Ama y Señora

xhinin

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25 Jun 2023
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La reunión estaba prevista a media mañana. Yo tenía todo el informe preparado y tenía claras las líneas de acción, después de haberme reunido con mis superiores, y, lógicamente, mis compañeras de equipo estaban informadas de ello.

Me extrañó que no me pasaran información concreta de la persona con la que tendría que encontrarme, pero, últimamente, era algo cada vez más habitual. Lo que no era tan habitual es que la reunión fuera presencial, ya que, desde la pandemia, el trabajo entre empresas de diferentes localidades era más frecuente online.

Me avisaron de que estaban ya en la sala de reuniones poco después de la hora prevista. Debió notarse algo cuando entre, incluso creo que llegué a echarme ligeramente atrás, porque mi propia compañera me pregunto si pasaba algo. Lógicamente, contesté que no y, tras las presentaciones ocupé mi lugar.

La reunión fue como la seda: parecía que ambas partes sabíamos a donde teníamos que llegar y estábamos de acuerdo con lo que la otra parte pedía y esperaba, por lo que terminamos antes de la hora prevista. Aquello dio lugar a una pequeña charla, distendida, de despedida.

Mara, la mujer que representaba a la otra empresa, comentó que se quedaría allí el fin de semana, pues tenía algo pendiente que solucionar. Yo, entendiendo su comentario, bajé la cabeza. Mientras, sus compañeras saldrían a su ciudad inmediatamente, con la intención de no tener mucho tráfico en su vuelta, así que las despedimos.

¿Puedes indicarme donde está el baño? -me preguntó Mara mientras salían sus compañeras-.

Mi respuesta no pudo ser otra que una afirmación y, señalándole la dirección, la seguí hasta el aseo. El baño de la oficina era amplio, con cabinas, pues compartíamos hombres y mujeres (cosa que, realmente, poco me gustaba). Intenté esperarla fuera, pero me cogió el cinturón y me introdujo dentro, hasta meterme en uno de los compartimentos.

Cerró el compartimiento y, a continuación, subió ligeramente la falda y bajó sus bragas, comenzando a mear sin dejar que su cuerpo se acercara a la taza del váter.

-Mucho tiempo sin vernos -dijo susurrando mientras orinaba-.

-Sí, mi ama, años.

Contesté intentando no mirar aquel coño que, tiempo atrás, había follado como un loco, totalmente enamorado de aquella chica (ahora mujer) que era la razón de que me hubiera trasladado de ciudad al convertir nuestra inocente relación en una historia con un futuro poco deseable.

Durante la reunión los sentimientos, encontrados, se habían apoderado de mí: la chica morena, bajita, de pechos pequeños pero turgentes, se había convertido en una mujer madura, con pelo cano y algo más gruesa de lo que la recordaba, haciendo que sus pechos parecieran algo más grandes, quizá habiendo sido madre.

-Límpiame -volvió a susurrar-.

Dirigí mi mano hacia el papel higiénico, pero ella, dejando claras sus intenciones, me la cogió y la llevó directamente a su entrepierna, haciendo que mis dedos secaran su vulva, rozando sus labios, incluso introduciéndose ligeramente al apretar mi mano contra su vulva mullida y depilada.

Retiré la mano en cuanto noté que ella intentaba algo más y, entonces, fue ella la que, subiéndose las bragas y vistiéndose, dio la siguiente indicación.

-Ahora mea tu.

Ella se apartó a un lateral y yo, poniéndome frente a la taza, desabroché el cinturón de mi pantalón, abrí la cintura y, bajándolo ligeramente junto al slip que llevaba puesto, saqué mi polla morcillona para empezar a mear.

Pese a la situación, su mirada no se apartó de la mía, mostrando de forma pícara que me tenía dominado de nuevo.

Cuando el chorro de orina terminó, fue cuando, de rodillas, se acercó a mi polla para lamer la cabeza y limpiarla, antes incluso de que me diera tiempo a coger el papel higiénico con el que habitualmente me la secaba antes de devolverla al calzoncillo.

No se deleitó en su limpieza y, tras hacerlo, poco antes de abrir la puerta del excusado, y tras hacer que me vistiera, me introdujo algo en el bolsillo a lo que, sinceramente, no hice mucho caso, pues entendía que serían las indicaciones para el encuentro en que pagaría mi osadía por haberme trasladado de ciudad con la intención de alejarme de ella.

Salí del habitáculo tras ella, limpiando mis manos con agua y jabón, para descubrir, al volver a salir, que ya se marchaba. Fue entonces el momento de dar el aviso en casa.
 
La reunión estaba prevista a media mañana. Yo tenía todo el informe preparado y tenía claras las líneas de acción, después de haberme reunido con mis superiores, y, lógicamente, mis compañeras de equipo estaban informadas de ello.

Me extrañó que no me pasaran información concreta de la persona con la que tendría que encontrarme, pero, últimamente, era algo cada vez más habitual. Lo que no era tan habitual es que la reunión fuera presencial, ya que, desde la pandemia, el trabajo entre empresas de diferentes localidades era más frecuente online.

Me avisaron de que estaban ya en la sala de reuniones poco después de la hora prevista. Debió notarse algo cuando entre, incluso creo que llegué a echarme ligeramente atrás, porque mi propia compañera me pregunto si pasaba algo. Lógicamente, contesté que no y, tras las presentaciones ocupé mi lugar.

La reunión fue como la seda: parecía que ambas partes sabíamos a donde teníamos que llegar y estábamos de acuerdo con lo que la otra parte pedía y esperaba, por lo que terminamos antes de la hora prevista. Aquello dio lugar a una pequeña charla, distendida, de despedida.

Mara, la mujer que representaba a la otra empresa, comentó que se quedaría allí el fin de semana, pues tenía algo pendiente que solucionar. Yo, entendiendo su comentario, bajé la cabeza. Mientras, sus compañeras saldrían a su ciudad inmediatamente, con la intención de no tener mucho tráfico en su vuelta, así que las despedimos.

¿Puedes indicarme donde está el baño? -me preguntó Mara mientras salían sus compañeras-.

Mi respuesta no pudo ser otra que una afirmación y, señalándole la dirección, la seguí hasta el aseo. El baño de la oficina era amplio, con cabinas, pues compartíamos hombres y mujeres (cosa que, realmente, poco me gustaba). Intenté esperarla fuera, pero me cogió el cinturón y me introdujo dentro, hasta meterme en uno de los compartimentos.

Cerró el compartimiento y, a continuación, subió ligeramente la falda y bajó sus bragas, comenzando a mear sin dejar que su cuerpo se acercara a la taza del váter.

-Mucho tiempo sin vernos -dijo susurrando mientras orinaba-.

-Sí, mi ama, años.

Contesté intentando no mirar aquel coño que, tiempo atrás, había follado como un loco, totalmente enamorado de aquella chica (ahora mujer) que era la razón de que me hubiera trasladado de ciudad al convertir nuestra inocente relación en una historia con un futuro poco deseable.

Durante la reunión los sentimientos, encontrados, se habían apoderado de mí: la chica morena, bajita, de pechos pequeños pero turgentes, se había convertido en una mujer madura, con pelo cano y algo más gruesa de lo que la recordaba, haciendo que sus pechos parecieran algo más grandes, quizá habiendo sido madre.

-Límpiame -volvió a susurrar-.

Dirigí mi mano hacia el papel higiénico, pero ella, dejando claras sus intenciones, me la cogió y la llevó directamente a su entrepierna, haciendo que mis dedos secaran su vulva, rozando sus labios, incluso introduciéndose ligeramente al apretar mi mano contra su vulva mullida y depilada.

Retiré la mano en cuanto noté que ella intentaba algo más y, entonces, fue ella la que, subiéndose las bragas y vistiéndose, dio la siguiente indicación.

-Ahora mea tu.

Ella se apartó a un lateral y yo, poniéndome frente a la taza, desabroché el cinturón de mi pantalón, abrí la cintura y, bajándolo ligeramente junto al slip que llevaba puesto, saqué mi polla morcillona para empezar a mear.

Pese a la situación, su mirada no se apartó de la mía, mostrando de forma pícara que me tenía dominado de nuevo.

Cuando el chorro de orina terminó, fue cuando, de rodillas, se acercó a mi polla para lamer la cabeza y limpiarla, antes incluso de que me diera tiempo a coger el papel higiénico con el que habitualmente me la secaba antes de devolverla al calzoncillo.

No se deleitó en su limpieza y, tras hacerlo, poco antes de abrir la puerta del excusado, y tras hacer que me vistiera, me introdujo algo en el bolsillo a lo que, sinceramente, no hice mucho caso, pues entendía que serían las indicaciones para el encuentro en que pagaría mi osadía por haberme trasladado de ciudad con la intención de alejarme de ella.

Salí del habitáculo tras ella, limpiando mis manos con agua y jabón, para descubrir, al volver a salir, que ya se marchaba. Fue entonces el momento de dar el aviso en casa.
Mmmm me encanta la dominación femenina con situaciones de lluvia dorada. Deseando saber como continúa la historia.
 
Salí del habitáculo tras ella, limpiando mis manos con agua y jabón, para descubrir, de vuelta a la sala donde habíamos celebrado la reunión, que ya se marchaba. Fue entonces el momento de dar el aviso en casa.

Fue mi mujer quien cogió el teléfono y mis palabras (“ella está aquí”) no dejaron lugar a dudas. Ya lo habíamos hablado, varias veces, pues no teníamos secretos el uno con el otro.

Ella, mi señora, también dominaba nuestra relación, pero, de una forma más liviana, sabiendo, además, que había una cuenta pendiente con mi anterior ama. Hablamos algo, pero en ningún momento se mostró nerviosa o celosa: no había desaprovechado la oportunidad de compartirme con otras mujeres dominantes.

Mientras hablamos saqué la hoja con los datos: la hora era prudente, daba tiempo a que fuera a casa y me cambiara de ropa, sabiendo lo que querría que me pusiera. No obstante, comprobé en el móvil la distancia del lugar del encuentro y el tiempo que tardaría, para no llegar tarde.

Colgamos sabiendo que, antes del encuentro, nos veríamos en casa y, no sin nervios, no sin excitación, terminé la jornada de trabajo como pude.

Volví a casa y me fui directamente a la ducha, tras saludarla. Fue ella la que me preparó lo que tenía que ponerme mientras me aseaba. Tras la ducha, desnuda, me cogió de la mano y me llevó junto a nuestra cama. Ver su cuerpo femenino moverse, sus glúteos, mientras avanzaba ligeramente delante de mí, imaginar sus pechos, bien conocidos y saber su coño totalmente depilado, me la puso morcillona.

Me secó junto a la cama, con delicadeza, oliéndome con deseo, y, tras hacerlo, me agarró la minga para echar el pellejo hacia atrás y lamer la cabeza con dulzura, para que supiera quién era su dueña en realidad, mientras la otra mano se perdía entre sus muslos.

Los slips que había elegido eran de los que habitualmente me ponía, de mercadillo, con pequeños dibujos, que hicieran que mi sexapil fuera lo más bajo posible. Tras hacerme subir ligeramente las piernas, los subió dejando la cintura en su lugar, sin olvidar colocar correctamente la polla y los huevos en su lugar. A continuación, el vaquero, el que me ponía para estar por casa, para que mis glúteos, grandes y duros, se marcaran al máximo, para que mi paquete se sintiera bien apretado: había jugado toda la vida a fútbol y tenía buenos muslos también. La camiseta, blanca, ajustada, fue lo último en colocarme, no sin lamer antes mis pezones que, ligeramente erectos, sonrosados como mis labios, rodeados ligeramente de vello, también le pertenecían.

Volvió a cogerme de la mano para acompañarme hasta el coche, desnuda como estaba, sin preocuparse de que alguien nos pudiera ver y, tras hacer que entrara en el coche, apoyada ligeramente en el cristal junto a mí, comenzó, mirando mi paquete, a masturbarse. Arranqué el coche y, dedicándole un beso, comencé mi viaje hasta encontrarme con la otra.

Iba nervioso, sin saber qué haría realmente conmigo, sin tener ni idea del tiempo que me dedicaría. Seguía la aplicación del móvil sin fijarme ni dónde estaba ni por dónde pasaba, hasta sentirme totalmente perdido, totalmente esclavo de los deseos de mi ama.

Llegué a un edificio, algo alejado de la civilización. Ella salió en cuanto vió llegar el coche. Me cogió de la mano, pero la rechacé, quizá por el recuerdo de la mano de mi mujer. No dijo nada, supe que habría un castigo, pero me limité a seguirla al interior.

La casa era una casa normal, pequeña, pero con decoración de muchos años atrás. Estaba limpia, seguramente era de uso habitual. Tras pasar el salón, poco amueblado, me dirigió a la que entendí que era una habitación de invitados.

Me quitó la camiseta, que dobló con cuidado para poner sobre la cama. Se acercó y colocó su mano sobre mi pecho, acariciando con delicadeza, bajando hasta mi barriga que, en los últimos años, al no hacer mucho deporte, había crecido ligeramente. Las yemas de sus dedos acariciaron el vello moreno, rizado, que salía desde mi ombligo hasta cubrir todo mi pubis, aún escondido bajo mi ropa.

Su mano siguió mi vello para entrar bajo los pantalones, buscar el hueco entre mi ropa interior y mi sexo y comprobar su estado. Me sentí incómodo, al ser los pantalones tan estrechos.

¿Sigues sin depilarte? - afirmé con la cabeza, sin pronunciar palabra, sabiendo que a ella no le gustaban los esclavos respondones-. Mi típico machito ibérico.

Sonrió cuando desabrochó mi pantalón, cuando lo bajó hasta mis tobillos, comprobando que el slip era también anticuado, que bajo él mi polla comenzaba a estar gorda. Para terminar de desnudarme se puso tras de mí, acariciando con su boca ligeramente la parte baja de mi espalda, para bajar los slips rápidamente, haciendo que mis pelotas y mi pene se balancearan ligeramente, aunque, seguramente, ella no lo habría notado.

Siempre me gustó tu culo -dijo antes de lamer uno de los glúteos-.

Tras lamer, tras besar, incluso morder mis glúteos me dio la vuelta. Su cara se acercó a mi sexo: el simple calor de su respiración hizo que la deseara, que quisiera que me lo lamiera, que me lo besara o mordiera, haciendo que su inactividad me matara. Se levantó, intentando poner la cara a la altura de la mía.

Tenemos visita.

Salió de la habitación y yo, conociendo mis obligaciones, me quité los deportivos y los calcetines, para poder despojarme totalmente de pantalones y ropa interior, que doblé con cuidado. Supe que tendría que esperar allí, hasta que me ordenara salir.

Me coloqué en posición de espera: manos atrás, sin tapar el culo, y cabeza agachada. Con mi mujer era más incómodo, pues le gustaba ver mis sobacos y me hacía poner las manos sobre mi cabeza. Escuché las voces desde el salón: susurraban mientras yo intentaba acallar mis nervios, tratando de adivinar lo que harían conmigo. Eran dos, solamente, y tardaron poco en llamarme para postrarme de rodillas frente a ellas.

Lo hice sin levantar apenas la cabeza, comprobando que salvo por unas botas de cuero y tacón negras y unas medias de rejilla hasta el muslo y tacones también de cuero, no llevaban más ropa. Estaban sentadas en el tresillo del salón y yo, como buen esclavo, me coloqué frente a ellas, entre las dos.

Ansiaba ver sus coños, seguramente pelados, carnosos.

-Te dije que era el hermano con la polla más corta -dijo mi ama, en cuanto pasaron unos minutos-.

Me avergonzó el comentario. Mi picha no era, precisamente, de las pequeñas, pero era verdad que mis hermanos las tenían más grandes, al igual que lo era que ella, mientras que éramos novios, se había acostado con ellos, aprovechando que, siendo yo el mayor, pero aún joven, andaban más salidos de lo normal.
 
Recuerdo el día en que me lo contó el primero de ellos, el que más cercano a mí era en edad. Fue un polvo rápido, me dijo, sin poder controlarse, porque ella se había echado sobre él como una leona. Prácticamente no le había visto nada, sólo le había metido el nabo, con condón, eso sí, hasta que ella moviéndose encima de él, medio borracho, hizo que se corriera.

Me lo contó arrepentido, pero obligado por el deber de hermano, del hermano que te tiene que advertir de lo zorra que es tu novia, sin saber que esa humillación, esas ganas inmensas de follar con otros, como si yo no fuera lo suficiente válido, me excitaba y me atraía más a ella.

Hablé con ella, lógicamente: me dio todo tipo de detalles y, por supuesto, dejó claro que la minga de mi hermano era más grande que la mía. Ese mismo día me dijo que la follara, para poder comparar como era necesario, sin castigos, sin más humillación que el saber que su vagina había sido penetrada por otro, por primera vez desde que estábamos juntos, y que ese otro era, además, familiar directo mío. Gimió como una leona, pidiendo que se la metiera hasta el fondo, que empujara más, que era una lástima que no la tuviera más grande.

Aguanté todo lo que pude, pero, sinceramente, no fue mucho tiempo, y me corrí mientras ella me cabalgaba para dejar mis reservas secas. Después, sin mucho afán, retiró el condón y, poniéndolo en el cuello de la camisa, dejó que mi lefa cayera dentro, para lamer lo poco que había quedado en mi cuello y hacer que mi ropa se manchara y se pegara a mi piel gracias a mis propios fluidos seminales.

Poco después volví a hablar con él, diciéndole que había hablado con ella, que no se volvería a repetir, sin dejarle claro que ella no volvería a follar con él si seguíamos juntos, si me sometía a sus deseos.

Con el segundo la cosa fue distinta: lo hizo avisándome previamente, aprovechando un curso de formación que yo haría fuera. En aquella época él estaba hiperenamorado de su primera novia, y estaban en un momento complicado, decidiendo si seguían juntos o si cortaban, ya que ella tenía intención de estudiar fuera.

La situación le rallaba hasta tal punto que no sentía necesidad de tener sexo, y eso a ella también le estaba preocupando. Mi ama era la única con la que se abría, con la que se confesaba, y, aprovechando que yo no estaba fue a casa a hablar con él para, tras hablar con él, una vez que él le contó que durante varias semanas no había conseguido que se le levantara, ni siquiera con ella delante, se la sacó y se la comió hasta ponérsela dura.

No tardó en llevarlo a mi habitación, en tumbarlo en mi cama para ponerse delante de él y bajarse los vaqueros. No llevaba bragas y lo hicieron allí mismo.

Mientras, yo, tras el curso, debía encontrarme con una ama que me había buscado para complacerla, sintiendo los nervios y los celos. La señora, cercana a los 50, me llevó a su casa (era viuda, sin hijos) y allí, atándome como a un criminal, me hizo que la follara varias veces, haciéndome fotos mientras me corría.

Las fotos se las mandó a ella, que me usó de igual forma en cuanto pudo.

Mi hermano, tras lo vivido, pasó varios días, incluso algunas semanas, sin poder hablar conmigo, sin mirarme apenas a la cara, mientras yo más cachondo me ponía con ella, que cada vez humillaba más mi pito, mientras me lo contaba todo con lujo de detalles.

No sé cómo, pero ambos hablaron entre ellos y, el mayor, el primero en haber profanado el sexo de mi novia, volvió a hablar conmigo. Tras la conversación, en la que se desmontó la idea que tenía sobre mí, en la que comenzó a pensar que no era más que un calzonazos sin autoestima, dejó de hablarme unos días.

Con el pequeño, el que más minga tiene, le costó más. En aquella época estaba obsesionada con las grandes, después decidió buscar pollas más pequeñas, pollas de las que poder reírse, aunque, realmente, según me contaba, le gustaban más.

Sabiendo que era el que mejor calzaba de todos y recién cumplida la mayoría de edad, no pudo dejar de pasar la oportunidad, pero, pese a todo, costó que él se la metiera.

Le asaltó en el baño, justo recién salido de una ducha, y, tras meterse los dedos mientras le observaba desnudo, se acercó para meneársela, aún húmeda. Fue una paja, simplemente, ansiando que él hiciera algún intento por follarla, masturbándose ella, mientras, con la otra mano.

Él, simplemente, se dejó hacer, gimiendo quedamente, hasta expulsar la leche, a borbotones, contrayendo su cuerpo por la excitación, tras lo cual ella le limpió el nabo acercándolo a la ducha de nuevo, le secó y le dejó, sentado en el suelo del mismo baño, tras vestirse y dejarle allí.

Posteriormente, cuando él nos presentó a su novio, entendimos.
 
-No calza mal -dijo la amiga trayéndome de nuevo al presente-.

-Pero es el que más corta la tiene de todos… -dijo mirándome, sabiendo que mi polla estaba respondiendo a la humillación- y el que mejor folla.

Tuve que disimular una sonrisa de orgullo: la longitud de la salchicha venía de fábrica, cómo se utilizara se podía mejorar.

La amiga me cogió del pelo, para mirarme la cara con detenimiento.

-Es guapo, muy masculino -dijo mirándome, mientras yo trataba de mantener mi mirada hacia abajo, como buen esclavo-.

Me tuvieron unos minutos así, hablando de mis ojos, principalmente: color miel, potenciando la intensidad, casi fantasmal, de mi mirada, encuadrada por unas cejas morenas, lo bastante pobladas para no marcar la masculinidad de mi género, sin necesidad de ser depiladas.

Antes de entrar totalmente en materia, mi ama recordó que me debía castigar, y me hizo levantarme. El taco de naipes ya estaba en sus manos cuando pidió que cortara la baraja: la sota indicaba que me tocarían diez. Con ayuda de su amiga, en el borde de la mesa del salón, me hicieron inclinarme hacia delante, colocando la cabeza de lado y las manos agarradas a la otra parte de la mesa. Mi culo estaba totalmente expuesto, con los cachetes abiertos, pero hicieron que abriera más las piernas. Sentía el peso de mis bolas colgando, cuando, con el primer azote, las hicieron moverse. Fue un azote seco, con la palma de la mano abierta. Los otros nueve no tardaron en llegar, alternando un cachete con otro y dejando para los últimos, golpes dados por ambas a la vez.

Mis glúteos, colorados, ardientes, hicieron que una lágrima saliera de mis ojos. No la sequé antes de incorporarme, comprobando que, al otro lado de la mesa, arneses y pollas realistas esperaban a ser utilizadas, temiendo que las usaran conmigo.

MI ama se acercó a mi, por la espalda, susurrando que me había portado bien, que no había gritado. Por eso aplicó en mis glúteos una crema que alivió la rojez. Lo hizo mientras me besaba la espalda, masajeando mis cachetes con suavidad, pasando sus dedos por mi raja, encontrando y deleitándose en el ojete, aumentando mi nerviosismo y haciendo crecer mi polla.

Fue la amiga la que la relevó cuando se marchó. Cogió directamente mis pelotas, y, haciendo un anillo con sus dedos, estiró hacia abajo, a la vez que las movía como si me estuviera masturbando. El pellejo dejó libre toda la cabeza de mi miembro que, excitado, comenzaba también a llorar, no sé bien si por gusto o por dolor.

Cuando volvió mi ama me dejó, volviendo yo a la posición de espera.

Cómele el coño -dijo mi dueña mientras la otra, con las piernas abiertas, se acomodaba en el sofá-.

Dicen que ninguna mujer es fea por donde mea, pero aquel coño no era de mis preferidos: faltaba carne, y los labios estaban como dados de sí. No obstante, mi obligación fue cumplida, aunque, tras tantear en un principio con mi nariz, comprobé que estaba aún seco.

Decidí subir a sus tetas, a morderlas y lamerlas como si no hubiera un mañana. Se notaba que no eran naturales, que, incluso, estaban cargadas de más, perdiendo la elegancia natural de cualquier pecho. Yo no miraba más que el lugar que estaba lamiendo, mientras ella, totalmente ofrecida, me dejaba hacer, buscando su coño con sus propios dedos.

De ahí, cuidando el equilibrio sobre mis rodillas, con las manos aún en la espalda, bajé hasta sus muslos, mordiéndolos ligeramente, acercándome hasta su ingle, cambiando de muslo cada vez que llegaba al centro, hasta que ella sacó sus dedos y, comprobando que estaban bien húmedos ya, los lamí, dejando claro que el siguiente paso sería perderme en su conejo.

Bajé hasta su ojete, y, con la lengua, recorrí el camino hasta su coño, que se abría para mí. Lo hice varias veces, comprobando que su clítoris, excitado, estaba esperándome.

No obstante, pasé la lengua varias veces por sus labios, arriba y abajo, mientras su excitación crecía, hasta lograr posar mis labios en el punto exacto y comenzar a lamer, succionar, jugar con delicadeza, pero sin perder ritmo.

Paré sólo una vez, contando hasta 30, mientras ella seguía gimiendo.

Come coños mejor que su padre -dijo mi ama desde atrás, observando la escena, metiéndose ella también los dedos-.

La miré pensando ¿de verdad? ¿con mi padre también? Pero su amiga estaba muy excitada y precisaba seguir para hacerla alcanzar el clímax, así que seguí lamiendo, succionando, apretando con mi cara, hasta que sus gemidos comenzaron a hacerse más incontrolables, hasta que logré que su cuerpo se retorciera de placer, mientras mi cabeza, entre sus piernas, se movía al compás de sus caderas.
 
La estabilidad, con las manos aún a mi espalda, fue difícil de controlar, más aún cuando comenzó a correrse: echó chorros que me empaparon la cara, el cuello y hasta el torso completo, en varias ocasiones, mientras varios “oh, dios mío” salían de su garganta. En ningún momento me soltó el cabello, del que tiraba o acariciaba, según su excitación.

Sentí las manos de mi ama en mi cuello, bajar por mi espalda despacio, para, tras saltar mis brazos, llegar a mis glúteos e introducirse ligeramente entre ellos para, posteriormente, alcanzar mis pelotas. Tenía la picha como una roca, deseosa de penetrar a su amiga, pero, un tirón de mis testículos hizo que me apartara de ella y entendiera que debía hacerme a un lado, con la posición de espera de nuevo.

En mis excitantes tareas no había detectado que mi ama se había puesto un arnés del que una polla de goma se asomaba y, poniéndose entre las piernas de su amiga, comenzó a metérselo en la vagina. La visión de ambas follando y gimiendo, los flujos que en mi cuerpo se estaban secando, y el verme la minga orgullosa, bien dura, sin poder participar de todo aquello, me excitó mucho más de lo que hubiera imaginado.

Mi ama introducía la verga en su amiga mientras ella, presa de la excitación, buscando nuevas corridas que ya no se producirían, acariciaba sus pechos, operados, haciendo que sus pezones se pusieran tan duros como mi miembro. Estuvieron varios minutos, hasta comprobar que mi excitación, ante la inactividad, había bajado ligeramente.

La amiga se quedó despatarrada en el sofá, respirando como si hubiera hecho una maratón, sudorosa, con la piel enrojecida, especialmente entre sus piernas.

La dominadora, por su parte, se quitó el arnés y con una cuchara de madera decidió dejar claro quien mandaba, golpeando mis glúteos, mis pezones, mis muslos, e incluso mi chorra que, ante los golpes, se relajó, mientras yo, tratando de no gritar, permanecía en posición de espera, hasta que se cansó y me abandonó frente a su amiga, totalmente dormida tras los esfuerzos y los orgasmos que había tenido.

Creo que incluso yo, de pie, me quedé dormido durante un rato, hasta que la tetona durmiente se despertó y, poniéndose de pie, se puso junto a mi, lamiendo mis orejas, mientras me hablaba de lo bien que le había comido el coño.

Prepáralo para lo siguiente -dijo mi ama desde lejos-.

La polla me saltó de emoción, sabiendo que habría más juego ahora.

La amiga me puso sobre el suelo, boca arriba, abriendo mis manos para atarlas por un lado al sofá y por otro a la mesa del salón. Los pies quedaron también abiertos, pero sin que me los ataran.

Mi dueña se colocó encima de mi cara, con las piernas abiertas, mostrando su coño que, agachándose lentamente, se posó sobre mi cara. La idea estaba clara: ahora se lo tendría que comer a ella y me castigaría si no le hiciera correrse como a su amiga, aunque ella siempre tardaba bastante en hacerlo.

No había sido consciente de lo que echaba de menos aquella vulva, sonrosada, mullida, depilada, de verla abrirse, de ver cómo se humedecía con la excitación, hasta que empecé a lamerla. Ella, mientras tanto, se esforzaba en excitarse, abriéndose para mi, moviéndose, buscando la mejor postura para darme el alimento que mi libido necesitaba.

A veces, se posaba sobre mi cara, casi dejándome sin aire, otras, saltaba ligeramente para que mi cuello tuviera que buscarla. Mientras nuestra amiga, entre mis piernas, golpeaba ligeramente mi polla cada vez más dura, para después, acariciar mis pelotas con suavidad, a veces, creo, incluso con su lengua.

Tras unos minutos, dejó de excitar mis genitales y se acercó a mi ama, comenzando a acariciar los suyos, apartando su coño de mi cara, haciendo que, con sus piernas abiertas, me enseñaran como se metían mano. Algunas gotas de su propio interior cayeron sobre mi cara. Mi polla, sin querer seguir siendo más que un espectador de la situación, comenzó a deshincharse, sin dejar de perder la gordura que había tomado.

Cuando mi ama se separó de su amiga, le indicó, de nuevo, que me preparara: se acercó de nuevo a mi y, con delicadeza y algo de lubricante, comenzó a buscar mi ojete, metiendo ligeramente la punta de sus dedos, para seguir enganchando mi polla y mamármela con delicadeza.

Volvió a ponerse dura, con el miedo de ser penetrado por una de ellas con el arnés, de ser follado por primera vez, con la excitación de que me dejaran meterla ya en sus coños… Mientras mi imaginación volaba, un condón enfundó mi verga.

Mi ama apartó a su ayudante para mostrar que, sin haberse dejado de tocar la entrepierna, estaba lista para enchufarse mi picha y, poniéndose en cuclillas, la colocó en su mismo agujero, moviéndola para abrir sus labios con su roce y haciendo que se incluyera la cabeza ligeramente.

Tras unos minutos, dejó paso al coño de su compañera, que se la metió directamente sin demasiado preámbulo. Noté el calor que su interior destilaba, noté la presión de sus labios apretando mi polla, noté su excitación en su piel sudorosa, cada vez más excitada, en sus pezones, totalmente erectos… y me entretuve en ello perdiendo la conciencia del resto del mundo, moviendo mis caderas para ayudar en su excitación.

Fue cuando vi a mi ama con el arnés otra vez puesto, dirigiéndose al hueco que mis piernas aún abiertas, cuando la excitación aumentó. Noté que el arnés estaba lubricado. Ella lo colocó cerca de mi escroto, para abrir los cachetes de su compañera y, tras buscar su ano, comenzar a penetrarla suavemente.

Mientras me montaba, sentía como sus agujeros se contraían y relajaban, según sus movimientos, los míos y los de mi ama, haciendo que los dos gimiéramos como posesos. Yo sudaba, empapado de excitación, sintiendo los pezones cada vez más erectos, sintiendo como la piel que guardaba mis pelotas se contraía, y luchando por evitar una corrida que no se me había permitido aún.
 
No paré de moverme cuando dejó mi polla libre, poseído por la lujuria, sin darme cuenta de que habían frenado el roce, posibilitando un descanso que no tardó en hacer que mi pene se relajara ligeramente.

La amiga se había corrido sobre mí, tal como noté poco después, pero yo había conseguido retener mi semen en mi interior. La perdí de mi vista, sin ser consciente de ello al colocarse mi ama, con el pene de goma, sobre mí, introduciéndoselo ligeramente, para dejarme claro que ahora le iba a tocar a ella.

Se agachó poniendo su coño en mi cara, sin que yo pudiera evitar volver a lamérselo, mientras quitaba el condón que llevaba puesto y, tras meneármela ligeramente, sin mucho trabajo para que se pusiera duro de nuevo, me lo enfundara de nuevo en otro preservativo.

Tardó poco en comenzar a follarse con él, mirándome con deseo, haciendo que mi cuerpo se fuera acomodando a sus movimientos, acariciando mis pectorales, buscando el vello que rodeaba mis tetillas.

Yo, atado como seguía, deseaba también acariciarla, abrazarla, dejarme llevar como un animal libre en su cuerpo, en sus pechos que saltaban excitados y colorados, pequeños y tersos, tal como me gustaban.

El deseo, compartido, la llevó a soltarme y, susurrándome al oído, me pidió que la follara, así que, con fuerza, la abracé y la puse sobre el suelo, boca arriba, colocándome en plancha sobre ella, buscando mi pene para ponerlo en su vagina y comenzando a penetrarla, lentamente, sin clavarla entera, sabiendo que aquello la llevaba al éxtasis con facilidad.

Variaba el empuje. Cuando con rapidez, sin piedad, se la metía hasta que mis pelotas chocaban con su entrepierna, sus ojos se ponían en blanco, su boca se abría buscando aire, su cuello, sus hombros, se contraían, descansando cuando se la sacaba. Yo, después, trataba de volver a meterle sólo una parte de mi polla, mientras ella, con sus manos, clavando sus uñas en mis riñones, en mis glúteos, para evitar que mi sudor lograra que se resbalaran, anhelaba la siguiente clavada.

Ella movía sus caderas, a veces facilitando mi baile, otras haciendo que tuviera que variar.

Comenzó a correrse cuando yo mismo, aguantando mi peso sobre un solo brazo, conseguí estimular su clítoris, totalmente excitado, con la otra mano. No tardó en pedirme que terminara, que me corriera, por lo que, con delicadeza, volviendo a colocar ambas manos en el suelo, le metí hasta el fondo la polla, agarrándola ella con los músculos de su sexo, haciendo que mis intentos por sacarla fueran infructuosos, consiguiendo que ante el forcejeo mi semen saliera como si de un geiser se tratara.

Terminé, en cuanto pude sacarla, tendiéndome a su lado. La amiga no tardó en venir, para quitarme el condón con cuidado y acercarse a mi ama, que recibió mi leche en sus labios, cerrados, mientras su amiga se la restregaba.

A pesar de la excitación, el cansancio hizo mella en mí y, supongo que, por poco tiempo, terminé medio dormido. Desperté de nuevo atado, en el suelo, con brazos y piernas abiertos, y gracias a un fuerte pellizco en mi pezón.
 
Cuando desperté ya estábamos solos y sabía lo que me esperaba, tal como estaba. Mi ama comenzó con el castigo, bien ganado por mucho que me hubiera portado bien: primero unos azotes, en el pecho, en la barriga, en los huevos y, finalmente, y con cuidado, haciendo que se zarandeara ya totalmente erecta, en la polla. Lo hacía despacio, dejando que gimiera de dolor, que me retorciera ligeramente.

Después, tras meterme un trapo de cocina en la boca, comenzó la verdadera tortura: entre mis piernas, de rodillas, se acercó a mi polla para lamerla y, tras echar lubricante en sus manos, comenzar a masturbarme. Su mano subía y bajaba lentamente, acariciando la cabeza, el tronco de mi polla. Iba cambiando de mano, pues no pararía, tal como decía, hasta dejarme seco.

Yo me resistía a correrme de nuevo, tratando de contraer mis músculos, tratando de mover mis caderas para que el roce de sus palmas no me hiciera perder la concentración. Ella, poco a poco, variaba la velocidad del meneo, consiguiendo que no pudiera adivinar sus movimientos, haciendo que, poco a poco, perdiera el control, consiguiendo que mi escroto se contrajera, preparado para lanzar mi simiente.

Con el cuerpo totalmente contraído, llorando por el esfuerzo, conteniendo mis gritos, ambos supimos que estaba llegando el final: ella dirigió la cabeza de la minga a mi cara y, tras apretar la paja, consiguió que la primera lefada saliera disparada.

No paró, siguió con la paja mientras yo me retorcía, ya no sé si por placer o por la tortura que me estaba produciendo la sensación en la cabeza de mi miembro. La segunda corrida fue terrible, aunque menos densa, cayendo sobre mi polla y mis huevos. La tercera, pese a que la picha necesitada de un descanso se había desinflado, tardo algo más en llegar, mientras yo, resignado, aguantaba. Aún me la pajeo un rato más, comprobando con mis espasmos que era difícil que hubiera algo más dentro.

Fue entonces cuando me desató y me obligó a ponerme de pie, mientras mis piernas temblaban. Azotando mis glúteos me dirigió a la habitación donde había dejado la ropa y, tras comprobar que mi culo estaba lo suficientemente condolido, me vistió. Los slips, como siempre, serían su trofeo.

Tras vestirme agarró mi paquete que, rozándose con la tela del vaquero, estaba molesto, y apretó para dejarme las cosas claras:

-Te llamaré en unas semanas para volver a dominarte -la miré cansado, pero contento por haberla recuperado en mi vida-.
 
El camino a casa, con el culo enrojecido, la polla supersensible en el pantalón, y el movimiento habitual en el coche, se hizo interminable. Cuando llegué salí del coche y, tras tomar aire, me dirigí en busca de mi mujer, de mi señora, la que mandaba en casa. Pensé que serían pocos los esclavos que, como yo ahora, tenían ama y señora. Y también pensé que, quizá, no fuera lo más excitante del mundo, pero a mí me ponía.

La ví sentada en el sofá, viendo la tele. No necesitó hablar para indicarme que me desnudara. Lo hice despacio y, con las manos sobre la cabeza, también despacio, dí una vuelta sobre mí mismo, para que comprobara cómo llegaba.

Ella se levantó, se desnudó y, con las piernas abiertas, mostrándome su sexo abierto y caliente, me invitó a sentarme delante de ella, mirando también a la tele. Comprendí, al ver que tenía crema en la mesa de al lado, que todo estaba preparado.

Hizo que me levantara ligeramente para aplicarme un poco en los glúteos, haciendo que el escozor se aliviara ligeramente. Después me aplicó un poco en los pezones y, de ahí, pasó directamente a mi sexo, que, con las caricias, estaba de nuevo morcillón.

Aunque la crema aliviara, costó que se pusiera dura de nuevo. Sabía que ella no se daría por vencida hasta lograrlo, hasta hacerme perder de nuevo la consciencia con una nueva corrida. Mi cuerpo sudaba, se contraía y relajaba según parecía necesitarlo, mientras ella, sin piedad, a una velocidad constante, bajaba su mano por mi pene, acariciando mi cabeza totalmente desprovista del pellejo que normalmente la cubría, hasta llegar a la base, para volver a subir y repetir la jugada.

Yo gemía, quedamente, tratando de retrasar que la lefa saliera, pues sabía que sería una leche débil, poco densa y líquida, que ella, quizá, no aprobaría.

Los minutos del reloj que teníamos bajo la tele, para controlar la hora, avanzaban mientras la paja, sin variar de ritmo, conseguía que mi cuerpo temblara, no sé si por placer o por tormento. Pasaron más de diez cuando, mis pelotas, hartas, cansadas tras buscar todo el líquido que, desde las últimas corridas, habían podido elaborar, comenzaron a contraer la piel que las cubría. Ella, notándolo, decidió excitar con más dedicación la cabeza de mi miembro, parando justo cuando la leche iba a comenzar a salir.

La parada, no obstante, no logró detener la salida de la lefa que, lentamente, mientras yo gemía, mientras ella observaba, salió líquida, bajando todo mi pene y manchando incluso mis pelotas. Adelanté mis caderas, con la intención de no manchar el sofá, y ella, aprovechando mi movimiento, me empujó con fuerza, haciendo que, ante el cansancio de mis piernas, cayera al suelo, lanzando el semen que recorría mi miembro al suelo y a los muebles frente a nosotros.

Quedé tendido, en el suelo, notando el fresco del piso en mi cuerpo y, sobre todo, en la punta de mi polla que, pese al cansancio, todavía soltó algo de semen. No sé cuanto tiempo, pero, en cuanto recuperé fuerzas, supe que debía terminar mi trabajo.

Me levanté notando un pequeño tirón del suelo en mi polla, ya que la leche, ligeramente seca, los había unido, y, sin mucho más preámbulo, sintiendo mis piernas temblorosas, busqué lo necesario para limpiar los flujos que mi señora me había hecho verter.

Una vez hecho, era el turno de una ducha: utilicé agua fresca, con la intención de evitar una nueva erección y, tras secarme, en la posición habitual de espera, me puse frente a ella, esperando que me permitiera vestirme.

Aún te queda, cariño. Tiéndete en la cama y descansa: esta noche tendrás que cumplir, como cada fin de semana.

Cumplí sus órdenes y, desnudo, me tendí. Esperaba que el cansancio no me jugara una mala pasada y que pudiera descansar para follar esa noche como mi señora merecía.

Llegando al sueño escuché el teléfono: mi ama también se había puesto en contacto conmigo. Un “Vuelvo a casa. Volveré” acompañado de varias fotos mías desnudo, con las marcas de los golpes que me habían dado, cubierto de los flujos con los que me habían rebozado o con el semen que me había hecho soltar en los últimos minutos con ella me hicieron sentir afortunado.

En cuanto llegara la noche, las mostraría a mi señora, con el fin de excitarla y de hacerla saber lo buen esclavo que había sido y que sería.
 

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