El proxeneta
Stella Maris estaba afectada emocionalmente por las circunstancias que atraviesa su querida amiga Samantha, con la que compartieron toda una vida llena de afectos, aventuras y complicidades. Una hermana, así se consideraban, y siempre fueron inseparables.
Se conocieron al inicio de la educación primaria. Una infancia llena de juegos y travesuras, y una adolescencia plena de asombros y descubrimientos.
Sin llegar a creérselo y sin participar del grupo de las engreídas, eran consideradas las diosas del colegio secundario: preciosas y con físicos envidiables.
Han pasado los años y la vida las convirtió en esposas, madres y destacadas profesionales.
Es por eso que cuando Stella Maris recibió, en horas de la tarde, un sobre enviado a través de un correo local, que había sido despachado esa misma mañana, al constatar que el remitente era de su querida amiga, no pudo evitar estremecerse.
Al abrirlo, pudo ver un texto de varias carillas separado en dos partes. Por las características del mismo, se dio cuenta de que el primero, más extenso, había sido escrito con anterioridad y el segundo, más breve, fue redactado recientemente. No supo qué hacer. Los acontecimientos recientes, que involucran a su querida amiga, la tienen totalmente preocupada.
Stella Maris trató de serenarse y, después de un breve ejercicio de relajación, se dispuso a leer la misiva.
…
Queridísima amiga y hermana:
El motivo por el cual te envío esta carta está relacionado con todo aquello que tantas veces te he contado y, otras tantas, hemos conversado y discutido.
A pesar de tus insistencias y tus súplicas, no pude parar todos aquellos acontecimientos que terminaron precipitando el devenir de todo lo sucedido.
A continuación, te envío la historia de lo ocurrido, para que puedas comprender las razones de mi determinación.
…
Cuando Ramiro y yo notamos los cambios que se fueron produciendo en nuestra cotidianidad —que comenzaron a ser más evidentes cuando nuestros hijos se fueron a otra ciudad para ingresar a la universidad— sin reparar en esta nueva circunstancia, seguimos nuestra rutina con la misma dinámica de siempre, hasta que nos dimos cuenta de que debíamos bajar algunos cambios. Pasamos de quinta a tercera velocidad en poco tiempo y un cierto tedio nos invadió. Nos costó adaptarnos a esta nueva etapa en nuestras vidas. Comenzamos a disponer del tiempo y del espacio que antes ocupaban nuestros hijos.
No sabíamos qué hacer con él. Ramiro, con cuarenta y dos años, y yo, con treinta y nueve, lentamente nos fuimos dando cuenta de esos cambios.
Como consecuencia de cierta abulia en nuestro día a día, fuimos perdiendo comunicación, y el silencio que nos atormentaba nos obligó a espabilarnos.
Sin proponérnoslo, comenzamos a salir de esa apatía intentando tener una vida social más intensa que, por las razones ya expuestas, antes no teníamos.
Creo que todo se fue dando con cierta naturalidad. Cruzarse con algún conocido o amigo que terminan invitándote a alguna reunión o evento donde te encuentras con amigos de toda la vida, como lo eres tú, y con unas cuantas nuevas amistades que, con el tiempo, fueron surgiendo. Así fue que comenzamos a tener una importante actividad social, participando en reuniones, eventos, juegos y charlas.
Por una cuestión de coincidencia, con algunos de nuestros amigos, solíamos tener encuentros casi cotidianos, frecuentando el mismo bar para tomar un café o algún trago después de nuestras obligaciones diarias. Eran habituales las reuniones y tertulias —algunas vespertinas y otras hasta altas horas de la noche— donde intercambiamos puntos de vista sobre temas diversos o comentarios sobre libros, cine, series y lugares de recreación. Este intercambio de datos y pareceres nos permitía acudir a distintos tipos de eventos artísticos, culturales y, cada tanto, emprender algún viaje de paseo a lugares que, por sugerencias, deseábamos conocer.
Esto nos permitió —después de toda una vida dedicada a nuestras actividades y obligaciones— volver a pensar en nosotros como pareja. Fue como volver a nuestra primera juventud. Sin dejar de lado las diversas preocupaciones, con frecuencia, salíamos a distraernos: cine, recitales, etc.
Contábamos con ese tiempo para la distensión y, si me permitís, “una cierta bohemia evocativa de nuestra ya lejana juventud”.
Con el transcurrir del tiempo, adquirimos el hábito de salir a caminar y, en forma distendida, conversar o simplemente disfrutar de un paseo.
Cada vez que acudimos a algún evento de los ya mencionados, en más de una ocasión —para no tener que cuidarnos con las bebidas— utilizamos el servicio de taxi o cualquier otra alternativa de ese tipo. Si la distancia del regreso no era considerable, nos encantaba regresar caminando. Esto también era parte de nuestra bohemia evocativa. ¿Te acordás de las caminatas cuando éramos jóvenes? ¡Esas charlas eran maravillosas!
Regresando de un evento, en una de esas tantas caminatas y como homenaje a aquellos jóvenes tiempos, al cruzar por un paseo-parque, en la soledad de la madrugada y la excitación del alcohol, sin proponérnoslo, encontramos un lugar oculto entre algunos arbustos y tuvimos el sexo más intenso que hayamos tenido en muchísimo tiempo.
A partir de ese momento —ya no importaba la distancia— cuando teníamos que volver de algún evento —si era de madrugada— teníamos ubicadas algunas plazas, parques y paseos, a los que acudimos —con toda la adrenalina de la transgresión— a descargar nuestra ardorosa, etílica y apasionada excitación.
Esto fue el inicio de un tiempo de ir descubriendo nuevas sensaciones y la búsqueda de situaciones que nos provocaran una mayor intensidad y excitación en los momentos de nuestra intimidad.
En ese in crescendo y, por comentarios diversos, comenzamos una suerte de búsqueda leyendo algunas historias eróticas que alimentaron y exacerbaron nuestras fantasías. Esto nos llevó a ver vídeos y películas. Luego llegaron los juegos, de los cuales ya te he contado. Así fuimos escalando hasta comenzar a salir a lugares nocturnos con el objeto de realizar algunas experiencias con otras personas. Al principio —sin tener muy en claro qué era lo que buscábamos— fuimos a una discoteca para gente adulta. Queríamos ver lo que pasaba.
No eran lugares de intercambio, de los cuales solo tenemos vagas referencias.
Durante algunos fines de semana, y después de visitar algunos bares y discotecas de similares características, decidimos que había llegado el momento de soltarse.
Estaba bailando con dos tipos. Uno me había agarrado de la cadera y descaradamente afirmaba toda su virilidad sobre mis glúteos. Cuando el otro tipo ya se disponía a dar cuenta de mis generosos pechos, en ese momento, me giré para ver cómo Ramiro gestionaba todo eso. Cuando lo vi en la misma situación en la que yo estaba, pero con dos mujeres preciosas, me acerqué a él, lo agarré de la mano y nos fuimos del lugar.
En otra ocasión le propuse salir sola a la pista. Se me vinieron encima dos tiburones; se repitió una situación parecida a la vez anterior. Cuando fui a la barra, Ramiro estaba de espaldas a la pista y, cuando se giró, su mirada era como de hielo. Estaba claro que a ninguno de los dos nos seducía la idea de ver a nuestra pareja con otra persona. Decidimos no buscar por ese lado.
Quisimos volver a la bohemia juvenil, las caminatas y los juegos anteriores, pero no resultó. Para evitar el tedio que surgió de ese parate, nos metimos de lleno en nuestros respectivos trabajos. El tiempo transcurrió. El incremento laboral, en mi caso, no sació nada.
Si bien el vernos más espaciadamente le daba cierta intensidad a nuestros encuentros, no podía evitar sentirme un tanto insatisfecha. La monotonía me estaba matando.
Una tarde-noche bajé del taxi e ingresé al gimnasio, me cambié y comencé en los distintos aparatos mi rutina de movimientos y ejercicios. Siendo las 21,30 horas me retiré, al momento que también, junto conmigo, lo hacía una atlética y escultural joven.
Mientras nos dirigíamos hacia la salida fuimos intercambiamos algunas palabras. Me comenta que siempre viene de mañana pero cada tanto, como ahora, si no podía realizar su actividad física de mañana se llegaba para realizarlas a esta hora. Preguntó si esperaba a alguien. Le respondí:
—Normalmente vengo en auto pero por ahora está en el taller.
Estoy esperando que pase un taxi.
—Vas a tener que ir al bulevar, por aquí es muy raro que a esta hora pase alguno. —¡Bueno! Voy a tener que caminar dos cuadras.
—Yo también voy para allá a lo mismo.
—¡Ah! Bueno, vamos para el bulevar entonces.
—Hola, soy Samantha.
—Amanda, un gusto.
Empezamos a caminar y Amanda me cuenta algo curioso.
—Cuando te pares a la orilla de la acera, te lo cuento porque a mí ya me pasó. Es probable que, considerando el gran atractivo que tienes, al esperar por un taxi, se detenga algún tipo y te pregunte cuanto cobras.
—¡Queee!—-
—Jajaja. No te asustes. Con la llegada de la noche hay unas cuantas mujeres, por ese sector, ejerciendo la prostitución. Pero no te hagas problemas, nadie se atreve a meterse con ninguna de ellas ni alterar la tranquilidad. Hay un tipo que las cuida y por respeto o por temor a ese tipo, nunca hay problemas.
Esas mujeres trabajan para él y con él nadie se mete, ni con nadie que, por cuestiones aleatorias tenga que estar o pasar por ahí. El negocio debe transitar por carriles de serenidad.
—Cuando salgo del gimnasio, con mi auto, tengo que ir para el lado opuesto al bulevar, por eso nunca reparé en esos detalles.
Llegamos al bulevar y para no tener que atender ninguna indecorosa oferta
comenzamos a caminar por la vereda. Lo hacíamos lentamente sin detenernos y, a la espera que pase un taxi. Cuando nos fuimos acercando a una esquina, no muy iluminada, observo a un tipo de contextura física importante, muy parecida a la de Ramiro. Cuando estuvimos cerca lo pude ver con mayor detenimiento. El tipo era de hombros anchos, cabellos largos, piel morena, ojos claros y, su cara, cruzada con una fina y apenas perceptible cicatriz, que le daba a su figura un marcado toque de reciedumbre.
Cuando pasé cerca de él me miró fijo a los ojos con un dejo malévolo y perverso. Sentí como si ciento de agujas atravesaran todo mi cuerpo. Quedé hipnótica en su mirada.
En ese momento, Amanda, detiene un taxi y por seguir mirando a ese tipo, caminé hacia el taxi retrocediendo y tropecé. De no ser por Amanda, que me sostuvo, hubiera caído al piso para quedar tirada de cúbito dorsal.
Stella Maris estaba afectada emocionalmente por las circunstancias que atraviesa su querida amiga Samantha, con la que compartieron toda una vida llena de afectos, aventuras y complicidades. Una hermana, así se consideraban, y siempre fueron inseparables.
Se conocieron al inicio de la educación primaria. Una infancia llena de juegos y travesuras, y una adolescencia plena de asombros y descubrimientos.
Sin llegar a creérselo y sin participar del grupo de las engreídas, eran consideradas las diosas del colegio secundario: preciosas y con físicos envidiables.
Han pasado los años y la vida las convirtió en esposas, madres y destacadas profesionales.
Es por eso que cuando Stella Maris recibió, en horas de la tarde, un sobre enviado a través de un correo local, que había sido despachado esa misma mañana, al constatar que el remitente era de su querida amiga, no pudo evitar estremecerse.
Al abrirlo, pudo ver un texto de varias carillas separado en dos partes. Por las características del mismo, se dio cuenta de que el primero, más extenso, había sido escrito con anterioridad y el segundo, más breve, fue redactado recientemente. No supo qué hacer. Los acontecimientos recientes, que involucran a su querida amiga, la tienen totalmente preocupada.
Stella Maris trató de serenarse y, después de un breve ejercicio de relajación, se dispuso a leer la misiva.
…
Queridísima amiga y hermana:
El motivo por el cual te envío esta carta está relacionado con todo aquello que tantas veces te he contado y, otras tantas, hemos conversado y discutido.
A pesar de tus insistencias y tus súplicas, no pude parar todos aquellos acontecimientos que terminaron precipitando el devenir de todo lo sucedido.
A continuación, te envío la historia de lo ocurrido, para que puedas comprender las razones de mi determinación.
…
Cuando Ramiro y yo notamos los cambios que se fueron produciendo en nuestra cotidianidad —que comenzaron a ser más evidentes cuando nuestros hijos se fueron a otra ciudad para ingresar a la universidad— sin reparar en esta nueva circunstancia, seguimos nuestra rutina con la misma dinámica de siempre, hasta que nos dimos cuenta de que debíamos bajar algunos cambios. Pasamos de quinta a tercera velocidad en poco tiempo y un cierto tedio nos invadió. Nos costó adaptarnos a esta nueva etapa en nuestras vidas. Comenzamos a disponer del tiempo y del espacio que antes ocupaban nuestros hijos.
No sabíamos qué hacer con él. Ramiro, con cuarenta y dos años, y yo, con treinta y nueve, lentamente nos fuimos dando cuenta de esos cambios.
Como consecuencia de cierta abulia en nuestro día a día, fuimos perdiendo comunicación, y el silencio que nos atormentaba nos obligó a espabilarnos.
Sin proponérnoslo, comenzamos a salir de esa apatía intentando tener una vida social más intensa que, por las razones ya expuestas, antes no teníamos.
Creo que todo se fue dando con cierta naturalidad. Cruzarse con algún conocido o amigo que terminan invitándote a alguna reunión o evento donde te encuentras con amigos de toda la vida, como lo eres tú, y con unas cuantas nuevas amistades que, con el tiempo, fueron surgiendo. Así fue que comenzamos a tener una importante actividad social, participando en reuniones, eventos, juegos y charlas.
Por una cuestión de coincidencia, con algunos de nuestros amigos, solíamos tener encuentros casi cotidianos, frecuentando el mismo bar para tomar un café o algún trago después de nuestras obligaciones diarias. Eran habituales las reuniones y tertulias —algunas vespertinas y otras hasta altas horas de la noche— donde intercambiamos puntos de vista sobre temas diversos o comentarios sobre libros, cine, series y lugares de recreación. Este intercambio de datos y pareceres nos permitía acudir a distintos tipos de eventos artísticos, culturales y, cada tanto, emprender algún viaje de paseo a lugares que, por sugerencias, deseábamos conocer.
Esto nos permitió —después de toda una vida dedicada a nuestras actividades y obligaciones— volver a pensar en nosotros como pareja. Fue como volver a nuestra primera juventud. Sin dejar de lado las diversas preocupaciones, con frecuencia, salíamos a distraernos: cine, recitales, etc.
Contábamos con ese tiempo para la distensión y, si me permitís, “una cierta bohemia evocativa de nuestra ya lejana juventud”.
Con el transcurrir del tiempo, adquirimos el hábito de salir a caminar y, en forma distendida, conversar o simplemente disfrutar de un paseo.
Cada vez que acudimos a algún evento de los ya mencionados, en más de una ocasión —para no tener que cuidarnos con las bebidas— utilizamos el servicio de taxi o cualquier otra alternativa de ese tipo. Si la distancia del regreso no era considerable, nos encantaba regresar caminando. Esto también era parte de nuestra bohemia evocativa. ¿Te acordás de las caminatas cuando éramos jóvenes? ¡Esas charlas eran maravillosas!
Regresando de un evento, en una de esas tantas caminatas y como homenaje a aquellos jóvenes tiempos, al cruzar por un paseo-parque, en la soledad de la madrugada y la excitación del alcohol, sin proponérnoslo, encontramos un lugar oculto entre algunos arbustos y tuvimos el sexo más intenso que hayamos tenido en muchísimo tiempo.
A partir de ese momento —ya no importaba la distancia— cuando teníamos que volver de algún evento —si era de madrugada— teníamos ubicadas algunas plazas, parques y paseos, a los que acudimos —con toda la adrenalina de la transgresión— a descargar nuestra ardorosa, etílica y apasionada excitación.
Esto fue el inicio de un tiempo de ir descubriendo nuevas sensaciones y la búsqueda de situaciones que nos provocaran una mayor intensidad y excitación en los momentos de nuestra intimidad.
En ese in crescendo y, por comentarios diversos, comenzamos una suerte de búsqueda leyendo algunas historias eróticas que alimentaron y exacerbaron nuestras fantasías. Esto nos llevó a ver vídeos y películas. Luego llegaron los juegos, de los cuales ya te he contado. Así fuimos escalando hasta comenzar a salir a lugares nocturnos con el objeto de realizar algunas experiencias con otras personas. Al principio —sin tener muy en claro qué era lo que buscábamos— fuimos a una discoteca para gente adulta. Queríamos ver lo que pasaba.
No eran lugares de intercambio, de los cuales solo tenemos vagas referencias.
Durante algunos fines de semana, y después de visitar algunos bares y discotecas de similares características, decidimos que había llegado el momento de soltarse.
Estaba bailando con dos tipos. Uno me había agarrado de la cadera y descaradamente afirmaba toda su virilidad sobre mis glúteos. Cuando el otro tipo ya se disponía a dar cuenta de mis generosos pechos, en ese momento, me giré para ver cómo Ramiro gestionaba todo eso. Cuando lo vi en la misma situación en la que yo estaba, pero con dos mujeres preciosas, me acerqué a él, lo agarré de la mano y nos fuimos del lugar.
En otra ocasión le propuse salir sola a la pista. Se me vinieron encima dos tiburones; se repitió una situación parecida a la vez anterior. Cuando fui a la barra, Ramiro estaba de espaldas a la pista y, cuando se giró, su mirada era como de hielo. Estaba claro que a ninguno de los dos nos seducía la idea de ver a nuestra pareja con otra persona. Decidimos no buscar por ese lado.
Quisimos volver a la bohemia juvenil, las caminatas y los juegos anteriores, pero no resultó. Para evitar el tedio que surgió de ese parate, nos metimos de lleno en nuestros respectivos trabajos. El tiempo transcurrió. El incremento laboral, en mi caso, no sació nada.
Si bien el vernos más espaciadamente le daba cierta intensidad a nuestros encuentros, no podía evitar sentirme un tanto insatisfecha. La monotonía me estaba matando.
Una tarde-noche bajé del taxi e ingresé al gimnasio, me cambié y comencé en los distintos aparatos mi rutina de movimientos y ejercicios. Siendo las 21,30 horas me retiré, al momento que también, junto conmigo, lo hacía una atlética y escultural joven.
Mientras nos dirigíamos hacia la salida fuimos intercambiamos algunas palabras. Me comenta que siempre viene de mañana pero cada tanto, como ahora, si no podía realizar su actividad física de mañana se llegaba para realizarlas a esta hora. Preguntó si esperaba a alguien. Le respondí:
—Normalmente vengo en auto pero por ahora está en el taller.
Estoy esperando que pase un taxi.
—Vas a tener que ir al bulevar, por aquí es muy raro que a esta hora pase alguno. —¡Bueno! Voy a tener que caminar dos cuadras.
—Yo también voy para allá a lo mismo.
—¡Ah! Bueno, vamos para el bulevar entonces.
—Hola, soy Samantha.
—Amanda, un gusto.
Empezamos a caminar y Amanda me cuenta algo curioso.
—Cuando te pares a la orilla de la acera, te lo cuento porque a mí ya me pasó. Es probable que, considerando el gran atractivo que tienes, al esperar por un taxi, se detenga algún tipo y te pregunte cuanto cobras.
—¡Queee!—-
—Jajaja. No te asustes. Con la llegada de la noche hay unas cuantas mujeres, por ese sector, ejerciendo la prostitución. Pero no te hagas problemas, nadie se atreve a meterse con ninguna de ellas ni alterar la tranquilidad. Hay un tipo que las cuida y por respeto o por temor a ese tipo, nunca hay problemas.
Esas mujeres trabajan para él y con él nadie se mete, ni con nadie que, por cuestiones aleatorias tenga que estar o pasar por ahí. El negocio debe transitar por carriles de serenidad.
—Cuando salgo del gimnasio, con mi auto, tengo que ir para el lado opuesto al bulevar, por eso nunca reparé en esos detalles.
Llegamos al bulevar y para no tener que atender ninguna indecorosa oferta
comenzamos a caminar por la vereda. Lo hacíamos lentamente sin detenernos y, a la espera que pase un taxi. Cuando nos fuimos acercando a una esquina, no muy iluminada, observo a un tipo de contextura física importante, muy parecida a la de Ramiro. Cuando estuvimos cerca lo pude ver con mayor detenimiento. El tipo era de hombros anchos, cabellos largos, piel morena, ojos claros y, su cara, cruzada con una fina y apenas perceptible cicatriz, que le daba a su figura un marcado toque de reciedumbre.
Cuando pasé cerca de él me miró fijo a los ojos con un dejo malévolo y perverso. Sentí como si ciento de agujas atravesaran todo mi cuerpo. Quedé hipnótica en su mirada.
En ese momento, Amanda, detiene un taxi y por seguir mirando a ese tipo, caminé hacia el taxi retrocediendo y tropecé. De no ser por Amanda, que me sostuvo, hubiera caído al piso para quedar tirada de cúbito dorsal.
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