El puente

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Invitado
Este relato es algo diferente a lo que he publicado hasta ahora. Tiene un componente un poco más perturbador.


El puente

Alba miró hacia abajo. No se veía absolutamente nada. Pero ella sabía la altura. Mucha. Suficiente para saber que no podría fallar. Era verano y el río estaba seco. Casi no había luna. Cielo precioso, tachonado de estrellas. Le encantaban las estrellas. Y la luna llena. Pero no se podía tener todo. Ella lo sabía. O luz intensa o pequeños destellos de belleza. Nunca había tenido todo. Relaciones familiares complicadas. Más complicadas todavía con sus parejas. Además, desidia, desinterés, apatía, aburrimiento. Mal cóctel. El último desengaño fue la puntilla. Solo estaba agarrada a la barandilla con las manos por detrás. Le costó ponerse delante. Estuvo media hora. No porque no lo tuviera claro; es que su cuerpo se rebeló contra su mente y no le obedecía. Y no lo entendía. Daba la orden y simplemente su pierna izquierda no quería sortear la barandilla. Ni su mano ayudarla a superarla. Pero poco a poco, como en cámara lenta, logró ponerse en posición. Y ahí llevaba otra media hora. Preparada. Era una chica atractiva, con muy buen tipo. Deseada. Podía aspirar a lo que quisiera. Y siempre buscaba el más guapo o el más rico. Alguien con ese más para rellenar todos sus menos. Y todos la decepcionaban. Hasta que entendió que posiblemente los chicos no tenían toda la culpa. Simplemente, era insoportable, también para ella misma. Y comprendió que estaba de más. Y allí estaba, dispuesta a jugar su última carta: Ser ella la que decidiera su destino por primera y última vez.
Bajó la mirada una vez más, y su pie izquierdo quedó suspendido en el aire. Entonces escuchó lo siguiente:
-¿Estás completamente segura, es decir, 100% segura que la decisión que vas a tomar es la correcta? Si te queda una mínima duda, un resquicio, algo simplemente, déjame que te proponga algo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Alba. Sus manos se agarraron con fuerza a la barandilla. No quería girar la cabeza, no quería mirar. Pero la curiosidad la venció. Y poco a poco su cuello se movió. Y allí lo vio. Recordó esa cara toda su vida. Un chico moreno, algo desaliñado, que llevaba un pastor alemán amarrado a su mano. Estaba de pie, como a unos diez metros. Su voz sonó tan naturalmente sosegada, tranquila y segura que la cautivó. Y la amarró con lazos invisibles a la barandilla.
-Ni se te ocurra acercarte o me tiro. - Gritó Alba.
-Bueno, es lo que ibas a hacer de todas maneras, ¿no? Da igual que me acerque o no. O quizás hayas cambiado de opinión. ¿Me permites que te haga una propuesta? -dijo el chico.
Alba lo miró fijamente. El chico no estaba lo suficientemente cerca como para agarrarla, ni parecía que fuera a hacerlo. Así que se relajó un poco y le dijo:
-Aléjate. Estás demasiado cerca.
-Sin problema. Pero, ¿me escucharás después? -dijo el chico.
Alba lo miró, miró al perro, sentado y expectante, pensó unos segundos su respuesta y, finalmente, asintió.
El chico supo entonces que la había salvado.
Entonces tiró de la correa hacia atrás y retrocedieron unos pasos.
-¿Qué quieres decirme? -espetó Alba.
-Quiero invitarte a salir.
Alba se quedó sin reacción. Repitió las palabras en su mente para comprobar si había escuchado bien. No entendía nada. No podía procesar esa información. La dejó sin defensas. Es como si hubiera oído palabras de un idioma extraño para ella. Entonces el chico continuó:
-Nos conocemos, aunque es evidente que tú no te acuerdas de mí. Fue hace unos meses, en el bar Sónico. Nos presentaron, nos dimos dos besos y ni hablamos. No es porque yo no quisiera; es porque te diste la vuelta. No me diste ni la oportunidad de presentarme. Y lo voy a hacer ahora. Seguro que ahora me escuchas; no hay nadie más. Soy Carlos, y te he visto varias veces en ese y en otros bares. Tenemos un amigo mutuo. Nunca tuve la oportunidad idónea para hablar contigo. Y mira por donde, estamos hablando ahora. El escenario es un poco extraño, pero me vale. ¿A ti también? -dijo Carlos esbozando una seductora sonrisa, a la vez que divertida.
Alba no pudo evitar sonreír. Y automáticamente se dio cuenta. ¿qué coño haces? ¿Estás sonriendo ahora? La situación era tan extraña que le entraron ganas de reír. Y hacía mucho tiempo que no tenía esa sensación. La descolocaba.
-No sé qué es lo que esperas de mi. No sé que hacías por aquí a las 3 de la madrugada, en las afueras del pueblo. -dijo Alba, ahora con voz temblorosa.
-Empiezo por el final: muchas noches me levanto. No puedo dormir. Entonces saco a Sinvergüenza a pasear. Le encanta salir por la noche. Con respecto a lo primero, simplemente espero que me digas que sí.
A Alba se le escapó entonces una lágrima. Lo miró y le dijo:
-No tienes ni idea de lo que me pasa. No me conoces. No soy una chica normal. Te decepcionaría.
La lágrima llegó a su cuello y se fundió con el jersey.
-Déjame que sea yo quien decida eso. -respondió Carlos, ahora con una voz grave, intensa.
-No sé porqué estoy hablando contigo. Te odio. Me estás complicando el plan. ¿Por qué estás aquí? - Alba empezó a sollozar.
-Creo que porque tenía una cuenta pendiente contigo. He intentado muchas veces hablar contigo, pero nunca estabas sola. Vistas las circunstancias de esta noche, me voy a saltar los preliminares. Te invito a cenar mañana noche. Te recojo a las 9 en la estación de autobuses. Vamos fuera del pueblo a un sitio que me gusta mucho. Dame solo esta oportunidad. Prometo no agobiarte. -dijo Carlos.
Si antes estaba descolocada, ahora sí que no entendía nada. ¡Te acaban de pedir una cita! ¡En un puente! ¡A punto de tirarte! Pero, ¿esto qué es? De repente, miró hacia abajo, y sintió un vértigo insoportable. Se agarró con tanta fuerza a la barandilla que no sentía las manos. Entonces, escuchó de nuevo a Carlos:
-¿Te importa si me acerco y te ayudo?
Su voz sonó como lo que necesitaba. Como el paso atrás que su corazón le pedía ahora. Como sentido común en medio de la locura, como orden en medio del descontrol, como calma en el ojo de la tormenta.
-No, no me importa. Ayúdame.
Carlos se acercó y le extendió la mano. Ella la tomó y subió una pierna. Estaba totalmente anquilosada de los nervios y aterida de frío. Una vez a salvo, lo miró a los ojos. Él no supo si lo que vio era reproche o agradecimiento. Pero daba igual.
-Me gustaría acompañarte a casa. No se sabe quien puede estar por ahí a estas horas. Sinvergüenza nos protege. ¿Te parece? -dijo con una media sonrisa.
-Vamos. Tengo frío. Mucho frío. -respondió ella tiritando.
Caminaron en la noche estrellada. Era larga la distancia hacia el pueblo. Al principio iban en silencio. Pero después Carlos empezó a charlar de cosas intrascendentes. Pero le resultaba agradable escucharle. Era el tono de su voz. Le daba paz. Después él hizo un par de bromas y ella se rio. Parecía como si se conocieran desde hacía tiempo. Se sentía cómoda, simplemente. Y segura. A la media hora llegaron a la casa de ella.
-Bueno, ya hemos llegado. Gracias por acompañarme. No sé qué decirte. -dijo ella.
-No tienes que decirme nada. Solo un beso de despedida. Con eso me basta. -Dijo eso con una tranquilidad pasmosa. Entonces ella lo miró, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Entonces Carlos giró su cuello y la besó en los labios, primero suavemente. Ella se dejó hacer, y entonces él la besó con pasión, y ella le correspondió. Parecían dos jóvenes enamorados en un portal. Se abrazaron fuertemente, y sus manos se entrelazaron en las espaldas. Entonces se separaron para coger aire y sus caras estaban a escasos centímetros, con respiración entrecortada. Entonces él le dijo:
-Recuerda, nos vemos mañana a las 8 en la estación.
Alba no recordaba cómo llegó a la cama. Ni cuantas horas durmió, pero fueron muchas. Se levantó atontada, y se tomó dos cafés. Estuvo toda la mañana buscando una excusa para no acudir a la cena de la noche, y no encontró ninguna. A mediodía decidió empezar a arreglarse, y a las siete encaminó sus pasos a la estación. Llegó media hora antes de la cita, y se dedicó a mirar la gente tan interesante que había allí de paso. Eso la entretenía enormemente.
Carlos llegó puntual y le hizo un gesto que se subiera al coche. Ella lo hizo. Se saludaron amigablemente y emprendieron la marcha. Los dos intentaban ocultar su nerviosismo y excitación como podían. Llegaron al restaurante. La conversación era fluida, y los dos hablaron sin tapujos. No tenían tiempo que perder. Necesitaban conocerse pronto. Después de la botella de vino todo resultó más fácil. Las miradas eran tan intensas que el camarero ni se acercaba. Pidieron la cuenta.
-¿Quieres ir a casa o prefieres hacer otra cosa?- dijo Carlos.
-¿Qué propones? - respondió Alba.
-Ven a mi casa. -respondió sin tapujos Carlos.
-De acuerdo. Pensé que no me lo ibas a pedir nunca. -dijo ella con ojos brillantes.
La llave no quería entrar. El cuerpo de Alba se interponía entre él y la puerta. Intentaba acertar a ciegas. Literalmente. Sus lenguas se entrelazaban, sus dientes chocaban, sus sexos se deslizaban arriba, abajo, a un lado, al otro. Sus ojos cerrados. Las dos manos de ella en el culo de él, la lengua de Carlos deslizándose desde su cuello hasta su oreja. Finalmente, la llave entró en el cerrojo. No lo hizo antes porque lo intentó torpemente, con prisas. Pero cuando buscó con el dedo suavemente el orificio de entrada y lo encontró, la llave entró despacio, poco a poco, diente a diente, hasta que finalmente topó. Entonces giró a un lado y después a otro, y tiró. Entonces la puerta se abrió con un susurrante gemido, hasta que se quedó de par en par. Carlos la empujó y el culo de Alba abrió. Por el pasillo iban agarrándose las caras con ambas manos. De repente, desaparecía una y se quitaba un zapato. Después otra, la falda, o el pantalón, andando a pata coja. Más tarde otra mano tiraba de la camisa y hacía saltar los botones. Y todo eso sin que sus bocas se separaran lo más mínimo y con los ojos completamente cerrados, como cuando disfrutas el manjar más delicioso. Carlos la cogió de la mano y la dirigió al salón.
-Voy a poner música. Y a servir dos copas. Un segundo. -dijo con voz ronca y apasionada a la vez.
-Y yo al baño. ¡Dos segundos! -dijo Alba estallando en risas.
Fue rápido al baño y cerró la puerta. Lo que estaba pasando no era normal. Hacía veinticuatro horas miraba al vacío y ahora su corazón latía como cuando besó a su primer chico a los dieciséis. No era normal. No tenía sentido. Pero no podía evitarlo. Era imposible; ni se lo planteaba. Esa voz profunda la acariciaba por dentro, la hacía sentir segura y excitada a la vez. Y comprendió que no había hecho caso antes a ese chico simplemente porque no lo escuchó nunca. Y comprendió que siempre había sido una persona soberbia, distante, altiva. Una tremenda tristeza invadió su corazón. Pero, pasados unos segundos, como si de una montaña rusa se tratara, sintió que el primer paso para ser feliz era reconocer y cambiar sus errores. Y esa noche estaba con la persona que iba a exorcizar sus demonios para siempre.
Cuando salió del baño una dulce música portuguesa acarició sus oídos. Era fado, música triste, armoniosa. Carlos se acercó por detrás y le ofreció una copa de champagne. Bebieron los dos mirándose fijamente. Y las dos copas terminaron en el suelo.
En medio del torbellino, Carlos terminó tendido en el suelo y ella encima de él. Entonces Alba empezó a restregar su tanga en el slip de él. Y Carlos la atrajo hacia si y la besó profundamente. Mientras se besaban, los dos se desnudaron completamente. Entonces Alba bajó poco a poco hasta que llegó a su miembro. Entonces lo lamió de arriba abajo, como una gatita que saborea la leche en su pata. Este crecía poco a poco, e investigaba en el interior de su boca. Ella abría y cerraba la puerta de sus labios, para dificultar la entrada y salida y para conseguir hacerle ver en el horizonte el paraíso. Entonces Carlos se giró y cambió la posición: ahora era él quien mandaba. Repitió el ritual: bajó poco a poco hasta que llegó a su coño. Allí se entretuvo un rato por los alrededores. Si notaba que las caderas se movían, insistía. Si notaba que la pelvis subía y bajaba, actuaba. Y cada vez más rápido, y cada vez más intenso. Dedos, labios y lengua trabajaban en perfecta coordinación. Y entonces el cuerpo de Alba se arqueó y varios latigazos disfrazados de espasmos recorrieron su cuerpo y sonrosaron sus mejillas.
Cuando recuperó la respiración, se hizo otra vez con el mando. Cogió la polla y se la metió en su mojadísimo coño, y empezó a cabalgarle. Los gemidos de uno y otro se sucedían. Y pasaron a ser grititos. Y se aceleraron. Él le agarró el culo con fuerza, marcando sus dedos en su carne, y ella movía sus caderas haciendo que la polla tocara sus terminaciones más profundas, y que su clítoris rozara placenteramente con el pubis de Carlos. A la vez se besaban y se soltaban buscando aire vital para seguir ese ritmo frenético. Entonces Carlos se bajó de la cama y la puso a cuatro patas. La penetró primero suavemente, pero fue un espejismo: en unos segundos las embestidas aumentaron de ritmo e intensidad. Las manos de Alba agarraban como podían las sábanas, y sus gritos de placer no hacían sino aumentar el ritmo de él. Después Carlos paró y fue ella la que se movía, queriendo más, y más dentro. Después ella se bajó de la cama, puso una pierna encima y le dijo con voz ansiosa, invadida por la lujuria:
-¡Fóllame por detrás, rápido!
Él se levantó como un resorte y se puso a sus espaldas. Se ayudó con la mano para introducirle la polla suavemente, pero la visión de la mujer de su vida pidiéndole placer mirándole de reojo le hizo embestirla con fuerza, viendo su boca entreabierta. Metió dos dedos de su mano derecha en la boca y después los puso en su coño, abriendo sus labios, frotándole el clítoris, jugando con sus ingles, como un complemento perfecto a lo que estaba pasando por detrás. Alba giró su cuello y ofreció su lengua para que él hiciera lo que quisiera con ella. Y entonces le pellizcó un pezón con la mano izquierda y la combinación de todos los estímulos hizo que se corriera en un grito final, derrumbándose después en la cama. Una parte de Carlos entró en ella en un orgasmo sincronizado, y después se deslizó poco a poco entre sus piernas. Quedaron abrazados, desnudos, dormidos, felices.
Alba se despertó por la mañana temprano. Fue al baño y, al regresar, se quedó de pie apoyada en una esquina, observando a Carlos. Estaba profundamente dormido. Su cuerpo desnudo se mostraba en toda su belleza. Su rostro mostraba serenidad. Estuvo así unos minutos, repasando lo que habían sido los últimos dos días de su vida. Y seguía sin entender nada. No comprendía porqué se sentía tan feliz. Siempre había pensado que no se lo merecía. Pero Carlos le hacía sentirse diferente. Su voz, su aura, su alegría, su naturalidad. Por un momento sintió tristeza por no haberle prestado nunca atención, y pensó en el tiempo perdido. Y decidió en ese preciso instante que se querría más a sí misma y haría lo posible para colmar a Carlos de todo ese amor que tenía guardado dentro.
 
Hola, buenas noches.

Me gusta, perturbador, no mucho.

Saludos y gracias.

Hotam
 

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