El Fuego de Valmont

Luisignacio13

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Capítulo 1: La Sombra del Trono​

El sol se deslizaba perezosamente hacia el horizonte, bañando el reino de Valmont en un resplandor dorado que parecía rendir homenaje a su soberano. Alaric de Valmont, de cincuenta años, era la encarnación de la autoridad: alto, de hombros anchos, con una presencia que llenaba cualquier sala sin esfuerzo. Su cabello, antes negro como el carbón, ahora salpicado de hebras plateadas, caía en ondas sobre su nuca, enmarcando un rostro de rasgos afilados, con ojos grises que parecían atravesar el alma de quien los mirara. Vestía una túnica de terciopelo azul oscuro, bordada con hilos de oro que reflejaban su riqueza y poder, pero también su sobriedad. Desde la muerte de su reina, hacía apenas un año, el rey había adoptado colores más sombríos, como si el duelo se hubiera tejido en cada fibra de su vestimenta.

En el gran salón del trono, Alaric se sentaba en su sitial de roble tallado, un trono que parecía más una extensión de su cuerpo que un simple mueble. Sus manos, fuertes y marcadas por años de sostener las riendas del reino, descansaban sobre los reposabrazos, mientras escuchaba el informe de un consejero sobre las cosechas del oeste. Su voz, profunda y resonante, interrumpía ocasionalmente con preguntas precisas, demostrando una mente aguda que había llevado a Valmont a la prosperidad. Pero bajo esa fachada de control, había un vacío. La reina, su amor de décadas, había dejado un hueco que ni el gobierno ni los vítores de su pueblo podían llenar. En las noches más oscuras, cuando el palacio dormía, Alaric paseaba por los corredores, perseguido por el eco de su risa y el recuerdo de su piel cálida.

Ese vacío había sido el motivo de otra partida dolorosa: la de su hija, Lysandra de Valmont. A sus dieciocho años, Lysandra era un reflejo inquietante de su madre. Su piel era pálida como la porcelana más fina, casi translúcida bajo la luz de las velas, y sus ojos, de un azul profundo, parecían contener un océano de secretos. Su cabello, largo y negro, caía en cascadas suaves, y su figura, delicada pero con una gracia que prometía fortaleza, era un recordatorio constante de la reina perdida. Alaric, incapaz de soportar esa semejanza en los días más crudos de su duelo, había decidido enviarla al extranjero con su tía materna, una noble de tierras lejanas. La excusa oficial fue su educación, para pulir su intelecto y prepararla para el mundo, pero en verdad, cada mirada a Lysandra era como abrir una herida. La última vez que la vio, en el muelle, envuelta en una capa de lana blanca, sus mejillas sonrojadas por el frío, Alaric sintió un nudo en el pecho que aún no se había deshecho.

En el ala más apartada del palacio, donde las sombras se alargaban incluso al mediodía, residía Vespera de Sombrelune. A sus cuarenta y cinco años, Vespera era una figura de misterio, como si el tiempo la hubiera moldeado con cuidado para preservar su enigma. Su cabello, negro como la medianoche, estaba recogido en un moño intrincado, aunque algunos mechones rebeldes caían sobre su cuello, insinuando una sensualidad que no necesitaba proclamar. Sus ojos, de un verde profundo, parecían siempre evaluar, siempre calcular. Su cuerpo, voluptuoso y maduro, se movía con una elegancia que hacía que los sirvientes bajaran la mirada al pasar. Viuda de un comerciante poderoso, cuya muerte había levantado murmullos en la corte, Vespera había encontrado su lugar como la organizadora de la servidumbre del palacio. Cada doncella, cada lacayo, pasaba por su escrutinio, y desde la muerte de la reina, había llenado los corredores con rostros de belleza singular, como si estuviera tejiendo una red de seducción bajo las órdenes del rey.

Vespera vivía con su hijo, Dorian de Sombrelune, un muchacho de trece años cuya devoción por su madre rayaba en lo inquietante. Dorian tenía los mismos ojos verdes de Vespera, pero en él ardían con una intensidad febril. Delgado, con una palidez que sugería demasiadas horas en la penumbra de sus aposentos, seguía a su madre como una sombra. Ella, lejos de reprimirlo, permitía que durmiera en su lecho, envuelto en las sábanas de seda que olían a su perfume de jazmín. Los sirvientes susurraban que Vespera lo consentía demasiado, que sus caricias al peinar su cabello o al ajustar su túnica eran demasiado prolongadas, pero nadie se atrevía a cuestionarla. Su autoridad en el palacio, aunque subordinada al rey, era incuestionable, y su relación con Alaric —de respeto mutuo, casi de iguales— la elevaba por encima de cualquier chisme.

Entre las sirvientas elegidas por Vespera destacaba Seraphine de Luthaine, una mujer de unos treinta años cuya presencia era imposible de ignorar. Su piel, blanca como la nieve recién caída, contrastaba con su cabello rojo ensortijado, que caía en bucles rebeldes sobre sus hombros. Sus ojos claros, de un gris casi plateado, tenían una chispa lasciva que parecía prometer secretos inconfesables. Seraphine era la encargada de preparar los baños del rey, una tarea que desempeñaba con una mezcla de reverencia y deseo contenido. Cada noche, cuando llenaba la tina de mármol con agua perfumada de hierbas, sus manos temblaban ligeramente al imaginar al rey sumergiéndose en ella. Había vislumbrado su cuerpo, los músculos definidos de su torso, la magnitud de su virilidad, y aunque su corazón latía con anhelo, sabía que Alaric estaba más allá de su alcance. Él era el sol, y ella, apenas una estrella distante, admirándolo desde las sombras.

La más reciente incorporación al servicio era Aeloria, una joven de apenas diecisiete años, traída de una aldea remota donde las costumbres eran tan primitivas que los rumores hablaban de rituales bajo la luna y danzas alrededor de hogueras. Aeloria era menuda, con un cuerpo que aún parecía atrapado en la transición entre la adolescencia y la adultez, pero había algo en ella que capturaba la luz. Sus ojos, de un castaño cálido con destellos dorados, tenían un brillo que parecía reflejar un mundo interior vasto y desconocido. Su cabello, castaño claro, estaba siempre recogido en una trenza sencilla, y su piel, ligeramente bronceada por el sol de su tierra, contrastaba con la opulencia del palacio. Retraída, hablaba poco, pero cuando lo hacía, su voz era suave, casi hipnótica. Los demás sirvientes la trataban con cautela, como si temieran que su origen salvaje pudiera desatar algo impredecible.

El palacio, con su intrincada danza de poder, luto y deseos reprimidos, seguía girando en torno a Alaric. Cada uno de estos personajes, desde la ausente Lysandra hasta la silenciosa Aeloria, parecía orbitar alrededor de su figura, atraídos por su magnífica presencia, pero también por las sombras que su duelo proyectaba. El reino de Valmont, en su esplendor, guardaba en sus muros un latido de secretos, esperando el momento en que el destino, o el deseo, los trajera a la luz.

Capítulo 2: El Baño del Rey​

La cámara de baños, un espacio de mármol blanco iluminado por candelabros de bronce, estaba envuelta en vapor y el aroma embriagador de lavanda y hierbas frescas. Seraphine, con su vestido de lino blanco ceñido a sus curvas generosas, preparaba la tina con la precisión de un ritual sagrado, sus bucles rojos cayendo en cascadas rebeldes sobre sus hombros. Sus ojos grises, con esa chispa lasciva, se alzaban de vez en cuando hacia la puerta, anticipando la llegada de Alaric.

El rey entró con pasos firmes, su túnica azul oscuro deslizándose al suelo para revelar un cuerpo aún vigoroso, esculpido por años de entrenamiento y autoridad. Su piel, bronceada por el sol de los campos de caza, contrastaba con las cicatrices sutiles que narraban batallas pasadas. Entre sus piernas, su pija colgaba pesada, imponente incluso en reposo, un testimonio vivo de los rumores que circulaban por el reino sobre su tamaño descomunal. Seraphine, inclinada junto a la tina, sintió un calor subirle por el cuello al verlo, pero bajó la mirada, sus manos temblando mientras ajustaba los pétalos flotantes en el agua.

Alaric sumergió un pie en la tina y su rostro se endureció. El agua estaba fría, un error imperdonable en una noche como aquella.

—Seraphine —dijo, su voz profunda resonando contra el mármol—, esto no está a la altura. El agua está helada.

Ella se sonrojó, sus mejillas encendidas como su cabello. —Lo siento, mi señor. Enseguida lo corrijo. —Sin esperar respuesta, salió apresurada hacia el cuarto contiguo, donde los sirvientes calentaban agua en grandes calderos.

Alaric salió de la tina y se quedó de pie, desnudo, junto al borde, con una presencia que parecía llenar la sala. El aire fresco rozaba su piel, pero no había en él rastro de incomodidad; su cuerpo era un trono en sí mismo, imponente y sin fisuras. Cuando Seraphine regresó, cargando un balde humeante, sus ojos se alzaron y se encontraron con la figura del rey. Su mirada descendió, incapaz de resistirse, hacia su pija, que, al sentir el peso de su atención, comenzó a endurecerse lentamente. La erección, impresionante en su tamaño, creció ante sus ojos, cada vena haciéndose más prominente, la piel tersa estirándose hasta alcanzar un tamaño que parecía desafiar la naturaleza. Seraphine sintió un nudo en el estómago, su respiración acelerándose mientras un calor húmedo se acumulaba entre sus muslos. El morbo de la situación, la reverencia que sentía por él, la abrumó, pero no se atrevió a moverse.

Alaric, con una calma que solo un hombre de su poder podía exhibir, volvió a entrar en la tina, ahora cálida y fragante. Seraphine se inclinó hacia él, su vestido ajustado dejando entrever el contorno de sus pechos llenos, los pezones endurecidos apenas ocultos por la tela. —¿Está el agua a su gusto, mi señor? —preguntó, su voz un susurro tembloroso.

Él la miró, sus ojos grises brillando con una intensidad que la hizo estremecerse. —Compruébalo tú misma —dijo, y con un movimiento lento pero firme, tomó su mano y la sumergió en el agua tibia. El contacto de sus dedos, fuertes y cálidos, envió un escalofrío por su espalda. El movimiento fue tan repentino que Seraphine perdió el equilibrio, y el balde que aún sostenía salpicó su vestido. La tela se pegó a su piel, volviéndose casi transparente, revelando los contornos de sus pechos y los pezones oscuros que se marcaban con claridad. Alaric no apartó la mirada, y su erección, aún más prominente bajo el agua, palpitó con un deseo que ya no podía ignorar.

Sin soltar su mano, guío los dedos de Seraphine hacia su pija, rozándolos contra la piel caliente y tersa. Ella jadeó, el calor del agua y la textura de su piel enviando una corriente eléctrica por su cuerpo. La longitud era abrumadora, el grosor llenaba su mano, y las venas pulsantes bajo sus dedos parecían latir al ritmo de su propio corazón. Lentamente, como si despertara de un sueño, Seraphine comenzó a mover su mano, explorando cada centímetro con una mezcla de admiración y temor. Sus dedos trazaron la cabeza ancha, sintiendo su suavidad contrastante, y descendieron por el eje, incapaz de abarcarlo por completo. —¿Te gusta? —preguntó Alaric, su voz baja, un gruñido suave que resonó en su pecho.

Seraphine, con las mejillas ardiendo y los ojos brillando de devoción, apretó suavemente, su respiración entrecortada. —Sí, mi señor —susurró, su voz apenas audible, mientras sus dedos se movían con más confianza, guiados por el deseo y la reverencia.

Alaric sonrió, una curva peligrosa en sus labios, y sacó una mano de la tina. Sus dedos, húmedos y cálidos, se deslizaron bajo el vestido empapado de Seraphine, rozando la piel suave de su muslo interno. Ascendieron con una lentitud deliberada, encontrando el calor húmedo entre sus piernas. Con la precisión que le había dado fama, exploró su concha, los pliegues suaves y resbaladizos bajo sus dedos. Ella gimió, sus rodillas temblando mientras él trazaba círculos lentos alrededor de su clítoris, cada movimiento calculado para avivar el fuego que crecía en su interior. El aire se llenó del aroma de su excitación, mezclado con el vapor de la tina. Seraphine intentó contenerse, pero los dedos de Alaric, expertos y pacientes, la llevaron al borde. Un orgasmo la atravesó como un relámpago, su cuerpo convulsionándose mientras un grito agudo escapaba de sus labios, resonando en la cámara.

Sin darle tiempo a recuperarse, Alaric salió de la tina, el agua cayendo en riachuelos por su cuerpo, su erección aún más prominente, brillando bajo la luz de las velas. Tomó a Seraphine por los hombros y la giró con suavidad, apoyándola contra el borde de mármol. Levantó su vestido empapado, exponiendo las curvas de sus caderas y la piel blanca de sus nalgas. Con una mano firme en su cintura, frotó su pija contra su entrada, la cabeza ancha rozando los pliegues húmedos de su concha. Entró lentamente, centímetro a centímetro, consciente de que su tamaño era un desafío. Seraphine jadeó, sus manos aferrándose al mármol, el estiramiento intenso pero exquisito. Él se movió con control, penetrándola solo parcialmente, cada embestida un roce deliberado que enviaba oleadas de placer por su cuerpo. El calor de su pija, la presión contra sus paredes internas, la hacía temblar. El segundo orgasmo llegó con una intensidad cegadora, sus músculos contrayéndose alrededor de él mientras gritaba, su voz quebrándose en un gemido prolongado.

Alaric, sintiendo su propio clímax acercarse, la puso de rodillas frente a él. Su pija, brillante por los fluidos de ambos, se alzaba como una espada ante ella, palpitante y majestuoso. —Jura respeto e idolatría hacia tu rey —ordenó, su voz un mandato que vibraba con poder.

—Juro, mi señor —respondió Seraphine, sus ojos fijos en él, brillando con una devoción casi religiosa.

Con un gruñido profundo, Alaric liberó una gran cantidad de semen, derramándose sobre su boca y su rostro. La cantidad era abrumadora, cálida y espesa, deslizándose por sus labios y su barbilla. Seraphine, con una mezcla de fanatismo y adoración, lo recibió, tragando con avidez mientras sus manos se aferraban a sus muslos. Cuando terminó, alzó la mirada, sus labios brillando, y susurró: —Gracias, mi señor.

Alaric, empoderado por la primera liberación desde su duelo, la miró con una mezcla de satisfacción y dominio. —Ve y cuenta a las demás lo que has vivido —ordenó, su tono firme pero cargado de una promesa implícita—. Describe cada detalle, cada sensación, y que tu adoración por mí se extienda por el palacio. Cuando el relato haya encendido sus imaginaciones, elige a la más joven, Aeloria, y envíala a mí para que limpie este desastre. —Señaló el suelo, salpicado de agua y restos de sus fluidos, con una sonrisa que prometía más.

Seraphine asintió, aún temblando, el vestido pegado a su piel como una segunda piel. Con una última mirada de reverencia, salió de la cámara, lista para cumplir su mandato, mientras el rey, renovado, se reclinaba contra la tina, sabiendo que su leyenda acababa de crecer.

Capítulo 3: El Eco del Relato​

En las cocinas del palacio, las sirvientas se apiñaban en un rincón, sus susurros mezclándose con el chisporroteo de las brasas y el aroma de pan recién horneado. Seraphine entró con pasos lentos, su vestido aún húmedo moldeando sus curvas generosas, su cabello rojo desordenado cayendo como llamas sobre sus hombros. Sus ojos grises, brillando con una mezcla de satisfacción y excitación, recorrieron el círculo de mujeres, todas seleccionadas por Vespera por su belleza o peculiaridad. Una sirvienta de piel oliva jugueteaba con una trenza gruesa, otra de rostro pecoso se inclinaba hacia adelante con curiosidad, y una tercera, de mirada astuta, afilaba un cuchillo con disimulo. Todas callaron cuando Seraphine tomó la palabra, su voz baja pero cargada de un fervor casi religioso.

—No podía guardar esto para mí —comenzó, dejando que las palabras flotaran como un perfume embriagador—. Esta noche he conocido la verdadera grandeza de nuestro rey, Alaric de Valmont, y debo compartirlo con vosotras, hermanas, para que sepáis lo que es tocar la divinidad.

Con un tono casi hipnótico, describió la cámara de baños, el vapor cargado de lavanda, la tina de mármol negro que abrazaba al rey como un trono líquido. Habló de su cuerpo, esculpido por años de disciplina, la piel bronceada brillando bajo las velas, las cicatrices que contaban historias de batallas y poder. Pero fue su pija lo que arrancó jadeos del grupo: una longitud colosal, gruesa y venosa, cuya sola presencia parecía desafiar la naturaleza. Seraphine relató cómo sus manos temblaron al tocarlo, sintiendo la piel tersa y las venas pulsantes bajo sus dedos, cómo los dedos expertos del rey exploraron su concha, los pliegues húmedos y resbaladizos que cedían ante su maestría, llevándola a un orgasmo que la hizo gritar, su voz resonando en el mármol. Habló de la penetración lenta, el estiramiento exquisito que la llenó hasta el borde del placer, y del clímax final, cuando, de rodillas, juró devoción y recibió su semen cálido y abundante, tragándolo con una adoración que aún la hacía temblar al recordarlo. Las sirvientas, atrapadas por el relato, sintieron un calor extenderse por sus cuerpos, sus respiraciones aceleradas, algunas apretando los muslos bajo sus faldas, otras cubriendo sus rostros encendidos con las manos.

Seraphine guardó un secreto: no mencionó que el rey le había ordenado compartir el relato. Lo presentó como un impulso propio, un deseo irrefrenable de glorificar a Alaric, y su fervor era tan convincente que ninguna dudó de su sinceridad. Cuando terminó, sus ojos se posaron en Aeloria, la más joven, que permanecía apartada en un rincón, sus manos entrelazadas sobre su regazo, su trenza sencilla cayendo sobre un hombro. Aeloria no se había unido al círculo de chismes, manteniendo su habitual distancia, sus ojos castaños fijos en el suelo. Seraphine, con una sonrisa cortante que apenas ocultaba un propósito oculto, se acercó a ella.

—Aeloria —dijo, su tono teñido de una falsa severidad—, siempre apartada, siempre descuidando tu lugar entre nosotras. Como castigo, irás a limpiar la cámara de baños. El desastre que dejé debe quedar impecable.

Un murmullo recorrió el grupo, algunas sirvientas conteniendo risas, otras mirando con curiosidad. Aeloria alzó la vista, sus mejillas sonrojándose ligeramente, pero captó un guiño fugaz en los ojos de Seraphine, un destello que sembró una chispa de sospecha en su mente. Sin decir palabra, asintió y se puso de pie, su figura menuda moviéndose con una gracia tímida, casi animal. Siguió a Seraphine por los corredores del palacio, el eco de sus pasos resonando en la piedra fría, hasta llegar a la cámara de baños. El suelo estaba salpicado de agua, con manchas de fluidos brillando bajo la luz de las velas, y el aire aún cargado de un aroma crudo, una mezcla de lavanda y sexo que se adhería a la piel.

Alaric estaba allí, sentado en un amplio sillón de terciopelo negro, su bata de seda abierta apenas lo suficiente para dejar entrever su pecho musculoso y las cicatrices que lo cruzaban. Sus ojos grises se posaron en Aeloria, evaluándola con una intensidad que hizo que su corazón latiera más rápido. —Limpia esto, Aeloria —dijo, su voz profunda y serena, señalando el suelo con un gesto lento—. Y hazlo con cuidado. Todo debe quedar impecable.

Aeloria asintió, su voz atrapada en su garganta. Tomó un paño y un balde, arrodillándose para fregar el suelo de mármol. Sus manos temblaban ligeramente, no solo por el frío de la piedra, sino por la presencia del rey, cuya sombra parecía envolverla como una capa. Mientras trabajaba, sentía su mirada sobre ella, pesada y cálida, como si pudiera ver a través de su vestido sencillo, a través de su piel bronceada. El aroma de la sala, denso y embriagador, la envolvía, y la presencia del rey, sentado a pocos pasos, hacía que su respiración se acelerara. No sabía si era miedo, reverencia o algo más profundo lo que la hacía estremecerse, pero cada movimiento suyo parecía estar bajo escrutinio.

—Espera —dijo Alaric de repente, su voz cortando el silencio como una espada—. No es el suelo lo que quiero que limpies. Mi cuerpo está sucio, manchado por los jugos de Seraphine y los míos propios. —Abrió su bata por completo, revelando su pija, aún relajada pero imponente, descansando contra sus muslos. La luz de las velas hacía brillar su piel, destacando cada detalle de su anatomía, la curva gruesa de su eje y la cabeza ancha que prometía poder.

Aeloria, sin alzar la mirada, se acercó en cuatro patas, el paño temblando en sus manos. Comenzó a frotar con suavidad, primero sus muslos, la piel cálida y firme bajo sus dedos, luego los testículos, sintiendo su peso y textura bajo la tela áspera. El miembro del rey respondió al contacto, creciendo lentamente, cada vena haciéndose más prominente, la piel tersa estirándose hasta alcanzar una erección colosal que hizo que Aeloria contuviera el aliento. La cabeza ancha, brillante bajo la luz, palpitaba con una fuerza que parecía vibrar en el aire. Ella continuó, sus movimientos cuidadosos pero cargados de una reverencia instintiva, hasta que Alaric la detuvo con un gesto.

—Busca un paño más suave —ordenó, su voz un murmullo profundo, cargado de autoridad y un deseo apenas contenido.

Aeloria, aún sin mirarlo a los ojos, dejó el paño a un lado. —Mi señor —susurró, su voz tímida pero clara—, mi madre me enseñó que no hay nada más suave que la piel de una mujer. En mi aldea, una costumbre antigua, pasada de madre a hija, dice que debemos aliviar y limpiar al hombre de la casa para que duerma en paz. Desde pequeña, mi madre me mostró cómo hacerlo con mi padre, y ahora quisiera… enseñaros esa tradición, si me permitís.

Alaric alzó una ceja, intrigado, y asintió con una sonrisa peligrosa que prometía placer y peligro. Aeloria, con manos temblorosas, desató la parte superior de su vestido, dejándolo caer hasta su cintura. Sus pechos, pequeños pero firmes, con pezones rosados que se endurecían al contacto con el aire fresco, quedaron expuestos, la piel ligeramente bronceada brillando bajo la luz de las velas. Tomó un frasco de jabón líquido de la tina, vertiendo una cantidad generosa sobre la pija del rey. La espuma se deslizó por la cabeza ancha, goteando por el eje grueso, y el aroma de lavanda se intensificó, mezclado con el olor crudo de su excitación. Con una delicadeza casi ceremonial, Aeloria apretó sus pechos alrededor de la pija, envolviéndolo en la suavidad de su piel. Comenzó a moverse, deslizando su cuerpo hacia arriba y hacia abajo, el jabón facilitando el roce mientras sus pechos acariciaban cada centímetro, la fricción cálida y resbaladiza enviando escalofríos por su columna.

Alaric gruñó, el placer evidente en la tensión de sus músculos, y comenzó a mover las caderas, rozando la cabeza de su pija contra los labios de Aeloria. Ella, captando la señal, dio un beso tímido en la punta, saboreando las gotas saladas y cálidas de precum que se formaban. Su lengua trazó círculos lentos, explorando la suavidad aterciopelada de la cabeza, mientras sus manos seguían apretando sus pechos, intensificando el movimiento. Por primera vez, alzó la vista, sus ojos castaños encontrándose con los grises del rey. Una sonrisa perversa, inesperada en su rostro angelical, curvó sus labios, y comenzó a lamer con más audacia, chupando la punta como si fuera un manjar, sus gemidos suaves vibrando contra la piel sensible. El sabor salado, mezclado con el jabón, llenaba su boca, y el calor de la pija contra su lengua la hacía estremecerse.

Alaric, consumido por el deseo, la tomó con una brusquedad controlada, levantándola como si fuera una pluma y tirándola sobre el sillón de terciopelo. Sus manos fuertes separaron sus muslos, revelando su concha, los pliegues rosados y húmedos brillando bajo la luz. Su lengua descendió sobre ella, lamiendo con una precisión que parecía conocer cada rincón de su cuerpo. Alternaba entre succiones suaves en su clítoris y roces largos que exploraban cada pliegue, el sabor dulce y almizclado de su excitación llenando su boca. Aeloria se arqueó, sus manos aferrándose al terciopelo, un grito escapando de sus labios cuando el primer orgasmo la atravesó, su cuerpo temblando como una cuerda tensa. Alaric no se detuvo; sus dedos, gruesos y hábiles, se deslizaron dentro de ella, masajeando la pared interna de su pelvis, justo detrás de su clítoris, mientras su lengua seguía trabajando. El segundo orgasmo llegó con una fuerza devastadora, sus gritos resonando en el palacio, tan altos que parecían alcanzar los corredores lejanos, su cuerpo convulsionándose bajo la maestría del rey.

Satisfecho pero aún ardiente, Alaric se puso de pie, su pija palpitando, brillante por el jabón y los fluidos. La colocó de rodillas frente a él, su erección alzándose como una espada ante su rostro. —Pídeme lo que deseas —ordenó, su voz un rugido bajo que vibraba con poder.

—Mi señor, por favor, permíteme tragarlo —rogó Aeloria, sus ojos brillando con una devoción salvaje, su voz quebrándose por el deseo.

Alaric tomó su rostro con una mano, guiando su pija hacia su boca. Comenzó a moverse con una intensidad frenética, la cabeza ancha entrando y saliendo de sus labios, el tamaño abrumador llenándola por completo. Aeloria, con una destreza casi sobrenatural, mantuvo sus labios apretados, recibiendo cada embestida con una mezcla de sumisión y hambre. Cuando Alaric alcanzó el clímax, gritó —¡Traga!—, y liberó una corriente abundante de semen, cálida y espesa, que llenó su boca con una fuerza que parecía interminable. A pesar de la diferencia de tamaño, Aeloria no dejó escapar ni una gota, tragando con una precisión que parecía desafiar las leyes de la naturaleza, su garganta trabajando con avidez mientras sus ojos permanecían fijos en los de él.

Cuando terminó, Aeloria alzó la vista, sus labios brillando, su rostro encendido por la devoción. —Soy vuestra esclava eterna, mi señor —susurró, su voz temblando con una mezcla de gratitud y adoración. Hizo una reverencia profunda, su trenza rozando el suelo, y se retiró con pasos lentos, su cuerpo aún vibrando por la experiencia, dejando tras de sí un silencio cargado de promesas.

Alaric, reclinado en el sillón, sintió el fuego de su autoridad renovado, su leyenda creciendo en las sombras del palacio.

Capítulo 4: El Susurro en las Sombras​

El palacio de Valmont, sumido en la penumbra de la noche, parecía contener un latido secreto en sus muros. Los rumores, como hilos de seda, se tejían entre los sirvientes, llevando el eco de las hazañas de Alaric hasta los rincones más apartados. Vespera, en sus aposentos forrados de terciopelo negro, descansaba en un diván, su bata de seda púrpura insinuando la plenitud de sus curvas. La puerta se abrió sin previo aviso, y Alaric entró, su presencia llenando la sala como un trueno silencioso. Vestía una túnica negra, abierta en el pecho, que dejaba entrever los músculos definidos y las cicatrices que narraban su historia. Sus ojos grises, cargados de una intensidad que parecía atravesar las sombras, se posaron en Vespera, quien se levantó con una gracia felina, la bata deslizándose ligeramente para revelar un hombro pálido. —Mi señor —dijo, su voz un murmullo aterciopelado—, no esperaba vuestra visita tan tarde.

—Hay cosas que no pueden esperar, Vespera —respondió Alaric, su tono profundo y firme, pero con un matiz de urgencia que no pasó desapercibido. Se acercó, sentándose en un sillón de cuero junto al fuego, y señaló el diván frente a él—. Siéntate. Quiero contarte lo que ha pasado.

Vespera obedeció, sus movimientos deliberados, la bata abriéndose lo justo para dejar entrever el contorno de sus muslos. Cruzó las piernas, su mirada fija en él, invitándolo a hablar. Alaric comenzó, su voz resonando en la sala, relatando la noche en la cámara de baños con Seraphine. Describió el vapor, el aroma de lavanda, la forma en que el vestido húmedo de Seraphine se pegaba a sus pechos, revelando sus pezones endurecidos. Habló de su pija, creciendo bajo su mirada, y de cómo sus manos temblorosas la exploraron, incapaces de abarcar su tamaño. Vespera escuchaba, sus labios entreabiertos, un calor creciente en su vientre mientras imaginaba cada escena.

Pero fue cuando Alaric llegó a Aeloria que su voz tomó un matiz más oscuro, más apasionado. Describió a la joven, su cuerpo frágil pero cargado de una sensualidad inconsciente, sus ojos con destellos dorados, su piel bronceada por el sol de su aldea primitiva. Habló de cómo se acercó en cuatro patas, fregando su cuerpo con devoción, y de la costumbre que ella le confesó, aprendida de su madre: usar su piel como el paño más suave. Vespera notó cómo los ojos de Alaric brillaban, su respiración acelerándose al relatar cómo Aeloria envolvió su pija con sus pechos pequeños, el jabón deslizándose por la piel tersa, y cómo sus labios besaron la punta, saboreando el precum con una sonrisa perversa.

Vespera, incapaz de contenerse, se inclinó hacia él, sus manos deslizándose bajo la túnica del rey. Sus dedos encontraron su pija, ya medio erecta, y comenzaron a acariciarla con una lentitud deliberada, sintiendo cómo crecía bajo su toque, las venas pulsando contra su palma. —Qué joven tan… peculiar —susurró, su voz cargada de morbo—. Una criatura tan pura, ofreciéndote los rituales salvajes de su aldea. ¿Te excitó su inocencia, mi señor? ¿O fue esa chispa perversa en sus ojos?

Alaric gruñó, su erección alcanzando su máxima magnitud, la piel tersa y caliente bajo los dedos expertos de Vespera. —Ambas cosas —admitió, su voz un rugido bajo—. Su timidez, su entrega… y esa sonrisa, como si supiera exactamente lo que hacía.

Vespera sonrió, sus uñas rozando ligeramente la cabeza ancha, arrancándole un estremecimiento. —Una niña de aldea, enseñada a complacer desde pequeña —dijo, su tono perverso, casi conspirativo—. Me pregunto cuánto aprendió de su madre, cuánto practicó con su padre… y cuánto deseaba impresionarte, mi rey. —Sus manos se movían con más firmeza, alternando entre caricias largas y apretones suaves, el precum lubricando sus dedos.

El aire de la sala se volvió denso, cargado del aroma de la excitación y el crepitar del fuego. Vespera, notando la intensidad creciente en Alaric, se puso de pie y dejó caer su bata, revelando su cuerpo voluptuoso. Sus pechos, llenos y pesados, se movían con cada respiración, y la curva de sus caderas parecía esculpida para el deseo. Se acercó al rey, montándose a horcajadas sobre él, su concha rozando la erección colosal. —Cuéntame más —susurró, sus labios rozando la oreja de Alaric—. Dime cómo gritó cuando la tomaste.

Alaric, con las manos en sus caderas, continuó, relatando cómo levantó a Aeloria como si fuera un juguete, cómo su lengua exploró su concha, los pliegues húmedos y dulces temblando bajo cada lamida. Describió sus dedos masajeando su interior, buscando ese punto sensible que la hizo arquearse, y los gritos que resonaron en el palacio. Vespera, excitada por las palabras, se deslizó sobre su pija, la cabeza ancha estirándola lentamente mientras un gemido escapaba de sus labios. —Qué delicioso debe haber sido —murmuró, su voz cargada de lujuria—. Una virgen salvaje, gritando por ti, suplicando tu semen.

El movimiento de sus caderas era lento al principio, saboreando cada centímetro del rey, sus paredes internas apretándolo con una intensidad que lo hacía gruñir. El calor de su concha, húmeda y resbaladiza, envolvía la pija de Alaric, mientras sus pechos rebotaban con cada movimiento. Alaric, perdido en el placer, apretó sus caderas, guiándola con más fuerza. —Me rogó tragarlo —dijo, su voz ronca—. Y lo hizo, sin derramar una gota.

Vespera rió, un sonido bajo y perverso, y aceleró el ritmo, sus uñas clavándose en los hombros del rey. —Qué devoción —jadeó, su concha contrayéndose alrededor de él—. Una esclava perfecta para su dios. —El placer crecía, un incendio que los consumía a ambos, sus cuerpos moviéndose en sincronía, el sonido de sus pieles chocando resonando en la sala.

Desconocido para Alaric, una figura observaba desde las sombras. Dorian de Sombrelune, escondido tras una cortina entreabierta, estaba allí, sus ojos verdes brillando con una mezcla de celos y deseo. Su cuerpo delgado temblaba mientras su mano se deslizaba dentro de su túnica, acariciándose al ritmo de los gemidos de su madre. La visión de Vespera, montando al rey con una intensidad salvaje, sus pechos rebotando y su rostro contorsionado por el placer, lo consumía. Sus dedos se movían frenéticamente, su respiración entrecortada, mientras imaginaba ser él quien la poseía.

Vespera, con una percepción casi sobrenatural, notó la presencia de su hijo. Sus ojos se deslizaron hacia la cortina, encontrando los suyos, y una sonrisa lenta y perversa curvó sus labios, oculta a Alaric. La complicidad en su mirada, un secreto compartido en las sombras, intensificó su placer. Ella aceleró, sus caderas chocando contra el rey, su concha apretándolo con fuerza mientras un orgasmo la atravesaba, su grito resonando como una ofrenda. Alaric, incapaz de contenerse, liberó su clímax dentro de ella, una corriente cálida y abundante que llenó su interior, sus gruñidos mezclándose con los gemidos de Vespera. Ambos colapsaron, jadeando, sus cuerpos aún conectados, el aire cargado de sudor y deseo.

Dorian, en las sombras, alcanzó su propio clímax, un gemido ahogado escapando de sus labios mientras su mano se detenía, su cuerpo temblando. Vespera, recuperando el aliento, le lanzó una última mirada, su sonrisa prometiendo que su secreto estaba a salvo. Alaric, ajeno a todo, acarició la espalda de Vespera, su voz baja. —El palacio habla, Vespera. Mi leyenda crece.

—Y yo me aseguraré de que siga creciendo, mi señor —respondió ella, su tono cargado de promesas, mientras sus ojos verdes brillaban con un plan que aún no revelaba.

Capítulo 5: El Juego de las Sombras​

Vespera había preparado una sorpresa, un juego diseñado para consumir al rey en un incendio de deseo. Había convocado a Aeloria y la había transformado en un reflejo de Lysandra, con un vestido blanco de seda que abrazaba su cuerpo frágil, delineando sus pechos pequeños y caderas sutiles, su cabello castaño claro suelto cayendo en cascadas suaves. En sus aposentos, Aeloria jugaba con Dorian sobre una alfombra de pieles, apilando bloques de madera tallada, sus risas infantiles contrastando con la atmósfera cargada de expectación. Dorian, con su palidez y ojos febriles, lanzaba miradas furtivas a Aeloria, su devoción por ella apenas contenida, sus manos temblando al rozar las de ella en el juego.

Alaric entró, su túnica negra abierta, dejando entrever su torso esculpido. Sus ojos grises se detuvieron en Aeloria, y un nudo se formó en su pecho al verla tan parecida a su hija. Vespera, de pie junto al fuego, sonrió, su túnica escarlata ceñida a sus curvas. —Miradla, mi señor —susurró, sus dedos rozando su brazo, sus labios acercándose a su oído—. ¿No os recuerda a alguien que anheláis en lo más profundo de vuestra alma?

Alaric, atrapado en un torbellino de emociones, sintió su pecho apretarse. La visión de Aeloria, vestida como Lysandra, despertaba un deseo prohibido, mezclado con el luto por su esposa y la ausencia de su hija. Sus ojos recorrieron su figura, el vestido blanco ceñido a su cuerpo menudo, los pechos pequeños delineados por la seda, la curva sutil de sus caderas. —Vespera… —murmuró, su voz un gruñido bajo, cargado de advertencia pero también de un hambre que no podía disimular.

Ella rió, un sonido bajo y perverso que resonó como un hechizo. Sus manos se deslizaron bajo la túnica del rey, encontrando su pija, ya medio erecta, y comenzaron a acariciarla con una lentitud deliberada. La piel tersa se endurecía bajo sus dedos, las venas pulsando con una fuerza que hacía temblar sus propias manos. —¿No es exquisita, mi señor? —susurró, su aliento cálido contra su oído—. Una niña tan pura, disfrazada como tu Lysandra, lista para arrodillarse ante su rey. Imagina su concha, apretada y empapada, suplicando ser cogida por tu pija monstruosa. ¿No quieres destrozarla, hacerla gritar tu nombre mientras la haces tu puta?

Alaric gruñó, su pija alcanzando su máxima magnitud, la cabeza ancha brillando bajo la luz de las velas, el eje grueso palpitando bajo el toque experto de Vespera. Ella lo guío hacia Aeloria, quien alzó la vista, sus ojos castaños brillando con una mezcla de timidez y audacia. —Mi señor —dijo, su voz suave, imitando el tono de Lysandra—, he vuelto para serviros, para ser vuestra.

Dorian, sentado a pocos pasos, observaba con una intensidad febril, sus manos temblando sobre los bloques de madera. Alaric, consciente de su presencia, no lo detuvo; la idea de ser observado por el muchacho, de desplegar su poder ante sus ojos, solo avivaba su deseo. Vespera, notando la tensión en el aire, se inclinó más cerca del rey, sus palabras cada vez más obscenas. —Mírala, mi rey, tan frágil, tan dispuesta a ser tu zorra. Cógetela como si fuera tu hija, como si cada embestida la marcara como tuya para siempre. Haz que Dorian vea cómo un rey reclama lo que quiere, cómo la conviertes en tu esclava con esa pija que podría partirla en dos.

Alaric, consumido por la fantasía, tomó a Aeloria por la cintura, sus manos fuertes contrastando con su fragilidad. La levantó con facilidad, sentándola en el borde del diván, y deslizó el vestido blanco hacia arriba, exponiendo sus muslos bronceados y su concha, los pliegues rosados brillando con humedad. Dorian, a un lado, respiraba con dificultad, su mano deslizándose dentro de su túnica, acariciándose al ver al rey prepararse para poseer a Aeloria. Sus dedos se movían con frenesí, su pija pequeña pero dura respondiendo al espectáculo, y con un gemido ahogado, alcanzó un clímax rápido, su semen manchando la túnica mientras sus ojos permanecían fijos en la escena.

Vespera, con una sonrisa perversa, se acercó al muchacho y lo atrajo hacia ella, sentándolo en su falda. Sus dedos, rápidos y seguros, recogieron una gota de su semen, aún cálida, y la llevaron a los labios de Dorian. —Saborea tu propia lujuria, pequeño —susurró, su voz un murmullo cargado de morbo—. Siente lo que es rendirte al deseo, como ella se rinde a nuestro rey. —Dorian, temblando, lamió la gota, sus ojos verdes brillando con una mezcla de vergüenza y fascinación, mientras su madre lo acariciaba con suavidad, manteniéndolo en un estado de éxtasis contenido.

Alaric, permitiendo el espectáculo paralelo con una calma que solo un rey podía sostener, frotó la cabeza de su pija contra los pliegues húmedos de Aeloria, la fricción cálida y resbaladiza enviando escalofríos por su cuerpo. —Eres mía —gruñó, y entró lentamente, centímetro a centímetro, consciente de su tamaño abrumador. Aeloria jadeó, sus manos aferrándose al diván, sus paredes internas apretándolo con una intensidad que lo hacía gruñir de placer. El calor de su concha, apretada y resbaladiza, envolvía su pija, cada vena pulsando contra sus pliegues mientras él se movía con una lentitud deliberada, saboreando cada sensación.

Vespera, sentada con Dorian en su falda, seguía susurrando, sus palabras un veneno dulce que avivaba el fuego. —Cógetela más fuerte, mi señor. Haz que esa concha virgen se estire hasta el límite, que sienta cada centímetro de tu pija. Que Dorian vea cómo un dios reclama a su puta, cómo la llenas hasta que no pueda más. —Sus manos no dejaban de moverse, acariciando su propio clítoris bajo la túnica, su respiración entrecortada mientras observaba, sus dedos deslizándose por la humedad que se acumulaba entre sus muslos.

Aeloria, atrapada en el papel, gemía con cada embestida, sus gritos suaves convirtiéndose en alaridos de placer mientras Alaric aceleraba, su pija llenándola hasta el límite. El sonido de sus pieles chocando, húmedo y rítmico, resonaba en la sala, mezclado con el crepitar del fuego y los jadeos de Vespera. Dorian, en la falda de su madre, temblaba, sus ojos fijos en Aeloria, su cuerpo aún vibrando por su propio clímax anterior. Vespera, con una mano acariciando al muchacho y la otra trabajando su propio placer, mantenía los ojos en el rey, alimentando su éxtasis. —Llénala, mi rey —jadeó, su voz cargada de lujuria—. Derrama tu semen en esa concha que finge ser Lysandra. Haz que el palacio tiemble con su entrega, que todos sepan que eres un dios.

Alaric, perdido en un torbellino de tabú, poder y deseo, alcanzó un ritmo feroz, sus manos apretando las caderas de Aeloria mientras ella se arqueaba, su concha contrayéndose alrededor de su pija. El placer era cegador, una tormenta que lo consumía. Con un rugido que sacudió las paredes, alcanzó el mejor orgasmo de su vida, su semen cálido y abundante llenando a Aeloria, desbordándose por sus muslos mientras ella gritaba, su propio clímax sacudiéndola como un relámpago. Vespera, masturbándose con una mano mientras sostenía a Dorian con la otra, llegó al suyo, un gemido bajo escapando de sus labios, su cuerpo temblando por la intensidad. Dorian, atrapado en la falda de su madre, se estremeció, su rostro encendido por la experiencia.

Alaric, jadeando, se derrumbó sobre el diván, su pija aún palpitando dentro de Aeloria, quien se acurrucó contra él, el vestido blanco arrugado y manchado. Vespera, con Dorian en su falda, acarició el cabello de su hijo, su mirada fija en el rey. —Habéis superado todas las leyendas, mi señor —dijo, su voz cargada de satisfacción y promesas oscuras—. Esta noche será eterna en Valmont.

Alaric, con el pecho subiendo y bajando, asintió, su mente nublada por el éxtasis. La ilusión, el deseo y el poder se entrelazaban en su interior, y la sombra de su leyenda crecía, envolviendo el palacio en un manto de secretos y fuego.
 
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