Dos Hermanas

Hay una diferencia en este intercambio. Mientras entre mi tocayo y Rocío solo hay sexo, entre Juan y Loli da la sensación que hay algo más. Por mí, si sigue sus encuentros con Ernesto, que la deje y se vaya con Loli.
Porque ha puesto que pasó luego de su sesión con Loli, pero falta por ver qué va a pasar luego de que la señora se fuera de escapada con el tipo ese. A mí no me ha gustado nada eso.
 
"Entre uno y otro suceso transcurrió casi un año."

Que Juan hasta ahora se haya referido a uno y en nada al otro suceso, indica que tan doloroso pudo haber sido superarlo.
Es respetable, y no me referiré nuevamente a ese tema mientras no lo haga Juan.
Que bien se le ve a Juan con Loli, en realidad a ambos. Hay cariño ahí, y del bueno.
Lo de Rocío y Carlos sigue siendo sexo animal, es placer a cambio de placer. Es lo que parecen preferir ambos.
En cambio, lo de Juan y Dolores, parece ser dedicado de uno para el otro, un testimonio de lo que secretamente sienten.
Sin saber cómo ha sido últimamente el sexo entre Juan y Rocío, tiendo a creer que de Loli recibe más cariño al hacerlo.
No extraña la integridad de Juan, al contenerse en escalar sus sentimientos hacia su cuñada. Gran diferencia con su compañera.
Lo está intentando, pero las fuerzas de la naturaleza muchas veces son implacables e incontenibles.
 
El segundo de los acontecimientos narrados, su excursión con Ernesto, dañó durante un tiempo mi autoestima, haciéndome sentir dudas sobre la relación que Rocío y Ernesto pudieran haber establecido.

Tuve un mar de dudas, y creo que es normal que las tuviera, pese a que días después de su excursión madrileña, y sin que viniera a cuento, mientras acababa el desayuno y se disponía a salir hacia el trabajo, me soltó:

-Lo de Ernesto no volverá a repetirse. Ha sido sólo una vez y no habrá más.

Confieso que me sorprendió aquella declaración y que, deformación profesional la mía, puse en duda su veracidad, pues el contenido desdecía lo que había vivido Rocío aquel fin de semana -que fue satisfactorio para ella, no hay la menor duda- y por el momento en el que se formulaba tal declaración el guion parecía forzado, fuera de contexto hasta el punto de hacerme sospechar que ese mismo día tenía previsto volver a encamarse con su colega.

Hoy ya no tengo esas dudas. Estoy muy convencido de que aquella salida de fin de semana cumplió con su necesidad de equilibrar nuestra relación, llevando a cabo algo que tuviera una significación equivalente a lo sucedido entre su hermana y yo. Los elementos comunes de ambas circunstancias estaban muy claros: dos personas con una relación cercana, frecuente y mantenida en el tiempo por muchos años… dos personas capaces de atraerse, de ofrecer y recibir placer en un encuentro sexual… Una salida de las pautas normales de comportamiento dando vía libre al deseo y a la excitación… Dos personas con riesgo de implicar algo más que los genitales, la piel y los placeres en una relación.

Loli y yo habíamos infringido en varias ocasiones un código de conducta no escrito pero implícito en nuestra relación a cuatro. En alguna ocasión habíamos disfrutado algún momento de aislamiento en medio de una fiesta plural, algún momento que nos situaba fuera del contexto para gozar, los dos y nada más que los dos, de un placer sólo nuestro.

No sé si Carlos y Rocío experimentaban momentos similares, ni tampoco si eso es frecuente en situaciones como la que estamos viviendo, porque ni tengo experiencias diferentes ni lo he comentado con nadie. Puede que sea normal, que la intimidad de determinados instantes lleve a esa comunión especial que sólo se produce a dos, sin otros partícipes, pero la sensación que a mí me causó siempre, al experimentarla, era la de estar cometiendo alguna forma de adulterio.

Aquella noche de julio de hace dos años, no hay duda, Loli y yo traspasamos todos los límites posibles. Follamos sin nuestras parejas, follamos como dos amantes lo hacen, dedicándose entre ellos lo mejor de sí mismos, follamos Juan y Loli, hombre y mujer, únicos, aislados, cuidándonos el uno al otro, ofreciéndonos lo más hermoso de nosotros mismos… incluso diciéndonos -creo que no fue imaginación mía- palabras muy hermosas…

Y, como os decía, en alguna otra ocasión, sin estar a solas, hemos vuelto al peligroso terreno de los sentimientos compartidos a dos. Incluso, ella, haciendo explícito el sentimiento proyectado, quiero creer que en una asociación espontánea de placer y amor.

No hemos vuelto a conversar mi mujer y yo sobre la cuestión. Me comentó, de forma indirecta, alguna circunstancia tranquilizadora sobre la situación de Ernesto, en particular que tenía una nueva pareja con la que al parecer había comenzado a convivir en su casa.

Claro que a veces no tenía más remedio que aceptar que, si querían, lo tenían mucho más fácil que Loli y yo, porque mientras ellas siguen en su relación fraternal muy cercana, con Ernesto no volví a tener más contacto que el ocurrido en la cena navideña del profesorado, en diciembre de 2022, a la que acudimos también los cónyuges y dónde tuve ocasión de saludar al sujeto, que acudía solitario, sin pareja, según me dijo Rocío por mantener la apariencia frente a aquella banda de extremistas religiosos que regentaban el colegio y que no hubieran aceptado, de ninguna de las formas, que un profesor de sus hijas apareciera con una mujer diferente a la que ellos consideraban, para la eternidad, la legítima esposa.

En aquella ocasión observé un cambio sutil en el modo de relacionarse entre ellos. Contrariamente a lo que era habitual tiempo atrás al saludarse, no se dieron los dos besos de rigor juntando las mejillas. Lejos de ello, se sonrieron cordialmente sin ningún otro acercamiento. No soy todavía capaz de discernir si ese cambio obedece a una cierta timidez y vergüenza, por mi presencia, o a una modificación de su relación que evita el contacto físico, incluso en público.

Tampoco sería capaz de distinguir si era una pose acordada para mantenerme en un engaño, aparentando una cierta frialdad en la relación que, en privado, se transforme en fuego ardiente.

En esas circunstancias, y atendida la evolución de nuestra relación en los últimos años, lo sensato es confiar en la sinceridad de mi Rocío, que, por otra parte, no tiene motivo alguno para mentirme en estas cosas.

En última instancia, creo que más inseguridades debería tener ella, pues lo que resulta indiscutible es que ni se han acabado, ni está previsto que se acaben, los contactos sexuales entre mi cuñada y yo y que, como explicaba antes, algunos peligros subsisten.

En cambio, un factor decisivo ha contribuido a mi confianza, algo que sucedió sin querer, pero que resultó bien venido.

Es muy difícil en nuestra ciudad mantener algunos hechos sociales en secreto. Acabó por conocerse la nueva situación matrimonial de Ernesto y, especialmente, su coyunda pecaminosa, el amancebamiento que mantenía con una mujer diferente a su legítima y eterna esposa.

Llegó a oídos de la bruja madre, en las habladurías de algunas beatas hipócritas que, habiendo sido alumnas del colegio en su día, ahora torturaban a su descendencia poniéndolas bajo los designios de aquellas psicópatas de hábitos tan negros como su corazón.

El agravio inmenso, el pecado terrible de haber buscado la felicidad en los brazos de una mujer, dejando de convivir con otra que ya no le satisfacía, no podía ser tolerado por aquella santa y católica institución, pues suponía un ejemplo contrario a la doctrina verdadera de la Santa Madre Iglesia, y requería de inmediato corregimiento.

Pactaron -¿cómo no?- la forma discreta y callada de poner fin a su relación laboral, pagando por ello una indemnización razonable que compraba la paz y el silencio del profesor represaliado.

Como siempre la Iglesia, esa que protege a agresores de niños en las escuelas sin permitir su castigo, abominando de la sexualidad sana y despidiendo a los profesores que la practican.

En cualquier caso -debo reconocerlo aunque me avergüence- aquel despido me permitió respirar de nuevo confiadamente, sabiendo que el refranero, el sabio refranero español, proclama que quien quita la ocasión quita el pecado.

Sé -vuelvo a decir que nuestros círculos provincianos son pequeños y chismosos- que ha encontrado nuevo campo profesional en un pueblo no demasiado alejado de nuestra ciudad, en un colegio privado pero laico.
 
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Me ha encantado. Y perdonadme, pero lo digo claro y alto: QUE SE JODA ERNESTO. El karma le ha pegado fuerte no me da absolutamente ninguna pena.
Es más me alegro muchísimo, aunque suene perverso.
Por otra parte, me alegro que solo fuera ese encuentro. Espero que a partir de ahora Rocío sepa valorar lo que tiene, porque lo puede perder, ya que veo que Loli si lo valora.
 
Incomoda esta actitud de excesiva benevolencia que adopta Juan con respecto a lo que fue este affaire entre Rocío y Ernesto.
Vemos a la luz muchas incongruencias entre lo dicho, lo hecho y lo reflexionado.
No imagino a Juan pasando página con tal liviandad, sin haber tratado el tema con Rocío, con la profundidad y seriedad que requería.
Una posición de Juan más predominante era lo esperable en esta resolución. Eran sus dudas, sus aprensiones. Él las planteó. :unsure:
En definitiva, lo que hizo fue traspasar "al destino y la suerte", la responsabilidad de decidir sobre el curso de su matrimonio. Inverosímil.
Hermoso y a la vez peligroso lo que, de forma espontánea y furtiva, ha nacido de sus encuentros con Loli. 🤫
Ya antes sospechó Rocío de esta situación, no nos extrañe que discretamente los siga monitoreando, y tome medidas. :oops:
Leí por ahí, dónde no sé, que "el roce genera cariño". Cuanta sabiduría en esta frase.
 
Última edición:
Incomoda esta actitud de excesiva benevolencia que adopta Juan con respecto a lo que fue este affaire entre Rocío y Ernesto.
Vemos a la luz muchas incongruencias entre lo dicho, lo hecho y lo reflexionado.
No imagino a Juan pasando página con tal liviandad. Sin haber tratado el tema con Rocío, con la profundidad y seriedad que requería.
Una posición de Juan más predominante era lo esperable en esta resolución. Eran sus dudas, sus aprensiones. Él las planteó. :unsure:
En definitiva, lo que hizo fue traspasar "al destino y la suerte", la responsabilidad de decidir sobre el curso de su matrimonio. Inverosímil.
Hermoso y a la vez peligroso lo que, de forma espontánea y furtiva, ha nacido de sus encuentros con Loli. 🤫
Ya antes sospechó Rocío de esta situación, no nos extrañe que discretamente los siga monitoreando, y tome medidas. :oops:
Leí por ahí, dónde no sé, que "el roce genera cariño". Cuanta sabiduría en esta frase.
Yo no soy sospechoso y ya sabéis que a mí no me importaría que acabe con Loli, porque le valora más y hasta diría que si no amor, me da que siente algo muy fuerte por Juan, y puede que sea mutuo.
 
En última instancia, creo que más inseguridades debería tener ella, pues lo que resulta indiscutible es que ni se han acabado, ni está previsto que se acaben, los contactos sexuales entre mi cuñada y yo y que, como explicaba antes, algunos peligros subsisten.

Esta historia puede no haber terminado todavía.
 
Se hace difícil seleccionar, de estos dos años y medio en los que no he actualizado nuestro relato, las anécdotas más significativas. Y tiene uno el temor de aburrir a los lectores, exponiendo sucesos que al fin y al cabo tampoco son tan variados, pues por más que cada polvo sea único y diferente, la percepción de esa diferencia es imposible de transmitir a quien no la vive, pudiendo el narrador quedarse en mero expositor de acciones físicas, tan parecidas en cada polvo, porque en definitiva sobar, lamer, magrear, meter y sacar… por mucho que las personas o las circunstancias sean otras, acaban por parecer lo mismo.

Pero dos de las ocasiones dignas de rememorar puedo compartirlas.

Se trata, la primera, de un nuevo encuentro con Santi, el primer chico con el que tuvimos una relación a tres, hace unos años. Nuestra primera experiencia de incorporación de otra persona en nuestras relaciones sexuales.

Fue hace unos meses, en el otoño del 22.
Habían transcurrido seis meses desde su excursión -vamos a decirlo así- por Madrid con Ernesto.

Poco después del inicio del curso fui yo quien le propuso a Rocío tener un nuevo encuentro al estilo de aquellos que habíamos mantenido en algunas ocasiones, antes de nuestra nueva relación erótico familiar.

En los últimos años hemos abandonado las redes relacionales en las que habíamos efectuado los contactos con anterioridad, centrados como estábamos en el mantenimiento periódico de los encuentros sexuales con Loli y Carlos.

En alguna ocasión comentamos con los cuñados las posibilidades que podían ofrecer esas redes, pero no parecía que Carlos quisiera tener alguna experiencia de aquella clase. Recibía los comentarios con tranquilidad, no hacía comentarios negativos, pero tampoco se implicaba en las conversaciones sobre el tema, e incluso parecía querer cambiar el tema a la menor oportunidad posible.

Concluimos Rocío y yo que no era una buena idea empujar a Carlos a algo que no deseaba, y no descarto, por el contrario estoy seguro de que sucedió, que las hermanas lo hablaran y alcanzaran la misma conclusión. Creo que Loli, mucho más activa y curiosa que su marido, hubiera deseado explorar esas vías, pero también estoy convencido de que Carlos ya tiene satisfecho el morbo con tirarse a Rocío, sin que la experiencia que le propiciamos en aquella visita de Pol y Carma le despertara inquietud por ampliar el universo de sus hazañas sexuales.

Pero también reafirmamos que ambos deseábamos volver a tener alguna de aquellas experiencias anteriores, que contuvieran los factores de seducción, inquietud, novedad y, en resumen, emoción que ya no tenían los encuentros a cuatro habituales.

Yo lo deseaba, entre otras razones, para intentar deshacer el enganche que cada uno de nosotros estábamos teniendo, o creía yo que estábamos teniendo, con Loli y con Ernesto, respectivamente.

No habíamos ampliado los contactos, no habíamos explorado nuevas oportunidades, pero conservaba la dirección de correo y el número de teléfono de aquellos con los que nos habíamos acostado.

Con Santi, el primero, nos habíamos seguido escribiendo.

Había sido nuestro primero. Supongo que eso confiere un estatus especial, una situación diferente a los demás que vinieron después. Con los otros no seguíamos teniendo relación, ni tan solo epistolar.

Con Santi sí.

Además del primero, había sido muy buen tercero.

Está en una edad indefinida, alrededor de los treinta y cinco años. Es alto, sin exceso, debe hacer metro ochenta y cinco, y su cuerpo refleja el cuidado de un deportista, no de aquellos que tienen marcada la musculatura de forma especial, pero sí lo bastante tonificada por el esfuerzo. Nunca le he preguntado si hace alguna disciplina deportiva concreta, pero diría que su cuerpo es bastante parecido a los practicantes de tenis que conozco.

En nuestro anterior encuentro fue un buen amante. Delicado cuando debía serlo, potente en otros momentos, resistente, bien dotado en tamaño y dureza.

Discreto al finalizar.

Esa es una virtud que me pareció, siendo como era totalmente novato en esas prácticas, muy destacable.

Mi mujer y yo habíamos pactado un encuentro con un tercero, que jugaran a seducirse mutuamente, que pudieran admirarse y excitarse en ese juego, que ella tuviera una relación sexual completa con alguien diferente a su marido, que un sexo distinto la penetrara, que una lengua extraña la recorriera, que unas manos nuevas acariciaran todo su cuerpo, que un cuerpo joven y potente la llevara al clímax, proporcionándole tantos orgasmos como pudiera…

Pero eso no incluía afectos. No incluía la calidez del descanso tras el encuentro. No incluía la conversación reposada de voces roncas, gastadas de gemidos.

Y Santi supo cumplir a la perfección, sin necesidad de decirlo, con ese ritual perfecto del tercero que, agotadas las posibilidades sexuales, hace un mutis por el foro y deja a la pareja que siga amándose tras el sexo.

Santi seguía estando disponible. Bastaron unos cuantos mensajes para ponernos al día de todo aquello que interesaba actualizar.

Seguía interesado en estar con nosotros otra vez. Con Rocío, en realidad, aunque utilizaba un plural respetuoso que hacía más aceptable la conversación entre él y yo sobre tan escabroso tema como era el de procurar que follara con mi esposa de nuevo.

Cuando todo quedó atado, al menos entre nosotros, consulté la situación con mi mujer.

Introduje el tema sin rodeos, en un momento en el que estábamos sin tema de conversación, tomándonos un refresco a media tarde de un sábado.

-He hablado con Santi.

No respondió. Me miró con gesto interrogante, ese gesto que tan bien representa ella, elevando ligeramente una ceja.

-Con Santi, ya sabes… el chico aquél… Dijimos que volveríamos a buscar tener alguna ocasión de aquellas ¿no?

-Ah… ya… ¿pero sería repetir con él entonces?

-Bueno, me ha parecido una buena opción para reiniciar esa vía.

Dio un trago a su refresco, sin contestarme. Me pareció, por la expresión del rostro, que no le desagradaba la idea. El recuerdo debía ser bueno. Yo estuve allí y puedo afirmar que salió muy satisfecha del encuentro. Sé ahora que también influiría la materialización de su fantasía -como me había confesado- pero también sé que con fantasía o sin ella, aquelperfecto ejemplar de potentísimo semental humano la había acercado al mismísimo cielo.

-Cómo está? Hace mucho tiempo de aquello… ¿cinco años? no… seis por lo menos ¿verdad?

Hace seis años, sí. Rocío estaba en los cuarenta y dos. En esa edad en que los deseos de hacer cosas diferentes y todavía inexploradas apremia. Ahora está en los cuarenta y ocho, y su momento es de seguridad y decisión firme.

-Está bien -le digo-, parece que se conserva en forma y sigue teniendo algunas relaciones con parejas diferentes.

Seguía mirando al frente, sin responder, aunque por su expresión podía adivinar cual sería la respuesta. No obstante, haciendo uso de esa cualidad tan suya, mantenía la conversación en el campo de las preguntas. De sus preguntas y de mis respuestas.

-¿Y para cuando sería?

Esperaba la pregunta. La había imaginado desde antes de comenzar nuestra conversación. Tarde o temprano debía hacerla, y ese era mi momento para impactarla.

-Mañana.

-¿Qué? ¿mañana? ¿Y me lo dices ahora?

-Acaba de decirme esta mañana que podía ser mañana -le mentí- parece que está trabajando fuera y no tiene demasiadas oportunidades de estar cerca.

Era cierto que Santi estaba trabajando fuera, pero no que hubiera dicho nada aquella misma mañana, ni que el trabajo le impidiera tanto quedar en otras fechas. Simplemente había sido un cálculo mío… Estábamos en semana de no cena con los cuñados, la siguiente tocaba una “como las de antes” y a la siguientes era previsible que mi mujer estuviera menstruando, lo que significaba demorar hasta al menos un mes el encuentro.

-A ver, cuéntame qué has previsto.

Era el tono de quien está confirmando que acepta el evento, pero quiere supervisar los detalles por si hubiera algo que mejorar.

Estábamos en octubre, un mes tradicionalmente tranquilo en nuestra Castilla. Habíamos dedicado la mañana a pasear por la inauguración de la Feria del Libro Antiguo de nuestra ciudad, única agitación (y era escasa) que podía haber.

El encuentro anterior con Santi no había sido -Dios nos libre- en hotel de nuestra ciudad. Si se hubiera producido allí, las malas lenguas, los corrillos y los dimes y diretes provincianos hubieran dado la noticia en escasas horas. Cosas de vivir en una ciudad pequeña que los habitantes de Madrid, Sevilla, Barcelona o Valencia no han de sufrir.

En la capital autonómica se celebraba un evento cinematográfico muy importante y, aunque la proximidad de ambas ciudades podía dar como resultado indeseable que alguien conocido nos viera, la excusa de estar acudiendo a las diferentes salas de cine y comiendo o cenando con una persona de ese ambiente era suficientemente creíble como para disminuir los riesgos.

-Santi tiene dos habitaciones reservadas en un hotel. Una suite para nosotros y una normal para él.

Le dije el nombre del hotel, uno de muy buena calidad, no muy céntrico, que permitía una gran discreción.

-¿Así de fácil? ¿No estaría todo reservado por la Semana de Cine?

Su capacidad indagatoria es grande. Efectivamente, no hubiera podido ser reservada de un día para otro ninguna habitación, con los hoteles cubiertos a casi el 100 %. Pero tampoco quería decirle, para que no recelara, que al parecer Santi tenía un trato especial, por motivos profesionales, en alguna cadena hotelera.

Por mi parte, había estado curioseando en la web por las características del hotel y había comprobado que las habitaciones, y en particular la suite, y muy especialmente su inmensa cama, merecían aprobación.

-¿Y qué haremos? ¿Qué programa has previsto?

Aquí podía extenderme con tranquilidad. Con Santi habíamos programado desde la cena en adelante, todo lo anterior era de mi propia cosecha.

-Bueno… llegar hacia el mediodía… dejar las cosas que llevemos en el hotel, ir a comer, ir a alguna sala a ver alguna de las películas de la Semana… con Santi he quedado a las nueve para cenar juntos.

No respondía. Yo sabía que en ese momento estaba pensando qué vestir, qué complementos lucir, que ropa interior llevar puesta… Estaba preparando su cuerpo y su mente para disfrutar.

-¿Dónde cenaremos?

La pregunta me confirmaba que su pensamiento estaba en los pormenores de la cita. La vestimenta a lucir no es la misma en cualquier restaurante. Cada uno requiere un atuendo apropiado. Y el que había elegido y reservado Santi era de los que admiten, o casi exigen, vestido en el que ellas luzcan su mejor imagen, máxime si se tiene en cuenta que era en un momento, coincidente con un evento internacional, cargado de eso que se da en llamar estrellas del cine.

Le dije el nombre del restaurante, que conoce por haber estado allí juntos en alguna ocasión, y de nuevo no respondió, seguramente volviendo a pensar en su logística más directa de vestido y complemento

Dejamos pasar la tarde sin más comentarios, pero ella dedicó al menos una hora a seleccionar la ropa y los complementos que llevaría el día siguiente.
Supe que la había elegido cuando apareció de nuevo por el salón, con una sonrisa en los labios, una sonrisa de triunfo, de haber conseguido decidir la ropa más adecuada para estar vestida y para ser desnudada.

Y supe que se había excitado mientras lo hacía, que se había calentado lo bastante para necesitar remedio inmediato, porque sin mediar palabra se acercó, tomó mi mano con la suya y, al mismo tiempo que nos besábamos, la hizo subir entre sus piernas, por debajo de su falda, hasta rozar
su perfectamente cuidado vello y notar la humedad que rezumaba su deseable sexo.

-¿No quieres reservarte para mañana?

Reía, con su risa cantarina y casi infantil, al responderme.

-No hace falta… estaré a la altura, ya verás…
 
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Con motivo de la llegada del mes de agosto, y por coherencia con el formato del relato -que adopta el estilo de diario autobiográfico- voy a publicar de un tirón todos los capítulos que faltan hasta el final.

Creo que se entenderá muy bien por qué al leerlo entero.
 
Al día siguiente salimos a media mañana hacia la ciudad de destino. Rocío vestía con sencillez. Una falda muy de “maestra”, con zapatos de medio tacón negros, una blusa y una chaquetita de piel adecuada a la época otoñal.

Pero portaba también una de esas perchas con funda, para transportar vestidos y una maletín que más que maletín era maletón, en el que llevaba el resto de la ropa, zapatos, complementos y ves a saber qué más.

Por mi parte, unos tejanos, camisa y cazadora de tela, para el viaje, y un uniforme clásico de pantalón, camisa, americana y zapatos mocasín para la salida.

Hicimos el viaje comentando cosas de lo más común. El curso de nuestros hijos, apenas comenzado, el suyo mismo, en el colegio, con las nuevas alumnas y las monjas de siempre, las quejas de mi madre por lo poco que la visitamos, las quejas de nuestros hijos por lo mucho que deben visitar a la abuela… en fin, nada diferente a lo que cualquier matrimonio puede comentar en un viaje de algo menos de hora y media por tierras de Castilla.

Sólo una pequeña diferencia con la mayoría de parejas de nuestra edad, o de cualquier otra, que realicen ese viaje: nosotros íbamos a encontrarnos con un hombre bastante bien dotado sexualmente, no sólo en tamaño, para montar un trío.

Pudimos pasear en una mañana de domingo otoñal por la ciudad, contemplando sus parejas endomingadas, con sus niños y niñas de inmaculados atavíos, en una escena provinciana como la de nuestra propia ciudad, de visita a la iglesia a misa de doce (en la catedral si toca) y posterior aperitivo en los bares del centro.

Después de dejar el equipaje en el hotel, almorzamos y acudimos, para matar el tiempo, a una de las varias salas de cine que proyectaban películas del festival que se celebraba. Una buena forma de pasar las horas hasta el momento, la cena, en que habíamos quedado con Santi.

Pero antes tocaba llevar a cabo el ritual de preparación para la fiesta. El mismo que miles, millones de parejas, llevan a cabo con frecuencia para acudir a un evento, una celebración, una fiesta, un festival… el mismo proceso de cuidadosa preparación para presentar la parte más atractiva de uno mismo, para agradar al máximo posible a cualquiera de los asistentes, para sentir esa especie de seguridad que proporciona saberse en un buen momento y con una buena apariencia.

Pero para nosotros era algo más.

Especialmente para Rocío.

Nos facilitaba las cosas que la ciudad estaba inmersa en un acontecimiento que destaca por la belleza y cuidado de sus participantes, generalmente vestidos con ropas exclusivas, ellas con modelos expresamente diseñados para la ocasión, luciendo lujosos complementos y hasta atrevidos ropajes que más que vestir, en ocasiones, desnudan a sus portadoras.

Y tal como nos preparamos podíamos pasar sin problemas por cualquiera de aquellos partícipes de la industria del cine: actores, actrices, directores, productores, y resto de personajes protagonistas de ese singular mundillo.

-Juraría que anoche todavía tenías una mata de pelo preciosa ahí.

Mientras se duchaba la contemplé extasiado, admirando una vez más su cuerpo de moreno acanelado, terso y mucho más brillante con el agua y el jabón deslizándose por su piel. Lucía un cuidadoso depilado, que la noche anterior todavía no se había producido.

Siempre me sorprende la facilidad que tienen las mujeres para encontrar el tiempo necesario para adaptar su apariencia a la deseada en cada momento.

-¿Te gusta? Me lo he hecho esta mañana.

No se había depilado para mí. Era evidente. El destinatario del depilado era Santi.

Callé la respuesta que me brotaba de forma natural. Expresada así podía ser muy agresiva y no era ese el sentimiento que la motivaba, sino la mera constatación objetiva de un hecho real.

Incluso con un gorro de ducha, generalmente tan ridículo en todo el mundo, ella estaba cautivadora.

Desnudo también, notaba crecer poco a poco la tensión de mi verga, que se amorcillaba disfrutando la visión de aquel bello cuerpo.

Me invitó a entrar a la ducha con ella. El espacio lo permitía sobradamente. Una ducha inmensa, tras una mampara de cristal y una puerta del mismo material, un rectángulo de al menos dos metros y medio por otros dos daba cabida sobrada a una pareja y -pensé- a un trío también.

Me recibió enjabonada y cálida, frotándome el cuerpo mientras me colocaba bajo la cortina de agua que, en forma de lluvia intensa, caía desde una plataforma muy amplia colocada en el techo de aquel recinto.

-Se te está levantando- me dijo mientras me frotaba el vientre rozando mi sexo- anda, ven… dame bien el jabón por todo el cuerpo.

Y durante unos minutos, bajo aquella ducha tan agradable, recorrí todo su cuerpo, con especial énfasis en sus rincones más deseables, mientras ella se dejaba hacer, complacida y complaciente.

Conozco su ritual. Se que tras la ducha y un secado concienzudo, la liturgia de preparación continúa con la extensión de cremas de diferentes clases por la piel. Es un momento sublime, en el que mi presencia me premia con unos minutos de caricias viscosas, con las manos deslizándose por su espalda, por las piernas y brazos, por el vientre y, a veces, sólo a veces, por sus pechos.

La cara, el cuello y las manos son, en cambio, su dominio exclusivo.

En esas partes, la aplicación de crema le corresponde en exclusiva. Ignoro las razones para ello, pero así es desde siempre.

Después comienza el ritual del maquillaje.

Mi Rocío es una hábil especialista en eso. Poco, pero exquisito. El justo y necesario para destacar las sombras allí donde quiere, para resaltar brillo en el lugar exacto, para crear la apariencia de una forma diferente en donde cree que es necesaria la corrección de un ángulo excesivo o de una redondez inadecuada… ves a saber qué, porque es una ciencia inalcanzable para mí, capaz sólo de apreciar el magnífico resultado, nunca de captar la técnica que lo hace posible.

Y finalmente el vestido.

Esta vez, un vestido de noche largo hasta los pies, negro, ajustado, abierto por delante, en el lado izquierdo, por el que en cada paso su pierna aparecía, desnuda, bella, sugerente, provocativa, desde el inicio del muslo hasta el pie, enfundado en un zapato de tacón de aguja clásico, sin adornos, negro, sobrio y elegante, perfectamente adecuado para resaltar la línea estilizada de su pierna.

En la parte superior, ceñido al cuerpo como un guante, con un solo hombro y una sola manga larga hasta la muñeca, en la parte derecha, al lado contrario de la abertura en la pierna, para dejar desnudo el hombro izquierdo, todo ese brazo y la espalda, bordeando desde el centro del torso, por delante, su pecho izquierdo, para cubrirlo pero dejando una buena exposición superior, como en un balcón, de su piel desnuda.

Unos pendientes de Swarovsky, largos, de tonos malva, a juego con la pulsera en su muñeca izquierda desnuda y un collarín vistoso, del mismo tono y material, eran todo el complemento de su vestido.

No llevaba sujetador, prenda imposible en aquella ropa, pero también innecesaria, ajustado como un guante el vestido y firmes como de costumbre sus pechos.

Un tanga mínimo era toda su ropa interior, de forma que en la parte trasera su culito prieto y respingón resaltaba en la tela, sin dejar ninguna marca de prenda alguna, dando la apariencia de completa desnudez bajo el vestido, pero sin arriesgarse a que un movimiento produjera una exposición excesiva de su intimidad a través de aquella abertura delantera porque tapaba apenas un triangulito mínimo por delante, aquel que unas horas antes ocupaban sus rizos más naturales.

Mi vestimenta era más sencilla y normal. Un pantalón negro de raya perfecta y tela suave, zapatos negros de vestir, de cordones, clásicos, estilo Oxford, camisa de color azul y americana de color granate oscuro, con un pañuelo al cuello de tonos variados.

Eran las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando salíamos del hotel en dirección al restaurante, y muchas las miradas que en el hall del hotel contemplaron aquella pareja, de mujer deslumbrante y hombre a su lado, seguramente interrogándose sobre qué personajes eran y de que película sería protagonista aquella diva, que podía sin problemas pisar cualquier alfombra de festival y ser centro de atención de fans y fotógrafos.

No estaba demasiado lejos el restaurante al que nos dirigíamos, pero aun así usamos el servicio de un coche de los que esperaban a la puerta del hotel, pues en aquella época del año tampoco es conveniente, en dónde estábamos, circular con tan poco abrigo como el que llevaba mi hembra, y por añadidura sus tacones no eran el mejor calzado para un paseo por las calles.

Sonreía Rocío en el coche, sabiéndose hermosa, deseable y brillante. Sonreía yo, sabiéndome un privilegiado por poder lucir a mi lado aquella diosa de perfecta imagen.

La conozco tan bien que sé que en ese momento no debo hacer nada que perjudique la imagen perfecta que presenta, y muy especialmente que no debo intentar besarla, para que el rojo de sus labios no sufra la más mínima alteración. Pese a ello, siempre hago el amago de hacerlo, en una especie de juego compartido en el que acaba por hacer una de esas cobras que las mujeres saben hacer.

No la hizo en esta ocasión, para mi sorpresa, limitándose después del beso a limpiarme delicadamente los labios, para borrar cualquier rastro de carmín, y a sacar de un minúsculo estuche de mano una barra de pintalabios, con un pequeño espejito, para retocarse y volver a dejar inmaculadamente perfecta aquella composición de belleza sin igual.

En esas actividades entretenidas llegamos al restaurante y entramos, a la hora exacta, las nueve, a la que habíamos quedado con Santi.
 
Había tenido la delicadeza de adelantarse, esperándonos sentado a la mesa que había reservado. Mientras el maitre nos dirigía a su mesa, se levantó raudo y pude ver en su cara la admiración que le despertaba la presencia de mi mujer. Él no desentonaba, vestido con un conjunto de pantalón y americana, ambos ceñidos, bastante desenfadado y original pero muy correcto, que destacaba su cuerpo atlético y juvenil.

Rocío caminaba, desde la puerta hasta la mesa, delante de mí. Podía comprobar que los presentes la miraban con interés, como se mira a las personas destacables, la mayoría probablemente intentando identificar aquella extraordinaria mujer, en un entorno de celebridades del celuloide, a la que sin embargo no conseguían reconocer.

Pude ver también la mirada golosa de Santi, que a pesar de intentar mantenerse en una actitud de cortesía social no pudo evitar desviarse hacia abajo, para disfrutar de la desnudez de aquella pierna izquierda que, en cada paso, en toda su longitud, asomaba desnuda y morbosa por la abertura de aquel estrecho vestido, enmarcada en su contorno negro y acompañando al brazo y el hombro del mismo lado, deliciosamente desnudos y expuestos para goce de cualquiera que mirara.

Dos besos de saludo, como los que hubiera ofrecido cualquier conocido en un ambiente social formal, juntando apenas las caras y lanzados al aire, sin roce de labios en las mejillas, y un apretón de manos conmigo fueron todas las muestras de afecto en el encuentro.

Nos colocaron en una mesa muy discreta, parcialmente oculta con celosías y adornos vegetales, que nos independizaban bastante, aunque no plenamente, del resto de los presentes en la sala.

No llamábamos demasiado la atención -juzgué nada más sentarnos- porque en las otras mesas la mayoría de comensales vestían también con cierto lujo, ellas con vestidos vistosos y ellos, algunos, incluso con rigurosa etiqueta. Incluso creí ver un par de mesas más allá, algo retirados y aislados de igual forma que nosotros, un par de celebridades cinematográficas extranjeras, que sin duda estaban presentes en la Semana Internacional celebrada durante aquellos días.

Santi -concluí también- debía tener algún predicamento allí, porque si no debía haber sido fácil reservar, de un día para otro, una suite y una habitación en el hotel, tampoco debió ser fácil conseguir una mesa en el restaurante en el que estábamos, un restaurante afamado, céntrico y lujoso.

Sentados ya a la mesa, la conversación se inició con preguntas de cortesía. En una mesa cuadrada, no muy grande pero cómoda para los tres, nos sentamos formando una U, con Rocío entre ambos, Santi a su derecha y yo al lado contrario, frente a él.

Ella estaba radiante.

Seductora.

Miraba a Santi con descaro, tratándole con muchísima más seguridad y firmeza que la primera vez en que habíamos estado con él, demostrando así lo mucho recorrido en los seis años de diferencia, con el aplomo que la experiencia de otra situaciones ya vividas le habían proporcionado.

Pero, al igual que la mirada era descarada, el tono de voz era cálido y acogedor, acariciaba con la voz en cada palabra, modulando con el tono las sensaciones que provocaba.

La conversación era banal, sin contenido relevante, porque lo relevante eran las miradas, las sonrisas… el coqueteo que desde el primer momento Rocío desplegó.

Imaginaba el mástil de aquel muchacho endurecido bajo sus pantalones mientras se prendía de todos aquellos gestos de una hembra capaz de excitar al más santo de los varones. Y mi sexo también se mantenía crecido contemplando el flirteo que ambos desplegaban.

La cena fue así transcurriendo, acompañada de un excelente Ribera que nos iba calentando i desinhibiendo cada vez más. Una hora y media después, a los postres, la conversación comenzó a derivar hacia un contenido mucho más acorde con la finalidad que nos reunía. Yo propicié -me tocaba, estaba claro- su inicio.

-Santi… ¿qué te parece Sara? ¿Sigue siendo deseable?

No. No me equivoco de nombre. Sara es el nombre ficticio con el que nos habíamos identificado desde el principio, hacía ya años, frente a él.

Sara y Antonio.

Me miró en silencio durante unos segundos, hasta que hice un gesto de asentimiento con la cabeza, un leve cabeceo de respuesta a su mirada interrogante, en una comunicación muda de petición de permiso y autorización correspondiente, que ambos supimos interpretar.

-Me parece una mujer única. Muy deseable.

La respuesta la pronunció mirándola a ella, fijamente, a los ojos.

Rocío mantuvo la mirada haciendo un ligero mohín de simpatía, recibiendo aquella manifestación con naturalidad y agrado, mientras su mano izquierda acariciaba la mía estrechándola suavemente sobre la mesa, extendiendo hacia mi su brazo desnudo, tan seductor y morboso, en ese momento para mí, como aquel mítico de Rita Hayworth tras despojarse del guante en Gilda.

Se levantó para ir al aseo, y se dirigió con su esbeltez airosa atravesando la sala, contoneando algo más de lo habitual en ella las caderas, en un desfile del que era consciente cuántas miradas concitaba.

Al volver, unos minutos después, el mismo aire de hembra poderosa y segura, el muslo izquierdo desnudándose en cada paso, con los labios repintados de nuevo y seguramente algo más del maquillaje retocado para seguir manteniendo el maravilloso aspecto que durante toda la cena había mantenido.

Debía hacer frío en los lavabos del restaurante, o algo diferente había sucedido en ellos, porque en su imagen era perceptible una diferencia sutil respecto de la que había mantenido antes: sus pezones se marcaban con firmeza bajo la tela de su vestido, como dos pequeños y perfectamente colocados botones que remataban la redondez de sus senos.

La recibimos como la habíamos despedido, profundamente caballerosos ambos, de pie, sin que nos diera lugar a sentarnos de nuevo.

-¿Vamos?

Fue toda la conversación necesaria para saber que en ese momento ella había decidido iniciar la parte íntima de la velada, dando el disparo de salida del resto de la noche.

Salimos del restaurante, de nuevo las miradas de los muchos comensales todavía instalados en las mesas fijas en la pierna desnuda de mi mujer, que en cada paso asomaba, valiente, y ahora decidida, mostrando el esplendor de un muslo de hembra en su plenitud.

No sé cómo, pero Santi había dispuesto que un coche de alquiler con conductor, similar al que nos había traído antes, estuviera a la puerta para recogernos, adelantándose para abrir la puerta trasera al paso de Rocío, y cediéndome muy cortésmente el asiento a su lado, en la parte trasera, para instalarse él junto al conductor en la parte delantera.

Dio las instrucciones necesarias para que nos condujeran al hotel, y permanecimos en silencio durante todo el trayecto.

En el camino, sólo un gesto de Rocío, que quedó entre nosotros dos, como un mensaje privado y perfectamente claro: mirándome a los ojos, abrió ligeramente el bolsillo exterior en el pecho de mi americana, para depositar dentro de forma muy discreta el tanga que, en los lavabos del restaurante, se había quitado.
 
Al entrar en el hall, nuevamente las miradas de algunas personas que allí se encontraban, como queriendo reconocer a aquella mujer que mantenía la apariencia de una estrella del cine, vestida con sencillez pero, precisamente por ello, capaz de llamar la atención con su figura esbelta y su elegancia natural.

-¿Nos tomamos una copa?

La propuesta, que realizó girándose hacía nosotros dos, que caminábamos de tras de ella, como escoltándola, me sorprendió. Creía que se dirigiría a la habitación, disminuyendo el tiempo en el que nos expusiéramos a cualquier mirada indiscreta.

Sentada en uno de los coquetos sillones de la cafetería, con la espalda muy recta y las piernas cruzadas asomando su desnudez por aquella abertura abismal de su falda, me miró sonriente para expresarme su deseo.

-Para mí, cava.

El camarero atendió a mis indicaciones con celeridad, y en un instante apareció una cubitera cargada de hielo y agua, con una botella de un champán francés (no tenía cava catalán y lo sustituimos por una Veuve Clicquot muy digna sustituta) y tres copas heladas.

Bebimos, cruzando un brindis sencillo, muchas miradas y bastantes silencios, hasta que Rocío, tomó de nuevo la iniciativa, dirigiéndose a Santi en voz baja, pero perfectamente audible para él y para mí, que estábamos con las cabezas muy juntas.

-¿Nos das un cuarto de hora? Te esperamos en nuestra habitación.

Bebió nuevamente de su copa, mirándonos a ambos, primero a él, después a mí, con su mirada seductora, y se dispuso a levantarse y dirigirse hacia los ascensores del vestíbulo, dejándome apenas el tiempo necesario para ordenar al camarero que la champanera, la botella ya iniciada y otra, que debía añadir, las trajera a la suite.

Llegados a nuestra planta, nos dirigimos ambos a la habitación, ella siempre delante, contoneándose a cada paso sin exageración, pero consciente de tenerme prendida la mirada en cada vaivén de sus caderas, en cada oscilación de su cintura, sabiendo como sabía que bajo aquella tela no quedaba barrera ninguna para acceder a su más completa intimidad.

Nada más cerrar la puerta a mi espalda se volvió hacia mí estampándome un beso ardiente, de deseo apasionado, y un abrazo cálido, con todo su cuerpo pegado al mío.

La conozco bien: supe que estaba ardiendo en deseo, dispuesta a entregarse de una forma plena en cuanto un macho digno de su cuerpo quisiera poseerla.

Sentada en uno de los sillones de la antesala del dormitorio, con las piernas cruzadas, manteniendo su perfecta imagen de estrella central de todo nuestro universo, esperaba impaciente la llegada de Santi.

El primer golpeteo de nudillos a la puerta no era, no obstante, la visita esperada.

El camarero, diligente y rápido, nos traía lo solicitado: la botella iniciada, la champanera que la contenía y otra botella del mismo champán, recubierto de una infinidad de gotas titilando sobre el vidrio, señal de que estaba también lo suficientemente fresco para su consumo.

Traía también en el carrito de servicio un total de seis copas, igualmente recubiertas de esa ligera capa que muestra el cristal recién salido de un congelador.

Seis.

Pensé que era todo un detalle de inteligencia, una especie de previsión entre pícara y discreta.

Seis es múltiplo de dos.

También de tres.

Observaba el camarero a su alrededor, mientras depositaba aquellas botellas, las copas y su recipiente en el lugar que le indiqué -dentro de la habitación-, como si buscara a alguien o desconociera la habitación, algo esto último impensable. Diría que incluso aparecía como sorprendido o frustrado por la evidencia de encontrarnos solos a mi mujer y a mí, tal vez por tener alguna información previa de qué iba a suceder en nuestra habitación.

O tal vez -¿quién puede saberlo?- se trataba nada más que de sospechas mías.

Sin esperar a la marcha del camarero, Rocío se dirigió al cuarto de baño. No tardó en salir. Sospechaba que realizaría alguna modificación en su vestimenta, pero al menos externamente nada cambiaba. Había vuelto, eso sí, a retocar su maquillaje, especialmente el carmín de sus labios.

Volvió a sentarse en aquel sillón frente a la puerta, al otro lado de aquella especie de amplio vestíbulo o antesala del dormitorio que permitía calificar de suite la estancia hotelera. Era evidente que le había gustado el escenario y la posición en la que se hallaba, y que era esa la imagen que quería proyectar cuando llegara Santi.

Minutos después, cumplido exactamente el cuarto de hora que ella había pedido, de nuevo un ligero y discreto repique en la puerta anunciaba la presencia de nuestro joven invitado.

Abrí la puerta y le franqueé la entrada.

-Adelante.

Portaba la misma ropa, elegante, moderna y original que había lucido en el restaurante, y al entrar, después de un breve “gracias” por todo saludo, dirigió su mirada a quien por derecho propio era el centro mismo del recinto.

Sin pronunciar palabra avanzó los escasos siete u ocho pasos que separaban la puerta del sillón en el que tan majestuosamente esperaba Rocío, extendió su mano para tomar la de mi mujer y, llevándola a su boca, la besó en los dedos, con una anacrónica elegancia romántica, propia de una escena de otros tiempos.

Sonreía como una reina complacida, mi mujer. Apoyándose en el contacto de la mano que todavía entrelazaba con el muchacho, se incorporó, quedando muy cerca, mucho, del cuerpo del galán.

-¿Os apetece otra copa?- nos preguntaba. Sin dar lugar a ninguna respuesta añadió: “venid conmigo”.

Camino lentamente al interior de la habitación, todavía de la mano de Santi, hasta llegar al lugar, junto a la cama inmensa, en el que estaba el carrito con la bebida y las copas.

Antes, nada más entrar en lo que podía considerarse propiamente el dormitorio, se detuvo para operar con los interruptores de la luz, buscando la iluminación exacta que le apetecía en ese instante. Decidió que era la adecuada cuando consiguió dejarla con la intensidad justa para crear un ambiente relajante, pero también para ver todo lo que sucediera en el interior de la alcoba.

Tan lentamente como había caminado, de forma conscientemente reposada, colocó juntas tres copas, tomo la botella ya empezada y las llenó hasta la mitad. Tomando una en cada mano nos las ofreció simultáneamente a ambos, que flanqueándola habíamos esperado a que las sirviera.

Una vez que las tuvimos en nuestras manos, tomó la que quedaba, nos miró a uno y otro, primero a mí, después a él, y pronunció un breve brindis.

-Por nosotros. Por el deseo. Por el placer.
 
Apuró todo el líquido, sin aspavientos, de nuevo haciendo durar el momento, sabiéndose a las puertas de un cielo inmediato y terrenal.

Le acompañamos bebiendo también de nuestras copas y, al acabar, ella las tomó vacías de nuestras manos para depositarlas de nuevo en la pequeña bandeja que, sobre el carrito, contenía las otras tres todavía sin usar.

Nada más depositarlas, se volvió hacia mí y con gran dulzura, pero también con una actitud lasciva inconfundible, me besó durante un tiempo prolongado, haciéndome notar dentro de mi boca su lengua, sus pechos clavados en el mío y su vientre rozándome la entrepierna, en esa forma tan especial con la que ella sabe encenderme de inmediato.

Junto a nosotros, Santi esperaba sonriente, sabiendo que no tardaría en llegar su turno.

Al acabar nuestro beso, sin dejar de mirarme a los ojos, Rocío se acercó a nuestro amigo y, cuando estuvo muy cerca de él, se giró para encararle, esperando ahora cualquier movimiento.

Me gustó un gesto claro que realizó él. Mirándome también de forma directa, a la cara, levantó las cejas y ladeo casi imperceptiblemente la cabeza, en una expresión que sin lugar a ninguna duda era una petición de permiso para iniciar cualquier caricia o contacto con ella.

Sonreí, asintiendo, y esa fue la señal de salida para que la rodeara con sus brazos, sujetándola por la cintura, inclinara hacia delante la cabeza y entregara su boca a los mismos labios que unos segundos antes habían estado jugando con los míos.

No teníamos prisa. Nadie tenía prisa por acelerar el momento. Nos conducíamos con una gran parsimonia, conscientes de que, si éramos capaces de aguantar, nuestro tiempo para el placer podía durar toda la noche.

Cuando finalizaron ese primer beso, de nuevo ella se giró hacia el carrito de bebidas, reproduciendo el gesto de llenar las copas y ofrecérnoslas.

Totalmente vestidos los tres, sin haber cambiado ni una sola prenda de las que llevábamos durante toda la noche, ofrecíamos la apariencia de quien se encuentra en un entorno social, celebrando cualquier fiesta en un lugar público, sonrientes, vestidos con cierta elegancia y distinción para un acto social.

La única diferencia, la discrepancia con aquella imagen perfectamente asimilable a una fiesta social era que mientras Rocío extendía su brazo derecho, vestido con manga hasta la muñeca, para abarcar mi nuca y acariciarme suavemente, recibía en su hombro izquierdo, desnudo, los besos cada vez más prolongados, morbosos y calientes de un Santi que se iba encendiendo por momentos.

Arrimado a su espalda, frotándose con ella mientras besaba el cuello y el hombro, era evidente que estaba haciendo notar a mi mujer una verga que ya debía estar crecida, mientras ella echaba atrás y hacia un lado la cabeza, sin dejar de acariciarme la nuca, para exponer mejor la parte de su cuerpo que dejaba desnudo el vestido a la boca golosa que la recorría.

Mientras yo mismo extendía mi mano para acariciar su rostro, recorriendo con la punta de los dedos su mejilla, vi la mano de nuestro acompañante recorrer también el muslo desnudo que asomaba por la obertura del vestido, un muslo que ella adelantaba más, y subía ligeramente, para que saliera de debajo de la falda, para que estuviera más accesible a la caricia.

Acarició aquella pierna deliciosa durante un tiempo prolongado. Que la excitaba era cada vez más evidente, porque suspiraba recibiendo aquellos besos apasionados en cuello, hombro y brazo, recibiendo las caricias en su pierna desnuda y en las mejillas que yo rozaba, y sobre todo porque debajo de la tela del vestido apuntaban sus pezones inquietos, unos botoncitos en la tela que constituían el testigo más fiel de sus sensaciones.

Acaricié esos botones sobre la tela del vestido, calibrando las reacciones de hembra cada vez más caliente que le provocaba la situación.

Él alcanzó con la mano, tras un recorrido eterno, la meta que perseguía.

Conocía yo qué se iba a encontrar, pero él no lo había previsto y mostró su sorpresa endureciendo la caricia, apretándose más contra el culo de mi mujer y buscando con la boca que ella girara su cabeza para besarle, algo que Rocío llevó a cabo, con el cuerpo hacia mí, en su frente, acariciando sus pechos vestidos, pero en un escorzo estirando el cuello para dejar que aquel perfecto macho joven ocupara con sus labios su boca, al mismo tiempo que su mano había tomado posesión ya de su coño depilado, desnudo y suave.

Me separé para contemplarla con mayor distancia, en una escena digna de un cuadro, de un póster, de una película, en la que una pareja hermosa se entregaba al placer mutuo en el contacto de sus cuerpos.

Puso fin al beso al notar mi distanciamiento, giró la vista hacia mí con expresión escrutadora y, sin dudarlo, avanzó para encontrarse de nuevo conmigo mientras nuestro invitado desprendía su mano del lugar en que tan intensamente había acariciado hasta ese momento.

-Quiero bailar.

Santi debía conocer aquella habitación. Se dirigió directamente a una especie de consola con mandos típicos de los aparatos musicales, trasteando unos segundos para dejar al final una música suave, en aquellos momentos una balada pop muy conocida (Careless Whisper) que invitaba a moverse con un ritmo lento, pero activo.

Frente a mí, ofreciéndome su cuerpo al contacto, juntando su vientre contra el mío, extendió atrás su brazo desnudo, el izquierdo, para atrapar la mano de Santi y acercarlo, buscando que también él la abrazara desde la espalda y que, al moverse ella, ambos estuviéramos recibiendo el roce de su cuerpo.

Bailamos a tres. Sentía crecer mi sexo dentro del pantalón, e imaginaba el de mi compañero de placeres teniendo el mismo efecto y sobándose con firmeza entre las nalgas de Rocío. Me besaba con deseo, gemía ligeramente contoneando el trasero para seguir excitando a Santi, y apretaba su pecho y su vientre en mi cuerpo, sin dejar de moverse al compás de aquella música.

En la siguiente canción, otra balada muy conocida (Lady, de Kenny Rogers) intercambiamos los papeles, y ahora él recibía la boca, el vientre y los pechos de mi mujer, mientras yo disfrutaba del roce con su culito respingón, buscando que apreciara suficientemente, a pesar de las ropas que vestíamos, la presión de mi verga en el centro mismo de sus nalgas.

Al finalizar la segunda canción decidió poner fin al baile, con una mirada seductora y gesto muy sensual nos tomó a ambos de las manos, para conducirnos hasta el borde de la cama gigantesca que presidía la habitación. Al llegar, maniobró para que nos sentáramos los tres, ella en el centro, él a su izquierda, yo a su derecha.

Seguíamos teniendo la ropa íntegra, pero su lado más desnudo, y la raja de su falda, estaba en el lado opuesto al mío. Me besaba y, con su brazo derecho pasado sobre mi hombro, me acariciaba la nuca y al mismo tiempo me empujaba la cabeza para apretar nuestras bocas en un beso intenso y jugoso.

Mientras, una mano de Santi recorría la parte de su espalda desnuda, la boca el hombro y el cuello… y la otra mano volvía a recorrer la pierna, ahora desnuda y sobresaliendo de la falda, perfectamente alcanzable para las caricias.

La mano que recorría la pierna debió alcanzar de nuevo el pubis de nuestra hembra compartida, porque, en un gesto de gran lascivia, mi mujer empujó con la cadera al frente en un espasmo, al tiempo que abría las piernas ampliamente y dejaba de besarme para lanzar un brevísimo gritito de placer.
 
Para facilitar las caricias, se acomodó hacia atrás, poniendo los codos sobre el cobertor de la cama, y dejando ir más atrás su cabeza, en un gesto de total entrega, las piernas ligeramente abiertas y los pezones apretando la tela del vestido, como en una llamada ponerles atención.

Ninguno de los dos la asaltamos. Creo que él también sintió el placer que yo sentía al contemplarla expuesta, dispuesta y oferente, de forma que tampoco se atrevía a romper el bello momento.

Después de unos breves instantes, se puso de pie entre ambos. Sentado cada uno a un lado de su cuerpo, con ella en medio y las piernas bien abiertas, enredó sus dedos en mi pelo con una mano y en el de nuestro acompañante con la otra. Aunque él lo tenía más fácil por estar más cerca de la abertura, ambos comenzamos a acariciar sus piernas, cada uno una, él por la zona que dejaba descubierta la falda, yo levantando la tela desde abajo y recorriendo, desde el tobillo, aquella columna suave y morbosa.

Me entretuve una eternidad gozando del momento.

Cuando llegué a la entrepierna otra mano se me había adelantado, y Rocío se agitaba en una sacudidas muy suaves pero continuas, en un movimiento que más era un temblor que otra cosa, como si estuviera tiritando…

No era frío.

Y era un temblor, sí.

Mi mujer estaba experimentando su primer orgasmo de la noche.

En el interior de su delicioso y sensible coño el pulgar de Santi ocupaba el espacio, frotando en forma sabia los lugares precisos que la mataban de placer.

Lo alcanzó en silencio. Sin apenas gemir. Pero sus manos se aferraban a nuestras respectivas cabezas, estirando del pelo de ambos con fuerza hasta aflojar también la intensidad de su placer.

Todavía vestida, aunque sin nada más que el vestido puesto, había tenido ya su primera explosión de placer.

Al volver al control de sí misma, hizo un escorzo para alcanzar el cierre de la cremallera que cerraba el vestido por su costado derecho, mirándome con ese gesto gracioso que casi todas las mujeres saben hacer para indicar sin palabras que le ayudes a bajarla.

Lo hice y, con otro gesto ágil, se despojó del vestido dejándolo caer al suelo, apareciendo en su deseable desnudez de hembra plena.

Desnuda como estaba, nada más calzada con sus clásicos de tacón que tan bien sabe llevar, y portando también el collar, la pulsera y los pendientes que no se había quitado, caminó apenas unos pasos para acercarse de nuevo al carrito de las bebidas. Se desplazaba consciente de que nuestras miradas, las de ambos, se clavaban en su figura, en su trasero oscilante frente a nosotros en cada pasito, hechizados como nos tenía por su cuerpo entero.

Abrió la segunda botella de cava y dispuso las tres copas limpias que quedaban. Después de servirlas se giró hacia nosotros, levantó la copa en señal de brindis callado y la bebió hasta el final, levantando mucho la cabeza y dejando que algunas gotas resbalaran de sus labios y cayeran hasta sus pechos.

Con un nuevo acto de coquetería, las recogió con un dedo y lo introdujo, mirándonos con una sonrisa, en su boca.

Vino a nosotros de nuevo, con sus caderas oscilantes y sus pasos lentos, una copa en cada mano.

Bebió, apenas un mojarse los labios, en la de Santi antes de ofrecérsela.

Después hizo lo propio conmigo.

Acto seguido se arrodillo frente a mí, mirándome muy fijamente a los ojos, mientras manipulaba la correa de mi pantalón para aflojarla.

Quise ayudarle, pero pronunció sólo una cortísima frase, una orden dulce pero tajante.

-No hagas nada, déjame a mí.

Allí estaba yo, con una copa en la mano, sentado en el borde de la cama, con un joven invitado sentado también observándonos… y mi mujer arrodillada entre mis piernas, desabrochándome la correa y la bragueta, con intención más que evidente de hacer aquello que tanto nos gusta a los hombres que nos hagan.

Consiguió desnudar mi sexo, sacarlo de entre las telas del pantalón y de los calzoncillos, liberarlo de la presión que lo retenía en el interior para aparecer, tímido, sin grandes estruendos, modesto, pero duro.

Noté sus dedos, como una seda, acariciar por debajo de los testículos la piel de la zona, y con mucha delicadeza como estiraba de la piel del prepucio atrás, para desnudarme la punta y comprobar que estaba brillante y morada.

Tomó de mi mano la copa que sostenía y volvió a humedecerse los labios. Después me regaló una explosión de sensaciones, entre la humedad de sus labios, el frescor del champán en su boca, la calidez de sus labios recorriendo arriba y abajo el tallo y sus dedos, siempre sus dedos maravillosos, estirando la piel de mi escroto abajo, en esa forma que tanto aumenta mi placer.

De tanto en tanto levantaba la mirada para comprobar mi estado, aunque en todas las ocasiones se encontró con la mía, incapaz como había sido de dejar de contemplarla, incluso forzándome a abrir los ojos cuando el placer empujaba los párpados para cerrarlos.

Cuando me tenía a punto de no poder controlarme más suspendió las caricias y me miró de forma especial. Era su mirada interrogante, esa que ambos sabemos que es una pregunta sin palabras, una complicidad extrema para los momentos importantes de la vida.

Sacudí ligeramente la cabeza arriba y abajo, apenas unos milímetros, acompañando el gesto de una sonrisa franca, esa que a ella le permite verificar también la sinceridad de la respuesta.

Era una respuesta sincera.

Deseaba que la noche siguiera.

Y yo también.

Y por eso, después de volver a besarme la verga, a modo de despedida momentánea, sin levantarse del suelo se giró hacia nuestro amigo, y repitió las maniobras que antes había realizado conmigo.

La contemplaba desde un estado que, en cierto modo, podía parecer risible. Con la americana todavía puesta, la correa aflojada y la bragueta abierta, con los calzoncillos empujados hacia abajo y la verga apuntando hacia afuera desde el bajo vientre, tiesa después de todos los estímulos que había recibido.

De entre los pantalones de Santi, apareció potente, dura, grande, luciente, una verga poderosa, al menos de siete u ocho centímetros más grande que la mía, también más gruesa, con una cabeza hinchada pero de aspecto armónico, un tronco circuncidado, sin prepucio, preparado para que mi Rocío pudiera inmediatamente disfrutarlo.

Lo tomó en sus labios, como antes lo había hecho conmigo, mojándolos antes también en la copa que sostenía él. Sólo podía abarcar el glande, un capullo redondo, glorioso, capaz de llenarle la boca. Pero el poco recorrido no significa menos placer. Rocío aprendió de nuestra amiga catalana, Carma, a usar hábilmente su boca. La técnica es sencilla, y cualquier mujer debería entrenarse en ella, si quiere dejar muy satisfecho a su hombre. Basta con aplicar muchísima humedad, saliva sin límite, dejando deslizar lenta y suavemente al interior de su boca la cabeza del sexo de su amante, justo hasta el mismo borde del glande, y una vez en esa posición sorber levemente pero desplazar hacia fuera el miembro, deslizándolo hacia el exterior con la misma suavidad y lentitud que al introducirla.

Nuestro joven socio de placeres se dejó caer hacia atrás, abandonándose en los cuidados de mi esposa, dispuesto a dejarse hacer todo el tiempo que ella quisiera.

Acompañaba la succión con algunas subidas y bajadas de sus manos por aquel tronco de carne pétrea, y de tanto en tanto las llevaba más arriba, hacia el vientre del macho, acariciando unos abdominales firmes, por debajo de la camisa y de la americana que todavía permanecía puesta.

Por un momento se cruzaron nuestras miradas. La suya, turbia de lujuria.
 

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