EL SEÑOR CANO

xhinin

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25 Jun 2023
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Me había jubilado unos meses antes de que mi hija pequeña nos anunciara que estaba embarazada. La crisis derivada por la pandemia hizo que ella perdiera el trabajo y el embarazo llegó sin esperarlo. Con la mayor, ya nos habíamos comprometido a ayudarla en su boda, por lo que aquella noticia trastocaba, no sólo los planes, sino los ahorros de la familia, ya que no estábamos dispuestos a que la preñada se casara sólo por eso: no tenía una relación en la que se pudiera apreciar una cierta estabilidad.

Durante las semanas siguientes, como podréis imaginar, mi mujer y yo dormimos poco y pensamos mucho en el futuro que, con la pensión que reducía ligeramente los ingresos y las situaciones que se nos avecinaban, tendríamos que reinventar.

Fue al final de esas semanas cuando nos sentamos a hablar de lo que habíamos querido evitar en los días anteriores:

Tenemos que volver a ofrecernos -dijo ella mirándome a los ojos-.

Al principio de nuestra relación ya nos habíamos hecho con buenas aportaciones gracias al sexo. Al principio fue puro morbo: la primera vez me hizo desnudarme para una amiga suya de la infancia que reconocía no haber visto nunca un pene y que sabíamos que no volveríamos a ver. Me desnudé por completo, mientras mi mujer iba acariciándome, hasta lograr que mi polla se pusiera dura como una piedra, para invitarla a chupar, para animarla a que fuera yo quien la desvirgara, prometiendo que sería dulce y delicado. Mi mujer nos acompañaba, tomando sus manos, susurrándole consejos, mientras yo me excitaba más y más.

Aquella semana nuestros polvos mejoraron, pues ella ya se mostraba conmigo como una auténtica jefa sexual y me obligaba a follarla cómo y cuándo ella quería, dejándome claro que también me ofrecería a otras.

Más tarde puso anuncios en periódicos de localidades cercanas para follar a solteronas o viudas y desvirgar mojigatas, según le apeteciera. Nos desplazábamos en coche, dejándome solo en otras, y al finalizar, ellas le pagaban para, habitualmente, repetir meses más tarde.

Ella, después, las llamaba para que le contaran cómo había ido, qué les había o me habían hecho, para probar después conmigo.

También aprovechaba, a veces, para buscar tíos con los que ella pudiera disfrutar, normalmente mayores que yo, a los que ponía cachondos por teléfono, delante de mí, mientras mi verga se ponía dura reclamando su atención, para finalmente decirme cuándo les haría una mamada o se los follaría. Cuando regresaba, me follaba con ansia, pidiéndome que se la metiera entera, haciéndome saber que los demás no la llenaban…

Paramos en varias ocasiones la actividad, principalmente por las niñas, y también por ellas volvíamos a ofrecer esos servicios, para procurarles una buena vida que no lográbamos cubrir con los trabajos honrados que desempeñábamos.

Ya estamos mayores para eso, además, la última vez no fue muy positivo.

Ella me llamó mientras estaba en el trabajo: había pedido el día libre para dar un empujón a nuestra cuenta corriente y que le echaran un polvo tres o cuatro tíos que habían ofrecido una buena suma de dinero. Estaba llorando, pues, al final, la situación no había sido tan placentera como otras. Acostumbrada como estaba a dominar la situación, se había visto atada en una cama, con los ojos cerrados, mientras ellos la follaban como si de una muñeca se tratara, sin delicadeza ninguna, en un motel de la autovía. Eso sí, pagaron incluso más de lo acordado, dejando claro que no la volverían a llamar, que no repetían con las mismas putas.

Pasaron varios días hasta que hablamos del asunto y decidimos que ella no se expondría más y yo sólo lo haría si no había más remedio.

Ella se acercó y me comenzó a palpar el paquete. Lo hacía con fuerza, sin hacer daño, pero dejando claro que lo poseía, haciéndome saber que lo deseaba, y que le excitaba compartirlo. Era así como, habitualmente, me lo magreaba delante de las “clientas” que me buscaba. Después de tanto tiempo la excitación era mayor, o al menos así me parecía. Me empecé a empalmar, sabiendo que ella no me permitiría desahogarme, que no me la sacaría siquiera del pantalón, hasta que no le dijera que sí.

Intenté hacerme el duro, que no se diera cuenta de que estaba deseando decirle que sí, que me vendería como ya habíamos hecho muchas veces. Realmente no estaba seguro: habíamos envejecido mucho, y no tenía claro que un jubileta, canoso y con barriga, fuera deseable para mujeres que estuvieran dispuestas a pagar por servicios sexuales, pero mi picha parecía ir en contra de mi pensamiento.

Quería que ella me la meneara, que me sacara la leche que desde hacía días estaba acumulando. Ella mientras tanto me susurraba cerdadas, me hacía ver lo que disfrutarían conmigo, con mi pene grueso y grande, cómo me utilizarían y me tendrían a su merced, hasta que finalmente acepté.

Me dejó jadeando, con la polla endurecida bajo los pantalones, luchando por encontrar libertad tras los slips ajustados que me compraba, mientras se ponía delante de mi:

Voy a sacarte unas cuantas fotos. Te ofreceré por internet.

Ella prometió difuminar la cara para convencerme, así que, con el paquete henchido, comencé a posar mientras me desvestía, posando como ella me iba indicando, preparado para terminar la sesión en cuanto escucháramos la puerta de casa.

Publicó mis fotos en una página de internet y, poco tiempo después, ya tenía algunas ofertas. Ella, como siempre, establecería contacto para acordar precios y decidir qué y qué no podríamos hacer en el encuentro. Me comentaba después, sin aclararme si estaba más decidida por unas u otras, dejando claro que sería ella quien decidiera y que, pese a que me comentaba, no sabría todo lo pactado. Aquello, sinceramente, me calentaba bastante.

El día llegó: ellas tenían un viaje de chicas (creo que mi mujer lo planeó para dejar vía libre y permitir que la venta se hiciera realidad) y yo, tendría que marchar fuera para cumplir con el ofrecimiento de mi mujer.

Me comentó poco. Me grabarían, pero no se me reconocería; no sería el único vendido y tendría que obedecer a lo que me propusieran, que ya estaba pactado. Aunque le pregunté varias veces, no me quiso confirmar si serían tías o tíos quienes me usarían: aunque me había dejado mamar por algún tipo en algún momento, ella tenía la fantasía de jugar con mi trasero y sabía que no era descartable que permitiera que me lo hicieran para repetir después ella.

Llegué al aeropuerto de aquella ciudad, el punto de encuentro, a mediodía: aunque me pagaban los gastos de avión había preferido viajar en coche. Debía buscar al chofer, que estaba esperando al “señor Cano”, que, obviamente, no es mi identidad real. Cuando dí con él, me llevó hasta un mercedes y me abrió la puerta trasera. Allí esperaba una mujer que me repasó de arriba abajo con la mirada antes de permitirme entrar.

Mi mujer había decidido mi vestuario: camisa de lino, fina, casi transparente, de un verde claro, que se ajustaba a mi barriga y a mi pecho, dejando clara la posición de mis pezones, pequeños pero siempre erectos. La llevaba abierta ligeramente porque a ella le gustaba que se viera mi piel, sonrosada, con algo de vello rizado. El pantalón, un chino beis también fino y bastante ajustado, marcaba mi paquete que, según ella, era uno de mis atractivos.

Pasé y me senté junto a la chica:

Hola, esclavo -dijo sin dejar de apartarme la mirada-.

Saludé, sin disimular mis nervios.

No te imaginaba tan alto: espero que estés cómodo -me dijo, mientras me sentaba a su lado-.

Ella se presentó conforme el coche comenzaba a avanzar. No era más que una de las chicas de la productora que grabaría la “fiesta” y, en el trayecto hasta el destino, me iba a preparar, según las condiciones que hubiera puesto mi mujer.

Lo primero que me pidió fue que desabrochara la camisa. No intenté enseñar nada en concreto, pero la barriga, que, aunque se había rebajado en los últimos meses, seguía haciéndose notar, hizo que la camisa se abriera totalmente, dejando al aire mi torso.

Ella acarició con ternura el pecho al principio, después con más determinación, jugó suavemente con mis pezones.

  • Y esto, ¿lo hacéis por algo en concreto? -preguntó al parar, mirando mi entrepierna-.
  • Por dinero, siempre lo hemos hecho por dinero.
  • ¿no es la primera vez? -dijo mordiendo su labio inferior-.
  • No, pero nunca he sido un esclavo.
Contesté intentando no dar detalles, pero sin dejar de pensar en la situación en casa.

Cuanto mejor te portes, más dinero ganaréis. Los límites están establecidos, pero dentro de esos límites también podrás negarte a hacer o a que te hagan algo.

Mientras me lo explicaba había dejado de tocarme, pero ahora había colocado su mano sobre mi muslo, acariciando y acercándose poco a poco a mi entrepierna. Miré mi paquete, mi polla se marcaba totalmente, aún relajada.
 
Va por muy buen camino este relato, esperando seguir leyendo (y) (y)(y)
 
Fue ella quien abrió la bragueta y desabrochó la cintura del pantalón. Levanté ligeramente el trasero del asiento para que pudiera bajar ligeramente el pantalón. Por costumbre, me sentaba con las piernas ligeramente abiertas. El slip, algo transparente, no dejaba apenas hueco a la imaginación.

Entonces me pasó la máscara para que me la pusiera. Cubría todo mi cabello y parte de la cara, hasta la mitad, dejando al descubierto mi boca. Así fue haciendo fotos y subiéndolas, seguramente, a alguna página en la que los espectadores pudieran opinar.

Desnúdate ya, esclavo.

Comencé quitándome la camisa del todo, acaricié mi torso mientras ella seguía con el reportaje fotográfico. El pantalón fue lo siguiente. Iba doblando la ropa para dejarla a un lado. Acaricié mi paquete antes de bajar el slip para mostrarme totalmente, aún con la polla relajada.

Su cara, su cámara, no se apartaba de mi miembro que era algo más grueso y largo que el de la media. Siempre había tenido facilidad para empalmarme, así que lo levanté para que ella lo pudiera captar casi en su plenitud. El pellejo fue descubriéndose, mostrando la cabeza de la polla, y ella, tras chuparse el dedo, la acarició lentamente.

Mientras, yo intentaba ubicarme mirando fuera del coche: habíamos dejado tiempo atrás la civilización y no veía más que casas aisladas, a los lados de una carretera estrecha. Fue entonces cuando ella me colocó el collar, sin apretarlo demasiado, para después colocarme unas muñequeras de cuero también.

Unas cintas de colores, en los tobillos, fueron la última parte del vestuario.

  • Según los colores que tengas podrán hacerte unas u otras cosas -me dijo al colocarlas- ¿tu mujer te ha contado algo?
  • No -mi contestación fue seca, no tenía ganas de saber lo que, seguramente, ya no se podía cambiar-.
El coche se paró frente a una verja, que abrieron para llegar al garaje de una casa que se levantaba en la mitad de la parcela. Las luces del garaje mostraban a cinco o seis personas esperando, hombres y mujeres. Al otro lado, en unas gradas, varias sillas vacías.

La puerta del coche se abrió. Una chica gruesa me sacó del coche, agarrándome por el collar que me habían colocado. Sus tetas, con pezones amplios y relajados, se balanceaban mientras tiraba de mí, para situarme en el centro del garaje, sujetando las muñequeras de unas cuerdas gruesas que colgaban del techo.

Allí, desprovisto de ningún tipo de privacidad, me observaban mientras las sillas que tenía enfrente se iban ocupando. Hombres y mujeres de todo tipo se disponían a ver el espectáculo, vestidos o semidesnudos.

De las amas, una de ellas llamó poderosamente mi atención: tendría unos 70 años, muy delgada, con pinta de guiri y totalmente desnuda, indicando a los cámaras profesionales dónde y cómo colocarse mientras iban haciendo pruebas, supongo, de planos para filmar el espectáculo.

Fue ella quien, tras perderse de mi vista durante unos minutos, se arrodilló frente a mi polla. Pronto noté como empezaba a tocármela, descapullándola poco a poco para ponerla dura, sin prisas, por lo que le ayudé ligeramente. Una vez que estaba a punto me la mamó con suavidad, menos tiempo del que me hubiera gustado, la verdad.

Con suavidad, sin notar de dónde la había sacado, aplicó una crema fresca en pubis y testículos, cortando ligeramente la excitación que había generado, para, con cuidado, comenzar a rasurar mi sexo. Aquello debió ser idea de mi mujer: nunca le había permitido que lo hiciera, ya que no tenía excesivo vello y, sinceramente, la idea de que alguien me la pudiera ver pelada me avergonzaba.

Mientras una mano estiraba mi piel con la otra pasaba la cuchilla con cuidado, apurando en cada rincón, en cada pliegue, mientras yo, sin tener claro si era mejor que la tuviera dura o floja, trataba de que no bajara.

Una vez se sintió satisfecha, eliminó los restos de crema que habían quedado, pasando suavemente una toalla suave, para volver a metérsela en la boca, mientras yo me la miraba: no me la había visto tan despoblada desde que era un crío y, por supuesto, aquella picha no era la de un niño. Las caricias, las lamidas, se sentían distintas, sin que pueda explicar, realmente, la sensación.

Levanté ligeramente la cabeza comprobando que, enfrente, los espectadores no habían dejado de mirarnos mientras ella terminaba de mamármela para dejarme descansar un rato. Una muchacha, con túnica blanca, casi transparente, estaba de pie en el centro de los espectadores.

Comencé, entonces a notar manos anónimas acariciando mi cuerpo: se paseaban por mis pectorales, pellizcando y retorciendo mis pezones con intención de hacerme gemir, mi barriga, mis hombros, mi trasero, hasta que, de repente, una de las manos enganchó mis pelotas y tiró de ellas hacia abajo, haciéndome retorcer ligeramente. Me colocaron una especie de pulsera de cuero alrededor de los testículos, de la que colgaban varias cadenas: la tirantez hizo que la cabeza de mi pene quedará totalmente expuesta, lo que, unida a la erección, permitió que me acariciaran la punta sin miramiento ninguno.

El espectáculo había comenzado hacía ya un buen rato: todas las cámaras apuntaban hacia mi o hacia los espectadores que, sin apartar la vista, algunos, incluso, se masturbaban frente a nosotros. Yo me fijaba, principalmente, en las mujeres más maduras, que se tocaban los chochos, mostrándomelos o tapándolos para excitarme. Los tíos se pajeaban despacio, unos mirándolas a ellas, otros mirándome a mí.

El primer tirón lo sentí mientras observaba aquel espectáculo: al final de las cadenas que colgaban de mis pelotas habían colocado una cesta y, desde distintos puntos, varias amas parecían jugar al baloncesto con pelotas que, a juzgar por el tamaño, tenían distinto peso. La primera que había encestado logró, no sólo que el peso tirara hacia abajo, sino que mi polla se balanceara ligeramente. El resto, riéndose, iban tirando los distintos pesos que habían preparado, algunas después de rozárselo por la entrepierna, otras apuntando sin fijarse demasiado, dando en mi barriga, en mi pubis o en mi pene, que yo intentaba mantener duro.

Tras el juego, alguien volvió a acariciarme la espalda, los glúteos, buscando mi ojete entre los delgados cachetes de mi culo, mientras yo intentaba resistirme. Otras manos acariciaban mis pectorales que eran bastante finos y fibrosos, sin que aumentaran siquiera en épocas en que había engordado, donde los pezones, que aquellas manos acariciaban o pellizcaban, cada vez, quizá por la edad, estaban más duros.

Cuando la cesta, por el pesó, cayó, el alivio hizo que me retorciera, haciéndome consciente, de nuevo, de la desnudez de mi sexo, totalmente afeitado al principio de la sesión. Alguien tiró, entonces, de las cadenas que colgaban de la pulsera que apretaba mis pelotas para obligarme a ponerme de rodillas, sujetando entonces las cadenas a una gran piedra que me impediría incorporarme.

Frente a mí, con las piernas abiertas y tendida sobre un banco de musculación, el ama jefa ofrecía su raja, que comencé a lamer, a pesar de la incomodidad de llevar aún cogidas las manos al collar del cuello. Estaba totalmente pelada, carnosa, y se abría mientras con mi lengua y mi barbilla, excitaba sus labios, buscaba su clítoris, haciéndola gemir como lo cerda que era.

Las manos que continuaban acariciando mi cuerpo sudado, colocaron pinzas y cadenas que también se ataron a la piedra en mis pezones, tirando de ellas de vez en cuando. Mis glúteos eran azotados, como si no estuviera haciendo bien mi trabajo, exigiéndome que le lamiera bien el conejo a la “mamma”, que seguía gimiendo.

Cuando sujetaron mis manos para apartar mi boca de aquel coño que se había abierto totalmente al placer, ella lo abrió con una mano para excitar su clítoris con la otra y escupir sobre mi cara los jugos de su corrida. Varias cámaras se acercaron a nosotros, para recoger la escena fielmente, recordándome que todo estaba siendo grabado.
 
Te salió una noche perversa por lo visto, tu señora te vendió feo para obtener dinero a como diera lugar, esperemos sigas pronto.
 
Tras aquello liberaron mis pelotas y mis pezones, para obligarme a incorporarme de nuevo. Mi polla estaba dura como una piedra, pero dejaron que se relajara antes de seguir dándome caña, grabando mi cuerpo sonrosado y perlado por el sudor debido al esfuerzo, mientras otras cámaras recogían cómo, entre el público, cada vez más desnudo, los tíos se la meneaban mirándome a mi o a las chicas que también se masturbaban, unas con pollas de goma colocadas en los asientos y otras con sus propias manos.

Tardaron algo de tiempo en liberar mis manos del collar, para colocarlas en unos enganches en la pared que, por mi altura, me obligaban a apoyarme solo con la parte superior de mi espalda, con las piernas separadas, ligeramente adelantadas, ofreciendo mi sexo a quien lo deseara: varias mujeres pasaron para magrear mis pelotas, poniéndomela de nuevo morcillona; otras y otros pasaban para “abofetear” mi polla o para meneármela con rapidez por un breve instante, mientras yo miraba a la chica de enfrente, aún en la túnica transparente, notando como la mano de uno de los amos tapaba su sexo.

-Desnudad a la virgen y traedla para que se alimente.

La chica levantó los brazos, permitiendo que le quitaran la túnica, mostrando su blanca piel, perfectamente moldeada, de caderas anchas, pechos turgentes, de un tamaño medio, con pezones sonrosados y relajados. Los dos espectadores que tenía a los lados le cogieron las manos y la trajeron frente a mí.

-Di lo que quieres -dijo el ama a la que le había comido el coño anteriormente-.

Ella me miró fijamente: tendría unos veinte años, no más.

-Quiero comer nabo, ama.

El ama la arrodilló, dejando su boca a la altura de mi pene. Le abrió la boca con los dedos y, colocándose tras ella, le introdujo mi miembro, que comenzaba a hincharse. Apretaba su cabeza, poco a poco, contra mi pubis, obligándola a acogerla entera en su interior. Mientras ella se atragantaba, sus babas salían de su boca e impregnaban mis huevos y mis piernas. Mi cuerpo sudaba por el esfuerzo de mantener la postura forzada al estar atado a la pared.

Nunca había entendido la excitación de ver a alguien atragantarse, pero los esfuerzos de su boca sobre mi pene, como se sentía su presión, al principio obligada por el ama, para, posteriormente, ver cómo ella misma, por iniciativa propia, se forzaba en acogerla entera, conseguía que mi polla cada vez se hinchara más, deseando más de sus esfuerzos pese a lo forzado de la situación.

Cuando la esclava sintió que era suficiente se puso de pie, poniendo su cara a la altura de la mía, mostrando cómo sus esfuerzos se notaban en toda su cara, en sus ojos llorosos, para, con sus manos, pasear la punta de mi pene por su rajita mullida y excitada.

El ama la apartó y, entre varias personas, liberaron mis manos de los enganches de la pared para volver a engancharlas al collar que llevaba puesto y tumbarme boca arriba en el suelo. La joven se exhibió sobre mí, mostrando cómo su excitación lubricaba su sexo, mientras los espectadores nos rodeaban, la mayoría ya desnudos, y las cámaras se colocaban estratégicamente.

Ella se colocó sobre mi pene, que apuntaba orgulloso al techo, para, lentamente, en cuclillas, introducirlo en su vagina. Se dejó caer lentamente, para que penetrara en sus entrañas con cuidado, mientras mi polla notaba cómo su himen se abría lentamente, sin que ella se sintiera especialmente molesta, gracias a los flujos que su cuerpo había generado.

Comenzó a cabalgar mi polla mientras gemía, con las manos en su sexo, sintiéndose totalmente ajena a quienes nos rodeaban, gimiendo también, mientras se masturbaban, mientras las cámaras registraban el momento que, seguramente, serviría para disfrute de muchos más.

Traté de acompañar sus movimientos a los míos, moviendo mi cadera, ayudando a que mi polla llegara hasta lo más profundo, sintiendo cómo su vagina la rodeaba y se relajaba o apretaba en cada uno de los movimientos.

Sus manos, entre sus piernas, jugaban con su clítoris, mientras mi polla entraba y salía de ella. Yo, cada vez más excitado, observaba su cuerpo sudoroso, mientras sus pechos, con los pezones excitados, ligeramente empinados, saltaban frente a mí. Sus ojos se ponían en blanco por la excitación, su cuerpo se agitaba de emoción al sentir dentro mi pene duro.

Nuestros espectadores, zumbándose las pollas, comenzaron a correrse, la mayoría sobre ella, algunos sobre mí, haciendo que mi atención se desviara, recordándome que estaba siendo grabado, observado por muchos de ellos.

Sentí cómo mi escroto se comenzaba a endurecer, cómo se apretaban mis pelotas. Una de las espectadoras, al observarlo, me las palpó y avisó de que la corrida estaba cerca. Cerré los ojos, con la intención de dejarme llevar por todas aquellas sensaciones: comentarios, olor a lefa, las penetraciones en aquel conejo ansioso…

Mi cuerpo se estremeció con la primera corrida. Ella gimió, de una forma distinta, en cuanto sintió la leche. Una segunda corrida, con menor control que la primera, la siguió, mientras ella aumentaba la frecuencia de su cabalgada, consiguiendo hasta un tercer disparo de semen de mi interior. Mis piernas temblaban de la emoción, sobre todo al volver a sentir su vagina apretando mi pene.

Paró poco después, para tenderse sobre mi torso, mezclando las leches que me habían disparado, con las que ella había recogido en su cuerpo. Su vagina aún apretaba mi polla en su interior.

La levantaron cogiéndola de los brazos para, al salir mi polla, mostrar como su vagina soltaba la leche que yo le había inyectado que cayó sobre mi sexo algo más relajado.

Quedé allí, tendido en el suelo, totalmente expuesto a los espectadores, a los amos, que se acercaban para recoger leche, para lamerme las pelotas y la polla, para acariciar mis pezones, mi cuello, mis muslos… sin que yo pudiera reaccionar.

Perdí la noción del tiempo. Llegué, seguramente, a dormir, para recuperar fuerzas, hasta que, sintiendo que éramos muy pocas personas en el garaje, escuché el coche que me había llevado hasta aquella orgía. La chica que me había llevado hasta allí se acercó, preguntando si me encontraba bien, mientras liberaba mis manos del collar que aún llevaba al cuello.

Me levanté despacio. Palpé mi pubis, mis pelotas, totalmente pelados al principio de la noche. Mi mano y mi polla no se reconocieron, poniéndose de nuevo morcillona. Me invitaron a entrar de nuevo al coche, donde, supuse, me permitirían vestirme y me llevarían de nuevo al aeropuerto. Dentro me quité la máscara y ella me quitó el collar. El cansancio no me permitiría conducir hasta casa, por lo que decidí buscar algún lugar para descansar.

Pese a buscar con la mirada, no encontraba mi ropa. Ella, al darse cuenta, me contó que me llevaban a otro lugar, simplemente para que me aseara, y que allí me podría vestir, si no aceptaba su nueva propuesta. La miré esperando que aclarara la situación.
 
Buen relato de lo que paso en la fiesta para lo que fue contratado.
 
Vaya! siempre en lo bueno, nos dejan colgados.
Original. Excelente
 
  • Vamos a mi casa, allí podrás ducharte y descansar: te pagaré si lo haces en mi cama, desnudo.
  • ¿Y qué haremos?
  • Tu dormir, yo sentirte al lado: ninguna otra condición.
No era demasiado dinero, pero acepté, pensando que, aunque me la tuviera que tirar, no habría cámaras ni mayor esfuerzo que realizar. Poco a poco llegamos a una población en la que edificios, relativamente nuevos, se amontonaban unos con otros.

Estaba amaneciendo, cuando llegamos a un nuevo garaje, esta vez de un edificio con varios pisos. El garaje no era excesivamente grande: todas las plazas no estaban ocupadas y, por las horas, seguramente los vecinos comenzarían a bajar para marchar a realizar sus ocupaciones.

Ella bajó del coche antes que yo, pidiéndome que la acompañara. Pregunté si no había nada para taparme, al menos. Su respuesta fue negativa, así que, comprobando que nadie más había en el garaje, bajé tapando mi sexo.

Esperé con la dignidad que pude hasta que se despidiera del chofer y el coche saliera, para que me indicara la salida a las viviendas desde el garaje. Debíamos coger el ascensor, en el que, si alguien llamaba, me verían con ella, desnudo.

Vi como marcaba el último piso del edificio y, una vez que se cerraron las puertas, relajé ligeramente mis manos, aún alerta por si tenía que volver a taparme. El rellano en el que salimos tenía tres puertas de viviendas. Reconozco que la situación me ponía nervioso y me excitaba a partes iguales. Ella, consciente, tardó en abrir la puerta de su vivienda y me dejó entrar en primer lugar, agradecido por no habernos cruzado con nadie.

Pese a que el edificio tenía unos años, se notaba que el pequeño piso estaba reformado recientemente: tras un muro que tapaba el resto de la vivienda, justo frente a la puerta de entrada, el espacio era totalmente diáfano, con cocina abierta y pequeña isla, zona de estar con televisión y sofá, zona de descanso con una gran cama donde descubrí mi teléfono sobre mi ropa perfectamente doblada y un baño, en el lateral, con paredes de cristal que me llamó bastante la atención.

Me acerqué a la cama, señalando mi teléfono para preguntarle si podía utilizarlo. Ella me animó a cogerlo: necesitaba hablar con mi mujer. Marqué y estuve a punto de sentarme en la cama, pero recordé lo sudado y utilizado que estaba y preferí quedarme de pie, al menos, hasta que me diera una ducha. Mientras la chica pasaba al baño, cuyas paredes se oscurecieron al cerrar la puerta, yo hablé con mi esposa.

Era nuestro gran momento: yo escuchaba cómo ella me decía lo excitada que estaba, lo necesitada que estaba de mi polla, utilizada por otras, cómo me haría para demostrar que, con ella, como siempre, todo era mejor.

Sabía que me habían afeitado el sexo, así que me pedía que me acariciara, que le dijera cómo se sentían mis huevos pelados, mientras mi polla se iba endureciendo. Ella gemía, diciéndome que la quería chupar, que quería sentirla dura en su interior, mientras se metía los dedos, seguramente, intentando que nuestras hijas no se dieran cuenta de lo cerdos que eran sus padres.

Le conté que la chica me había ofrecido dinero por dormir con ella, que quizá me estaba viendo tocarme desde el baño, con la picha dura, mientras ella me hablaba. Mi pene orgulloso mostraba su cabeza totalmente descapullada, excitado por la situación. Al tocármela sentí un ligero escozor, resultado de las experiencias anteriores, por lo que decidí no seguir acariciándola.

Mi mujer se despidió justo cuando escuché la cisterna del baño, pidiéndome que no la avergonzara con la chiquita que estaba allí y que salió del baño sólo con braguitas y una camiseta de tirantes, tratando de adaptarse al calor de la estancia: su culo, terso y respingón, me excitó, fijándome después en sus pechos que, pequeños, recordaban los de una jovencita. La tenía ligeramente morcillona. Para ella aquel detalle no pasó desapercibido.

Ahora era mi turno para utilizar el baño: necesitaba una buena ducha y me la daría con la puerta abierta. Oriné en el retrete, sentado: era la costumbre en casa y no pensé en hacerlo de otra forma. De ahí, pasé a la ducha: dejé que el agua corriera por mi cuerpo mientras lo acariciaba, notando los fluidos que habían descargado sobre mi pegados a mi piel.

La busqué cuando fui a utilizar el champú, intentando que me diera permiso con gestos mientras la observaba sentada en la cama con las piernas abiertas, como si se me ofreciera, aunque su tanga no me dejara observar su entrepierna como me hubiera gustado. Tras utilizar el champú cogí el gel y comencé a frotar todo mi cuerpo con él: lógicamente me esmeré en la polla, para dejarla lo más limpia posible, haciendo que se pusiera dura de nuevo, pero sin hacer ya caso a mi huésped.

No tardé mucho en terminar y secarme con la toalla limpia que me había dejado. Mientras me acercaba a la cama ella la preparaba. Yo sentía cómo mis pelotas y mi polla se balanceaban al andar, siendo la novedad la ausencia de vello.

Ella me indicó el lado de la cama en el que echarme y obedecí. Le pregunté si quería que me colocara en alguna posición concreta, a lo que ella sólo respondió que durmiera como necesitara. Me tumbé boca arriba, sintiendo que ella se colocaba a mi lado. La situación era algo rara, pero, aún así, pronto quedé dormido.

Desperté sintiendo la erección habitual. Ella ya no estaba en la cama y no la localicé hasta pasado un rato: desde la isla de la cocina me vigilaba, frente a un ordenador portátil. Me dirigí hacia ella, antes de ir al baño, con la intención de descargar y que mi miembro se relajara. Le dí los buenos días y, tras contestarle que había descansado bien, le dí las gracias, apreciando que, en el ordenador, visualizaba los vídeos de la sesión del garaje en la que me habían utilizado.

Me sorprendió que ya no llevaba el tanga y que su mano estuviera jugando allí abajo, sin dejar que pudiera apreciar toda su vulva como me hubiera gustado. La dejé para utilizar el baño mientras ella se ofrecía a prepararme un café. Por supuesto dejé que me observara mientras utilizaba el baño y, al salir, ella me indicó que me sentara en un sillón que había cerca de la ventana, por la que el sol entraba con fuerza. Imaginé que estaríamos cerca del mediodía.

Se acercó con el café en la mano, sin haber vestido su entrepierna. Yo, sin disimulo, miraba su vulva sonrosada y mullida, lo que facilitaba que mi polla no terminara de relajarse. Me entregó el café quedando a un lado del sillón mientras lo tomaba con tranquilidad, sin dejar de mirar su sexo que, al haber sido excitado, se veía ligeramente dispuesto a más acción.

Tras dejar el vaso de café en una mesita que había cerca del sillón, acerqué mi índice a entrepierna, rozando con delicadeza sus labios, sintiendo, como imaginaba, que su vagina estaba lubricando, para llevarlo después a mi boca y chupar los jugos que mi dedo había recogido. Ella no se retiró en ningún momento, pero yo no quise seguir hasta que no me diera más pistas.

  • ¿Has desayunado? -mi pregunta quizá debía haber sido anterior a toda la escena-.
  • Si, pero no me importaría tomar algo más.
Ella se colocó frente al sillón y, de rodillas, cogió mi polla morcillona para llevársela a la boca, sin dejar de mirarme a los ojos. Lógicamente, la picha se me puso dura en su boca enseguida. La comía lentamente, llegando cada vez más cerca del pubis, abriendo poco a poco para dejarla entrar entera. El tamaño le provocaba, a veces, pequeñas arcadas, pero seguía tragándosela con ganas, sin que yo tratara de hacer movimiento alguno que le pudiera generar algún problema.

Tardó poco en llegar a tenerla entera en la boca y, después, colocando los dedos en la base de mi pene, dejó sólo la cabeza en su boquita, acariciando con su lengua mi glande y haciéndome que me abandonara a múltiples gemidos.

La hubiera agarrado para que no se la sacara, pero al darme cuenta que llevaba un condón para ponérmelo, no lo hice. Noté que el vídeo, que seguía reproduciéndose en su ordenador, había aumentado el volumen, por lo que nos acompañaba la excitación de todos los que estuvimos allí. Ella se colocó sobre mí, posando sus muslos en los brazos del sillón, abriendo su sexo para introducirse mi nabo erecto.

Se agarraba a la parte superior del sillón a los lados de mi cabeza, dejando sus tetas saltando frente a mi cabeza y bajo su camiseta de tirantes. Mi pene, en esa postura, no entraba completamente su vagina, pero, como me había enseñado mi mujer, no era necesario si la movía empujando en distintos lugares, cosa que parecía excitarla, a juzgar por su respiración acelerada y los gemidos quedos que iban produciéndose.

Palpé sus pechos sobre la ropa, notando la excitación de sus pezones, para, después levantar la tela y sentir su piel tersa en mis manos, que recogían sus tetas con facilidad, mientras pensaba en lo que cualquier tipo de mujer era capaz de excitarme: la piel blanca, sus pezones erectos y algo más oscuros, en este caso, me estaba facilitando la excitación.

Ella cabalgaba sobre mí, sudando, excitada, haciendo que su piel se fuera poniendo colorada por el esfuerzo, mientras yo, acompañando sus movimientos, procuraba que mi polla la excitara cada vez más. Decidí soltar sus pechos para verlos saltar frente a mi cara, y buscar su vulva. Traté de encontrar su clítoris con los dedos pero, al excitarlo, su cuerpo se tensó y aumentó la velocidad, consiguiendo que me excitara aún más. Levanté ligeramente mi cadera para metérsela al completo, comprobando que mi escroto apretaba mis pelotas: me iba a correr.
 
Muy buen despertar después del arduo trabajo en el garaje, esperemos la siguiente entrega. (y)(y)(y)
 
Apreté con los dedos la base de mi pene, comprobando que el condón no se había salido con nuestros movimientos, mientras ella se lo introducía y lo sacaba de su interior, gimiendo acompasadamente. No recuerdo si la avisé antes de correrme o si, simplemente, dejé salir los trallazos de leche que mi pene solía soltar.

Tardé poco, tras la eyaculación, en levantarla ligeramente para quitarla de encima: la aparté para hacer que ocupara mi lugar, colocando sus piernas en mis hombros mientras me arrodillaba, con el fin de lamer su clítoris. Ella, cuando ya estaba manos a la obra, enganchaba mi cabello cano, perdiendo el control de su cuerpo, mientras mi lengua, mis labios y mis dedos seguían excitándola.

Sus gemidos se hicieron tan intensos que cogió su camiseta para morderla para tratar de apagarlos, mientras yo conseguía que se corriera, notando sus flujos sobre mi cara y mi pecho. Una vez que me dí cuenta de que había llegado al clímax, fui bajando la velocidad de mis caricias y lametones, para mirarla sonriendo pícaramente.

Al rato, una vez que su corazón y su cuerpo se había relajado, ella me miró agradeciendo el polvo que habíamos echado.

- ¿El condón aún lo llevas puesto? -su pregunta fue, prácticamente un susurro, tras la cual yo me levanté, mostrando mi pene aún morcillón y plastificado por el preservativo, con la leche dentro-. Acércame la polla a la cara.

Con la camiseta en el cuello, mostrando todo su cuerpo desnudo y las piernas aún abiertas, la miraba consciente de mi cuerpo sudado, poniéndome de pie a uno de los lados del sillón.

La picha no se me ponía dura, pero no terminaba de relajarse. Ella, tirando de la punta del condón, lo retiró. Mi semen cayó sobre su cara mientras ella cogía la polla para acercarla a su boca. La lamió procurando limpiarla y consiguiendo que volviera a eyacular, poco después, con menos fuerza que la vez anterior.

Paró para mirarme con una sonrisa: desde mi perspectiva, con su cuerpo expuesto, sudado y su cara manchada de lefa, estaba atractiva.

- Me ducho y nos vamos.

Entendí que yo no tendría la posibilidad de ducharme, así que traté de encontrar mi ropa y, sin conseguirlo, esperé a que se duchara, esta vez sin observarla, y procurando no descansar ni en la cama ni en ningún sitio para no manchar.

Tomé mi móvil, sin pedir permiso, para comprobar la hora: llegaría a casa a tiempo para poder recibir a mis chicas. Ella salió del baño ya vestida y, casi sin darme opción, salió del piso. Pensé que, siendo mediodía, era más probable que algún vecino se cruzara con nosotros, pero, sin siquiera tapar mi paquete, salí esperando que, cuanto antes lo hiciéramos, menos problemas tendríamos.

En el garaje ya nos esperaba el coche. Hasta que ella no lanzó mi ropa en el suelo del garaje, no me dí cuenta de que la había llevado cogida durante nuestra bajada. Me agaché mientras ella, seguramente, observaba mi cuerpo, sintiendo cómo mi polla, aún algo morcillona, y mis cojones, al agacharme se balanceaban a los lados, para terminar entrando en el coche poco después, notando cómo mi sudor hacía que la ropa se me pegara al cuerpo.

El trayecto al aeropuerto fue corto y, sinceramente, no hablamos mucho hasta llegar. Ella agradeció mis atenciones, palpando una última vez mi paquete que, entre mis piernas abiertas, parecía más grande de lo habitual.

Sólo hice una parada antes de llegar a casa, para tomar algo y comprobar, al ir al baño, que el slip se me había pegado ligeramente a la punta del pene, ya que al haber ido recordando durante el viaje distintos momentos de la aventura de aquel fin de semana, seguramente, alguna gota de líquido preseminal había soltado.

Al llegar a casa me quité la ropa para lavarla, salvo la ropa interior, que siempre guardaba hasta que mi mujer la cogiera y decidiera qué hacer con ella, delante o no de mí. Me di una ducha rápida para ponerme cómodo frente a la televisión hasta que ellas llegaron.

Mis hijas me abrazaron con alegría y, mi mujer, una vez que ellas marcharon a sus habitaciones, me dio un morreo de aúpa, palpando por encima del pantalón del pijama mi paquete.

- Ya tengo el enlace de la grabación y el dinero nos lo han ingresado: mañana, cuando ellas se marchen, comenzaremos a verte y hablaré con la chica con la que has estado hoy, que me ha escrito un bonito correo. Has conseguido que nos ingresen una buena cifra.

Procuré que sintiera que todo aquello me excitaba al seguir con su mano en mis huevos. Tirando de ellos me llevó a la habitación, para abrir el cajón y comprobar que allí había dejado mi ropa interior. Sabía que, al día siguiente, ella no tendría que ir a la oficina. Sonriendo abrió su bolso para mostrarme una cuchilla de afeitar para zonas sensibles.

- Mañana repasaremos lo que te han hecho ahí abajo antes de que me demuestres cómo te ha sentado esta nueva aventura.
 
Por lo leído, la aventura fue placentera y cansadora a la vez.
 
Fue ella quien abrió la bragueta y desabrochó la cintura del pantalón. Levanté ligeramente el trasero del asiento para que pudiera bajar ligeramente el pantalón. Por costumbre, me sentaba con las piernas ligeramente abiertas. El slip, algo transparente, no dejaba apenas hueco a la imaginación.

Entonces me pasó la máscara para que me la pusiera. Cubría todo mi cabello y parte de la cara, hasta la mitad, dejando al descubierto mi boca. Así fue haciendo fotos y subiéndolas, seguramente, a alguna página en la que los espectadores pudieran opinar.

Desnúdate ya, esclavo.

Comencé quitándome la camisa del todo, acaricié mi torso mientras ella seguía con el reportaje fotográfico. El pantalón fue lo siguiente. Iba doblando la ropa para dejarla a un lado. Acaricié mi paquete antes de bajar el slip para mostrarme totalmente, aún con la polla relajada.

Su cara, su cámara, no se apartaba de mi miembro que era algo más grueso y largo que el de la media. Siempre había tenido facilidad para empalmarme, así que lo levanté para que ella lo pudiera captar casi en su plenitud. El pellejo fue descubriéndose, mostrando la cabeza de la polla, y ella, tras chuparse el dedo, la acarició lentamente.

Mientras, yo intentaba ubicarme mirando fuera del coche: habíamos dejado tiempo atrás la civilización y no veía más que casas aisladas, a los lados de una carretera estrecha. Fue entonces cuando ella me colocó el collar, sin apretarlo demasiado, para después colocarme unas muñequeras de cuero también.

Unas cintas de colores, en los tobillos, fueron la última parte del vestuario.

  • Según los colores que tengas podrán hacerte unas u otras cosas -me dijo al colocarlas- ¿tu mujer te ha contado algo?
  • No -mi contestación fue seca, no tenía ganas de saber lo que, seguramente, ya no se podía cambiar-.
El coche se paró frente a una verja, que abrieron para llegar al garaje de una casa que se levantaba en la mitad de la parcela. Las luces del garaje mostraban a cinco o seis personas esperando, hombres y mujeres. Al otro lado, en unas gradas, varias sillas vacías.

La puerta del coche se abrió. Una chica gruesa me sacó del coche, agarrándome por el collar que me habían colocado. Sus tetas, con pezones amplios y relajados, se balanceaban mientras tiraba de mí, para situarme en el centro del garaje, sujetando las muñequeras de unas cuerdas gruesas que colgaban del techo.

Allí, desprovisto de ningún tipo de privacidad, me observaban mientras las sillas que tenía enfrente se iban ocupando. Hombres y mujeres de todo tipo se disponían a ver el espectáculo, vestidos o semidesnudos.

De las amas, una de ellas llamó poderosamente mi atención: tendría unos 70 años, muy delgada, con pinta de guiri y totalmente desnuda, indicando a los cámaras profesionales dónde y cómo colocarse mientras iban haciendo pruebas, supongo, de planos para filmar el espectáculo.

Fue ella quien, tras perderse de mi vista durante unos minutos, se arrodilló frente a mi polla. Pronto noté como empezaba a tocármela, descapullándola poco a poco para ponerla dura, sin prisas, por lo que le ayudé ligeramente. Una vez que estaba a punto me la mamó con suavidad, menos tiempo del que me hubiera gustado, la verdad.

Con suavidad, sin notar de dónde la había sacado, aplicó una crema fresca en pubis y testículos, cortando ligeramente la excitación que había generado, para, con cuidado, comenzar a rasurar mi sexo. Aquello debió ser idea de mi mujer: nunca le había permitido que lo hiciera, ya que no tenía excesivo vello y, sinceramente, la idea de que alguien me la pudiera ver pelada me avergonzaba.

Mientras una mano estiraba mi piel con la otra pasaba la cuchilla con cuidado, apurando en cada rincón, en cada pliegue, mientras yo, sin tener claro si era mejor que la tuviera dura o floja, trataba de que no bajara.

Una vez se sintió satisfecha, eliminó los restos de crema que habían quedado, pasando suavemente una toalla suave, para volver a metérsela en la boca, mientras yo me la miraba: no me la había visto tan despoblada desde que era un crío y, por supuesto, aquella picha no era la de un niño. Las caricias, las lamidas, se sentían distintas, sin que pueda explicar, realmente, la sensación.

Levanté ligeramente la cabeza comprobando que, enfrente, los espectadores no habían dejado de mirarnos mientras ella terminaba de mamármela para dejarme descansar un rato. Una muchacha, con túnica blanca, casi transparente, estaba de pie en el centro de los espectadores.

Comencé, entonces a notar manos anónimas acariciando mi cuerpo: se paseaban por mis pectorales, pellizcando y retorciendo mis pezones con intención de hacerme gemir, mi barriga, mis hombros, mi trasero, hasta que, de repente, una de las manos enganchó mis pelotas y tiró de ellas hacia abajo, haciéndome retorcer ligeramente. Me colocaron una especie de pulsera de cuero alrededor de los testículos, de la que colgaban varias cadenas: la tirantez hizo que la cabeza de mi pene quedará totalmente expuesta, lo que, unida a la erección, permitió que me acariciaran la punta sin miramiento ninguno.

El espectáculo había comenzado hacía ya un buen rato: todas las cámaras apuntaban hacia mi o hacia los espectadores que, sin apartar la vista, algunos, incluso, se masturbaban frente a nosotros. Yo me fijaba, principalmente, en las mujeres más maduras, que se tocaban los chochos, mostrándomelos o tapándolos para excitarme. Los tíos se pajeaban despacio, unos mirándolas a ellas, otros mirándome a mí.

El primer tirón lo sentí mientras observaba aquel espectáculo: al final de las cadenas que colgaban de mis pelotas habían colocado una cesta y, desde distintos puntos, varias amas parecían jugar al baloncesto con pelotas que, a juzgar por el tamaño, tenían distinto peso. La primera que había encestado logró, no sólo que el peso tirara hacia abajo, sino que mi polla se balanceara ligeramente. El resto, riéndose, iban tirando los distintos pesos que habían preparado, algunas después de rozárselo por la entrepierna, otras apuntando sin fijarse demasiado, dando en mi barriga, en mi pubis o en mi pene, que yo intentaba mantener duro.

Tras el juego, alguien volvió a acariciarme la espalda, los glúteos, buscando mi ojete entre los delgados cachetes de mi culo, mientras yo intentaba resistirme. Otras manos acariciaban mis pectorales que eran bastante finos y fibrosos, sin que aumentaran siquiera en épocas en que había engordado, donde los pezones, que aquellas manos acariciaban o pellizcaban, cada vez, quizá por la edad, estaban más duros.

Cuando la cesta, por el pesó, cayó, el alivio hizo que me retorciera, haciéndome consciente, de nuevo, de la desnudez de mi sexo, totalmente afeitado al principio de la sesión. Alguien tiró, entonces, de las cadenas que colgaban de la pulsera que apretaba mis pelotas para obligarme a ponerme de rodillas, sujetando entonces las cadenas a una gran piedra que me impediría incorporarme.

Frente a mí, con las piernas abiertas y tendida sobre un banco de musculación, el ama jefa ofrecía su raja, que comencé a lamer, a pesar de la incomodidad de llevar aún cogidas las manos al collar del cuello. Estaba totalmente pelada, carnosa, y se abría mientras con mi lengua y mi barbilla, excitaba sus labios, buscaba su clítoris, haciéndola gemir como lo cerda que era.

Las manos que continuaban acariciando mi cuerpo sudado, colocaron pinzas y cadenas que también se ataron a la piedra en mis pezones, tirando de ellas de vez en cuando. Mis glúteos eran azotados, como si no estuviera haciendo bien mi trabajo, exigiéndome que le lamiera bien el conejo a la “mamma”, que seguía gimiendo.

Cuando sujetaron mis manos para apartar mi boca de aquel coño que se había abierto totalmente al placer, ella lo abrió con una mano para excitar su clítoris con la otra y escupir sobre mi cara los jugos de su corrida. Varias cámaras se acercaron a nosotros, para recoger la escena fielmente, recordándome que todo estaba siendo grabado.
Muy bueno.
 
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