Pink-Poison
Miembro activo
Vivo en un bloque de esos antiguos que tienen historia. Por dentro parece un palacio: columnas altas, escaleras de mármol, barandillas de hierro forjado que crujen cuando cambia la temperatura.
Ahora está todo reformado, con luces nuevas y ascensor moderno, pero sigue teniendo esa atmósfera de lugar donde el tiempo pasa más lento. En el centro hay un patio grande, abierto, donde se escuchan las conversaciones, las risas, las discusiones y, a veces, cosas que uno no debería escuchar.
Ahí suelo salir a fumar. Es mi rincón para pensar, desconectar del trabajo o simplemente mirar las luces que dejan los vecinos encendidas a deshora.
Y casi siempre, cuando estoy allí, aparece ella.
Mi vecina. Rubia, cuarenta y pocos, divorciada, tres hijos. Siempre va bien arreglada, incluso para tirar la basura. Tiene ese aire tranquilo y seguro que solo dan los años y las cicatrices bien asumidas.
Y yo… bueno, siempre he tenido debilidad por las mujeres mayores que yo. Desde que tengo memoria, las chicas de mi edad me parecen demasiado predecibles.
Lo descubrí en la universidad. Fue con una profesora, después de una tutoría que se alargó demasiado. No fue nada planificado; simplemente entendí lo que me atraía: esa mezcla de inteligencia, seguridad y esa manera de mirar que no pide permiso.
Más tarde, con la madre de mi mejor amigo, fue la confirmación. No fue algo de una noche, sino una especie de complicidad silenciosa que me marcó. Desde entonces, no busco cuerpos jóvenes, sino miradas que digan “ya he vivido, pero todavía tengo hambre de vida”.
Y mi vecina tiene exactamente esa mirada.
Cada vez que me escucha encender el mechero, tarda poco en salir al patio. A veces con el pretexto de revisar la ropa tendida, otras simplemente a tomar aire. Pero sé que me escucha antes de abrir la puerta.
Es como un pequeño ritual: el sonido de sus sandalias en el suelo, el golpe suave de la puerta al cerrarse, y luego su voz, siempre con ese tono entre natural y calculado.
No sé si me busca o si el destino se divierte con nosotros, pero cada vez que salgo, acaba apareciendo. Y siempre se detiene.
Si estoy sin camiseta, me lanza una mirada rápida, de esas que parecen inocentes pero no lo son. Si estoy en ropa cómoda de andar por casa, finge mirar hacia otro lado, aunque sé que no se pierde detalle. Y cada vez que me ve, noto cómo la tensión crece, cómo el aire se espesa un poco más entre nosotros.
Hace unos días, mientras trabajaba en un proyecto que me traía loco, pasó algo curioso.
Serían las dos de la madrugada. Estaba concentrado, con música suave de fondo, cuando escuché su voz desde el patio.
—¿Tú no duermes nunca? —me dijo a través del ventanal del salón, que da al interior.
Ella estaba allí, en bata, el pelo suelto, con ese brillo en la mirada de quien no tiene sueño, pero sí ganas de conversación.
Le respondí algo sin pensar, y al hacerlo noté que el botón del pantalón corto estaba abierto. No me había dado cuenta. Ella sí.
Hubo un silencio raro. No incómodo, pero sí denso.
Se quedó quieta, mirándome con una expresión difícil de leer, entre curiosa y divertida. Luego sonrió apenas y dijo:
—Deberías tener más cuidado con las corrientes de aire. Te puedes resfriar sin camiseta y con todo abierto.
Y se fue. Así, sin más.
En Sevilla, en septiembre, hace veinte grados por la noche. Difícil resfriarse.
Desde entonces, cada vez que salgo al patio, noto que me observa. A veces finge tender una toalla que ya estaba seca, o dar de beber a las plantas que no necesitan agua. Yo hago como que no me doy cuenta, pero ambos sabemos que sí.
Hay algo en esa rutina que se ha vuelto adictiva: la espera, la mirada, el juego silencioso que no termina de empezar.
Da igual la hora. Si salgo a fumar, tarde o temprano, la puerta del 4B se abre. A veces solo hablamos del tiempo o de los niños, otras ni siquiera eso. Pero el ambiente siempre tiene esa electricidad leve, esa sensación de que algo podría pasar si alguno de los dos diera un paso de más.
				
			Ahora está todo reformado, con luces nuevas y ascensor moderno, pero sigue teniendo esa atmósfera de lugar donde el tiempo pasa más lento. En el centro hay un patio grande, abierto, donde se escuchan las conversaciones, las risas, las discusiones y, a veces, cosas que uno no debería escuchar.
Ahí suelo salir a fumar. Es mi rincón para pensar, desconectar del trabajo o simplemente mirar las luces que dejan los vecinos encendidas a deshora.
Y casi siempre, cuando estoy allí, aparece ella.
Mi vecina. Rubia, cuarenta y pocos, divorciada, tres hijos. Siempre va bien arreglada, incluso para tirar la basura. Tiene ese aire tranquilo y seguro que solo dan los años y las cicatrices bien asumidas.
Y yo… bueno, siempre he tenido debilidad por las mujeres mayores que yo. Desde que tengo memoria, las chicas de mi edad me parecen demasiado predecibles.
Lo descubrí en la universidad. Fue con una profesora, después de una tutoría que se alargó demasiado. No fue nada planificado; simplemente entendí lo que me atraía: esa mezcla de inteligencia, seguridad y esa manera de mirar que no pide permiso.
Más tarde, con la madre de mi mejor amigo, fue la confirmación. No fue algo de una noche, sino una especie de complicidad silenciosa que me marcó. Desde entonces, no busco cuerpos jóvenes, sino miradas que digan “ya he vivido, pero todavía tengo hambre de vida”.
Y mi vecina tiene exactamente esa mirada.
Cada vez que me escucha encender el mechero, tarda poco en salir al patio. A veces con el pretexto de revisar la ropa tendida, otras simplemente a tomar aire. Pero sé que me escucha antes de abrir la puerta.
Es como un pequeño ritual: el sonido de sus sandalias en el suelo, el golpe suave de la puerta al cerrarse, y luego su voz, siempre con ese tono entre natural y calculado.
No sé si me busca o si el destino se divierte con nosotros, pero cada vez que salgo, acaba apareciendo. Y siempre se detiene.
Si estoy sin camiseta, me lanza una mirada rápida, de esas que parecen inocentes pero no lo son. Si estoy en ropa cómoda de andar por casa, finge mirar hacia otro lado, aunque sé que no se pierde detalle. Y cada vez que me ve, noto cómo la tensión crece, cómo el aire se espesa un poco más entre nosotros.
Hace unos días, mientras trabajaba en un proyecto que me traía loco, pasó algo curioso.
Serían las dos de la madrugada. Estaba concentrado, con música suave de fondo, cuando escuché su voz desde el patio.
—¿Tú no duermes nunca? —me dijo a través del ventanal del salón, que da al interior.
Ella estaba allí, en bata, el pelo suelto, con ese brillo en la mirada de quien no tiene sueño, pero sí ganas de conversación.
Le respondí algo sin pensar, y al hacerlo noté que el botón del pantalón corto estaba abierto. No me había dado cuenta. Ella sí.
Hubo un silencio raro. No incómodo, pero sí denso.
Se quedó quieta, mirándome con una expresión difícil de leer, entre curiosa y divertida. Luego sonrió apenas y dijo:
—Deberías tener más cuidado con las corrientes de aire. Te puedes resfriar sin camiseta y con todo abierto.
Y se fue. Así, sin más.
En Sevilla, en septiembre, hace veinte grados por la noche. Difícil resfriarse.
Desde entonces, cada vez que salgo al patio, noto que me observa. A veces finge tender una toalla que ya estaba seca, o dar de beber a las plantas que no necesitan agua. Yo hago como que no me doy cuenta, pero ambos sabemos que sí.
Hay algo en esa rutina que se ha vuelto adictiva: la espera, la mirada, el juego silencioso que no termina de empezar.
Da igual la hora. Si salgo a fumar, tarde o temprano, la puerta del 4B se abre. A veces solo hablamos del tiempo o de los niños, otras ni siquiera eso. Pero el ambiente siempre tiene esa electricidad leve, esa sensación de que algo podría pasar si alguno de los dos diera un paso de más.
 
	 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		 
 
		