Fue hace unos años, antes de casarme, en una noche de esas en las que no esperas nada… y acabas recordándolo para siempre.
Lo conocí en una cena de amigos, era simpático, tranquilo, con ese punto dulce que te hace confiar. No era el típico ligón, y quizá por eso me relajé más. Acabamos tomando algo a solas, y entre copa y copa, los cuerpos se fueron acercando. Yo iba caliente, te lo digo así. Y cuando subimos a su piso, ya sabía que iba a pasar.
El momento de quitarnos la ropa fue rápido, natural… hasta que lo vi. No era lo que esperaba. Era pequeño, bastante. Y en ese instante noté cómo él me miró, como esperando mi reacción. Yo no dije nada. Sonreí y le besé. Pero te juro que por dentro pensé: a ver cómo salimos de esta.
Pues salimos… increíble.
No sé si fue por las ganas de compensar, o porque tenía una manera de tocarme que me volvía loca, pero acabé con las piernas temblando. Usó su boca como nadie. Sus dedos, su lengua… y esa actitud de hacerme suya sin necesidad de tenerlo grande. Me sentí deseada, devorada, importante.
Y te digo más: no me acuerdo de su nombre, pero sí de cómo me hizo gemir con medio cuerpo dentro del armario porque no llegábamos a la cama.
Desde entonces… aprendí que el tamaño, si no es una fantasía en sí, no lo es todo.