tan estúpido de haberle chupado las tetas a su hija mientras su hijo estaba en su cuarto ajeno a todo. ¿Y si los llega a haber pillado? Hubiera sido un desastre familiar. Pero su mente no estaba con su esposa. Estaba con Celia, con sus tetas, con el sabor de su piel, con la promesa de un secreto que nadie podía saber. Cerró los ojos, y la culpa se mezcló con el deseo, un torbellino que lo mantuvo despierto hasta el amanecer.

Continuará…
Creo que todos hemos disfrutado y casi sentido como le chupabamos las tetas a Celia. Sublime relato!!
 
Capítulo 4

La noche se había deslizado tras las cortinas del salón, bañando la habitación en una penumbra suave, rota solo por el parpadeo azulado de la televisión. Era viernes por la noche, y la casa estaba tranquila, como si contuviera el aliento antes de un salto al vacío. Ana había salido con unas amigas del trabajo, una rara noche de libertad que aprovechaba para reír y beber vino barato olvidándose por un rato de la monotonía del día a día. Marcos, encerrado en su habitación con los auriculares puestos, estaba perdido en un videojuego, sus gritos ocasionales apenas audibles tras la puerta cerrada. Pablo, el novio de Celia, se acababa de ir después de haber pasado toda la tarde con ella, dejando a Ramón y Celia solos de nuevo en el salón, un escenario que él temía y anhelaba a partes iguales. Ramón al estar a solas con Celia sentía la tensión como el boxeador a punto de subir a pelear al ring o el torero justo antes de enfrentarse a un toro. Habían pedido una pizza, pepperoni con extra de queso, y la caja de cartón yacía abierta sobre la mesa de centro, con un par de porciones frías y una botella de Coca-Cola a medio vaciar. La televisión proyectaba una película de acción, con explosiones y diálogos gritados que ninguno de los dos seguía realmente. El murmullo de la pantalla llenaba el silencio, pero el aire entre ellos estaba cargado, como si cada respiración, cada movimiento, pudiera encender una chispa.

Ramón estaba hundido en el sofá, con un cojín en el regazo que apretaba como si fuera un salvavidas. Intentaba concentrarse en la película, en los coches que explotaban, en los héroes que disparaban sin fallar, pero su mente estaba en otro lado. Las últimas semanas habían sido una tortura. Desde el incidente en el baño, la imagen de Celia —su piel húmeda, sus tetas grandes y firmes, su mirada tranquila— lo perseguía como una sombra. La conversación de días atrás, cuando ella lo había enfrentado con esa mezcla de empatía y provocación, había abierto una grieta en su mundo, un abismo que lo atraía y lo aterrorizaba. “No tienes que pelearte contigo mismo por esto”, “puedes mirar lo que quieras” había dicho ella, y esas palabras resonaban en su cabeza como un permiso, un veneno dulce que no podía expulsar, como ese yonki resignado que sabe que la droga lo matará pero no puede dejarla. Aquella conversación le había llevado a pajearse con un vídeo de una chica pajeando a un tío que se imaginaba que eran ellos dos.

Celia estaba sentada a un metro de él, con las piernas cruzadas en el sofá, el cuerpo relajado pero perfectamente consciente de su presencia. Llevaba una camiseta gris ajustada, de manga corta, que se adhería a sus curvas como una segunda piel. La tela marcaba sus pechos, y dejaba entrever el contorno de un sujetador negro que Ramón no quería imaginar. Unos leggins negros abrazaban sus caderas y muslos, resaltando la carne curvy que había transformado a la niña gordita de su infancia en una mujer que lo desarmaba. Además para echar más leña al fuego le marcaban perfectamente el contorno de su carnoso coño. Su pelo rubio caía en ondas sueltas sobre los hombros, y cada vez que se movía, el aroma de su champú — dulce, embriagador— flotaba en el aire, golpeándolo como una caricia invisible. Recordaba mientras veía la tele, el dedo que se hizo pensando en su padre y en la decisión de que le viera las tetas otra vez con cualquier excusa.

Ramón intentaba no mirarla, pero era como pedirle a un náufrago que dejara de mirar el horizonte en busca de tierra. Sus ojos se deslizaban hacia ella, robando vistazos a la forma en que la camiseta se tensaba sobre sus pechos, a la curva suave de su cintura, a la manera en que sus muslos se apretaban al cruzar las piernas marcando su coño. Cada vistazo era una traición, un recordatorio de lo que había hecho en el lavadero, cuando había olido sus bragas para pajearse y manchado su sujetador con su deseo. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia un lugar donde no debería estar. Se estaba volviendo loco. Celia tomó un trozo de pizza, mordiéndolo con una lentitud que parecía deliberada. La salsa brillaba en sus labios, y cuando sacó la lengua y los lamió, Ramón tuvo que apartar la mirada, apretando el cojín con más fuerza. Ella dejó la pizza en la caja y se recostó en el sofá, con un suspiro que rompió el silencio.

—¿Esta peli no es un poco mala? —dijo, con una voz ligera, pero con un matiz juguetón que lo puso en alerta.

Ramón carraspeó, sintiendo el calor subirle por el cuello. La voz le salió más ronca de lo que quería.

—Si, no es gran cosa. Pero bueno, algo hay que ver, no echan nada decente en la tele últimamente —respondió, clavando los ojos en la tele, aunque no veía nada.

Ella se rió, un sonido suave, como el roce de una sábana contra la piel. Se inclinó hacia la mesa para tomar un sorbo de Coca-Cola, y la camiseta se levantó, dejando ver un destello de su cintura, una franja de piel suave que brillaba bajo la luz de la tele. Ramón apartó la mirada, pero no lo bastante rápido para evitar que ella lo pillara mirando. Su corazón latía con fuerza, y la culpa que lo había acompañado desde el baño se mezclaba con un deseo que no podía controlar. Celia se recostó de nuevo, mirándolo de reojo. Había una sonrisa en sus labios, pequeña, casi secreta, como si supiera exactamente lo que pasaba por su cabeza.

—Oye, papá, ¿te puedo preguntar algo? —dijo, girándose hacia él. Su postura era relajada, pero sus ojos verdes tenían una intensidad que lo atrapó.

Ramón tragó saliva, sintiendo un nudo en el estómago. La última vez que habían hablado así, solos, ella había abierto una puerta que aún lo tenía tambaleándose. Intentó mantener la compostura, pero su voz salió entrecortada.

—Claro cariño, dime —dijo, apretando el cojín como si fuera un escudo que pudiera protegerlo de lo que venía.

—Oye, papá, ¿sigues dándole vueltas a lo del otro día? —preguntó, con una voz suave pero directa, sin rodeos, como si estuviera hablando del tiempo. Pero había una chispa en su tono, un dejo de curiosidad que lo puso en guardia.

Ramón sintió que el rostro se le encendía, un rubor que se extendió por sus mejillas y cuello como un fuego incontrolable. La pregunta lo golpeó como un puñetazo, trayendo a la superficie todo lo que había intentado enterrar: la imagen de sus tetas desnudas en el baño, el brillo de su piel, el deseo que lo había consumido en secreto, la culpa que lo había mantenido despierto por noches. Quiso negarlo, reírse, fingir y decir que no, pero su garganta estaba seca, y sus manos temblaban ligeramente sobre el cojín.

—¿Qué? —logró decir, con la voz entrecortada, mirando al suelo, incapaz de enfrentarla—. No, yo… a ver, esto ya lo hablamos el otro día.

Ella ladeó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi comprensiva, pero sus ojos tenían una intensidad que lo atrapó. Se acercó un poco más, acortando la distancia entre ellos, hasta que sus rodillas estuvieron a centímetros de las suyas. La camiseta se tensó, marcando sus pechos aún más, y el olor de su champú lo envolvió, dulce, cálido, como una tentación que no podía ignorar.

—Vamos, papá —dijo, con una voz suave pero firme, inclinándose hacia él—. Se te nota que no paras de darle vueltas, como si estuvieras… no sé, asustado.

Ramón sintió que el suelo se abría bajo sus pies. El rubor en sus mejillas se intensificó, y sus manos apretaron el cojín hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Quiso mentir, decir que no, que todo estaba bien, pero las palabras no salían.

—No es… no es que le dé vueltas —mintió, con la voz quebrada, pasándose una mano por el pelo canoso—. Es solo que… joder, Celia, no deberíamos hablar de esto. No está bien.

Ella suspiró, un sonido que era a la vez exasperado y tierno, como si entendiera su lucha pero no compartiera su tormento. Se acercó un poco más, hasta que sus rodillas se tocaron, ella le cogió la mano un contacto leve pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. El calor de su cuerpo era una presencia tangible, una corriente que lo envolvía.

—Mira, papá, es normal, ¿sabes? —dijo, con una voz suave pero segura, como si estuviera explicando algo obvio—. Soy una mujer, tengo un cuerpo, y… bueno, los hombres lo miran. No es la primera vez que alguien me mira así, y no será la última. No tienes que sentirte mal por eso. Tu no eres diferente a otros hombres.

Ramón levantó la vista, sorprendido por su franqueza. La miraba, atrapado en esos ojos verdes, en la forma en que parecía tan tranquila, tan en control. Pero sus palabras lo descolocaban, lo llevaban a un terreno que no sabía cómo navegar.

—No es lo mismo, Celia —murmuró, con la voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlos, aunque estaban solos—. Eres mi hija. No debería… no debería fijarme en ti.

—¿Y qué si te fijas? —preguntó, con un tono que era a la vez inocente y desafiante—. No eres el primero, papá. Los tíos me miran todo el tiempo. En la uni, en la calle, donde sea. Y… bueno, mis tetas son grandes y no pasan desapercibidas, ¿sabes?

Las palabras lo golpearon como un relámpago, y el rubor en su rostro se intensificó. No podía creer que estuviera hablando así, con esa naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo hablar de las tetas de su hija. Pero también había algo en su tono, una mezcla de confianza y provocación, que lo desarmaba. Sus ojos se deslizaron, casi sin querer, hacia su camiseta, hacia la forma en que marcaba sus pechos, grandes, firmes, y sintió una oleada de deseo que lo avergonzó.

—Celia, no… no digas eso —dijo, con la voz temblando, mirando al suelo de nuevo, intentando aferrarse a la razón—. No está bien. Soy tu padre.

Ella se rió, un sonido suave pero cargado de intención, y se acercó aún más, hasta que sus labios estuvieron a un susurro de su cara. Su mano se posó de nuevo en la de él, cálida, firme, y su mirada era una red que lo atrapaba.

—Papá, relájate —dijo, con una voz que era a la vez tranquilizadora y seductora—. No estás haciendo nada malo. Solo miraste, ¿no? Y si te gustó lo que viste, no pasa nada. Es solo un cuerpo. Mis tetas son… bueno, son lo que son. Y no me molesta que las mires. De verdad. Ya te lo dije, que si te gustan pues que mires sin remordimiento.

Ramón sacudió la cabeza, como si quisiera sacarse sus palabras de la mente. Pero la imagen de sus pechos, desnudos en el baño, seguía grabada en su retina, y el contacto de su mano en la suya era un ancla que lo mantenía atrapado en el momento. La culpa lo quemaba, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el abismo.

—No es solo mirar, Celia —admitió, con la voz apenas audible, sintiendo que cada palabra era una confesión—. No debería… no debería querer verte así. No debería pensar en ti.

Ella se quedó en silencio un momento, mirándolo con una intensidad que lo hizo estremecerse. Luego, lentamente, su sonrisa se amplió, una mezcla de dulzura y poder que lo dejó sin defensas. Se inclinó hacia adelante, hasta que sus rostros estuvieron a centímetros, y el olor de su champú lo envolvió, embriagador, irresistible.

—¿Y si te digo, si te repito que no me importa? —susurró, con una voz suave pero cargada de intención mientras le acariciaba la mano—. ¿Y si te digo que… no sé, que me gusta que me mires? Que me hace sentir… especial. ¿Qué harías entonces?

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. Sus palabras eran un veneno dulce, una tentación que lo llevaba al borde. Quiso levantarse, huir, romper el hechizo, pero sus piernas no respondían. La miraba, con la camiseta gris ajustada, los pechos marcados, los ojos verdes que parecían saberlo todo. Y el mundo se desvaneció, dejando solo el murmullo de la tentación. Celia, viendo su lucha, su rubor, su deseo oculto, decidió dar un paso más. Sus manos se movieron lentamente, posándose sobre su propia camiseta, sobre la curva de sus pechos. Los acarició con una lentitud deliberada, sus dedos trazando líneas suaves sobre la tela, como si estuviera invitándolo a imaginar lo que había debajo. La camiseta se tensó bajo su toque, marcando aún más sus pechos, y Ramón sintió que el aire se le atascaba en la garganta.

—Mira, papá, mis tetas son solo eso: tetas —dijo, con una voz suave pero provocadora, sus dedos continuando el movimiento, rozando los pezones a través de la tela, haciendo que se endurecieran ligeramente—. Son grandes, naturales, y los tíos las miran todo el tiempo. Me miran en la uni, cuando voy por la calle, cuando llevo algo ajustado. No es nada nuevo. Y si tú también las miras, no pasa nada. Es normal. Eres un hombre, al fin y al cabo. Y sabes qué, prefiero que me mires tu antes que cualquier baboso.

Ramón la miró, hipnotizado, con el rubor extendiéndose por su cuello, sus manos apretando el cojín como si fuera un salvavidas. Sus palabras lo desarmaban, pero el gesto de sus manos, acariciándose los pechos con esa naturalidad, era una tortura, una invitación que lo hacía cuestionarse todo. La culpa lo aplastaba, pero el deseo era una llama que crecía, alimentada por la visión de sus dedos trazando curvas sobre la tela, por el brillo en sus ojos que parecía decir “mírame”. Se estaba poniendo cardiaco.

—Celia, por favor… —susurró, con la voz quebrada, pero no podía apartar la mirada de las tetas de su hija, no podía detener el flujo de pensamientos que lo invadían.

Ella sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y poderosa, y sus manos se detuvieron, pero no se apartaron. Se inclinó un poco más, hasta que su rostro estuvo a centímetros del suyo, y su voz bajó a un susurro conspirador.

—¿Te gustaría verlas otra vez? —preguntó, con una voz suave pero cargada de audacia, sus ojos clavados en los de él—. Con calma, papá, sin prisas. Para que las mires todo lo que quieras. Será nuestro secreto, te lo prometo. Nadie tiene que saberlo.

Las palabras colgaron en el aire, pesadas, irrevocables. Ramón sintió que el mundo se detenía, que la culpa y el deseo se enfrentaban en una batalla que el no podía ganar. La miraba, con la camiseta ajustada, los pechos marcados por sus propias caricias, los ojos verdes que parecían saberlo todo. Quiso decir que no, que debían parar, que esto era una locura, pero las palabras no salían. En cambio, nervioso, con el corazón desbocado y el rubor ardiendo en su rostro, asintió, un gesto pequeño, casi imperceptible, pero suficiente para sellar el pacto. Celia sonrió, una sonrisa que era a la vez dulce y triunfante, como si hubiera ganado una batalla que ambos sabían que estaba perdida desde el principio. Se incorporó ligeramente, echó su pelo hacia atrás con una lentitud deliberada que parecía diseñada para prolongar la tensión, para hacer que cada segundo contara. Miró hacia las escaleras para comprobar que su hermano seguía en su cuarto y sus manos, aún posadas en su pecho, se movieron hacia el dobladillo de la camiseta gris. Los dedos jugaron con la tela, rozándola, como si estuviera saboreando el momento, como si supiera que cada gesto suyo era un latigazo para él. La camiseta era ajustada, de algodón suave, y se adhería a su piel como una segunda capa, marcando cada curva, cada detalle de sus pechos. Levantó el dobladillo lentamente, dejando al descubierto primero la piel lisa de su vientre con un michelín tremendamente sensual, una franja de piel que brillaba bajo la luz parpadeante de la tele, suave, invitadora. El movimiento era hipnótico, el tejido deslizándose por su cuerpo con un susurro apenas audible, revelando centímetro a centímetro la curva de su cintura, el contorno de sus costillas.

Ramón no podía apartar la mirada, con el corazón desbocado, el rubor extendiéndose por su cuello, sus manos apretando el cojín hasta que le dolían los dedos. La polla la tenía ya dura y le dolía la intensidad de la erección. La culpa lo quemaba, pero el deseo era una fuerza viva, un torrente que lo arrastraba. Celia continuó, con una sonrisa que no se borraba, sus ojos clavados en los de él, como si quisiera capturar cada reacción, cada parpadeo. La camiseta subió más, revelando el sujetador negro de encaje que abrazaba sus pechos, la tela fina marcando los pezones que se endurecían bajo la exposición. Sus manos se detuvieron un momento, como si estuviera prolongando la tortura, y luego, con un movimiento fluido pero lento, levantó la camiseta por completo, pasándola por sus brazos y cabeza, dejando que su pelo rubio cayera en ondas suaves sobre sus hombros. La camiseta cayó al sofá con un susurro, pero Ramón apenas lo notó; sus ojos estaban fijos en ella, en la forma en que la luz delineaba su torso, en la curva de sus tetas ahora cubiertas solo por el sujetador.

Pero Celia no se detuvo. Sus manos se movieron hacia su espalda, con una gracia que era a la vez natural y calculada, y desabrochó el cierre del sujetador con un chasquido suave. Los tirantes se deslizaron por sus hombros, lentos, como si el tiempo se hubiera ralentizado para saborear el momento. Primero un tirante, cayendo por su brazo derecho, revelando la curva superior de su pecho; luego el otro, deslizándose por el izquierdo, dejando que la tela se aflojara. Sus dedos sostuvieron el sujetador un instante más, como si quisiera prolongar la visión que estaba ofreciendo, y luego lo dejó caer, revelando sus tetas por completo. Grandes, naturales, con los pezones rosados endurecidos por el aire fresco y el deseo que le puso la carne de gallina, con unas areolas grandes de un color muy claro y como una galleta María y algo asimétricas, tenía también unas pequeñas estrías donde nacen los pechos cerca del canalillo que las hacían tremendamente sensuales. La piel era suave, con las marcas de las costuras del sujetador marcadas, brillante bajo la luz parpadeante, y cada curva parecía una invitación, un secreto que ahora compartían. Eran dos maravillosos tetones.

—Míralas todo lo que quieras, papá —susurró, con una voz suave pero cargada de poder, sus ojos clavados en los de él—. ¿Te gustan papi?.

Ramón la miró, con el corazón desbocado, el rubor ardiendo en su rostro, la culpa y el deseo luchando en su interior. Pero en ese momento, solo podía ver a Celia, su hija, su mujer, y el mundo se desvaneció, dejando solo el murmullo de la tentación. El silencio que siguió fue ensordecedor. Ramón sentía el peso de sus palabras, de su cercanía, del calor de su cuerpo a centímetros del suyo. Quiso levantarse, irse, romper el hechizo, pero no podía moverse. Estaba atrapado, no solo por ella, sino por lo que sentía, por lo que ambos estaban empezando a reconocer sin nombrarlo.

Celia estaba sentada frente a Ramón, con la camiseta gris y el sujetador ya descartados con las tetas al aire. Sus tetas, grandes, firmes, eran una visión que lo desarmaba: la curva suave de su piel, los pezones rosados que lo miraban como un desafío. Ella lo observaba, con una mezcla de curiosidad y poder en sus ojos verdes, su respiración ligeramente acelerada, un indicio de que el momento también la afectaba. Había desabrochado su sujetador con una lentitud deliberada, dejando caer los tirantes uno a uno, como si estuviera desvelando un secreto, y ahora estaba ahí, expuesta, vulnerable pero en control. Ramón sentía que el corazón le latía con fuerza, un tambor que resonaba en su pecho. La culpa lo aplastaba, una losa que le recordaba que ella era su hija, pero el deseo era más fuerte, una corriente que lo arrastraba hacia el abismo. La miraba, atrapado en la suavidad de su piel, en la forma en que la luz delineaba sus curvas, en el olor de su champú —coco, dulce, embriagador— que llenaba el aire. Celia inclinó la cabeza, con una sonrisa pequeña, casi tímida, que contrastaba con la intensidad de su mirada. Sus manos descansaban ahora en sus propios muslos, pero su cuerpo estaba ligeramente inclinado hacia él, una invitación silenciosa que lo desarmaba.

—¿Quieres… chuparlas un poquito papi? —preguntó, con una voz suave, apenas un susurro, pero cargada de un matiz provocador que lo golpeó como una caricia. Sus palabras eran un puente, una línea que lo invitaba a cruzarla, y su sonrisa, dulce pero poderosa, parecía prometer que no había vuelta atrás. Ramón tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más denso. La pregunta lo atravesó, una mezcla de tentación y condena. Quiso decir que no, que debían parar, que esto era una locura, pero las palabras no salían. Sus ojos se deslizaron hacia sus pechos, a la piel suave que brillaba bajo la luz, a los pezones rosados que parecían llamarlo. La culpa lo quemaba, pero el deseo era una llama que lo consumía, una necesidad que no podía ignorar.

—Si —susurró, con la voz rota, como si estuviera confesando un pecado. Su mano temblaba mientras se alzaba, vacilante, como si temiera que el contacto lo quemara. Pero no podía detenerse, no ahora, no cuando ella lo miraba así, con esos ojos que parecían verlo de verdad, no solo como su padre, sino como un hombre.

Celia asintió, con una sonrisa pequeña que era a la vez permiso y desafío. Se acercó un poco más, ofreciéndoselas y el movimiento hizo que sus pechos se balancearan ligeramente, un gesto que lo dejó sin aliento. Ramón extendió las manos, con una mezcla de reverencia y desesperación, y tocó su piel. Sus dedos rozaron la curva de sus pechos, suaves, cálidos, con una textura aterciopelada que lo hizo estremecerse. Los acarició con cuidado al principio, como si temiera romper algo frágil, sus pulgares trazando círculos lentos alrededor de los pezones, sintiendo cómo se endurecían bajo su toque. La sensación era abrumadora, un placer que lo inundaba y lo condenaba al mismo tiempo.

—¿Te gustan papi? —preguntó ella, con una voz suave, casi un susurro, pero cargada de una curiosidad que lo desarmó. Sus manos se alzaron, posándose en el pelo de él, acariciándolo con una ternura que contrastaba con la intensidad del momento.

Ramón no respondió, no podía. Sus manos se movieron con más confianza, explorando la plenitud de sus pechos, apretándolos suavemente clavando los dedos en la carne blanda, sintiendo el peso y la suavidad en sus palmas. Cada caricia era un acto de devoción, un deseo que lo consumía, y la culpa, aunque seguía ahí, se desvanecía bajo la intensidad de lo que sentía. Se inclinó hacia adelante, casi sin querer, y sus labios encontraron uno de sus pezones. Lo besó con una delicadeza que rayaba en la adoración, sus labios cálidos contra la piel fresca, y luego lo lamió, con una lentitud que era a la vez reverencia y hambre. El sabor de su piel, dulce, cálido, con un leve matiz salado, lo inundó, y por un momento, el mundo desapareció, reemplazado por el placer que lo consumía. Celia dejó escapar un suspiro al notar la lengua húmeda y caliente acariciar su pezón, un sonido suave que lo envolvió como una sábana. Sus manos se hundieron en su pelo, guiándolo con una ternura que lo desarmaba. Sus dedos se movían en círculos lentos, acariciando su cuero cabelludo, animándolo a continuar.

—Disfruta de ellas, papá —susurró, con una voz que era a la vez dulce y provocadora—. Son para ti.

Las palabras lo golpearon como un relámpago, una mezcla de permiso y condena que lo hizo estremecerse. Sus labios se cerraron alrededor del pezón, succionando suavemente, sintiendo cómo se endurecía aún más bajo su lengua. La lamía con una precisión casi instintiva, trazando círculos lentos, alternando con succiones más firmes que arrancaban pequeños suspiros de Celia. Cada sonido que ella hacía era una chispa, un eco que resonaba en su interior, alimentando el deseo que lo consumía. Sus manos seguían explorando, una sosteniendo el pecho que lamía, la otra acariciando el otro, apretándolo con una mezcla de suavidad y urgencia, sus dedos rozando el pezón con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de su deseo.

—Así, papá… —murmuró ella, con la voz entrecortada, sus dedos enredándose más en su pelo, guiándolo con una mezcla de ternura y control—. ¿Te gustan, verdad? Puedes tenerlas todo lo que quieras.

Ramón sintió que el corazón le iba a estallar. La culpa estaba ahí, un eco lejano, pero el placer era más fuerte, una corriente que lo arrastraba. Cambió a la otra teta, sus labios encontrando el otro pezón, besándolo con la misma reverencia, lamiéndolo con una lentitud que era casi una tortura. Su lengua trazaba patrones, círculos, líneas, explorando cada detalle, saboreando la textura suave, el calor de su piel. Succionaba con más intensidad ahora, dejando que sus dientes rozaran ligeramente el rugoso pezón, un toque que arrancaba un gemido suave de Celia, un sonido que lo hacía temblar. Los pezones le brillaban de saliva. Sus manos no se detenían, acariciando, apretando, sintiendo el peso de sus pechos, la forma en que respondían a su lengua, la manera en que ella se arqueaba ligeramente hacia él, como si quisiera darle más. Los minutos pasaron, lentos, eternos, cada uno lleno de sensaciones que lo abrumaban. Diez minutos, tal vez más, se perdieron en el acto, en la danza de sus labios y sus manos, en los suspiros de ella, en las palabras que lo envolvían como una caricia. Celia seguía acariciándole el pelo, sus dedos moviéndose con una ternura que lo desarmaba, sus susurros llenando el silencio del salón.

—Te sabes comer unas tetas eh papi. Disfruta, no te preocupes… solo disfruta.

Ramón se recreaba en cada detalle, en la suavidad de su piel, en el sabor de sus pezones, en la forma en que ella respondía a cada caricia, a cada lamida. Sus manos exploraban con más audacia, apretando con una mezcla de deseo y reverencia, sus dedos rozando los pezones con una precisión que arrancaba más suspiros de Celia. La sentía temblar ligeramente, su respiración acelerándose, y eso solo alimentaba su deseo, una necesidad que lo consumía. Su lengua se movía con más intensidad, succionando, lamiendo, alternando entre los dos pechos, como si no pudiera decidirse, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria. Celia lo guiaba, sus manos en su pelo, sus suspiros marcando el ritmo. Miraba a su vez de vez en cuando a las escaleras atenta a que no saliera su hermano de la habitación. Cada palabra suya era un permiso, una invitación, y él se dejaba llevar, perdido en la sensación, en la conexión que los unía. La culpa seguía ahí, un eco lejano, pero el placer era más fuerte, un sueño del que no quería despertar. Por un instante, todo fue perfecto, un momento suspendido en el tiempo, donde solo existían ellos dos, su piel, sus susurros, su deseo, a punto de correrse en los pantalones sin siquiera tocarse. Pero la realidad volvió, como un mazazo. Ramón se apartó, jadeando, con el corazón desbocado. La miró, con los pechos desnudos, la piel brillante de saliva bajo la luz de la tele, y la culpa lo aplastó como una losa. Sus manos temblaban, y se pasó una por la cara, como si pudiera borrar lo que había hecho.

—Joder, Celia, no podemos… no deberíamos —dijo, con la voz rota, mirando al suelo, incapaz de enfrentarla.

Ella se cubrió lentamente, recogiendo el sujetador y la camiseta del sofá. Sus movimientos eran calmados, casi rituales, como si quisiera prolongar el momento. Se puso la camiseta, ajustándola con una naturalidad que contrastaba con el caos de él.

—No pasa nada, papá —dijo, con una voz suave pero firme—. Nadie tiene que saberlo. Es… nuestro secreto, ¿vale?

Ramón la miró, perdido en sus ojos, en su sonrisa, en la forma en que parecía tenerlo todo bajo control. Quiso protestar, decir que no, que tenían que parar, pero las palabras no salían. Porque una parte de él, una parte que lo aterrorizaba, quería seguir, quería más. La culpa lo quemaba, pero también había algo más, algo que lo hacía sentirse vivo, algo que no podía ignorar.

—Nadie puede saberlo —dijo, con la voz baja, como si estuviera sellando un pacto con el diablo.

Celia asintió, con una sonrisa que era a la vez dulce y peligrosa.

—Nadie lo sabrá —prometió, y su voz era como un juramento, un lazo que los unía en un secreto que cambiaría todo.

Se levantaron del sofá, como si nada hubiera pasado, pero el mundo era diferente. La pizza seguía en la mesa, la película seguía en la tele, pero el aire entre ellos estaba cargado, impregnado de un deseo que ninguno de los dos podía negar. Ramón sintió que había cruzado una línea irreversible, que había entrado en un territorio donde no podía volver atrás. La culpa lo acompañaría, pero también lo haría el recuerdo de su piel, de su sabor, de la forma en que ella lo había mirado. Más tarde, cuando Ana volvió a casa, la rutina se reanudó como si nada hubiera cambiado. Ana hablaba de su noche, riendo por una broma de su amiga, mientras Marcos se quejaba de que había perdido la partida online. Celia estaba en la cocina, lavando los platos de la pizza, con la misma camiseta gris que ahora parecía gritarle a Ramón. Él fingió leer algo en el móvil, pero sus ojos se deslizaban hacia ella, buscando el contorno de sus pechos, el movimiento de sus caderas. La culpa lo carcomía, pero también había una chispa nueva, una conexión secreta que lo ataba a ella.

Esa noche, cuando se acostó junto a Ana, no pudo dormir. La miraba roncar suavemente, con el pelo castaño desparramado en la almohada, y se sintió como un traidor. Además, pensaba que como pudo ser tan estúpido de haberle chupado las tetas a su hija mientras su hijo estaba en su cuarto ajeno a todo. ¿Y si los llega a haber pillado? Hubiera sido un desastre familiar. Pero su mente no estaba con su esposa. Estaba con Celia, con sus tetas, con el sabor de su piel, con la promesa de un secreto que nadie podía saber. Cerró los ojos, y la culpa se mezcló con el deseo, un torbellino que lo mantuvo despierto hasta el amanecer.

Continuará…
Es una pasada de relato, muy bien concebido y escrito. Deseando ya, para la próxima semana, que llegue el momento de follar, ¡jejeje!
 
Me alegro que os guste. Poco a poco la cosa se irá calentando 😈.

Por cierto, este relato es una petición de un forero que me escribió para contarme su historia y su mayor fantasía que es este relato que estáis leyendo. Me dio la descripción exacta de Celia pero con otro nombre y lo que le gustaría que pasara. Me contó que la pillada en el baño sí que es real y que desde entonces desea poder disfrutar algún día de sus tetas.
 
Me alegro que os guste. Poco a poco la cosa se irá calentando 😈.

Por cierto, este relato es una petición de un forero que me escribió para contarme su historia y su mayor fantasía que es este relato que estáis leyendo. Me dio la descripción exacta de Celia pero con otro nombre y lo que le gustaría que pasara. Me contó que la pillada en el baño sí que es real y que desde entonces desea poder disfrutar algún día de sus tetas.
Y le paso eso con su hija??
 
Nah, tú flipas...😵‍💫
Thanos-Impossible-meme-2.jpg
 
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