Crónicas de un fetichista

Drukpa Kunley

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2 Sep 2024
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Episodio 1: Inocencia​


No estaba seguro de que fuera a venir. Dudaba incluso de su misma existencia. Era demasiado perfecta para ser real, diferente a cualquier otra chica de la web, tanto por el contenido que publicaba como por su manera de interactuar. Para empezar no había una sola de sus fotos que pudiera calificarse como explícita, no al menos en los términos esperables de una web pornográfica. Ni siquiera había una foto en lencería o ropa interior. Todo su contenido entraba en lo que podríamos llamar “decente”. Aun así obtenía mucha más atención del público masculino que la que recibían otras chicas publicando primeros planos de sus vulvas en plena excitación. Y quizá fuera precisamente esa la razón de su éxito, que no mostraba ningún interés por representar el papel de guarra, al contrario, hacía gala de un aura de pureza e inocencia casi virginal. Para colmo era joven y poseía, oculto bajo esos decentes vestidos que nunca se quitaba, un cuerpo que todos intuíamos hermoso, de piel suave y pechos turgentes. No es de extrañar que provocara la envidia y el encono de todas esas viejas decrépitas que, en su desesperado intento por atraer aún el deseo de los hombres, se exhiben de las formas más impúdicas, sin cuidarse siquiera de disimular sus almorranas.

Por otro lado, llamaba la atención la forma en que interactuaba con sus seguidores. Nunca respondía a los comentarios, tan solo reaccionaba con algún “me gusta” (rara vez con algún “me encanta”) a aquellos que le agradaban, e ignoraba por completo los que caían en la vulgaridad, el mal gusto o la simpleza. Era curioso observar como desde sus primeras publicaciones el tono de los comentarios se había ido elevando y, poco a poco, se había abandonado la ordinariez propia de la mayoría de hilos, donde tanto abundaban las faltas de ortografía, las fotos de bragas usadas y los culos con hemorroides.

Había surgido incluso una suerte de rivalidad entre sus seguidores, que competíamos, echando mano de todo nuestro ingenio, por obtener ese preciado “me encanta”. Abandonando mi natural modestia, puedo presumir de ser el único en haber sido laureado en tres ocasiones con esa etiqueta. Eso fue sin duda lo que me animó a escribirle por privado. No tenía muchas esperanzas de que me respondiera, viendo lo poco comunicativa que era en el foro. Para mi sorpresa no solo lo hizo, sino que se mostró mucho más receptiva de lo que yo esperaba. La conversación fluyó de la forma más natural y, desde el primer momento en que lo propuse, ella se mostró partidaria de encontrarnos en persona.

Creo que, desde que acordamos la cita, un exceso de entusiasmo me había impedido analizar racionalmente la situación. Solo ahora que se acercaba la hora y esperaba a que llamara a la puerta de mi apartamento, me paré a pensarlo y me di cuenta de que aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué iba a aceptar una chica de 18 años verse con un completo desconocido en su apartamento, por mucho que las intenciones fueran, en un principio, no sexuales? Había dado por hecho que era su juvenil inocencia la que había posibilitado ese encuentro, pero lo cierto es que el único inocente allí era yo.

Ding-dong.

No. No puede ser. No puede ser ella, me dije. No puede ser porque esa chica no existe, es un perfil falso, y quien quiera que esté detrás de él sabe mi dirección y se encuentra ahora mismo en el umbral de mi apartamento Dios sabe con qué intenciones.
Me quedé parado, en silencio, sin atreverme a dar un paso.

Ding-dong.

Quizá estoy exagerando. ¿Por qué no iba a ser real? Cosas más raras se han visto. No, no es posible. ¿Una chica de 18 años, joven y hermosa, dispuesta a encontrarse así de buenas a primeras con un desconocido que le dobla la edad? No, no puede ser.

Ding-dong.

¿Pero y si de verdad es ella? ¿Y si es real? Un cuerpo joven, de pechos firmes, con muslos de piel suave y sin estrías… ¡que probablemente no ha visto un bote de Hemoal en su vida! Presa de un impulso avancé dispuesto a resolver de una vez el enigma y ver quién se ocultaba al otro lado de la puerta. Ni siquiera se me ocurrió mirar antes por la mirilla. Abrí directamente, ansioso por salir de aquella incertidumbre.

-¡Hola! -exclamó una voz cuando abrí la puerta.

Me quedé boquiabierto. No podía dar crédito a lo que veía. Allí estaba, era ella, sin duda. No había visto nunca antes su cara, pero reconocí enseguida su cabello rubio y su inconfundible piel de nácar, aunque solo quedaran al descubierto su rostro y sus manos, pues el resto de su cuerpo iba tapado bajo una larga gabardina marrón. Era aún más guapa de lo que me imaginaba: nariz fina, labios carnosos y ojos verde esmeralda. Pasaron algunos segundos, hasta que ella, notando mi estupefacción, añadió con voz suave e indecisa:

-¿Puedo... pasar?

-Sí, sí, sí… Pasa. Por aquí.

La guie por el pasillo hasta “mi estudio”, esa habitación que me había encargado de organizar ese mismo día dándole cierto aire de profesionalidad, a pesar de que ya le había aclarado en nuestras conversaciones que yo solo era un fotógrafo aficionado.

-Mi estudio -dije abriéndole la puerta-. Ponte cómoda.

Dudó un instante con la mano sobre el nudo de la gabardina, hasta que finalmente lo deshizo y dejó al descubierto su outfit: zapatos de tacón y medias negras, minifalda de cuero del mismo color y una ceñida camiseta blanca; el más sexy de todos los que había lucido en la web, el que más reacciones había provocado entre el público masculino, y más envidia entre las usuarias de ungüento hemorroidal.

Se quedó un momento con la gabardina en la mano sin saber qué hacer con ella.

-Trae -dije, y la coloqué sobre el reposabrazos del viejo sofá de terciopelo rojo que presidía la habitación.

-Estás nerviosa, ¿no?

-Un poco.

-¿Por qué no te sientas en el sofá? Estarás más cómoda. Voy a buscar algo de beber.

Fui a la cocina, agarré la cubitera, dos vasos y una botella de Martini blanco. Cuando volví a la habitación la encontré sentada en el sofá con las piernas cruzadas, el codo apoyado en el reposabrazos y la cabeza ladeada, observando con la mano en el mentón y gesto pensativo mi extensa colección de literatura erótica.

-No te muevas -le dije.

-¿Qué?

-No te muevas, por favor.

Dejé los vasos y la bebida sobre la pequeña mesa de vidrio que había delante del sofá y me acerqué al escritorio para coger mi cámara. Consideré en un segundo los posibles ángulos y, finalmente, me arrodillé frente a ella.

-No te muevas -repetí, ajustando el objetivo. Y disparé (¡clic!). Ella sonrió-. Oh, sí, sonríe (¡clic!). Así me gusta (¡clic!). Preciosa (¡clic!). Mírame (¡clic!). Muérdete el dedo (¡clic!). ¿Te da vergüenza? (¡clic!). Eso está bien (¡clic!). Agacha la mirada (¡clic!). Tápate la cara con las manos (¡clic!). Perfecto (¡clic!).

Bajé por fin la cámara y me tomé un tiempo para revisar las fotos en la pantalla digital.

-Eres muy fotogénica.

-Gracias.

-Creo que vamos a sacar un buen material.

Puse hielo en los vasos, serví dos martinis y le ofrecí uno.

-¡Salud! -dije chocando las copas.

Ella sostuvo el vaso con las dos manos y le dio varios sorbos mientras yo la observaba detenidamente. Llevaba rímel para realzar las pestañas y algo de brillo en los labios. Nada más. Me agradó descubrir que no era una de esas chicas obsesionadas con el maquillaje. La verdad es que tampoco lo necesitaba. Era realmente hermosa. Tenía todos los requisitos que hubieran hecho de ella la musa ideal de un poeta renacentista. Todavía no era capaz de entender por qué había aceptado mi invitación.

-¿Por qué haces esto? -inquirí.

Ella se encogió de hombros con indiferencia, como si realmente la pregunta no tuviera la más mínima importancia.

-¿No te da miedo quedar a solas con un desconocido?

Dio un sorbo a la copa y encogiendo de nuevo los hombros respondió:

-Me fío de ti.

-Pero tú no me conoces de nada. Podría ser alguien peligroso.

-Tú no eres peligroso -dijo riendo. La idea parecía hacerle gracia.

-¿Cómo puedes saberlo?

-No sé -respondió encogiéndose otra vez de hombros-. Intuición.

No podría creer que fuera de verdad tan inocente como para confiar así en un completo desconocido. Pero debía admitir que tenía razón, nunca se me pasaría por la cabeza hacerle daño, todo lo contrario, haría lo que fuera por protegerla de quien lo intentara.

Le hice varias preguntas más, pero no logré averiguar mucho, sus respuestas eran demasiado escuetas y evasivas, no sé si por timidez o por celo a preservar su intimidad. Ni siquiera me dijo su nombre real, y por petición suya tampoco haré referencia a su nick en la web.

Después de un par de copas de Martini y algunas risas, le sugerí seguir con la sesión de fotos, aprovechando que estaba más relajada. El alcohol parecía haberle hecho efecto y la timidez que había mostrado en las primeras tomas daba paso ahora a una actitud mucho más desinhibida. No hacía falta que le diera indicaciones, ella misma se movía, cambiaba de postura y ensayaba poses que se iban acercando cada vez más al terreno de lo provocativo.

En un momento determinado levantó una rodilla para apoyar el pie en el sofá y dejó ligeramente a la vista su ropa interior. Ignoro si fue algo deliberado o un mero descuido. De cualquier modo el tono de las fotos ya había ido más allá del habitual en sus publicaciones en la web, y ese fugaz vistazo de su lencería negra parecía indicar que la cosa iría aún más lejos. Claro que yo en ese momento no me imaginaba que pudiera llegar hasta donde finalmente llegó.
[Continuara...]​
 

Episodio 1: Inocencia​


No estaba seguro de que fuera a venir. Dudaba incluso de su misma existencia. Era demasiado perfecta para ser real, diferente a cualquier otra chica de la web, tanto por el contenido que publicaba como por su manera de interactuar. Para empezar no había una sola de sus fotos que pudiera calificarse como explícita, no al menos en los términos esperables de una web pornográfica. Ni siquiera había una foto en lencería o ropa interior. Todo su contenido entraba en lo que podríamos llamar “decente”. Aun así obtenía mucha más atención del público masculino que la que recibían otras chicas publicando primeros planos de sus vulvas en plena excitación. Y quizá fuera precisamente esa la razón de su éxito, que no mostraba ningún interés por representar el papel de guarra, al contrario, hacía gala de un aura de pureza e inocencia casi virginal. Para colmo era joven y poseía, oculto bajo esos decentes vestidos que nunca se quitaba, un cuerpo que todos intuíamos hermoso, de piel suave y pechos turgentes. No es de extrañar que provocara la envidia y el encono de todas esas viejas decrépitas que, en su desesperado intento por atraer aún el deseo de los hombres, se exhiben de las formas más impúdicas, sin cuidarse siquiera de disimular sus almorranas.

Por otro lado, llamaba la atención la forma en que interactuaba con sus seguidores. Nunca respondía a los comentarios, tan solo reaccionaba con algún “me gusta” (rara vez con algún “me encanta”) a aquellos que le agradaban, e ignoraba por completo los que caían en la vulgaridad, el mal gusto o la simpleza. Era curioso observar como desde sus primeras publicaciones el tono de los comentarios se había ido elevando y, poco a poco, se había abandonado la ordinariez propia de la mayoría de hilos, donde tanto abundaban las faltas de ortografía, las fotos de bragas usadas y los culos con hemorroides.

Había surgido incluso una suerte de rivalidad entre sus seguidores, que competíamos, echando mano de todo nuestro ingenio, por obtener ese preciado “me encanta”. Abandonando mi natural modestia, puedo presumir de ser el único en haber sido laureado en tres ocasiones con esa etiqueta. Eso fue sin duda lo que me animó a escribirle por privado. No tenía muchas esperanzas de que me respondiera, viendo lo poco comunicativa que era en el foro. Para mi sorpresa no solo lo hizo, sino que se mostró mucho más receptiva de lo que yo esperaba. La conversación fluyó de la forma más natural y, desde el primer momento en que lo propuse, ella se mostró partidaria de encontrarnos en persona.

Creo que, desde que acordamos la cita, un exceso de entusiasmo me había impedido analizar racionalmente la situación. Solo ahora que se acercaba la hora y esperaba a que llamara a la puerta de mi apartamento, me paré a pensarlo y me di cuenta de que aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué iba a aceptar una chica de 18 años verse con un completo desconocido en su apartamento, por mucho que las intenciones fueran, en un principio, no sexuales? Había dado por hecho que era su juvenil inocencia la que había posibilitado ese encuentro, pero lo cierto es que el único inocente allí era yo.

Ding-dong.

No. No puede ser. No puede ser ella, me dije. No puede ser porque esa chica no existe, es un perfil falso, y quien quiera que esté detrás de él sabe mi dirección y se encuentra ahora mismo en el umbral de mi apartamento Dios sabe con qué intenciones.
Me quedé parado, en silencio, sin atreverme a dar un paso.

Ding-dong.

Quizá estoy exagerando. ¿Por qué no iba a ser real? Cosas más raras se han visto. No, no es posible. ¿Una chica de 18 años, joven y hermosa, dispuesta a encontrarse así de buenas a primeras con un desconocido que le dobla la edad? No, no puede ser.

Ding-dong.

¿Pero y si de verdad es ella? ¿Y si es real? Un cuerpo joven, de pechos firmes, con muslos de piel suave y sin estrías… ¡que probablemente no ha visto un bote de Hemoal en su vida! Presa de un impulso avancé dispuesto a resolver de una vez el enigma y ver quién se ocultaba al otro lado de la puerta. Ni siquiera se me ocurrió mirar antes por la mirilla. Abrí directamente, ansioso por salir de aquella incertidumbre.

-¡Hola! -exclamó una voz cuando abrí la puerta.

Me quedé boquiabierto. No podía dar crédito a lo que veía. Allí estaba, era ella, sin duda. No había visto nunca antes su cara, pero reconocí enseguida su cabello rubio y su inconfundible piel de nácar, aunque solo quedaran al descubierto su rostro y sus manos, pues el resto de su cuerpo iba tapado bajo una larga gabardina marrón. Era aún más guapa de lo que me imaginaba: nariz fina, labios carnosos y ojos verde esmeralda. Pasaron algunos segundos, hasta que ella, notando mi estupefacción, añadió con voz suave e indecisa:

-¿Puedo... pasar?

-Sí, sí, sí… Pasa. Por aquí.

La guie por el pasillo hasta “mi estudio”, esa habitación que me había encargado de organizar ese mismo día dándole cierto aire de profesionalidad, a pesar de que ya le había aclarado en nuestras conversaciones que yo solo era un fotógrafo aficionado.

-Mi estudio -dije abriéndole la puerta-. Ponte cómoda.

Dudó un instante con la mano sobre el nudo de la gabardina, hasta que finalmente lo deshizo y dejó al descubierto su outfit: zapatos de tacón y medias negras, minifalda de cuero del mismo color y una ceñida camiseta blanca; el más sexy de todos los que había lucido en la web, el que más reacciones había provocado entre el público masculino, y más envidia entre las usuarias de ungüento hemorroidal.

Se quedó un momento con la gabardina en la mano sin saber qué hacer con ella.

-Trae -dije, y la coloqué sobre el reposabrazos del viejo sofá de terciopelo rojo que presidía la habitación.

-Estás nerviosa, ¿no?

-Un poco.

-¿Por qué no te sientas en el sofá? Estarás más cómoda. Voy a buscar algo de beber.

Fui a la cocina, agarré la cubitera, dos vasos y una botella de Martini blanco. Cuando volví a la habitación la encontré sentada en el sofá con las piernas cruzadas, el codo apoyado en el reposabrazos y la cabeza ladeada, observando con la mano en el mentón y gesto pensativo mi extensa colección de literatura erótica.

-No te muevas -le dije.

-¿Qué?

-No te muevas, por favor.

Dejé los vasos y la bebida sobre la pequeña mesa de vidrio que había delante del sofá y me acerqué al escritorio para coger mi cámara. Consideré en un segundo los posibles ángulos y, finalmente, me arrodillé frente a ella.

-No te muevas -repetí, ajustando el objetivo. Y disparé (¡clic!). Ella sonrió-. Oh, sí, sonríe (¡clic!). Así me gusta (¡clic!). Preciosa (¡clic!). Mírame (¡clic!). Muérdete el dedo (¡clic!). ¿Te da vergüenza? (¡clic!). Eso está bien (¡clic!). Agacha la mirada (¡clic!). Tápate la cara con las manos (¡clic!). Perfecto (¡clic!).

Bajé por fin la cámara y me tomé un tiempo para revisar las fotos en la pantalla digital.

-Eres muy fotogénica.

-Gracias.

-Creo que vamos a sacar un buen material.

Puse hielo en los vasos, serví dos martinis y le ofrecí uno.

-¡Salud! -dije chocando las copas.

Ella sostuvo el vaso con las dos manos y le dio varios sorbos mientras yo la observaba detenidamente. Llevaba rímel para realzar las pestañas y algo de brillo en los labios. Nada más. Me agradó descubrir que no era una de esas chicas obsesionadas con el maquillaje. La verdad es que tampoco lo necesitaba. Era realmente hermosa. Tenía todos los requisitos que hubieran hecho de ella la musa ideal de un poeta renacentista. Todavía no era capaz de entender por qué había aceptado mi invitación.

-¿Por qué haces esto? -inquirí.

Ella se encogió de hombros con indiferencia, como si realmente la pregunta no tuviera la más mínima importancia.

-¿No te da miedo quedar a solas con un desconocido?

Dio un sorbo a la copa y encogiendo de nuevo los hombros respondió:

-Me fío de ti.

-Pero tú no me conoces de nada. Podría ser alguien peligroso.

-Tú no eres peligroso -dijo riendo. La idea parecía hacerle gracia.

-¿Cómo puedes saberlo?

-No sé -respondió encogiéndose otra vez de hombros-. Intuición.

No podría creer que fuera de verdad tan inocente como para confiar así en un completo desconocido. Pero debía admitir que tenía razón, nunca se me pasaría por la cabeza hacerle daño, todo lo contrario, haría lo que fuera por protegerla de quien lo intentara.

Le hice varias preguntas más, pero no logré averiguar mucho, sus respuestas eran demasiado escuetas y evasivas, no sé si por timidez o por celo a preservar su intimidad. Ni siquiera me dijo su nombre real, y por petición suya tampoco haré referencia a su nick en la web.

Después de un par de copas de Martini y algunas risas, le sugerí seguir con la sesión de fotos, aprovechando que estaba más relajada. El alcohol parecía haberle hecho efecto y la timidez que había mostrado en las primeras tomas daba paso ahora a una actitud mucho más desinhibida. No hacía falta que le diera indicaciones, ella misma se movía, cambiaba de postura y ensayaba poses que se iban acercando cada vez más al terreno de lo provocativo.

En un momento determinado levantó una rodilla para apoyar el pie en el sofá y dejó ligeramente a la vista su ropa interior. Ignoro si fue algo deliberado o un mero descuido. De cualquier modo el tono de las fotos ya había ido más allá del habitual en sus publicaciones en la web, y ese fugaz vistazo de su lencería negra parecía indicar que la cosa iría aún más lejos. Claro que yo en ese momento no me imaginaba que pudiera llegar hasta donde finalmente llegó.
[Continuara...]​

Episodio 2: Braguitas de encaje​

Intuí, por esa leve sonrisa que se dibujó en sus labios, que percibió mi furtiva mirada a su entrepierna. Poco después el “descuido” se repitió, pero esta vez no quedaba duda de que era intencionado.

—Uy —dijo tapándose con las manos, como si de verdad no se hubiera dado cuenta.

—Bonita lencería.

Ella sonrió y desvió la mirada en un aparente signo de vergüenza.

—¿Puedo tomar otra copa?

—Claro.

Renové el hielo y serví otro par de martinis. Ella sostuvo de nuevo el vaso con las dos manos y le fue dando pequeños sorbos sin apartar de mí la mirada. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa. Y nos quedamos un rato así, observándonos; ella con la mirada clavada en mis ojos, yo sin perder de vista sus labios, que reposaban en el borde de la copa, húmedos y carnosos como una fruta madura bajo el rocío de la mañana.

—¿Quieres verla?

—¿Qué? —respondí confundido.

—Mi lencería —dijo, y se quedó esperando mi reacción, con los labios apoyados de nuevo en el borde de la copa y esa mirada de aparente inocencia que uno no podía determinar si era real o fingida.

La propuesta espoleó de tal modo mi deseo que tuve que tomarme un segundo para respirar hondo antes de responder.

—Me encantaría.

Ella apuró la copa de un trago y se puso de pie. Lentamente y con un gesto cuidadosamente medido, fue alzando poco a poco su falda hasta dejar al descubierto, primero, el borde de las medias, luego, la tersa blancura de sus muslos y, por fin, el codiciado objeto de mis miradas furtivas. Al tiempo que ella se subía la falda, yo había ido agachándome hasta colocarme de rodillas frente a ella, con su ingle a un palmo de mi cara, para poder disfrutar mejor la privilegiada vista de su ropa interior. Era una braguita de encaje negra con lacitos rojos. Bajo la tela, casi transparente, podía entreverse el claro vello de su pubis.

—¿Te gustan? —preguntó. Alcé la vista para responderle. Ella me observaba, la mano izquierda sujetando la falda, la derecha a la altura de su barbilla, con el dedo índice apoyado en el labio inferior de su boca entreabierta.

—Sí, debo reconocer que tienes buen gusto.

—Son mis preferidas —dijo, y después de unos segundos de pausa añadió—. ¿Quieres ver la parte de atrás?

Como si se tratara de una pregunta retórica, se dio la vuelta sin esperar mi respuesta y comenzó a subirse la falda con el mismo cuidado que había puesto para mostrarme la parte delantera. La falda, que era un poco ceñida, hizo presión en las nalgas al subir y estas temblaron como un apetitoso flan servido delante de un niño hambriento. Para mi fortuna, se trataba de unas braguitas tipo tanga y de ellas realmente no había mucho que ver, aparte de esa fina línea de tela negra que se perdía entre las dos nalgas más perfectas que la vida ha puesto ante mis ojos. Creo que no hará falta mencionar que para ese momento me encontraba ya lo suficientemente excitado como para que no me resultara fácil mantener la compostura. Sí, yo también, como vosotros si hubierais estado en mi lugar, sentí la tentación de gritar a pleno pulmón: “¡¡¡MMMMMMAAAAAADRE MÍA QUÉ CULOOOOO!!!”, y de agarrar una nalga con cada mano, y hundir la cara entre ellas y olisquearlo como un perro en celo. Por suerte, tantas horas invertidas en la lectura de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio han dejado en mí un poso estoico que me impele a dominar mis pasiones. Así que me contuve, tragué saliva y me sobrepuse a mi turbación.

—Te quedan muy bien —comenté—. Deberíamos hacer una sesión de fotos en ropa interior.

Colocó de nuevo la falda en su sitio y se dio la vuelta. Cruzó las manos a su espalda, agachó la cabeza y se quedó mirando su pie derecho mientras daba golpecitos a la pata de la mesa. De repente tuve la sensación de encontrarme enfrente de una niña que estuviera a punto de hacerme una confesión con la que temiera decepcionarme.

—Es que… me da vergüenza —dijo al fin, bajando la mirada con gesto cohibido; y su inocencia parecía tan real que no supe si lo que tenía delante era una actriz cojonuda o una completa lunática.

—Eso tiene fácil solución -dije sirviéndole el poco martini que quedaba en la botella—. Toma, bebe.

Ella, como si quisiera demostrarme que era una niña buena y obediente, se lo bebió todo de un trago y me devolvió el vaso vacío.

—Buena chica —dije, a lo que ella sonrió complacida. Luego se dio la vuelta despacio y señaló la parte trasera de su falda, solicitando con un gesto mi ayuda; ayuda completamente innecesaria, pues la cremallera estaba en un lateral y quedaba perfectamente a su alcance. Igualmente, se la bajé y ella, acompañándose de un movimiento de cadera, hizo caer la prenda al suelo, dejando de nuevo al descubierto esas bonitas nalgas que habían estado a punto de poner en jaque mi inquebrantable moral estoica.

Todavía de espaldas a mí, cruzó los brazos por delante del cuerpo y tiró hacia arriba de la camiseta, que se desprendió de su torso como la piel vieja de un lagarto. Medias, sostén y braguitas negros y a juego ofrecían un bonito contraste con el tono pálido de su piel.

Cogí la cámara y le pedí que se diera la vuelta para tomarle algunas fotos de frente. Se giró con los brazos cruzados tapando el pecho, la cabeza gacha y cierto rubor en las mejillas. Disparé desde varios ángulos y, a cada clic de la cámara, ella se iba despojando un poco más de la vergüenza. Por fin deshizo el nudo de los brazos y pude admirar, aunque ocultos aún por el sostén, sus juveniles pechos. Eran más bien pequeños, pero de justas proporciones y coronados por dos hermosos pezones rosados, que se trasparentaban bajo la ligera tela que los cubría.

Parecía que la última copa de martini había hecho definitivamente su efecto, porque mi improvisada modelo, desinhibida ya del todo, ensayaba posturas que nunca se le hubieran ocurrido a la niña inocente que acababa de confesarme su pudor hacía solo un momento. Me pregunté de nuevo qué clase de trastorno mental era el que aquejaba a esta chica, o en qué escuela de arte dramático habría estudiado, porque esos cambios tan drásticos de personaje no parecían normales.

En cierto momento en que se encontraba posando de espaldas a mí, me acerqué a ella y, con la excusa de darle indicaciones sobre cómo colocarse, le puse la mano en la cintura. El tibio y delicado tacto de su piel y el perfumado aroma de su pelo, que casi rozaba mi cara, espolearon de tal forma mi deseo que enseguida imaginé mi mano deslizándose lentamente hacia el interior de sus braguitas y mis dedos enredándose en el aterciopelado vello de su pubis. Mi mano hizo amago de moverse y mis dedos anticipaban ya el tacto húmedo y caliente de su sexo, cuando una intuición me dijo que no, que no lo hiciera, que las cosas debían ir más despacio. Así que eché mano de todo mi estoicismo y me contuve. Aparté la mano de su cintura, di un paso atrás y me limité a tomarle fotos.

No le di ninguna indicación, dejé que se moviera y cambiara de postura a su gusto. Después de regalarme unos deliciosos primeros planos de su trasero, se dio la vuelta y se tumbó bocarriba en el sofá. Cerró los ojos y empezó a tocarse. Al principio fueron meras caricias; recorría con la mano sus muslos, su vientre, sus pechos… Luego lo fue acompañando con movimientos de pelvis, cada vez más intensos, hasta que acabó con una mano metida en las bragas y estrujando con la otra sus tetas.

Habíamos acordado una sesión de fotos, no habíamos hablado nada sobre vídeos. Pero decidme vosotros si en tales circunstancias y con una cámara en la mano, hubierais podido resistir la tentación de pulsar el botón de REC. Yo no pude. Debo admitir que ahí me falló el espíritu estoico. En el mismo momento en que se metió la mano en las bragas pulsé el botón y no dejé de grabar hasta el final apoteósico, 4 minutos y 21 segundos después. Final apoteósico: tetas fuera del sostén, cara roja y sudorosa, bragas a la altura de las rodillas, ella frotándose frenética el clítoris entre gemidos de placer y su precioso coñito rosado empapando por completo mi sofá.

Después del orgasmo se quedó todavía un rato tumbada, temblando aun con los ojos cerrados. Cuando los abrió por fin y me vio, pareció acordarse de repente de dónde se encontraba. Enseguida se puso de pie, se vistió, cogió sus cosas y se fue. Corrí tras ella por el pasillo y le grité: “espera”. Se paró en seco, justo en el umbral de la puerta, y después de unos segundos, se dio la vuelta. Parecía haber recuperado otra vez su expresión inocente. Me sonrió. Le sonreí. Entonces, miró a los lados para asegurarse de que no hubiera nadie e hizo algo con lo que acabó por completo de cautivarme: se metió las manos en la falda, se quitó las bragas, las puso en mi mano, me dio un beso en la mejilla y se marchó.

Sostuve aquella prenda íntima en la palma de mi mano y la observé fascinado, como el que se descubre de repente poseedor de un preciado tesoro. Entonces sí, dominado por un impulso que ni el mismísimo Epicteto hubiera sido capaz de resistir, me bajé los pantalones y, allí mismo, con la puerta abierta, me la machaqué oliendo sus bragas. No tardé en eyacular, con un grito animal que debió de escucharse en todo el bloque. El chorro de semen dibujó una parábola a través del pasillo y fue a estrellarse en la puerta de la vecina. Me pregunté si aquella vieja chismosa no estaría viéndome en ese mismo momento por la mirilla. Bah, me dije, si lo ha visto, ya tiene una razón más para poner al casero en mi contra y convencerlo de que me eche definitivamente del piso.

El resto de la tarde lo pasé editando las fotos. Al día siguiente entré en la web para escribir a mi preciosa modelo y decirle que las fotos estaban listas. Imaginaos cual sería mi estupor cuando descubrí que nuestros mensajes, los hilos, su mismo perfil… todo, todo había desaparecido. No quedaba rastro de ella en la web, y yo no tenía ninguna otra forma de contactarla. Me quedé sentado frente al ordenador durante una hora, completamente paralizado, y presa de una desolación de la que solo encontraba alivio momentáneo, de vez en cuando, acercando la mano a mi cara para oler una vez más sus preciosas braguitas de encaje.​

[continuará]​
 

Episodio 2: Braguitas de encaje​

Intuí, por esa leve sonrisa que se dibujó en sus labios, que percibió mi furtiva mirada a su entrepierna. Poco después el “descuido” se repitió, pero esta vez no quedaba duda de que era intencionado.

—Uy —dijo tapándose con las manos, como si de verdad no se hubiera dado cuenta.

—Bonita lencería.

Ella sonrió y desvió la mirada en un aparente signo de vergüenza.

—¿Puedo tomar otra copa?

—Claro.

Renové el hielo y serví otro par de martinis. Ella sostuvo de nuevo el vaso con las dos manos y le fue dando pequeños sorbos sin apartar de mí la mirada. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa. Y nos quedamos un rato así, observándonos; ella con la mirada clavada en mis ojos, yo sin perder de vista sus labios, que reposaban en el borde de la copa, húmedos y carnosos como una fruta madura bajo el rocío de la mañana.

—¿Quieres verla?

—¿Qué? —respondí confundido.

—Mi lencería —dijo, y se quedó esperando mi reacción, con los labios apoyados de nuevo en el borde de la copa y esa mirada de aparente inocencia que uno no podía determinar si era real o fingida.

La propuesta espoleó de tal modo mi deseo que tuve que tomarme un segundo para respirar hondo antes de responder.

—Me encantaría.

Ella apuró la copa de un trago y se puso de pie. Lentamente y con un gesto cuidadosamente medido, fue alzando poco a poco su falda hasta dejar al descubierto, primero, el borde de las medias, luego, la tersa blancura de sus muslos y, por fin, el codiciado objeto de mis miradas furtivas. Al tiempo que ella se subía la falda, yo había ido agachándome hasta colocarme de rodillas frente a ella, con su ingle a un palmo de mi cara, para poder disfrutar mejor la privilegiada vista de su ropa interior. Era una braguita de encaje negra con lacitos rojos. Bajo la tela, casi transparente, podía entreverse el claro vello de su pubis.

—¿Te gustan? —preguntó. Alcé la vista para responderle. Ella me observaba, la mano izquierda sujetando la falda, la derecha a la altura de su barbilla, con el dedo índice apoyado en el labio inferior de su boca entreabierta.

—Sí, debo reconocer que tienes buen gusto.

—Son mis preferidas —dijo, y después de unos segundos de pausa añadió—. ¿Quieres ver la parte de atrás?

Como si se tratara de una pregunta retórica, se dio la vuelta sin esperar mi respuesta y comenzó a subirse la falda con el mismo cuidado que había puesto para mostrarme la parte delantera. La falda, que era un poco ceñida, hizo presión en las nalgas al subir y estas temblaron como un apetitoso flan servido delante de un niño hambriento. Para mi fortuna, se trataba de unas braguitas tipo tanga y de ellas realmente no había mucho que ver, aparte de esa fina línea de tela negra que se perdía entre las dos nalgas más perfectas que la vida ha puesto ante mis ojos. Creo que no hará falta mencionar que para ese momento me encontraba ya lo suficientemente excitado como para que no me resultara fácil mantener la compostura. Sí, yo también, como vosotros si hubierais estado en mi lugar, sentí la tentación de gritar a pleno pulmón: “¡¡¡MMMMMMAAAAAADRE MÍA QUÉ CULOOOOO!!!”, y de agarrar una nalga con cada mano, y hundir la cara entre ellas y olisquearlo como un perro en celo. Por suerte, tantas horas invertidas en la lectura de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio han dejado en mí un poso estoico que me impele a dominar mis pasiones. Así que me contuve, tragué saliva y me sobrepuse a mi turbación.

—Te quedan muy bien —comenté—. Deberíamos hacer una sesión de fotos en ropa interior.

Colocó de nuevo la falda en su sitio y se dio la vuelta. Cruzó las manos a su espalda, agachó la cabeza y se quedó mirando su pie derecho mientras daba golpecitos a la pata de la mesa. De repente tuve la sensación de encontrarme enfrente de una niña que estuviera a punto de hacerme una confesión con la que temiera decepcionarme.

—Es que… me da vergüenza —dijo al fin, bajando la mirada con gesto cohibido; y su inocencia parecía tan real que no supe si lo que tenía delante era una actriz cojonuda o una completa lunática.

—Eso tiene fácil solución -dije sirviéndole el poco martini que quedaba en la botella—. Toma, bebe.

Ella, como si quisiera demostrarme que era una niña buena y obediente, se lo bebió todo de un trago y me devolvió el vaso vacío.

—Buena chica —dije, a lo que ella sonrió complacida. Luego se dio la vuelta despacio y señaló la parte trasera de su falda, solicitando con un gesto mi ayuda; ayuda completamente innecesaria, pues la cremallera estaba en un lateral y quedaba perfectamente a su alcance. Igualmente, se la bajé y ella, acompañándose de un movimiento de cadera, hizo caer la prenda al suelo, dejando de nuevo al descubierto esas bonitas nalgas que habían estado a punto de poner en jaque mi inquebrantable moral estoica.

Todavía de espaldas a mí, cruzó los brazos por delante del cuerpo y tiró hacia arriba de la camiseta, que se desprendió de su torso como la piel vieja de un lagarto. Medias, sostén y braguitas negros y a juego ofrecían un bonito contraste con el tono pálido de su piel.

Cogí la cámara y le pedí que se diera la vuelta para tomarle algunas fotos de frente. Se giró con los brazos cruzados tapando el pecho, la cabeza gacha y cierto rubor en las mejillas. Disparé desde varios ángulos y, a cada clic de la cámara, ella se iba despojando un poco más de la vergüenza. Por fin deshizo el nudo de los brazos y pude admirar, aunque ocultos aún por el sostén, sus juveniles pechos. Eran más bien pequeños, pero de justas proporciones y coronados por dos hermosos pezones rosados, que se trasparentaban bajo la ligera tela que los cubría.

Parecía que la última copa de martini había hecho definitivamente su efecto, porque mi improvisada modelo, desinhibida ya del todo, ensayaba posturas que nunca se le hubieran ocurrido a la niña inocente que acababa de confesarme su pudor hacía solo un momento. Me pregunté de nuevo qué clase de trastorno mental era el que aquejaba a esta chica, o en qué escuela de arte dramático habría estudiado, porque esos cambios tan drásticos de personaje no parecían normales.

En cierto momento en que se encontraba posando de espaldas a mí, me acerqué a ella y, con la excusa de darle indicaciones sobre cómo colocarse, le puse la mano en la cintura. El tibio y delicado tacto de su piel y el perfumado aroma de su pelo, que casi rozaba mi cara, espolearon de tal forma mi deseo que enseguida imaginé mi mano deslizándose lentamente hacia el interior de sus braguitas y mis dedos enredándose en el aterciopelado vello de su pubis. Mi mano hizo amago de moverse y mis dedos anticipaban ya el tacto húmedo y caliente de su sexo, cuando una intuición me dijo que no, que no lo hiciera, que las cosas debían ir más despacio. Así que eché mano de todo mi estoicismo y me contuve. Aparté la mano de su cintura, di un paso atrás y me limité a tomarle fotos.

No le di ninguna indicación, dejé que se moviera y cambiara de postura a su gusto. Después de regalarme unos deliciosos primeros planos de su trasero, se dio la vuelta y se tumbó bocarriba en el sofá. Cerró los ojos y empezó a tocarse. Al principio fueron meras caricias; recorría con la mano sus muslos, su vientre, sus pechos… Luego lo fue acompañando con movimientos de pelvis, cada vez más intensos, hasta que acabó con una mano metida en las bragas y estrujando con la otra sus tetas.

Habíamos acordado una sesión de fotos, no habíamos hablado nada sobre vídeos. Pero decidme vosotros si en tales circunstancias y con una cámara en la mano, hubierais podido resistir la tentación de pulsar el botón de REC. Yo no pude. Debo admitir que ahí me falló el espíritu estoico. En el mismo momento en que se metió la mano en las bragas pulsé el botón y no dejé de grabar hasta el final apoteósico, 4 minutos y 21 segundos después. Final apoteósico: tetas fuera del sostén, cara roja y sudorosa, bragas a la altura de las rodillas, ella frotándose frenética el clítoris entre gemidos de placer y su precioso coñito rosado empapando por completo mi sofá.

Después del orgasmo se quedó todavía un rato tumbada, temblando aun con los ojos cerrados. Cuando los abrió por fin y me vio, pareció acordarse de repente de dónde se encontraba. Enseguida se puso de pie, se vistió, cogió sus cosas y se fue. Corrí tras ella por el pasillo y le grité: “espera”. Se paró en seco, justo en el umbral de la puerta, y después de unos segundos, se dio la vuelta. Parecía haber recuperado otra vez su expresión inocente. Me sonrió. Le sonreí. Entonces, miró a los lados para asegurarse de que no hubiera nadie e hizo algo con lo que acabó por completo de cautivarme: se metió las manos en la falda, se quitó las bragas, las puso en mi mano, me dio un beso en la mejilla y se marchó.

Sostuve aquella prenda íntima en la palma de mi mano y la observé fascinado, como el que se descubre de repente poseedor de un preciado tesoro. Entonces sí, dominado por un impulso que ni el mismísimo Epicteto hubiera sido capaz de resistir, me bajé los pantalones y, allí mismo, con la puerta abierta, me la machaqué oliendo sus bragas. No tardé en eyacular, con un grito animal que debió de escucharse en todo el bloque. El chorro de semen dibujó una parábola a través del pasillo y fue a estrellarse en la puerta de la vecina. Me pregunté si aquella vieja chismosa no estaría viéndome en ese mismo momento por la mirilla. Bah, me dije, si lo ha visto, ya tiene una razón más para poner al casero en mi contra y convencerlo de que me eche definitivamente del piso.

El resto de la tarde lo pasé editando las fotos. Al día siguiente entré en la web para escribir a mi preciosa modelo y decirle que las fotos estaban listas. Imaginaos cual sería mi estupor cuando descubrí que nuestros mensajes, los hilos, su mismo perfil… todo, todo había desaparecido. No quedaba rastro de ella en la web, y yo no tenía ninguna otra forma de contactarla. Me quedé sentado frente al ordenador durante una hora, completamente paralizado, y presa de una desolación de la que solo encontraba alivio momentáneo, de vez en cuando, acercando la mano a mi cara para oler una vez más sus preciosas braguitas de encaje.​

[continuará]​

Episodio 3: ensoñación​


Había pasado una semana y no había vuelto a tener noticias de mi musa. Si no fuera porque tenía sus braguitas y las fotos como prueba, hubiera creído que todo era producto de mi imaginación y que aquel encuentro nunca se había producido. Miré por enésima vez sus fotos, y el vídeo con final apoteósico, y me arrepentí de haber adoptado el papel de mero observador, en lugar de aprovechar la oportunidad para disfrutar plenamente de aquel delicioso cuerpo adolescente. Había dado por hecho que ese era solo nuestro primer encuentro, que habría otros, y quería alargar un poco mi deseo antes de probar definitivamente aquel manjar. No se me había ocurrido pensar que aquel primer encuentro pudiera ser también el último, la primera y única oportunidad de saborear su dulce coñito. Trataba de consolarme pensando que, de todas formas, aquella chica no estaba bien de la cabeza, que debía tener algún tipo de problema mental y que quizá lo mejor para mí era que hubiera desaparecido. Pero de poco me servía pensar eso cuando veía en las fotos la redondez perfecta de sus nalgas y sus preciosas tetitas de pezones rosados.

Me pregunto por qué no puse la maldita cámara a un lado, me arrodillé delante de ella y metí la cara entre sus muslos. ¿Por qué dejé escapar la oportunidad de saborear ese delicioso coño? Mi lengua se hubiera hecho cargo del clítoris y ella hubiera tenido las dos manos libres para estrujarse a placer las tetitas o agarrarme la cabeza y apretarla contra su sexo. La hubiera cogido por los tobillos, hubiera levantado sus piernas y le hubiera lamido culo y coño sin compasión, como un perro sediento bebiendo agua de una palangana. Sé que le hubiese gustado. Se me da bien y, además, me hubiese esmerado todo lo posible en darle placer. Estoy seguro de que no hubiera tardado mucho en alcanzar el orgasmo.

Luego subiría besando su vientre, su ombligo, despacio, acariciaría sus muslos, su torso, su espalda… y con una hábil maniobra de dedos le desabrocharía el sujetador y sus pechos quedarían libres para mi disfrute. Me recrearía un rato en ellos, acariciando con mi lengua sus pezones, dándoles mordisquitos y chupándoselos hasta ponérselos duros. Mis manos subirían hasta sus axilas, y le haría cosquillas, y ella se reiría. Y entonces entrelazaría mis manos con las suyas y le extendería los brazos por encima de la cabeza, y besaría su cuello y mordería el lóbulo de su oreja. Y acercaría mis labios a los suyos, pero no la besaría todavía, haría solo el amago con los labios y luego los retiraría, amagaría otra vez, y a la tercera ya sí, la besaría, y ella reconocería enseguida en mi boca el sabor de su propio sexo. Al besarla apretaría mis manos entrelazadas a las suyas para hacerle notar mi fuerza. Luego desenlazaría mi mano derecha y con la izquierda agarraría firmemente sus dos muñecas. Ella haría un vano intento por liberarse, pero solo para comprobar que, efectivamente, soy mucho más fuerte, que me basta la fuerza de una mano para inmovilizarla y que está completamente a mi merced. Su mirada me diría que eso le gusta, que nada le pone más cachonda que sentirse dominada. Con la mano libre me agarraría el pene, duro y erecto, y lo acercaría a la abertura de su coño. Daría dos golpes con el glande, como quien llama a una puerta antes de entrar, ¡toc, toc! Ella se abriría bien de piernas invitándome a pasar. Entonces, la penetraría despacio, mirándola fijamente a los ojos. Qué delicia ver la contorsión de su rostro al entrar por primera vez dentro de ella, esa expresión que en otro contexto parecería una muestra de dolor, pero que en este solo puede ser señal de inmenso placer: la frente arrugada, la boca entreabierta y ese gemido de gozo que es incapaz de reprimir cuando mi polla termina finalmente de entrarle: ¡aaaahhhh!

Entonces, ella intentaría liberarse nuevamente, para comprobar una vez más que no puede, que está completamente a merced de ese hombre que la tiene sujeta por los brazos y la penetra a placer cada vez con más fuerza. Su pequeño cuerpo tiembla con cada embestida y ella me mira suplicante, como un reo a su torturador, pero no para decirme que pare, sino todo lo contrario, que siga, que no pare, que se muere de placer.

Suelto las manos y enseguida ella me abraza, me muerde, me araña… Sus manos aprietan mis glúteos, que se tensan y se ponen duros con el esfuerzo de mis embestidas. Estoy a punto de eyacular, pero no quiero hacerlo todavía. Decido parar para darme un respiro mientras cambio de postura. Saco la polla y, agarrándola por la cintura, la levanto en el aire y le doy la vuelta. Oh, exclama sorprendida por la facilidad con la que volteo su cuerpo. Eso le gusta, le gusta sentirse como un objeto en mis manos, que la agarre, la levante, la voltee… que le deje claro quién es el que manda. De rodillas sobre el sofá y con el rostro vuelto hacia mí, me ofrece sus nalgas abiertas. Meto la cara entre ellas y cubro con amplias lamidas toda su entrepierna, empezando en su coño, subiendo hasta su culo y volviendo a bajar. Lo repito varias veces y en la última me quedo arriba, y mirándola fijamente a los ojos, me recreo lamiendo su culo. Luego me pongo de pie, le azoto las nalgas y ya sí, por fin, la agarro por la cintura y le meto la polla. Está muy mojada y le entra sin dificultad, así que la empujo hasta dentro, toda entera. Qué delicia sentir en mi polla dura el suave roce de su coño caliente, más aún cuando va acompañado con las sonoras embestidas de mi carne contra la suya y la dulce melodía de sus gemidos. ¿Qué mayor satisfacción hay para un hombre que la de oír los gemidos de placer de una mujer a la que embistes por detrás y verla girar el rostro hacia ti para pedirte con mirada suplicante que, por favor, no pares? Ella no lo dice con palabras, pero puedo leerlo en sus ojos: “no pares, por favor, no pares”, mientras se lleva la mano a la entrepierna para frotarse el clítoris. Está a punto, me digo, tengo que aguantar. Y me concentro para mantener el ritmo, pero no sé si voy a poder aguantar sin correrme antes de que ella llegue al orgasmo. En un intento desesperado por acelerarlo, le meto un dedo en el culo. Y entonces, como quien aprieta el gatillo de una pistola, su coño hace aguas mientras ella se contorsiona entre gemidos de placer. Justo al límite, en el momento de sentir el espasmo y cuando ya no hay vuelta atrás, la saco rápido de su coño y me corro sobre ella, bañándola entera con mi semen.

Llegados a ese punto, me veo solo en el sofá, con los pantalones bajados y la camiseta manchada, y comienzo a salir de la ensoñación, con esa extrañeza que nos invade a veces al despertar, cuando no hemos acabado aún de atravesar la frontera entre el sueño y la realidad.
Necesito que me dé un poco el aire, me dije. Fui a cambiarme de ropa. Cogí el bañador, la toalla y la crema de sol y, aprovechando que hacía buen día, me fui a la playa. Antes de salir, cuando estaba metiendo las cosas en la mochila, vi por casualidad la cámara encima de la mesa y, en un acto reflejo, me la eché al hombro. Por si pillo al descuido alguna teta, me dije.​
[Continuará]​
 

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