daniijnrcd25
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Alicia siente que esto no es lo mismo de siempre.
No es el sexo como ella lo conocía. No es el sexo con César, el amor de su vida, el único que la había visto desnuda, el único que la había tocado, el único con quien había estado jamás. Todo lo que sabía del sexo lo había aprendido con él: despacio, con cariño, casi con timidez.
Pero esto… esto era otra cosa.
Esto era un hombre, con todas las letras. Un hombre que doblaba en peso a su chico, con unos brazos que parecían más anchos que una pierna de César. Un hombre cuya sola presencia la hacía temblar, cuya mirada imponía más que cualquier palabra, un tipo capaz de hacer agachar la cabeza a cualquiera en cuestión de segundos.
Un hombre que la estaba reventando a cada embestida.
Un hombre que la estaba desvirgando de verdad, en un sentido que nunca había imaginado.
La hacía gemir y retorcerse como jamás lo había hecho. La convertía en algo que con César nunca había sido: alguien que solo podía dejarse hacer, que no sabía protestar, que ni siquiera quería hacerlo.
Alicia estaba fuera de sí, tan lejos de lo que vivía con su novio… Con César siempre estaba pendiente de que el condón estuviera bien puesto, de que no la hiciera daño, de que no la hiciera algo muy salido del guión.
Cuando le hacía una mamada, lo hacía solo por cumplir; la simple idea de saborearlo le provocaba arcadas, pese a ser su novio desde hace años…
De repente se veía en ese coche, en mitad de un parking de discoteca, como una cualquiera, siendo follada sin ningún tipo de compasión, con el cachete derecho ardiendo por los numerosos azotes recibidos, la cabeza doliéndole por los tirones a su melena, el cuerpo empotrado contra ese asiento frío, la espalda arqueada a un ángulo que jamás pensó que pudiera soportar.
Y sobre todo… con la polla dura de ese desconocido enorme entrando hasta el fondo de su sexo, sin protección, sin pausa, sin delicadeza, notando como se desliza por sus piernas su propia lubricación natural…
Jamás había estado tan mojada. Ella, que siempre se quejaba de lo seca que era… y ahora solo podía oír el clap clap obsceno de esos duros cojones golpeando su centro.
Casi mareada, veia como estaba permitiendo y disfrutando cosas que a Cesar jamás le hubiera consentido ni por asomo, por las que posiblemente le cruzaría la cara… y ahí estaba, gimiendo de la manera más bestia cuando Arturo la agarraba del cuello y le tiraba fuerte de los pezones, sin dejar de ser embestida, con una fuerza que la hacía perder la noción del tiempo
Todo esto en lugar de paralizarla o hacerle sentir culpable le ponía más caliente y le hacía temblar, como si cada límite traspasado le encendiera un fuego nuevo, teniendo orgasmos jamás conocidos cada pocos minutos que le hacían vibrar cada célula de su cuerpo dejándola completamente a su merced.
Le agarró las muñecas con una sola mano y se las llevó a la espalda sin darle opción a nada. Ella dejó escapar un gemido ahogado al sentir cómo la inmovilizaba por completo, como si su cuerpo pasara a ser solo suyo. Con la otra mano, Arturo le agarró el pelo de raíz y le tiró con fuerza hacia un lado, obligándola a girar la cara hasta quedar pegada contra la ventanilla fría del coche. Ese contraste —su mejilla ardiendo, el cristal helado— la hizo estremecerse aún más.
Y ahí, completamente sujeta, sin poder moverse ni decidir el ritmo, sintió cómo él volvía a embestirla con una fuerza que casi le cortaba la respiración. Cada golpe la hacía rebotar contra la ventana empañada, mientras él la mantenía agarrada del pelo y de las muñecas como si no pensara soltarla jamás. Le temblaban las piernas, le ardía la piel, y aun así solo podía gemir más fuerte, rendida a ese dominio que lejos de asustarla, la encendía como nunca.
Arturo no aflojaba en ningún momento; al contrario, parecía que cuanto más la sentía temblar, más duro la agarraba, más hondo se hundía en ella. Le apretó aún más las muñecas contra la espalda, inmovilizándola por completo, y tiró de su pelo hacia atrás justo cuando ella soltaba un gemido que jamás había oído salir de su propia boca.
Ese movimiento la abrió aún más, y el cuerpo de ella respondió sin control, derramándose sobre él con una humedad que la avergonzaría en cualquier otra situación y con sus tren inferior convulsionando como si no fuera suyo.
Ni tan siquiera ese momento le hizo detenerse sino bajar el ritmo unos segundos, mientras ella pasaba del gemido al casi grito para continuar con mas fuerza. El clap clap húmedo sonaba aún más fuerte con ese ángulo, más obsceno, más brutal,
Ella estaba destrozada e hizo un intento de cambiar de posición mientras lo miraba como pidiendo compasión, pero no mucha… pero Arturo ni siquiera tuvo que hablar, mirándola a los ojos la hizo desistir en ese intento sintiendo ese escalofrío de autoridad que le recorrió la espalda como un latigazo.
Las piernas le fallaron, tragó saliva, se mordió el labio y se rindió otra vez, arqueándose para él, porque no podía, ni quería, detener aquello.
Y justo cuando parecía que iba a romperla de nuevo en esa misma posición, la soltó de golpe, dejándola unos segundos sin fuerzas, temblando, buscando aire.
Antes de que su cuerpo entendiera que había un respiro, Arturo la agarró del pelo y del muslo al mismo tiempo y la levantó como si no pesara nada.
Ella apenas tuvo tiempo de gemir antes de que él la colocara a su gusto sin delicadeza alguna, moviéndola como quien recoloca algo suyo, algo que necesita en otro sitio para seguir usándolo.
Ella cayó medio rota, jadeando, el cuerpo encogido y tembloroso, intentando recuperar una mínima estabilidad. Pero él no le dejó acomodarse. No le dio ni un segundo. La empujó hacia atrás, le abrió las piernas con la misma autoridad de antes y le subió una pierna al reposacabezas, dejando su cuerpo en un ángulo imposible, vulnerable, completamente expuesto.
Arturo le sujetó una muñeca con la misma fuerza de antes, clavándosela contra el asiento, mientras con la otra mano le presionaba la garganta o el pecho, marcando su control de forma absoluta. Ella soltó un gemido entrecortado, una mezcla de sorpresa, miedo caliente y excitación pura.
—Mírame —le ordenó, esa voz baja, grave, que la desarma cada vez.
Ella levantó los ojos como pudo, y en cuanto lo hizo, quedó totalmente rendida. Esa mirada la dejó sin defensas, sin máscara, sin distancia. La hizo sentir exactamente lo que era en ese instante: un objeto sexual sometido a ese hombre enorme, a ese cuerpo de casi 120 kilos de músculo duro y venas marcadas que la dominaba como quería, que la movía, la abría y la tomaba sin pedir permiso
Y en ese momento, al sentir ese control absoluto sobre ella, al verla humedísima, temblando, ofrecida…
Arturo volvió a hundirse en ella de una sola embestida, tan profunda y violenta que le arrancó un gemido que se quebró a mitad, como si el aire se le escapara de golpe. Su cuerpo se arqueó hacia atrás, la pierna alzada al reposacabezas tembló entera y las uñas de su mano libre se clavaron en el asiento en un intento inútil de agarrarse a algo.
Él no aflojó.
La sujetó todavía más fuerte de la muñeca, inmovilizándola por completo, y elevó el ritmo como si quisiera atravesarla. Cada embestida la hacía rebotar contra el respaldo, cada choque la abría más, cada golpe tenía un sonido húmedo, salvaje, inevitable. Y Alicia, destrozada, jadeante, con la garganta presa bajo su palma, sentía cómo ese cuerpo enorme la envolvía, la partía.
—Mírame —repitió Arturo, más bajo aún, más grave
Ella levantó los ojos, pero apenas pudo sostenerle la mirada: la intensidad, la fuerza, el dominio que emanaba de él le hicieron apartarla al instante, girando el rostro con un temblor involuntario, casi reflejo. El aire caliente de su respiración se rompía contra el cristal empañado mientras trataba de recomponerse.
Pero Arturo no se lo permitió.
Le apretó un poco más la mandíbula, no para hacerle daño, sino para obligarla a volver a él. Le giró la cara con una lentitud autoritaria, implacable, como si fuera inevitable, como si su cuello no respondiera a ella sino a su mano.
—Te he dicho —susurró, hundiéndose otra vez hasta el fondo— que me mires.
Ella abrió los ojos pese a la presión, pese al temblor, pese al miedo caliente que la recorría. Y cuando volvió a encontrarse con su mirada, sintió una segunda embestida, distinta: una que no tenía que ver con su cuerpo, sino con su mente. Era un golpe psicológico, un empuje brutal que la desmontó desde dentro.
Porque esa mirada la follaba tanto como su cuerpo.
Le rompía la resistencia que quedaba, le arrancaba cualquier tipo de voluntad, la dejaba desnuda de alma, además de cuerpo.
Sintió que el pecho se le cerraba.
Que el estómago se le hundía.
Que la garganta ardía bajo su mano.
Que la pelvis se le deshacía con cada golpe.
Y aun así, lo único que pudo hacer fue sostenerle la mirada mientras él la reventaba a un ritmo que la dejaba sin aliento, sin fuerza, sin pensamiento propio. Solo su cuerpo reaccionaba: temblaba, se contraía, se abría, se ofrecía.
Arturo estaba ya al borde. Ella lo sintió en el ritmo, en la respiración que le golpeaba la piel, en la forma en que sus dedos se aferraban a su cuerpo como si quisiera no soltarla nunca. Cada embestida se volvió más corta, más dura, más desesperada,
De pronto, la saco de ella para incorporarse, le agarró la nuca, y sin suavidad ninguna la giró hacia él, haciéndola cambiar de postura como si su cuerpo fuera ligero, maleable.
Ella no ofreció resistencia; su cuerpo reaccionó solo, dejándose arrastrar, obedeciendo sin siquiera pensarlo.
Alicia levantó la mirada justo cuando Arturo perdió el control.
Un sonido gutural, profundo, escapó de su garganta.
Sus manos se cerraron más fuerte sobre ella.
Su cuerpo entero se estremeció, vibrando con un espasmo que la recorrió a ella también.
Ella no apartó la cara. No se echó atrás.
Jamás había probado el semen. No más allá de alguna gota de líquido pare seminal de su chico, lo cual no soportaba y le producía mucho asco.
Pero ahí estaba, recibiendo una descarga que la cubrió buena parte de la cara, flequillo, y alguna gota perdida en su pecho. Mientras Alicia pensaba en esa idea, en esa traición tan bestia, Arturo se la metió en la boca para descargar los últimos chorros en ella.
Al contrario de la reacción que ella misma se esperaría de si, se dispuso a tragar cada chorro, cada gota que emanaba y caía de esa dura polla desconocida que la acababa de hacer sentir en la gloria al mismo tiempo que la había destrozado.
Se quedó quieta, jadeando.
Mirando el desastre.
Viendo cómo las medias buenas, las que César le compró aquella vez en sus vacaciones por Italia —esas que él adoraba— yacían ahora desgarradas, arrancadas, como un reflejo brutal de cómo había quedado ella por dentro.
Tan rotas como la intachable fidelidad que siempre le había tenido.
Tan resquebrajadas como esa versión suya que jamás habría permitido algo así.
Todo… hecho añicos por ese HOMBRE.
No dijo nada.
No podía decir nada.
Solo sabía una cosa:
No quería limpiarse.
No todavía.
(continuara...)
No es el sexo como ella lo conocía. No es el sexo con César, el amor de su vida, el único que la había visto desnuda, el único que la había tocado, el único con quien había estado jamás. Todo lo que sabía del sexo lo había aprendido con él: despacio, con cariño, casi con timidez.
Pero esto… esto era otra cosa.
Esto era un hombre, con todas las letras. Un hombre que doblaba en peso a su chico, con unos brazos que parecían más anchos que una pierna de César. Un hombre cuya sola presencia la hacía temblar, cuya mirada imponía más que cualquier palabra, un tipo capaz de hacer agachar la cabeza a cualquiera en cuestión de segundos.
Un hombre que la estaba reventando a cada embestida.
Un hombre que la estaba desvirgando de verdad, en un sentido que nunca había imaginado.
La hacía gemir y retorcerse como jamás lo había hecho. La convertía en algo que con César nunca había sido: alguien que solo podía dejarse hacer, que no sabía protestar, que ni siquiera quería hacerlo.
Alicia estaba fuera de sí, tan lejos de lo que vivía con su novio… Con César siempre estaba pendiente de que el condón estuviera bien puesto, de que no la hiciera daño, de que no la hiciera algo muy salido del guión.
Cuando le hacía una mamada, lo hacía solo por cumplir; la simple idea de saborearlo le provocaba arcadas, pese a ser su novio desde hace años…
De repente se veía en ese coche, en mitad de un parking de discoteca, como una cualquiera, siendo follada sin ningún tipo de compasión, con el cachete derecho ardiendo por los numerosos azotes recibidos, la cabeza doliéndole por los tirones a su melena, el cuerpo empotrado contra ese asiento frío, la espalda arqueada a un ángulo que jamás pensó que pudiera soportar.
Y sobre todo… con la polla dura de ese desconocido enorme entrando hasta el fondo de su sexo, sin protección, sin pausa, sin delicadeza, notando como se desliza por sus piernas su propia lubricación natural…
Jamás había estado tan mojada. Ella, que siempre se quejaba de lo seca que era… y ahora solo podía oír el clap clap obsceno de esos duros cojones golpeando su centro.
Casi mareada, veia como estaba permitiendo y disfrutando cosas que a Cesar jamás le hubiera consentido ni por asomo, por las que posiblemente le cruzaría la cara… y ahí estaba, gimiendo de la manera más bestia cuando Arturo la agarraba del cuello y le tiraba fuerte de los pezones, sin dejar de ser embestida, con una fuerza que la hacía perder la noción del tiempo
Todo esto en lugar de paralizarla o hacerle sentir culpable le ponía más caliente y le hacía temblar, como si cada límite traspasado le encendiera un fuego nuevo, teniendo orgasmos jamás conocidos cada pocos minutos que le hacían vibrar cada célula de su cuerpo dejándola completamente a su merced.
Le agarró las muñecas con una sola mano y se las llevó a la espalda sin darle opción a nada. Ella dejó escapar un gemido ahogado al sentir cómo la inmovilizaba por completo, como si su cuerpo pasara a ser solo suyo. Con la otra mano, Arturo le agarró el pelo de raíz y le tiró con fuerza hacia un lado, obligándola a girar la cara hasta quedar pegada contra la ventanilla fría del coche. Ese contraste —su mejilla ardiendo, el cristal helado— la hizo estremecerse aún más.
Y ahí, completamente sujeta, sin poder moverse ni decidir el ritmo, sintió cómo él volvía a embestirla con una fuerza que casi le cortaba la respiración. Cada golpe la hacía rebotar contra la ventana empañada, mientras él la mantenía agarrada del pelo y de las muñecas como si no pensara soltarla jamás. Le temblaban las piernas, le ardía la piel, y aun así solo podía gemir más fuerte, rendida a ese dominio que lejos de asustarla, la encendía como nunca.
Arturo no aflojaba en ningún momento; al contrario, parecía que cuanto más la sentía temblar, más duro la agarraba, más hondo se hundía en ella. Le apretó aún más las muñecas contra la espalda, inmovilizándola por completo, y tiró de su pelo hacia atrás justo cuando ella soltaba un gemido que jamás había oído salir de su propia boca.
Ese movimiento la abrió aún más, y el cuerpo de ella respondió sin control, derramándose sobre él con una humedad que la avergonzaría en cualquier otra situación y con sus tren inferior convulsionando como si no fuera suyo.
Ni tan siquiera ese momento le hizo detenerse sino bajar el ritmo unos segundos, mientras ella pasaba del gemido al casi grito para continuar con mas fuerza. El clap clap húmedo sonaba aún más fuerte con ese ángulo, más obsceno, más brutal,
Ella estaba destrozada e hizo un intento de cambiar de posición mientras lo miraba como pidiendo compasión, pero no mucha… pero Arturo ni siquiera tuvo que hablar, mirándola a los ojos la hizo desistir en ese intento sintiendo ese escalofrío de autoridad que le recorrió la espalda como un latigazo.
Las piernas le fallaron, tragó saliva, se mordió el labio y se rindió otra vez, arqueándose para él, porque no podía, ni quería, detener aquello.
Y justo cuando parecía que iba a romperla de nuevo en esa misma posición, la soltó de golpe, dejándola unos segundos sin fuerzas, temblando, buscando aire.
Antes de que su cuerpo entendiera que había un respiro, Arturo la agarró del pelo y del muslo al mismo tiempo y la levantó como si no pesara nada.
Ella apenas tuvo tiempo de gemir antes de que él la colocara a su gusto sin delicadeza alguna, moviéndola como quien recoloca algo suyo, algo que necesita en otro sitio para seguir usándolo.
Ella cayó medio rota, jadeando, el cuerpo encogido y tembloroso, intentando recuperar una mínima estabilidad. Pero él no le dejó acomodarse. No le dio ni un segundo. La empujó hacia atrás, le abrió las piernas con la misma autoridad de antes y le subió una pierna al reposacabezas, dejando su cuerpo en un ángulo imposible, vulnerable, completamente expuesto.
Arturo le sujetó una muñeca con la misma fuerza de antes, clavándosela contra el asiento, mientras con la otra mano le presionaba la garganta o el pecho, marcando su control de forma absoluta. Ella soltó un gemido entrecortado, una mezcla de sorpresa, miedo caliente y excitación pura.
—Mírame —le ordenó, esa voz baja, grave, que la desarma cada vez.
Ella levantó los ojos como pudo, y en cuanto lo hizo, quedó totalmente rendida. Esa mirada la dejó sin defensas, sin máscara, sin distancia. La hizo sentir exactamente lo que era en ese instante: un objeto sexual sometido a ese hombre enorme, a ese cuerpo de casi 120 kilos de músculo duro y venas marcadas que la dominaba como quería, que la movía, la abría y la tomaba sin pedir permiso
Y en ese momento, al sentir ese control absoluto sobre ella, al verla humedísima, temblando, ofrecida…
Arturo volvió a hundirse en ella de una sola embestida, tan profunda y violenta que le arrancó un gemido que se quebró a mitad, como si el aire se le escapara de golpe. Su cuerpo se arqueó hacia atrás, la pierna alzada al reposacabezas tembló entera y las uñas de su mano libre se clavaron en el asiento en un intento inútil de agarrarse a algo.
Él no aflojó.
La sujetó todavía más fuerte de la muñeca, inmovilizándola por completo, y elevó el ritmo como si quisiera atravesarla. Cada embestida la hacía rebotar contra el respaldo, cada choque la abría más, cada golpe tenía un sonido húmedo, salvaje, inevitable. Y Alicia, destrozada, jadeante, con la garganta presa bajo su palma, sentía cómo ese cuerpo enorme la envolvía, la partía.
—Mírame —repitió Arturo, más bajo aún, más grave
Ella levantó los ojos, pero apenas pudo sostenerle la mirada: la intensidad, la fuerza, el dominio que emanaba de él le hicieron apartarla al instante, girando el rostro con un temblor involuntario, casi reflejo. El aire caliente de su respiración se rompía contra el cristal empañado mientras trataba de recomponerse.
Pero Arturo no se lo permitió.
Le apretó un poco más la mandíbula, no para hacerle daño, sino para obligarla a volver a él. Le giró la cara con una lentitud autoritaria, implacable, como si fuera inevitable, como si su cuello no respondiera a ella sino a su mano.
—Te he dicho —susurró, hundiéndose otra vez hasta el fondo— que me mires.
Ella abrió los ojos pese a la presión, pese al temblor, pese al miedo caliente que la recorría. Y cuando volvió a encontrarse con su mirada, sintió una segunda embestida, distinta: una que no tenía que ver con su cuerpo, sino con su mente. Era un golpe psicológico, un empuje brutal que la desmontó desde dentro.
Porque esa mirada la follaba tanto como su cuerpo.
Le rompía la resistencia que quedaba, le arrancaba cualquier tipo de voluntad, la dejaba desnuda de alma, además de cuerpo.
Sintió que el pecho se le cerraba.
Que el estómago se le hundía.
Que la garganta ardía bajo su mano.
Que la pelvis se le deshacía con cada golpe.
Y aun así, lo único que pudo hacer fue sostenerle la mirada mientras él la reventaba a un ritmo que la dejaba sin aliento, sin fuerza, sin pensamiento propio. Solo su cuerpo reaccionaba: temblaba, se contraía, se abría, se ofrecía.
Arturo estaba ya al borde. Ella lo sintió en el ritmo, en la respiración que le golpeaba la piel, en la forma en que sus dedos se aferraban a su cuerpo como si quisiera no soltarla nunca. Cada embestida se volvió más corta, más dura, más desesperada,
De pronto, la saco de ella para incorporarse, le agarró la nuca, y sin suavidad ninguna la giró hacia él, haciéndola cambiar de postura como si su cuerpo fuera ligero, maleable.
Ella no ofreció resistencia; su cuerpo reaccionó solo, dejándose arrastrar, obedeciendo sin siquiera pensarlo.
Alicia levantó la mirada justo cuando Arturo perdió el control.
Un sonido gutural, profundo, escapó de su garganta.
Sus manos se cerraron más fuerte sobre ella.
Su cuerpo entero se estremeció, vibrando con un espasmo que la recorrió a ella también.
Ella no apartó la cara. No se echó atrás.
Jamás había probado el semen. No más allá de alguna gota de líquido pare seminal de su chico, lo cual no soportaba y le producía mucho asco.
Pero ahí estaba, recibiendo una descarga que la cubrió buena parte de la cara, flequillo, y alguna gota perdida en su pecho. Mientras Alicia pensaba en esa idea, en esa traición tan bestia, Arturo se la metió en la boca para descargar los últimos chorros en ella.
Al contrario de la reacción que ella misma se esperaría de si, se dispuso a tragar cada chorro, cada gota que emanaba y caía de esa dura polla desconocida que la acababa de hacer sentir en la gloria al mismo tiempo que la había destrozado.
Se quedó quieta, jadeando.
Mirando el desastre.
Viendo cómo las medias buenas, las que César le compró aquella vez en sus vacaciones por Italia —esas que él adoraba— yacían ahora desgarradas, arrancadas, como un reflejo brutal de cómo había quedado ella por dentro.
Tan rotas como la intachable fidelidad que siempre le había tenido.
Tan resquebrajadas como esa versión suya que jamás habría permitido algo así.
Todo… hecho añicos por ese HOMBRE.
No dijo nada.
No podía decir nada.
Solo sabía una cosa:
No quería limpiarse.
No todavía.
(continuara...)
