Las bocas y las manos a su aire, como si ya no respondieran a ningún mandato de sus dueños, con vida propia, buscando y encontrando los centros del placer.
Tiré de aquellas bragas suaves hacia abajo, para dejar descubierta la entrepierna depilada, los labios prominentes asomando hacia afuera como en una llamada a ser tocados.
Mientras con toda la saliva del mundo nos mordíamos los labios o enlazábamos las lenguas en una madeja húmeda, busqué perforarle el sexo con los dedos, con dos dedos, desde el principio, haciendo movimientos bruscos y nada cuidadosos expresamente, obrando con una fiereza perfectamente sentida y, también, con la certeza de que la niña se enciende mucho más con esos movimientos un punto violentos que con las caricias delicadas y sutiles.
-Necesito follarte- pude decirle, en un susurro desgarrado por el deseo, cuando encontré un momento en el que no teníamos las bocas enganchadas.
-Pues fóllame entonces…
La respuesta precedió a un movimiento rápido en el que acabó de quitarse las bragas que yo le había bajado hasta las rodillas, para inmediatamente sentarse en la mesa del jardín, con las piernas muy abiertas en un gesto de invitación provocativa.
Fue un polvo muy intenso. Como un semental de ganadería al que dan rienda suelta frente a una hembra, tomé posesión de su cuerpo, aceptando el ofrecimiento allí mismo primero, para rodar después por la hierba del jardín, intercambiando posiciones y jadeos, mezclando nuestros sudores, bebiéndonos las salivas y los flujos, lamiéndonos los cuerpos, tentándonos con toda la piel, sin dejar de recorrernos enteros.
Mordisqueé sus pezones enormes y puntiagudos, tironeé de ellos con fuerza para oírle jadear más intensamente al hacerlo, aprisioné con mis dedos sus labios, pellizcándolos con fuerza, penetré en su boca y en su coño a mi libre voluntad y capricho, encontrando en cada movimiento, en cada segundo, su entrega total a mi albedrío.
Me cabalgó y la cabalgué, enardecido, con los ojos muy abiertos, observando cada uno de sus gestos, cada uno de sus movimientos, disfrutando de la contemplación de un cuerpo de hembra en plena explosión de deseo.
Cuando estaba muy próximo al fin la obligué sin miramientos a colocarse de espaldas, a cuatro sobre la hierba del jardín, para penetrarla de la forma más animal posible, para dominar su cuerpo como un toro, un caballo o un hombre embrutecido, como el macho de cualquier especie mamífera posee a sus hembras.
Su gemido continuo me indicaba el crecimiento de su placer, la cercanía del momento en que culminaría aquella escalada febril de nuestra cópula…
No quise esperar más, me corrí mientras empujaba mi verga lo más dentro posible de su sexo, en golpes de bruto sin ninguna delicadeza, como si quisiera atravesar su cuerpo, perforarla lo más hondo posible, mientras su garganta se quebraba también en un grito de hembra en éxtasis, ahora la voz más ronca, también más animal, contribuyendo con sus movimientos a hacer más duras, más fuertes, más salvajes, las sacudidas de mi vientre contra sus nalgas.
Cayó derrengada sobre el césped del jardín, y yo sobre ella, tumbado sobre su espalda sudorosa, sin sacarla todavía, sintiendo los últimos espasmos de placer, notando como poco a poco perdía rigidez aquel trozo de carne que apenas un momento antes parecía un duro hierro al rojo vivo y, ahora, resbalaba hacía afuera del coño de mi cuñadita, empapado de la mezcla de su flujo y mi semen.
Rodando sobre el vientre me tumbé a su lado, sobre la hierba, boca arriba, la vista en un cielo no muy estrellado, respirando todavía con cierta alteración por el esfuerzo.
Se acercó sin incorporarse, levantando el brazo para rodearme el pecho y apretarse contra mi cuerpo, recostándose sobre un lado y girando su rostro hacia mí.
En silencio, podía oír perfectamente su respiración, por momentos serenándose como la mía, hasta ser casi imperceptible, un susurro seseante a mi lado.
-Tengo sed.
Mi voz sonó algo desafinada, como ocurre siempre cuando tengo la boca reseca.
Sin decir nada, en un gesto de obediencia enternecedor, se incorporó para acercarse a la champanera que, sobre la mesa, contenía bañada en agua y ya muy poco hielo la botella de cava.
Volvió para sentarse en la posición del sastre y alargarme una copa, haciendo con la suya un gesto de brindis inconfundible. Bebimos. Incorporado el torso lo justo para tomar aquellos tragos, la contemplé sentada a mi lado, cubierta todavía con aquel vestido del que no se había despojado pero que no me había impedido en ningún momento acceder a todos sus rincones.
-Quítatelo
Ahora sonaba clara y segura mi voz, remojado el gaznate con el cava, y dispuesto, como estaba, a llevar el mando de la situación.
Lo hizo sin aspavientos, con actitud sumisa, mirándome a los ojos mientras lo hacía, sacándolo por encima de los hombros y dejándolo a un lado, junto a ella, sobre la hierba.
-¿Qué más se te ocurre hacer para cuidarme, Loli?
Estuvo unos segundos pensando la respuesta a mi pregunta. Finalmente contestó.
-Lo que tú me pidas… pero si no se te ocurre nada, puedo sugerirte algunas cosas.
Impostaba la voz para presentarse mansa y servicial, adoptando una actitud de entrega que me resultaba muy agradable… y excitante.
Disfrutaba contemplando su cuerpo desnudo en la hierba, sentada a mi lado, con la piel brillante por el sudor que todavía no se había secado. Sin incorporarme, arrastrando la espalda sobre el suelo, me acerqué a ella hasta quedar al alcance de sus manos.
No hacía falta decir nada. Loli entendió muy bien el significado de mi movimiento. Pasaba sus palmas por mi pecho, resbalando sobre el sudor que lo cubría. Sin prisas, satisfecho el primer impulso salvaje, las sensaciones ahora eran mucho más morbosas. La hierba en la espalda desnuda… la mano cálida de la niña sobre mi piel, resbalando en la humedad de nuestros cuerpos, una ligera brisa que en ese instante se levantaba… la visión de los singulares pezones de Loli, enhiestos sobre mi cabeza mientras ella seguía acariciándome… todo lo necesario para sentirse feliz.
-Estás cumpliendo muy bien el encargo de tu hermana- se me ocurre decirle.
Su respuesta me desconcierta por inesperada.
-No sé si me estoy pasando en los cuidados. Igual ella no quería decir que hiciera esto.
Pero en unos breves segundos me doy cuenta de que está jugando conmigo. Su voz no expresa ninguna preocupación y, al contrario, su entonación sugiere un punto de burla. El grado de entendimiento entre ellas, para todo, ha sido siempre tan alto que ninguna duda podía albergar sobre su pleno acuerdo para lo que estaba pasando.
O quizás sólo es que me resulta más cómodo pensar que es así, que no puede ser de otro modo, dejándome llevar por mi propio deseo y acomodando la realidad de forma que pueda satisfacerlo.
No respondí. Seguí concentrado en las sensaciones que sus caricias me proporcionaban, mirando desde el suelo sus tetitas puntiagudas y su mirada atenta a mi propio cuerpo. No había precipitación en sus movimientos, ni aparentaba tener ninguna urgencia en la búsqueda del placer. Después de unos interminables minutos, cuando de nuevo había conseguido ponerme algo más que morcillón, se inclinó para alcanzar la punta de mi verga, nada más la punta, y sorberla delicadamente, sin fuerza, para ponerme otra vez a las puertas del cielo.
La guie para que su sexo quedara también al alcance mi boca, en un sesenta y nueve perfecto, relajado, propio de dos hedonistas que buscan el placer en una nueva dimensión pendiente de explorar todavía.
Una tarea fácil y cómoda, tumbado boca arriba, con el liviano peso de su cuerpo sobre mi cuerpo, sintiendo su boca ensalivada recorrerme el tallo una y otra vez, arriba y abajo, en una sinfonía de tiempos lentos y tonos cálidos.
Mientras ella me provocaba esas sensaciones, me empleaba en lamer su sexo húmedo, consciente de que parte de esas humedades podían ser (y sin duda eran) mi semen vertido en su interior unos minutos antes, pero sin importarme. Los labios prominentes de su sexo merecían mi atención sin reparos, y me dedicaba a ellos con toda la ciencia que podía haber almacenado a lo largo de mi vida sexual.
Lengüetazos rápidos y lentos, alternados, arriba y abajo, hacia los lados o zigzagueantes e imprevisibles, movimientos delicados unos y bruscos otros, implicando en ocasiones barbilla y nariz, pero en otras apenas los labios, acompasados a su movimiento de succión sobre mi polla a veces y, otras, expresamente disonantes de los suyos, para romper el ritmo y evitar las monotonías.
No hubo premeditación. Fue un impulso irreflexivo, en el fragor del momento, inducido por la excitación que me provocaba todo su cuerpo.
La penetré con fuerza, metiendo en su coño dos dedos hasta el fondo, buscando a propósito entrar muy adentro. Su respingo delataba la sorpresa. Pero tras una breve paralización, ella misma continuó los movimientos, acelerándolos, en una invitación a que le hiciera el metesaca con más velocidad.
Quise forzar más todavía. Mientras la mano derecha se agitaba con violencia, llevando a chocar con fuerza los nudillos en la entrada de aquella pista resbalosa, unté en sus jugos el pulgar de mi mano izquierda para clavarlo después con fuerza entre sus nalgas, penetrando también sin miramientos en aquel recinto cerrado, y provocando un grito gutural, ahogado por mi sexo en su boca, pero audible por la fuerza que estaba aplicando a hundirme dentro de ella.
Esta vez la parada de los movimientos fue más prolongada. Pero tampoco me enviaba ninguna señal de rechazo. Para seguir jugando al juego de dominación que en otras veces anteriores habíamos tácitamente establecido, quise enviarle un mensaje claro. Comencé a girar mi dedo en su culo, entrando y saliendo lentamente, consciente de que no tenía ninguna práctica anterior, intentando ser al mismo tiempo follador implacable de aquella cavidad nueva y amante cariñoso, dispuesto a esperar la adaptación de su cuerpo a mi deseo.
Ella entendió el mensaje y, lentamente, comenzó a adaptar su ritmo al de mi dedo pulgar, volviendo a rodear mi sexo con sus labios, pero ahora sin emitir ningún jadeo ni gemido, evidencia clara de que ya no se estaba excitando (que te metan algo por el culo sin estar acostumbrado no es placentero) pero también de que se plegaba a mi capricho, ofreciendo aquel momento a mi placer sin pretender el suyo.
No llegué siquiera a una erección completa. Exhausto como estaba tras haberla poseído con tantas ganas, la excitación daba para empujarme a entrar en su cuerpo con fuerte decisión, horadándole el culo con los dedos, pero no para que mi sexo alcanzara la completa dureza de antes.
Descargué lo que me quedaba en su boca, con mi pulgar ascendiendo hacia su vientre en un espasmo de todo mi cuerpo, llevando de nuevo mi boca a hundirse en su sexo, como si una descarga me hubiera contraído sin posibilidad de aflojarme.
Seguí notando en mi dedo la fuerza de su esfínter, apretando con fuerza, mientras su boca, durante varios minutos que me parecieron un paraíso eterno, se entretenía en lamerme con delicadeza hasta el último resto de mi placer, acompañando mi progresiva pérdida de volumen con lamidas suaves, cargadas de una gran delicadeza, una delicadeza que diría yo –Dios y Carlos me perdonen- amorosa.
Pasado un buen rato, saqué de sus entrañas, con cuidado, mi dedo invasor. Se tumbó sobre la hierba, a mi lado, mirando al cielo, con el cuerpo muy pegado al mío, haciéndome sentir todo el calor que desprendía e incrementando el que yo también sentía en mi propio cuerpo.
Sin decir palabra me deslicé lentamente hacia abajo, y a la altura de su vientre rodé para quedar entre sus piernas, con los ojos en medio de sus ingles. Recibía el olor delicioso de su sexo. Un olor mezcla de sus jugos y de mi semen, excitante, de hembra limpia que destila de sus glándulas el jugo de su deseo.
-Abre las piernas bien- ordené en voz alta.
Lo hizo sin demorarse. Me divierte ese juego con ella. Lo hemos ido perfeccionando en los encuentros, una especie de evolución conjunta en la que, sin decir palabra, nos entendemos a la perfección y nos provocamos mutuamente excitación y placer.
-Mastúrbate para que te vea- se me ocurrió seguir ordenando.
Esta vez tardó más en cumplir la orden. Como si no la hubiera entendido bien o como si no acabara de creer que era eso lo que me apetecía, me preguntó de nuevo.
-¿Quieres que me masturbe aquí?
-Hazlo.
La respuesta no dejaba lugar a dudas.