Electra libre

Luisignacio13

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12 Abr 2025
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Córdoba Argentina
Dedicado a todos aquellos que se hicieron una buena paja filial alguna vez y a aquellas que vieron a escondidas la leche de sus padres

La sala de ensayos era un santuario de penumbra, las paredes de ladrillo expuesto absorbiendo la luz ámbar de una lámpara de araña que colgaba sobre una mesa en desorden: papeles arrugados, copas de vino con rastros de carmín, colillas desbordando un cenicero de cristal. El aire estaba impregnado de un perfume denso —incienso, cuero, el dulzor metálico del deseo—, un aroma que se adhería a la piel como un susurro prohibido. Un escenario circular, delimitado por cortinas de terciopelo negro, aguardaba bajo un foco suave, su luz insinuando un espacio para rituales inconfesables. Frente a él, un gran espejo dominaba la pared, reflejando la escena pero ocultando, desde el otro lado, una cabina donde los observadores podían devorar sin ser vistos. O eso se creía.

Lía e Ignacio llegaron puntuales, sus pasos resonando en el suelo de madera pulida. Ella, menuda, con un vestido blanco de algodón que acentuaba su fragilidad, entrelazaba los dedos, sus uñas mordidas traicionando su nerviosismo. Él, un hombre de unos cincuenta, hombros anchos, traje gris arrugado, miraba al suelo, sus manos pesadas sobre las rodillas, su rostro marcado por un cansancio que iba más allá de lo físico. La convocatoria para Sombras de Electra, una reinterpretación cruda del mito griego, buscaba una chica de 18 años que pareciera etérea para encarnar a Electra, y exigía que asistiera con su padre. La promesa de “desnudar el alma” los había atraído, y ambos habían consentido, atrapados por una curiosidad que no podían nombrar.

Ignacio vivía atrapado en una infelicidad silenciosa, un hombre erosionado por años de rutina y pérdida. Su matrimonio, disuelto tras la muerte de su esposa en un accidente, lo dejó solo con Lía, una hija que apenas entendía, su relación reducida a conversaciones superficiales y silencios incómodos. Su trabajo en una oficina de contabilidad era un ciclo de números y monotonía, sus noches llenas de whisky barato y recuerdos que lo atormentaban. En la intimidad, buscaba consuelo en videos porno, imágenes de chicas jóvenes que, en su fragilidad, le recordaban a Lía, un pensamiento que lo llenaba de culpa pero que no podía evitar. Esa culpa, mezclada con un deseo que no nombraba, lo había llevado a aceptar la convocatoria, atraído por la idea de verla transformada, aunque temiera lo que descubriría en sí mismo.

Adrián, el director, los recibió en el centro del loft, su camisa negra desabotonada, dejando ver la línea de su pecho, sus ojos grises cortando como cuchillas. Clara, su asistente, llevaba un vestido rojo que moldeaba sus curvas, sus uñas negras brillando como obsidiana. La atmósfera era un murmullo vivo, invitando a la rendición.

—Lía, Ignacio, bienvenidos al casting —dijo Adrián, su voz un terciopelo que se deslizaba por la piel—. Electra es deseo, es fuego, es una hija que anhela a su padre. Hoy veremos si puedes encarnarla, Lía. Ignacio, tu presencia la inspirará. ¿Están listos?

Lía asintió, sus mejillas encendidas, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y anhelo. Ignacio, tras un instante de duda, asintió también, su rostro tenso, su mente atrapada entre la culpa y una curiosidad que lo consumía. Adrián los condujo a través de una cortina de terciopelo hacia una sala íntima, casi opresiva. Un sofá de cuero desgastado ocupaba el centro, flanqueado por una mesa con una botella de whisky, dos vasos vacíos y un sobre negro. El espejo dominaba una pared, y Adrián explicó su propósito con una calma reverente, sus manos gesticulando con precisión.

—Este espejo —dijo, señalándolo— es más que un espejo. Desde el otro lado, es un vidrio transparente. Lía, cuando leas, Ignacio estará allí, observándote. No para juzgarte, sino para encenderte. Electra vive para su padre, su mirada es su fuerza. Queremos que sientas sus ojos, sin la vergüenza de estar cara a cara. ¿Están de acuerdo?

Lía tragó saliva, sus labios temblando, pero asintió, buscando los ojos de Ignacio. Él, con la mandíbula apretada, asintió también, su corazón latiendo con una mezcla de incomodidad y anticipación.

—Ignacio —continuó Adrián, acercándose, su tono cálido pero firme—, tu presencia es el alma de esto. Lía necesita saber que estás ahí, viéndola como Electra, como la mujer que se entrega. Es una conexión pura. ¿Lo harás por ella?

Ignacio carraspeó, su voz grave: —Sí, está bien.

—Perfecto —dijo Adrián, su sonrisa un destello en la penumbra—. Clara llevará a Lía a la sala de lectura. Yo te acompañaré a la cabina, Ignacio. Lo que sientas allí es solo para ti, para inspirar a Lía.

Clara tomó a Lía del brazo, sus dedos rozando su piel con una suavidad que escondía intención, guiándola hacia una sala adyacente, un cubículo con paredes acolchadas y un atril en el centro. Sobre el atril, un texto aguardaba, sus palabras impresas en tinta negra. Adrián llevó a Ignacio a la cabina, un espacio estrecho con una silla de madera y el vidrio espejado. Una cámara oculta grababa en silencio, un detalle que nadie mencionó. Antes de dejarlo, Adrián se acercó, su mano descansando brevemente en el hombro de Ignacio, su voz baja, casi un susurro cómplice.

—Ignacio, lo que veas aquí cambiará algo en ti —dijo, sus ojos clavados en los suyos—. Lía se entregará como Electra, y tú serás su musa. Déjate llevar por lo que sientas, no hay juicio aquí. Solo verdad.

Adrián dio un paso atrás, su sonrisa tenue, y cerró la puerta, dejando a Ignacio solo. Frente al vidrio, su respiración se aceleró, las palabras de Adrián resonando en su mente, mezclándose con el peso de su infelicidad, su soledad, su deseo reprimido. El vidrio permitía ver a Lía, ahora frente al atril, su figura iluminada por un foco que hacía su vestido casi translúcido, la curva de sus pechos apenas insinuada.

En la sala de lectura, Clara se acercó a Lía, su perfume envolviéndola como un velo. Sus tacones resonaron, un ritmo lento que marcaba el inicio de algo inevitable. —Lía, este texto es el corazón de Electra —dijo, su voz baja, íntima, como si compartieran un secreto—. Es ella hablando a su padre, desnudando su deseo, su alma. Piensa en Ignacio detrás del vidrio, sus ojos en ti, sintiéndote. —Rozó el brazo de Lía, sus dedos deteniéndose en su muñeca, sintiendo el pulso acelerado—. Deja que tu cuerpo hagas las palabras vivas. Muévete como Electra, siente su mirada.

Lía abrió el texto, sus manos temblando. Las palabras eran un incendio:

*“Padre, tu sombra me envuelve, tu aliento enciende mi piel. Mis dedos ansían los ríos de tu sudor, la dureza de tu pija bajo mi toque. Quiero tu peso sobre mí, tu pija abriéndome, tu nombre rompiéndose en mi garganta. Mis muslos tiemblan bajo tu mirada, mi lengua sueña con lamerte hasta el fondo, mi concha es un altar donde eres dios…”*

Su voz titubeó, un susurro frágil, pero Clara se acercó más, su cuerpo a centímetros, su mano guiando la de Lía hacia su propio cuello, trazando la curva delicada. —Piensa en él —susurró, su aliento cálido contra su oreja—. Imagina sus ojos devorándote, su cuerpo tensándose al verte, su deseo creciendo por ti. Siente su mirada quemándote la piel.

Lía alzó la voz, las palabras teñidas de un suspiro suave: *“Mis dedos se deslizan más abajo, papá, buscando el calor de tu pija…”* Su cuerpo respondió, un calor creciendo entre sus muslos, sus caderas meciéndose ligeramente, el vestido rozando su piel sensible. Clara rozó sus hombros, animándola a moverse. Lía dejó que sus manos recorrieran su clavícula, deteniéndose en el borde de sus pechos, su respiración volviéndose un jadeo, sus labios entreabiertos, un gemido contenido escapando mientras recitaba: *“Te saboreo en el aire, papá, te siento en mi alma…”* Sus dedos se detuvieron en su cintura, sin cruzar el umbral, pero su cuerpo temblaba, su concha palpitando bajo el vestido, sus muslos apretándose, su piel encendida por la fantasía, por la certeza de los ojos de Ignacio.

Ignacio, en la cabina, se inclinó hacia el vidrio, su respiración acelerándose. La visión de Lía, su vestido insinuando su cuerpo, sus manos rozando su piel, las palabras dirigidas a él, perforaron la coraza de su infelicidad. Su vida —las noches de whisky, los videos porno, la culpa por desear lo que no debía— se condensó en ese momento, en la imagen de Lía transformada en Electra, una diosa frágil que lo reclamaba. Su mano derecha se deslizó a su regazo, rozando la tela de su pantalón, sintiendo la dureza creciente de su pija. No desabrochó nada, solo presionó con los dedos, un movimiento lento, contenido, pero suficiente para que su respiración se volviera un gruñido bajo. Las palabras de Lía, *“Quiero tu pija dentro, papá…”*, lo empujaron al borde, pero se contuvo, su mano temblando sobre la tela, sus ojos fijos en ella. La cámara oculta captó el rubor en sus mejillas, el movimiento sutil de su mano, la tensión en su rostro, grabando su deseo en secreto.

Clara, desde el escenario, sonrió con un brillo cómplice. —Siente su deseo, Lía —susurró—. Imagina su cuerpo queriéndote, su mirada haciéndote suya. Electra no tiene miedo, ella arde. —Lía suspiró, su voz quebrándose en un gemido suave, su cuerpo arqueándose ligeramente, pero sus manos no bajaron más, su concha palpitando bajo el vestido, sus muslos apretándose. “Me entrego a ti, papá, mi alma te pertenece…” Su voz era un lamento erótico, pero se detuvo allí, temblando, sostenida por Clara, que asintió con aprobación.

Adrián, desde un rincón, aplaudió lentamente. —Perfecto, Lía —dijo—. Tienes el fuego de Electra. —Ignacio, en la cabina, se recompuso, su mano alejándose de su regazo, su rostro una máscara de contención, su corazón latiendo con una mezcla de culpa y éxtasis. Lía, jadeando, ajustó su vestido, su piel aún encendida, ignorante de las cámaras que capturaron cada suspiro.

### **Primer Ensayo**

Horas después, el loft parecía más denso, como si el casting hubiera impregnado las paredes con un calor residual. El escenario ahora tenía una silla de madera tallada en el centro, un trono bajo el foco suave. Adrián recibió a Lía e Ignacio, su presencia más imponente, su camisa negra abierta hasta el ombligo. Clara, con un vestido negro que abrazaba sus curvas, observaba desde un rincón, sus uñas rojas destellando.

—Lía, Ignacio, hoy comienza el ensayo —dijo Adrián, su voz un susurro que prometía transgresión—. Lía, serás Electra. Yo, Agamenón. Ignacio, observarás desde la cabina. Esto es más que teatro, es verdad. ¿Están listos?

Lía asintió, sus ojos brillando con una mezcla de nervios y deseo. Ignacio, rígido, asintió también, su mandíbula apretada, su mente aún atrapada en las imágenes del casting. Clara tomó a Ignacio del brazo, guiándolo a la cabina, su toque un roce deliberado que aceleró su pulso.

En la cabina, Clara se detuvo, su perfume envolviéndolo. —Ignacio, Lía es una joya —dijo, su voz baja, seductora—. Su belleza, su fuego… es una revelación. Gracias por inspirarla. —Sus labios dibujaron una sonrisa tenue—. Quédate. Observa. Déjala sentirte.

La puerta se cerró, dejando a Ignacio solo. Frente al vidrio, su respiración se volvió pesada, sus manos crispadas, el silencio amplificando el latido de su sangre.

En el escenario, Adrián señaló la silla. —Lía, ven. Vamos a construir a Electra, su deseo por Agamenón, por su padre, un hambre que la consume.

Lía se acercó, su vestido reemplazado por una túnica fina, casi transparente, que dejaba entrever las curvas de su cuerpo, sus pezones marcados bajo la tela. Adrián se sentó, su presencia imponente, y la guio para que se sentara sobre sus rodillas, sus muslos abiertos a horcajadas sobre los de él, su concha presionada contra su regazo, un calor húmedo que él sintió de inmediato. La túnica se deslizó, revelando la curva de sus hombros, el inicio de sus pechos. Adrián rozó su cintura, sus dedos trazando la piel con una lentitud que hizo que Lía contuviera un suspiro, sus labios entreabiertos, su respiración ya irregular.

Clara le entregó un texto, la voz de Electra. —Recítalo —susurró—. Piensa en Agamenón, pero también en Ignacio, detrás del vidrio. Deja que tu cuerpo hagas las palabras vivas.

Lía, sentada sobre Adrián, abrió el texto, sus manos temblando. Las palabras eran un canto de deseo:

“Padre, tu sombra me envuelve, tu aliento enciende mi piel. Mis dedos ansían los ríos de tu sudor, la dureza de tu pija bajo mi toque. Quiero tu peso sobre mí, tu pija abriéndome, tu nombre rompiéndose en mi garganta. Mis muslos tiemblan bajo tu mirada, mi lengua sueña con lamerte hasta el fondo, mi concha es un altar donde eres dios. Me abro para ti, papá, mi carne suplica tu embestida, mi deseo es un fuego que solo tu leche apaga…”

Su voz era frágil, pero Adrián se inclinó, su boca rozando su oído, sus labios apenas tocando el lóbulo. —Imagina su cuerpo contra el tuyo, Lía —murmuró, su aliento caliente enviando un escalofrío por su columna—. Sus manos deslizándose bajo tu ropa, rozando tus pezones, bajando hasta tu concha, encontrándola mojada, hambrienta. Electra arde, suplica. Siente cómo tu piel se estremece, cómo tu concha palpita al pensar en él.

Lía se estremeció, un calor creciendo entre sus muslos, su respiración volviéndose un jadeo. Adrián deslizó una mano por su espalda, sus dedos trazando la curva de su columna, deteniéndose en la base. —Piensa en él mirándote —susurró, su voz más oscura—. Sus ojos devorando tu cuerpo, imaginando cómo sería tocarte, saborearte, sentir tu concha apretándolo. Deja que ese deseo te queme.

Lía alzó la voz, las palabras teñidas de un gemido: *“Mis dedos se deslizan más abajo, papá, buscando el calor de tu pija…”* Adrián deslizó la túnica por sus hombros, dejándola caer, sus pechos expuestos, los pezones endurecidos, su piel brillando. Sus manos en las caderas de Lía la apretaban contra él, sintiendo el calor húmedo de su concha, sus muslos tensándose bajo ella. —Imagina su lengua en tu concha, Lía —susurró, sus dientes rozando su cuello—. Lamiéndote despacio, chupándote el clítoris, haciéndote gemir. Eres suya, pero también lo posees. Muéstrale cuánto lo deseas.

Lía tembló, sus caderas meciéndose, frotando su concha contra el regazo de Adrián, un movimiento instintivo que dejaba un rastro húmedo. La túnica cayó por completo, dejándola desnuda, sus pechos temblando con cada respiración, su concha empapada brillando bajo la luz. Sus manos se movieron, una acariciando sus pechos, pellizcando sus pezones hasta arrancarse un gemido, la otra deslizándose entre sus muslos, abriendo los labios de su concha, rozando su clítoris con círculos lentos, luego rápidos, sus jugos chorreando por sus dedos. *“Te saboreo en el aire, papá, te siento en mi concha. Mis muslos tiemblan, mi concha llora por tu pija, mis labios suplican tu leche…”* Su voz era un canto erótico, sus caderas frotándose con furia, su respiración un jadeo que resonaba.

Ignacio, en la cabina, estaba atrapado. La visión de Lía, desnuda sobre Adrián, sus pechos balanceándose, sus dedos hundiéndose en su concha, recitando palabras dirigidas a él, lo desarmó. Su respiración era un rugido, sus manos desabrochando su pantalón, liberando su pija, dura, hinchada. Su puño la envolvió, bombeando lentamente, luego con urgencia, sus caderas empujando hacia el vidrio, sus ojos fijos en Lía, en su concha abierta, en el brillo de sus jugos.

Adrián intensificó su juego, su voz un susurro ardiente. —Tu deseo es tan poderoso, Lía, que ni tu padre podría resistirse. Imagina a Ignacio viéndote, su pija dura, queriendo cojerte ahora, como Agamenón. Imagina su leche llenándote, marcándote. Eres su puta, su diosa, su ruina.

Lía gimió, su voz quebrándose, su cuerpo temblando. Sus dedos se hundían en su concha, dos, luego tres, cojiéndose a sí misma, su clítoris hinchado bajo su pulgar, sus jugos empapando el regazo de Adrián. *“Quiero tu pija dentro, papá, rompiéndome, llenándome, haciéndome tu puta…”* Adrián ajustó un control oculto, oscureciendo las luces. El espejo se volvió translúcido, revelando a Ignacio: desnudo de cintura para abajo, su pija en la mano, masturbándose con furia, su puño apretando con fuerza, sus caderas empujando contra el vidrio.

Lía lo vio, y la imagen la enloqueció. Su voz se alzó en un grito: *“Me entrego a ti, papá, mi concha es tuya, mi cuerpo es tuyo, dame tu leche…”* Su cuerpo convulsionó, un orgasmo brutal la atravesó, sus jugos salpicando sus muslos y el regazo de Adrián, su concha contrayéndose alrededor de sus dedos, sus gemidos resonando como un lamento sagrado mientras se aferraba a Adrián, sus pechos presionados contra su pecho. Al mismo tiempo, Ignacio alcanzó su clímax, un rugido gutural escapando mientras su leche salpicaba el vidrio, chorros espesos manchando la superficie, deslizándose en gotas lentas, visibles para Lía y Adrián. La visión intensificó el éxtasis de Lía, sus gritos convirtiéndose en sollozos, su cuerpo colapsando contra Adrián, que la sostuvo con una sonrisa triunfal.

Adrián aplaudió lentamente, volviendo las luces a su intensidad original, el espejo recuperando su opacidad. —Perfecto, Lía —dijo, su voz cargada de admiración—. Eres Electra.

Lía, jadeando, permaneció sobre las rodillas de Adrián, su cuerpo temblando, su concha aún palpitando, sus jugos dejando un brillo húmedo. Adrián le ayudó a cubrirse con la túnica, sus manos rozando su piel con lentitud. Ignacio, en la cabina, se recompuso, su rostro una máscara de culpa y éxtasis, ignorante de que su clímax había sido visto.

Adrián reunió a Lía e Ignacio en el centro del loft. Lía, temblorosa, se aferraba a su túnica, su rostro marcado por la intensidad. Ignacio evitaba mirarla, su cuerpo rígido, cargado de energía contenida.

—Lía, has sido sublime —dijo Adrián, sus ojos brillando—. *Sombras de Electra* será una revolución, y tú eres su corazón. Estás dentro. Mañana continuamos los ensayos. Vengan listos para ir más lejos.

Ambos asintieron, su silencio pesado, ignorantes de las cámaras que capturaron cada instante. Salieron del loft, el aire entre ellos cargado de corrientes tácitas. En la penumbra, Adrián y Clara revisaron las grabaciones, sus risas bajas mezclándose con el tintineo de las copas. El juego, apenas iniciado, ya los tenía atrapados.
 

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