Se acercaban las fiestas navideñas. No tenía una buena expectativa, no creía que pudieran ir bien, no podía ser bueno para alguien como yo, que jamás había tenido una celebración navideña alejado de mi familia, pasar alguna de aquellas fechas fuera de mi casa, sin mis hijos ni la que hasta hacia poco era mi mujer.
No había construido todavía la red alternativa de relaciones personales que sustituyera la única que había tenido a lo largo de mi vida.
Estaba en soledad.
Y son fiestas en las que la soledad pesa, se me hacía un reto emocional imposible de superar.
Estaba obsesionado.
La idea de una Rocío de cama en cama, entre gente de nuestra ciudad que difícilmente podía no conocerme, me dolía.
Comencé a ser huraño, a sospechar de cada saludo con personas que no eran relaciones frecuentes, simples conocidos, que me despertaban animadversión si se aproximaban con más cercanía de la que yo consideraba adecuada, siempre con la duda de si, en nuestra ciudad, sus aventuras comenzaban a ser comidilla de chafarderos, comentario de taberna entre hombres.
Decidí espiarla.
Otro error, claro. Y también muy grande. Pero necesitaba saber, confirmar o desechar mis dudas, mis obsesiones.
Durante dos semanas, justo las anteriores a las vacaciones escolares de Navidad, estuve siguiéndola a la salida del trabajo. Conocedor de sus hábitos, de los itinerarios que realizaba siempre, no me resultó difícil hacerlo sin que ella se diera cuenta de la vigilancia a la que la sometía.
Nada sospechoso. Ni una sola vez hizo nada diferente a volver a casa, sin salir de nuevo a la calle. Una vida ordenada y aburrida, sin ninguna variación.
Pensé que podía estar recibiendo a alguien en casa. También verifiqué esa posibilidad, que era remota porque mis hijos me hubieran revelado algo, de conocerlo.
Por si eran visitas clandestinas, por si aprovechaba la ausencia de nuestros hijos para encontrarse con alguien en casa, vigilé también durante varias noches, toda una semana, permaneciendo apostado en la cercanía, en un lugar de obligado paso si alguien saliera a horas intempestivas.
Nada.
Y ese nada, paradójicamente, incrementaba mis sospechas y mi rabia, como si obtener la confirmación de que estuviera zorreando debiera traerme la paz.
Toda una semana de noches en blanco, en el nuevo coche que había comprado porque el familiar se lo quedó ella. Escondido, desde su llegada a casa hasta la salida en la mañana siguiente… horas de locura, ciertamente.
Repasé mentalmente, varias veces, la lista de compañeros de trabajo con los que pudiera estar liada, como idea que solucionara la ausencia de evidencias de una relación fuera de su medio laboral.
Pero sin Ernesto en el colegio, el resto de profesorado era femenino y monjil, por lo que debía descartar esa posibilidad. Por otra parte -ella misma me lo había comentado- la versión que había explicado a la bruja madre era la de una mujer virtuosa y decente, a la que su marido abandonaba, en una escalada de perdición lujuriosa que le llevaba al pecado.
Yo había estado de acuerdo en esa versión, a sabiendas de que otra posibilidad podía costarle el despido de aquel centro educativo beato y mojigato. Si se quiere, una materialización de la famosa letra del bolero carajicómico… “dile a quien te pregunte que no te quise, dile que te engañaba que fui lo peor, échame a mí la culpa de lo que pasa, cúbrete tú la espalda con mi dolor…”
Por lo mismo, por el peligro tan grande de ser descubiertos, aun si hubieran tenido otros profesores masculinos, que no era el caso, no hubiera sido posible que se atreviera a dejar correr su deseo en aquel recinto.
La persistencia dio resultado. Pude, al fin, conocer quién era su amante.
El fin de semana antes de Nochebuena, el sábado 16 de diciembre descubrí lo que tanto había querido saber.
Supe que algo pasaría por casualidad. Mi hija me comentó que ese sábado debía acudir a una actividad extraescolar, pero su madre no podía llevarla, tenía un compromiso que se lo impedía. Dicho así parecía algo, en principio, sin más relevancia. Pero llámese intuición, llámese casualidad, llámese como se llame, supe que era ese el día.
Tampoco yo la llevé. Dispuse que pudiera ir con el padre de una compañera y amiga suya, y me preparé para un sábado fatal, convencido de que ese día sería determinante en mi vida.
Condujo sin parar, y yo detrás de ella, la hora y media que tardó en recorrer los 116 km. que separan nuestra ciudad de la capital de Castilla y León.
No pude ver cómo iba vestida en todo el recorrido. Llevaba, eso sí, su pelo negro recogido atrás, en un moño bajo muy sevillano, un peinado que destaca el óvalo de su cara y la belleza andaluza que siempre ha tenido.
Iba sola.
No tuve más remedio que reconocer la discreción con la que se comportaba. Durante las dos semanas anteriores había sido intachable, nadie hubiera puesto el más mínimo reparo a su forma de vida de mujer virtuosa, de madre de familia que en la versión oficial y pública había sido abandonada por un lujurioso marido infiel y desnortado… y para dar rienda suelta a su deseo de follar sin tasa ponía una gran distancia, intentando mantener reserva sobre su conducta.
No tenía ninguna duda de lo que podía suceder. Pero si alguna hubiera tenido, quedaba totalmente descartada al ver el lugar exacto al que se dirigió: el hotel en el que nos habíamos encamado con Santi, el mismo en el que también habíamos tenido coyunda con Paco y Elena, ese en el que el camarero había entrado en la habitación para contemplar como ella, Elena y yo, desnudos en la cama, nos enredábamos entre caricias.
Entró en el aparcamiento y yo busqué en la cercanía del hotel dónde dejar mi coche. Eran las doce y media del día.
Una hora después los vi salir. Había estado en un bar, frente a la puerta principal del hotel, sin saber si ella volvería a la calle o permanecería allí dentro el resto de la tarde o incluso la noche.
No tenía nada más que hacer, así que dejaba pasar el tiempo sin decidirme a hacer otra cosa que fijar mi vista en la puerta, ancha puerta del hotel, en el que, por el parquin, había entrado Rocío.
Salieron cogidos de la mano, como una pareja más de las muchas que a esas horas del mediodía caminaban hacia un restaurante en el que comer.
Rocío vestía como la señora elegante que es. Abrigo negro largo y ceñido, guantes de piel cubriendo sus delicadas manos, zapatos de medio tacón, negros también, y supuse que falda, teniendo en cuenta que sobre los zapatos y, hasta donde el abrigo tapaba sus piernas, vestía unas medias, negras también.
Supe, como podéis saber todos los que hayáis leído estas confesiones mías, que la ropa interior que llevaba era también negra.
A él no le conocía. No le había visto nunca. Era posible -pensé- que no fuera de nuestra ciudad. Esa conclusión la reforzaba que no hubieran venido juntos, que Rocío, con lo poco que le gusta, hubiera conducido por la autopista y no, en cambio, al lado de su amante.
Pude observarlo desde una distancia prudente, pero no excesiva, una distancia adecuada para hacer un juicio ponderado de su imagen sin el temor de ser visto.
Era, sin duda, joven. No tendría más de cuarenta o cuarenta y dos años. Unos ocho o diez menos que Rocío.
Tenía buena planta. Ni delgado ni grueso, una apariencia sana de cuerpo bien cuidado. Alto, por encima del 1,85, proporcionado. Vestía con sencillez pero también con cierta elegancia, con un atuendo que perfectamente hubiera podido elegir yo mismo para tener una salida como la que él estaba disfrutando.
Me recordaba, aunque tenía una fisonomía diferente, a Santi, aquel joven que yo había metido entre sus piernas y que tan buenos momentos le había procurado.
Andaban sin prisa, asidos de sus manos, conversando con tranquilidad entre la gente que cruzaba por la acera. Una pareja anónima y desconocida para los otros viandantes.
Intuí el lugar al que se dirigían. No hacía falta ser un lince. La hora y la dirección delataban su inmediato destino.
Puede cualquiera imaginar cómo latía mi corazón, la subida de pulsaciones que estaba experimentando al comprobar la certeza de aquella relación que me había descrito en nuestra conversación.
Una tan grande alteración no es el mejor estado para tomar decisiones. Sentía mi razón obnubilada, el cerebro embotado, la voluntad perdida y, sobre todo, la ira cubriendo todo lo anterior.
Pasearon cerca de media hora en aquel sábado invernal mesetario, acercándose al lugar que ya sabía que visitarían.
Eran las dos de la tarde en punto cuando entraron en el restaurante del amigo de Elena.
Seguía paralizado, mirando embobado hacia el restaurante, cuando unos minutos más tarde cruzaba la misma puerta una Elena despampanante, vestida con menos discreción que Rocío pero, también, con una clase envidiable.
Salvo que su marido ya estuviera dentro, cosa poco probable, Elena iba a encontrarse con mi ex y su nueva pareja, y con su amigo de toda la vida, el que utilizaba el reservado del restaurante como picadero para sus encuentros sexuales.
Dudé sin saber qué hacer.
Dudé más de una hora, sentado en una cafetería cercana al restaurante, devanándome entre hacer algo y no hacer nada. Un algo inconcreto y difuso, porque tampoco acertaba a idear qué hacer, y un nada que sabía a retirada definitiva.
Pasaban por mi cabeza imágenes de Rocío ofreciendo su hermoso cuerpo a aquel joven amante, al amigo de Elena y a la misma Elena… eran imágenes muy reales, tanto como las experiencias que juntos habíamos obtenido.
Conozco sus gestos, su tacto, el olor de su piel y el de cualquiera de sus rincones más escondidos… el sabor de su boca, de su sexo, de sus humedades de hembra excitada…
La veía sonriendo al tiempo que se encajaba la verga de cualquiera de ellos, o mientras les ofrecía sus pechos para que pudieran acariciarlos y lamerlos, como tantas veces ya le había visto hacerlo conmigo y con otros hombres.
Las imaginaba a ambas, abiertas las piernas, cerrados los ojos y gimiendo con cada embestida de sus acompañantes, de sus machos poseedores…
Imaginaba a Rocío engullendo la verga de su amante, la del corneador del restaurante, o sorbiendo el sexo de su amiga en un bollo lujurioso de ambas…
Me estaba muriendo de ganas de estar allí dentro, siendo también protagonista del placer que sin duda estarían compartiendo.
Finalmente abandoné el lugar, volviendo hacia mi coche, aparcado cerca del hotel. Creía tener una composición bastante acertada de la situación. Estaba claro que Elena, sin Paco, seguía en la relación con su amigo y corneador, el dueño del restaurante en el que había entrado y, también, era muy claro que Rocío seguía la senda de la ya, ahora, amiga suya.
Con él habían tenido las dos aquel encuentro que tan gráfica y claramente me describiera en su día como un excelente empotrador, y con él parecían seguir teniendo encuentros, ahora acompañadas también por la nueva pareja de Rocío, el amante joven con el que parecía estar viviendo una nueva emoción en su vida.
Estaba completando su vida sexual, su nueva vida sexual con su nueva pareja, añadiendo encuentros de intercambio con la nueva pareja de amigos. Algo bastante similar a lo que había iniciado conmigo, al menos eso parecía, y en forma muy discreta, pues nadie podría imaginar la realidad de sus prácticas sin estar al corriente de los pormenores de la historia, y de la distribución interna de aquel restaurante.
Andaba en esas reflexiones cuando oí pronunciar mi nombre.
-¿Juan?
Casi había dado de bruces con ellos. Frente a mí, Carlos y Loli. Carlos me miraba, sorprendido por el encuentro. Loli, tras un saludo apenas audible, miraba al suelo en silencio.
-¡Hola! ¿qué hacéis por aquí?
Mi pregunta era retórica, porque acababa de completar el panorama. Ellos no estaban en la comida, en el encuentro a cuatro que en ese momento se estaba produciendo cerca de allí, pero su presencia no podía ser casual. Salían del hotel en el que también se había alojado la hermana y cuñada con su nuevo amante.
Loli, en su silencio azorado, estaba arrebatadora. Vestía con normalidad, pero su figura delgada y apariencia juvenil seguían componiendo un gran atractivo.
Carlos no sabía bien qué responder, confirmando así mi sospecha de que estaban acudiendo a algún tipo de encuentro “especial” que no querrían confesar.
-Bueno… hemos venido a dar una vuelta… ya sabes… queremos hacer compras navideñas y aquí parece que hay cosas diferentes… no sé…
Ni un beso, ni darnos la mano… como quien se encuentra a un conocido o saludado en un lugar imprevisto.
-Bueno… nos vamos, que se hace tarde para encontrar algún sitio en qué comer…
Una hora y algunos minutos después aparcaba mi coche cerca de mi nuevo domicilio. Durante todo el trayecto cruzaron por mi mente mil y un pensamiento, a cuál más retorcido, sobre la situación en la que me encontraba.
Reparé, al llegar, que no había comido nada, que estaba todavía en ayunas pese a ser más de las cinco de la tarde… y que, gracias a Dios, mis tribulaciones no habían conseguido todavía hacerme perder el apetito, un claro indicador de que ya no estaba sintiendo todo aquello como una tragedia.
Había iniciado, me conozco bien, la fase de aceptación. El paso inmediato y previo a pasar página definitivamente, tirando adelante con mi vida en la nueva realidad.
Me preparaba para unas navidades muy diferentes, por primera vez sin estar cerca cada día de mis hijos, de mi esposa, de mi familia más cercana… Debía transitar por lo que hasta entonces sólo sabía por el relato de algunos amigos y clientes: las navidades del divorciado.
Y me juré poner todo el empeño para no pasarlas mal.
Decidí actuar en dos frentes, una decisión en parte influenciada por las lecturas que en la red puedes encontrar, por miles, como consejos para todas y cada una de las cosas que puedan pasarte en la vida (bendita red, que tan útil nos resulta).
Decidí que en mi casa, con mis hijos, se celebraría la Navidad y que en los días en que estuviéramos juntos durante las fiestas reinaría la alegría.
También decidí, y me juré a mí mismo, que antes de finalizar el año habría cumplido el consejo que mi madre me ofreció, muy claro y conciso, con su castellana contundencia, en un castizo refrán: la mancha de una mora, con otra verde se quita.