Me había jubilado unos meses antes de que mi hija pequeña nos anunciara que estaba embarazada. La crisis derivada por la pandemia hizo que ella perdiera el trabajo y el embarazo llegó sin esperarlo. Con la mayor, ya nos habíamos comprometido a ayudarla en su boda, por lo que aquella noticia trastocaba, no sólo los planes, sino los ahorros de la familia, ya que no estábamos dispuestos a que la preñada se casara sólo por eso: no tenía una relación en la que se pudiera apreciar una cierta estabilidad.
Durante las semanas siguientes, como podréis imaginar, mi mujer y yo dormimos poco y pensamos mucho en el futuro que, con la pensión que reducía ligeramente los ingresos y las situaciones que se nos avecinaban, tendríamos que reinventar.
Fue al final de esas semanas cuando nos sentamos a hablar de lo que habíamos querido evitar en los días anteriores:
Tenemos que volver a ofrecernos -dijo ella mirándome a los ojos-.
Al principio de nuestra relación ya nos habíamos hecho con buenas aportaciones gracias al sexo. Al principio fue puro morbo: la primera vez me hizo desnudarme para una amiga suya de la infancia que reconocía no haber visto nunca un pene y que sabíamos que no volveríamos a ver. Me desnudé por completo, mientras mi mujer iba acariciándome, hasta lograr que mi polla se pusiera dura como una piedra, para invitarla a chupar, para animarla a que fuera yo quien la desvirgara, prometiendo que sería dulce y delicado. Mi mujer nos acompañaba, tomando sus manos, susurrándole consejos, mientras yo me excitaba más y más.
Aquella semana nuestros polvos mejoraron, pues ella ya se mostraba conmigo como una auténtica jefa sexual y me obligaba a follarla cómo y cuándo ella quería, dejándome claro que también me ofrecería a otras.
Más tarde puso anuncios en periódicos de localidades cercanas para follar a solteronas o viudas y desvirgar mojigatas, según le apeteciera. Nos desplazábamos en coche, dejándome solo en otras, y al finalizar, ellas le pagaban para, habitualmente, repetir meses más tarde.
Ella, después, las llamaba para que le contaran cómo había ido, qué les había o me habían hecho, para probar después conmigo.
También aprovechaba, a veces, para buscar tíos con los que ella pudiera disfrutar, normalmente mayores que yo, a los que ponía cachondos por teléfono, delante de mí, mientras mi verga se ponía dura reclamando su atención, para finalmente decirme cuándo les haría una mamada o se los follaría. Cuando regresaba, me follaba con ansia, pidiéndome que se la metiera entera, haciéndome saber que los demás no la llenaban…
Paramos en varias ocasiones la actividad, principalmente por las niñas, y también por ellas volvíamos a ofrecer esos servicios, para procurarles una buena vida que no lográbamos cubrir con los trabajos honrados que desempeñábamos.
Ya estamos mayores para eso, además, la última vez no fue muy positivo.
Ella me llamó mientras estaba en el trabajo: había pedido el día libre para dar un empujón a nuestra cuenta corriente y que le echaran un polvo tres o cuatro tíos que habían ofrecido una buena suma de dinero. Estaba llorando, pues, al final, la situación no había sido tan placentera como otras. Acostumbrada como estaba a dominar la situación, se había visto atada en una cama, con los ojos cerrados, mientras ellos la follaban como si de una muñeca se tratara, sin delicadeza ninguna, en un motel de la autovía. Eso sí, pagaron incluso más de lo acordado, dejando claro que no la volverían a llamar, que no repetían con las mismas putas.
Pasaron varios días hasta que hablamos del asunto y decidimos que ella no se expondría más y yo sólo lo haría si no había más remedio.
Ella se acercó y me comenzó a palpar el paquete. Lo hacía con fuerza, sin hacer daño, pero dejando claro que lo poseía, haciéndome saber que lo deseaba, y que le excitaba compartirlo. Era así como, habitualmente, me lo magreaba delante de las “clientas” que me buscaba. Después de tanto tiempo la excitación era mayor, o al menos así me parecía. Me empecé a empalmar, sabiendo que ella no me permitiría desahogarme, que no me la sacaría siquiera del pantalón, hasta que no le dijera que sí.
Intenté hacerme el duro, que no se diera cuenta de que estaba deseando decirle que sí, que me vendería como ya habíamos hecho muchas veces. Realmente no estaba seguro: habíamos envejecido mucho, y no tenía claro que un jubileta, canoso y con barriga, fuera deseable para mujeres que estuvieran dispuestas a pagar por servicios sexuales, pero mi picha parecía ir en contra de mi pensamiento.
Quería que ella me la meneara, que me sacara la leche que desde hacía días estaba acumulando. Ella mientras tanto me susurraba cerdadas, me hacía ver lo que disfrutarían conmigo, con mi pene grueso y grande, cómo me utilizarían y me tendrían a su merced, hasta que finalmente acepté.
Me dejó jadeando, con la polla endurecida bajo los pantalones, luchando por encontrar libertad tras los slips ajustados que me compraba, mientras se ponía delante de mi:
Voy a sacarte unas cuantas fotos. Te ofreceré por internet.
Ella prometió difuminar la cara para convencerme, así que, con el paquete henchido, comencé a posar mientras me desvestía, posando como ella me iba indicando, preparado para terminar la sesión en cuanto escucháramos la puerta de casa.
Publicó mis fotos en una página de internet y, poco tiempo después, ya tenía algunas ofertas. Ella, como siempre, establecería contacto para acordar precios y decidir qué y qué no podríamos hacer en el encuentro. Me comentaba después, sin aclararme si estaba más decidida por unas u otras, dejando claro que sería ella quien decidiera y que, pese a que me comentaba, no sabría todo lo pactado. Aquello, sinceramente, me calentaba bastante.
El día llegó: ellas tenían un viaje de chicas (creo que mi mujer lo planeó para dejar vía libre y permitir que la venta se hiciera realidad) y yo, tendría que marchar fuera para cumplir con el ofrecimiento de mi mujer.
Me comentó poco. Me grabarían, pero no se me reconocería; no sería el único vendido y tendría que obedecer a lo que me propusieran, que ya estaba pactado. Aunque le pregunté varias veces, no me quiso confirmar si serían tías o tíos quienes me usarían: aunque me había dejado mamar por algún tipo en algún momento, ella tenía la fantasía de jugar con mi trasero y sabía que no era descartable que permitiera que me lo hicieran para repetir después ella.
Llegué al aeropuerto de aquella ciudad, el punto de encuentro, a mediodía: aunque me pagaban los gastos de avión había preferido viajar en coche. Debía buscar al chofer, que estaba esperando al “señor Cano”, que, obviamente, no es mi identidad real. Cuando dí con él, me llevó hasta un mercedes y me abrió la puerta trasera. Allí esperaba una mujer que me repasó de arriba abajo con la mirada antes de permitirme entrar.
Mi mujer había decidido mi vestuario: camisa de lino, fina, casi transparente, de un verde claro, que se ajustaba a mi barriga y a mi pecho, dejando clara la posición de mis pezones, pequeños pero siempre erectos. La llevaba abierta ligeramente porque a ella le gustaba que se viera mi piel, sonrosada, con algo de vello rizado. El pantalón, un chino beis también fino y bastante ajustado, marcaba mi paquete que, según ella, era uno de mis atractivos.
Pasé y me senté junto a la chica:
Hola, esclavo -dijo sin dejar de apartarme la mirada-.
Saludé, sin disimular mis nervios.
No te imaginaba tan alto: espero que estés cómodo -me dijo, mientras me sentaba a su lado-.
Ella se presentó conforme el coche comenzaba a avanzar. No era más que una de las chicas de la productora que grabaría la “fiesta” y, en el trayecto hasta el destino, me iba a preparar, según las condiciones que hubiera puesto mi mujer.
Lo primero que me pidió fue que desabrochara la camisa. No intenté enseñar nada en concreto, pero la barriga, que, aunque se había rebajado en los últimos meses, seguía haciéndose notar, hizo que la camisa se abriera totalmente, dejando al aire mi torso.
Ella acarició con ternura el pecho al principio, después con más determinación, jugó suavemente con mis pezones.
Cuanto mejor te portes, más dinero ganaréis. Los límites están establecidos, pero dentro de esos límites también podrás negarte a hacer o a que te hagan algo.
Mientras me lo explicaba había dejado de tocarme, pero ahora había colocado su mano sobre mi muslo, acariciando y acercándose poco a poco a mi entrepierna. Miré mi paquete, mi polla se marcaba totalmente, aún relajada.
Durante las semanas siguientes, como podréis imaginar, mi mujer y yo dormimos poco y pensamos mucho en el futuro que, con la pensión que reducía ligeramente los ingresos y las situaciones que se nos avecinaban, tendríamos que reinventar.
Fue al final de esas semanas cuando nos sentamos a hablar de lo que habíamos querido evitar en los días anteriores:
Tenemos que volver a ofrecernos -dijo ella mirándome a los ojos-.
Al principio de nuestra relación ya nos habíamos hecho con buenas aportaciones gracias al sexo. Al principio fue puro morbo: la primera vez me hizo desnudarme para una amiga suya de la infancia que reconocía no haber visto nunca un pene y que sabíamos que no volveríamos a ver. Me desnudé por completo, mientras mi mujer iba acariciándome, hasta lograr que mi polla se pusiera dura como una piedra, para invitarla a chupar, para animarla a que fuera yo quien la desvirgara, prometiendo que sería dulce y delicado. Mi mujer nos acompañaba, tomando sus manos, susurrándole consejos, mientras yo me excitaba más y más.
Aquella semana nuestros polvos mejoraron, pues ella ya se mostraba conmigo como una auténtica jefa sexual y me obligaba a follarla cómo y cuándo ella quería, dejándome claro que también me ofrecería a otras.
Más tarde puso anuncios en periódicos de localidades cercanas para follar a solteronas o viudas y desvirgar mojigatas, según le apeteciera. Nos desplazábamos en coche, dejándome solo en otras, y al finalizar, ellas le pagaban para, habitualmente, repetir meses más tarde.
Ella, después, las llamaba para que le contaran cómo había ido, qué les había o me habían hecho, para probar después conmigo.
También aprovechaba, a veces, para buscar tíos con los que ella pudiera disfrutar, normalmente mayores que yo, a los que ponía cachondos por teléfono, delante de mí, mientras mi verga se ponía dura reclamando su atención, para finalmente decirme cuándo les haría una mamada o se los follaría. Cuando regresaba, me follaba con ansia, pidiéndome que se la metiera entera, haciéndome saber que los demás no la llenaban…
Paramos en varias ocasiones la actividad, principalmente por las niñas, y también por ellas volvíamos a ofrecer esos servicios, para procurarles una buena vida que no lográbamos cubrir con los trabajos honrados que desempeñábamos.
Ya estamos mayores para eso, además, la última vez no fue muy positivo.
Ella me llamó mientras estaba en el trabajo: había pedido el día libre para dar un empujón a nuestra cuenta corriente y que le echaran un polvo tres o cuatro tíos que habían ofrecido una buena suma de dinero. Estaba llorando, pues, al final, la situación no había sido tan placentera como otras. Acostumbrada como estaba a dominar la situación, se había visto atada en una cama, con los ojos cerrados, mientras ellos la follaban como si de una muñeca se tratara, sin delicadeza ninguna, en un motel de la autovía. Eso sí, pagaron incluso más de lo acordado, dejando claro que no la volverían a llamar, que no repetían con las mismas putas.
Pasaron varios días hasta que hablamos del asunto y decidimos que ella no se expondría más y yo sólo lo haría si no había más remedio.
Ella se acercó y me comenzó a palpar el paquete. Lo hacía con fuerza, sin hacer daño, pero dejando claro que lo poseía, haciéndome saber que lo deseaba, y que le excitaba compartirlo. Era así como, habitualmente, me lo magreaba delante de las “clientas” que me buscaba. Después de tanto tiempo la excitación era mayor, o al menos así me parecía. Me empecé a empalmar, sabiendo que ella no me permitiría desahogarme, que no me la sacaría siquiera del pantalón, hasta que no le dijera que sí.
Intenté hacerme el duro, que no se diera cuenta de que estaba deseando decirle que sí, que me vendería como ya habíamos hecho muchas veces. Realmente no estaba seguro: habíamos envejecido mucho, y no tenía claro que un jubileta, canoso y con barriga, fuera deseable para mujeres que estuvieran dispuestas a pagar por servicios sexuales, pero mi picha parecía ir en contra de mi pensamiento.
Quería que ella me la meneara, que me sacara la leche que desde hacía días estaba acumulando. Ella mientras tanto me susurraba cerdadas, me hacía ver lo que disfrutarían conmigo, con mi pene grueso y grande, cómo me utilizarían y me tendrían a su merced, hasta que finalmente acepté.
Me dejó jadeando, con la polla endurecida bajo los pantalones, luchando por encontrar libertad tras los slips ajustados que me compraba, mientras se ponía delante de mi:
Voy a sacarte unas cuantas fotos. Te ofreceré por internet.
Ella prometió difuminar la cara para convencerme, así que, con el paquete henchido, comencé a posar mientras me desvestía, posando como ella me iba indicando, preparado para terminar la sesión en cuanto escucháramos la puerta de casa.
Publicó mis fotos en una página de internet y, poco tiempo después, ya tenía algunas ofertas. Ella, como siempre, establecería contacto para acordar precios y decidir qué y qué no podríamos hacer en el encuentro. Me comentaba después, sin aclararme si estaba más decidida por unas u otras, dejando claro que sería ella quien decidiera y que, pese a que me comentaba, no sabría todo lo pactado. Aquello, sinceramente, me calentaba bastante.
El día llegó: ellas tenían un viaje de chicas (creo que mi mujer lo planeó para dejar vía libre y permitir que la venta se hiciera realidad) y yo, tendría que marchar fuera para cumplir con el ofrecimiento de mi mujer.
Me comentó poco. Me grabarían, pero no se me reconocería; no sería el único vendido y tendría que obedecer a lo que me propusieran, que ya estaba pactado. Aunque le pregunté varias veces, no me quiso confirmar si serían tías o tíos quienes me usarían: aunque me había dejado mamar por algún tipo en algún momento, ella tenía la fantasía de jugar con mi trasero y sabía que no era descartable que permitiera que me lo hicieran para repetir después ella.
Llegué al aeropuerto de aquella ciudad, el punto de encuentro, a mediodía: aunque me pagaban los gastos de avión había preferido viajar en coche. Debía buscar al chofer, que estaba esperando al “señor Cano”, que, obviamente, no es mi identidad real. Cuando dí con él, me llevó hasta un mercedes y me abrió la puerta trasera. Allí esperaba una mujer que me repasó de arriba abajo con la mirada antes de permitirme entrar.
Mi mujer había decidido mi vestuario: camisa de lino, fina, casi transparente, de un verde claro, que se ajustaba a mi barriga y a mi pecho, dejando clara la posición de mis pezones, pequeños pero siempre erectos. La llevaba abierta ligeramente porque a ella le gustaba que se viera mi piel, sonrosada, con algo de vello rizado. El pantalón, un chino beis también fino y bastante ajustado, marcaba mi paquete que, según ella, era uno de mis atractivos.
Pasé y me senté junto a la chica:
Hola, esclavo -dijo sin dejar de apartarme la mirada-.
Saludé, sin disimular mis nervios.
No te imaginaba tan alto: espero que estés cómodo -me dijo, mientras me sentaba a su lado-.
Ella se presentó conforme el coche comenzaba a avanzar. No era más que una de las chicas de la productora que grabaría la “fiesta” y, en el trayecto hasta el destino, me iba a preparar, según las condiciones que hubiera puesto mi mujer.
Lo primero que me pidió fue que desabrochara la camisa. No intenté enseñar nada en concreto, pero la barriga, que, aunque se había rebajado en los últimos meses, seguía haciéndose notar, hizo que la camisa se abriera totalmente, dejando al aire mi torso.
Ella acarició con ternura el pecho al principio, después con más determinación, jugó suavemente con mis pezones.
- Y esto, ¿lo hacéis por algo en concreto? -preguntó al parar, mirando mi entrepierna-.
- Por dinero, siempre lo hemos hecho por dinero.
- ¿no es la primera vez? -dijo mordiendo su labio inferior-.
- No, pero nunca he sido un esclavo.
Cuanto mejor te portes, más dinero ganaréis. Los límites están establecidos, pero dentro de esos límites también podrás negarte a hacer o a que te hagan algo.
Mientras me lo explicaba había dejado de tocarme, pero ahora había colocado su mano sobre mi muslo, acariciando y acercándose poco a poco a mi entrepierna. Miré mi paquete, mi polla se marcaba totalmente, aún relajada.