King Crimson
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- 26 Sep 2025
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Habíamos pasado una semana entera enganchados al teléfono. Pero todo empezó antes, en la aplicación. Recuerdo cuando vi su perfil por primera vez: fotos favorecedoras, con un vestido rojo que marcaba su cintura, otra en la playa con gafas de sol grandes y sonrisa ladeada. Me detuve más de la cuenta en sus ojos azules, en esa piel blanca que parecía casi transparente bajo la luz. No era una modelo; era más real, con caderas amplias y un aire juguetón que me atrapó al instante. Deslicé a la derecha con una intuición segura.
Ella se llamaba Joana. Desde los primeros mensajes hubo una chispa rara: hablábamos de música, de tonterías cotidianas, y sin darnos cuenta las conversaciones empezaron a volverse cada vez más sucias, más directas. La oía reír al otro lado del teléfono cuando yo le describía lo que le haría en mi cama. Y ella me respondía con un descaro dulce: “Ya veremos si aguantas lo que dices, grandullón.”
Cuando aparqué frente a su portal, estaba nervioso a pesar de todo lo dicho. Joana bajó enseguida, rubia, más bajita de lo que había imaginado, más gordita que en sus fotos, con los brazos carnosos, las caderas redondas y un andar tímido, como si se excusara por su cuerpo. Pero para mí, esa carne de más no restaba nada: la hacía más real, más apetecible. La sonrisa tímida, los ojos azules brillando con la electricidad de saber demasiado el uno del otro. Apenas nos saludamos, un beso en la mejilla que supo a poco.
Antes de subir a mi piso, fuimos a cenar a un bar cercano. Ella hablaba poco, a ratos se ruborizaba, esquivaba mi mirada. Yo la provocaba con bromas:
—Con lo que me contabas al teléfono, y ahora estás tan callada…
—Es distinto en persona —respondía riendo nerviosa—. Me intimidas.
—No tienes por qué. Me gustas entera, tal como eres.
Poco a poco se fue soltando entre platos compartidos y un par de copas. Al salir, ya era ella la que me agarraba del brazo, con una sonrisa cómplice que anticipaba lo inevitable.
La llevé a mi piso casi sin mediar palabra. Las manos ya no obedecían a la prudencia: su muslo tibio bajo la falda, la curva blanda de la cintura. Subimos rápido, la puerta apenas cerrada y nuestros labios ya pegados con furia. No hubo ceremonia: la cama nos tragó. Su piel tenía un olor dulzón, mezcla de sudor leve y crema barata, y me perdí en sus nalgas llenas, en el vientre blando que se agitaba bajo mi boca. Ella gemía con una entrega casi inmediata, como si quisiera borrar los días de espera de un golpe. La penetré sin rodeos, con fuerza, sintiendo la humedad caliente recibir cada embestida. El cuarto se llenó de jadeos, del sonido húmedo y brutal de los cuerpos golpeando el colchón.
Después del primer orgasmo, quedamos abrazados, con las respiraciones Después de hacer el amor la primera vez, nos quedamos sudados, con las piernas enredadas y la respiración todavía irregular. La miraba tumbada a mi lado: sus pechos grandes se desparramaban un poco hacia los costados, los pezones rosados, pequeños e invertidos, como escondidos, me daban ganas de volver a tocarlos. Más abajo, su sexo húmedo aún brillaba; sus labios menores eran largos, carnosos, asomando hacia fuera con descaro. Había algo brutalmente real en su cuerpo, en esa mezcla de timidez y entrega.
Después de un rato abrazados, con la piel aún pegajosa, el deseo volvió a colarse entre nosotros. La besé, primero suave, después más hondo, con la lengua buscándola. Ella me apretó contra sí, sus pechos grandes rebotando contra mi torso, los pezones rosados y retraídos apenas rozando mi piel.
Rodamos en la cama hasta que quedé de rodillas entre sus muslos. Ella abrió las piernas, un poco tímida, como si aún le costara mostrarme todo su sexo. La contemplé: sus labios menores prominentes sobresalían húmedos, oscuros y brillantes bajo la luz tenue de la lámpara. Me incliné y la besé allí, lento, con la lengua recorriendo esos pliegues expuestos.
—Ay, joder… —susurró, apretando la sábana con los puños.
La lamía despacio, disfrutando de cómo se movía bajo mí. Su clítoris duro se escondía entre los labios carnosos, y yo lo buscaba con la punta de la lengua, jugando con la humedad que cada vez era más abundante. Su respiración se aceleraba, gemía con un tono quebrado, como si no quisiera sonar demasiado alta.
—No pares… —me pidió, empujándome la cabeza con una mano.
Cuando por fin la sentí temblar y arquearse, seguí un poco más, lamiendo el flujo que se escapaba. Después me tumbé boca arriba y fue ella la que se inclinó sobre mí. Tenía el pelo desordenado, la cara encendida, y me miraba con una mezcla de timidez y determinación.
Me tomó el miembro con la mano y lo llevó a su boca. El contraste de su piel blanca y sus labios rosados me encendió aún más. Succionaba con torpeza excitante, bajando y subiendo, mojándome entero con su saliva. A veces se atragantaba y reía nerviosa, pero volvía a intentarlo, chupándome la punta con un sonido húmedo.
—Dios, Joana… —murmuré, acariciándole el pelo mientras sentía la lengua recorrerme.
Me miró desde abajo, los ojos azules brillando. Esa mirada, con mi polla entre sus labios, fue como un disparo directo al vientre.
No duramos mucho en esa posición: la hice tumbarse de nuevo, la penetré otra vez, y tras un polvo intenso vino la calma. Fue ahí, entre caricias y risas nerviosas, cuando empezamos a hablar de lo que nos gustaba, y ella acabó soltando lo de su culo virgen.
Me acerqué a besarle el cuello y fue ella la que rompió el silencio.
—A ver… —dijo con tono pícaro—. Ya te he dejado hacerme todo lo que prometías por teléfono. ¿Qué más te gusta?
—¿De verdad quieres que te lo cuente? —le contesté riendo.
—Claro. No pienso ser la única que se confiesa.
La miré fijo, acariciándole el pelo rubio.
—Me gustan tus tetas, cómo se ponen duros tus pezones cuando te aprieto. Me gusta que gimas fuerte, sin miedo. Y me gusta… —dudé un instante, bajando la voz— que seas capaz de pedirme lo que quieras, sin vergüenza.
Ella rio, tapándose medio rostro con la sábana.
—Vale, ahora me toca a mí. —Su voz temblaba un poco—. Me gusta cómo me besas, cómo me follas, cómo me llenas. Me gusta que me mires como si fueras a devorarme. Me gusta todo… pero tampoco me vengas con cosas raras.
Levanté la ceja.
—¿Cosas raras? ¿Qué te crees que tengo en mente?
—Ya sabes… —se sonrojó—. Por detrás… - Me sostuvo la mirada azul, con un brillo travieso —El culo. Lo tengo virgen.
Me reí bajo, sorprendido por la naturalidad con que lo dijo.
—¿De verdad? —pregunté, arqueando una ceja.
—De verdad. —Se mordió el labio. Sonreí y le acaricié las nalgas, firmes y redondas bajo la piel muy blanca.
—Pues es una lástima, con el culo tan bonito que tienes.
—Cállate… —dijo, encogiendo los hombros, pero su risa la delataba.
La besé lento, bajando otra vez hacia sus pechos, chupando un pezón que apenas asomaba. Ella gimió, cerró los ojos.
—No sé, me da cosa… —susurró.
—Mírame —le pedí—. No voy a hacerte daño. Iremos despacio.
—¿Y si no me gusta?
—Pues paramos. Pero te va a gustar… —le acaricié el culo con la palma abierta.
La vi dudar, mordiéndose el labio inferior. Estaba excitada, eso era evidente, pero luchaba contra el pudor. Me acerqué a su oído y le susurré:
—Solo déjate llevar.
Se tapó la cara con las manos, muerta de risa, vergüenza y deseo.
—No sé cómo me convences, cabrón.
—Porque ya lo has decidido —dije, separándole despacio las nalgas, sintiendo el calor húmedo que aún quedaba entre sus muslos.
Y en ese momento, aunque siguió murmurando un par de “ay, no sé…”, ya estaba entregada. La besé despacio, mordiendo su labio inferior, y dejé que mi mano bajara otra vez por su vientre, rozando el pubis aún húmedo, hasta llegar a la hendidura de sus nalgas. Me incorporé un poco, encendí la luz tenue de la mesilla. Quería verla, no solo sentirla. Ella, ruborizada, se dio vuelta con cierta torpeza, apoyándose sobre las rodillas y los codos. Sus nalgas blancas y generosas quedaron ofrecidas ante mí, un contraste brutal con el resquemor que aún le temblaba en la voz.
—No sé si voy a poder —susurró.
—Claro que vas a poder. —Le acaricié las caderas—. Mira este culo, Joana. Es perfecto.
Ella lanzó una risita nerviosa, escondiendo la cara en la almohada.
—Eres un cabrón… .
Empecé a besarle la espalda, el surco húmedo de la columna, bajando lento hasta la hendidura profunda de su culo. El sabor salino de su sudor, el olor animal que me encendía más que cualquier perfume. Separé las nalgas con calma, revelando el ano contraído, rosado, que palpitaba casi con miedo.
—No mires tanto… me da vergüenza.
—No hay nada más excitante que verte así. —Pasé un dedo con suavidad—. Relájate.
—Ay… —se quejó, mordiéndose los labios.
—Confía en mí.
Escupí un poco en mi mano, humedecí la zona, pasé un dedo con suavidad. La resistencia era firme, cerrada, pero a la vez vibrante, como una puerta que quiere ceder. Ella se arqueó, un gemido entre dolor y sorpresa.
—Respira… —le dije al oído, inclinándome sobre su hombro.
Poco a poco el dedo entró, unos centímetros apenas, y ella apretó los dientes contra la almohada. Le acariciaba los pechos con la otra mano, pellizcando los pezones duros, para distraerla del ardor inicial. Cuando mi dedo se movió dentro, la escuché gemir distinto: más húmeda, más rendida.
—¿Lo ves? Ya me estás dejando entrar.
—No sé cómo lo haces… —dijo entrecortada—. Nunca pensé que me dejaría.
Lubriqué el glande con una crema que guardaba en la mesilla, y lo llevé a la entrada. El contacto bastó para que ella soltara un jadeo ronco. Empujé apenas, la punta rozando, probando. Su ano se contrajo como un puño y me obligó a detenerme. La acaricié, le susurré que confiara, que solo era un poco más. Ella asintió con la cabeza, los ojos cerrados.
—Despacio… —pidió ella, con un hilo de voz.
—Tranquila. —Le besé el cuello—. Solo quiero sentirte.
Presioné de nuevo, más firme. Sentí el anillo ceder, abrirse con un ardor lento, y la cabeza de mi polla se abrió paso dentro de ella. El calor era sofocante, una presión brutal que me arrancó un gemido. Ella gritó ahogado, medio dolor, medio sorpresa, pero no se apartó.
—Dios… —gimió—. No sabía que podía sentirse así.
—Eres tan estrecha… ¿Quieres que pare? —le pregunté, clavándole la mirada.
—No… sigue… —murmuró, temblando—. Solo... despacio.
Permanecí quieto, acariciándole el pelo, dejándola acostumbrarse. Poco a poco su respiración se acompasó. Moví las caderas despacio, retirándome y entrando de nuevo, cada vez un poco más hondo. El ardor inicial se mezcló con un estremecimiento distinto: la oí gemir más bajo, ronco, como si descubriera algo oculto en su propio cuerpo.
—No puedo creer que me esté gustando… —dijo con los ojos cerrados.
—Te dije que este culo era perfecto.
Ella rio sofocada, entre jadeos.
—Cállate y fóllame…
Cuando al fin me tuve entero dentro, sentí su culo tragándome, estrecho, ardiente, un abrazo oscuro que me volvía loco. La embestí lento al principio, luego con más fuerza, y ella comenzó a moverse, a encontrar un ritmo entre la incomodidad y el gozo. Sus uñas se clavaban en la sábana, sus gemidos ya no eran de dolor sino de entrega.
E
l orgasmo nos llegó casi al mismo tiempo: yo derramándome dentro de ella, ella temblando, mojándose otra vez por delante, un orgasmo doble que la dejó exhausta.
Caímos juntos sobre la cama, sudados, enredados en un silencio pesado. Ella tenía los ojos brillantes, mezcla de incredulidad y orgullo.
—No me lo creo —susurró.
La abracé fuerte, besándole la frente. Al otro lado de la ventana, la ciudad seguía su curso indiferente, coches lejanos, algún grito en la calle.
A la mañana siguiente nos despertamos tarde, con las persianas mal cerradas dejando entrar la luz en tiras. Joana estaba despeinada, con las marcas de las sábanas en la piel blanca, y aún así tenía un aire dulce, vulnerable, que me hizo quedarme mirándola en silencio unos segundos. Ella abrió un ojo, se giró perezosa y murmuró:
—Me duele “ahí”…
Sonreí.
—Eso pasa cuando te estrenas.
Se cubrió la cara con la almohada, riéndose entre quejidos.
—Eres un cabrón. Nunca pensé que me convencerías.
—¿Y? —pregunté, dándole un beso en el hombro—. ¿Tan terrible ha sido?
Levantó la cabeza, con el pelo rubio enredado, y me miró con esos ojos azules chispeantes.
—Terrible no… sorprendente. —Suspiró, sonriendo —. Solo que ahora voy caminar raro.
—Presumiré de eso —contesté.
Ella me dio un manotazo flojo en el pecho.
—Ni se te ocurra contarlo.
—Tranquila. Será nuestro secreto. Aunque —añadí con una sonrisa torcida— voy a recordártelo cada vez que vea ese culo.
—Idiota… —replicó ella, sonrojada, y volvió a esconderse bajo la sábana—. No sé cómo lo has hecho…
Nos quedamos así, entre bromas y silencios cómodos. Afuera la vida seguía, pero dentro del cuarto aún quedaba la resaca cálida de la noche anterior.
Ella se llamaba Joana. Desde los primeros mensajes hubo una chispa rara: hablábamos de música, de tonterías cotidianas, y sin darnos cuenta las conversaciones empezaron a volverse cada vez más sucias, más directas. La oía reír al otro lado del teléfono cuando yo le describía lo que le haría en mi cama. Y ella me respondía con un descaro dulce: “Ya veremos si aguantas lo que dices, grandullón.”
Cuando aparqué frente a su portal, estaba nervioso a pesar de todo lo dicho. Joana bajó enseguida, rubia, más bajita de lo que había imaginado, más gordita que en sus fotos, con los brazos carnosos, las caderas redondas y un andar tímido, como si se excusara por su cuerpo. Pero para mí, esa carne de más no restaba nada: la hacía más real, más apetecible. La sonrisa tímida, los ojos azules brillando con la electricidad de saber demasiado el uno del otro. Apenas nos saludamos, un beso en la mejilla que supo a poco.
Antes de subir a mi piso, fuimos a cenar a un bar cercano. Ella hablaba poco, a ratos se ruborizaba, esquivaba mi mirada. Yo la provocaba con bromas:
—Con lo que me contabas al teléfono, y ahora estás tan callada…
—Es distinto en persona —respondía riendo nerviosa—. Me intimidas.
—No tienes por qué. Me gustas entera, tal como eres.
Poco a poco se fue soltando entre platos compartidos y un par de copas. Al salir, ya era ella la que me agarraba del brazo, con una sonrisa cómplice que anticipaba lo inevitable.
La llevé a mi piso casi sin mediar palabra. Las manos ya no obedecían a la prudencia: su muslo tibio bajo la falda, la curva blanda de la cintura. Subimos rápido, la puerta apenas cerrada y nuestros labios ya pegados con furia. No hubo ceremonia: la cama nos tragó. Su piel tenía un olor dulzón, mezcla de sudor leve y crema barata, y me perdí en sus nalgas llenas, en el vientre blando que se agitaba bajo mi boca. Ella gemía con una entrega casi inmediata, como si quisiera borrar los días de espera de un golpe. La penetré sin rodeos, con fuerza, sintiendo la humedad caliente recibir cada embestida. El cuarto se llenó de jadeos, del sonido húmedo y brutal de los cuerpos golpeando el colchón.
Después del primer orgasmo, quedamos abrazados, con las respiraciones Después de hacer el amor la primera vez, nos quedamos sudados, con las piernas enredadas y la respiración todavía irregular. La miraba tumbada a mi lado: sus pechos grandes se desparramaban un poco hacia los costados, los pezones rosados, pequeños e invertidos, como escondidos, me daban ganas de volver a tocarlos. Más abajo, su sexo húmedo aún brillaba; sus labios menores eran largos, carnosos, asomando hacia fuera con descaro. Había algo brutalmente real en su cuerpo, en esa mezcla de timidez y entrega.
Después de un rato abrazados, con la piel aún pegajosa, el deseo volvió a colarse entre nosotros. La besé, primero suave, después más hondo, con la lengua buscándola. Ella me apretó contra sí, sus pechos grandes rebotando contra mi torso, los pezones rosados y retraídos apenas rozando mi piel.
Rodamos en la cama hasta que quedé de rodillas entre sus muslos. Ella abrió las piernas, un poco tímida, como si aún le costara mostrarme todo su sexo. La contemplé: sus labios menores prominentes sobresalían húmedos, oscuros y brillantes bajo la luz tenue de la lámpara. Me incliné y la besé allí, lento, con la lengua recorriendo esos pliegues expuestos.
—Ay, joder… —susurró, apretando la sábana con los puños.
La lamía despacio, disfrutando de cómo se movía bajo mí. Su clítoris duro se escondía entre los labios carnosos, y yo lo buscaba con la punta de la lengua, jugando con la humedad que cada vez era más abundante. Su respiración se aceleraba, gemía con un tono quebrado, como si no quisiera sonar demasiado alta.
—No pares… —me pidió, empujándome la cabeza con una mano.
Cuando por fin la sentí temblar y arquearse, seguí un poco más, lamiendo el flujo que se escapaba. Después me tumbé boca arriba y fue ella la que se inclinó sobre mí. Tenía el pelo desordenado, la cara encendida, y me miraba con una mezcla de timidez y determinación.
Me tomó el miembro con la mano y lo llevó a su boca. El contraste de su piel blanca y sus labios rosados me encendió aún más. Succionaba con torpeza excitante, bajando y subiendo, mojándome entero con su saliva. A veces se atragantaba y reía nerviosa, pero volvía a intentarlo, chupándome la punta con un sonido húmedo.
—Dios, Joana… —murmuré, acariciándole el pelo mientras sentía la lengua recorrerme.
Me miró desde abajo, los ojos azules brillando. Esa mirada, con mi polla entre sus labios, fue como un disparo directo al vientre.
No duramos mucho en esa posición: la hice tumbarse de nuevo, la penetré otra vez, y tras un polvo intenso vino la calma. Fue ahí, entre caricias y risas nerviosas, cuando empezamos a hablar de lo que nos gustaba, y ella acabó soltando lo de su culo virgen.
Me acerqué a besarle el cuello y fue ella la que rompió el silencio.
—A ver… —dijo con tono pícaro—. Ya te he dejado hacerme todo lo que prometías por teléfono. ¿Qué más te gusta?
—¿De verdad quieres que te lo cuente? —le contesté riendo.
—Claro. No pienso ser la única que se confiesa.
La miré fijo, acariciándole el pelo rubio.
—Me gustan tus tetas, cómo se ponen duros tus pezones cuando te aprieto. Me gusta que gimas fuerte, sin miedo. Y me gusta… —dudé un instante, bajando la voz— que seas capaz de pedirme lo que quieras, sin vergüenza.
Ella rio, tapándose medio rostro con la sábana.
—Vale, ahora me toca a mí. —Su voz temblaba un poco—. Me gusta cómo me besas, cómo me follas, cómo me llenas. Me gusta que me mires como si fueras a devorarme. Me gusta todo… pero tampoco me vengas con cosas raras.
Levanté la ceja.
—¿Cosas raras? ¿Qué te crees que tengo en mente?
—Ya sabes… —se sonrojó—. Por detrás… - Me sostuvo la mirada azul, con un brillo travieso —El culo. Lo tengo virgen.
Me reí bajo, sorprendido por la naturalidad con que lo dijo.
—¿De verdad? —pregunté, arqueando una ceja.
—De verdad. —Se mordió el labio. Sonreí y le acaricié las nalgas, firmes y redondas bajo la piel muy blanca.
—Pues es una lástima, con el culo tan bonito que tienes.
—Cállate… —dijo, encogiendo los hombros, pero su risa la delataba.
La besé lento, bajando otra vez hacia sus pechos, chupando un pezón que apenas asomaba. Ella gimió, cerró los ojos.
—No sé, me da cosa… —susurró.
—Mírame —le pedí—. No voy a hacerte daño. Iremos despacio.
—¿Y si no me gusta?
—Pues paramos. Pero te va a gustar… —le acaricié el culo con la palma abierta.
La vi dudar, mordiéndose el labio inferior. Estaba excitada, eso era evidente, pero luchaba contra el pudor. Me acerqué a su oído y le susurré:
—Solo déjate llevar.
Se tapó la cara con las manos, muerta de risa, vergüenza y deseo.
—No sé cómo me convences, cabrón.
—Porque ya lo has decidido —dije, separándole despacio las nalgas, sintiendo el calor húmedo que aún quedaba entre sus muslos.
Y en ese momento, aunque siguió murmurando un par de “ay, no sé…”, ya estaba entregada. La besé despacio, mordiendo su labio inferior, y dejé que mi mano bajara otra vez por su vientre, rozando el pubis aún húmedo, hasta llegar a la hendidura de sus nalgas. Me incorporé un poco, encendí la luz tenue de la mesilla. Quería verla, no solo sentirla. Ella, ruborizada, se dio vuelta con cierta torpeza, apoyándose sobre las rodillas y los codos. Sus nalgas blancas y generosas quedaron ofrecidas ante mí, un contraste brutal con el resquemor que aún le temblaba en la voz.
—No sé si voy a poder —susurró.
—Claro que vas a poder. —Le acaricié las caderas—. Mira este culo, Joana. Es perfecto.
Ella lanzó una risita nerviosa, escondiendo la cara en la almohada.
—Eres un cabrón… .
Empecé a besarle la espalda, el surco húmedo de la columna, bajando lento hasta la hendidura profunda de su culo. El sabor salino de su sudor, el olor animal que me encendía más que cualquier perfume. Separé las nalgas con calma, revelando el ano contraído, rosado, que palpitaba casi con miedo.
—No mires tanto… me da vergüenza.
—No hay nada más excitante que verte así. —Pasé un dedo con suavidad—. Relájate.
—Ay… —se quejó, mordiéndose los labios.
—Confía en mí.
Escupí un poco en mi mano, humedecí la zona, pasé un dedo con suavidad. La resistencia era firme, cerrada, pero a la vez vibrante, como una puerta que quiere ceder. Ella se arqueó, un gemido entre dolor y sorpresa.
—Respira… —le dije al oído, inclinándome sobre su hombro.
Poco a poco el dedo entró, unos centímetros apenas, y ella apretó los dientes contra la almohada. Le acariciaba los pechos con la otra mano, pellizcando los pezones duros, para distraerla del ardor inicial. Cuando mi dedo se movió dentro, la escuché gemir distinto: más húmeda, más rendida.
—¿Lo ves? Ya me estás dejando entrar.
—No sé cómo lo haces… —dijo entrecortada—. Nunca pensé que me dejaría.
Lubriqué el glande con una crema que guardaba en la mesilla, y lo llevé a la entrada. El contacto bastó para que ella soltara un jadeo ronco. Empujé apenas, la punta rozando, probando. Su ano se contrajo como un puño y me obligó a detenerme. La acaricié, le susurré que confiara, que solo era un poco más. Ella asintió con la cabeza, los ojos cerrados.
—Despacio… —pidió ella, con un hilo de voz.
—Tranquila. —Le besé el cuello—. Solo quiero sentirte.
Presioné de nuevo, más firme. Sentí el anillo ceder, abrirse con un ardor lento, y la cabeza de mi polla se abrió paso dentro de ella. El calor era sofocante, una presión brutal que me arrancó un gemido. Ella gritó ahogado, medio dolor, medio sorpresa, pero no se apartó.
—Dios… —gimió—. No sabía que podía sentirse así.
—Eres tan estrecha… ¿Quieres que pare? —le pregunté, clavándole la mirada.
—No… sigue… —murmuró, temblando—. Solo... despacio.
Permanecí quieto, acariciándole el pelo, dejándola acostumbrarse. Poco a poco su respiración se acompasó. Moví las caderas despacio, retirándome y entrando de nuevo, cada vez un poco más hondo. El ardor inicial se mezcló con un estremecimiento distinto: la oí gemir más bajo, ronco, como si descubriera algo oculto en su propio cuerpo.
—No puedo creer que me esté gustando… —dijo con los ojos cerrados.
—Te dije que este culo era perfecto.
Ella rio sofocada, entre jadeos.
—Cállate y fóllame…
Cuando al fin me tuve entero dentro, sentí su culo tragándome, estrecho, ardiente, un abrazo oscuro que me volvía loco. La embestí lento al principio, luego con más fuerza, y ella comenzó a moverse, a encontrar un ritmo entre la incomodidad y el gozo. Sus uñas se clavaban en la sábana, sus gemidos ya no eran de dolor sino de entrega.
E
l orgasmo nos llegó casi al mismo tiempo: yo derramándome dentro de ella, ella temblando, mojándose otra vez por delante, un orgasmo doble que la dejó exhausta.
Caímos juntos sobre la cama, sudados, enredados en un silencio pesado. Ella tenía los ojos brillantes, mezcla de incredulidad y orgullo.
—No me lo creo —susurró.
La abracé fuerte, besándole la frente. Al otro lado de la ventana, la ciudad seguía su curso indiferente, coches lejanos, algún grito en la calle.
A la mañana siguiente nos despertamos tarde, con las persianas mal cerradas dejando entrar la luz en tiras. Joana estaba despeinada, con las marcas de las sábanas en la piel blanca, y aún así tenía un aire dulce, vulnerable, que me hizo quedarme mirándola en silencio unos segundos. Ella abrió un ojo, se giró perezosa y murmuró:
—Me duele “ahí”…
Sonreí.
—Eso pasa cuando te estrenas.
Se cubrió la cara con la almohada, riéndose entre quejidos.
—Eres un cabrón. Nunca pensé que me convencerías.
—¿Y? —pregunté, dándole un beso en el hombro—. ¿Tan terrible ha sido?
Levantó la cabeza, con el pelo rubio enredado, y me miró con esos ojos azules chispeantes.
—Terrible no… sorprendente. —Suspiró, sonriendo —. Solo que ahora voy caminar raro.
—Presumiré de eso —contesté.
Ella me dio un manotazo flojo en el pecho.
—Ni se te ocurra contarlo.
—Tranquila. Será nuestro secreto. Aunque —añadí con una sonrisa torcida— voy a recordártelo cada vez que vea ese culo.
—Idiota… —replicó ella, sonrojada, y volvió a esconderse bajo la sábana—. No sé cómo lo has hecho…
Nos quedamos así, entre bromas y silencios cómodos. Afuera la vida seguía, pero dentro del cuarto aún quedaba la resaca cálida de la noche anterior.